El crimen de la peregrina - Pablo Muñoz - E-Book

El crimen de la peregrina E-Book

Pablo Muñoz

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Denise Pikka Thiem, de 41 años, norteamericana y de origen asiático, necesitaba reinventarse, hacer un break en su vida. Una película de éxito, The Way (El Camino), la animó a hacerlo de la misma forma que su protagonista: recorriendo el Camino de Santiago. La mañana del 5 de abril de 2015, después de salir de Astorga (León), la peregrina desapareció sin dejar rastro. Esta es la historia de una apasionante investigación de la Policía —también de la solidaridad de muchas personas— en la que desde el primer minuto hubo un sospechoso claro, pero en la que parecía imposible encontrar pruebas que pudieran incriminarlo. Para complicar más las cosas, las presiones diplomáticas al más alto nivel se cruzaron en el trabajo incansable de los encargados del caso. 

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Seitenzahl: 447

Veröffentlichungsjahr: 2023

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PABLO MUÑOZ

Periodista de ABC desde 1990, Pablo Muñoz (Madrid, 1965) ha sido, sucesivamente, redactor de Sucesos y jefe de Sección de Sociedad y Nacional. Está especializado en información de Interior, Terrorismo, Crimen Organizado y Sucesos. Diplomado en Altos Estudios de la Defensa del Ceseden, es colaborador habitual de radio y televisión, en concreto en los programas La Tarde y La Linterna, de la Cadena Cope, y La Hora de La 1, de TVE, así como en numerosos reportajes de investigación. Ha sido condecorado con la medalla de plata al Mérito Social Penitenciario y la Cruz al Mérito Policial con distintivo blanco. Es coautor de los libros Palabra de Vor. Las mafias rusas en España, galardonado con el Premio Rodolfo Walsh de la Semana Negra de Gijón, y de Cómo luché contra ETA. De los años de plomo al caso Faisán. Ha sido, además, Premio de la Fundación Policía en la modalidad de periodismo escrito. Fue profesor del máster de Periodismo de ABC y en cursos de las universidades de verano de la Rey Juan Carlos y la Menéndez Pelayo además de ponente en congresos y otros eventos.

 

Contraportada

Denise Pikka Thiem, de 41 años, norteamericana y de origen asiático, necesitaba reinventarse, hacer un break en su vida. Una película de éxito, The Way (El Camino), la animó a hacerlo de la misma forma que su protagonista: recorriendo el Camino de Santiago. La mañana del 5 de abril de 2015, después de salir de Astorga (León), la peregrina desapareció sin dejar rastro. Esta es la historia de una apasionante investigación de la Policía —también de la solidaridad de muchas personas— en la que desde el primer minuto hubo un sospechoso claro, pero en la que parecía imposible encontrar pruebas que pudieran incriminarlo. Para complicar más las cosas, las presiones diplomáticas al más alto nivel se cruzaron en el trabajo incansable de los encargados del caso.

 

 

Primera edición: mayo del 2023

Para Josep Forment, siempre con nosotros

© Pablo Muñoz, 2023

© de la presente edición, 2023, Editorial Alrevés, S.L.

Directora de la colección: Marta Robles

Diseño de la colección: Ernest Mateu

Editorial Alrevés, S.L.

Carrer de València, 241 4rt - 08007 Barcelona

www.alreveseditorial.com

ISBN: 978-84-19615-23-7

Código IBIC: BTC

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

A Camino; a Ana, Blanca y Camino,que me hacen feliz cada día

A Mari Carmen, Paloma y María… A los que ya no están,pero siguen vivos en nuestros recuerdos

− . −

− Índice −

Prólogo

1.    «Nos vamos a ver más veces»

2.    The Way

3.    Desaparecida

4.    Sin noticias de Denise

5.    «¿Cuándo viene la caballería?»

6.    «Soy muy cabezota»

7.    «Un mentiroso compulsivo»

8.    «Hay que mirar la pasta»

9.    Dos «inspectoras» se suman al caso

10.  El amigo americano

11.  «Usted lleva la investigación»

12.  La pista del dinero

13.  «Te voy a llevar donde está la chica»

14.  «Sí, la maté»

15.  «No os lo recomiendo»

16.  Unidos por Denise

Epílogo: Las cenizas de la memoria

− Prólogo −

DIARIO DE UNA INVESTIGACIÓN COMPLEJA

El caso de la desaparición de la peregrina Denise Pikka Thiem, en el Camino de Santiago, no pasó desapercibido desde el mismo momento en que se conoció. Tenía todos los ingredientes para acabar siendo especialmente atractivo tanto para los medios como para la audiencia; pero, además, estuvo a punto de convertirse en un asunto de estado. No solo las extrañas circunstancias de la desaparición, sino, sobre todo, el empeño de los familiares de Denise en encontrarla, que los condujo hasta a escribir cartas a los presidentes de Estados Unidos y de España y a conseguir implicar al FBI en las indagaciones, derivaron en una investigación de película, para la que no se escatimó ningún medio.

Este libro que tienen en sus manos es el diario de esa complicada investigación, en la que la Policía española vivió una especial presión, pese a realizar un trabajo impecable y minucioso, por todas las dificultades que suponía estar en el centro de la actualidad y por esa necesidad de los políticos, que tanto se ha utilizado cinematográficamente, de darle un culpable a la opinión pública, máxime al tratarse de una ciudadana norteamericana.

Pablo Muñoz ofrece en la primera parte de su relato esa experiencia espiritual y reparadora del Camino de Santiago de la que disfrutó Denise, que contrasta con la segunda, donde se muestra el desasosiego y la obsesión que vivieron las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado responsables de las pesquisas, que finalmente lograron resolver un caso que podía haberse quedado para los anales del misterio.

Para desarrollar la trama, Pablo Muñoz, como riguroso periodista especializado en crónica negra que es, contactó con todos los protagonistas (la familia, los amigos que hizo en el camino la víctima, los investigadores), accedió al sumario y al vídeo de reconstrucción de los hechos y, apoyado en ese material, elaboró, con sumo cuidado y la supervisión de los involucrados, las conversaciones que se produjeron entre todos. El resultado es un libro donde el lector se puede poner en la piel de cada uno de ellos. También en la del culpable, cuyas declaraciones recoge Muñoz completas al final de esta historia, donde, por cierto, los familiares de Pikka empezaron desconfiando de la eficacia de la Policía española y acabaron agradeciéndole su enorme esfuerzo, sin el que jamás se hubiera desentrañado el crimen de la peregrina.

