Proceso a Mitre - Juan Bautista Alberdi - E-Book

Proceso a Mitre E-Book

Juan Bautista Alberdi

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Beschreibung

Rostro de viejo adusto, ascética imagen de solterón empecinado, cansancio en la mirada: estampa de un ausente, en solitaria compañía de una memoria de fantasma que acechan. Su nombre es Juan Bautista Alberdi. Jean Jaurés lo tuvo por igual de Tocquevilla y Laboulaye, y aun de Monterquieu. Asomarse a su obra nos depara una inteligencia alerta y penetrante, un indagador minucioso, un hábil argumentador. La vocación de su vida fue pensar una patria. Poco lo visitaron los halagos, mucho lo acosaron las agonía. El compromiso con sus verdades y sus audacias lo llevó a vivir cuarenta años fuera del país al que dedicó las miles de páginas de constituyen el testimonio de su pasión. En sus bases escribió el estatuto de una Argentina incorporada al sistema mundial, que la quería subordinada y dependiente. Desde un liberalismo del nunca abdico, anotó algunas de las más lúcidas críticas a la oligarquía bonaerense y a su visión de la historia y la sociedad.

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Sobre este libro

La colección PROCESOS tuvo sus comienzos en 1967 con el propósito de contribuir a un mejor conocimiento de la historia nacional. La idea fue dar la palabra a los protagonistas colocando el énfasis en sus ideas y en las manifestaciones polémicas de las mismas. La colección se vio frustrada por una de las varias dictaduras que padeció la Argentina. Hoy, en un clima de amplia libertad, la editorial Punto de Encuentro ha resuelto recuperar aquella iniciativa, con la convicción de que el valor de los textos continúa siendo una contribución a las disputas interpretativas que se dan en el campo de la investigación histórica.

Índice

Sobre este libro

Prólogo

Acusado y fiscal

Prefacio

I

Historia de Belgrano por Bartolomé Mitre, miembro de muchos institutos y sociedades históricas

II

Parasitismo republicano

III

Dos modos de escribir la historia

IV

Los dos grandes objetos de la Revolución y las tres ideas en que el segundo objeto se divide

V

En qué sentido representa Belgrano la Revolución de Mayo

VI

Las tres faces o ideas de la Revolución concéntrica o interior

VII

En qué sentido representa Belgrano el objeto de la Revolución, que fue crear un Gobierno Argentino

VIII

Cuál objeto de la Revolución representa Belgrano

IX

Cronología de la vida de Belgrano

X

Errores de Mitre sobre el origen de la Revolución argentina

XI

XII

La historia desmentida por los documentos

XIII

Los documentos

XIV

Siempre los documentos

XV

Ideas erróneas de Mitre sobre el origen de la Revolución

XVI

Errores estratégicos o calculados de Mitre sobre el sentido de la Revolución, de sus partidos, de sus campañas, de sus disturbios, de sus hombres

XVII

Verdadero sentido práctico y positivo de la Revolución de Mayo

XVIII

El doctor Moreno y el doctor Francia del Paraguay

XIX

Sentido de los partidos federación y unidad en el Plata

XX

La división argentina no es política, es geográfica. No son dos partidos, son dos países

XXI

La organización actual

XXII

De los partidos argentinos; su origen y causa

XXIII

Origen político de los partidos argentinos

XXIV

Origen político de los partidos argentinos

XXV

La revolución concéntrica es toda la Revolución

XXVI

La guerra concéntrica o civil con la de la Independencia

XXVII

Objeto doméstico de las campañas de Belgrano y San Martín

XXVIII

El caudillaje es la democracia mal organizada. Cómo suprimirla según la idea de Belgrano

XXIX

El caudillaje es la democracia en forma republicana

XXX

Si el caudillaje es producto de la democracia bárbara, el despotismo es producto de la democracia inteligente

XXXI

San Martín y Belgrano

XXXII

Por qué San Martín hizo las campañas de Chile y Perú

XXXIII

San Martín calificado en carta de Sarmiento a mí

XXXIV

Cosas que, en 1863, he oído a Don Gregorio Gómez en París, sobre nuestras campañas militares

XXXV

Mitre pertenece a la escuela de Artigas. Paralelo entre Artigas y Mitre

XXXVI

Paralelo entre Mitre y Lincoln como reformistas federales

XXXVII

Contraste entre Mitre y Belgrano

XXXVIII

Corolario de la Historia de Belgrano por Sarmiento

XXXIX

De la manera de Mitre o de su estilo histórico

XL

Conclusión

Alberdi, Juan Bautista

Proceso a Mitre / Juan Bautista Alberdi.–1a ed.–Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Punto de Encuentro, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-4465-68-9

1. Historia Política Argentina. I. Título.

CDD 320.0982

© Punto de Encuentro 2013

Av. Entre Ríos 1071

Ciudad Autónoma de Buenos Aires

(54–11) 4304-1637

Buenos Aires, Argentina

Corrección: Luz Azcona

Diagramación: Victoria Ramírez | Cutral SE

Diseño de tapa: Cristina Angelini

Conversión a ebook: Daniel Maldonado

www.puntoed.com.ar

Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723

Libro de edición argentina.

