Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Lúcida novela de costumbrismo en la que asistimos a las desventuras de una familia en la España de la dictadura franquista, con sus penurias y sus esfuerzos para seguir adelante. El orgulloso Goyo Ortiz está prendado de la joven Mercedes y ha decidio que será suya o de nadie más. Mientras tanto, Mercedes acude a una amiga, preocupada por su seguridad y por un posible arrebato de locura de Goyo. Lo que no saben es que a todos les espera una desagradable sorpresa cuando el destino tome cartas en el asunto.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 212
Veröffentlichungsjahr: 2022
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
José Rodríguez Chaves
Novela
Saga
Han cantado los ruiseñores
Copyright © 1997, 2022 José Rodríguez Chaves and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374177
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Para Chari
Para Blanca, Clara y Jorge Francisco
... y en mis noches benchidas del misterio
de Dios, han cantado los ruiseñores.
Héctor Zambrana
Mercedes pulsó el botón del timbre. Tras unos segundos de espera la puerta se abrió. Era Delia quien le abría. Se miraron rápidamente antes de besarse.
—Chica, qué ganas tenía de verte —exclamó Delia con sincera emoción.
—Yo también a ti, aunque no lo creas.
—Bueno, pasa, pasa —dijo Delia cogiéndola del brazo.
—¿Dónde están los niños? —preguntó Mercedes cuando Delia hubo cerrado la puerta.
Pero antes de que su amiga le pudiera contestar, aparecieron, como contestación elocuente, por el pasillo, un poco retraídos, los mentados, dos niños varones de unos cinco y seis años respectivamente.
—Míralos, ahí los tienes. Si acababa de llegar de recogerlos del cole cuando tú has llamado por teléfono, no sé si te lo dije...
—A ver, un besito cada uno —los instó Mercedes agachándose ante ellos.
Los niños la miraban con unos ojos como platos, en completo mutismo y con inmovilidad de estatuas.
—¿Ah, no me dáis un besito? —les dijo fingiendo enfado—. Pues bien, esto que traigo —y les mostró unos paquetes que llevaba envueltos en papel de regalo—, para otros niños.
Pero los niños, ni por esas. No obstante, Mercedes seguía en cuclillas.
—Vamos, dadle un beso a Mercedes, que no es ninguna extraña —les dijo a los niños su madre—. Pero, claro —añadió dirigiéndose a su amiga—, si vamos a mirarlo bien, tienen que extrañarte al cabo de tanto tiempo.
—Mujer, no es tanto —repuso Mercedes incorporándose—. Aunque tienes razón, sí en el caso de unas criaturas.
Tomó a los niños de la mano y les dijo cariñosa:
—Ea, venid. Vamos a ver lo que hay en estos paquetes, ¿vale?
Los niños la siguieron dóciles. Mercedes abrió los paquetes y a la vista de los regalos la expresión de los pequeños se animó. Mercedes volvió a pedirles un beso y se lo dieron sin mayor problema. Y al poco rato se sintieron junto a ella como si hubieran estado a su lado toda su corta vida.
—Qué ricos son —exclamó Mercedes sonriente.
—Y también muy traviesos, hija.
—Mujer, están en la edad —hizo Mercedes una pausa—. Bueno, ya me has dicho por teléfono que Pedro está bien.
—Sí, él, como siempre, en su cuartel. Sale de allí a las cinco de la tarde y llega a casa sobre las seis.
—¿Tan tarde?
—Sí, desde las siete de la mañana que se va. Pero la gente se cree que para los militares todo el monte es orégano. Y eso sin contar las maniobras, que las tiene cada dos por tres, y se tira fuera de casa cada vez, quince días o un mes, y los servicios. ¡Jauja, hija! Como están tan bien pagados. Porque eso se piensa también la gente, que para los militares todo es el oro y el moro. No te cases con un militar. Pero, en fin, dejemos el tema, que a mí me sienta fatal hablar de esto. No por Pedro, que ya sabes tú que es su vocación, y vaya, cada persona tiene la suya, y ya es mucho si logra satisfacerla, que no todos pueden. A Pedro nunca le oirás quejarse del servicio. Sí de otras cosas.
—¿Sigue de capitán?
—No, ascendió a comandante. Pero cuéntame, qué tal te va a ti.
—Pues, chica, a mí como siempre también, bueno, es una manera de decirlo, ni bien ni mal, vamos.
—Te veo guapísima —dijo Delia, sonriendo, mirándola admirativamente.