MARTA ROBLES

− . −

− CAPÍTULO 1 −

«NOS VAMOS A VER MÁS VECES»

«Como sigas así, nos vamos a ver más veces»… El reloj enfilaba ya la medianoche del 11 de septiembre de 2015 y a Miguel Ángel Muñoz, encerrado en un calabozo de la comisaría de Policía de Astorga (León), le atormentaba esa frase, que tuvo que escuchar un año antes en esas mismas dependencias policiales. A primeras horas de la tarde le habían puesto los grilletes en Grandas de Salime (Asturias) acusado del asesinato de la peregrina norteamericana Denise Thiem —uno de los casos más mediáticos de esos últimos meses— y por supuesto recordaba muy bien la fecha en la que tuvo que oír esa sentencia: 25 de septiembre de 2014. También, claro, quién se la había dicho, mirándolo fijamente a los ojos, justo cuando se le devolvían sus pertenencias tras pasar cerca de veinticuatro horas arrestado en el lugar donde estaba ahora. Era la inspectora Patricia, jefa del Grupo Operativo Local de la comisaría de la población, capital de la maragatería.

Entonces estaba detenido por el asalto a otra mujer, de nacionalidad alemana, en las inmediaciones de su finca de Castrillo de los Polvazares, a unos pocos kilómetros de Astorga. Había salido bien librado. La víctima no fue capaz de reconocer ni siquiera su voz, de modo que los indicios contra él, que los había, y bastante sólidos, no fueron suficientes para que el juez lo encerrara. Pero para Patricia, ni entonces ni ahora había dudas: este individuo era el autor de las dos agresiones, e incluso de una tercera, el de una joven china cometida meses antes de la de la chica alemana, exactamente el 28 de mayo. El ataque se produjo en la misma zona e igualmente quedó sin resolver.

Miguel Ángel Muñoz tenía muy mal recuerdo de ese primer encontronazo con la inspectora y el resto de los agentes de Astorga; era muy probable que en aquel episodio se sintiera cohibido ante ella, incluso acomplejado ante su fortaleza mental, su carácter fuerte, su baja tolerancia a que la intentaran engañar… Por supuesto, a un tipo como él, violento y con unos pronunciados rasgos machistas tan característicos de los agresores con su perfil, no le gustaba nada esa sensación de inferioridad. Le habían herido en su ego y eso acrecentaba su aversión hacia los policías de esas dependencias; de forma muy especial, hacia Patricia.

La verdad es que a la policía tampoco le agradaba Miguel Ángel. Le había calado desde el primer día que se cruzaron sus caminos y jamás estuvo dispuesta a darle respiro alguno. Sabía —quizá sea más exacto afirmar que intuía— que iba a reincidir en sus agresiones. Por eso, cuando quedó en libertad la primera vez por falta de pruebas le lanzó esa dura frase, mitad advertencia y mitad vaticinio. Ya entonces le pareció un psicópata, un tipo asocial, vengativo, y quizá por eso durante aquellos lejanos días de 2014 hizo un comentario a su marido, también policía pero destinado en la comisaría de León, que ese 11 de septiembre cobraba todo su sentido: «O se para con estos ataques, y no lo creo, o va a ir a más»…

La inspectora hacía tiempo que no trabajaba en un grupo especializado de la Policía —decidió enfocar su carrera hacia la lucha contra la delincuencia a pie de calle—, pero tenía experiencia en ellos, y no precisamente en uno cualquiera. Estuvo destinada antes en Barcelona, donde se ocupaba de asuntos de violencia de género, en la Unidad Central de Información Exterior (UCIE) de la Comisaría General de Información, especializada en la lucha contra el terrorismo yihadista, en la comisaría de Chamartín, en Madrid, como jefa del Grupo de Policía Judicial… Después de toda esta intensa actividad decidió pedir destino en comisarías provinciales y locales. Prestó servicio en la de Segovia, donde dirigió el Grupo de Extranjería, y desde allí llegó a Astorga, tras un brevísimo paso por Ponferrada, para mandar el Grupo Operativo Local, responsable de la lucha contra la criminalidad en esa población. Ya se sabe: estafas, robos, algún atraco, agresiones, malos tratos, delitos informáticos menores… En definitiva, el día a día de cualquier localidad de poco más de diez mil habitantes. Ahora se dedicaba a eso, es verdad, pero no por ello tenía menos experiencia o estaba menos preparada que cualquier compañero para afrontar casos de gran envergadura y complejidad. Y el de Denise Thiem, que la obsesionaba desde hacía seis meses, sin duda lo era.

Miguel Ángel Muñoz había entrado en la comisaría de Astorga por el garaje, a bordo de un coche camuflado de la Policía y custodiado por tres policías. Aún no era capaz de asimilar las consecuencias de lo que acababa de hacer: llevar a dos agentes al lugar donde había ocultado el cadáver de la peregrina norteamericana. El detenido, con camiseta azul de manga corta y un pantalón largo de montaña de color beis, estaba un punto nervioso. Descendió del vehículo policial esposado y cruzó la puerta que da acceso directo a la antesala de los calabozos. De inmediato, se lo llevó a una de las celdas.

Para un huésped tan «ilustre» la Policía había reservado la mayor de ellas, de aproximadamente diez metros cuadrados. Con barrotes para que el detenido pueda ser controlado sin problemas desde el exterior, cuenta además con cámaras de seguridad que permiten que el «cliente» esté siempre vigilado. Dispone, también, de un poyete alicatado sobre el que se coloca una colchoneta, único elemento para procurar el descanso del detenido. No es, desde luego, una estancia acogedora, sino más bien fría, «donde toda incomodidad tiene su asiento» (Miguel de Cervantes), con el añadido de que hay que pedir permiso hasta para ir al baño. La ausencia de ventanas añade más frialdad a la estancia, al ser la luz siempre artificial, y el suelo de terrazo contribuye a aumentar esa sensación. A la hora de las comidas, hay un microondas para calentar el menú, suficiente, digno, pero poco apetitoso en general.

Al sospechoso de matar a la peregrina aquel lugar, sórdido para la mayoría de los mortales, le resultaba familiar. Y ello porque, paradojas del destino, aquel calabozo era el mismo que había ocupado en septiembre del año anterior… No eran iguales las circunstancias, claro, pero el haber pasado ya por ese trance le aportaba ahora un punto de tranquilidad.

Con la presión añadida que suponía una nueva detención y saberse culpable, Miguel Ángel Muñoz no quería ver ni en pintura a la inspectora ni a sus compañeros. Por su cabeza pasaban una y otra vez las imágenes de la detención anterior, de la que recordaba cada detalle. Lo admitiera o no, la sola presencia de Patricia, de más de 1,80 metros de estatura y voz firme, le inquietaba. Puede decirse que la temía en la misma medida que la odiaba, porque sabía que ella era mucho más fuerte.

