Obras políticas - Juan Bautista Alberdi - E-Book

Obras políticas E-Book

Juan Bautista Alberdi

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Beschreibung

Las Obras políticas de Juan Bautista Alberdi se centran en limitar y controlar al poder. Creyendo que «un país libre no puede decir que ejerce su libertad, sino cuando conserva y retiene en sus manos el gobierno de su gobierno», Juan Bautista Alberdi diseñó un orden político donde el poder ejecutivo solo estaría en manos de la ley y la Constitución. El presidente no haría por sí solo la ley, ni intervendría en el poder judicial, ni en la administración municipal. Entre los escritos políticos de Alberdi también cabe señalar su crítica al estatismo de la herencia colonial, gran barrera, en su opinión, al progreso de Latinoamérica. Así, en Por qué el autor dejó sus país, uno de los ensayos que conforman esta antología, Alberdi explica por qué abandonó Argentina: «Yo salí de Buenos Aires por odio a su gobierno, cuando su gobierno era el de Rosas. Odiar a ese gobierno significaba entonces amar a Buenos Aires. En todo tiempo el odio a la mala política ha significado amor al país, que era víctima de ella. Belgrano y Rivadavia probaron su amor al país odiando al gobierno que había sido el de su país mismo hasta 1810.» Alberdi nos pone en los límites de la soberanía individual, y el deber patriótico. Toca un tema que tuvo después enorme relevancia en la historia de Latinoamérica: la confusión entre el patriotismo y el poder de los tiranos.

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Juan bautista Alberdi

Obras políticas Edición de Oscar Terán

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Obras políticas

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-1126-792-2.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-464-8.

ISBN ebook: 978-84-9007-372-8.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 11

La vida 11

Política y sociedad en Argentina 13

Prefacio al fragmento preliminar al estudio del derecho 13

II 22

III 49

IV 58

La República Argentina, treinta y siete años después de su Revolución de mayo 65

Palabras de un ausente en que explica a sus amigos del Plata los motivos de su alejamiento 95

La ausencia y libertad 95

Patriotas para quienes el patriotismo de otro es crimen de lesa patria 99

Caso en que la ausencia es patriotismo 101

Por qué el autor dejó su país 103

La libertad de su país ha ocupado la ausencia del autor 105

La alianza y la guerra 109

La traición 111

La traición según los caudillos y según los patriotas 113

El honor nacional 117

El crimen de la guerra no excluye la gloria del soldado 123

Civilización y barbarie 125

El patriotismo y no el crimen es el obstáculo de los caudillos 129

Barbarie letrada 131

Lo que era Facundo Quiroga 133

La candidatura oficial es una revolución 137

Influjo de la biografía en el biógrafo 139

El Facundo traducido en gobierno 141

Errores históricos y económicos del autor del Facundo 143

En qué sentido las campañas argentinas representan la civilización del Plata 145

La civilización moderna es la seguridad 147

La inseguridad es la barbarie 151

Las instituciones copiadas al daguerrotipo 153

Hay casos en que oponerse al gobierno es atender la autoridad 155

Conclusión 159

Introducción y segunda parte de la República Argentina consolidada en 1880 con la ciudad de Buenos Aires por capital 163

Prefacio 163

Introducción 171

I 171

II. Continuación del mismo asunto 177

III. Continuación del mismo asunto 181

[...] Segunda parte 191

Capítulo único 191

II. La erección de la ciudad de Buenos Aires en capital de la Nación, le deja intacta y asegurada su importancia de Provincia 193

III. La pretendida causa de Buenos Aires, y sus pretendidos defensores, en las cuestiones pasadas 201

IV. La autonomía de Buenos Aires a lo Rosas, causa de atraso para todos los argentinos 203

V. La llamada autonomía de Buenos Aires, muy peligrosa como se entendió antes de ahora, puede ser combinada con los intereses de la Nación 206

VI. Revolución del 11 de septiembre. Causa (llamada) de Buenos Aires, que era de ruina para Buenos Aires, económicamente entendida 209

VII. Constitución provincial de Buenos Aires. Revolución del 11 de septiembre de 1852. Continuación del párrafo anterior 213

VIII. Constitución colonial de nuestro país, que ha sobrevivido de hecho a la Independencia 214

IX. La Buenos Aires del tiempo colonial 216

X. La moderna Buenos Aires. Nuevos destinos, nueva vida, nueva sociedad 218

XI. La nueva Buenos Aires. Continuación 221

XII. Moderna Buenos Aires. Objeciones y resistencias a ella 227

XIII. La omnipotencia del Estado provincial de Buenos Aires indiviso, era la ausencia de la libertad en los usos políticos de su sociedad 228

XIV. De cómo los monopolios de la Provincia-metrópoli han retenido el desarrollo del sur de la República 230

XV. Lo que gana la ciudad de Buenos Aires con separarse de la Provincia, para ser capital de la Nación 231

XVI. Lo que ganará la ciudad de Buenos Aires con ser capital de la Nación 235

XVII. Beneficios que deriva Buenos Aires de la consolidación de la República 237

XVIII. Preocupaciones y sofismas políticos que conviene disipar en servicio de la paz 241

XIX. La nueva Buenos Aires será la corona austral de la República Argentina 242

XX. Capital y Constitución para Buenos Aires 245

XXI. Capital de la Provincia de Buenos Aires 247

XXII. Nueva Constitución de Buenos Aires, según sus nuevos intereses 248

XXIII. La reinstalación de la ciudad de Buenos Aires en Capital de la Nación, hecha en 1880, es la primera revolución efectiva contra el régimen realista de este país 251

XXIV. La vida de Buenos Aires para el trabajo industrial, intelectual, no podrá ser la de París 254

XXV 255

XXVI. Sofismas de forma y de falta de oportunidad 258

XXVII. Pretextos de oposición y reacción 260

XXVIII. Buenos Aires austral, y la inmigración del norte de Europa. Garantías de progreso futuro 261

XXIX. Garantías de progreso del nuevo orden de cosas 263

XXX. Una situación crítica demanda una política extraordinaria 264

XXXI. Prensa que conviene al nuevo orden de cosas 265

XXXII. La prensa que conviene a la seguridad del nuevo orden de cosas 267

La omnipotencia del Estado es la negación de la libertad individual 273

1880 273

Libros a la carta 305

Brevísima presentación

La vida

Juan Bautista Alberdi (Tucumán, 1810-París, 1884). Argentina.