No se permite la reproducción total o parcial, el almacenamiento, el alquiler, transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito de la editorial.

Juan Bautista Alberdi

Proceso a Mitre

La colección PROCESOS tuvo sus comienzos en 1967 con el propósito de contribuir a un mejor conocimiento de la historia nacional. La idea fue dar la palabra a los protagonistas colocando el énfasis en sus ideas y en las manifestaciones polémicas de las mismas. La colección se vio frustrada por una de las varias dictaduras que padeció la Argentina. Hoy, en un clima de amplia libertad, la editorial Punto de Encuentro ha resuelto recuperar aquella iniciativa, con la convicción de que el valor de los textos continúa siendo una contribución a las disputas interpretativas que se dan en el campo de la investigación histórica.

León Pommer

Director de la colección Procesos

Prólogo1

Rostro de viejo adusto, ascética imagen de solterón empecinado, cansancio en la mirada: estampa de un ausente, en solitaria compañía de una memoria de fantasmas que acechan.

Su nombre es Juan Bautista Alberdi. Jean Jaurés lo tuvo por igual de Tocqueville y Laboulaye, y aun de Montesquieu. Asomarse a su obra nos depara una inteligencia alerta y penetrante, un indagador minucioso, un hábil argumentador. La vocación de su vida fue pensar una patria. Poco lo visitaron los halagos, mucho lo acosaron las agonías. El compromiso con sus verdades y sus audacias lo llevó a vivir cuarenta años fuera del país al que dedicó las miles de páginas que constituyen el testimonio de su pasión. En sus Bases escribió el estatuto de una Argentina incorporada al sistema mundial, que la quería subordinada y dependiente. Desde un liberalismo del que nunca abdicó anotó algunas de las más lúcidas críticas a la oligarquía bonarense y a su visión de la historia y la sociedad.

Su obra es reveladora: revela polemizando. No oculta sus rencores. Incurre en contradicciones. Se embandera con toda la intensidad de su intelecto. Defiende sus verdades: sabe cómo hacerse de enemigos. Su coraje intelectual parece mayor que su coraje físico. Su grito no es destemplado y su gesto no es desabrido, a diferencia de Sarmiento. Y si este hace gala de una incorregible vanidad, de una feroz inmodestia, el tucumano intenta disimularlas. A don Domingo lo tiene como espina clavada en la garganta. No le mezquina críticas y sarcasmos. Dista de amar a Mitre. Lo acusa de deshonestidad intelectual. Luce Alberdi como un individuo frío: en sus entrañas las brasas queman. Su campo de actuación son las ideas, su arma es la pluma.

Fue el gran ausente que vivió entrañablemente la patria. Su largo exilio comienza en el Uruguay, sigue en Europa, continúa en Chile y culmina en el Viejo Mundo. La tierra parisina acoge su postrer silencio. La distancia del suelo nativo le permite luchar con entera desenvoltura contra los que en su país tienen poder para perjudicarlo. A los sesenta y tres años escribe: “El dilema de mi destino es terrible. Tengo que optar entre la libertad y la patria, separadas radicalmente y por siglos. Me alejé de la patria en busca de la libertad. He vivido con la libertad durante mi ausencia y al favor de ella. Ha sido mi compañía, mi familia, mi esposa querida en mi peregrinación. Mientras he vivido poseyéndola materialmente, en la patria solo he vivido platónicamente, es decir, con el espíritu, con el alma. La República Argentina, ha sido para mí una República de Platón; ideal, abstracta, sin realidad. Sin embargo, ese amor platónico de mi patria ideal, me ha hecho ser feliz. No por vivir ausente he dejado de ser su hijo y de pertenecerle como tal. ¿Me haré la misma ilusión, le tendré el mismo amor, si voy a su seno? Difícilmente, si debo separarme de su libertad”.

Es un ausente y un proscripto. Sufre castigos en vida y después de muerto. En 1910 el escritor Rafael Barrett (s/d:125), desde un vapor que lo regresa de Asunción en compañía de Francisco Cruz, sobrino de don Juan Bautista y editor de sus Obras Póstumas, relata una ignominia: el director del Museo Histórico Nacional, “un señor Carranza”, se niega a incorporar reliquias alberdianas (un retrato y un uniforme) al patrimonio de la institución. Alberdi está fuera de la decencia histórica; lo decide el diario La Nación, el gendarme que Mitre deja al morir y que debe actuar –y actúa– como juez que expide o niega pasaportes para el ingreso en el Olimpo de los próceres. Ni Mitre ni su linaje le perdonan (después de cuarenta años de fallecido) la suprema audacia de adoptar el partido de Paraguay cuando la guerra de la Triple Alianza. Sin hablar de otros “pecados”. Es el traidor. Barrett se indigna doblemente, porque “era urgente oponer a la siniestra figura de Alberdi una figura luminosa, pura, santa, decorada de la noble aureola militar y cívica (...) Frente al ‘doctor’ Alberdi, el general Mitre es la espada y la pluma, el cerebro y el brazo, y además la honradez resplandeciente. Es el papá de la Argentina”.

