La última palabra - José Rodríguez Chaves - E-Book

La última palabra E-Book

José Rodríguez Chaves

0,0

Beschreibung

Luis Enrique, recién doctorado, tiene la posibilidad de marcharse a Georgetown a dar clase. Amedrentado por una España en plena Transición en la que los valores tradicionales están en decadencia, nuestro protagonista acepta la oferta. Sin embargo, la añoranza de su patria lo asaltará en forma de recuerdos de la niñez que se irán trenzando con sus amargas experiencias en el extranjero. Una novela nostálgica, profunda y delicada con una prosa de una elegancia inusual.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 138

Veröffentlichungsjahr: 2022

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



José Rodríguez Chaves

La última palabra

Novela

Saga

La última palabra

 

Copyright © 2003, 2022 José Rodríguez Chaves and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728374269

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

PRIMERA PARTE

Primero

Acababa de doctorarse, a los veintinueve años, cuando se le ofreció la oportunidad de marchar a la Universidad de Georgetown, en los Estados Unidos, como profesor invitado. Y aprovechó la ocasión para ir en busca de otros horizontes, pues el giro que estaba tomando la situación político-social española no le gustaba nada. Le desazonaba la pérdida de valores que, a impulso de los vientos políticos, se estaba operando en la sociedad española. La clase política que había surgido y se había hecho con la situación era una clase política roma, trepa, caciquil, corrupta. Los individuos que nutrían sus filas no atendían sino a sus intereses o a los intereses de partido, a su medro personal, a sus latrocinios y a sus rapiñas. ¡Pobre España! Siempre lo mismo, pensó Luis Enrique. Ésta era, en palabras de Unamuno, que seguían vigentes, «la monstruosidad de la política española, albergue de filisteos y beocios». Y de ladrones.

Luis Enrique no había salido de España antes de ahora, y por eso, a pesar del ambiente de integración, de compañerismo y de armonía, y de amabilidad en el trato, que encontró por parte del cuadro de profesores en la Universidad norteamericana, no pudo evitar la impresión de sentirse como trasplantado. Aunque ya tenía un cierto conocimiento de ello por las películas de Hollywood, le chocaron las costumbres, los hábitos alimentarios, el carácter, los modos de encarar la vida y de divertirse, de los norteamericanos en general. Echó mucho de menos a España, y las fuerzas evocativas de su niñez transcurrida allá en su pueblo natal, que había experimentado en Madrid, se le redoblaron.

En aquellos benditos días el hada de la dicha derramaba sus dones a manos llenas. Sin embargo, él no fue consciente de esta dicha hasta después de habérsele ido de las manos, es decir, cuando había ya dejado de ser niño.

Qué felicidad ir por el campo en busca de nidos de jilgueros, verderoles, abejarucos, en las mañanas luminosas de primavera, o en las de julio y agosto, tempranito, en busca de nidos de tórtolas. El hálito vernal penetraba, poderoso, en los sentidos. El cielo ostentaba un azul impoluto, pleno de belleza. El sol fulgía en todo su esplendor prodigando sus rayos de luz y vida. Los trigales, cebadales y avenales en granazón verdeaban pujantes, magníficos. Los árboles desplegaban todo su verdor y lozanía. Los almendros en flor ponían grandes manchas, rosadas o blancas, en el paisaje. Los cardos, los jaramagos florecidos, las campanitas, las margaritas, las violetas, las amapolas, y otras flores, y miles de pequeñas florecillas que pintaban de un bello azul los prados, ponían su cromatismo y su viveza en todo el campo, impregnando de efluvios el aire. Mariposas blancas y de colores vagaban con su gracioso vuelo por entre la floresta, deteniéndose cada dos por tres ya sobre una flor, ya sobre un arbusto, ya sobre una piedra. Los trinos y gorjeos de jilgueros y chamarices, con los de otros pájaros, celebraban jubilosos la gloria del día, en mayor número por la parte del camino de las huertas y de la alameda. El sordo rumor innumerable de los insectos era el fondo sonoro...

