El crimen de la guerra - Juan Bautista Alberdi - E-Book

El crimen de la guerra E-Book

Juan Bautista Alberdi

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Juan Bautista Alberdi escribió El crimen de la guerra en 1872, bajo la profunda impresión que le produjo la derrota paraguaya en la llamada Guerra del Paraguay y sus secuelas en la población de dicho país. Al­berdi estudia el origen histórico del dere­cho de guerra. Analiza la naturaleza perversa de ese derecho, la responsabilidad que apareja El crimen de la guerra y sus efectos perniciosos. Para Al­berdi la sofística belicista elude las cuestiones sin resolverlas en rea­lidad. Así concluye que la guerra es un delito a cuya abolición hay que aspirar. Alberdi propone dos alternativas para evitar las guerras. La primera sería aplicar el derecho de los hombres a las naciones y la segunda sería promover, aún más, el libre comercio. «El crimen de la guerra. Esta palabra nos sorprende, solo en fuerza del grande hábito que tenemos de esta otra, que es la realmente incomprensible y monstruosa: el derecho de la guerra, es decir, el derecho del homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la más grande escala posible; porque esto es la guerra, y si no es esto, la guerra no es la guerra. Estos actos son crímenes por las leyes de todas las naciones del mundo. La guerra los sanciona y convierte en actos honestos y legítimos, viniendo a ser en realidad la guerra el derecho del crimen, contrasentido espantoso y sacrílego, que es un sarcasmo contra la civilización. Esto se explica por la historia. El derecho de gentes que practicamos es romano de origen como nuestra raza y nuestra civilización. El derecho de gentes romano, era el derecho del pueblo romano para con el extranjero.»

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Juan Bautista Alberdi

El crimen de la guerra

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: El crimen de la guerra.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de la colección: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 9788490074374.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-721-2.

ISBN rústica: 978-84-96428-59-1.

ISBN ebook: 978-84-9897-213-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 11

