El policía - José Rodríguez Chaves - E-Book

El policía E-Book

José Rodríguez Chaves

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Beschreibung

Un agente debe investigar la muerte sospechosa de una mujer mayor. En medio de esa tarea interroga a la sobrina adoptiva de la difunta, y se siente atraído por ella. "El policía" –de las obras más tempranas de la producción literaria de José Rodríguez Chaves– hace coincidir la pesquisa criminal con los pasos veloces y extraños de esa relación, como si quisiera mostrarnos uno de los sitios a los que puede llevar el poder de los sentimientos.

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Seitenzahl: 102

Veröffentlichungsjahr: 2022

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José Rodríguez Chaves

El policía

Novela

Saga

El policía

 

Copyright © 2001, 2022 José Rodríguez Chaves and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728374115

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

UNO

Abrió la puerta de la casa una chica de veintitantos años, alta, esbelta, de ojos negros rasgados de viveza poco común, rostro bello y expresivo y ademanes resueltos. Alejandro se hizo cargo de todo esto de un solo golpe de vista.

–Por favor, ¿Candelaria Barradas?

–Soy yo

Alejandro le mostró la placa diciendo:

–Policía.

–Sí; pase usted, por favor –respondió Candelaria haciéndose a un lado de la puerta para dejarle el paso franco.

Cuando Alejandro hubo entrado, cerró la puerta tras ellos y lo condujo al salón de la casa.

–Siéntese, por favor –le dijo ofreciéndole uno de los sillones del tresillo.

Alejandro tomó asiento. Candelaria lo hizo en el sofá.

–Soy inspector de la Brigada de Investigación Criminal y se me ha encargado la investigación de la muerte de doña Águeda Morales, para lo que necesito hacerle a usted unas preguntas –explicó Alejandro mirando a los ojos a Candelaria, no sin cierto azoramiento interior producto de la impresión que la belleza de la chica le causaba.

–Pobre tía Águeda –suspiró Candelaria.

–En las declaraciones que usted ha realizado hasta el momento usted dijo que no sospechaba que la muerte de su tía pudiera no ser natural.

–Si, así es. Mi tía Águeda se estaba tratando de hipertensión y entonces una muerte repentina era posible.

–Pero realmente no era tía de usted, según consta también en sus declaraciones.

–Cierto, pero es como si lo hubiese sido, es decir, en realidad era para mí más que una tía.

Los ojos de Candelaria se fijaban con su viveza en los de Alejandro y éste experimentaba una sensación honda, indefinible.

–¿Le importaría a usted hablarme sobre su tía? –solicitó de ella, disponiéndose a oírla y al propio tiempo a contemplarla a sus anchas en toda su hermosura y expresividad.

–Sí, desde luego.

Y Candelaria le contó la historia de aquel parentesco inexistente. Águeda Morales había sido amiga de su madre desde la adolescencia. La tía Águeda, como la llamaba siempre Candelaria, había tenido un noviazgo de varios años de duración, pero se llevó un gran desengaño amoroso y prefirió quedarse soltera. Por ello su amistad con la madre de Candelaria no tuvo los altibajos o distanciamientos que imponen a las mujeres casadas los cargos y obligaciones inherentes al matrimonio. La tía Águeda iba constantemente a ver a su amiga cuando ésta volvió de su luna de miel y hacía con ella de confidente y consejera. Y como la recién casada quedó encinta en seguida, como, por otro lado, era lo natural, la tía Águeda le ayudó a sobrellevar su estado dándole compañía, levantándole el ánimo cuando se encontraba decaída, haciendo de cocinera para evitarle a la embarazada bascas o náuseas, y esto lo hacía la tía Águeda doblemente gustosa, pues el arte culinario le encantaba y se le daba muy bien, tanto es así, que el padre en ciernes se aficionó a sus comidas y los días que no cocinaba la tía Águeda le decía a su mujer, entre bromas y veras:

–¿Hoy no tenemos a la cocinera?

–Oye, ¿es que tan mal lo hago yo? –protestaba la esposa, dándose por ofendida.

