Entre el amor y la pasión - José Rodríguez Chaves - E-Book

Entre el amor y la pasión E-Book

José Rodríguez Chaves

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Beschreibung

Un thriller político que no le escapa a una buena carga de sátira. Algunas pasiones personales que solo pueden ir complicándose. José Rodríguez Chaves entrelaza las intrigas palaciegas con los triángulos amorosos en una de sus ficciones más recordadas. Cierta parte de las voces interiores de los personajes colisiona con la sórdida danza de máscaras que deben representar. Y (tal como sucedía en otros libros del autor nacido en Badajoz, pero quizás más que nunca) la novela avanza a partir de los vuelcos que produce esa colisión.

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Seitenzahl: 124

Veröffentlichungsjahr: 2025

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José Rodríguez Chaves

Entre el amor y la pasión

 

Saga

Entre el amor y la pasión

 

Copyright ©2014, 2024 José Rodríguez Chaves and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728374153

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Los políticos viven avergonzados si no tienen un montón de plata para ostentar vanidad en sus convites, y no se afrentan de ser ladrones, soberbios, ambiciosos y aduladores.

DIEGO DE TORRES Y VILLARROEL Vida natural y católica

CAPÍTULO I

Don Mamerto mandó llamar a Juan Elías a su despacho.

—Muchacho —le dijo adoptando un aire paternal—, en la vida nos llega un momento que puede marcar el comienzo de nuestros éxitos y al propio tiempo el de nuestras grandes responsabilidades, como lo son siempre las que se derivan de los altos puestos desde los que se sirve al pueblo —hizo una pausa solemne—. Con lo cual dicho se está que esta clase de honores y de responsabilidades solo les están reservados a aquéllos que cuentan con vocación de servicio —nueva pausa—. Yo he venido observando tu dedicación sin desmayo a tu tarea en el gabinete de prensa de mi cancillería, así como la valía demostrada en cuantos cometidos te han sido encomendados. Yo me he dado cuenta de que reúnes condiciones para el desempeño de tareas políticas, y dicho se está que para alguien que se encuentra en posesión de tales condiciones, no es lo más adecuado el puesto de redactor informativo de un gabinete de prensa, por mucha vinculación que ese cometido guarde con las tareas políticas, como en le caso presente efectivamente la guarda—. Hizo otra pausa cargada de solemnidad—. Y vengamos ya al objeto para el que te he llamado. En atención a tus méritos, a tu valía y a tu probada lealtad, he propuesto tu nombramiento como secretario de mi cancillería. Ya está firmado el decreto. Se publicará en el Diario Oficial de la República de hoy en dos días.

El prohombre calló de golpe. Quería concentrar toda su atención en Juan Elías para rastrear el efecto que habían causado en él sus palabras.

Por su parte, Juan Elías sintió temor y alegría a un tiempo, en una mezcolanza envuelta en perplejidad. “Lidia”, pensó en seguida; es decir, obra de Lidia. Pero hizo lo posible para no dejar traslucir nada de lo que pasaba en su interior. Así que el canciller se quedó, como quien dice, a dos velas en su propósito.

Juan Elías no se atrevió a decir nada, no se le ocurrió ni dar las gracias.

—¿Y bien? —hizo el canciller con alguna impaciencia.

La breve y elocuente pregunta tuvo la virtud de hacer recobrar a Juan Elías su habitual desenvoltura.

—Perdón —se disculpó—. Me ha cogido tan de sorpresa la noticia, y es tan importante para mí, que no he podido por menos de quedar confuso. En primer lugar deseo expresarle todo mi agradecimiento. Y después, confiarle mi temor acerca de mi capacidad para desempeñar dignamente el cargo, pues no salgo de mi anonadamiento.

—Es natural —repuso el prohombre—. Dicho se está que al ser designados para un cargo de evidente importancia y responsabilidad, en un primer momento recibimos la impresión de que amenaza con desplomarse sobre nosotros. Pero al no mucho tiempo de haber tomado posesión llegamos a encontrarnos en él como el pez en el agua, como se dice. Esto es así. Y por mi parte estoy seguro de que has de desempeñar inmejorablemente el cargo para el que has sido nombrado. Y más: estoy también seguro de que será para ti el primer eslabón, y dicho se está en que un importante eslabón, con ser el primero, de una brillante carrera política. Mas no olvides en ningún momento, como antes dije, que se trata, primordialmente, de un puesto de servicio a nuestra querida República. Más de quince años hace que yo la sirvo desde diferentes puestos, bien altos unas veces y otras menos altos, pero siempre con idéntico espíritu de servicio, porque a la hora de declarar esto huelga toda modestia. Y dicho se está que el espíritu de servicio es lo que más importa...

