Urbi et orbi - José Rodríguez Chaves - E-Book

Urbi et orbi E-Book

José Rodríguez Chaves

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Beschreibung

Interesantísima reflexión sobre la creencia humana disfrazada de cuento de fantasía de la mano de uno de los autores más profundos de su generación. El país de Valimor está gobernado por hombres de ciencia que forman un consejo de sabios. Sin embargo, pronto empezarán a surgir disputas entre los miembros del gobierno. Las luchas de poder causadas por la creencia y la religión llevarán al gobierno de Valimor al borde del abismo, algo que solo una mente fría podrá evitar.

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Seitenzahl: 165

Veröffentlichungsjahr: 2022

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José Rodríguez Chaves

Urbi et orbi

 

Saga

Urbi et orbi

 

Copyright © 2010, 2022 José Rodríguez Chaves and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728374757

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Los racionalistas modernos llaman al crimen desventura.

Día vendrá en que el Gobierno pase a los desventurados,

y entonces no habrá otro crimen sino la inocencia.

 

Donoso Cortés , Ensayo sobre el Catolicismo, el liberalismo

y el socialismo

 

Todo el que obra mal, aborrece la luz, y no viene a la luz,

por que sus obras no sean reprendidas; pero el que obra

la verdad, viene a la luz, para que sus obras sean manifiestas,

pues están hechas en Dios.

San Juan , 3, 20-21

INTRODUCCIÓN

En el país de Valimor había unos hombres de ciencia al servicio del poder político, como suelen. Constituían un equipo hermético o círculo cerrado en cuyos laboratorios se fraguaban investigaciones y experimentos encaminados a la manipulación y dominio de los pueblos por unos pocos, bajo la apariencia de democracia. Pero aquí estaba la sutileza y el quid de la cuestión, en ejercer una tiranía haciendo ver que se está en una democracia.

Rogemdolf era el jefe del equipo. Y el resto de sus componentes, Ketcher, Denissor, Fredman, Load y Fresser. Rogemdolf, Ketcher, Denissor, Fredman, Load y Fresser no conocían posiblemente aquellas palabras que Einstein puso en el prólogo a la obra ¿A dónde va la ciencia?, de Max Planck. Y si las conocían, se les daba una higa de ellas. Helas aquí: “Si descendiera un ángel del Señor y expulsara del templo de la ciencia (a todos los que son indignos de entrar en él), me temo que el templo se quedaría casi vacío.”

UNO

George Rogemdolf era también científico. Rogemdolf había cifrado en su hijo único grandes esperanzas, que a no tardar hubieron de ser defraudadas. Esto le causó al padre una indignación inconmensurable, más que un disgusto.

Rogemdolf había planeado a su hijo como se planea una empresa científica. Cuando se casó, el deseo de su mujer era tener un hijo, como suele acaecerle a toda mujer normalmente constituida, aunque muchas se lo repriman por motivos ajenos a su natural inclinación a la maternidad.

La esposa de Rogemdolf era una mujer enamorada de su marido, y, por eso mismo, una admiradora suya. Solía plegarse a la voluntad de Rogemdolf desde que empezaron de novios. Rogemdolf era a la sazón un joven que se mostraba asaz satisfecho de su persona. Físicamente era un tipo apuesto, si bien en sus facciones se percibía cierta dureza que lo hacía antipático desde que se le ponía la vista encima. Y cuando se le trataba, la antipatía que inspiraba a primera vista no cedía. Un día su mujer se atrevió a decirle:

—Da la impresión, querido, de que te esfuerzas en resultar antipático a las personas.

Rogemdolf lo echó a risa. Repuso sólo, riendo:

—¿Sí?

La esposa no dijo nada más al respecto.

En lo que toca a su inteligencia y a su saber científico, Rogemdolf se tenía por un superdotado. Miraba a casi todo el mundo por encima del hombro y sólo se dignaba conversar con muy contadas personas, todas ellas con formación científica, por de contado.