—¿De veras? —exclamó con un poco de ironía.
—Te lo digo muy en serio.
—Pues tú no lo estás menos.
—Eso me dice siempre Pedro, pero él qué me va a decir.
—Pues dice la verdad.
—Será... Pero volvamos a ti. ¿Te sigue yendo bien en el colegio?
—Sí, bien, claro.
—Te encuentro la mar de escueta, hija.
Mercedes no contestó, sino que guardó unos momentos de silencio, y después de mirar a su amiga, le confió:
—La verdad es que estoy atravesando una temporada mala.
A Delia se le distendió el rostro al oírle esto.
—¿En el colegio, te refieres? —dijo.
—No, no, qué va —repuso Mercedes significativamente.
—Ya me parecía a mí que no te iban bien las cosas. Pues aquí nos tienes, Mercedes, si te podemos ayudar en algo. No hace falta que te lo diga, yo te quiero mucho, y ya sabes cuánto te aprecia Pedro.
—Lo sé, Delia...
—Yo soy la misma de siempre.
—Y yo igual, por supuesto. A pesar de que no nos hemos visto durante un tiempo, no ha habido el menor distanciamiento entre nosotras.
—Eso es lo que pienso yo.
—Pues lo que sucede es que Goyo vuelve a darme la matraca, por llamarlo de alguna manera.
—Bueno, si es sólo eso, con sacudírtelo, en paz.
—No es tan fácil.
Mercedes entró en pormenores. Desde hacía unos meses Goyo la venía persiguiendo por teléfono y en la calle, insistiendo obsesivamente en que entablara relaciones con él. “Y cuando tú quieras nos casamos. Yo no puedo hacer mi mujer a ninguna otra, lo sabes, porque no puedo querer a más mujer que a ti”, le decía. Le habían dado un cargo importante en el partido y iba a ser nombrado para un alto cargo en un ministerio, según le aseguraba. Pero ella desde un primer momento volvió a mandarle a paseo, primeramente con muy buenas palabras, pero viendo que se ponía pesado, ya no se anduvo con contemplaciones, pues llegó a sacarla de sus casillas. “Entre tú y yo no puede haber nunca nada de lo que pretendes. Más clara no te puedo ser. Ni me interesas tú ni me interesan esos cargos con los que pensabas, a lo mejor, que ibas a encandilarme. Conque olvídate de una vez de mí y del santo de mi nombre”. Pero de poco le sirvió esta dureza; Goyo siguió y siguió asediándola por teléfono o por el procedimiento de espiarla al salir de casa o al volver a ella. En cuanto al teléfono, Mercedes tomó bien pronto la decisión de colgarle sistemáticamente, porque ya no le cabía hacer otra cosa, y cuando lo había visto en la calle había salido a escape para ocultarse a sus ojos siempre que había podido. La última vez que la abordó, cuando volvía a casa, sobre las once de la noche, había sido hacía unos quince días. Para que no pudiera huir la cogió por los brazos, alterado, y mirándola con dureza a los ojos, le dijo: “Tú no querrás nada conmigo, ya veo que no, pero yo contigo sí”. Suavizándose un poco, siguió: “Escúchame, Mercedes: yo te quiero y no puedo dejar de quererte”. “Pero yo a ti no, ya te lo he más que dicho”, le contestó ella con toda naturalidad. Debió de ver en su actitud y en el tono de sus palabras la negativa definitiva o algo así, porque la amenazó: “Pues como me llano Goyo Ortiz, que te acuerdas de mí, so puta. O serás mía o de nadie. Está decidido”.
—Y no hago más que darle vueltas en la cabeza a la amenaza. Me asusté, porque éste es capaz de cualquier cosa —terminó Mercedes visiblemente preocupada.
—No es para inquietarse. Trata de intimidarte para que cedas. Debe de ser verdad que está colado por ti.
—Eso poco me importa, como comprenderás. Lo que sí sé es que no me fío para nada de él y que puede temerse todo. Es chabacano, grosero y tiene malos sentimientos. Cae de su peso que se haya enrolado con los socialistas. Hay quien dice que los socialistas son necesarios como el mal es necesario.
Delia esbozó una sonrisa.
—No debes dejarte llevar a ese extremo de preocupación —dijo—. Ya verás cómo se le pasa el arrebato. ¿Quieres venirte con nosotros una temporada? Sabes que tenemos sitio.