La vida 11

Los cimientos civilizatorios 13

El crimen de la guerra 15

Para el prefacio 17

Capítulo I. Derecho histórico de la guerra 19

I. Origen histórico del derecho de la guerra 19

II. Naturaleza del crimen de la guerra 22

III. Sentido sofístico en que la guerra es un derecho 26

IV. Fundamento racional del derecho de la guerra 28

V. La guerra como justicia penal 29

VI. Orígenes y causas bárbaras de la guerra en los tiempos actuales 31

VII. Solución de los conflictos por el poder 33

Capítulo II. Naturaleza jurídica de la guerra 35

I. Distinción entre crimen y retribución de la agresión 35

II. Los poderes soberanos cometen crímenes 35

III. Análisis del crimen de la guerra 36

IV. La unidad de la justicia 37

V. La guerra como justicia 38

VI. La locura de la guerra 39

VII. Barbarie esencial de la guerra 40

VIII. La guerra es un sofisma: elude las cuestiones..., no las resuelve 41

IX. Base natural del derecho internacional de la guerra y de la paz 43

X. El derecho internacional 46

XI. El derecho de la guerra 48

XII. Naturaleza viciosa del derecho de la guerra 50

XIII. El duelo 51

XIV. Son los que forjan las querellas los que deben reñir 51

XV. Peligros del derecho de la propia defensa 52

XVI. La guerra es inobjetable si se coloca fuera de toda sospecha de interés 53

Capítulo III. Creadores del derecho de gentes 55

I. Lo que es el derecho de gentes 55

II. El comercio como influencia legislativa 57

III. Influencia del comercio 59

IV. La libertad como influencia unificadora 60

Capítulo IV. Responsabilidades 65

I. Complicidad y responsabilidad del crimen de la guerra 65

II. Glorificación de la guerra 66

III. Sanción penal contra los individuos 68

IV. Responsabilidad de los individuos 69

V. Responsabilidad de los Estados 70

VI. El establecimiento de la responsabilidad individual 73

VII. Prueba de guerra 74

Capítulo V. Efectos de la guerra 75

I. Pérdida de la libertad y la propiedad 75

II. Simulación especiosa de riqueza 78

III. Pérdida de población 79

IV. Pérdidas indirectas 81

V. Auxiliares de la guerra 82

VI. De otros males anexos y accesorios de la guerra 84

VII. Supresión internacional de la libertad 87

VIII. De los servicios que puede recibir la guerra de los amigos de la paz 88

IX. Guerra y patriotismo 90

Capítulo VI. Abolición de la guerra 91

I. La difusión de la cultura 91

II. Influencias que obran contra la guerra 92

III. Autodestructividad del mal 93

IV. Cristianismo. Comercio 94

V. Ineficacia de la diplomacia 100

VI. Emblemas de la guerra 102

VII. La gloria 103

VIII. Gloria pacífica 105

IX. El mejor preservativo de la guerra 105

X. Influencia de las relaciones exteriores 107

Capítulo VII. El soldado de la paz 109

I. La paz es una educación 109

II. Valor fundamental de la cultura 110

III. La paz y la libertad 112

Capítulo VIII. El soldado del porvenir 115

I. La publicidad de la sentencia 115

II. La profesión de la guerra 117

III. Análisis 118

IV. La espada virgen 119

V. El guardia nacional 120

VI. El soldado de la ciencia 122

Capítulo IX. Neutralidad 125

I. La sociedad universal 125

II. Representación de la unidad 127

III. La misma fuerza del sentimiento 129

IV. El sentimentalismo universal 132

V. Los neutrales 134

VI. Neutralización de todos los Estados 136

VII. Extraterritorialidad 136

Capítulo X. Pueblo-mundo 139

I. Derechos internacionales del hombre 139

II. Pueblo-mundo 140

III. Pretendida influencia benéfica de la guerra 144

IV. Crecimiento espontáneo de la autoridad 145

V. La organización del mundo 147

VI. La organización natural 149

VII. La naturaleza humana 151

VIII. Analogía biológica 152

IX. De tales leyes 156

X. El derecho internacional 157

XI. Si no Estados Unidos de Europa, será una organización común 158

XII. Pasos hacia la unidad 160

XIII. El mar como influencia 162

XIV. El vapor y el comercio 163

XV. El derecho internacional 164

XVI. Inventores y descubridores 166

XVII. Ingenieros 167

XVIII. La ley precede a la conciencia de ella 169

XIX. Asociación entre ciudadanos 170

XX. La federación 171

XXI. Unión continental 174

XXII. El canal de Suez 175

Capítulo XI. La guerra o el cesarismo en el Nuevo Mundo 176

I. La independencia exterior 176

II. Razones para la afición a la guerra 178

III. San Martín y su acción 179

IV. Carrera de San Martín 180

V. Poesía 185

VI. La guerra no logra dar la libertad 187

VII. Liberalismo militarista 189

VIII. El militarismo inconsistente 190

IX. La guerra, esencialmente reaccionaria 191

X. Libre comercio 193

Libros a la carta 197

Brevísima presentación

La vida

Juan Bautista Alberdi (Tucumán, 1810-París, 1884). Argentina.

Era hijo de un comerciante español y de Josefa Aráoz, de la burguesía tucumana. Su familia apoyó la revolución republicana; Belgrano frecuentaba su casa y Juan Bautista lo consideró un gran militar y un padrino, dedicando numerosas páginas a defender su figura. Esta actitud lo hizo polemizar con Mitre, y ganarse la enemistad de Domingo Faustino Sarmiento.

Alberdi estudió en el Colegio de Ciencias Morales de Buenos Aires y abandonó los estudios en 1824. Por esa época, se interesó por la música. Poco después estudió derecho y en 1840 recibió su diploma de abogado en Montevideo.