Miguel Ángel Muñoz, en cambio, sí había conectado con el subinspector Carlos, que había viajado en helicóptero a Grandas de Salime desde Astorga para hacerse cargo de él tras su arresto. No es que hubieran entablado una conversación en el trayecto de vuelta, algo que no se puede hacer con un detenido si no es en presencia de su abogado, pero con un par de detalles menores —por ejemplo, aliviarle la presión de los grilletes, o dirigirse a él de forma exquisita para disipar los temores que pudiera tener—, el policía consiguió que no lo percibiera como una amenaza, sino como alguien próximo en el que se podía confiar. El plan funcionó a la perfección, porque el arrestado, por iniciativa propia, lo había llevado, junto a otro compañero, hasta el lugar donde estaban los restos de Denise…

Destinado en el Grupo II de Homicidios y Desaparecidos de la UDEV de la Comisaría General de Policía Judicial, abogado de formación, con voz pausada, mirada penetrante y con muchísimos años de experiencia en la investigación de asesinatos y desapariciones, era capaz de hacer sentir cómodo a ese individuo. Sabía todo de él, porque lo había investigado desde el 1 de junio, cuando su unidad se incorporó a la investigación. Por tanto, conocía sus filias, sus fobias, sus debilidades… Eso le daba una ventaja estratégica.

Este tipo de situaciones ya las había vivido antes en otros casos muy complicados, con auténticos psicópatas implicados en ellos, y le había salido bien, de modo que esta vez no tenía por qué ser una excepción. Sin duda, también su condición de varón aumentaba sus posibilidades de éxito con un tipo como Miguel Ángel, como también el deseo del detenido de no cruzarse con los agentes de la localidad, en especial con la inspectora. Cualquier cosa, menos eso.

Patricia también era consciente de que si en esos momentos tan delicados se encontraba con el sospechoso podrían producirse consecuencias negativas para el único objetivo que se buscaba entonces: conseguir «derrotarlo», que acorralado por las pruebas recopiladas contra él confesara el crimen… Por eso, dio la orden de que mientras este sujeto permaneciera en dependencias policiales se le informara exactamente de dónde estaba en cada momento, para evitar cruzarse con él. Lo contrario podía arruinar la estrategia policial y después de tanto trabajo nadie estaba dispuesto a que eso ocurriera. Ella solo lo vería en el momento del interrogatorio. El reparto de papeles funcionaba bien hasta entonces; el haber encontrado el cadáver de la peregrina era ya un éxito, y lo mejor era que las cosas siguieran por el mismo camino.

Carlos había tenido un papel clave en el desenlace del caso, pero tampoco era conveniente que su relación fuese a más. Así que el inspector Jesús, jefe del Grupo II de la UDEV, también con años de experiencia y casos muy complicados a sus espaldas, se encargó a partir de entonces de mantener ese contacto con el detenido. Empático, es de esas personas que sabe transmitir tranquilidad incluso en los momentos más tensos, de distanciarse del problema al que se enfrenta para analizarlo desde fuera y tomar las decisiones luego con la cabeza fría.

Carlos y él llevaban mucho tiempo trabajando juntos y, sin necesidad de hablar, sabían cómo actuar en este tipo de situaciones. Aunque cambiaba el policía, no variaba el plan: lo mejor era que el sospechoso se sintiera tranquilo hasta donde fuera posible, confiado, lo más cómodo dentro de unas circunstancias tan especiales como esas… Nada de presionarlo, de hacer cosas que lo único que podían conseguir era que se pusiera en guardia. El trabajo estaba hecho; solo quedaba rematarlo.

Las horas pasaban despacio en la comisaría de Astorga. Ya en la mañana del 12 de septiembre la Brigada de Policía Científica de la comisaría hizo la reseña del detenido. Todo seguía el cauce reglamentario, no había atajos ni tampoco eran necesarios. Fuera de las dependencias policiales la actividad investigadora era frenética, con la práctica de la autopsia a los restos de Denise, que se prolongó toda la mañana y primeras horas de la tarde.

Sin embargo, la inspección ocular de la finca del sospechoso por parte de los agentes de la Comisaría General de Policía Científica desplazados a Astorga para echar una mano a sus compañeros de la comisaría local había quedado suspendida por orden judicial desde la tarde anterior, justo cuando se conoció la detención del sospechoso. Pero los funcionarios no desperdiciaron el día e inspeccionaron e hicieron el correspondiente reportaje fotográfico de los efectos que le fueron intervenidos en Asturias a Miguel Ángel Muñoz.

El plan de los investigadores seguía su curso, independientemente de que a corto plazo no hubiera resultados, más allá —y no era poco— de la localización del cuerpo. Parte de la estrategia era apurar en buena medida el plazo máximo legal (setenta y dos horas) que podía seguir el arrestado en el calabozo antes de su puesta a disposición judicial. Aquello tenía la ventaja de que el sospechoso, queriéndolo o no, se iba a enfrentar a muchas más horas de angustiosas reflexiones internas para buscar una salida… Para volver a recordar una y mil veces aquella frase —«como sigas así nos vamos a ver más veces»— que le había espetado la dichosa inspectora. Dar vueltas a la cabeza en una situación como esa desgasta, y eso era una baza más a favor de los investigadores.

«¿Qué puedo hacer —reflexionaba Miguel Ángel Muñoz en la soledad del calabozo—, si ya los he llevado hasta el cadáver?» No había reconocido el asesinato, es verdad, pero ese paso había sido muy arriesgado. Ahora se daba cuenta. Debía encontrar cuanto antes un relato coherente que lo exculpara. Pero ¿cómo? Necesitaba tranquilizarse, pensar con frialdad, analizar muy bien qué podía saber la Policía y qué ignoraba, ganar tiempo…

A las 10:50 horas del 13 de septiembre fue el instante elegido por la instructora, la inspectora Patricia, y el secretario, en ese momento el inspector Jesús, para interrogarlo. Asistiría al detenido la letrada 1640 del Colegio de Abogados de Astorga, del turno de oficio. Tras las primeras preguntas de rigor, el acusado, sereno y firme, declinó prestar declaración. Solo lo haría ante el juez. Era su derecho y lo ejerció. Y añadió que quería que se entrase en contacto con su familia para que en el momento de la comparecencia en el juzgado pudiera contar ya con un defensor de su confianza. A los policías no les extrañó, contaban con ello y tampoco les preocupó; al fin y al cabo, disponían de un enorme arsenal incriminatorio. Por otra parte, el tipo seguía la misma estrategia que en el caso de la peregrina alemana. Entonces le dio buen resultado; ahora los policías estaban convencidos de que no sería así.