—Ahora estoy en casa de mis padres. Pero él se lo figurará.
—Pues por eso mismo. Si te vienes con nosotros el tiempo que quieras, no sospechará que es aquí donde estás.
—Yo te lo agradezco, Delia, pero eso tampoco resolvería nada, porque si me sigue la pista, lo descubrirá. Como de lugar de trabajo no puedo cambiar tan fácilmente, ni quiero, por otro lado. Pero de cualquier modo, si veo que es conveniente que lo haga, me vendré con vosotros una temporada.
—Creo que le estás dando demasiada importancia a esto, Mercedes.
—Yo conozco un poco a Goyo, lo suficiente para saber de lo que es capaz.
—Él lucha con sus medios para que le hagas caso.
—Unos medios innobles y despreciables.
—Siempre pasa igual —reflexionó Delia—, cuando un hombre está por una mujer, ella no está por ese hombre, y a la inversa. No es que pase esto siempre; quiero decir que es lo más frecuente.
Por ese derrotero de la conversación, desembocaron en el problema del amor entre hombre y mujer y en el del matrimonio.
—Yo ya sabes que en eso del amor no me ando por las ramas. Yo lo veo así: te gusta un hombre, tú le gustas a él, se coincide en cosas, aunque en otras no, claro; se casa una, y sí, como una consecuencia de la convivencia, pues llega un momento que tu marido representa mucho para ti; luego vienen los hijos y atan más el lazo; pero así y todo, el vivir día tras día el uno al lado del otro trae también roces, discusiones, disgustos (quizá por aquello que se dice de que los que viven juntos son los que riñen), y cediendo unas veces uno, y otras veces el otro, pues la convivencia sigue adelante sin grandes problemas. A mí me parece, y pienso que no me equivoco, que en la mayoría de los casos esto es así, y que eso del amor fuerte, que hace que una mujer no pueda vivir sin el hombre que ama o un hombre sin la mujer que ama, es propio de las novelas o de las películas y no se da en la realidad. “Nadie se muere por nadie”, he oído yo decir desde que era una niña. El que ciertos temperamentos se tomen esas cosas por lo trágico, es otra cuestión, pero entonces es producto de esa clase de temperamentos, no porque las cosas sean como ellos se las representan. En tu temperamento, Mercedes, existe un importante componente romántico. Y en el mío todo es pura prosa. Lo que no es prosa son sueños, y la vida deja pocos resquicios para los sueños. Los sueños, sueños son, como dijo el otro. En última instancia, cada uno es como es. Tú puedes decirme que también hay que soñar. Puede que sí. Pero yo echo eso poco en falta.
—El amor no es cuestión de temperamento, cómo va a ser así. Ya sé que ahora está un tanto desprestigiado, incluso pisoteado, sobre todo en España, esta “reserva espiritual de Europa”. Da risa amarga lo de “reserva espiritual de Europa”. Tú dices que la vida es prosa. La vida es lo que hacemos de ella, no te quepa duda.
—En este tema pensamos muy distintamente —acotó Delia.
—Tú hablas como has hablado porque no te casaste enamorada.
—¿Lo has estado tú alguna vez?
—Tú sabes que no he tenido esa suerte.
—O esa desgracia, si no te hubieran correspondido.
—Tienes razón: siendo así, o esa desgracia. Pero no pierdo la esperanza de estarlo y que me correspondan.
—Qué romántica eres. En fin, Dios te oiga, ¿O es que hay algo ya?
—No, no lo hay —respondió Mercedes con cierto desencanto.
—Pues yo te deseo lo mejor, no hace falta que te lo diga. Ojalá encuentres un hombre que sintonice contigo, que es lo principal.
—Oye, eso de sintonizar queda bien —bromeó Mercedes de buena gana.
—¿Te burlas?
—En absoluto. Es una de esas bromas que se dicen en serio.
—Pues me ha salido así, y mira, ahora que lo pienso, creo que en eso de sintonizar está el quid de todo, llámesele amor o con otro nombre.
—No, Delia, no hay otro nombre. Qué triste, qué desolador, si el amor no existiera. Aunque una no llegue nunca a experimentarlo en la propia alma ni haya ningún hombre que lo experimente por una, es hermoso y consolador pensar que existe en el mundo, que hay hombres y mujeres unidos por amor, y que puede llegar en cualquier momento. Pero si cerramos por nosotros mismos la puerta, nos lo cerramos todo en la vida, o por lo menos, lo más importante que la vida tiene.
