Peregrinación de Luz del Día - Juan Bautista Alberdi - E-Book

Peregrinación de Luz del Día E-Book

Juan Bautista Alberdi

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Beschreibung

En Peregrinación de Luz del Día (1871), Juan Bautista Alberdi se pregunta sobre la dicotomía civilización-barbarie planteada por Domingo Faustino Sarmiento e ironiza, a través del viaje alegórico de su personaje hermafrodita Luz del Día.El relato constituye un esfuerzo intelectual para modernizar la Argentina y mejorar la condición de sus habitantes, que anhelan un ambiente libre de opresión.

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Seitenzahl: 391

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Juan Bautista Alberdi

Peregrinación de Luz del Día o Viajes y aventuras de la Verdad en el Nuevo Mundo

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Peregrinación de Luz del Día.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9897-457-7.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-443-3.

ISBN rústica: 978-84-9816-857-0.

ISBN ebook: 978-84-9897-906-0.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 11

La vida 11

Primera parte 13

I. Lo que es este libro 15

II. Quién es Luz del Día 15

III. Luz del Día en Sudamérica 17

IV. Encuentro de Luz del Día con Tartufo 18

V. Tartufo y Luz del Día 19

VI. Condición de la Verdad en Sudamérica 22

VII. Confesiones de Tartufo 23

VIII. Gabinete industrial de Tartufo 24

IX. Sigue el examen 26

X. La mesa industrial de Tartufo 28

XI. No todo es malo en Sudamérica 32

XII. Los recursos de Tartufo en América 33

XIII. La moral de Tartufo 34

XIV. El mismo asunto 36

XV. Casos en que poblar es asolar 39

XVI. Otras ocupaciones de Tartufo en América 41

XVII. Prodigios del crédito según Tartufo 44

XVIII. La moral económica de Tartufo 46

XIX. Los dos poderes o la Verdad y la Mentira 47

XX. Los números son la mentira 49

XXI. Peligros de la Verdad en América 51

XXII. Basilio en América 52

XXIII. Ocupaciones y recursos de Basilio 55

XXIV. Basilio y Luz del Día 57

XXV. Comida de Basilio y Luz del Día en casa de Tartufo 60

XXVI. Obras de Basilio en América 62

XXVII. Moral de Basilio 65

XXVIII. Terribles recursos de Basilio 69

XXIX. Moral del espionaje explicada por Tartufo 71

XXX. La diplomacia, según Basilio 75

XXXI. Otros recursos estratégicos de Basilio 77

XXXII. Otros medios secretos de Basilio 78

XXXIII. Reglas de Basilio para conservar una Legación 81

XXXIV. Prosiguen las reglas de Basilio sobre el modo de explotar una Legación 84

XXXV. De la elección de los agentes diplomáticos según Basilio 86

XXXVI. Fines y objetos de la diplomacia según Basilio 89

XXXVII. Término escénico de la comida y de la conversación. La verdad toma en infraganti delito a Basilio 93

XXXVIII. Aventura horrible que ocurre a Luz del Día 94

XXXIX. Proceso y condenación de Luz del Día 99

XL. Luz del Día es puesta en libertad por los mismos que la han encarcelado 102

XLI. Contacto de Luz del Día con Gil Blas 107

XLII. Recursos de Gil Blas en América 109

XLIII. Moral de Gil Blas en las elecciones y en la prensa 111

XLIV. Los locos de América 113

XLV. Auxiliares de Basilio según Gil Blas. La familia de Basilio 114

XLVI. La guerra-industria. El cañón electoral 116

XLVII. Aventura de Gil Blas en casa de Luz del Día 118

XLVIII. Otra aventura horrible de Luz del Día 119

Segunda parte 125

I. Cansada de bribones Luz del Día busca los viejos caballeros españoles en América. Noticias de don Quijote 127

II. El Cid. Don Pelayo. Noticias de estos emigrados 131

III. Noticias sobre Fígaro y don Juan Tenorio 133

IV. Papel de Fígaro en Sudamérica 134

V. Encuentro de Luz del Día con Fígaro 136

VI. Condición de la libertad en Sudamérica, tratada en conversación de Luz del Día con Fígaro 138

VII. Quijotanía, o la colonización socialista en Sudamérica 141

VIII. La teoría de Darwin aplicada a la regeneración social 142

IX. Plan constitucional de un pueblo de carneros 145

X. Dificultades vencidas 150

XI. Solución de otras objeciones al plan de Quijotanía 153

XII. Primer amago de desquicio 155

XIII. Sistema de instrucción publica. Academia de Quijotanía 158

XIV. Competencia de la ignorancia para hacer buenos libros 160

XV. Territorios. Medios de agrandar los de Quijotanía 162

XVI. De la población de Quijotanía y su ensanche y progreso 165

XVII. Los indios salvajes y su conversión 168

XVIII. Código civil de la creación. Título preliminar 172

XIX. Títulos-espécimen o muestras deducidas de las bases que preceden 174

XX. Del legislador 176

XXI. De los efectos de la ley 176

XXII. De las personas 177

XXIII. Usos confirmados 178

XXIV. De las cosas y su propiedad 179

XXV. Proyecto de matrimonio internacional de Don Quijote con una princesa indiana 182

XXVI. Disposiciones generales que interesan al orden público 185

XXVII. Debates sobre el código 186

XXVIII. Bases de un contraproyecto de Código Civil 187

XXIX. Diplomacia y política exterior de Quijotanía 192

XXX. Fines interiores de la política exterior de Quijotonía 195

XXXI. Vacilaciones del gobierno de Quijotanía 197

XXXII. Fin vergonzoso del Estado de Quijotanía 199

Tercera parte 203

I. Sufragio universal de la universal ignorancia 205

II. La libertad es la obediencia de sí mismo 207

III. Se decide Luz del Día a dar una conferencia 209

IV. Conferencia pública de Luz del Día sobre el gobierno libre 210

V. Por qué Sudamérica no ha encontrado aún su libertad interior 216

VI. Causas y autores de la independencia americana 217

VII. Por qué la espada que produjo la libertad exterior es incapaz de producir la libertad interna 219

VIII. La guerra es escollo, no manantial de la libertad interior 222

IX. Los Washington son hijos, no padres de la libertad 223

X. El poeta y el soldado son los amigos más peligrosos de la libertad 225

XI. La América no será libre sino cuando esté libre de libertadores 227

XII. El solo medio de crear el gobierno del país por el país 229