A las dos de la tarde, formalmente, se produjo la puesta de Miguel Ángel Muñoz a disposición de la titular del Juzgado de Instrucción número 2 de los de Astorga, junto con las diligencias policiales imprescindibles ya finalizadas. Se le comunicó a la jueza entonces por vía telefónica; era domingo, aún no había expirado el plazo de las setenta y dos horas para poder llevar al detenido ante su presencia y su señoría, con buen criterio, consideró que era mejor estudiar los documentos esa misma tarde antes de proceder al interrogatorio. El acusado, por tanto, debía permanecer otra noche en el calabozo de la comisaría, hasta que a las nueve de la mañana del día siguiente, lunes, tal como había ordenado la instructora, fuera llevado a la sede de los juzgados, a poco más de un kilómetro de las dependencias policiales.

El tedio del calabozo, la incomodidad de no poder ducharse o la incertidumbre de qué podía sucederle no parecía hacer mella en Miguel Ángel, al menos a simple vista. Es más, a los funcionarios encargados de su custodia les llamaba la atención esa aparente tranquilidad. Por supuesto, sabían que la procesión iba por dentro, pero no dejaba de ser llamativo que lograra conciliar el sueño con cierta placidez o hacer las tres comidas del día sin que los nervios le quitaran el hambre. Simplemente, esperaba el momento de pasar a disposición judicial; era en esa declaración ante la instructora donde tenía depositadas todas sus esperanzas de salir bien de aquel delicado trance.

Tal como ordenó la jueza encargada del caso, por la mañana el sospechoso del asesinato de Denise entró puntual en el edificio judicial. Cabizbajo, vestido con una sudadera gris, chaleco azul oscuro y una gorrilla con visera de color amarillo para intentar que los fotógrafos no captaran su rostro, salió del coche policial y recorrió los pocos metros que le separaban de la puerta del juzgado. Llevaba, claro, los grilletes en sus muñecas y era custodiado por tres policías de paisano. Entre ellos, junto a él, estaba el inspector Jesús. Todos los agentes iban ataviados con sus clásicos chalecos amarillos con bandas blancas en los que se leía la palabra «Policía». Llegaba la hora de la verdad.

Antes de que fuera llevado ante la jueza aún le quedaba un último trámite, preceptivo: su examen por parte de la forense del juzgado para garantizar que sus condiciones psicofísicas eran las adecuadas para afrontar el duro interrogatorio que le esperaba, en el que se jugaba su futuro. Lo superó sin mayores problemas. Luego tuvo tiempo de charlar con su letrada para preparar la comparecencia y justo al mediodía ya estaba frente a la jueza, el fiscal y la letrada en una amplia sala donde se celebraban los juicios.

Hora y media después, Miguel Ángel Muñoz salía de declarar. Se acababa de declarar inocente y la instructora aún debía decidir sobre su situación una vez que el fiscal hubiera pedido su ingreso en prisión sin fianza y su defensora su puesta en libertad por una supuesta falta de pruebas. El guion seguía más o menos lo previsto, aunque Miguel Ángel Muñoz aún tenía pendiente otro examen forense para intentar determinar si era imputable o no; en otras palabras, si tenía alteradas sus facultades mentales, lo que podía afectar a su grado de responsabilidad en los hechos. Comenzó poco después de que el imputado comiera algo, esta vez un bocadillo, para reponer fuerzas.

No fue una entrevista más; la forense, de mediana edad, muy inteligente, con amplia experiencia, legalista al máximo y magnífica profesional, tenía claro que se iba a tomar su tiempo. Alguien que durante casi medio año era capaz de ocultar un asesinato y hacer una vida normal aun sabiéndose objetivo de la investigación, debía tener una personalidad compleja. Y para descifrarla necesitaba ganarse su confianza, someterlo a pruebas, hacerle muchas preguntas y analizar sus respuestas y reacciones… Él se podía cerrar en banda, desde luego, pero en casos anteriores tipos aparentemente decididos a no colaborar lo más mínimo habían acabado derrotándose ante ella. ¿Por qué no podía ser esta vez igual?

La batería de pruebas que tenía previsto realizar al detenido iban desde el test PAI, un cuestionario multidimensional de personalidad de uso principalmente clínico y forense, al MCMI-III, que se utiliza para evaluar de forma integral la personalidad de los adultos y que detecta trastornos psicológicos del individuo. Se trata de técnicas muy conocidas, de amplio uso en este tipo de actuaciones, pero como siempre el elemento humano del profesional que los hace es más importante que la propia herramienta en sí.

El trabajo de la forense, metódico, riguroso, alejado de cualquier tipo de presión sobre el detenido pero firme a la hora de hacerle notar las incongruencias que surgían, minaba cada minuto su fortaleza mental. Las respuestas preparadas por Miguel Ángel Muñoz en las largas horas de soledad en el calabozo, expuestas ante la instructora horas antes y repetidas ahora ante la especialista, no surtían el efecto que esperaba. El trabajo de la forense, desde luego, no era decirle si le creía o no; solo intentaba analizar su personalidad, saber si era consciente del lío en el que estaba metido, si era consciente o no de sus actos o estos estaban influidos por alguna patología mental que afectara su responsabilidad criminal. Pero si ni siquiera ella, que no lo estaba sometiendo a un interrogatorio propiamente dicho, se «tragaba» su versión, ¿cómo lo iba a hacer la jueza?

La mente humana, en esas circunstancias, va a mil por hora. Toda la estrategia del detenido saltaba por los aires. Lo notaba y su angustia crecía cada minuto que pasaba. Una vez más, necesitaba salir del atolladero. Pero ¿cómo? El despacho en el que estaban, no demasiado grande, provocaba que esa cercanía física —por supuesto, la mesa de la forense siempre se interponía entre ellos— le impidiera pensar con más claridad.

Pasadas cinco horas, poco antes de las nueve de la noche, no resistió más y confesó que había matado a la peregrina, tal como sabía la Policía casi con total seguridad desde hacía meses pero ahora se confirmaba… ¿Arrepentimiento? No parece. ¿Necesidad de liberarse de ese peso? Por ahí podía ir la cosa. ¿Sentirse descubierto? Quizá… El motivo, en cualquier caso, era lo de menos. Lo importante era el hecho en sí.

Aquello tenía valor probatorio en sí mismo en la medida en que se había producido en sede judicial y ante una perito del juzgado, pero sobre todo demostraba que la investigación de tantos meses era la correcta y que era muy probable que el criminal admitiera también delante de la jueza la autoría del crimen, como sucedió finalmente. De hecho, antes de comenzar el segundo interrogatorio del día la magistrada ya disponía de la información de lo que acababa de suceder entre la forense y Miguel Ángel Muñoz en ese despacho del juzgado.

Tras la agotadora entrevista la perito redactó un informe de una precisión estremecedora.