Don Mamerto se engolfó en un discurso como los grandilocuentes y efectistas, con muchos “dicho se está”, que pronunciaba en la Asamblea de la República o en los actos oficiales, o en los mítines en tiempo de elecciones.

Juan Elías le miraba con fingida atención, oía y no escuchaba, y mientras oía, desfiló por su mente la película de los acontecimientos, provocados por Lidia, que había vivido desde que se incorporó al gabinete de prensa del canciller secretario de Estado. Juan Elías era apuesto. Era joven y estaba en la plenitud de su vigor y su masculinidad. Lidia se fijó en él con ocasión de un reportaje de tinte hogareño hecho en el palacio al canciller, para el que la camuflada consigna recibida por el reportero, o sea, por Juan Elías en cometido de reportero, era hacer resaltar las virtudes familiares del canciller a fin de presentarlo como esposo y padre tierno y ejemplar y a Lidia como dama de calidad atesorando todas las virtudes de esposa y madre. Juan Elías paró también su atención en Lidia. Era la primera vez que la contemplaba de cerca. Mujer de gran belleza, en el esplendor de sus años, ataviada y enjoyada aparecía deslumbrante. Sus hermosos ojos rasgados, altaneros, tenían a pesar de su altanería destellos de ternura que cautivaban. Sus finas facciones contrastaban dolorosamente con las rudas, avillanadas de su marido, sentado junto a ella y rodeados ambos por sus cuatro retoños, tal como aparecieron en las fotos que se publicaron como ilustración del reportaje. La impresión que las fotografías habían de producir en el llamado hombre de la calle no podía ser más favorable para la institución del matrimonio, conforme se pretendía. Aquellos dos seres encumbrados en la pirámide de lo social, que tenían poder y dinero, que es lo que seduce al común de los mortales, gozaban también en plenitud de la felicidad del matrimonio, amándose mutuamente con ternura y consagrándose a la educación de sus hijos. Cuadro perfecto, espejo en el que se mirarían las gentes. Y en todo caso, su aureola de felicidad obraría un efecto benéfico de índole popular ofreciendo a los desfavorecidos de la fortuna, que son el común de las gentes, la posibilidad de que viviesen en otros lo que ellos no tenían. La moderna psicología ha descubierto, entre otras muchas inapreciables cosas, este efecto compensador al transmutar los desfavorecidos la carencia de la propia vida por la saturación y la abundancia de otras, a través del deseo y del ensueño. Solo por este efecto compensador los detentadores del poder y la fortuna cumplen una no desdeñable función social. No hay sino ver la cara de beatitud o de íntima satisfacción, o de delectación, cuando menos, que ponen la portera, la taquillera del metro, la limpiadora de oficinas, la empleada burocrática, la abnegada ama de casa, cuando se enfrascan en la lectura innumerable de las revistas del corazón, ese manjar imprescindible para los endémicos pechos. Y quien dice las revistas del corazón dice los seriales televisivos. Juan Elías notó sobre sí las insistentes miradas de la mujer del canciller durante la realización del reportaje, y no supo a qué atribuir aquel interés visual de la dama hacia su persona. ¿Simple curiosidad femenina? ¿O era que acaso le parecía conocerle por su actividad periodística anterior a su incorporación al gabinete de prensa del canciller? ¿O quizá lo había tomado por otro? Esto último era posible, porque a quién no le ha sucedido alguna vez dirigírsele alguien creyéndole un conocido suyo. ¿Y no se afirma también que todos tenemos un doble? Lo que menos podía pasarle por la cabeza a Juan Elías era el verdadero motivo de aquellas furtivas miradas, si bien, de cualquier forma, no podía dejar de sentirse halagado por venir de los bellos ojos de una tan encumbrada dama. Poco después se celebró una fiesta en el palacio a la que asistió como invitado Juan Elías. Lidia se pirraba, cómo no, por las fiestas y cada dos por tres mandaba organizar una. Solía concurrir lo más empingorotado de la ciudad y Lidia se encontraba en su elemento irradiando en ellas como astro de primera magnitud. La envidiaban las mujeres, murmurando sotovoce de ella, y la codiciaban en secreto los hombres, aunque, al parecer, había algunos que no precisamente en secreto. Lidia se sabía envidiada y codiciada y se gozaba en ello. Y su marido se esponjaba junto a ella como un pavo real cuando, al saludarla, le decían un galanteo cortés los hombres. Parecía un niño con zapatos nuevos o con juguete dejado por los Reyes Magos. Había veces que hasta se le caía la baba. Muchas mujeres y no tantos hombres se preciaban de saber que Lidia se había casado con el canciller por su poder y su posición social, con lo que, en sus comidillas, las que la envidiaban la ponían de aventurera y hasta, algunas, de meretriz. Lidia, mujer de mundo, se lo figuraba todo. Pero cara a cara todas rivalizaban en congraciarse con ella. Lo cual halagaba lo indecible a Lidia. Fue en aquella fiesta donde Lidia se insinuó a Juan Elías con el pretexto de hacerle unas indicaciones referentes a la reseña periodística de la fiesta, aprovechando para deslizar disimuladamente en su mano un papelito escrito. Al leerlo después Juan Elías vio que decía: “Mañana tengo que hablarle. Vaya a verme a mi gabinete a las diez”. Y éste había sido el principio. Su clandestina relación duraba ya dos años. Era una pasión irrefrenable por parte de Lidia, un fuego de pasión que prendió también en Juan Elías. Sin embargo, ante los demás Lidia sabía muy bien dar el pego, adoptando un aire digno, de dama y esposa impecable...