Segundo

En sus correrías por el campo Quique recalaba a veces en la huerta de Feliciano. Había manzanos, perales, higueras, cerezos, membrilleros, nogales, granados, ciruelos, melocotoneros, y tablas de tomate, lechuga, coles, pepinos, pimientos y otras hortalizas. Y en las ramas de los árboles cantaban jilgueros, mirlos y chamarices, y piaban a todo piar los gorriones. Era una gloria estar allí, en medio de la Naturaleza.

La huerta se encontraba en un campo llamado genéricamente La Vaquera. Feliciano vivía con su familia en la casa de la huerta.

Feliciano Donaire Rodríguez, que era su nombre completo, era un hombre que había aprendido a leer y a escribir él solo. Pero tenía una caligrafía y una ortografía que quisieran para sí muchos universitarios. Y se expresaba como muchos que han tenido estudios no saben hacerlo. Feliciano tenía una sabiduría que le venía de los ancestros, de los libros que había podido hallar a su alcance y de la observación y el contacto, día a día, con la Naturaleza que le circundaba. El Diccionario de la Academia de la Lengua define: «Trovador.–Que trova». «Trovar.– Hacer versos». Pues bien, Feliciano era un trovador. Los versos le salían como quien habla. Repentizaba siempre. Pero jamás se tomaba el cuidado de escribirlos ni de confiarlos a la memoria, que la tenía muy lozana. Él los decía con ocasión de lo que quiera que fuese, y no volvía a ocuparse de ello. Pero uno de sus hijos, que cuando Quique era un niño, él era ya un mozalbete, solía aprendérselos de memoria y luego los escribía en un papel cualquiera para conservarlos. Quique sabía que Feliciano hacía versos porque se lo había dicho su hijo, y le pedía a éste que le dijera algunos. El mozo accedía gustoso y complacido, mientras que Feliciano, si estaba presente, se sonreía como no dándole la menor importancia al asunto. En una de las composiciones que el hijo de Feliciano le dijo a Quique, Feliciano mezclaba donosamente el canto del jilguero con el de dos figuras de la copla de aquel tiempo. Decía:

El chico de La Vaquera

tiene un bonito jilguero

que canta por la Paquera:

«Yo tuve un novio barbero»...

El Luis de que se entera

coge otro de su nido

y poniendo todo empeño

le hace cantar El niño perdido

por Manolo el Malagueño.

Otra de las composiciones se le había ocurrido a Feliciano al picarle en el labio una abeja a una hija cuando era pequeña, a quien entonces llamaba, cariñosamente, la Morena. Feliciano repentizó:

Un día que la Morena

tenía gana de enredar

se fue para la colmena

y un zángano quiso matar.

Una abeja el aguijón

en el labio le hincó a fondo

y el dolor y la hinchazón

le hicieron cantar cante jondo...

En otra composición Feliciano soñaba con un largo viaje a través del mar, pero siéndole imposible emprenderlo, se resignaba estoicamente a continuar sin moverse de La Vaquera:

Yo quisiera ir a Mallorca,

a Ibiza y a Menorca,

pero es tan largo el camino

que temo perder el tino

y extraviarme en los mares,

y en vez de ir a Baleares

ir a parar al quinto pino.

Por eso yo a mi sobrino

le digo: «Vana quimera».

Y me quedo en La Vaquera

con mis coles y pepinos...

El hijo de Feliciano le copió a Quique con lápiz en un papel las tres composiciones, y dándoselo, le dijo:

—Como te gustan, toma, para que las tengas.

Dándole vueltas al tema del problemático viaje de Feliciano a las Baleares, Quique escribió por su cuenta una variante, en décima:

Yo quisiera ir a Mallorca,

a Ibiza y a Menorca,

y me preguntó cómo iré,

si no tengo un barco ni sé

navegar, ni tengo de aquí

para un viaje mallorquí...

Esto es un quiero y no puedo,

y por eso yo me quedo

quietecito en La Vaquera

con mis sueños y quimeras...

Tercero

Quique juega en la plaza del pueblo al marro con los niños de su edad.