Para la ciencia Rogemdolf guardaba toda su consideración y todo su respeto. Los demás saberes y actividades intelectuales los tenía en muy poco, si en algo. Pero a veces le acaecía, si se topaba con una persona muy culta, que allá en lo hondo y reservado de su ser, sentía una suerte de indefinible inquietud o desasosiego asaz emparentado con un inconfesado complejo de inferioridad, si no era todo un complejo de ídem. Pero se lo sacudía pronto contrarrestándolo con su complejo de superdotado. Estaba persuadido, o creía estarlo, de la superioridad de la ciencia positiva frente a todo otro saber, y de que, la ciencia únicamente podía remediar los males que aquejan a la humanidad y que padece el mundo. La política podría contribuir a ello, pero sólo si se amparaba en la ciencia o se prevalía de la ciencia. Si no, en absoluto.

Rogemdolf no apreciaba el arte en sí y por sí; si acaso, como mera distracción o entretenimiento intrascendente. Con lo que no transigía ni mucho ni poco era con la literatura. ¡Puaf, la literatura!, despreciaba, ¡qué peste! Y qué estupidez. Tampoco le gustaba la música, aunque nunca llegó, que se sepa, a declarar, como Napoleón, que la música era el menos desagradable de todos los ruidos. Oía a veces piezas ligeras y pegadizas que incluso tatareaba complacido. Nada entre dos platos.

Aunque había tenido aceptación entre las mujeres de su entorno social, lo cual para otros hubiera supuesto un agradable cosquilleo en su vanidad de hombre, y aun un pavoneo, él no le concedía demasiada importancia a la cosa. Estaba de continuo centrado en sus estudios y preocupaciones científicas y apenas le quedaba tiempo para cuanto no fuera esto. En todo caso, la mujer se presentaba a sus ojos como un objeto más de investigación empírica. Pero con Joan no sucedió así. Con ella no entró en disquisiciones o análisis sobre el sentimiento del amor, la atracción de los sexos, la pasión, si el amor respondía a una mera reacción química del organismo, et sic de caeteris, sino que le gustó cuando la trató un poco, se sintió atraído hacia ella, y se dejó llevar por esta atracción, sin más. Pronto, pues, se hicieron novios, llevaron bien el noviazgo, y al cabo de un tiempo prudencial, desembocaron en boda. Rogemdolf quería casarse sólo civilmente, pero Joan le rogó que consintiera en la ceremonia religiosa. Hubo entre los dos un cordial forcejeo, y finalmente, Rogemdolf se avino aunque no de buen grado. Vio una resistencia a la boda meramente civil, no sólo en Joan, sino también en su familia.

Antes de conocer a Joan, Rogemdolf no se había planteado el permanecer célibe, o casarse; pero cuando se hubo hecho a la compañía de Joan, con todas las buenas prendas que ella reunía, como mujer y como persona, comprendió que casado le iría mejor que no solo.

Y no dejó de irle bien en el matrimonio, porque Joan siguió queriéndole y su admiración hacia él, lejos de decrecer, fue in crescendo, y por otro lado, su carácter benigno y condescendiente, por escasamente formado, no daba lugar a situaciones difíciles o conflictivas en el matrimonio. Y en el caso de que las hubiera habido, su talante era también conciliador.

—¿Por qué te resistes, querido, a que tengamos un hijo? —le preguntaba a su marido en los primeros años de matrimonio.

—Me gustaría que lo tuviésemos por complacerte a ti; pero todavía no es el momento.

—Siempre te oigo decir lo miso, que no es el momento —respondía Joan frunciendo levemente el entrecejo —. ¿Y por qué no es el momento, vamos a ver?

—Como ya te he dicho las otras veces que me lo has preguntado, sería largo y complicado de explicar — contestaba Rogemdolf—. Y lo más probable es que, con todo, no lo entenderías. Pero, en fin, querida: perdona, que estoy muy ocupado.