XIII. La inmigración, que educa y civiliza, no es espontánea en países nuevos 233

XIV. Si el clima hermoso no es estimado, tampoco es obstáculo de la libertad 234

XV. El dilema de la libertad en Sudamérica 235

XVI. Índole y condición de la libertad latina 236

XVII. Si es posible dirigir las corrientes de las emigraciones 238

XVIII. De la inmigración, como medio de educación política 241

XIX. Condiciones especiales de la libertad 243

XX. Condiciones esenciales de la paz 245

XXI. Libertades que son el pan de cada día 249

XXII. Escollos de la libertad en Sudamérica 252

XXIII. La libertad es una carga, no un placer 254

XXIV. Fin de la conferencia de Luz del Día 257

XXV. También en Norte América, como en la vieja Europa, está la mentira 258

XXVI. Ventajas desconocidas pero incomparables de Sudamérica 262

XXVII. Pellizcos de despedida entre Fígaro y Luz del Día 271

Libros a la carta 275

Brevísima presentación

La vida

Juan Bautista Alberdi (Tucumán, 1810-París, 1884). Argentina.

Era hijo de un comerciante español y de Josefa Aráoz, de la burguesía tucumana. Su familia apoyó la revolución republicana; Belgrano frecuentaba su casa y Juan Bautista lo consideró un gran militar y un padrino, dedicando numerosas páginas a defender su figura. Esta actitud lo hizo polemizar con Mitre, y ganarse la enemistad de Domingo Faustino Sarmiento.

Alberdi estudió en el Colegio de Ciencias Morales de Buenos Aires y abandonó los estudios en 1824. Por esa época, se interesó por la música. Poco después estudió derecho y en 1840 recibió su diploma de abogado en Montevideo.

Fue autodidacta. Rousseau, Bacon, Buffon, Montesquieu, Kant, Adam Smith, Hamilton y Donoso Cortés influyeron en él. En 1840 marchó a Europa. Volvió en 1843 y se asentó en Valparaíso (Chile) donde ejerció la abogacía. En otro de sus viajes a Europa como diplomático, pretendió evitar que las naciones europeas reconocieran a Buenos Aires como nación independiente y se entrevistó con el emperador Napoleón III, el Papa Pío IX y la reina Victoria de Inglaterra. Mitre y Sarmiento lo odiaron.

Alberdi vivió entonces fuera de Argentina y regresó en 1878, cuando fue nombrado diputado nacional. Había sido diplomático durante catorce años. Las cosas habían cambiado: Sarmiento envió a su secretario personal a recibirle y lo abrazó. Sin embargo, los mitristas impidieron que fuera otra vez nombrado diplomático, en esta ocasión en París. Murió en un suburbio de dicha ciudad el 19 de junio de 1884.

Primera parte

I. Lo que es este libro

De todos los cuentos atribuidos a la fantasía de las señoras viejas, ninguno ha llamado la atención como el cuento de un pretendido viaje de la Verdad desde Europa al Nuevo Mundo y de los desencantos chistosos que allí padece, encontrando a la América inundada de ciertos tipos y caracteres de que iba huyendo cabalmente, y por cuya razón principal emigraba del viejo mundo.

Es casi una historia por lo verosímil, es casi un libro de filosofía moral por lo conceptuoso, es casi un libro de política y de mundo por sus máximas y observaciones. Pero seguramente no es más que un cuento fantástico, aunque menos fantástico que los de Hoffmann.

Su lectura es entretenida y fácil porque no tiene método ni plan lógico, que esclavice la atención del lector ocupado. No tiene más orden que el de las impresiones, que se suceden en el curso de un viaje o de una visita en un país nuevo. Pero es algo más que lo que pudiera llamarse «Impresiones de viaje de la Verdad en América», pues son aventuras, experimentos, estudios de zoología moral por decirlo así, hechos sobre una sociedad que llama tanto la atención del siglo XIX.

La razón de ello es que la Verdad fue al Nuevo Mundo como emigrada, con miras de quedarse allí establecida y no como «tourista».

II. Quién es Luz del Día

Dice el cuento que aburrida la «Verdad» de vivir en Europa en medio de un mundo de generaciones formadas en los moldes de «Tartufo», de «Gil Blas», de «Basilio», etc., y mortificada por la exhibición de los triunfos insolentes y cínicos pero siempre afortunados de su indigna rival, la «Mentira», personificada en casi todos los papeles de la sociedad europea, no queriendo suicidarse tan joven (¡y es más antigua que Aristóteles y Platón!), la «Verdad» se determinó un día de mal humor a emigrar al Nuevo Mundo, tan lindamente presentado a su imaginación siempre juvenil, por su predilecto amigo, el autor de París en América.

Para viajar con más comodidad y tal vez con más seguridad, determinó viajar de incógnito, como hacen las reinas y princesas, a quienes se creyó con derecho a imitar, en este punto solamente, en su calidad que cree tener de ser más legítimamente que ellas una reina del mundo, aunque destronada y abatida; pero sin perder la esperanza vaga de una restauración posible o de una reivindicación victoriosa. Y sin apercibirse del desmentido que esta ficción daba a su nombre de «Verdad», tomó el nombre presentado de «Luz del Día». Se vistió de mujer, pues podía elegir su traje por no tener sexo, y se dirigió al puerto de Burdeos en busca de un buque y de pasaje para la América en general.

Desconfiada de los geógrafos, a quienes no leía porque los tenía por inexactos, perezosos y lisonjeros de los pueblos, tomó al pie de la letra el título de su guía predilecta «París en América!», pensando que bastaba estar en América para habitar el París de la Verdad; que lo mismo estaba París en la América del Norte, que en la América del Sur; en virtud de lo cual no se fijó mucho en el punto americano de dirección de su viaje.

Mal vestida y mal ejercitada en el manejo del vestido de mujer, porque su costumbre o más bien su instinto, era de andar desnuda, como la Eva de la abstracción, fue tomada en el puerto de Burdeos por los agentes de emigración, como una paisana de los Pirineos; y como llevaba un nombre que parecía español, no vacilaron en procurarla pasaje para un bello país de la América del Sur.