Fue autodidacta. Rousseau, Bacon, Buffon, Montesquieu, Kant, Adam Smith, Hamilton y Donoso Cortés influyeron en él. En 1840 marchó a Europa. Volvió en 1843 y se asentó en Valparaíso (Chile) donde ejerció la abogacía. En otro de sus viajes a Europa como diplomático, pretendió evitar que las naciones europeas reconocieran a Buenos Aires como nación independiente y se entrevistó con el emperador Napoleón III, el Papa Pío IX y la reina Victoria de Inglaterra. Mitre y Sarmiento lo odiaron.

Alberdi vivió entonces fuera de Argentina y regresó en 1878, cuando fue nombrado diputado nacional. Había sido diplomático durante catorce años. Las cosas habían cambiado: Sarmiento envió a su secretario personal a recibirle y lo abrazó. Sin embargo, los mitristas impidieron que fuera otra vez nombrado diplomático, en esta ocasión en París. Murió en un suburbio de dicha ciudad el 19 de junio de 1884.

Los cimientos civilizatorios

Juan Bautista Alberdi escribió El crimen de la guerra en 1872, bajo la profunda impresión que le produjo la derrota paraguaya en la llamada Guerra del Paraguay y sus secuelas en la población de dicho país:

El crimen de la guerra. Esta palabra nos sorprende, solo en fuerza del grande hábito que tenemos de esta otra, que es la realmente incomprensible y monstruosa: el derecho de la guerra, es decir, el derecho del homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la más grande escala posible; porque esto es la guerra, y si no es esto, la guerra no es la guerra.

Estos actos son crímenes por las leyes de todas las naciones del mundo. La guerra los sanciona y convierte en actos honestos y legítimos, viniendo a ser en realidad la guerra el derecho del crimen, contrasentido espantoso y sacrílego, que es un sarcasmo contra la civilización.

Esto se explica por la historia. El derecho de gentes que practicamos es romano de origen como nuestra raza y nuestra civilización.

El derecho de gentes romano, era el derecho del pueblo romano para con el extranjero.

El crimen de la guerra es uno de los más célebres textos políticos de la Argentina del siglo XIX. La guerra ha sido una constante de la historia de América. Aquí Alberdi reflexiona sobre su sentido y sus consecuencias.

El crimen de la guerraPara el prefacio

La victoria en los certámenes, como en los combates, no es la obra del que juzga. El juez la declara, pero no la hace ni la da. Son los vencidos los que hacen al vencedor. A este título concurro en esta lucha: busco el honor de caer en obsequio del laureado de la paz.

Concurro desde fuera para escapar a toda sospecha de interés, a toda herida de amor propio, a todo motivo de aplaudir el desastre de los excluidos. Asisto por las ventanas a ver el festín desde fuera, sin tomar parte de él, como el mosquetero de un baile en Sudamérica, como el neutral en la lucha, que, aunque de honor y filantropía, es lucha y guerra. Es emplear la guerra para remediar la guerra, homeopatía en que no creo.

Si no escribo en la mejor lengua, escribo en la que hablan cuarenta millones de hombres montados en guerra por su temperamento y por su historia.

Pertenezco al suelo abusivo de la guerra, que es la América del Sur, donde la necesidad de hombres es tan grande como la desesperación de ellos por los horrores de la guerra inacabable. Es otra de las causas de mi presencia extraña en este concurso de inteligencias superiores a la mía.

Juan Bautista Alberdi

Capítulo I. Derecho histórico de la guerra

I. Origen histórico del derecho de la guerra

El crimen de la guerra. Esta palabra nos sorprende, solo en fuerza del grande hábito que tenemos de esta otra, que es la realmente incomprensible y monstruosa: el derecho de la guerra, es decir, el derecho del homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la más grande escala posible; porque esto es la guerra, y si no es esto, la guerra no es la guerra.

Estos actos son crímenes por las leyes de todas las naciones del mundo. La guerra los sanciona y convierte en actos honestos y legítimos, viniendo a ser en realidad la guerra el derecho del crimen, contrasentido espantoso y sacrílego, que es un sarcasmo contra la civilización.

Esto se explica por la historia. El derecho de gentes que practicamos es romano de origen como nuestra raza y nuestra civilización.