Con Sarmiento cambia memorables estocadas polémicas y pullas menos dignas de memoria. El sanjuanino olvidará los agravios. Después de una larga ausencia Alberdi regresa a la patria: será breve su tiempo de estadía. En 1879 es nombrado diputado al Congreso. Cuando arriba a Montevideo se entera que don Domingo es ministro del Interior. Amigos le informan que será bien recibido, sin hostilidad, con agrado. En el encuentro, que inevitablemente se produce, Sarmiento le dice: “Tenemos usted y yo una alta magistratura que desempeñar, consagrada por nuestras canas, y es el respeto que debemos a nuestros servicios. ¡Dr. Alberdi, en mis brazos!” El pequeño y frágil anciano solo atina a responder con un balbuceo. El terrible denostador que es el sanjuanino tiene el corazón más tierno que el marmóreo don Bartolomé y los suyos. Ambos, Sarmiento y Alberdi, tienen algo de común: desengaños.

Finalmente la patria concede a don Juan Bautista un retaceado perdón. El 30 de abril de 1934 una comisión de ciudadanos empieza los trabajos para levantarle un monumento. Demoran treinta y cuatro años en ponerlo de pie en plaza Constitución. La graciosa dádiva tiene un precio: el olvido de gran parte de su obra. Lo soportan a cambio de “adecentarle” las “máculas”. Será recordado como el autor de las Bases y El crimen de la guerra. Lo demás, aunque publicado, quedará arrumbado en el desván de lo olvidable.

Nacido en Tucumán el 29 de agosto de 1810, con sangre vasca andándole en las venas; su padre es un rico mercader vizcaíno que vino a la ciudad norteña para cuidar la salud y ganar dinero. Don Salvador es hombre de lecturas, algunas un tanto comprometedoras para aquel tiempo y lugar. Favorece la causa patriota. A su casa viene Manuel Belgrano, a quien Juan Bautista conoce de niño. Cuando muere Alberdi padre su vástago tiene diez años. La madre es una Aráoz, tenida como de alto linaje y sabedora de francés. La recuerdan por su belleza y porque uno de sus ascendientes se llamó Ignacio de Loyola. (El caudillo Bernabé Aráoz pertenece a la familia.) Alberdi recordará que al igual que Rousseau, la primera desgracia lo acomete cuando la madre fallece al parirlo.

A los catorce años viaja a Buenos Aires. El viaje en la lenta y pesada carreta, ritmo de buey cansino, le acerca horizontes y desiertos: corretea a caballo, la soledad le sugiere cavilaciones. En la ciudad porteña se emplea en una casa de comercio. Se le da por la música. Un simplote obispo Molina se desborda en el elogio: es el “Rossini tucumano”. En el salón de Mariquita Sánchez de Mandeville toma lecciones de mundanidad y novedades ultramarinas.

Una imagen de juventud lo muestra mozo espigado, bien plantado y bien trajeado. Su inteligencia y el buen desempeño en las artes de tocar el piano y componer cancioncillas le granjean el ingreso a la sociedad porteña: su ascendencia debió facilitar la buena recepción. En lugar de estarse quieto de lengua y muellemente instalado en los salones, y sin perjuicio de una u otra aventura galante, le sale de pronto una feroz mordacidad contra costumbres y actitudes de vejez colonial. Por aquí comenzará su vida intelectual. Pero antes resuelve retornar al Colegio de Ciencias Morales que había abandonado por aburrido, solemne y maloliente de antigüedad. El rector del Colegio, doctor Miguel de Belgrano, dejará un testimonio que nos dice sobre el alejamiento de las aulas del joven tucumano. En prosa no muy pulcra, descree el rector que “la violencia de que experimenta (Alberdi L.P.) la cause las enfermedades de que se habla, aunque yo no se las he notado: más vista su repugnancia no interrumpida, o más bien su obstinación en no aplicarse que a la música, cosa que no es posible enseñarse aquí exclusivamente, y que en la inacción en que se encuentra por precisa consecuencia de aquella, se sigue además de los infructuosos gastos que origina su permanencia, ejemplos harto perniciosos a la juventud, llego a persuadirme que este establecimiento reportará ventajas inequívocas, si V.E. se digna conceder el permiso que solicita”. Es evidente: el permiso para irse del Colegio donde no le dan música en la medida de su interés, sí, un exceso de tedio, mayor de lo que está dispuesto a soportar.