III. Luz del Día en Sudamérica

El primer día en que Luz del Día llegó al puerto de su destino, los encargados de recibir y colocar a los inmigrados, tomándola como una de tantas, la preguntaron cuál era su oficio, y en qué ocupación contaba ganar su vida en aquel país.

—¿Mi ocupación?, ¿mi oficio? es el de decir a cada uno la verdad.

—Así debe ser —observó jocosamente el empleado—, pues se llama «Luz del Día».

—¿Cuál es su ocupación? —preguntó otro empleado que tenía el encargo de buscar una cocinera.

—La de decir a cada uno la verdad.

—Debe ser loca, porque es oficio de locos el decir las verdades; también es cierto, las dicen los sabios, pero una mujer no corre riesgo de ser sabia.

—Todo lo contrario —dijo otro—, le basta ser mujer para ser loca.

Luz del Día empezó a enfadarse de esta charla ofensiva y grosera, cuando alguno observó que tal vez era la «enseñanza», la «educación», la «instrucción», lo que quería llamar su oficio de decir la verdad.

Aceptada y agradecida por ella, esta insinuación feliz, aceptó también la oferta que la hicieron de recomendarla a un gran partidario de la educación y de la inmigración europea, cuyo auspicio la pondría en el camino que deseaba.

Pidió su nombre y dirección, y la dieron los del señor «Tartufo».

—¿Tartufo? —repitió ella espantada.

Los empleados se ríen, y uno la observa que Tartufo no era un fraile, como tal vez creía Luz del Día, sino al contrario, un gran enemigo de los frailes, un gran liberal, una especie de apóstol de la instrucción popular, un partidario de la emigración europea en América.

—Yo quisiera verle —dijo Luz del Día—, aunque ese nombre me asusta...

—No haga usted caso de nombres —la dijo un empleado—. Aquí tenemos hombres que son la virtud misma y se llaman «Ladrón»; otro que son la humanidad, y se llaman «Guerra, Verdugo, Cadalso, Lanza»; otros que son un cordero, y se llaman «León».

—¿Es decir que en este país los hombres son el desmentido de las cosas? —dijo para sí misma—. Si yo entonces dijese mi nombre, sería tomada por la mentira en persona.

—Pues bien —le dijo Luz del Día—, yo iré a ver ese señor. Y se quedó intrigadísima y pensativa sobre quién podría ser ese Tartufo liberal, de quien la casualidad le hacía su primer contacto, su especie de chambelán o «ciceroni», desde su primer paso en el suelo americano.

IV. Encuentro de Luz del Día con Tartufo

—¿Quién es este hombre? —se preguntó ella antes de verle. Tenía razón de ser circunspecta en sus primeros pasos en un mundo desconocido, para el que no había traído recomendación personal, con el solo objeto de guardar mejor su incógnito.

—Dos medios tengo para despejar esta incógnita grave y decisiva de mi destino en América —se dijo a sí misma Luz del Día—. El primero, es la fisonomía de Tartufo, que conozco como a mis manos. Es verdad que han pasado siglos por él, pero la Hipocresía, como la Verdad, es inmortal y siempre joven. Para el caso, sin embargo, en que el traje o algún otro cambio exterior le disfrace, tengo otra llave, y es la de su conducta moral. Si él hace profesión de enseñarla como educación, yo veré cómo la practica con las mujeres honestas; el mejor catecismo es el ejemplo, y cuando el maestro no es un libro vivo, o el comentario vivo de sus libros, toda su enseñanza es de palabras mentirosas.

Tartufo estaba en cama a las nueve de la mañana, cuando su criada le anunció que una mujer solicitaba obstinadamente el permiso de verle.

—Es imposible —dijo él— ¿no me ve usted en cama? ¿No se lo ha dicho usted a esa mujer?

—Sí, señor, pero parece no ser obstáculo para ella...

Tartufo mira a su criada como buscando un sentido sardónico en esa palabra.

—¿Pero qué cosa es esa mujer? ¿Es una sirvienta?, ¿es una vieja?, ¿es una negra o mulata?

—No, señor; es joven, blanca, rubia, ojos azules como una inglesa.

Tartufo estudia otra vez el gesto de su criada y compone el suyo propio: parece extranjera —añade la criada— por su modo y figura. ¿Quién sabe si no trae alguna carta de recomendación para el señor?

—Es verdad —dice Tartufo aprovechándose de esta insinuación—. Pues bien, déjela usted entrar, y para no autorizar sospecha, si alguno viene durante su visita, diga usted que yo duermo todavía.

V. Tartufo y Luz del Día

Tartufo que no era un Marat, sabía por su conciencia, que no era indigno de una Carlota Corday, y por sí o por no, puso su pistola debajo de la almohada. Se sentó en su cama, se puso su «robe de chambre» de seda, medio se peinó, compuso su cama lo mejor que pudo y esperó la entrada de su misteriosa visita, que en ese momento hizo su aparición.

Para entrar, había dejado caer sobre su rostro un velo negro que hacía más picante su interesante persona y que la permitía ver sin ser vista.

Desde su entrada reconoció al genuino y verdadero Tartufo, y se quedó estupefacta de aquel hallazgo, que destruía todas las ilusiones de su viaje de refugio al Nuevo Mundo, que ella creyó ser el de la verdad. Él pensó que el rubor la detenía y la invitó con voz dulce y expresiva a llegar hasta su lecho...

Era lo que ella esperaba, para confirmarse sobre la identidad del sujeto. Luz del Día se avanzó hacia Tartufo y cuando él la tendía amablemente sus dos brazos, ella asumió como un relámpago su imponente y majestuosa beldad, arrojando su velo y todo su traje hasta quedar en la plena y casta desnudez que la presta la mitología de los antiguos.

Tartufo al reconocerla, lanzó un grito de horror y se quedó como desmayado; pero no lo estaba, porque descansaba en la confianza de que su poder era más grande que el de la Verdad. Sin embargo, aparentando reasumir su presencia de espíritu.

—¿Es con el objeto de perseguirme que usted ha cruzado el Océano? —preguntó a Luz del Día.

—Es con el objeto de huir de usted y de las generaciones formadas a su imagen, que he venido al mundo que yo creía ser el de la verdad misma. Pero ya que he tenido la buena o mala estrella de descubrirle, haré al menos a la América el servicio de revelarle o delatarle la presencia en su seno del monstruo más terrible y más capaz de perderla.