En un primer momento [escribió], cuando se le pregunta por los hechos que se le imputan hace un relato corto y poco sostenible, refiriendo que en julio, cuando iba corriendo por el monte percibió un olor como a animal muerto, al que no prestó atención, porque dice que en ese momento tenía muchas cosas en su cabeza. Después relata que al detenerlo la Policía y hacerle hincapié si había visto algo anómalo cerca de su casa, se acordó de aquel olor, dándose la circunstancia de que en ese sitio era donde se encontraba el cadáver.

Posteriormente [continúa la forense], cambió su versión, reconociéndose culpable del homicidio de Denise. El detenido refiere que el 5 de abril bebió una botella de vino para comer porque se encontraba anímicamente mal, debido a la separación de la madre de su hijo. Según cuenta, se encontró a Denise en el camino que pasa por delante de su casa y empezaron a entablar una conversación en español e inglés, pues Denise se había perdido y el detenido se ofreció a guiarle hasta el Camino. En un momento de ese trayecto algo le inquietó a Denise y según cuenta el detenido se puso violenta verbalmente con él; él no sabía lo que le estaba diciendo puesto que hablaba en inglés, pero interpretó que Denise estaba desconfiando de él. Según refiere se sintió despreciado, tomó un palo del camino y golpeó a Denise en el lado derecho de la cabeza. A continuación dice que la víctima cayó al suelo golpeándose la cabeza con unas piedras y esta comenzó a convulsionar. En ese momento se dio cuenta de la barbaridad que había cometido, pero sabía que ya no había marcha atrás y en un intento de que la víctima dejara de sufrir, le cortó el cuello, con mucho miedo por lo que estaba haciendo. Posteriormente la arrastró 100 metros por el suelo y aprovechando una cueva abierta por jabalíes, la amplió con una pala metiendo allí el cadáver, una vez que lo desnudó y cortó las manos. Dice que las manos las enterró en otro punto. Tras estos hechos reconoce haber estado extraño, pasando tres días vomitando, al recordar lo que había hecho. Cuando pasaron cuatro meses, ante el temor de que el FBI participara en las investigaciones y hallara el cadáver, lo desenterró y lo dejó en el sitio en el que se encontró finalmente…

Y añadió la funcionaria:

Al confesar los hechos muestra arrepentimiento.

El informe continuaba con las conclusiones del examen psicológico, también muy precisas:

Sin alteración psicopatológica en el momento actual que merme sus capacidades intelectiva y volitiva; no es posible conocer el estado psicopatológico en el momento de los hechos.

Y en el capítulo de interpretación de las pruebas a las que sometió a Miguel Ángel, escribió respecto al test PAI:

Refleja una persona que padece algún grado de estrés debido a cierta agitación de su vida, pero sin que se observen síntomas agudos. Se puede sentir triste o nervioso en algún momento pero mantiene que esto no afecta a su funcionamiento diario. Su autoestima está intacta, intenta mostrar una buena imagen general con cierta negación de los problemas. Este perfil se observa en pacientes con caracteres antisociales, narcisistas o paranoides.

Finalmente, reflejó los resultados del test MCMI:

Tiende a mostrarse de forma favorable o personalmente atractivo, siendo probable que haya ocultado algún aspecto de sus dificultades psicológicas o interpersonales. Obtiene puntuaciones más altas en rasgos narcisistas y compulsivos, siendo muy difícil sacar conclusiones más precisas por la continua tendencia del paciente a mostrarse lo más favorable posible ante los demás.

A las nueve y media de la noche, Miguel Ángel Muñoz salió de declarar ante la jueza por segunda vez. Estaba tocado, porque ya empezaba a ser muy consciente de que acababa de confesar por segunda vez ser autor del asesinato de la peregrina y eso le iba a costar muchos años entre rejas. En ese estado de ánimo se encontraba cuando salía de la sala. Entonces vio en el pasillo a la inspectora, acompañada por la forense. No abrió la boca, pero la mirada de odio que le lanzó demostraba hasta qué punto identificaba a esa policía con su ruina… «Patricia, me he asustado de cómo te ha mirado; si te pilla, te mata», le advirtió la perito. «Es muy vengativo, como pueda y tenga ocasión también va a ir a por ti», respondió la policía.

Ahí fuera la oscuridad se había abierto paso cuando, custodiado de nuevo por tres agentes y esposado, subió a un coche policial que lo llevó de vuelta a la comisaría de Astorga. No fue trasladado esa noche a la cárcel de Mansilla de las Mulas porque la instructora había ordenado que al día siguiente se procediera a la reconstrucción de los hechos, en su presencia y también en la de su abogada.

− . −

− CAPÍTULO 2 −

THE WAY

A Denise Pikka Thiem, una mujer menuda de cuarenta y un años, norteamericana de origen asiático, clase media y residente en Arizona (Estados Unidos), le gustaba viajar alrededor del mundo. Mejor con alguna amiga, desde luego, pero si no se daba el caso tenía la suficiente fortaleza de carácter y decisión para hacerlo sola. Era introvertida, es verdad, y tenía ese punto de desconfianza ante un desconocido que le hacía sentirse más segura, pero al mismo tiempo, cuando se rompía esa primera barrera entablaba con naturalidad nuevas relaciones. En definitiva, se trataba de una mujer de su tiempo, inteligente, alegre y responsable.

En 2014, Denise estaba un tanto estresada. Llevaba ya bastantes años como jefa de proyectos de una compañía de mascotas, además con cierto éxito profesional porque había recibido varios premios por su trabajo, pero sentía que había llegado el momento de hacer una pausa en su vida. En esa empresa también estaba empleado quien había sido su pareja durante cuatro años, entre 2004 y 2008, con quien aún compartía un perro. Ese hombre se llamaba Josh Funk y fue ella la que había decidido poner fin a esa relación, la única que se le conocía.

Por lo demás, Denise tenía una conexión especial con su hermano Cedric, que la veía como una mujer independiente, inteligente, trabajadora, generosa y única. Cada vez que hablaban, la conversación acababa con risas. De joven había sido buena estudiante, le encantaba leer, y en su trabajo estaba muy valorada. En su tiempo libre se dedicaba a actividades como la costura y la fotografía, que la relajaban, y cuando acababa lo que tenía entre manos siempre se lo regalaba a algún amigo. Cuidaba sobre todo de su hermano, aunque también de sus padres, ya de una cierta edad, por supuesto de los perros… Los quería de verdad; sin duda, habría hecho cualquier cosa por ellos.