—Hablas como un poeta, Mercedes —se sonrió levemente Delia—. Pero qué quieres que te diga, yo no lo siento así y no se me hunde el mundo por eso. Llevo casada siete años, tengo dos hijos y un marido cariñoso, y, hoy por hoy, no echo de menos ninguna otra cosa, mañana no lo sé, chica, no me adelantaré a los acontecimientos. Pero de todos modos, vuelvo a decirte que yo creo que es cuestión de temperamentos.
La conversación llegó a un punto en que dio la sensación de embarrancamiento, como barco que encalla. Siguió un silencio, y al cabo dijo Delia mirando su reloj;
—Pero son casi las dos y estamos aquí habla que te habla sin acordarnos de que hay que comer —y levantándose de su asiento: —Hale, a comer, Mercedes.
—Sí, vamos, te ayudo.
Cuando estaban en la mesa sonó el teléfono.
—Vaya, qué oportuno —rezongó Delia.
Se levantó y fue a coger el auricular.
—Sí, diga...
—...
—Ah, ¿eres tú, Pedro? ¿Qué hay?
—...
—¿Pues qué pasa?
—...
—No, no he oído la radio ni he puesto la televisión.
—...
—¿Dónde?
—...
—Qué barbaridad.
—...
—¡Qué canallas!
—...
—Pues tú procura tranquilizate, por Dios. Qué se le va a hacer si están las cosas así y parece que por ahora no hay remedio.
—...
—Bueno, bueno, tranquilízate. Y procura no tardar luego.
—...
—¿Sabes quién está aquí conmigo?
—...
—Mercedes. Me dio esta mañana la gran sorpresa llamando por teléfono y diciéndome que venía.
—...
—Pues muy bien.
—...
—Sí, espero que sí.
—...
—Un beso. Hasta luego, adiós.
Colgó y volvió a la mesa.
—Era Pedro, como has oído. Ha llamado para decirme que vendrá más tarde. Lo de siempre, hija. Otro atentado de la Eta. Han matado esta mañana aquí en Madrid, en la avenida Ciudad de Barcelona, cuando iban en el coche oficial, a un coronel, a un teniente coronel y al soldado conductor. Han instalado la capilla ardiente en el ministerio del Ejército, en Cibeles, y Pedro va a visitarla con una representación de su cuartel.
—Válganos Dios, no sé dónde vamos a llegar con las cosas que están pasando. Esto es un bochorno de país —dijo Mercedes indignada y condolida.
—Pues ya ves, hija —suspiró Delia—, lo mismo que la llamada telefónica ha sido de Pedro para comunicarme el asesinato de otros dos compañeros y de un pobre soldado, han podido llamarme para comunicarme que han asesinado a Pedro.
—Mujer, no digas eso —le contestó Mercedes—. Dios no lo querrá.
—Están asesinando a otros, mira los que van ya, lo mismo le puede tocar a él —añadió Delia con expresión de abatimiento.
—Nos puede tocar a cualquiera —observó Mercedes—. Es cierto que la mayor parte de los atentados son contra los militares, guardias civiles y policías, pero cuando les da la gana esos desalmados ponen bombas indiscriminadamente. Mira la que explotó hace bien poco en el Hipercor de Barcelona, lleno de gente, causando varias muertes y un montón de heridos.
Sabes lo que te digo, tío? Que soy una golfa, una auténtica perdida —murmuró de pronto Verónica con tarda voz de medio beoda.
Héctor se le quedó mirando con extrañeza, como si saliese de un limbo.
—Sí, lo que has oído, tío —recalcó Verónica.
—¿A qué viene eso ahora, Verónica? —repuso Héctor por decir algo.
—¿Que a qué viene? ¿Te sorprende, tío? ¿Y por qué te sorprende, si puede saberse? —le preguntó la chica con desolada naturalidad.
—Tú no eres ninguna golfa.
—¿Y qué soy entonces? —la pregunta era como desvaído lamento.
El juego de luces del local no cesaba de hacer guiños estridentes, provocativos, en combinación con la música de movida madrileña, cuándo estruendosa, cuándo pretendidamente susurrante, pero ingrata siempre.
—¿Sabes que se está bien aquí, tío? —dijo Verónica haciéndole a Héctor una caricia en la cara con la mano izquierda.
Pues claro que se está bien, nena. Por eso hemos venido, ¿no? —respondió Héctor correspondiendo a su caricia con otra parecida.