«Yo sería criminal ante mi propia conciencia, si por evadir este deber, dejase envenenar la educación de esta nueva sociedad, en manos de la mentira personificada.

»En cualquiera otro caso puede ser la hipocresía menos desastrosa, que posesionada de la educación, en que ella es a la salud moral del país, lo que el veneno en las fuentes, en las aguas y alimentos de que se nutre el pueblo; es multiplicar a Tartufo, unidad de perversión, por el número de habitantes de que se compone el país, y hacer poco a poco de todo él, una personificación colectiva y gigantesca de la mentira, empleada contra sí misma.»

Después de oír tranquilamente esta declaración, Tartufo habló a Luz del Día en estos términos:

—No se equivoque usted, señora, sobre la importancia del mal que pueda hacerme la revelación con que usted me amenaza. Un poco de prestigio menos sería toda mi pérdida; pero si en la necesidad de mi defensa, yo tuviese el dolor de delatar a usted misma y hacer saber a estas gentes cuál es el terrible y verdadero carácter de usted...

—Yo soy la Verdad —interrumpe Luz del Día.

—Bien lo sé, y por eso cabalmente es usted la desgracia, el crimen y la calamidad, más temida en estos países, más todavía que en Europa. Sin duda alguna, yo sería perjudicado por la revelación con que usted me amenaza; pero no sería sino un mal de opinión muy transitorio. Aquí todo el mundo hace profesión pública de rendir homenaje a la Verdad, pero cuidando en realidad de exterminarla, en todas las ocasiones que se presentan de hacerlo impunemente y sin darlo a conocer.

—¿Y quién tiene la culpa de ello? —interrumpe irritada Luz del Día.

—¿Quién? Confiese usted que la responsabilidad está muy dividida —dice Tartufo.

—¡Cómo!

—Sí, porque la Verdad, a fuerza de ser dura, precipitada, orgullosa, provocativa, se hace odiosa y odiada de los hombres, que nacen vanos, por decirlo así, y son todo imperfección, aquí como en todas partes.

VI. Condición de la Verdad en Sudamérica

«La Verdad no es amada como ella se lo figura, prosiguió Tartufo; y la razón es muy sencilla, porque todo se vuelve debilidad e imperfección en este mundo naciente, en que todo emana del pueblo, vano por excelencia. La Verdad es temida y detestada de los imperfectos, por la misma razón que lo es la Justicia por los culpables, a pesar de su naturaleza divina.

«La Verdad tiene que aprender mucho todavía; no la basta enseñar, ella misma necesita aprender, y por más que la sorprenda lo que voy a declararla, yo la diré, que de nadie necesita aprender más que de Tartufo.»

—¡Vaya pues! —dice la Verdad impacientada de tanto cinismo.

—Si ella oyese mis consejos, su poder sería más grande (porque todos tienen derecho de aconsejar, incluso la hipocresía) —dice Tartufo.

—¿Cuáles son, pues, esos consejos?

—¿Cuáles? Desde luego asociarse conmigo en el trabajo de la educación popular.

A pesar de su irritación, la Verdad, quiero decir, «Luz del Día», no pudo comprimir la explosión de su risa indignada y colérica.

—¡Transigir, pactar con la Mentira! y ¿qué es entonces la Verdad?, ¿cuál es su papel en el mundo? —repuso ella.

—Su papel —dijo Tartufo— es enseñar halagando, lisonjeando, engañando, en una palabra; y la Verdad no tiene un colaborador más eficaz que yo bajo este aspecto.

—Pues bien —dijo Luz del Día— yo consiento en abandonar mi pensamiento de delatar a Tartufo, sin prometerle por eso admitir sus consejos, a una condición «sine qua non», y es: la de que él me revele cándida y fielmente toda su filosofía, es decir, toda la razón de sus reglas y principios de conducta de engaño y falsedad.

Aceptado y convenido, Tartufo se puso a la disposición de la Verdad para responder y satisfacer a todas sus cuestiones y curiosidades por impertinentes que le parecieran.

VII. Confesiones de Tartufo

—Pero observo —dijo Luz del Día— que mi presencia le tiene a usted en cama fuera de sus horas. Puede usted vestirse sin interrumpir por eso la conversación.

—¡Cómo! —exclamó Tartufo ruborizado— ¿en presencia de una dama honesta, que no es mi mujer?

—¡Siempre el mismo! —dijo Luz del Día— usted ha prometido ser sincero por un momento al menos.

—Sí; pero hay sinceridades que la Verdad misma condena.

—¡Ninguna!

—¿Por qué anda usted vestida de mujer?

—Porque soy libre de vestir de mujer o de hombre sin faltar a la verdad de mi carácter, pues yo no tengo sexo. Para mí el traje es un medio de estrategia. Lejos de ofenderme de que Tartufo se vista en mi presencia, yo haré de su «valet de chambre», y le alcanzaré sus vestidos, para hacer mejor mi estudio de su ciencia de mentira científica. ¡Vamos!, ¿dónde está la sotana o túnica negra?

—Mi sotana actual, es esa blusa garibaldina, que ruego a usted pasarme y ese casquete rojo.

—¡Una blusa garibaldina!, ¡un casquete rojo! ¡Pues qué! ¿ha dejado usted de ser Tartufo? —exclama Luz del Día.

—Es porque lo soy más que nunca, que llevo esos vestidos del sacerdote armado de la libertad republicana. Yo sería un imbécil en pretender ocultarme hoy día con disfraces religiosos. Para hacerme conocer de todo el mundo, no necesitaría sino tomar mi traje del siglo XVII, ir a misa, llevar rosario, confesarme a menudo. Todo eso es de la táctica vieja y abandonada. Yo visto hoy día las armas del siglo en que vivo. Cuando el rey de Prusia, Napoleón III y todos los soberanos del mundo cambian sus armamentos y reforman su estrategia, ¿conservaría yo mis armamentos de tres siglos atrás? «La libertad, el progreso, la educación, la civilización» como yo los tomo y practico, son «mi fusil de aguja, mi cañón de acero, mi Chassepot, mis balas explosivas». Y mi palabra de orden, mi divisa, mi consigna de guerra, es: «¡Muera Tartufo!»