Aunque con esa vida feliz en lo familiar, Denise necesitaba dar un nuevo impulso a su peripecia vital. Un día entró en una sala de cine de su ciudad y vio una película que lo cambió todo: The Way, protagonizada por Martin Sheen y que se estrenó bastantes años antes, en 2010. El argumento: Tom Avery —interpretado por Sheen— recibe la terrible noticia de la muerte de su hijo, fallecido en una tormenta de nieve en los Pirineos. Cuando viaja hasta allí para llevar su cadáver de vuelta a casa, descubre que en el momento del accidente el joven cubría la primera etapa del Camino de Santiago. Avery decide entonces completar la ruta Jacobea con sus cenizas. En el trayecto conoce a otros peregrinos, cada uno con su propia historia, y recuerda a su vástago, al que se imagina siempre con una sonrisa. Al final, llega a Santiago de Compostela. Pero hace una parada más, acompañado de algunas de las personas que había conocido: el lugar elegido es Muxía; allí tira al mar las cenizas de su hijo.

Se trataba, por tanto, de un viaje casi iniciático, con el que cerrar una etapa de la vida y abrir otra. Precisamente eso era lo que buscaba Denise. Empezar de cero, reinventarse… Quería recorrer antes algunos países asiáticos, quizá para buscar sus raíces. Su familia procedía de Macao, por lo que le parecía una buena idea visitar esa región autónoma del sur de China. Pero la película le había llegado a lo más profundo. ¿Por qué no hacer el Camino después de ese primer viaje por Asia? ¿Había una forma mejor de reencontrarse consigo misma?

Cada vez lo tenía más claro: aquella aventura era lo más conveniente para salir de la encrucijada en la que se encontraba, el colofón perfecto de un periplo que necesitaba hacer casi tanto como respirar. Apartada de su familia, a la que por supuesto adoraba, de sus amigos, de su trabajo, podía reflexionar sin que nada la perturbase, limpiar su mente y su alma, acumular fuerzas para ese primer día de su nueva vida. Poco a poco la idea tomó forma en su cabeza —a finales de 2014 ya tenía tomada la decisión— y así se lo comunicó a su círculo más cercano: a sus padres, Seng y Dalia, y a su hermano Cedric, por supuesto; pero también, entre otros, a Josh, su antigua pareja…

Aunque para mucha gente aquella podía ser una idea descabellada, lo cierto es que Denise no era la única persona que había tomado una decisión parecida; quizá de menos duración —no hay mucha gente que pueda permitirse estar meses fuera de casa, sin trabajar—, pero con la misma esencia. La de hacer un break, reinventarse, en definitiva. Según averiguó, desde el estreno de The Way, que además había coincidido con la celebración de un Año Santo, el número de peregrinos extranjeros en el Camino de Santiago había crecido de forma espectacular, de modo que mientras terminaba de planificar la aventura muchas otras mujeres de todas las partes del mundo ya estaban viviéndola.

Una de las personas que así lo había hecho era Josefine Elisa Fischer, una chica alemana de veinticuatro años nacida en Chemnitz, quien en septiembre de 2014 disfrutaba en España de las distintas etapas marcadas en su hoja de ruta jacobea. Una no sabía de la otra, pero el destino les reservaba una sorpresa: sus nombres quedarían unidos para siempre.

A las 16:18 horas del sábado 20 de septiembre, Josefine entró en el centro de salud de Astorga para ser atendida. Estaba nerviosa, confundida, un punto traumatizada y además el idioma complicaba su comunicación con la médica que estaba delante de ella. Horas antes había tenido un desagradable incidente con un individuo a consecuencia del cual había sufrido algunas heridas de las que precisaba ser atendida. La facultativa la examinó a fondo y redactó después el correspondiente parte. Presentaba una «erosión superficial en la mejilla derecha, erosiones en ambas rodillas y erosión en el muslo izquierdo», todas ellas lesiones de pronóstico leve. Añadió la doctora que el suceso había ocurrido en Santa Catalina, una localidad próxima a Astorga, y precisó asimismo que la causa de aquel cuadro médico era un «intento de atraco por parte de un varón español».

No era necesario un internamiento, por supuesto, ni tampoco mayores atenciones, pero sí era conveniente, imprescindible para ser más exactos, que denunciase cuanto antes los hechos que acababa de vivir porque cada hora que pasara iba a ser más complicado localizar y detener al autor de la agresión. Habían pasado ya algunas desde que se había producido el ataque, pero el margen de tiempo estaba aún dentro de lo razonable para que hubiera bastantes posibilidades de que la investigación que se abriera pudiera tener resultados positivos.

Solo cuarenta minutos después de ser atendida, Josefine, aconsejada por la doctora del centro médico que firmó el parte de lesiones, entraba en la comisaría de Astorga, casi desierta a esas horas: lo normal, por otra parte, al ser fin de semana. Se trata de un edificio moderno, situado en la plaza de los Marqueses, al que se accede por una rampa o subiendo una escalera de apenas cuatro peldaños. A la alemana la acompañaba una amiga, que hacía las veces de intérprete, porque ella no hablaba castellano. Poco más tarde, en la Oficina de Atención al Ciudadano (ODAC), el subinspector Rubén, que estaba de guardia, la recibió y comenzó a tomarle declaración a pesar de las dificultades que entrañaba ese desconocimiento del idioma.

Según explicó la joven, a las 10:30 horas de la mañana se había despistado y tras algún titubeo enfiló un sendero solitario, estrecho y por el que los coches apenas podían pasar por la abundante vegetación. Aquel camino, precisó, comunicaba Castrillo de los Polvazares con Santa Catalina. El error cometido, añadió la chica, tenía su explicación: «Vi una flecha que me desvió del Camino, como si alguien la hubiese puesto allí para despistar a los peregrinos». A ojos del subinspector, ese ya era un primer dato inquietante.

Apenas llevaba unos metros recorridos por ese sendero cuando un individuo salió de entre los arbustos. «Me dio a entender que me había equivocado de ruta y me indicó que fuese hasta donde él estaba… No sabía bien lo que me decía, pero el caso es que segundos después este hombre se acercó, me agarró por el pelo y me tiró al suelo. Luego me puso una pistola eléctrica en el cuello, como las que se utilizan para dar descargas al ganado.» La activó, pero la ropa que cubría esa parte de la anatomía de la víctima se alió con ella, porque la corriente no le alcanzó. El agresor, sin embargo, no se detuvo y lanzó otra descarga en su pierna izquierda.

«Cuando estaba en el suelo, intentó ponerse encima mío, pero empecé a darle patadas… Una le alcanzó en sus genitales, pero aun así seguía intentando inmovilizarme. Pensé que quería robarme, así que saqué cincuenta euros de la mochila y se los tiré, mientras que le gritaba que me dejase en paz. Él cogió el dinero y entonces me pude levantar y salir corriendo.»

El desconocido salió tras ella unos veinte metros, gritándole «¡No Policía!», pero Josefine, aterrorizada, continuó la carrera hasta que vio que aquel tipo no la perseguía ya. En el ataque, además, la joven alemana perdió sus gafas graduadas, según contó a Rubén, que para entonces ya sabía que estaba ante un suceso que se salía de lo normal. Además del relato, la peregrina entregó al policía el parte de lesiones redactado por la médica del centro de salud.