–No, cariño, qué vas a hacerlo mal –decía el marido dedicándole una carantoña–, lo que pasa es que si cocina Águeda matamos dos pájaros de un tiro, como el otro que dice, o séase, que te alivia a ti de la faena y disfrutamos del punto especial que sabe darles a los platos, es una gracia que tiene, como tú, mi vida, sin guisar mal, ni mucho menos, la tienes para otras cosas, y yo, pues para otras...

El que calla otorga, y la esposa callaba.

El padre de Candelaria era oriundo de Galicia, la madre, de Andalucía, y la tía Águeda era madrileña y el cocido madrileño le salía como para resucitar a un muerto.

Durante todo el embarazo la tía Águeda estuvo solícita a más no poder con su amiga, y cuando ésta dio a luz se desvivió con ella y con la criatura, que fue un niño. Todo le parecía poco comprándole cosas, aunque ya antes de nacer le había comprado el moisés y ropita y para la inminente madre un libro titulado El niño durante su primer año de vida y un prontuario de puericultura. Y quiso ser la madrina del neófito y lo fue, no hubo más remedio, aunque estaba empeñada en serlo una hermana del padre junto con su marido por padrino. Y cómo gozó la tía Águeda el día del bautizo teniendo en brazos a su ahijadito y contemplando su carita de rosa y riendo o celebrando sus mohines y diciéndole piropos y monerías, que el niño celebraba a su vez, soltando carcajaditas entusiastas acompañadas de braceo y perneo, que volvían loca a la madrina. Naturalmente, todo esto no lo sabía Candelaria por sí misma, pues ella todavía no estaba en el mundo, sino de habérselo oído a su madre más de una vez. Posteriormente vino al mundo el otro hermano de Candelaria. Y el tercer vástago del matrimonio fue la deseada niña, a quien en la pila del bautismo le impusieron el nombre de Candelaria, y desde la cuna se la empezó a llamar con el familiar de Candela. Tanto la madre como el padre habían anhelado la llegada de una niña, pero tía Águeda no lo había anhelado menos, de modo que desde el primer momento Candela fue el centro de atención y la preferida de la casa, sobre todo para tía Águeda, que no paraba de mimarla y darle caprichos, haciendo de ella una niña consentida.

–Con tanto mimo y tanta zarandaja, Águeda, esta niña nos va a dar que sentir a todos –le decía la madre con la boca chiquita, pues ella no hacía nada para remediarlo.

Candela creció en esta relación de gran familiaridad con tía Águeda, y hasta que no fue mayor no supo que no le ligaba con ella ningún lazo de parentesco. Pero la quería mucho y siempre la llamó tía Águeda. Ésta, por su parte, sentía debilidad por Candela. Y desde que fue mayorcita, era Candela, de los tres hermanos, la que más iba, por su cuenta, a casa de tía Águeda, donde se encontraba tan a sus anchas como en la suya, si no más, o dicho de otro modo, la casa de tía Águeda era para Candela una prolongación de la suya. La verdad es que los hermanos de Candela se fueron distanciando en su afecto a tía Águeda viendo que ésta volcaba su predilección en Candela.

El padre de Candela era un descreído y tía Águeda, muy devota de Jesús de Medinaceli. A cuenta de esta radical divergencia, tía Águeda tenía enfrentamientos con el padre de la niña, con el que, por lo demás, se llevaba bien, pero este punto de fricción no podían soslayarlo.

Tía Águeda formaba todos los primeros viernes de mes en la larga cola de fieles y devotos que se daban puntual cita en los alrededores del templo para subir al camarín de la venerada imagen. Y la víspera del primer viernes de marzo de cada año, en que venían fieles y devotos de todos los puntos de España y hasta del extranjero, tía Águeda se pasaba parte de la noche y a veces la noche entera, en la interminable cola que rodeaba los edificios próximos a la basílica donde se da culto a la sagrada imagen. Y amén de esto, iba muchos días durante el mes a rezar un rato al Cristo, llevando a menudo consigo a Candela, a quien procuraba inculcarle la devoción que ella sentía.

Tía Águeda quería que la niña se educara en un colegio de religiosas, y la madre de Candela lo prefería también, pero el padre se negó en redondo.

–¿Pues sabes lo que te digo? –se le enfrentó tía Águeda indignada –Que la niña no tiene por qué pagar el pato de que tú seas un herejote.