Era hijo de un comerciante español y de Josefa Aráoz, de la burguesía tucumana. Su familia apoyó la revolución republicana; Belgrano frecuentaba su casa y Juan Bautista lo consideró un gran militar y un padrino, dedicando numerosas páginas a defender su figura. Esta actitud lo hizo polemizar con Mitre, y ganarse la enemistad de Domingo Faustino Sarmiento.

Alberdi estudió en el Colegio de Ciencias Morales de Buenos Aires y abandonó los estudios en 1824. Por esa época, se interesó por la música. Poco después estudió derecho y en 1840 recibió su diploma de abogado en Montevideo.

Fue autodidacta. Rousseau, Bacon, Buffon, Montesquieu, Kant, Adam Smith, Hamilton y Donoso Cortés influyeron en él. En 1840 marchó a Europa. Volvió en 1843 y se asentó en Valparaíso (Chile) donde ejerció la abogacía. En otro de sus viajes a Europa como diplomático, pretendió evitar que las naciones europeas reconocieran a Buenos Aires como nación independiente y se entrevistó con el emperador Napoleón III, el Papa Pío IX y la reina Victoria de Inglaterra. Mitre y Sarmiento lo odiaron.

Alberdi vivió entonces fuera de Argentina y regresó en 1878, cuando fue nombrado diputado nacional. Había sido diplomático durante catorce años. Las cosas habían cambiado: Sarmiento envió a su secretario personal a recibirle y lo abrazó. Sin embargo, los mitristas impidieron que fuera otra vez nombrado diplomático, en esta ocasión en París. Murió en un suburbio de dicha ciudad el 19 de junio de 1884.

Política y sociedad en Argentina

Prefacio al fragmento preliminar al estudio del derecho1

Yo ensayaba una exposición elemental de nuestra legislación civil, conforme a un plan que el público ha visto enunciado en un prospecto, y no podía dar un solo paso sin sentir la necesidad de una concepción neta de la naturaleza filosófica del derecho, de los hechos morales que debían sostenerle, de su constitución positiva y científica. Me fue preciso interrumpir aquel primer estudio para entregarme enteramente a este último.

Abrí a Lerminier2 y sus ardientes páginas hicieron en mis ideas el mismo cambio que en las suyas había operado el libro de Savigny.3 Dejé de concebir el derecho como una colección de leyes escritas. Encontré que era nada menos que la ley moral del desarrollo armónico de los seres sociales; la constitución misma de la sociedad, el orden obligatorio en que se desenvuelven las individualidades que la constituyen. Concebí el derecho como un fenómeno vivo que era menester estudiar en la economía orgánica del Estado. De esta manera la ciencia del derecho, como la física, debía volverse experimental; y cobrar así un interés y una animación que no tenía en los textos escritos ni en las doctrinas abstractas. El derecho tomó entonces para mí un atractivo igual al de los fenómenos más picantes de la naturaleza.

Así es como el derecho quiere ser concebido por nosotros; así es como su estudio honra a la mejor cabeza. Así es como Savigny, esta grande celebridad contemporánea de la jurisprudencia alemana, lo hace comprender a su nación, y como el elocuente Lerminier lo enseña a la Francia. Así es sobre todo como su estudio, es una exigencia viva de toda sociedad.

Una vez concebido de este modo, queda todavía que estudiar la ley que sigue en su desarrollo, es decir, la teoría de la vida de un pueblo; lo que constituye la filosofía de la historia. Otra ciencia nueva que nos es desconocida, y cuya inteligencia nos es tanto más precisa, cuanto que su falta ha sido y es la fuente de los infinitos obstáculos que ha encontrado nuestro desarrollo político, desde la caída del antiguo régimen. Cuando esta ciencia haya llegado a sernos un poco familiar, nos hará ver que el derecho sigue un desenvolvimiento perfectamente armónico con el del sistema general de los otros elementos de la vida social; es decir, que el elemento jurídico de un pueblo, se desenvuelve en un paralelismo fatal con el elemento económico, religioso, artístico, filosófico de este pueblo; de suerte que cual fuere la altura de su estado económico, religioso, artístico y filosófico, tal será la altura de su estado jurídico. Así pues esta ciencia deberá decirnos, si el estado jurídico de una sociedad, en un momento dado, es fenomenal, efímero, o está en la naturaleza necesaria de las cosas, y es el resultado normal de las condiciones de existencia de ese momento dado. Porque es por no haber comprendido bien estas leyes, que nosotros hemos querido poner en presencia y armonía, un derecho tomado en la altura que no había podido soportar la Europa, y que la confederación de Norteamérica sostiene, merced a un concurso prodigioso de ocurrencias felices, con una población, una riqueza, una ilustración que acababan de nacer.4

Se trata pues de considerar el derecho de una manera nueva y fecunda: como un elemento vivo y continuamente progresivo de la vida social; y de estudiarle en el ejercicio mismo de esta vida social. Esto es verdaderamente conocer el derecho, conocer su genio, su misión, su rol. Es así como las leyes mismas nos mandan comprenderle, porque es el alma, la vida, el espíritu de las leyes. Saber pues leyes, no es saber derecho5 porque las leyes no son más que la imagen imperfecta y frecuentemente desleal del derecho que vive en la armonía viva del organismo social. Pero este estudio constituye la filosofía del derecho. La filosofía pues, es el primer elemento de la jurisprudencia, la más interesante mitad de la legislación: «ella constituye el espíritu de las leyes».6

Lo conoció Cicerón cuando escribió estas palabras bellas y profundas: Non e praetoris edicto, sed penitus ex intima philosophia hauriendam juris disciplinam.

Los que no ven como Cicerón, los que no ven en el derecho más que una colección de leyes escritas, no hacen caso de la filosofía. Para ellos, hasta es extranjera a la jurisprudencia. Lo ha dicho así terminantemente el editor español de la Instituta de Álvarez en una nota anónima de que hace responsable a este autor; y cuando para decirlo se ha premunido de la autoridad de Barbadiño, ha culminado a este sensato portugués. Barbadiño no ha dicho que la filosofía fuera extranjera a la jurisprudencia, ha dicho lo contrario; ha condenado filosóficamente la filosofía escolástica, y en esto se ha mostrado discípulo de Ramus, de Bacon, de Descartes, porque en efecto, nada hay de más antifilosófico que la filosofía escolástica.