El estudio y los libros son pasiones definitivas. En solitarios paseos dominicales prefiere un lugar apartado para entregarse a “Las ruinas de Palmira”, cuya tenue melancolía lo encanta sin por ello, confiesa, lograr definirla. En las clases de latín que administra con implacable monotonía un olvidable dómine, se entrega sin remordimiento a la modorra que anticipa el sueño. Pero un día es la luz. Del bolsillo de su amigo Miguel Cané cae a sus manos la Julia de Rousseau, “que mantuvo mi alma por más de cuatro años inundada de dulces ilusiones”. Luego será La nueva Eloísa, el Emilio, el Contrato social. Durante largas jornadas se envuelve en la lectura de Juan Jacobo. Años más tarde, al recibir su diploma de abogado, escucha de un coterráneo suyo lo que quiere ser encomio: “Feliz Ud., que ha prestado su juramento en mal latín, lo cual deja su conciencia en toda libertad”.

En el Buenos Aires de finales del veinte y comienzos de la tercera década del siglo XIX hay una juventud que se califica de ilustrada, lectora de Victor Cousin, Villemain, Quinet, Michelet, Merimée, los dramas de Alejandro Dumas, las tragedias de Casimiro Delavigne, las novelas de Hugo y George Sand. Y por supuesto, Saint Simon. Los muchachos discuten sobre clásicos y románticos, sobre liberalismo y algo que llaman socialismo, palabra esta que se incluye en el título de una obra de Echeverría. Los pensamientos están en Europa y en París, la ciudad que convoca todas las admiraciones e irradia infinitas luminarias. En el puerto se espera con ansiedad la nave que trae de ultramar la disputada Revue de Paris. Entre tanto Alberdi publica en 1832 un método para aprender piano y un texto sobre estética musical. El primero es adoptado por Sarmiento en San Juan, en el Colegio de Santa Rosa para señoritas por él fundado. Dos años después vuelve Juan Bautista a Tucumán. Por última vez en su vida.

Quien lo introduce en los vericuetos del Arte de Nebrija se llama Alejandro Heredia, gobernador de su provincia natal y buen latinista. Don Alejandro figurará en la lista de los denostados caudillos. De retorno a la ciudad porteña trae carta para un mito viviente. Golpea en su puerta y Facundo lo recibe plácida y gentilmente. Don Alejandro el gobernador quiere que el joven Juan Bautista marche a Norteamérica a estudiar federalismo: Quiroga proveerá lo necesario. El general es amable. Se lo conoce atento con las damas, es buen conversador, luce elegante. El terrible “Tigre de los Llanos” manda cortar sus trajes en la mejor sastrería de Buenos Aires. Nada en él confirma la fama que le han echado encima. El viaje de Alberdi a los Estados Unidos no se produce. Queda la inolvidable experiencia de haber tratado a Facundo. De inmediato el joven publica una Memoriadescriptiva sobre Tucumán y se encuentra con alguien que tendrá prolongada presencia en su espíritu. De Francia ha regresado quien será el autor del Dogma Socialista. Se llama Esteban Echeverría y de ahí en más es el guía y alma mater de la ilustrada juventud porteña. Años de estudios y aventuras en ultramar lo devuelven a la patria enarbolando la tea del romanticismo. De su mano Victor Hugo, Byron, Lerminier y Villemain desembarcan en el Plata.

Cuando en el comienzo de su carrera literaria adopta el apodo de Figarillo, Alberdi se pronuncia en favor de la igualdad de todos frente a la ley. En la pampa no hay lugar para la insulsa cohetería verbal, hierática y adormilante que practican los rábulas, los doctores y algunos clérigos de prominente abdomen. Se rebela contra la frase hecha y el lugar común, contra la recurrente referencia a la autoridad y al modelo. A los jóvenes dirá que reproducir con indolencia lo colonial es perder en lo cotidiano lo ganado en los campos de batalla.

Cree Alberdi que el castellano no es la lengua dócil que precisa la crítica, la expresión clara, lacónica y rigurosa. Esas virtudes las halla en el francés. Pero cómo hablarle al pueblo en una lengua que no es la suya. No está en Figarillo resolver el problema. Curiosamente se muestra ignorante de la renovación que supone el lenguaje de Bartolomé Hidalgo y algunos vates anónimos. Y él mismo, el Figarillo porteño, está innovando con su prosa expresiva, directa y sin rebusques.