La quieta tarde de junio se diría detenida, cual si embebecida en la contemplación de sí misma, parándose un momento, se le hubiera ido el santo al cielo y no reanudase su rodar hacia el ocaso.

Los gritos de los niños y sus pisadas al correr rebotaban en los muros de la torre y de las casas circundantes.

De vez en vez se oía a las cigüeñas del nido de la torre, un nido alto, «hacer gazpacho», o una de las zancudas salía del nido volando hacia el arroyo o la laguna de la Tora, por pitanza, o a la inversa, volvía al nido trayendo en el pico un lagarto o una culebra para dárselos a los cigüeñinos. Era el suyo un vuelo pesado, con sonido de fuelle, pero majestuoso y de altura aun cuando pasaran como rasando los tejados.

Los aviones cortaban el aire sereno de la tarde con sus chillos volando raudos, inmareables, en redor de la torre.

Los gaviluches, por su parte, hacían gala de su capacidad de mantenerse en vuelo inmóvil, una y otra vez, lanzando sus graznidos de hojalata.

De las afueras del pueblo venía un olor a mies en acarreo para la era...

 

En las puras noches estivales el cielo se mostraba preñado de esas lejanísimas luminarias que llamamos estrellas. Algunas veces Quique se ensimismaba en la contemplación de aquel alto abismo que era el firmamento, bóveda inconmensurable del mundo, de aquella infinitud de puntos de luz que él sabía por los libros escolares y por las enseñanzas del maestro, que eran astros grandísimos y muchos de ellos soles alrededor de los cuales giraban planetas con sus satélites, al igual que sucede con el sol que alumbra la tierra. Y aquella parte del firmamento que podían abarcar sus ojos no era más que una porción de la inmensidad del Universo. Quique se sentía profundamente impresionado. Abrumado de infinitud. Porque, ¿qué era él, y qué eran los demás niños, y qué todas las personas del mundo, ante la inmensidad del Universo? En su libro de Historia Sagrada del colegio había Quique aprendido que Dios había hecho el mundo y todo cuanto hay en él, y esto mismo le habían enseñado sus padres y el maestro, señaladamente su madre, que le daba lecciones de Religión. Y pensando en Dios, Quique podía asumir la inmensidad del Universo sin que el vértigo se apoderase de su espíritu...

 

Las familias de los niños Nano, Terín, Paco Rebollo y el Niño de Blas eran de las más pobres del pueblo. Las cuatro vivían bajo un mismo techo, un gran salón corrido con apartijos a modo de viviendas separadas.

Nano, Terín, Paco Rebollo y el Niño de Blas formaban una orquesta sin instrumentos. Se servían de sus propias bocas o de sus manos y de un simple papel de fumar y un trozo de chapa y un canto con que golpearla. Nano hacía con los labios el sonido del tambor. Terín, soplando en las manos adecuadamente dispuestas, hacía el de la trompeta. Paco Rebollo, sosteniendo sobre los labios un papel de fumar, el del clarinete. Y, por último, el Niño de Blas, con el trozo de chapa y el canto, hacía el de los platillos.

En las plácidas noches de verano se sentaban en una de las aceras de la plaza o en el umbral de una casa y tocaban sus conciertos, rodeados de niños y de personas mayores. Tocaban composiciones que oían en la radio o que interpretaba la banda de música que iba al pueblo para las fiestas patronales. El sitio de Zaragoza y La leyenda de beso estaban entre las que más tocaban.

Tan sin instrumentos, lograban una armonía que llegaba a emocionar, en el silencio augusto de la noche, sobre todo cuando tocaban La leyenda del beso...

Cuarto

Llegaron las Navidades y Luis Enrique las pasó allí en Estados Unidos a solas con su intimidad, rodeado de un ambiente extraño para él, de árboles de Nöel, de Papás Noëles y de villancicos que eran cosa muy diferente de los villancicos tradicionales españoles. Con qué honda melancolía se acordó de:

Esta noche es Nochebuena

y no es noche de dormir,

está la Virgen de parto

y esta noche va a parir...