Una de las consecuencias de la separación de la filosofía y la jurisprudencia, ha sido el error de considerar esta última rama, como una pura «ciencia práctica». A nuestro ver es el mayor absurdo que pueda cometerse. Jamás se nos llegará a persuadir, de que la jurisprudencia no sea otra cosa que un arte mecánica. Esto es contrario a las intenciones mismas de nuestras leyes que quieren ser atendidas en su espíritu más que en sus palabras.

Y el estudio de este espíritu de las leyes, no es distinto de la filosofía de las leyes. Porque saber el espíritu de las leyes, es saber lo que quieren las leyes; y para esto, es menester saber de dónde salieron, qué misión tienen, a qué conducen: cuestiones todas que constituyen la filosofía de las leyes. De suerte que, filosofar, en materia de leyes, es buscar el origen de las leyes, la razón de las leyes, la misión de las leyes, la constitución de las leyes: todo esto para conocer el espíritu de las leyes. Y como indagar el espíritu de las leyes, es estudiar y entender las leyes como quieren las leyes, se sigue que la filosofía del derecho, es una exigencia fundamental impuesta por nuestras leyes mismas.

Y en efecto, conocer la ley, dice muy bien la ley, no es solamente conocer sus palabras, sino su espíritu. Pero, ¿cuál es el espíritu de todas las leyes escritas de la tierra? La razón: ley de las leyes, ley suprema, divina, es traducida por todos los códigos del mundo. Una y eterna como el Sol, es móvil como él: siempre luminosa a nuestros ojos, pero su luz, siempre diversamente colorida. Estos colores diversos, estas fases distintas de una misma antorcha, son las codificaciones de los diferentes pueblos de la tierra: caen los códigos, pasan las leyes, para dar paso a los rayos nuevos de la eterna antorcha.

Conocer y aplicar la razón a los hechos morales ocurrentes, es pues conocer y aplicar las leyes, como quieren las leyes. Y como esto es también filosofar, la jurisprudencia y la filosofía no vienen a diferir, sino en que la filosofía es la ciencia de la razón en general, mientras que la jurisprudencia es solamente la ciencia de la razón jurídica. El jurisconsulto digno de este nombre, será pues aquel sujeto hábil y diestro en el conocimiento especulativo, y la aplicación práctica de la razón jurídica. De modo que el primer estudio del jurisconsulto, será siempre la incesante indagación de los principios racionales del derecho, y el ejercicio constante de su aplicación práctica. Tal es la primera necesidad científica de una cabeza racional: es decir la de razonar, filosofar. Así lo vemos en Cicerón, Leibniz, Grocio, Montesquieu, Vico. Por eso ha dicho Dupin: es necesario estudiar el derecho natural, y estudiarle antes de todo.7 Al paso que es la primera avidez de una cabeza estrecha, conocer la letra, el cuerpo, la materia de la ley. ¿Qué resultado tiene esta manera de estudiarla? La habitud estúpida de acudir, para la defensa de las cosas más obvias, más claras de sí mismas, a la eterna y estéril invocación servil, de un texto chocho, reflejo infiel y pálido de una faz efímera de la razón: la propiedad de abdicar sistemáticamente el sentido común, la razón ordinaria, el criterio general, para someterse a la autoridad antojadiza y decrépita de una palabra desvirtuada. Los discípulos de esta escuela consiguen razonar peor que todo el mundo: mejor que ellos discierne cualquiera lo justo de lo injusto. Para ellos la humanidad no tiene otros derechos legítimos que los que ha recibido de los reyes. En cuanto a nosotros, don Alonzo ha creado lo justo y lo injusto. Mis bienes son míos por don Alonzo, yo soy libre por don Alonzo; mi razón, mi voluntad, mis facultades todas las debo a don Alonzo. De modo que si don Alonzo hubiese querido, habría podido legítimamente privarme de mi propiedad, de mi libertad, de mis facultades, ¡y hasta de mi vida, y yo, y toda mi raza estaríamos hoy privados de la luz del Sol!

Nosotros no lo creíamos así, cuando en mayo de 1810, dimos el primer paso de una sabia jurisprudencia política: aplicamos a la cuestión de nuestra vida política; la ley de las leyes: esta ley que quiere ser aplicada con la misma decisión a nuestra vida civil, y a todos los elementos de nuestra sociedad, para completar una independencia fraccionaria hasta hoy. Nosotros hicimos lo que quiso don Alonzo; nos fuimos al espíritu de la ley. De modo que son aquéllos que proceden opuestamente los que calumnian al filósofo de la media edad, dándole un designio que no tuvo. Don Alonzo, como Paulo, como Celso, como Cicerón, como Grocio, como Montesquieu, dijo; que la ley sea, lo que quiera, lo que piense, lo que sienta la ley; Scire leges non hoc est, verba earum tenere: sed vim ac potestarem.8 Sea como fuere, de lo que digan, de lo que hablen las leyes: ellas no tienen ni pueden tener más que un solo deseo, un solo pensamiento: la razón.

Pero esta razón de las leyes, no es simple; no está al alcance de todo el mundo. Se halla formulada por la ciencia en un orden armónico al de las principales relaciones sociales, bajo cierto número de principios fundamentales, de verdades generales, que se llaman ordinariamente «reglas o axiomas de derecho». Como los géneros de relaciones que estos axiomas presiden, se modifican y alteran sin cesar bajo las impresiones del tiempo y del espacio, también los axiomas, quieren ser modificados, quieren ser construidos por un orden respectivo al nuevo sistema de relaciones ocurrentes. Bajo el continuo desarrollo social aparecen también géneros nuevos de relaciones cuya dirección quiere ser sometida a nuevas reglas, a nuevos axiomas. Y como esta movilidad es indefinida y progresiva, la necesidad de organizar axiomas nuevos de derecho, es de todos los tiempos. Es pues menester llenarla. Y los medios ¿dónde se hallarán? Con la antorcha de la filosofía en la mano, en el íntimo y profundo estudio de las necesidades racionales de nuestra condición natural y social: penitus ex intima philosophia.