Lector ávido, lee a Herder (aunque no lo menciona) probablemente en versión francesa; se detiene en lo siguiente: “en cada uno de los idiomas están expresados el carácter y el intelecto de un pueblo. No solo los instrumentos del lenguaje van cambiando con las regiones de suerte que casi cada pueblo posee algunas letras y sonidos propios, sino que la misma denominación, hasta la designación onomatopéyica, las expresiones inmediatas del afecto y las interjecciones son diferentes en toda la tierra (...) El genio de un pueblo no se revela en ningún lugar mejor que en la fisonomía de su lenguaje” (Herder, 1959, libro X:272-273). De inspiración herderiana son estas palabras: “La lengua argentina, no es pues, la lengua española; es hija de la lengua española, como la nación argentina es hija de la nación española, sin ser por eso la nación española. Una lengua es una facultad inherente a la personalidad de cada nación, y no puede haber identidad de lenguas, porque Dios no se plagia en la creación de naciones. El pueblo es legislador, no solo de lo justo, sino también de lo bello, de lo verdadero, de lo conveniente (...) El pueblo fija la lengua como fija la ley; y en este punto, ser independiente, ser soberano, es no recibir su lengua sino de sí propio, como en política es no recibir leyes sino de sí propio”.

Desprecia a España. Las para él las virtudes cardinales del trabajo e industriosidad están en la porción de Europa que no ha cruzado los Pirineos. Advierte: no se trata de construir una nación con una identidad fundamentada en el pasado. Se lo debe hacer contra el detestable pasado colonial que continúa presente.

Veamos lo que Alberdi quiere para su país. Quiere inmigrantes para “plantar y aclimatar en América la libertad inglesa, la cultura francesa, la laboriosidad del hombre de Europa y de Estados Unidos”. Como en cien años -opina- será imposible hacer del gaucho argentino o del roto chileno un obrero inglés, traigamos de Europa pedazos de su civilización. El hombre nativo es irredimible. Proponer exterminarlo sería excesivo. Dejémoslo vivir en los rincones oscuros de la sociedad.

Quiere la firma de tratados que obliguen al país con las potencias extranjeras: “cuantas más garantías déis al extranjero, mayores derechos asegurados tendréis en vuestro país”. Tratados de comercio y navegación serán “el medio honorable de colocar la civilización sud americana bajo el protectorado de la civilización del mundo”. La tolerancia religiosa deberá ser absoluta porque la religión, sea cual fuere, es un “resorte de orden social”, un “medio de organización política”.

Ferrocarriles y navegación interior serán la manera de acercar al litoral los pueblos mediterráneos. Los capitales deberán ser solicitados al exterior: “negociad empréstitos en el extranjero, empeñad vuestras rentas y bienes nacionales para empresas que los harán prosperar y multiplicarse”.

Para endeudarse en las metrópolis de ultramar es necesario un Estado unificado, fuerte y responsable. No hay “civilización” (ferrocarriles, tratados, deuda externa, inmigrantes) sin Estado. Solo este tendrá la personería necesaria para firmar en nombre del país y la aptitud para cumplir los compromisos.

Las empresas privadas de bien público deben ser protegidas: “Colmadlas de ventajas, de privilegios, de todo factor imaginable, sin detenerse en medios (...) Rodead de inmunidad y privilegios el tesoro extranjero, para que se naturaliceentre nosotros”. El dinero “es un inmigrado que exige muchas concesiones y privilegios. Dádselos...”

Alberdi quiere que las aduanas interiores desaparezcan. Las exteriores gravarán lo menos posible los efectos de comercio. Si pudiera decidir, durante veinte años suprimiría las aduanas, y los recursos por ellas proporcionados serían buscados en el exterior bajo la forma de empréstitos. La legislación civil y comercial y los varios reglamentos deberán dar garantías que no constituirán “excepciones derogatorias de los grandes principios consagrados por la Constitución”. En los negocios mercantiles, la legislación tenderá a abreviar, simplificar y asegurar las transacciones. El procedimiento para la cobranza de los deudores remisos o fallidos será expeditivo.

La Constitución será al mismo tiempo unitaria y federal, atendiendo a los usos y la tradición. Los Estados provinciales gozarán de un cierto grado de autonomía, pero deberán subordinarse al Estado nacional. Ningún particularismo o interés regional será superior al interés del Estado nacional.

Alberdi cree que el comercio terrestre y marítimo constituyen la vocación argentina: seremos mercaderes y hemos de contentarnos con multiplicar los ganados y producir las mieses a que el suelo se presta. La industria es ajena a la idiosincrasia nacional: le compete a los pueblos de Europa y a los Estados Unidos. A ellos compraremos las maquinofacturas y pagaremos con los productos de la tierra. “Con solo producir materias brutas o primeras, la América del Sud es capaz de la misma vida civilizada, que lleva la Europa más culta”. El Estado protegerá las actividades “civilizatorias” y dejará libradas a su suerte aquellas que los gobiernos no consideren prioritarias. No habrá créditos para construir fundiciones de hierro; los habrá en abundancia para la cría de ganados, adquisición de campos, construcción de mansiones, financiación del comercio exterior.