El derecho de gentes romano, era el derecho del pueblo romano para con el extranjero.

Y como el extranjero para el romano era sinónimo del bárbaro y del enemigo, todo su derecho externo era equivalente al derecho de la guerra.

El acto que era un crimen de un romano para con otro, no lo era de un romano para con el extranjero.

Era natural que para ellos hubiese dos derechos y dos justicias, porque todos los hombres no eran hermanos, ni todos iguales. Más tarde ha venido la moral cristiana, pero han quedado siempre las dos justicias del derecho romano, viviendo a su lado, como rutina más fuerte que la ley.

Se cree generalmente que no hemos tomado a los romanos sino su derecho civil: ciertamente que era lo mejor de su legislación, porque era la ley con que se trataban a sí mismos: la caridad en la casa.

Pero en lo que tenían de peor, es lo que más les hemos tomado, que es su derecho público externo e interno: el despotismo y la guerra, o más bien la guerra en sus dos fases.

Les hemos tomado la guerra, es decir, el crimen, como medio legal de discusión, y sobre todo de engrandecimiento, la guerra, es decir, el crimen como manantial de la riqueza, y la guerra, es decir, siempre el crimen como medio de gobierno interior. De la guerra es nacido el gobierno de la espada, el gobierno militar, el gobierno del ejército que es el gobierno de la fuerza sustituida a la justicia y al derecho como principio de autoridad. No pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte, se ha hecho que lo que es fuerte sea justo (Pascal).

Maquiavelo vino en pos del renacimiento de las letras romanas y griegas, y lo que se llama el maquiavelismo no es más que el derecho público romano restaurado. No se dirá que Maquiavelo tuvo otra fuente de doctrina que la historia romana, en cuyo conocimiento era profundo. El fraude en la política, el dolo en el gobierno, el engaño en las relaciones de los Estados, no es la invención del republicano de Florencia, que, al contrario, amaba la libertad y la sirvió bajo los Médicis en los tiempos floridos de la Italia moderna. Todas las doctrinas malsanas que se atribuyen a la invención de Maquiavelo, las habían practicado los romanos. Montesquieu nos ha demostrado el secreto ominoso de su engrandecimiento. Una grandeza nacida del olvido del derecho debió necesariamente naufragar en el abismo de su cuna, y así aconteció para la educación política del género humano.

La educación se hace, no hay que dudarlo, pero con lentitud.

Todavía somos romanos en el modo de entender y practicar las máximas del derecho público o del gobierno de los pueblos.

Para no probarlo sino por un ejemplo estrepitoso y actual, veamos la Prusia de 1866.1

Ella ha demostrado ser el país del derecho romano por excelencia, no solo como ciencia y estudio, sino como práctica. Niebühr y Savigny no podían dejar de producir a Bismarck, digno de un asiento en el Senado Romano de los tiempos en que Cartago, Egipto y la Grecia, eran tomados como materiales brutos para la constitución del edificio romano.

El olvido franco y candoroso del derecho, la conquista inconsciente, por decirlo así, el despojo y la anexión violenta, practicados como medios legales de engrandecimiento, la necesidad de ser grande y poderoso por vía de lujo, invocada como razón legítima para apoderarse del débil y comerlo, son simples máximas del derecho de gentes romano, que consideró la guerra como una industria tan legítima como lo es para nosotros el comercio, la agricultura, el trabajo industrial. No es más que un vestigio de esa política, la que la Europa sorprendida sin razón admira en el conde de Bismarck.

Así se explica la repulsión instintiva contra el derecho público romano, de los talentos que se inspiraron en la democracia cristiana y moderna, tales como Tocqueville, Laboulaye, Acollas, Chevalier, Coquerel, etc.

La democracia no se engaña en su aversión instintiva al cesarismo. Es la antipatía del derecho a la fuerza como base de autoridad; de la razón al capricho como regla de gobierno.