De aquí la necesidad de un orden científico para las verdades de la jurisprudencia. Pero para que un cuerpo de conocimientos merezca el nombre de ciencia, es necesario que estos conocimientos formen un número considerable, que lleven nomenclatura técnica, que obedezcan a un orden sistematizado, que se pongan en método regular. Sin estas condiciones, que es menester llenar más o menos estrictamente, habrá una compilación cuando más, pero jamás una ciencia. De todas estas condiciones, la que más caracteriza a la ciencia, es la teoría, elemento explicativo de las causas, razones, y efectos de todos los hechos que la forman. Y como es esta triple operación lo que más especialmente constituye la filosofía, se ve que la ciencia no es otra cosa que la filosofía misma. ¿Qué se ha querido decir pues, cuando se ha definido la jurisprudencia como «una ciencia práctica»? ¿Qué es susceptible de aplicación? ¿Y qué ciencia no lo es igualmente? ¿Qué sin aplicación es inconducente? ¡Como si otro tanto no pudiera decirse de todas! La jurisprudencia es pues altamente científica y filosófica; el que la priva de estas prerrogativas, la priva de la luz; y de una ciencia de justicia y verdad, hace un arte de enredo y de chicana. Alte vero, et, ut oported, a capite, frater, repetis, quod quaerinus; et qui aliter jus civile tradunt, non tam justitiae, quam litigandi tradunt vias.9

Así pues, los que pensando que la práctica de interpretar las leyes, no sea sino como la práctica de hacer zapatos, se consagran a la jurisprudencia sin capacidad, sin vocación, deben saber que toman la actitud más triste que puede tenerse en el mundo.

El derecho quiere ser concebido por el talento, escrito por el talento, interpretado por el talento. No nos proponemos absolver el vicio, pero no tenemos embarazo en creer que hace más víctimas la inepcia, que la mala fe de abogados.

Que no se afanen pues en desdeñar el derecho los jóvenes que se reconocen fuertes; y lejos de merecer el desdén de los talentos de primer rango, el derecho quiere ser abrazado con tanta circunspección, tal vez, como la poesía.

Una rápida apreciación filosófica de los elementos constitutivos del derecho, conforme a las vistas precedentes, hace la materia del siguiente escrito. Si hacemos pasar el derecho al través del prisma del análisis, tendremos un espectro jurídico (si se nos pasa la expresión) compuesto de los tres elementos siguientes: 1.º el derecho en su naturaleza filosófica; 2.º el derecho en su constitución positiva; 3.º el derecho en su condición científica. De aquí las tres partes en que este trozo se divide:

Primera parte. Teoría del derecho natural.

Segunda parte. Teoría del derecho positivo.

Tercera parte. Teoría de la jurisprudencia.

II

Y desde luego, al concebir el derecho como un elemento constitutivo de la vida en la sociedad, que se desarrolla con esta, de una manera individual y propia, hemos debido comprender que la misma ley presidía al desarrollo de los otros elementos que la constituyen. De modo que el arte, la filosofía, la industria, no son, como el derecho, sino fases vivas de la sociedad, cuyo desarrollo se opera en una íntima subordinación a las condiciones del tiempo y del espacio. Así donde quiera que la vida social se manifiesta, se da a conocer por el cuadro de estos elementos: ellos la constituyen y sostienen. No se importan armas; por todas partes son indígenas, como el hombre; tienen su germen en la naturaleza de éste, o más bien, ellos la forman.

Pero sus manifestaciones, sus formas, sus modos de desarrollo, no son idénticos: ellos como el hombre, y el hombre como la naturaleza, son fecundos al infinito. La naturaleza no se plagia jamás y no hay dos cosas idénticas bajo el Sol. Es universal y eterna en sus principios, individual y efímera en sus formas o manifestaciones. Por todas partes, siempre la misma, y siempre diferente; siempre variable y siempre constante. Es pues necesario distinguir lo que hay en ella de esencialmente variable, y lo que hay de esencialmente invariable para no empeñarse en hacer invariable lo variable, y variable lo invariable. Cuando se ha conseguido distinguir con claridad estas cosas, el desarrollo social viene a ser obvio; porque ya no se toman las formas por los principios, ni los principios por las formas. Se comprende que los principios son humanos y no varían; que las formas son nacionales y varían. Se buscan y abrazan los principios, y se les hace tomar la forma más adecuada, más individual, más propia. Entonces se cesa de plagiar, se abdica lo imposible y se vuelve a lo natural, a lo propio, a lo oportuno. Tal es la edad de la verdadera emancipación, el verdadero principio del progreso. Tal es la edad que América Meridional parece querer tocar ya.

¿Pero qué importa esta distinción de la forma y el fondo de los hechos fundamentales de la sociedad humana? ¿Qué es penetrar la substancia, la naturaleza filosófica de estas cosas, al través de sus formas positivas y locales? Es tener una razón, y saber emplearla, es reflexionar, es filosofar. La filosofía pues, que es el uso libre de una razón formada, en el principio de toda nacionalidad, como de toda individualidad. Una nación no es una nación, sino por la conciencia profunda y reflexiva de los elementos que la constituyen. Recién entonces es civilizada; antes había sido instintiva, espontánea; marchaba sin conocerse, sin saber adónde, cómo, ni por qué. Un pueblo es civilizado únicamente cuando se basta a sí mismo, cuando posee la teoría y la fórmula de su vida, la ley de su desarrollo. Luego no es independiente, sino cuando es civilizado. Porque el instinto, siendo incapaz de presidir el desenvolvimiento social, tiene que interrogar su marcha a las luces de la inteligencia extraña, y lo que es peor aún, tomar las formas privativas de las naciones extranjeras, cuya impropiedad no ha sabido discernir.

Es pues ya tiempo de comenzar la conquista de una conciencia nacional, por la aplicación de nuestra razón naciente, a todas las fases de nuestra vida nacional. Que cuando, por este medio, hayamos arribado a la conciencia de lo que es nuestro, y deba quedar, y de lo que es exótico y deba proscribirse, entonces, sí que habremos dado un inmenso paso de emancipación y desarrollo; porque, no hay verdadera emancipación, mientras se está bajo el dominio del ejemplo extraño, bajo la autoridad de las formas exóticas. Y como la filosofía, es la negación de toda autoridad que no sea la de la razón, la filosofía es madre de toda emancipación, de toda libertad, de todo progreso social. Es preciso pues conquistar una filosofía, para llegar a una nacionalidad. Pero tener una filosofía, es tener una razón fuerte y libre; ensanchar la razón nacional, es crear la filosofía nacional, y por tanto, la emancipación nacional.