—Lo natural en un matrimonio que se quiere, es tener hijos —repuso Joan haciendo caso omiso de las últimas palabras del marido—. Es de ley natural; pero, sobre todo, es lo que quiere Dios. El fin primordial del matrimonio son los hijos.

—Es posible, querida; pero hay otras cosas... — respondió Rogemdolf con impaciencia.

—Pues tú sabes que mi conciencia no está tranquila burlando la Ley de Dios.

—Querida, déjate de esos comecocos de cura — dijo Rogemdolf amagando enfado.

—Es la Ley de Dios. Y en tu conciencia va si no la cumplimos —repuso Joan con angustia.

—Eres igual que una chiquilla, querida —le reprochó el marido haciéndole una fugaz caricia en el rostro. Y sin transición: —Hale, que estoy muy ocupado. Tendrás ese hijo que deseas. Lo tendrás.

Joan sabía positivamente que si insistía mucho sobre el particular, podría muy bien desencadenarse un gran disgusto entre ellos. Por otra parte pensaba si no era su obligación de esposa procurar evitar los disgustos y desavenencias en su matrimonio. Y tenía la convicción de que una buena esposa puede hacer mucho para que en la convivencia matrimonial haya lo menos roces posibles aunque el marido no haga nada por evitarlos, y aun los provoque. Se decía que probablemente a ella le faltaba bastante para ser una buena esposa, pero procuraba serlo. A los ojos de Dios no debía de ser reprensible su conducta relativamente a transigir con su marido en lo de retardar la llegada del hijo deseado, o hija, porque ella hacía todo lo posible por convencerle de lo rechazable que era tal proceder no sólo conforme a la Ley de Dios y a la propia ley natural, sino también porque suponía una predisposición negativa en sí en su matrimonio respecto de los hijos, carne de su carne. Pero demasiado conocía Joan que llevando las cosas más lejos, él se enfurecería y quién sabía si no estaría dispuesto a romper el vínculo, pues tenía para sí que su marido no la quería como ella a él. Los hombres son distintos, pensaba para conformarse. Y ella le quería tanto, que no podía vivir separada de él. No obstante, Rogemdolf sabía que por una cosa no estaba, con todo, Joan dispuesta a pasar, y era la desnaturalización del acto genésico, pero Rogemdolf no era un marido sensual, y no tenía inconveniente en no contrariar en esto a su cónyuge...

Por fin, vino el hijo, al cabo de unos años, demasiados, por de contado, para Joan. Le pusieron por nombre George. Rogemdolf dejó que lo eligiese la madre. Y Joan se decidió por el de su padre y abuelo del recién nacido. Como también complació Rogemdolf a su mujer, ahora de muy mala gana, en el deseo de Joan de que el niño fuese bautizado.