La espada de la justicia no es la espada de la guerra. La justicia, lejos de ser beligerante, es ajena de interés y es neutral en el debate sometido a su fallo. La guerra deja de ser guerra si no es el duelo de dos litigantes armados que se hacen justicia mutua por la fuerza de su espada.

La espada de la guerra es la espada de la parte litigante, es decir, parcial y necesariamente injusta.

II. Naturaleza del crimen de la guerra

El crimen de la guerra es el de la justicia ejercida de un modo criminal, pues también la justicia puede servir de instrumento del crimen, y nada lo prueba mejor que la guerra misma, la cual es un derecho, como lo demuestra Grocio, pero un derecho que, debiendo ser ejercido por la parte interesada, erigida en juez de su cuestión, no puede humanamente dejar de ser parcial en su favor al ejercerlo, y en esa parcialidad, generalmente enorme, reside el crimen de la guerra.

La guerra es el crimen de los soberanos, es decir, de los encargados de ejercer el derecho del Estado a juzgar su pleito con otro Estado.

Toda guerra es presumida justa porque todo acto soberano, como acto legal, es decir, del legislador, es presumido justo. Pero como todo juez deja de ser justo cuando juzga su propio pleito, la guerra, por ser la justicia de la parte, se presume injusta de derecho.

La guerra considerada como crimen —el crimen de la guerra— no puede ser objeto de un libro, sino de un capítulo del libro que trata del derecho de las Naciones entre sí: es el capítulo del derecho penal internacional. Pero ese capítulo es dominado por el libro en su principio y doctrina. Así, hablar del crimen de la guerra, es tocar todo el derecho de gentes por su base.

El crimen de la guerra reside en las relaciones de la guerra con la moral, con la justicia absoluta, con la religión aplicada y práctica, porque esto es lo que forma la ley natural o el derecho natural de las naciones, como de los individuos.

Que el crimen sea cometido por uno o por mil, contra uno o contra mil, el crimen en sí mismo es siempre el crimen.

Para probar que la guerra es un crimen, es decir, una violencia de la justicia en el exterminio de seres libres y jurídicos, el proceder debe ser el mismo que el derecho penal emplea diariamente para probar la criminalidad de un hecho y de un hombre.

La estadística no es un medio de probar que la guerra es un crimen. Si lo que es crimen, tratándose de uno, lo es igualmente tratándose de mil, y el número y la cantidad pueden servir para la apreciación de las circunstancias del crimen, no para su naturaleza esencial, que reside toda en sus relaciones con la ley moral.

La moral cristiana, es la moral de la civilización actual por excelencia; o al menos no hay moral civilizada que no coincida con ella en su incompatibilidad absoluta con la guerra.

El cristianismo como la ley fundamental de la sociedad moderna, es la abolición de la guerra, o mejor dicho, su condenación como un crimen.

Ante la ley distintiva de la cristiandad, la guerra es evidentemente un crimen. Negar la posibilidad de su abolición definitiva y absoluta, es poner en duda la practicabilidad de la ley cristiana.

El R. Padre Jacinto decía en su discurso (del 24 de junio de 1863), que el catecismo de la religión cristiana es el catecismo de la paz. Era hablar con la modestia de un sacerdote de Jesucristo.

El Evangelio es el derecho de gentes moderno, es la verdadera ley de las naciones civilizadas, como es la ley privada de los hombres civilizados.

El día que el Cristo ha dicho: Presentad la otra mejilla al que os dé una bofetada, la victoria ha cambiado de naturaleza y de asiento, la gloria humana ha cambiado de principio.

El cesarismo ha recibido con esa gran palabra su herida de muerte. Las armas que eran todo su honor, han dejado de ser útiles para la protección del derecho refugiado en la generosidad sublime y heroica.

La gloria desde entonces no está del lado de las armas, sino vecina de los mártires; ejemplo: el mismo Cristo, cuya humillación y castigo sufrido sin defensa, es el símbolo de la grandeza sobrehumana. Todos los Césares se han postrado a los pies del sublime abofeteado.

Por el arma de su humildad, el cristianismo ha conquistado las dos cosas más grandes de la tierra: la paz y la libertad.

Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, era como decir paz a los humildes, libertad a los mansos, porque la buena voluntad es la que sabe ceder pudiendo resistir.

La razón porque solo son libres los humildes, es que la humildad, como la libertad, es el respeto del hombre al hombre; es la libertad del uno, que se inclina respetuosa ante la libertad de su semejante; es la libertad de cada uno erigida en majestad ante la libertad del otro.

No tiene otro secreto ese amor respetuoso por la paz, que distingue a los pueblos libres. El hombre libre, por su naturaleza moral, se acerca del cordero más que del león: es manso y paciente por su naturaleza esencial, y esa mansedumbre es el signo y el resorte de la libertad, porque es ejercida por el hombre respecto del hombre.

Todo pueblo en que el hombre es violento, es pueblo esclavo.

La violencia, es decir la guerra, está en cada hombre, como la libertad, vive en cada viviente, donde ella vive en realidad.

La paz, no vive en los tratados ni en las leyes internacionales escritas; existe en la constitución moral de cada hombre; en el modo de ser que su voluntad ha recibido de la ley moral según la cual ha sido educado. El cristiano, es el hombre de paz, o no es cristiano.

Que la humildad cristiana es el alma de la sociedad civilizada moderna, a cada instante se nos escapa una prueba involuntaria. Ante un agravio contestado por un acto de generosidad, todos maquinalmente exclamamos: —¡qué noble! ¡qué grande! —Ante un acto de venganza, decimos al contrario: —¡qué cobarde! ¡qué bajo! ¡qué estrecho! —Si la gloria y el honor son del grande y del noble, no del cobarde, la gloria es del que sabe vencer su instinto de destruir, no del que cede miserablemente a ese instinto animal. El grande, el magnánimo es el que sabe perdonar las grandes y magnas ofensas. Cuanto más grande es la ofensa perdonada, más grande es la nobleza del que perdona.

Por lo demás, conviene no olvidar que no siempre la guerra es crimen: también es la justicia cuando es el castigo del crimen de la guerra criminal. En la criminalidad internacional sucede lo que en la civil o doméstica: el homicidio es crimen cuando lo comete el asesino, y es justicia cuando lo hace ejecutar el juez.

Lo triste es que la guerra puede ser abolida como justicia, es decir, como la pena de muerte de las naciones; pero abolirla como crimen, es como abolir el crimen mismo, que, lejos de ser obra de la ley, es la violación de la ley. En esta virtud, las guerras serán progresivamente más raras por la misma causa que disminuye el número de crímenes: la civilización moral Y material, es decir, la mejora del hombre.

III. Sentido sofístico en que la guerra es un derecho

Toda la grande obra de Grocio ha tenido por objeto probar que no siempre la guerra es un crimen; y que es, al contrario, un derecho compatible con la moral de todos los tiempos y con la misma religión de Jesucristo.

¿En qué sentido es la guerra un derecho para Grocio? En el sentido de la guerra considerada como el derecho de propia defensa, a falta de tribunales; en el sentido del derecho penal que asiste al hombre para castigar al hombre que se hace culpable de un crimen en su daño; en el sentido de un modo de proceder o de acción en justicia, con que las naciones resuelven sus pleitos por la fuerza cuando no pueden hacerlo por la razón.

Era un progreso, en cierto modo, el ver la guerra de este aspecto; porque en su calidad de derecho, obedece a principios de justicia, que la fuerzan a guardar cierta línea para no degenerar en crimen y barbarie.

Pero, lo que fue un progreso hará dos y medio siglos para Grocio, ha dejado de serlo bajo otros progresos, que han revelado la monstruosidad del pretendido derecho de la guerra en otro sentido fundamental.