¿Qué nos deja percibir ya la luz naciente de nuestra inteligencia respecto de la estructura actual de nuestra sociedad? Que sus elementos, mal conocidos hasta hoy, no tienen una forma propia y adecuada. Que ya es tiempo de estudiar su naturaleza filosófica, y vestirles de formas originales y americanas. Que la industria, la filosofía, el arte, la política, la lengua, las costumbres, todos los elementos de civilización, conocidos una vez en su naturaleza absoluta, comiencen a tomar francamente la forma más propia que las condiciones del suelo y de la época les brindan. Depuremos nuestro espíritu de todo color postizo, de todo traje prestado, de toda parodia, de todo servilismo. Gobernémonos, pensemos, escribamos, y procedamos en todo, no a imitación de pueblo ninguno de la tierra, sea cual fuere su rango, sino exclusivamente como lo exige la combinación de las leyes generales del espíritu humano, con las individuales de nuestra condición nacional.

Es por no haber seguido estas vías, que nuestra patria ha perdido más sangre en sus ensayos constitucionales, que en toda la lucha de su emancipación. Si cuando esta gloriosa empresa hubo sido terminada, en vez de ir en busca de formas sociales, a las naciones que ninguna analogía tenían con la nuestra, hubiésemos abrazado con libertad, las que nuestra condición especial nos demandaba, hoy nos viera el mundo andar ufanos, una carrera tan dichosa como la de nuestros hermanos del Norte. No por otra razón son ellos felices, que por haber adoptado desde el principio instituciones propias a las circunstancias normales de un ser nacional. Al paso que nuestra historia constitucional, no es más que una continua serie de imitaciones forzadas, y nuestras instituciones, una eterna y violenta amalgama de cosas heterogéneas. El orden no ha podido ser estable, porque nada es estable, sino lo que descansa sobre fundamentos verdaderos y naturales. La guerra y la desolación han debido ser las consecuencias de una semejante lucha contra el imperio invencible del espacio y del tiempo.

El día que América Meridional cantó:

Oíd mortales, el grito sagrado:

¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!

Oíd el ruido de rotas cadenas,

Ved en trono a la noble igualdad.

Ese día comenzó un cambio, del que hasta hoy no ha tenido toda la conciencia. Un comentario pide este sublime grito con el que hemos llenado toda la tierra, para justificarle bajo todo aspecto.

La emancipación no es un hecho simple: es el complejo de todas las libertades, que son infinitas, y como las virtudes, solidarias y correlativas; por mejor decir, no hay más que una libertad —la de razón— con tantas fases como elementos tiene el espíritu humano. De modo que cuando todas estas libertades o fases de la libertad racional no existen a la vez, puede decirse que ninguna libertad racional, existe a la vez, puede decirse que ninguna libertad existe propiamente. Es pues menester desenvolver la razón, y desenvolverla en todo sentido, para completar el cuadro de nuestras libertades. Tener libertad política, y no tener libertad artística, filosófica, industrial, es tener libres los brazos, y la cabeza encadenada. Ser libre no es meramente obrar según la razón, sino también, pensar según la razón, creer según la razón, escribir según la razón, ver según la razón. Este elemento fundamental, substratum de todas las libertades, es lo que nos falta conquistar plenamente: la juventud no tiene otra misión.

Nuestros padres nos dieron independencia material: a nosotros nos toca la conquista de una forma de civilización propia, la conquista del genio americano. Dos cadenas nos ataban a la Europa: una material que tronó; otra inteligente que vive aún. Nuestros padres rompieron la una, por la espada: nosotros romperemos la otra por el pensamiento. Esta nueva conquista, deberá consumar nuestra emancipación. La espada pues en esta parte cumplió su misión. Nuestros padres llenaron la misión más gloriosa que un pueblo tiene que llenar en los días de su vida. Pasó la época homérica, la época heroica de nuestra revolución. El pensamiento es llamado a obrar hoy por el orden necesario de las cosas, si no se quiere hacer de la generación que asoma, el pleonasmo de la generación que pasa. Nos resta por conquistar, sin duda, pero no ya en sentido material. Pasó el reinado de la acción, entramos en el del pensamiento. Tendremos héroes, pero saldrán del seno de la filosofía. Una sien de la patria lleva ya los laureles de la guerra; la otra sien pide ahora los laureles del genio. La inteligencia americana quiere también su Bolívar, su San Martín. La filosofía americana, la política americana, el arte americano, la sociabilidad americana son otros tantos mundos que tenemos por conquistar.

Pero esta conquista inteligente quiere ser operada, con tanta audacia, como nuestros padres persiguieron la emancipación política. Porque es notable que en las cosas del pensamiento, fueron ellos tan tímidos y rutineros, como habían sido denodados en las cosas materiales. Este fenómeno no es nuevo, ni es incompatible con la naturaleza anómala del hombre. Boileau saluda la victoria de Descartes sobre la filosofía de Aristóteles, y sucede a este en el despotismo artístico. Voltaire pulveriza las teorías religiosas y políticas del siglo precedente, y profesa una veneración religiosa por sus formas de estilo: consagra su imperial pluma a la causa de la libertad religiosa y socialista, y nada hace por la libertad del arte. Nuestros padres derriban una sociedad que cuenta siglos, y no se atreven a quebrantar un precepto de Horacio y de Boileau.

Hemos tocado consideraciones fecundas que los intereses de la emancipación americana, quieren ver amplificadas vastamente: contraigámonos a la faz política.

Cuando la voluntad de un pueblo, rompe las cadenas que la aprisionan, no es libre todavía. No es bastante tener brazos y pies para conducirse: se necesitan ojos. La libertad no reside en la sola voluntad, sino también en la inteligencia, en la moralidad, en la religiosidad, y en la materialidad. Tenemos ya una voluntad propia; nos falta una inteligencia propia. Un pueblo ignorante, no es libre porque no puede; un pueblo ilustrado no es libre porque no quiere. La inteligencia es la fuente de la libertad; la inteligencia emancipa los pueblos y los hombres. Inteligencia y libertad son cosas correlativas; o más bien, la libertad es la inteligencia misma. Los pueblos ciegos no son pueblos, porque no es pueblo todo montón de hombres, como no es ciudadano de una nación, todo individuo de su seno. La ley civil que emancipa la mayoridad, no es arbitraria; es una ley natural sancionada por la sociedad. Es la naturaleza, no la sociedad, quien la emancipa proveyéndola de toda la fuerza de voluntad, de actividad, y de inteligencia para ser libre. La filosofía debe absolver esta teoría practicada instintivamente por el buen sentido legislativo de todos los pueblos. En todas las edades, la humanidad no ha visto culpabilidad, donde faltaba la razón.