El proyecto de Alberdi expuesto en las Bases es algo más que el mero devaneo de un intelectual distante de la realidad. De hecho la Argentina se forjará de acuerdo a su proyecto, porque los poderes dominantes (los dueños de inmensos rebaños y enormes latifundios, más una poderosa burguesía mercantil) lo sustentaba en los hechos y en el pensamiento. El de don Juan Bautista era el diseño que mejor convenía a la predominante oligarquía porteña. Al mismo tiempo, será la más perfecta respuesta a lo que el capitalismo del centro deseaba que aconteciera en esa por entonces lejana periferia sudamericana. Nadie en la Argentina lo explicitó mejor y con más coherencia que en ese texto fundador que es las Bases. No importa discutir las intenciones que animaron a Alberdi, sin duda las mejores y más honestas. Como tantos otros pensadores, sus contemporáneos y sucesores, no se atrevió a imaginar otro destino que el de canasta de alimentos y materias primas para ser consumidos por las potencias rectoras del sistema.

Acierta Alberdi cuando aprecia la importancia de los intereses económicos: los inscribe entre los factores originarios de la independencia. No pierde oportunidad para pinchar a su adversario: “Si sospechara Sarmiento que toda la naturaleza del poder político reside en el poder de las finanzas, no perdería su tiempo y sus frases en las tontas y ridículas teorías de civilización y barbarie, de ciudades y campañas”.

El tucumano cuestiona la radical dicotomía sarmientina y recoloca los términos. No hay civilizados de un lado y bárbaros del otro: hay intereses. Y si lo apuran advierte que la dirigencia porteña es la que produce barbarie con su política confiscatoria de los recursos nacionales. La verdadera causa del caudillismo, supuesta expresión de barbarie según el ideario de varios intelectuales, que no se cansan de difundir esa acusación en los órganos de prensa, reside en la citada confiscación, que Alberdi denuncia obsesivamente y con no poca violencia discursiva. Recursos que debían ser de todos son apropiados por una de las partes, que tiene el privilegio del puerto único y su aduana (principal fuente de ingresos fiscales), el Banco de la Provincia de Buenos Aires y varios etcéteras. La célebre fórmula de Sarmiento es radicalmente corregida. Los caudillos provinciales son la respuesta defensiva a la política que consulta los intereses del grupo económicamente dominante en la ciudad porteña y en la provincia de Buenos Ares; núcleo de un poder concentrador y monopolista que sustenta a Rosas y luego a quienes lo derriban y suceden en el poder político. En otras palabras: los mismos intereses subyacen a formas políticas diferentes. La federación de Rosas y la república de Mitre, Sarmiento y Avellaneda, insiste Alberdi, es en última instancia lo mismo, más allá de las mudanzas exteriores: el puerto único, la aduana, el tesoro, el crédito público, el Banco de la Provincia, controlados por Buenos Aires, controlando a la Nación y expropiando su riqueza. Todo eso permanece inmodificado. Las formas civilizadas con que se pretende engalanar la petulante Atenas del Plata no son más que un engaño.

Alberdi insiste que Rosas no dominó al país por el terror sino por el poder del dinero y la riqueza de la provincia. En la riqueza está el poder. Lejos de ser el resultado de las facultades extraordinarias que le otorgó una ley, Rosas es engendrado por la suma del poder real y efectivo de Buenos Aires. Quienes lo voltean solo cambian lo necesario para que lo fundamental continúe igual. Luego, “Lo que él (Sarmiento L.P.) llamó barbarie en Rosas y Facundo, es lo que hoy sirve y se presenta como civilización, restaurando el estado económico de cosas que produjo a esos caudillos y a todos los del país”.

Alberdi está cierto que la revolución de Mayo de 1810, hecha por Buenos Aires, que debió tener por objetivo la independencia de la República Argentina, tuvo además el de emancipar a la provincia de Buenos Aires de la autoridad de la Nación Argentina, o de imponer la autoridad de la provincia a la nación emancipada de España. En ese día cesa el poder español y se instala el de Buenos Aires sobre las provincias argentinas, que por cierto acogen con escaso entusiasmo el movimiento iniciado en la ciudad del puerto. Qué rechazan las provincias, parece pertinente preguntar: ¿el movimiento independentista o la supremacía de Buenos Aires? Alberdi machaca: el 25 de mayo de 1810 fue “el coloniaje porteño sustituyendo al coloniaje español. Fue una doble declaración de guerra: la guerra de independencia y la guerra civil”.