DOS

Joan quería inculcarle a George desde pequeño la fe religiosa en la que ella había sido educada; pero tenía que hacerlo casi a escondidas de su marido, por no decir a escondidas del todo. Y así, le enseñaba a rezar y lo llevaba a la iglesia. Rogemdolf la tenía advertida de que no le “metiese al niño para el cuerpo comecocos de curas”. Y Joan pensaba muy para sus adentros que eran cosas de científicos, que se empeñan en el ateísmo o el agnosticismo. Joan no le temía a su marido. Pero le quería. Y por quererle, habría querido complacerle en todos sus deseos. Mas en lo que tocaba a la fe religiosa o lo relacionado con ella, no podía transigir porque su conciencia de cristiana no se lo permitía. Lo que hacía era pedirle a Dios que tocase aquel corazón y aquella inteligencia vertida hacia lo positivo y experimental. Su marido había tenido intentos de arrancarle la fe con argumentos científicos que ella no comprendía ni les prestaba atención. Ella intuía que a Dios no puede llegarse con argumentos o razonamientos científicos. La ciencia ensoberbece, pensaba, y en el Evangelio se lee claramente que Cristo, dirigiéndose al Padre, le dice: “Te glorifico, Padre mío, Dios del Cielo y la tierra, porque has ocultado tus misterios a los sabios del mundo y se los has revelado a los humildes y carentes de ciencia”. A Joan su fe le hacía entender la vida y el mundo, y lo que significaba el amor a su marido, y a su hijo cuando éste vino, un amor grande a uno y a otro, y lo que significaba el amor al prójimo. Y pensaba que si a ella le hubiera faltado la fe religiosa, no hubiera podido sentirse enteramente feliz aun queriendo como quería a su marido y aun habiéndole dado Dios a su hijo. No, las cosas no serían lo mismo. Se habría sentido como vacía por dentro. No sabía. Pero sí estaba segura de que no habría sido feliz como lo era teniendo el tesoro de la fe. Recordaba unos versos aprendidos en su infancia que decían:

Hombre sin fe es navío

navegando en densa bruma

provisto acaso de todo

pero no lleva brújula...

Podrían valer poco como tales versos, pero lo que decían era mucha verdad. Por lo demás, confiaba en que Dios terminaría oyendo su súplica respecto a su marido, a pesar de ser científico...

TRES

Desde que ocupaba el cargo de jefe del equipo científico de Leopold Brens, presidente de la Nación, con mayúscula, Rogemdolf había llegado a ser un científico bastante conocido en el país, pues tal cual vez aireaban su nombre y su efigie en los periódicos y era llamado para intervenir en algún debate en la radio o en la televisión. Los debates eran algo perfectamente controlado en todos sus puntos por el aparato político, unos debates asépticos y por consiguiente, en ellos no se traslucía absolutamente nada de lo que se fraguaba en los laboratorios del equipo científico que dirigía Rogemdolf, equipo científico de tipo paraestatal, por decirlo de algún modo, único, por lo demás, en todo el país.

Leopold Brens y su partido político habían ido haciéndose con todos los resortes del poder político, económico y social del país, de modo que, erigido el partido, en un partido triunfante en todos los frentes, no dejaba que hubiera un partido de la Oposición que pudiera aspirar a ser alternativa de poder, sino que existía una Oposición atomizada en forma de espectro de pequeños partidos, con lo cual se lograba, de cara a la galería, hacer ver que había democracia en el país, el señuelo de los pueblos. El montaje estaba bien tramado. Y bien afirmado, además, sobre unas bases económicas y de poderes fácticos que hacían prácticamente inviable toda alternativa política, al menos en mucho tiempo, y Brens aspiraba a que para siempre.

Y como los medios de comunicación estaban todos controlados por el aparato político de poder, ninguno de ellos se atrevía a dar una nota discordante contra el orden establecido. No obstante, acaso se publicaban editoriales hábilmente amañados en los que se dejaba traslucir, sutilmente, que había una cierta diversidad de criterios frente al poder.

En la política educativa diseñada por el Gobierno de Leopold Brens habían sido borradas de un plumazo la Religión y las Humanidades.

Se proponían una generación de hombres absorbidos en el trabajo, el consumismo y el deporte.

La jornada laboral era de ocho o diez horas, que los trabajadores y empleados se pasaban de hoz y de coz en las fábricas, las empresas y las oficinas. A más del tiempo que les llevaba acudir al lugar de trabajo y volver, finalizada la jornada, al hogar. De manera que habían de levantarse diariamente al alba o antes del alba. Y después de volver a las casas, a la noche o al anochecer, apenas si tenían tiempo para cenar y estarse un rato frente al artilugio televisivo antes de irse a la cama. Y desde el artilugio televisivo se les decía, subliminalmente, qué tenían que hacer con su vida, qué tenían que comprar, qué tenían que pensar, cómo tenían que sentirse...