En este momento bailaban algunas parejas.
—¿Quieres que bailemos un poco? —propuso Héctor.
—Vale, tío, meneemos el esqueleto —contestó Verónica levantándose de su asiento.
Se agarraron y empezaron a bailar entre las otras escasas parejas, pegados sus cuerpos y juntas sus caras.
—Ahora se está mejor, ¿no, Verónica?
—Y que lo digas, tío. Yo así me encuentro en la gloria.
Bailaron unos momentos en silencio.
—Qué cursis somos —salió Verónica separando su cara de la de Héctor para mirarle.
—Chica, tienes unas reacciones...
—No me hagas caso, tío. De verdad que me encuentro en la gloria. Si siempre fuera sábado.
—¿A qué hora tienes que volver a casa? —le preguntó Héctor.
—¿Eso te preocupa, tío? —se interrumpió—. Bueno, perdona, no sé lo que me digo. Debería agradecerte que me lo recordaras. Pero lo que he querido decirte es que es igual a la hora que vuelva. A mi madre le trae al fresco. Ella está también por ahí de picos pardos, ya sabes. Y si es mi padre, ése aparece por casa cuando le peta. Vivimos en libertad, ¿no?, y cada cual que haga de su capa un sayo. Ya era hora, joder.
—Vale, Verónica.
—¿Y tú, tío, a qué hora tienes que volver a casa? Ahora me toca preguntar a mí, que también tengo derecho.
—Yo vivo solo, como sabes —dijo Héctor con espontaneidad.
—Y te viene al pelo aquello que se dice de que el buey suelto bien se lame, ¿no, tío? Qué jodido —ironizó Verónica.
Héctor se limitó a sonreírse.
—Me da en la nariz, tío, y no tengo mal olfato, que a ti te quedan resabios machistas de otras épocas.
—Eso es llamarme viejo también —volvió a sonreírse Héctor.
—¿Quieres decir que he matado dos pájaros de un tiro? Pues tío, qué puntería —Verónica soltó la carcajada—. No he pretendido tal cosa, pero ya que lo dices, debes reconocer que algo carrozón eres.
—Psch —hizo Héctor.
—Bueno, hombre, no importa. Aunque algo carrozón, me gustas, tío. Y no es porque a mí me gusten los carrazones. No tengo el menor precedente, que conste. ¿Y yo, te gusto a ti? —Verónica centró sus pupilas en las de Héctor.
—Creo que salta a la vista, nena.
—¿Te contesto con aquello tan cursi de “eso se lo dirás a todas”? Pero lo que sí sé positivamente es que has ligado con mogollón de alumnas tuyas como yo. Los profesores sois unos aprovechones; hombres, al fin, y ahora que las tías estamos tan facilonas, pues, joder, el que desaprovecha es un gilipollas, ¿o no?
—Yo no te he forzado para que salgas conmigo, Verónica.
—Bueno, tío, tampoco es para tomarlo por lo dramático. Yo soy una mujer libre. Pero, volviendo a lo que te decía hace un momento, sí es verdad que las tías estamos muy facilonas y vosotros los profesores contáis con buen campo de muchachas en flor, no me lo negarás. Por lo demás, yo he ligado contigo por mi libre voluntad y determinación, o sea, reuniendo los requisitos legales. No te acuses de nada por lo que a esto respecta, tío. Las épocas machistas quedaron archivadas en la historia, aunque todavía hay por ahí bastantes resabiados. Pero son una especie a extinguir, por mucho que quieran resistirse. Ya una tía es tan libre de ligarse a un tío como un tío lo era antes de ligarse a una tía. Estuviera bueno. Aquello de la pobrecita mujer consumiéndose en la espera de que un tío le dijera por ahí te pudras, se acabó para in sécula.
—Pues claro, nena —asintió Héctor complaciente.
—¿Nos sentamos un poco? —dijo Verónica desasiéndose de su pareja.
—Como quieras, nena.
—¿Pero a ti te apetece sentarte o seguir bailando?
—A mí me apetece seguir estrechándote contra mi cuerpo, pero ahora nos sentamos y después bailamos más ¿Vale?
—Vale, tío.
Pasaron sentados una media hora, libando y charlando.
—Oye, Héctor, ¿te sigue apeteciendo tenerme entre tus brazos? —dijo entonces Verónica—. A mí también me lo pide el cuerpo, tío. Pero, por favor, en silencio, en completo silencio.