—Por este medio —dice Luz del Día— la Mentira y la Verdad hablamos el mismo lenguaje, vestimos el mismo traje, tenemos las mismas apariencias. Es al menos un homenaje que la Mentira rinde a nuestro poder.

—Con esta diferencia —dice Tartufo—, que yo puedo mucho contra la Verdad misma, sin que ella pueda nada contra mí. Yo puedo calumniarla, y todos me creen, porque todos la aborrecen, a causa de que todos adolecen de algún achaque moral, cuya revelación temida es la razón de su odio. La Verdad puede delatarme sin que nadie se lo crea, porque todos defienden en mí su propio modo de ser confortable y útil de que yo doy el ejemplo y soy la «personificación».

VIII. Gabinete industrial de Tartufo

—Pasemos entretanto a mi gabinete de trabajo —dice Tartufo, ya vestido, conduciendo a Luz del Día a una pieza inmediata, que tenía todo el aire de un museo de objetos y curiosidades arqueológicas sin dejar de estar amueblada del modo más elegante y confortable. Este cuarto era un «Cosmos». Estudiarle era iniciarse en la ciencia entera de la mentira moderna. Luz del Día dio rienda suelta a su curiosidad genial; queriendo verlo todo y haciéndose dar explicaciones de todo cuanto veía. Por ejemplo:

Acercándose a un armario que parecía contener libros y en que estaba escrito este rótulo, «Diplomacia», quiso ver en qué autores la estudiaba Tartufo y trató de sacar un volumen.

—No —la dijo Tartufo— no son libros, son cajones, que contienen cosas concernientes a diplomacia.

—Veamos —dijo Luz del Día con doble curiosidad— ¿qué cosas son ésas?

—La diplomacia no se ha hecho para usted, mientras que en mí es innata. Yo la sé a fuerza de no estudiarla —dijo Tartufo.

—¡Cómo! —dijo Luz del Día— ¿soy yo incapaz de entender los grandes intereses que ligan a las naciones en el sentido de su progreso y bienestar solidarios? ¿No se ha hecho para mí la capacidad de entender los principios y aplicaciones del derecho, como regla general de vida universal, a las relaciones recíprocas de los Estados?

—Todo eso es la retórica, la máscara pueril de la diplomacia, que es algo más seria que los libros y los estudios de pasatiempo para niños vanos y viejos tontos —observó Tartufo.

—Veamos, pues, la verdadera diplomacia de Tartufo, y abre un cajón del armario, que parecía de libros.

—Pero aquí no hay libros, dice ella. Aquí veo un gran mazo de llaves grandes y pequeñas, de todas formas, como para servir al oficio de descerrajar y abrir baúles, cómodas, puertas, armarios. Veo frasquitos con rótulos en que leo «ácido prúsico, láudano, sulfato de morfina, jarabe de amapolas, digitalina, cloroformo», en una palabra, una colección de venenos activos. Veo puñales y pistolas, caretas de máscaras, velos negros, escaleras de cuerda, rompe-cabezas, una porción de bolsillos, como para poner piezas de oro; en fin, mil cosas que me hacen creer que veo la oficina de un juez del crimen, por no decir de un criminal.

«El único libro que aquí encuentro, en un cuadernito o memorándum, titulado: “Relaciones importantes”, que contiene estos capítulos: “Porteros de casas y oficinas: mozos de hotel, obreros que han cumplido su pena en los presidios, escribientes y secretarios privados de los escritores y publicistas”. Yo no veo qué relación puede tener todo esto con la diplomacia», observó Luz del Día.

—Por eso digo, que usted no ha nacido para la diplomacia —repite Tartufo— La Verdad es como el Sol, puede ser vista, pero ella nada ve, porque la luz no tiene ojos. La diplomacia se siente, pero no se explica; es un tacto, un instinto, un don que Dios da a los más humildes, como a la araña el de tejer telas, que no harían los mejores fabricantes de Lyon y de Manchester.

—¿Pero los venenos?

—Los venenos son la base de la medicina. Su nombre griego de «drogas» muestra que se confunden con los medicamentos. Suprimir un pólipo o un insecto parásito, que vicia la sangre del cuerpo social, no es sino dar la salud a la sociedad —dice Tartufo.

—Pero eso es la moral del asesinato —observa espantada Luz del Día—. Las víboras en tal caso no deberían ser exterminadas, sino adoradas como los seres guardianes del hombre. Amiga de la humanidad, yo no puedo querer el bien que hacen los bribones, según la teoría de Tartufo.

IX. Sigue el examen

—Pase usted a otra cosa, que no todo es lúgubre en la diplomacia, dice Tartufo.

Luz del Día abre otra gaveta, que tiene encima el rótulo de «Tratados de las Repúblicas de América, anteriores a la revolución de su Independencia».

—Si esto no es una charada, yo no comprendo este título. ¿Puede hacer tratados el que no ha empezado a existir? ¿Los nonatos celebran contratos? ¿O se explica esto por la teoría de Pitágoras, de la transmigración de las almas?

—Son tratados pretéritos —dice Tartufo— que valen más que los vigentes, por la misma razón que todos los muertos son más perfectos que los vivos, como lo declaran uniformemente todos los epitafios. ¿Quién osaría decir que un tratado de Cicerón o de Demóstenes, no es superior a los tratados de los oscuros diplomáticos del día?

—Pero en fin —dice Luz del Día—, son tratados que han dejado de existir, como los poderes que los hicieron. ¿A quién obligarían hoy día los tratados celebrados por la antigua Grecia y la antigua Roma? ¿Se llamarían tratados franceses y españoles, porque España y Francia fueron colonias romanas cuando se celebraron por su metrópoli?

—Es con otra luz —dijo Tartufo—, que se debe apreciar la negociación de tales tratados, es decir de la diplomacia histórica; porque usted sabe que la diplomacia se define, el arte de negociar tratados, y yo creo que un tratado obtenido por nada y vendido a un alto precio, no se puede llamar mal negociado, sino por los envidiosos, que pretenden que todo el mérito está en hacer el tratado, no en negociarlo; pues el comerciante que vende géneros, no es el fabricante que los ha manufacturado. Esta última operación tiene algo de mecánico y bajo, que desdice del verdadero diplomático.