 

Esta noche es Nochebuena

y mañana es Navidad,

saca la bota, María,

que me voy a emborrachar...

 

En el portal de Belén

hay estrellas, sol y luna,

la Virgen y San José

y el Niño que está en la cuna...

Algunos profesores compañeros le invitaron a pasar la celebración con ellos y sus familias, pero Luis Enrique les dijo, mostrándoles su agradecimiento, que de mil amores hubiera aceptado, pero que tenía un compromiso. Aparte de que no le apetecía, no quería resultar un elemento extraño en la celebración familiar.

Y se le agolparon en el alma las remembranzas de las Nochebuenas de su niñez, como algo vivo, pujante, de regusto dulciamargo. El belén de la iglesia parroquial, de figuras antiguas y de buen tamaño, se instalaba así que pasaba la Purísima. Quique participaba en las tareas de su colocación, con otros niños. Primero iban al campo por musgo, con el que recubrían el tablero sobre el que se montaba el belén, que ocupaba todo el presbiterio, y por tierra blanca para los caminos. Y qué gozo y delectación el ir sacando las figuras de las cajas donde se guardaban de un año para otro, y colocándolas en el lugar conveniente del tablero, y ver cómo iba el belén tomando cuerpo ante sus ojos, y cómo, por fin, quedaba concluido, como un mundo en pequeño. Allí estaba el pastor apacentando su rebaño; allí, el porquero cuidando de la piara; allí, el vaquero con sus vacas, y los hombres y mujeres en camino hacia el portal, quién portando un corderillo sobre sus hombros, quién llevando un par de gallos colgando de la mano, quién una cántara de leche recién ordeñada, sobre la cabeza... Y el castillo de Herodes con sus soldados, y los tres Reyes Magos viniendo por las montañas... Quique se quedaba embobado mirando el belén y no acababa nunca de contemplarlo. Y hasta llegaba a parecerle que las figuras se movían... En su casa tenían también un belén, pero no podía compararse con el de la iglesia.

A la anochecida se celebraba ante el belén de la iglesia un novenario, al que no faltaban los niños a la querencia del belén. Cada día se relataba un pasaje de la historia de la Encarnación y Venida de Cristo, al hilo del Evangelio, desde la Anunciación a la venida de los Reyes Magos de Oriente. Vivía en Nazaret una virgen llamada María, desposada con un hombre de nombre José. Encontrándose un día María en una pieza de su casa, de pronto vio que se le aparecía un ángel. Era el arcángel San Gabriel, que la saludó diciendo: Dios te salve, María, llena de gracia, el Señor es contigo, y bendita tú eres entre todas las mujeres. María quedó turbada y confusa, sin saber qué significaba todo aquello. El arcángel se hizo cargo de lo que pasaba en su interior, y le dijo: No tienes nada que temer, María, porque has sido elegida por Dios para concebir en tu seno un hijo al que pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo, a Quien Dios dará el trono de David, y su Reino no tendrá fin. María respondió: He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra. Y la dejó el ángel. Poco después de esto, María fue a visitar a su prima Isabel, esposa de Zacarías, que vivía en una ciudad de las montañas de Judea, y que estaba encinta. Cuando María saludó a su prima, la criatura que ésta llevaba en su vientre comenzó a dar saltos de gozo dentro del claustro materno e Isabel se sintió llena del Espíritu Santo, y le dijo a María: Bendita eres entre todas las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿Quién soy yo para que venga a visitarme la Madre de mi Señor? Entonces María respondió: Mi alma glorifica al Señor porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava. Desde ahora me llamarán bienaventurada todos los pueblos, porque el Señor ha hecho en mí maravillas. Al saber José, con quien María estaba desposada, que ésta estaba encinta, comoquiera que aún no habían vivido juntos, decidió repudiarla en secreto, pues era un hombre justo y no quería denunciarla. Pero un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, sabe que la criatura que María lleva en su vientre es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un niño a quien pondréis por nombre Jesús, pues será el Redentor de los hombres, cumpliéndose de este modo lo que dijo el Señor por el profeta: «He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios con nosotros’».