Se pusieron a bailar con las mejillas juntas como antes.
Estuvieron bailando un buen rato, silenciosos, como quería Verónica, y por fin volvieron a su mesa.
—Héctor —dijo Verónica, como si reflexionara—, he ligado con muchos tíos de mi edad y de todos he terminado cansándome. Me ha resultado un coñazo ir mucho tiempo con el mismo. A ellos les ha pasado tres cuartos de lo mismo, seguramente. Y después de ligar con tantos, ¿me habré enamorado de ti, un carrozón, como una gilipollas? Como en las películas, tío. Sería divertido. O a lo mejor es que tengo admiración por ti, tío, a causa de la asignatura que das —se rió—. Porque la verdad es que es para producir su poquito de admiración oírte explicar esa asignatura ¡Filosofía del Derecho! A mí es como si me hablaras en chino, tío. Qué pestiño, y perdona que me franquee contigo tan claramente. Tengo una gran curiosidad: ¿cómo es que te dedicaste a enseñar Filosofía del Derecho, habiendo otras asignaturas más digeribles? Muchas veces me lo he preguntado a mí misma.
—¿Estás obsesionada con la asignatura? No te preocupes, chica, que no tendrás el menor problema para aprobarla.
—¿Y a todas las alumnas que han ligado contigo en cada curso has terminado aprobándolas por lo mismo? Porque tú si no es así no apruebas ni a tu padre. Así están los pobres chicos de desesperados, porque para que apruebes a cuatro o cinco de todo el curso tendrán que haberte hecho virguerías en el examen, y a más no apruebas. Eres un hueso, tío, no me lo niegues.
Héctor rio evasivo.
—Sí, tío, no te escaquees: lo eres. ¿Y por qué? ¿Qué coño le importa a nadie la Filosofía del Derecho? Y para la carrera maldita la falta que hace. Pero qué coñazo te estoy dando, tío, a cuenta de la asignatura. Estoy un poco curda, lo reconozco. Pero, tío, con alguna que otra turca y emporrándose de vez en cuando, se va sobrellevando esta asquerosa vida.
Héctor la miró serio.
—¿Tú te emporras, Verónica?—dijo.
—Parece que vives en otro planeta, tío. Como cada hijo de vecino, y tú lo sabes. Pero ya comprendo. A ti debe de costarte entenderlo, a pesar de todo. Tú no tienes que recurrir al porro ni Cristo que lo fundó. Te basta con tu Filosofía... Qué suerte la tuya, tío. Yo es que no me entero...
Héctor le tomó la barbilla y se la acarició sonriendo.
—Vamos, vamos, Verónica, no te quedes conmigo —disimuló.
—Pero, tío, si te estoy hablando más en serio que en toda mi vida —y prosiguió como si tomara el hilo de un monólogo interior paralelo: —Con libertad o sin libertad, la vida es una puta mierda, digan lo que digan. De qué me sirve la libertad, por ejemplo, si el hombre que se me ha metido aquí —se indicó la zona cordial —está por otra. Ante esto qué coño tiene que hacer la Filosofía del Derecho o cualquier otra.
—Chica, aquí hemos venido a divertirnos y no a complicarnos la noche.
—Tú tienes tu idea y yo la mía —dijo Verónica poniendo primero su índice en la frente de Héctor y luego en la suya.
—Verónica, los gin-tonics que has tomado te han caído mal y necesitas acostarte. Anda, vámonos y te llevo a tu casa.
—Tienes razón, tío. Buena idea. Pero antes voy a ir a los servicios. Me han entrado ganas de mear.
—Pues anda, que nos vamos.
—Tienes razón —repitió Verónica levantándose.
Y después de mirar a Héctor se volvió para dirigirse a los servicios.
—No tardes, Verónica.
La chica echó el paso y no contestó. Héctor la vio ir con su fino talle como una sílfide poco segura de su equilibrio, colgándole un buen trecho por hombros y espalda su bonito cabello castaño.
Héctor quedó pensando que iban a perderse la actuación del humorista de moda que cada noche de una a dos, y los sábados de tres a cuatro de la madrugada, lanzaba allí para la noctívaga clientela, con regocijo de todos, sus andanadas humorísticas, sazonadas con sus toques de erotismo, como no podía por menos, contra los personajillos y personajastros del tinglado político. Debía llevar a Verónica a su casa. El alcohol ingerido le había producido en el ánimo un efecto deplorable.