—Por lo actual y palpitante del valor de esos tratados se puede colegir lo bien que la ciencia de Tartufo comprende el papel de la política exterior en la población, enriquecimiento, educación y progreso de la América del Sur —reflexionó con tristeza Luz del Día.

X. La mesa industrial de Tartufo

Estando en esto, entra un criado de librea y anuncia que el almuerzo está servido para el señor Tartufo y su visita, abriendo al mismo tiempo las dos grandes puertas de un comedor espléndido.

—Para mí es inútil —dice Luz del Día— porque yo he salido de mi hotel después de almorzar; pero si es compatible para Tartufo comer y conversar al mismo tiempo, yo ocuparé una silla en su mesa mientras él almuerza. ¡Qué espléndido comedor! ¡Qué inmensa mesa! ¿Aquí veo asientos para diez personas?

—Son por lo menos las que comen conmigo diariamente —dice Tartufo.

—¿Luego esto es un hotel privado o una posada?

—Dios me libre de ello.

—¿Luego Tartufo debe estar nadando en riqueza?

—Nada de eso.

—¿Y cómo se explica este banquete diario?

—Eso es lo que voy a explicar bajo la mayor reserva a Luz del Día, que es para mí como mi conciencia misma.

—Es decir que no soy nada para Tartufo, lo cual hace tiempo que lo sé —interrumpió Luz del Día.

—Si yo no tuviera diez invitados en mi mesa cada día —prosiguió Tartufo— yo moriría de hambre y de pobreza. Esta mesa no es la de un hotel; pero lo que gasto en ella es más productivo que el gasto del fondista más especulador. Esto no es una mesa; es un mostrador, en que cada copa de vino es pagada a peso de oro. Pero los convidados no lo saben. Ellos creen recibir una comida, y son ellos los que me la dan. Ellos compran su comida sin apercibirse del precio; porque la pagan indirectamente, como los desechos de Aduana que han pagado el reloj y el traje que llevan puestos. Reciben mi comida como un favor honesto, y naturalmente me la pagan con su gratitud y sus respetos, sin perjuicio de sus invitaciones de reciprocidad. Esta reciprocidad es la de las grandes naciones a las chicas, en sus tratados de comercio: es decir, una palabra dada en cambio de un tesoro. Pero aquí mi comida es la palabra, y la palabra de mis convidados el tesoro. Cada palabra que sale de su boca excitada por mis ricos platos, cada indiscreción que mis vinos hacen caer de sus labios, cada revelación que el calor de la mesa hace producir sin pensarlo, son pepitas de oro, perlas preciosas, chispas de diamantes, que yo recojo y atesoro en mi bolsillo, o mejor dicho en mi «memorándum» que es como un «gran libro» de la deuda pública, en fecundidad de recursos. Porque esas palabras, esas indiscreciones, esas revelaciones tienen siempre sus compradores entusiastas, que no se paran en precios, por la razón natural de que ellos, a su vez, las venden a otros, sin necesidad de ser Tartufos de profesión. Porque en América de «Tartufo, poeta y loco, todos tenemos un poco».

—Gracias a los maestros que América ha recibido de Europa —dijo Luz del Día. ¿Y desde cuándo, en qué época emigró Tartufo a esta América?— preguntó Luz del Día.

—Soy uno de los pobladores desde el siglo XVII, pues las revelaciones majaderas de Molière me obligaron a desertar la Europa bajos las reinados felices de Luis XIV y Felipe II, los Médicis y Maquiavelo, y emigrar como colono a este nuevo mundo de creyentes fáciles, de ilusiones, esperanzas y riquezas. Yo he contribuido como buen vecino a formar las costumbres y caracteres de mucha parte de esta sociedad; con la cooperación eficaz de mis compañeros de emigración, es verdad.

—¿Y quiénes fueron los compañeros de viaje y de emigración de Tartufo en el nuevo mundo? —preguntó Luz del Día.

—Mis conocidos y viejos camaradas de la Europa feudal, Gil Blas de Santillana, Basilio de Sevilla y tantos otros...

—¿Loyola también?

—Vino antes que nosotros y puede decirse que gran parte de Sudamérica, es para él lo que «Pennsylvania» para Guillermo Penn.

—¿Y todavía anda por acá?

—Dicen que ha desaparecido, pero yo lo dudo. El hecho es que yo tomo su olor en todas partes, y veo reproducir su sello en cada criatura de mis convidados. Aquí es costumbre decir que solo el Paraguay ha sido educado por los jesuitas. Toda Sudamérica ha sido un Paraguay para los soldados de Loyola. No hay carta geográfica que no lo confirme. En todas ellas están señaladas sus «Misiones». Lo que yo creo es que Loyola, desde su persecución y destierro de los dominios españoles, ha hecho lo mismo que yo; se ha disfrazado, ha cambiado de nombre y de traje, y anda de incógnito como Luz del Día y como su atento servidor. Pero el hecho es que, en una forma o en otra, él sigue gobernando estos países por su influjo, en negocios de Guerra y Hacienda, sobre todo, que son como los dos brazos del Gobierno. Usted sabe que fue siempre aficionado a las tres cosas; a la guerra, como que fue su primera profesión; a la hacienda, por su ardor de grandes empresas; y al gobierno, que era su afán de poseer y ejercer indirectamente. Así se explica que los que hoy pasan por liberales, no proceden en política sino por los mismos medios de que se servían cuando pasaban por jesuitas.

—¿Quiere decir, que Basilio anda también de republicano liberal en Sudamérica?

—Sin duda, pero no se entiende con Loyola.

—¿Y dónde está Basilio?, ¿en qué se ocupa? ¿qué papel hace en esta América del Sur? —pregunta Luz del Día.

—Basilio pasa por italiano, y en esta calidad se roza con las bellas artes, y no se aleja del bello sexo por las naturales afinidades de la mujer con todo lo que es bello. Usted sabe que aunque español de origen, emigró a Roma, y allí se naturalizó italiano. Rossini ha contribuido a poner de moda a Basilio entre el mundo elegante, por el papel amable de calumniador amoroso, que le dio en el «Barbero de Sevilla».

—Usted equivoca a Rossini con Beaumarchais —observó Luz del Día.