Considerado el derecho de la guerra como la justicia penal del crimen de la guerra; admitido que la guerra puede ser un derecho como puede ser un crimen, así como el homicidio es un acto de justicia o es un crimen según que lo ejecuta el juez o el asesino: ¿cuál es el juez encargado de discernir el caso en que la guerra es un derecho y no un crimen? ¿Quién es ese juez? Ese juez es el mismo contendor o litigante. De modo que la guerra es una manera de administrar justicia en que cada parte interesada es la víctima, el fiscal, el testigo, el juez y el criminal al mismo tiempo.

En el estado de barbarie, es decir, en la ausencia total de todo orden social, este es el único medio posible de administrar justicia, es decir, que es la justicia de la barbarie, o más bien un expediente supletorio de la justicia civilizada.

Pero, en todo estado de civilización, esta manera de hacer justicia es calificada como crimen, perseguida y castigada como tal, aun en la hipótesis de que el culpable de ese delito (que se llama violencia o fuerza) tenga derecho contra el culpable del crimen que motiva la guerra.

No es el empleo de la fuerza, en ese caso, lo que convierte la justicia en delito; el juez no emplea otro medio que la fuerza para hacer efectiva su justicia. Es el acto de constituirse en juez de su adversario, que la ley presume con razón un delito, porque es imposible que un hombre pueda hacerse justicia a sí mismo sin hacer injusticia a su adversario; tal es su naturaleza, y ese defecto es toda la razón de ser del orden social, de la ley social y del juez que juzga en nombre de la sociedad contra el pleito en que no tiene la menor parte inmediata y directa, y solo así puede ser justo.

Si no hay más que un derecho, como no hay más que una gravitación, si el hombre aislado no tiene otro derecho que el hombre colectivo, ¿se concibe que lo que es un delito de hombre a hombre, pueda ser un derecho de pueblo a pueblo?

Toda nación puede tener igual derecho para obrar en justicia, cada una puede hacerlo con igual buena fe con que la hacen dos litigantes ante un juez, pero como la justicia es una, todo pleito envuelve una falta de una parte u otra; y de igual modo en toda guerra hay un crimen y un criminal que puede ser de robo u otro, y además dos culpables del delito de fuerza o violencia.

IV. Fundamento racional del derecho de la guerra

La guerra no puede tener más que un fundamento legítimo, y es el derecho de defender la propia existencia. En este sentido, el derecho de matar se funda en el derecho de vivir, y solo en defensa de la vida se puede quitar la vida. En saliendo de ahí el homicidio es asesinato, sea de hombre a hombre, sea de nación a nación. El derecho de mil no pesa más que el derecho de uno solo en la balanza de la justicia; y mil derechos juntos no pueden hacer que lo que es crimen sea un acto legítimo.

Basta eso solo para que todo el que hace la guerra pretenda que la hace en su defensa. Nadie se confiesa agresor, lo mismo en las querellas individuales que en las de pueblo a pueblo.2

Pero como los dos no pueden ser agresores, ni los dos defensores a la vez, uno debe ser necesariamente el agresor, el atentador, el iniciador de la guerra y por tanto el criminal.

¿Qué clase de agresión puede ser causa justificativa de un acto tan terrible como la guerra? Ninguna otra que la guerra misma. Solo el peligro de perecer puede justificar el derecho de matar de un pueblo honesto.

La guerra empieza a ser un crimen desde que su empleo excede la necesidad estricta de salvar la propia existencia. No es un derecho, sino como defensa. Considerada como agresión es atentado. Luego en toda guerra hay un criminal.

La defensa se convierte en agresión, el derecho en crimen, desde que el tamaño del mal hecho por la necesidad de la defensa excede del tamaño del mal hecho por vía de agresión no provocada.

Hay o debe haber una escala proporcional de penas y delitos en el derecho internacional criminal, como la hay en el derecho criminal interno o doméstico.

Pero esa proporcionalidad será eternamente platónica Y nominal en el derecho de gentes, mientras el juez llamado a fijar el castigo que pertenece al delito sea la parte misma ofendida, para cuyo egoísmo es posible que no haya jamás un castigo condigno del ataque inferido a su amor propio, a su ambición, a su derecho mismo.