Quedaba, claro, que el instructor de la denuncia le preguntara si podía describir al desconocido. Josefine fue bastante precisa, dadas las circunstancias: varón, de unos cuarenta y cinco años, complexión normal tirando a delgada, que cubría su cabeza con una prenda que podía ser un pasamontañas de color negro, si bien las aperturas de la boca parecían estar hechas de forma artesanal. El tipo, por lo demás, medía 1,70 metros de estatura, vestía un polo verde con un logotipo en la parte izquierda del pecho y un pantalón corto negro. «Además —explicó— tenía unos prismáticos que dejó en el suelo en la misma zona en la que estaba escondido antes de atacarme… La verdad es que no sé cuáles eran sus intenciones», admitió, lo que daba aún más verosimilitud a su relato porque demostraba que no tenía intención alguna de «adornarlo».

Nada más escuchar la declaración, el subinspector Rubén comenzó a tomar decisiones. En la denuncia había elementos muy preocupantes —en especial, que el sospechoso estuviera escondido, como si esperara a una presa fácil para acometerla— y lo mejor era comenzar cuanto antes una investigación sobre el terreno. Pidió a Josefine y a su amiga que lo acompañaran a la zona. Era ya media tarde y, tras tomar un camino a las afueras de Castrillo de los Polvazares que discurría en paralelo al Camino de Santiago, llegaron a un cruce. La víctima no tuvo dudas: «Esta mañana estaba aquí la flecha que me confundió».

El agente y las dos mujeres caminaron unos trescientos metros por ese sendero, hasta que llegaron a poca distancia de una finca cercada con una valla metálica, solitaria, con una vivienda prefabricada instalada a varios metros de la linde. «Fue aquí», afirmó con rotundidad la víctima, mientras le recorría un escalofrío. En ese lugar, y era significativo, vivía un hombre de unos cuarenta años, 1,70 metros de estatura, de complexión delgada… Es decir, un tipo cuyas características físicas coincidían a la perfección con las descritas por la joven.

Rubén se acercó a aquel individuo y le pidió la documentación: se trataba de Miguel Ángel Muñoz Blas, nacido el 24 de junio de 1976 y con domicilio en Camino de Jauja, 37, en la citada pedanía leonesa perteneciente a Astorga. Dijo, además, que también residía alguna temporada en Valdemanzanas, en casa de sus tíos.

—¿Ha pasado la noche aquí? —preguntó el policía mientras estudiaba al tipo.

—Sí, he dormido en la finca y toda la mañana he estado aquí —respondió Muñoz Blas, con un punto de nerviosismo que lo delataba.

—¿Ha oído algún grito sobre las diez y media de la mañana, algún alboroto, algo que le llamara la atención?

—Nada, en absoluto.

—Ya, pues es extraño, porque este es un paraje muy silencioso y su casa dista apenas unos metros de la linde…

Al subinspector le llamó la atención el especial interés de ese individuo por saber si había sucedido algo, «porque por aquí pasan muchas personas». Segundos después, sin embargo, rectificó: «Lo normal es que por aquí no pase nadie»… Y poco más tarde cometió otro error.

—¿Ha visto alguna vez, en el cruce de allí abajo, del que sale este camino, alguna indicación de que esta sea una alternativa a la ruta jacobea oficial?

—No, y no creo que ningún vecino del pueblo ponga flechas para que la gente venga por aquí…

¿Por qué Miguel Ángel hacía alusión específica a una flecha, cuando el policía solo se había referido a «una indicación»? ¿Le había traicionado el subconsciente? Y las sospechas aumentaron mucho más cuando Josefine, en presencia del subinspector, encontró en medio del camino, junto a la puerta de la finca de este individuo, las gafas graduadas que había perdido en el forcejeo con su agresor… Estaba rota la montura y rayados los cristales, lo que era compatible con la escena descrita por la víctima. Y había otro dato relevante: las lentes no estaban muy lejos de donde se produjo el ataque, pero sí lo suficiente como para que no hubieran podido llegar hasta allí solo como fruto de la pelea. Terminadas por ese día las gestiones, el policía acompañó a las chicas al albergue de Rabanal del Camino, donde estaban hospedadas.

La inspectora Patricia, que ya había sido informada de la denuncia por su compañero el mismo domingo, se incorporó el lunes a su despacho en la comisaría, un habitáculo minúsculo, de apenas ocho metros cuadrados y sin ventanas, situado en el primer sótano. Desde aquel cubículo dirigía el Grupo Operativo Local. Desde luego, quien diseñó la comisaría no tuvo entre sus prioridades la de facilitar el trabajo policial, al menos el de este grupo de investigación, aunque sus miembros ya estaban hechos a esa circunstancia.

Nada más repasar el resto de las novedades del fin de semana —poca cosa, por suerte—, Patricia comenzó a analizar la denuncia de Josefine y los resultados de los primeros pasos de la investigación abierta por el suboficial Rubén. Para esa plantilla cualquier incidente que se produjera en la parte del Camino de Santiago de su demarcación era importante, porque uno de los principales atractivos de la ruta es su seguridad y si esta se ponía en cuestión también sufrirían las consecuencias muchos negocios de la localidad, para los que los peregrinos son sus principales clientes y, por tanto, primera fuente de ingresos.

Lo ocurrido el sábado tenía un plus inquietante; había ciertos elementos —en especial, que el agresor saliera de detrás de unos arbustos, desde donde vigilaba— que podían hacer pensar que se estaba ante la actuación de un depredador que había atacado a una peregrina, pero que podía continuar a partir de ese momento con nuevas agresiones. Era, desde luego, la peor de las hipótesis, pero perfectamente plausible. Por tanto, se abría ante los policías un panorama nada tranquilizador que requería de una rápida actuación investigadora para neutralizar la amenaza y que no cundiera la alarma.

La inspectora tenía muy claro que lo primero en estos casos era tirar de archivo, porque si se detectaba algún antecedente similar el asunto tomaría un cariz aún más grave. No tardaron en encontrarlo. Solo unos meses antes, el 28 de mayo de 2014, había acudido a esas dependencias policiales Yang Jieying, una joven de nacionalidad china nacida en 1983, para presentar una denuncia. Según explicó, fue agredida cuando hacía el Camino de Santiago, cerca de Santa Catalina, por un individuo que estaba escondido y que la golpeó con un palo en la pierna, para luego abalanzarse sobre ella. Como Josefine, hacía la ruta jacobea sola, y, como ella, había sido desviada de la misma con flechas colocadas ex profeso para provocar la confusión.