–Ni de que tú seas una beata –replicó el padre.

–Vas a ir de cabeza al infierno.

No hubo manera, y la niña fue al colegio que eligió el padre oponiéndose a su mujer.

Y desde entonces tía Águeda le trató de manera muy diferente. Hablaba con él lo indispensable y no le demostraba simpatía ni afecto. Alguna vez él llegó a decirle, viéndola tan distante:

–Águeda, qué es lo que te pasa conmigo.

–Tú lo sabes muy bien –respondía tía Águeda escuetamente.

–Bien, mujer, pues tú allá.

Ya el trato entre ellos no fue nunca como el que habían mantenido con anterioridad a la elección del colegio para Candela.

–Es que privarle a una niña de ser educada como Dios manda no es de buen padre –comentaba alguna vez con la madre de Candela.

–Ya sabes como es –se resignaba ésta.

–He adoptado con él la actitud que he adoptado para ver si así se da cuenta de lo que está haciendo con su hija.

–Ten en cuenta, Águeda –intentaba hacerle ver la madre –, que en su colegio le enseñan Religión.

–Sí, mujer, pero no es lo mismo, cómo vas a comparar eso con la preparación que dan las monjas. Y desde luego, si tu marido pudiera prohibir que le enseñasen Religión, vaya si lo prohibía ese herejote.

–Ya sabes como es –repetía la comadre.

Tía Águeda empezó a tomarle a la niña lecciones de Catecismo por su cuenta, recomendándole, eso sí, que no le dijera nada a su padre. “¡Dios mío, como si yo estuviera haciendo algo reprobable!”, se decía entre indignada y apenada. “Pero no vale engañarse, la persecución religiosa no cesará nunca, Jesucristo Nuestro Señor lo ha anunciado bien claramente en los Evangelios”.

Para tía Águeda no dejó nunca de ser Candela la preferida entre los tres hermanos, con ser el primero de los varones también ahijado suyo.

A partir de la muerte de su comadre, cuando Candela era todavía una niña, tía Águeda dejó prácticamente de ir por la casa, sólo iba de higos a brevas, pero no pasaba día sin que Candela fuera a la de tía Águeda, y muchos de ellos se quedaba a comer e incluso a dormir, cosa que su padre no veía con muy buenos ojos, pero no decía nada.

Lo que sí vio con buenos ojos el padre de Candela fue cómo un buen día tía Águeda otorgaba testamento abierto leído ante notario, en el que instituía heredera universal a Candela, a excepción de una manda en favor de Francisca, que era la mujer que servía a tía Águeda desde hacía la friolera de más de treinta años, manda en la que le dejaba una de las cinco casas que, junto con el dinero que tenía en el banco, y las alhajas, constituían el patrimonio de tía Águeda.

Alejandro llevaba cerca de dos horas al lado de Candelaria, interrogándole y, sobre todo, escuchándola, contemplándola ya abiertamente, ya con miradas furtivas, mirándola a los ojos... y esas casi dos horas se le habían hecho un instante. La atracción que sentía hacia Candelaria, mezclada a un sentimiento de ternura, le clavaba allí en su asiento y habría permanecido cerca de ella horas y horas. Pero eso no era posible, porque aun dando de barato que Candelaria quisiera, el servicio era el servicio y por hoy tenía que irse. Le tendió, pues, la mano para despedirse, con una emoción recóndita impropia de un policía en acto de servicio, como él mismo pensó.

Cuando se presentó al jefe del servicio, éste le preguntó;

–¿Qué hay, Alejandro, qué tal ha ido eso?

–Bien, jefe. He hecho que la dicha sobrina me hable sobre la víctima, y la sesión se ha ido prácticamente en eso.

Y resumió a su jefe lo que había oído en boca de Candelaria.

–¿Y qué impresión has sacado?

–Nada que venga a modificar la tesis que mantenemos. Pero allá veremos.

–¿No has interrogado al padre de Candelaria Barradas?

–No estaba en casa. Si te parece, primero acabaré con Candelaria.

–Perfecto.

–Gracias, jefe –dijo Alejandro sonriendo.

Ernesto Garrido se sonrió a su vez.