Solo así se explica que una Nación fuerte haga expiar por otra relativamente débil, lo que su vanidad quiere considerar como un ataque hecho a su dignidad, a su honor, a su rango, con la sangre de miles de sus ciudadanos o la pérdida de una parte de su territorio o de toda su independencia.

V. La guerra como justicia penal

La guerra es un modo que usan las naciones de administrarse la justicia criminal unas a otras con esta particularidad, que en todo proceso cada parte es a la vez juez y reo, fiscal y acusado, es decir, el juez y el ladrón, el juez y el matador.

Como la guerra no emplea sino castigos corporales y sangrientos, es claro que los hechos de su jurisdicción deben ser todos criminales.

La guerra, entonces, viene a ser en el derecho internacional, el derecho criminal de las naciones.

En efecto, no toda guerra es crimen; ella es a la vez, según la intención, crimen y justicia, como el homicidio sin razón es asesinato, y el que hace el juez en la persona del asesino es justicia.

Queda, es verdad, por saberse si la pena de muerte es legítima. Si es problemático el derecho de matar a un asesino ¿cómo no lo será el de matar a miles de soldados que hieren por orden de sus gobiernos?

Es la guerra una justicia sin juez, hecha por las partes y, naturalmente, parcial y mal hecha. Más bien dicho, es una justicia administrada por los reos de modo que sus fallos se confunden con sus iniquidades y sus crímenes. Es una justicia que se confunde con la criminalidad.

Y esto es lo que recibe en muchos libros el nombre de una rama del derecho de gentes. Si las hienas y los tigres pudiesen reflexionar y hablar de nuestras cosas humanas como los salvajes, ellos reivindicarían para sí, aun de éstos mismos, el derecho de propiedad de nuestro sistema de enjuiciamiento criminal internacional.

Lo singular es que los tigres no se comen unos a otros en sus discusiones, por vía de argumentación ni las hienas se hacen la guerra unas a otras, ni las víboras emplean entre sí mismas el veneno de que están armadas.

Solo el hombre, que se cree formado a imagen de Dios, es decir, el símbolo terrestre de la bondad absoluta, no se contenta con matar a los animales para comerlos; con quitarles la piel para proteger la que ya tienen sus pies y sus manos; con dejar sin lana a los carneros, para cubrir con ella la desnudez de su cuerpo; con quitar a los gusanos la seda que trabajan, para vestirse; a las abejas, la miel que elaboran para su sustento; a los pájaros, sus plumas; a las plantas, las flores que sirven a su regeneración; a las perlas y corales su existencia misteriosa para servir a la vanidad de la bella mitad del hombre sino que hace con su mismo semejante (a quien llama su hermano), lo que no hace el tigre con el tigre, la hiena con la hiena, el oso con el oso: lo mata no para comerlo (lo cual sería una circunstancia atenuante) sino por darse el placer de no verlo vivir. Así, el antropófago es más excusable que el hombre civilizado en sus guerras y destrucción de mera vanidad y lujo.

Es curioso que para justificar esas venganzas haya prostituido su razón misma, en que se distingue de las bestias. Cuesta creer, en efecto, que se denomine ciencia del derecho de gentes la teoría y la doctrina de los crímenes de guerra.

¿Qué extraño es que Grocio, el verdadero creador del derecho de gentes moderno, haya desconocido el fundamento racional del derecho de la guerra? Kent, otro pensador de su talla, no lo ha encontrado más comprensible; y los que han sacado sus ideas de sus cerebros realmente humanos, como Cobden y los de su escuela, han visto en la guerra, no un derecho sino un crimen, es decir, la muerte del derecho.

Se habla de los progresos de la guerra por el lado de la humanidad. Lo más de ello es un sarcasmo. Esta humanidad se cree mejorada y transformada, porque en vez de quemar apuñala; en vez de matar con lanzas, mata con balas de fusil; en vez de matar lentamente, mata en un instante.

La humanidad de la guerra en esta forma, recuerda la fábula del carnero y la liebre.

—¿En qué forma prefiere usted ser frita?