La soberanía pues, pertenece a la inteligencia. El pueblo es soberano cuando es inteligente. De modo que el progreso representativo es paralelo al progreso inteligente. De modo que la forma de gobierno es una cosa normal, un resultado fatal de la respectiva situación moral e intelectual de un pueblo; y nada tiene de arbitraria y discrecional; puesto que no está en que un pueblo diga —quiero ser república— sino que es menester que sea capaz de serlo.10 Hay en la vida de los pueblos, edad teocrática, edad feudal, edad despótica, edad monárquica, edad aristocrática, y por fin, edad democrática. Esta filiación es normal, indestructible, superior a las voluntades y a los caprichos de los pueblos. Y no es otra cosa que la marcha progresiva del poder legislativo, del poder soberano, del poder inteligente, que principia por un individuo, y pasa sucesivamente a varios, a muchos, a una corta minoría, a una minoría mayor, a la mayoría, a la universalidad. Así un pueblo no ha venido a ser rey sino después de haber sido sucesivamente vasallo, cliente, plebeyo, pupilo, menor, etc. La democracia es pues, como lo ha dicho Chateaubriand, la condición futura de la humanidad y del pueblo. Pero adviértase que es la futura, y que el modo de que no sea futura, ni presente, es empeñarse en que sea presente, porque el medio más cabal de alejar un resultado, es acelerar su arribo con imprudente instancia.11 Difundir la civilización, es acelerar la democracia: aprender a pensar, a adquirir, a producir, es reclutarse para la democracia. La idea engendra la libertad, la espada la realiza. La espada de Napoleón, de Washington, de Bolívar, es hija de la pluma de Montesquieu, de Descartes, de Rousseau. Un rey que va a la escuela coronado, es ridículo. Un pueblo que estando en la cartilla, pretende darse códigos, es más ridículo aún.

Si pues queremos ser libres, seamos antes dignos de serlo. La libertad no brota de un sablazo. Es el parto lento de la civilización. La libertad no es la conquista de un día: es uno de los fines de la humanidad, fin que jamás obtendrá sino relativamente; porque cuando se habla de libertad, como de todo elemento humano, se habla de más o de menos. Porque la libertad jamás falta a un pueblo de una manera absoluta, y si le faltase absolutamente, perecería, porque la libertad es la vida. No se ha de confundir pues lo poco con la nada. De que un pueblo no sea absolutamente libre, no se ha de concurrir que es absolutamente esclavo. Por lo mismo la libertad, no es impaciente. Es paciente, porque es inmortal. Es sufrida, porque es invencible. Las cosquillas y las susceptibilidades extremadas contrastan ridículamente con su indestructibilidad.

Existe pues un paralelismo fatal entre la libertad y la civilización, o más bien, hay un equilibrio indestructible entre todos los elementos de la civilización, y cuando no marchan todos, no marcha ninguno. El pueblo que quiera ser libre, ha de ser industrial, artista, filósofo, creyente, moral. Suprímase uno de estos elementos, se vuelve a la barbarie. Suprímase la religión, se mutila al hombre. La religión es el fundamento más poderoso del desenvolvimiento humano. La religión es el complemento del hombre. La religión es la escarapela distintiva de la humanidad; es una aureola divina que corona su frente y la proclama soberana de la tierra.

Réstanos pues una grande mitad de nuestra emancipación, pero la mitad lenta, inmensa, costosa; la emancipación íntima, que viene del desarrollo inteligente. No nos alucinemos, no la consumaremos nosotros. Debemos sembrar para nuestros nietos. Seamos laboriosos con desinterés; leguemos para que nos bendigan. Digamos con Saint Simon; La edad de oro de la República Argentina no ha pasado; está adelante; está en la perfección del orden social. Nuestros padres no la han visto; nuestros hijos la alcanzarán un día; a nosotros nos toca abrir la ruta. Alborea en el fondo de la Confederación Argentina, esto es, en la idea de una soberanía nacional, que reúna las soberanías provinciales, sin absorberlas, en la unidad panteísta, que ha sido rechazada por las ideas y las bayonetas argentinas.

Tal es pues nuestra misión presente, el estudio y el desarrollo pacífico del espíritu americano, bajo la forma más adecuada y propia. Nosotros hemos debido suponer en la persona grande y poderosa que preside nuestros destinos públicos, una fuerte intuición de estas verdades, a la vista de su profundo instinto antipático, contra las teorías exóticas. Desnudo de las preocupaciones de una ciencia estrecha que no cultivó, es advertido desde luego por su razón espontánea, de no sé qué de impotente, de ineficaz, de inconducente que existía en los medios de gobierno practicados precedentemente en nuestro país; que estos medios importados y desnudos de toda originalidad nacional, no podían tener aplicación en una sociedad cuyas condiciones normales de existencia diferían totalmente de aquellas a que debían su origen exótico; que por tanto, un sistema propio nos era indispensable. Esta exigencia nos había sido ya advertida por eminentes publicistas extranjeros. Debieron estas consideraciones inducirle en nuevos ensayos, cuya apreciación, es, sin disputa, una prerrogativa de la historia, y de ningún modo nuestra, porque no han recibido todavía todo el desarrollo a que están destinados, y que sería menester para hacer una justa apreciación. Entretanto, podemos decir que esta concepción no es otra cosa, que el sentimiento de la verdad profundamente histórica y filosófica, que el derecho se desarrolla bajo el influjo del tiempo y del espacio. Bien pues; lo que el gran magistrado ha ensayado de practicar en la política, es llamada la juventud a ensayar en el arte, en la filosofía, en la industria, en la sociabilidad; es decir, es llamada la juventud a investigar la ley y la forma nacional del desarrollo de estos elementos de nuestra vida americana, sin plagio, sin limitación, y únicamente en el íntimo y profundo estudio de nuestros hombres, y de nuestras cosas.