Era ya una generación de hombres que vivían para el trabajo, y para el fútbol, principalmente, pues días de entresemana se televisaban partidos de ídem, pero, sobre todo, los fines de semana, en que una gran masa de trabajadores y empleados acudían a los estadios para desfogar, vociferando, la presión o el estrés acumulados cada día a lo largo de toda la semana en los trayectos al lugar de trabajo, durante las largas horas permanecidas en éste y, como remate, en el trayecto de la vuelta a casa.

Eran seres un tanto automatizados, que no tenían tiempo para pensar por cuenta propia, que actuaban por estímulos externos. Unos seres un tanto alienados. Una raza de hombres muy próxima a la que Leopold Brens se proponía conseguir con su equipo científico, maleables, sumisos, apáticos, sin voluntad ni albedrío; en resolución, rebaños de hombres dirigidos por una élite indiscutible e indiscutida...

Tal era, a grandes rasgos, el estado de cosas reinante en el país de Valimor con Leopold Brens como presidente de la Nación, con mayúscula, y Elliot Rogemdolf como jefe del equipo científico que estaba al servicio de los designios de aquél y de sus intereses políticos y de su partido. Pero también su partido estaba al servicio de Brens...

Leopold Brens podía haber proclamado, como lo hizo el llamado Rey Sol, de Francia: L’État, c’est moi.

Se relamía de gusto pensando en la consecución de su sueño...

CUATRO

George fue, pues, creciendo en un ambiente familiar en el que la madre trataba, calladamente, de sustraer al hijo de aquel acaparamiento y dominación que Rogemdolf estaba empeñado en ejercer sobre él para encaminarlo por la senda de la vida que ya desde antes de nacer le había trazado.

George percibía dentro de sí, con la especial sensibilidad que tienen los niños, aquella divergencia entre sus padres y padecía en su alma de niño el preconcebido designio paterno, contra el que corría a refugiarse en el cariño de su madre.

El padre se le mostraba seco y autoritario, muy distintamente que Joan, que era tierna y amorosa, aunque nunca oyó George de sus labios palabra alguna de reprobación contra el padre. Pero lo que un niño vive o percibe en el hogar está lejos de caer en saco roto, y así, se fue despertando en su pecho hacia su padre un sentimiento, si no de repulsión, sí de rechazo, en tanto por su madre sintió desde bien temprano un ahincado amor henchido de ternura. De modo que así como con su padre no solía tener ninguna demostración de cariño, a su madre le prodigaba mimos y caricias con los que madre e hijo se sentían felices. Pero el niño se guardaba de manifestarle a su madre su amor en presencia del padre, pues en la presencia de éste se sentía cohibido para hacerlo. Así que eran unas muestras de amor hacia su madre como a ocultas del padre. Su fino instinto infantil le advertía que en presencia del padre resultarían contraproducentes. Sin embargo, Rogemdolf no era sensible a aquella clara anomalía en los sentimientos de su hijo. Él estaba centrado en su idea fija de sacar de su hijo un científico, a toda costa, y apenas se daba cuenta de lo que no fuera esto. Y de consiguiente, jamás se le ocurrió preguntarle al niño: “Hijo, ¿no me quieres? ¿Por qué no me besas, como hacen los demás niños a sus papás? ¿Por qué no tienes una caricia para mí? ¿Es que acaso tampoco la tienes con mamá?” Y tampoco a su mujer le habló nunca sobre el particular.

CINCO

Joan había heredado de sus padres una casona en Conestral, distante de la ciudad unos noventa kilómetros. Era un pueblo asentado en el lado oeste de una feraz y extensa vega regada por un riachuelo, en que abundaban los huertos y las huertas, con otros arbolados, como almendrales, y sin que faltasen los campos de mies. Una suerte de escondida arcadia que mantenían como en suave resguardo unos cuantos montes, aunque poco prominentes.