Don Mamerto se cortó de pronto en su discurso.

—¿En qué piensas? —le dijo a Juan Elías—. Pero ya comprendo. La responsabilidad de tu nuevo cargo te amilana un poco, a pesar de mis palabras. Pero no te preocupes, muchacho. Estoy seguro de que lo desempeñarás comme il faut —y terminó dando unas amigables palmaditas en la espalda a su pupilo, sonriente, que hubieran podido recordar el espaldarazo de los tiempos en que se armaba caballero.

CAPÍTULO II

Don Mamerto era uno de los monstruos sagrados, es decir, uno de los hombres todopoderosos del partido en el poder, y por lo tanto, con vara alta para nombrar a quienes quisiera para cargos en el seno del partido o en la Administración, máxime tratándose de un cargo de su propia cancillería, aunque principal y de relieve, como era el para que acababa de designar a Juan Elías. Puede decirse, echando mano de la conocida frase hecha, que la voluntad del prohombre era ley. Él y el otro monstruo sagrado del partido eran como los jugadores de ajedrez sobre el gran tablero político de la República, que movían las piezas a su antojo o conveniencia desde hacía más de quince años. Y sus manejos y jugadas eran acatados sin signos de oposición ostensible dentro del partido, si bien ciertos manejos daban lugar a descontentos en determinados sectores de la organización, pero era siempre peccata minuta, como dicen los italianos. La voluntad omnímoda de ambos prohombres se verificaba con la ineluctabilidad con que se opera un fenómeno de la Naturaleza, pongamos por caso.

La designación de Juan Elías para el cargo de secretario de la cancillería de la Secretaría de Estado hubo de originar brotes de descontento en los aledaños políticos del partido, que, sin embargo, no se atrevían a emerger de pecho a boca sino en forma de desahogo entre los correligionarios que existía una absoluta confianza, porque de no ser así se lo jugaban todo en el partido, por desahogo de más o de menos.

Dos que se sentían postergados y estaban hartos de esperar un cargo suculento, desfogaron su malestar por la válvula de escape de la ironía.

La ironía posee acreditadas virtudes catárticas.

—¿Y ese Juan Elías quién carajo es?

—De su peso se cae: un advenedizo, vaya, un paniaguado.

—Si no me dices más.

—Y qué más quieres que te diga.

—¿Sabías tú de su existencia?

—Y tú también.

—No, yo no, te lo juro.

—Hombre, era redactor del gabinete de prensa de la cancillería de nuestro amado don Memerto.

—Todo lo que quieras menos amado —repuso el interlocutor con aviesa sonrisa—. Y en cuanto a ese redactor..., te repito que yo no había oído ni leído su nombre.

—Lo cual, como ves, no ha obstado en absoluto para que se le haya nombrado lo que se le ha nombrado.

—Está visto que el último que llega es el que saca mejor tajada, para decirlo en popular.

—¿No has oído tampoco eso de que los últimos serán los primeros?

—En el reino de los Cielos. Pero, además, la frase completa es, por si se te ha olvidado: los primeros serán los últimos y los últimos, los primeros. Con que apliquémonos el cuento.

—Tienes razón, dije la frase a medias. ¡Y coño, qué bien nos cuadra la frase entera! ¿Pero sabes qué te digo? Esto: paciencia y barajar. Y también esto: que reirá mejor quien ría el último. Los dichos populares son muy sabios. Y además, está claro que en la vida todo tiene su fin. También las putadas.

CAPÍTULO III

Cuando supieron en el gabinete de prensa del canciller el nombramiento de Juan Elías, Pedro Moll, veterano periodista y político frustrado, le dijo:

—Chico, que me alegro de verdad. Has dado un salto de órdago. Pero también te digo de verdad que me das envidia, una envidia de carácter retrospectivo, ya. Todos mis esfuerzos en la vida se han encaminado hacia la política, a la vista está que sin resultado alguno. Seguramente porque no valgo —remató sin reticencia. Y recordó para sus adentros, porque creyó una indelicadeza decírselo a Juan Elías, el refrán que reza: “La suerte no es para quien la busca, sino para el que se le viene a las manos”.