—Es verdad, pero debe a Rossini el idioma italiano y el gusto por la música, con que hoy hace su carrera en el gran mundo; su carrera de calumniador bien entendido, de alcahuete, de espía, de intrigante. Se ocupa de negocios de crédito, no para levantar empréstitos, sino para desacreditar a sus comitentes, y hacer imposible los empréstitos, por cuya razón percibe un moderado interés de sus rivales beneficiados. Su oficio para viajar incógnito, en sus expediciones de exploración científica, como él las llama, es «botánica», de que tal vez sabe un poco, por su interés de conocer los venenos vegetales que no dejan rastro en los usos a que él los aplica, para resolver por un precio módico, los conflictos diplomáticos y políticos, en que un hombre es el obstáculo. Se ocupa de todas las libertades de este mundo, menos de las libertades de Italia; sirve a todos los países, menos al suyo; es un «Mazzinista», un «Garibaldino» acérrimo, pero vive de «negrero» al servicio de los dos únicos gobiernos que mantienen la esclavitud de la raza negra en sus dominios.

XI. No todo es malo en Sudamérica

—Pero entonces —dice Luz del Día— ¿esta América es un refugio de tigres? ¡No hay aquí sino fieras y furias con caras agradables y exteriores seductores!

—No se equivoque, Luz del Día, pues también se encuentran emigrados de Europa en América: el Cid Campeador, Guzmán el Bueno, el gran Pelayo, y los más grandes y asombrosos caracteres de la Europa del tiempo en que fue conquistado este continente a la barbarie; sin contar a Vasco Núñez de Balboa, a Colón, a Pizarro, a Hernán Cortés, a Mendoza, Almagro, Gaboto, Las Casas, Ercilla y otros que andan de incógnito, por su calidad de españoles y se conservan generalmente lejos de las ciudades, en las campañas y montañas de la América, que conservan su fisonomía medio primitiva de los memorables siglos XVI y XVII.

«Todas esas rústicas y simples, pero grandes figuras, son el terror de los Basilios y Gil Blases, que habitan las ciudades en medio del sibaritismo.»

—¿Y no lo son también de los Tartufos? —pregunta Luz del Día.

—Pues aunque parezca anómalo —responde Tartufo—, los de mi familia han guardado cierta afinidad con esos fuertes caudillos, cuando la comunidad de miras e intereses no los ha dividido transitoriamente. Lo cierto es que América, con sus defectos y cualidades, no es más que un reflejo de la Europa de más atrás, y nada contiene de bueno y malo, que no sea europeo de origen, de índole y carácter. Así, se ve que su historia y su política, son como la fotografía de su territorio, cruzado de gigantescas cordilleras, en que los abismos tenebrosos, se alternan con las celestes alturas de sus montañas. Al lado del bandido, vive el héroe, y los más nobles y generosos caracteres, se mezclan y confunden con las hienas y osos de cara humana, en esta sociedad, que es el embrión grosero de un mundo llamado a ser nueva edición corregida y mejorada del mundo antiguo y pasado.

Luz del Día se queda atónita al oír este lenguaje en boca de Tartufo, porque no reflexiona que si Tartufo no dijese cosas buenas y verdaderas alguna vez, no sería en realidad Tartufo, es decir, la máscara hermosa de una realidad atroz; o tal vez Tartufo tiene razón, y su transformación misma, que se produce por su mera habitación de un mundo de mejores condiciones materiales, es una prueba de la verdad de su última reflexión.

XII. Los recursos de Tartufo en América

—En resumidas cuentas —pregunta Luz del Día— ¿cuáles son los medios capitales de que Tartufo se ha servido para obtener todo lo que posee y lo que espera poseer todavía, en influencia, en bienes, en poder y prestigio? (porque yo espero que no esté todavía en su zenit.)

—Ciertamente que no; yo estoy seguro de que acabaré por ser el jefe supremo de mi país.

«Mis medios favoritos, son sociales, no políticos. Yo creo que puedo revelarlos cándidamente a Luz del Día, porque no temo que se apodere de ellos; no son de su gusto, ni sabría manejarlos. Es preciso nacer o educarse para ello; y sobre todo es preciso evitar con cuidado los caminos derechos que tanto gustan a Luz del Día.»

—En fin: ¿cuáles son? —preguntó ella.

—Son dos principalmente —responde Tartufo: la «propiedad» y la «familia»; pero entendidas de un modo aparte, no como todo el mundo los toma.

«Cuando digo la “propiedad”, hablo del “egoísmo”, que es la fuerza locomotora de cada hombre. Todo hombre me sirve de instrumento desde que puedo darle participación en el provecho de un negocio tenido en mira. La participación, la cooperación, he aquí el medio simple y grande a la vez de mi buen éxito.»

—Pero es el que emplean los pulperos, los carniceros, los verduleros para robar a los amos y patrones, por sus criados encargados de comprar los abastos: consiste todo en corromper al criado dándole parte del precio mentido y convencional que entre vendedor y comprador hacen pagar al dueño de casa, para repartirse la diferencia del precio verdadero —observa Luz del Día.

—No importa —dice Tartufo—; las grandes ideas son siempre simples. La válvula, ¿no fue inventada por un niño? La diplomacia ha nacido en los mercados y en las cloacas... No hay adquisiciones más seguras y fáciles que aquellas que se hacen por la cooperación de las personas depositarias de la confianza ciega de un propietario o capitalista acaudalado.

—Lo cual es simplemente el soborno y el robo por corrupción y abuso de confianza —dice Luz del Día.

—Es por eso que he dicho que mis medios no servirían jamás a Luz del Día: mejor para mí, peor para ella —concluye Tartufo cínicamente.