Sostiene que el gaucho es el productor de la riqueza rural, y “donde está la riqueza y la opulencia (alude a las campañas L.P), está la civilización”. En el tomo IX de sus Escritos Póstumos, niega que las poblaciones nómades del desierto puedan “ser dominadas por nuestros liberales de frac negro”: el gaucho “es manejable solo por sus iguales”. Por eso,la “civilización” que lo malogra “se deshace del único instrumento eficaz”. Con el gaucho se obtuvo la independencia, con él fue volteado Rosas y construido el gobierno constitucional. Valerse del hombre de las campañas, del obrero rural es una exigencia de las condiciones locales, sostiene. Por eso: “Catequizad, civilizad al gaucho en vez de ofenderlo. El hombre de estado que no sabe comprender y obtener esto, es un inepto. En el mismo tomo IX de sus Escritos Póstumos habla de los “liberales de industria, patriotas de piltrafa, progresistas de especulación, sin tener oficio, ni profesión útil; vagos de frac, que venden al populacho sus lisonjas cobardes, como sus sonidos banales esos organistas que recorren las calles”. Y si Buenos Aires conserva simpatías en Europa, no las debe a su civilización, sino a “que todos los intereses europeos hoy existentes en el Plata se hallan vinculados a Buenos Aires por la vieja legislación colonial, que no los dejó pasar más delante de Buenos Aires durante siglos”. Concluye Alberdi: “Buenos Aires es el órgano más genuino de la barbarie de los países del Plata” (Id., 1967:75).

1. Proceso a Mitre tuvo su primera edición hace más de cuarenta años por la editorial Caldén. Era parte de la colección Procesos que está siendo reeditada; tuvo que interrumpir entonces su aparición obligada por una dictadura.

Acusado y fiscal

El lector va a asistir al proceso de Bartolomé Mitre, le acusarán de escribir una historia halagadora de Buenos Aires y por lo tanto mentirosa, una especie de “leyenda documentada”: “fábula revestida de certificados” con documentos presentados “en apoyo de las lisonjas derramadas sobre el amor propio de los argentinos”, una historia escrita para servir de instrumento de gobierno en las condiciones concretas de un preciso momentohistórico. El lector hará bien en aguzar los sentidos: ha de presenciar un espectáculo no habitual; y a poco de comenzado advertirá que en el banquillo hay algo más que un hombre. Una política recibirá los tiros del fiscal. Y a propósito, éste es el más temible de entre todos los de su especie. Es un viejo pequeño y sarmentoso, y para colmo solterón perseverante. Vasta es su ciencia jurídica y hábil su dialéctica, pero no estriba en ello lo afilado de sus armas, que las tiene y muy bravas y se llaman: aptitud eminente para pensar y suprema audacia para hacerlo, lógica implacable y singular ironía de rostro serio, que es esa que por la mucha seriedad que exhibe clava el dardo más a lo profundo porque no le esperamos, y porque el dardo burlón lleva invariablemente la verdad buida. Este fiscal tiene toda la traza de un rábula desayunador de leyes y almorzador de códigos. Pero nadie se llame a engaño: ¡él es Juan Bautista Alberdi! Es una gran cabeza pensante y de los pocos –¡poquísimos! – capaces de despreciar las tentaciones de la fortuna, los diplomas y los títulos y hacer pata ancha cada vez que sus connacionales lo riegan con agravios, denuestos y calumnias.

Hay un océano entre él y su patria; porque “mis opiniones –dice– me cuestan el destierro de toda mi vida”. Bien sabe que en la tierra natal, que es la noviade toda su vida, sería callado por la fuerza y terminaría recluido en un pontón y acaso en una fosa semi anónima, con el cuerpo agujereado por las balas y los puñales. Pero él se ha trazado un destino y lo está cumpliendo: “Yo no he escrito para ser gobernador, ni presidente, ni ministro; he escrito para perder mi puesto cuando he sido ministro”. El derecho a la libre y audaz expresión de su pensamiento lo paga con el exilio, la pobreza y unos sambenitos que le han colgado y que le costará buen trabajo descolgarse. Y cuando Mitre lo deja cesante como embajador ante varias cortes europeas, sin pagarle los sueldos atrasados ni darle los medios para volver a la patria, opta por morirse de hambre antes que escribir para ser ministro, gobernador o presidente... ¡Y vaya si hubiera podido serlo! Prefiere su dignidad aunque lo llamen, como en “La Nación Argentina” del seis de octubre de mil ochocientos sesenta y cinco: “Juan Bautista Alberdi, representante nato del elemento bárbaro en las luchas de Cepeda y Pavón (...) esbirro del déspota paraguayo...”. Aunque así lo llamen Mitre y Gutiérrez y lo motejen una y mil veces de traidor y luego oculten su obra y la recorten y la posterguen porque ¿quién conoce las tremendas irreverencias que andan ocultas en sus Obras Póstumas y que en las páginas que el lector va a leer se muestran pensamiento fertilísimo, meditación la más profunda sobre mayo, sus próceres y otros acaeceres y hombres que alguien haya escrito en todo el siglo pasado en la tierra de los argentinos? ¿Quién sino unos pocos saben la escasa propensión de Alberdi por elevar al bronce las figuras más destacadas de nuestra historia? ¿De su inquietante –para algunos– persistencia en ver la historia no con los ojos de los triunfadores que él llama Buenos Aires y nosotros sabemos que en verdad son los latifundistas ganaderos y los grandes comerciantes de ultramarinos de la ciudad porteña?