La toma de declaración, como sucedió en el caso de la peregrina alemana, resultó complicada por el idioma, pero una vez más la ayuda de compañeros de ruta, entre ellos un mexicano, facilitó mucho el trabajo de la Policía. El análisis minucioso de ese expediente era prioritario en la investigación, porque se podían encontrar coincidencias que permitieran pensar que en ambos casos se trataba de un mismo autor.

Patricia llegó pronto a conclusiones muy interesantes: las dos agresiones se habían producido en un radio no superior a dos kilómetros; además, en ambos casos el agresor medía, según las víctimas, entre 1,70 y 1,75 metros de estatura y era muy delgado; por si fueran pocas las coincidencias, en las dos ocasiones el autor tapaba su rostro para que no pudiera ser identificado y se escondía entre la vegetación, en actitud de vigilancia, como si estuviera esperando una víctima fácil para poder actuar. El perfil de un tipo que salía de «caza», en definitiva.

¿Miguel Ángel Muñoz podía estar detrás de ambos ataques? Era posible. De hecho, era la hipótesis más probable para la jefa del Grupo Operativo Local, al menos a primera vista y sin que hubiera dado tiempo a profundizar más en el asunto. De lo que no tenía dudas es de las muchas coincidencias entre los dos episodios y de la necesidad de abrir de inmediato una investigación más a fondo sobre ese sujeto.

Patricia subió al despacho de Paco, el inspector jefe al mando de la comisaría de Astorga, en la primera planta del edificio. Amplio, moderno, cómodo, con ventanales y por tanto una espléndida luz natural, era el contrapunto del que ocupaba la inspectora. No se fue por las ramas.

—Creemos que las dos agresiones a las peregrinas pueden ser obra de este tipo. Vamos a pedir una orden judicial para registrar su casa.

—De acuerdo, Patricia, me parece bien; voy a comentárselo también a la comisaria provincial. Es un tema delicado, creo que debe estar al tanto de todos los movimientos que hagamos en este asunto.

Paco, como la inspectora, estaba preocupado por el episodio de la alemana y sobre todo por lo que podía haber detrás de él. No quería ser agorero, pero aquello no pintaba bien. En todo caso, a partir de ese instante era un asunto prioritario para la comisaría.

La inspectora y su compañero Rubén decidieron ese mismo lunes ir a buscar al sospechoso. Como Miguel Ángel Muñoz no trabajaba, no tardaron mucho en encontrarlo por allí. A voces, primero se identificaron y luego le pidieron que se acercase. Cuando lo hizo, le pidieron que en unos días se pasase por comisaría, que tenían que hablar con él de lo sucedido con la peregrina alemana. No le dieron muchas más explicaciones, ni el tipo las pidió. En ese momento parecía tranquilo.

Tal como estaba previsto, el miércoles 24 Patricia pidió al juzgado de guardia de Astorga un mandamiento de entrada y registro en la vivienda del sospechoso, en base a los siguientes indicios: su finca estaba en un paraje desde el que se podía controlar el Camino de Santiago, así como las personas que lo recorrían; no existía ninguna otra aledaña, con lo que cualquier actividad dentro de ella no podía ser vista por nadie; era imposible que las gafas de la peregrina se encontraran cerca de la puerta de la parcela sin que mediara actuación humana; Miguel Ángel Muñoz estuvo nervioso ante el policía que se entrevistó con él y cayó en algunas contradicciones… Y, por supuesto, existía la posibilidad de que en su vivienda se encontrara la pistola eléctrica o artefacto similar que había descrito Josefine, o al menos el pasamontañas.

El inspector jefe de Astorga, mientras, como ya había anunciado a la inspectora, tuvo una conversación telefónica sobre este asunto con María Marcos, máxima responsable de la Policía en la provincia, a la que puso al corriente de los detalles de la investigación.

—Jefa, Patricia cree, y yo estoy de acuerdo, que al final vamos a tener que detener a ese tipo.

—Paco, por mi parte no hay problema, aunque no creo que las pruebas que tenemos sean suficientes para que el juez lo meta en prisión.

—Pienso lo mismo, pero vamos a ver qué sale del registro de su casa y de su declaración… Lo mismo nos llevamos alguna sorpresa. Estamos también en contacto con la jueza, le hemos comentado cómo vemos las cosas. Tenemos muy buena relación con ella.

—Estupendo, pase lo que pase es bueno que sepa que lo tenemos marcado, porque si ha sido él es muy posible que quiera volver a hacerlo. Además, con esa detención ya tendremos sus huellas registradas y su fotografía actualizada, que nos pueden venir muy bien en el futuro. Adelante con el plan de trabajo y ya me contaréis cómo han ido las cosas.

Antes de recibir la respuesta del juzgado a la petición de la inspectora, hubo más novedades. A las ocho y media de la mañana, Patricia y el subinspector Rubén se acercaron de nuevo a la finca de Miguel Ángel Muñoz para pedirle que los acompañara a comisaría para tomarle declaración, tal como ya le habían anunciado que iban a hacer. El sospechoso accedió a ello sin poner inconvenientes y los tres se encaminaron a las dependencias policiales de Astorga.

A las nueve y diez de la mañana del día 25, jueves, Miguel Ángel Muñoz ya estaba en comisaría, confiado en que esa muestra de buena voluntad disiparía las sospechas que pudieran tener los agentes sobre él. Así que estaba tranquilo, al menos en apariencia. Sin embargo, aunque no lo demostraban con su actitud, los agentes tenían muy presente el contraste que suponía ese supuesto afán colaborador con las evasivas que había dado a las preguntas de la Policía el domingo anterior, que eran las que habían provocado que volviera a ser citado.

Sentado delante de la mesa que ocupaban la inspectora y su compañero, el testigo aseguró que vivía en la finca desde mayo de 2013 y que el día de los hechos se despertó al mediodía. Media hora después, según dijo, salió para ir a visitar a un vecino suyo, de nombre Serafín.

—Pero ¿no vio ni escuchó nada esa mañana?

—No, duermo con la puerta cerrada y las persianas bajadas, porque si no, me desvelo. Además, me había acostado muy entrada la noche anterior, así que me levanté más tarde de lo habitual.

—¿Por ese camino pasan muchos peregrinos?

—Algunos, sí; y también vecinos del pueblo, que lo utilizan para pasear.

Los dos agentes, que mantenían el mismo tono frío, seco, con el que había comenzado la toma de declaración, siguieron presionándolo con más preguntas. Tenían la incómoda sensación de que aquel tipo los estaba engañando y eso lo hacía aún más sospechoso.

—¿Ha tenido en alguna ocasión problemas con peregrinos?

—En absoluto.

—¿Vio en la puerta de su finca algún objeto? ¿Tiene prismáticos?

—No, ninguno. Lo que sí tengo en casa, en efecto, son unos prismáticos. Los compré en