La crítica podrá encontrar absurdas y débiles las consideraciones que preceden y que vienen, pero nada oficial, nada venal, nada egoísta, descubrirá en ellas.12 Es la filosofía, la reflexión libre y neutral aplicada al examen de nuestro orden de cosas, porque es ya tiempo de que la filosofía mueva sus labios. Es ya tiempo de que la nueva generación llamada por el orden regular de los sucesos a pronunciar un fallo, sin ser ingrata por los servicios que debe a sus predecesores, rompa altivamente, toda solidaridad con sus faltas y extravíos. Que una gratitud mal entendida no la pierda; que lo pasado cargue con su responsabilidad. No más tutela doctrinaria que la inspección severa de nuestra historia próxima.

Hemos pedido pues a la filosofía una explicación del vigor gigantesco del poder actual: la hemos podido encontrar en su carácter altamente representativo. Y en efecto, todo poder que no es la expresión de un pueblo, cae: el pueblo es siempre más fuerte que todos los poderes, y cuando sostiene uno, es porque lo aprueba. La plenitud de un poder popular, es un síntoma irrecusable de su legitimidad. «La legitimidad del gobierno, está en ser —dice Lerminier. Ni en la historia, ni en el pueblo cabe la hipocresía; y la popularidad es el signo más irrecusable de la legitimidad de los gobiernos». El poder es pues inseparable de la sociedad; deja de ser poder desde que se separa de la sociedad, porque el poder no es sino una faz de la sociedad misma. Napoleón ha dicho: «Todo gobierno que no ha sido impuesto por el extranjero, es un gobierno nacional». Los gobiernos no son jamás pues, sino la obra y el fruto de las sociedades: reflejan el carácter del pueblo que los cría. Si llegan a degenerar, la menor revolución los derroca; si una revolución es imposible, el poder no es bastardo; es hijo legítimo del pueblo, no caerá. Nada pues más estúpido y bestial, que la doctrina del asesinato político. Es preciso no conocer absolutamente estas intimidades del gobierno con la sociedad, es preciso considerarle un hecho aislado y solo, para pensar que los destinos de un gran pueblo, puedan residir jamás en la punta de un puñal; brutal recurso que Dios ha condenado dotándole de la más completa esterilidad. La libertad es divina, y se consigue a precio de la virtud, no del crimen. Tiene su fuente, como todas las riquezas humanas, en el trabajo. «La libertad es el pan que los pueblos deben ganar con el sudor de su rostro.»13

Así, pretender mejorar los gobiernos, derrocándolos, es pretender mejorar el fruto de un árbol, cortándole. Dará nuevo fruto, pero siempre malo, porque habrá existido la misma savia: abonar la tierra y regar el árbol, será el único medio de mejorar el fruto.

¿A qué conduciría una revolución de poder entre nosotros? ¿Dónde están las ideas nuevas que habría que realizar? Que se practiquen cien cambios materiales; las cosas no quedarán de otro modo que como están; o no valdrá la mejoría la pena de ser buscada por una revolución. Porque las revoluciones materiales, suprimen el tiempo, copan los años, y quieren ver de un golpe, lo que no puede ser desenvuelto sino a favor del tiempo. Toda revolución material quiere ser fecundada, y cuando no es la realización de una mudanza moral que la ha precedido, abunda en sangre y esterilidad, en vez de vida y progreso. Pero la mudanza, la preparación de los espíritus, no se opera en un día. ¿Hemos examinado la situación de los nuestros? Una anarquía y ausencia de creencias filosóficas, literarias, morales, industriales, sociales los dividen. ¿Es peculiar de nosotros el achaque? En parte; en el resto es común a toda la Europa, y resulta de la situación moral de la humanidad en el presente siglo. Nosotros vivimos en medio de dos revoluciones inacabadas. Una nacional y política que cuenta veintisiete años, otra humana y social que principia donde muere la edad media, y cuenta trescientos años. No se acabarán jamás, y todos los esfuerzos materiales no harán más que alejar su término, si no acudimos al remedio verdadero: la creación de una fe común de civilización. Pero esta operación que no está comenzada, no es operación de un día; por tanto, tengamos un poco de paciencia.

Se persuaden los pueblos que no tienen más enemigos que los gobiernos: que una era nueva de paz, de libertad, de abundancia ha de seguir a su ruina. No una vez sola; cien veces han sido derrocados nuestros poderes públicos. ¿Se ha avanzado alguna cosa? Es porque el germen del mal reside en el seno mismo de la sociedad; es preciso extirparlo despacio, y depositar uno nuevo y fecundo que prepare cambios verdaderamente útiles y grandes. A veces los gobiernos comienzan de buena fe: les es imposible satisfacer esta ansiedad indefinida que ocupa el corazón de los pueblos, esta esperanza vaga y brillante que están viendo siempre realizarse a dos pasos, y se disgustan los pueblos; se irritan también los gobiernos, y concluyen por hacerse enemigos. De aquí el flujo por nuevos hombres, nuevas instituciones, nuevos sistemas, nuevos trastornos. Se mudan los hombres, las instituciones, las cosas; ¿mejoran los ánimos? Por un día, y luego, sigue el tedio, la desesperación, el abatimiento. ¿Por qué? Porque la revolución íntima, moral, es la que falta y debe anteceder.14