Este viejo fiscal de traza endeble y cara de andar mezquinando la sonrisa, aún purga la larga pena que le impusieron los vencedores; pero déjesele abrir la boca y más que compasión suscitará en tal cual timorato el espanto y en tal otro el horror: sus verdades tienen filo y al salir –¡qué diablos!– salen cortando. Este no es un mero difamador o un simple mal hablado: sistemática y machaconamente van saliendo de él razones y explicaciones que repite una y diez veces y que a cada aparición se colorean de un nuevo matiz prendiendo luces nuevas a la verdad que encierran. Y si pronto sentimos medio pesada su prosa, medio andando a los tropezones, no se nos escape que su fuerte es el afán didáctico más que el andar elegante. Se exige claridad y precisión y el que las verdades entren; por lo demás hace befa de esas galas de carnaval a que eran tan afectos los literatos americanos de su tiempo y que él afea en Mitre a pura fuerza de lógica, de tomarle el pelo y de rencor personal.

La primera lección que produce don Juan Bautista en este Belgrano vapuleado por su historiador y por él desagraviado, es demostrar que la obra de don Bartolo no es fruto de una fría y morosa investigación al margen del huracán callejero, sino respuesta a una necesidad política de la hora; Mitre vuelve en vísperas de la guerra contra el Paraguay a la vida de Belgrano que publicara en 1858: la preparación cultural, ideológica e incluso propagandística de la guerra estaba exigiendo la tarea. Belgrano –se supone– había ido a libertar al Paraguay y lo habían derrotado; Mitre emularía a Belgrano pero sin fracasar. Por otra parte desde el año 10 hasta el día –con las excepciones consabidas– Buenos Aires era el faro irradiante de los grandes principios; Mitre había sido ungido por la Providencia para libertar al Paraguay: era el Belgrano contemporáneo.

Ubicada la obra en el plano de una verdad que no es la verdadera e incontrovertible que parecieran sugerir los miles de documentos manejados por el autor, venimos a saber que también la historia escrita sufre los ventarrones del presente, porque el autor es un hombre que la piensa y la escribe con los pies en el hoy y a favor o en contra de intereses políticos del día. Máxime cuando es la historia de un pasado muy reciente y el que escribe es jefe de un partido. Alberdi sabía en 1865 y aún antes lo que muchos otros quisieran ignorar y aún persisten en ello: que una cosa son las verdades que descubre y maneja el historiador Mitre y otra cosa su forma de interpretarlas, su concepción de la realidad, su idea de la historia. Y sabía porque lo comprobó, que el hombre político Mitre había escrito una historia de Belgrano no con criterio gratuito sino para servirse de ella, y que las deformaciones y mentiras y torceduras de la verdad debían ser explicadas por la causa que Mitre defendía, por los intereses reales e inmediatos que manejaba y que le manejaban, por los intereses de clase, agreguemos. Y a partir de ahí don Juan Bautista fundamentó su requisitoria, hizo su explicación y elaboró su reproche.

La principal formulación de Alberdi, que se constituye en verdadera clave de la historia argentina, puede expresarse así: Mayo se produjo porque en España había caducado el poder real y en todas las colonias españolas, más o menos coincidentemente, fue necesario reemplazar un poder cesante; esa fue la oportunidad que aprovecharon las fuerzas interesadas en la independencia, que no accedieron al poder como fruto del desarrollo de su lucha sino de una coyuntura favorable. Casi todos los pueblos del Virreinato acompañaron a Buenos Aires y algunos como el Oriental fueron mucho más lejos, produciendo verdaderos levantamientos populares. Pero a poco deproducidos los hechos del año 10 en Buenos Aires –una localidad entre muchas–, despacha expediciones al interior, que so pretexto de librar a los pueblos del yugo hispano en realidad llevan la misión de colocarlos bajo la hegemonía porteña. Enseguida viene la repulsa y los ejércitos de Buenos Aires en el Alto Perú más que por los godos son derrotados por los lugareños indignados frente a los desafueros, excesos y violencias de oficiales y jefes. Algo parecido pasa en Paraguay, donde Belgrano es derrotado no por el gobernador Velazco, representante del poder español, sino por los criollos que con Francia a la cabeza quieren sentirse iguales a Buenos Aires pero nunca sus vasallos. Buenos Aires aspira a sustituir el poder español en el Virreinato, más que por un afán de dominio químicamente puro por razones crudamente materiales: monopolizar todo el comercio exterior por su puerto, donde estaba radicada la aduana, única fuente de rentas provenientes de la exportación de los productos de todo el país y de la importación de productos consumidos por todo el país.