XIII. La moral de Tartufo

«El otro instrumento capital de Tartufo es la “familia” —dice él mismo —Por familia, entiendo los niños, las mujeres, los criados, los dependientes, los parientes y hasta los amigos familiares de una casa, conquistados y empleados como instrumentos de acción contra sus mismos padres o hermanos, cuando éstos son poderosos y hay algo que sacar de ellos. La invención de este medio, debo confesarlo, no es mía: es de un “alter ego”; pero como no tiene patente de privilegio, yo he creído poder apropiármelo sin faltar a la amistad ni a la ley de los nuestros, por decirlo así. Es la revolución en miniatura, un 89, un cataclismo social en un vaso de agua. Pero no hay poder político, no hay capacidad, no hay prestigio ni grandeza que resista a la reacción que tiene por instrumentos a los que son parte de un mismo ser, carne de su carne, alma de su alma; a los que llevan su nombre y son solidarios de su destino. En política, en guerra, en negocios de todo orden, jamás este medio ha dejado de darme el resultado que buscaba, es decir, la caída del padre de familia, comprendiendo en esta palabra el jefe o cabeza de todo establecimiento público o privado, de todo cuerpo, de toda sociedad. Conviene no olvidar que, antes que el pariente, la pieza importante de la familia es el criado o doméstico, especie de paria agregado a ella por fuerza, y enemigo natural, legítimo y merecido de sus amos. Antes era “esclavo”, después fue “siervo”, hoy es “sirviente”, que es peor todavía, pues es un esclavo hecho por su propia voluntad de esclavizarse. Y como esta esclavitud es a término el sirviente es un esclavo, que cambia de amos, o enemigos o patrones, cada día. Es el aliado natural de todos los enemigos de la casa, y no hay casa que resista a un enemigo tan íntimo; es un pólipo. Nadie ha explotado la industria o estado de sirviente como Gil Blas; era su oficio favorito en España. Le debe lo que es; ha hecho de él un arte, una ciencia. Mientras haya sirvientes, habría Gil Blases.

«Al orden de la “familia”, como instrumento de acción contra ella misma, pertenecen las logias y las escuelas o colegios —prosigue Tartufo.

»Las logias son instrumentos de libertad en países esclavos, pero en países libres, cuando no son máquinas de opresión, son meras sociedades cooperativas, compañías de asistencia mutua, de abjuración recíproca de toda opinión propia. Son verdaderas máquinas de opinión facticia, fábricas o talleres de justicia convencional, manufacturas de verdad hechiza o contrahecha, laboratorios de atmósfera moral, para dar vida a seres, a ideas, a cosas condenadas a morir, o a no nacer en su atmósfera natural verdadera. ¡Qué de coroneles, qué de generales, qué de presidentes y de grandes personajes conozco, que no serían sino vil multitud, sin la palanca de la logia, que los levantó de su normal oscuridad! Ella es en Sudamérica, para ganar la fortuna sin trabajo ni capacidad, lo que es en Inglaterra la asociación comercial para ganarla por la industria y el trabajo. En Inglaterra es la asociación de las fuerzas del trabajo y del capital, lo que es aquí una asociación de las habilidades del ocioso y de las cobardías, del nulo, para asegurarse la adquisición de un medio de vivir y gozar.»

XIV. El mismo asunto

«La escuela, el colegio, como medios de propaganda y de proselitismo pueden ser muy útiles; pero yo los tomo de otro modo más práctico y más útil todavía —dice Tartufo—. El niño es el ideal del espión, porque es inconsciente de su espionaje pueril, pero eficaz. Es un espejo, en que el observador sagaz ve hasta los secretos más insondables de una casa. Todo está en saberlo colocar e interrogar. Su testimonio es veraz y exacto como el de un espejo, porque tiene toda la inocencia del espejo, a cuya refracción no se escapan ni los defectos físicos de su madre y de sus hermanos. Es un suplente del confesonario. Secretos que por ningún oro se obtendrían de boca de un sirviente infiel, se recogen de balde de los labios verídicos de un niño, a precio de una muñeca, de una caja de pastillas, de un billete para ir a un teatro de títeres o cosa parecida.»

—Pero el secreto arrancado de ese modo a un niño, es un robo, es un crimen abominable, es el acto de un pícaro, que merece la cárcel —dice Luz del Día.

—Para Luz del Día —dice Tartufo—, eso puede ser así; pero no para los que vemos las cosas con otra luz. Los niños son llaves maestras de las puertas más secretas de un hogar, de las cómodas y baúles, de los armarios, hasta de las carteras, hasta de las cartas para quien posee el arte de manejarlos, como Basilio, por ejemplo, que se eximió en ello. A eso debe la mitad de sus ganancias en la vida cabalística y romanesca que lleva, bajo toda la prosa de su exterior vulgar. Pero el niño es una llave maestra, que tiene esta ventaja: lejos de hacerse sospechoso al poseedor, lo recomienda a la confianza sobre todo de la madre, cuyo corazón no tiene pliegue reservado para su niño, que, por decirlo así, habita dentro de él. Esto ha hecho que Basilio abuse un poco de su oficio de comeniños, llevando la mano más allá del niño en la santidad del hogar ajeno... Es que uno puede atraer y tener entre sus manos al niño en nombre de un santo objeto, la educación, la instrucción.

—Pero ¿Tartufo tiene escuela de niños? —le pregunta Luz del Día.

—¡No faltaría más sino que yo vendiese mi tiempo y mi paciencia por treinta pesos al mes, el salario del último sirviente! Yo me ocupo de la educación, para lo que es exaltar y ponderar sus ventajas, porque eso produce buen efecto y da opinión. Yo me ocupo de hablar y de escribir de educación, pero no de educar yo mismo; de enseñar a educar sin educar. De dirigir, de administrar, de gobernar la educación; pero no de darla, porque esto es oficio humilde, subalterno, y sobre todo, para darla es preciso haberla recibido. En una palabra: yo predico y hago sermones y conferencias sobre la educación, y esto me basta para ganar la confianza de los padres de familia y pasar por amigo del progreso, que es todo lo que yo quiero.

Mientras Tartufo ha conversado todo lo que precede, no ha cesado de comer con un ardor gastronómico, que parecía transmitirse a su palabra misma lejos de embarazarla, acostumbrado como está a frecuentar las mesas ajenas y a pagar su comida en discursos.

En esto, el criado de librea anuncia al señor Tartufo que en su salón le esperan numerosas visitas respetables.

—Brillante ocasión —dice Tartufo a Luz del Día— para que usted conozca y observe los principales personajes de esta sociedad. ¿Vamos al salón?

—No —dice Luz del Día—; aceptaré para otra vez la continuación de nuestra conversación interrumpida. Por ahora voy a mi hotel a concluir mi instalación.

—Sin olvidar —dice Tartufo— que aquí tiene Luz del Día, no diré su dormitorio, pero sí su comedor, su gabinete de estudio y su salón de sociedad, tan suyos como lo son míos propios.