Nosotros disentimos pues abiertamente de esos espíritus microscópicos, que, fatigados de vivir en la situación en que nos hallamos, no encuentran otro medio de salida que las revoluciones materiales. Nosotros encontramos más cruel el remedio que la enfermedad. Nuestra quietud intestina, a menos que no sea mortífera, será siempre más respetada que nuestras revoluciones superficiales y raquíticas. Porque en el estado en que nos encontramos, una revolución no puede tener por resultado sino la desmoralización, la pobreza, el atraso general, y por corolario de todas estas ganancias, la risa de los pueblos cultos. ¿Queremos también ser la materia de las ironías amargas de la Europa, como México ha conseguido serlo? Es menester no dudarlo —dice la Revista de Ambos Mundos—, después de haber trazado una amarga parodia de las revoluciones intestinas de los mexicanos, el país agitado sin cesar, por revoluciones tan funestas como ridículas, es imposible que los hombres bien intencionados, si los hay en la República, puedan operar las reformas saludables, preparar las medidas que reclama el interés general, y que las instituciones tengan el tiempo de afirmarse y consolidarse. Pero, preguntamos nosotros, ¿qué ventajas pueden resultar para un país, de revoluciones emprendidas por un pequeño número de facciosos con la sola mira de satisfacer una ambición personal, y un vil egoísmo? Por fortuna, nosotros estamos libres de reproches semejantes. Ya nuestros poderes no serán derrocados por ejércitos de veinte hombres; porque son la obra de una mayoría irrecusable y fuerte, son la expresión de la nación, cuyo buen sentido admirable, ha acabado de comprender, después de los más amargos desengaños, de las más crueles defecciones, que de los trastornos materiales, no depende el bienestar que busca. Demasiadas veces burlada ya por las promesas falaces de espíritus egoístas, ahora, cuando un sedicioso brinda a la revolución con las divisas hipócritas de «libertad, garantías, constitución», no le cree, y le desdeña con razón, porque sabe que estas palabras solo disfrazan tendencias egoístas. Ya el pueblo no quiere lisonjas, ya no se deja engañar, ha dejado de ser zonzo. Él conoce bien a sus verdaderos servidores y los respeta en silencio. Puede no estar contento, puede tener deseos, esperanzas, pero todo esto ya no lo mueve a una revolución material, porque la experiencia le ha enseñado muchas veces, que en las revoluciones materiales, en vez de su felicidad, solo reside su desmoralización, su retroceso, su oprobio.15 Sabe que el peor orden, es preferible a toda revolución incompleta, porque el peor orden, da siempre lugar al desarrollo espontáneo y fatal de la civilización. Se entrega al trabajo, al estudio, y espera en el tiempo.

Sin duda es admirable esta resignación, y por más que se diga, ella atesta un progreso de nuestra patria, sobre las otras repúblicas del Sur. Se nos ha querido pintar como envilecidos. Algunos espíritus petulantes, llenos de una pueril impaciencia, han confundido esta paciencia magnánima con el servilismo. En nuestras cabezas no ha podido caber la idea de que el pueblo argentino sea un canalla. El pueblo no les ha hecho caso, y ha seguido su camino. Tiene bastante buen sentido, demasiada modestia, para conocer que todavía no es hora de agitarse por un sistema de cosas, de que no se reconoce acreedor, porque no está preparado aún para recibirle. Satisfecho con la conquista de su emancipación externa, ha depositado la soberanía conquistada, en las manos de los hombres que ha reputado dignos. Él espera que no abusarán de esta inmensa nobleza. En este depósito ha tenido primero en vista, la buena fe, la integridad de los depositarios, que las formas y exterioridades constitucionales. Y no se ha asustado luego de este proceder, porque sabe que poca garantía añaden por ahora, las formas, a unos derechos esencialmente sagrados, que viven en la conciencia de la nación a quien pertenecen, y de los mandatarios que los ejercen; porque el derecho y la libertad, como fases de la vida nacional, tienen un desarrollo fatal que se opera espontáneamente a la par de todos los elementos sociales, y a pesar de todos los obstáculos del mundo.

La crítica pues, no debe confundir todo movimiento reaccionario, con el movimiento retrógrado. La reacción, queda dicho, es una ley tan esencial al desenvolvimiento del mundo moral, como al desenvolvimiento del mundo físico. La acción progresiva del siglo XVIII se habría vuelto funesta si no hubiese sido templada por la reacción moderadora del siglo XIX. No llamemos pues retrógrado a todo lo reaccionario que hoy vemos practicarse entre nosotros, sobre la impulsión necesariamente extremada de nuestra revolución patriótica. Era esta una vital exigencia del siglo XIX que la Francia y la Europa regeneradas habían satisfecho ya, y que en nuestros días vemos recién llenarse entre nosotros. Porque hay, en nuestros destinos con los de la Europa, más solidaridad que la que pensamos. Nada es parcial hoy, nada es aislado en el sistema general de los negocios humanos. La unidad del género humano es cada día más sensible, cada día más íntima. La prensa, el comercio, la guerra, la paz y hasta el océano, que parece alejar los pueblos, y que en realidad los aproxima, son otros tantos vehículos que la robustecen de más en más. El Atlántico es un agente de civilización, y los pasos de la libertad europea, son otros tantos pasos de la libertad americana. Así, hemos visto propagarse en el mundo las ideas progresivas de la Francia, y al fenecer el siglo pasado y comenzar el nuestro, cien revoluciones estallar casi a un tiempo y cien pueblos nuevos ver la luz del mundo. Todo el continente occidental, la Francia, la Rusia, la Inglaterra, la España, la Italia, el Oriente, todo se conmueve y regenera bajo la influencia de las ideas de un solo pueblo. El Contrato social es a la vez el catecismo de Jefferson, Adams, Franklin, La Fayette, de Aranda, de Florida Blanca, de Pombal, de Mirabeau, de Pasos, de Moreno. Así, toda esta juventud de repúblicas que pueblan la América de extremo a extremo, es tan hija legítima de las ideas del siglo XVIII, como lo es la Revolución Francesa y todos los bellos síntomas progresivos que hoy agitan el mundo. Así pretender el retroceso del espíritu humano, es pretender arrollar el tiempo desenvuelto. Pero el tiempo ¿qué es, sino los acontecimientos, las instituciones, los hechos, las cosas? Si es posible volver a la nada, volver a su primitiva condición colonial a la América entera, volver la actual monarquía representativa de la Francia al monarquismo puro y resignar la Europa entera al absolutismo real, este sería el solo medio de concluir con los resultados del siglo XVIII.

Sin embargo, el siglo XVIII ha tenido y debido tener excesos; y es la moderación de estos excesos, así como la continuación de sus principios de emancipación, lo que forma hasta hoy la doble misión del siglo XIX.

¿En qué consisten los excesos del siglo pasado? En haber comprendido el pensamiento puro, la idea primitiva del cristianismo y el sentimiento religioso, bajo los ataques contra la forma católica. En haber proclamado el dogma de la voluntad pura del pueblo, sin restricción ni límite. En haber difundido la doctrina del materialismo puro de la naturaleza humana. Una reacción, nivelatriz, de que saliese el equilibrio moral de la sociedad, es lo que ha ocupado a la Europa desde el principio de nuestro siglo, y de lo que algún día debíamos ocuparnos nosotros que la necesitamos como la Europa; porque se ha de saber que es en Suramérica donde las ideas extremadas del siglo XVIII han tenido y continúan teniendo una realización más completa. Todavía una gran parte de nuestra juventud tiene a menos creer en las verdades del Evangelio. Todavía se devoran los libros de Helvecio y Holbach. Todavía se aprende política por El Contrato social