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«La reencarnación de un texto en palabras que no son las originales es quizá una de las más eficaces pruebas del poder creativo del lector. La traducción es la forma más profunda y minuciosa de lectura. Penetrar en un texto, desmontarlo, reconstruirlo con frases que obedecen a las expectativas de otros oídos y de otros ojos es darle nueva vida. De esa manera, el texto se vuelve ahora más consciente de sus engranajes y de su deuda con el azar y el placer. Por eso elijo hablar aquí de traducción a partir de fragmentos que el propio original desatiende, o rechaza, o de los que se avergüenza; todo aquello que queda expuesto (como dice Don Quijote) en el caótico envés de un tapiz.» (Alberto Manguel).
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Seitenzahl: 87
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Alberto Manguel
El envés del tapiz
Notas sobre el arte de traducir
Prólogo
1. Perfecto
2. Santo
3. Calma
4. Naturaleza
5. Puro
6. Nombre
7. Semilla
8. Política
9. Orden
10. Declarar
11. Historias
12. Traición
13. Universo
14. Casa
15. Subversión
16. Logrado
17. Estrella
18. Azul
19. Ley
20. Hospitalidad
21. Doppelgänger
22. Voz
23. Buen tiempo
24. Honestidad
25. Renacimiento
26. Navegación
27. Mundo
28. Fuerza
29. Cartografía
30. Abundancia
31. Fidelidad
32. Despertar
33. Inteligibilidad
34. Azar
35. Tiempo
36. Adán
37. Mito
38. Muerte
39. Copia
40. Arquetipo
41. Cadena
42. Retrato
43. Sombra
44. Modestia
Créditos
Al morisco anónimo que acabó en un mes y medio en la casa de Cervantes la traducción de Don Quijote de Cide Hamete Benengeli, y solo recibió por su ardua labor dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo.
No hay lenguaje sin engaño.
Italo Calvino, Las ciudades invisibles.
De niño tardé mucho en darme cuenta de que existía una cosa llamada «traducción». Mis primeras lenguas fueron el inglés y el alemán que me enseñó mi nodriza checa; aprendí español más tarde, a los ocho o los nueve años. Durante toda mi infancia utilicé esas lenguas indistintamente, sin privilegiar ninguna, y nunca las vi como comarcas aisladas con fronteras precisas que yo debía cruzar, si quería hablar con ciertas personas. La lengua era para mí una especie de Babel compuesta de varios conjuntos de palabras distintas en importancia y sonido, pero iguales en sentido y valor. Sabía que debía utilizar ciertas palabras para hablar con, por ejemplo, el cocinero de Múnich, palabras diferentes a las que utilizaba con un visitante inglés, pero nunca tuve la sensación de estar llevando una idea de un reino lingüístico a otro. En mi infancia no existían pasaportes semánticos, ni tampoco identidades nacionales. No sabía que este problema no era igual para todos, hasta que un día, en mi escuela en Buenos Aires, inseguro de mi español, me dirigí a mi maestra en inglés y recibí una severa reprimenda. Así aprendí que sí existen las fronteras lingüísticas y que yo debía respetarlas, pero nunca he podido acostumbrarme a esta despótica ley. Las crónicas de Vasco Pratolini descubiertas durante mi adolescencia en las traducciones españolas de Attilio Dabini; la extravagante y mutilada versión que hizo Isabel Florence Hapgood de las Almas muertas, de Gogol, publicadas en inglés con el título de Home Life in Russia; la novela clásica china El sueño del pabellón rojo en la erudita versión alemana del doctor Franz Kuhn; todas ellas pertenecían a la lengua en la que yo las leía. Mi despreocupación por el rigor académico enriqueció mi biblioteca de libros en inglés, alemán y, más tarde, en español, francés, italiano, portugués.
Ser capaz de hablar varias lenguas tiene sus ventajas porque favorece una visión del mundo más generosa que la habitual. Los neurólogos dicen que cuando un niño aprende una segunda lengua antes de los seis años, se crea en su mente un espacio, una senda, que facilita el aprendizaje de otras. Es decir, en la mente del niño la palabra que emplea para nombrar al animal que ve ya no es «perro» (si es hispanoparlante), sino una de las muchas que abarcan la denominación de la peluda criatura. Para el niño políglota, «Hund», «dog», «chien», «cane» son los nombres perfectamente equivalentes e intercambiables del animal, salvo que requieren un contexto lingüístico diferente, como yo mismo aprendí, con humillación, aquel lejano día en la escuela. Utilizamos una palabra concreta para un diálogo preciso, y debemos cambiarla cuando cambia nuestro interlocutor, como sabemos pasar de «buenos días» a «buenas noches» dependiendo del momento. El sentido de las palabras del saludo es el mismo, solo cambia la luz que las rodea.
Cuando comprendí que la traducción era posible, empecé a traducir algunos textos que me gustaban porque me apetecía compartirlos con amigos que no hablaban las lenguas en las que yo los leía. Era para mí un acto gratificante porque, como todo lector sabe, cuando uno descubre un texto que lo apasiona, siente la necesidad de compartirlo con otros, de salir corriendo para agarrar a un amigo por las solapas y gritarle: «¡Tienes que leer esto!». La lectura es una actividad que comienza en un encierro solitario y muchas veces acaba convirtiéndose en una experiencia comunal.
Traducir puede ser (debe ser) la forma más perspicaz de leer, pues, más que en la elaboración de un texto original, el traductor debe contar con el lector para quien se ha traducido. A causa de esta responsabilidad transferida, el traductor no puede (o no debería) volver sobre la obra original una vez terminada la traducción. El lector es quien ha de empezar a partir de ese punto preciso. Para el lector de una traducción, el original ya no debe existir.
Puede que el mito de Orfeo tenga algo que ver con la traducción. Como conductor de Eurídice muerta, Orfeo pierde a su bienamada cuando se vuelve a mirar si de verdad ella lo sigue. Orfeo sabe que, cuando el autor ha terminado su tarea, el texto queda en un estado de animación suspendida hasta que un lector como Orfeo lo rescata del Reino de los Muertos. El milagro de traducir es un acto de resurrección. Orfeo debería haber confiado en el mágico poder de su oficio.
Ismail Kadaré sugirió, en una de sus novelas, que los dioses nunca tuvieron la intención de permitir que Eurídice abandonara el Reino de los Muertos, pero se lo prometieron a Orfeo si cantaba para ellos, porque sabían que el poeta no resistiría la tentación de volver la mirada. Eurídice no desapareció: nunca estuvo detrás de Orfeo porque los dioses no le dejaron que lo siguiera. Los dioses querían oír las maravillosas canciones de Orfeo y concibieron esta trampa, conociendo la falta de fe del artista. La traslación de Eurídice fue una traición, una mentira, como lo es en última instancia toda traducción. El original no puede rescatarse de entre los muertos; a lo más que puede aspirar el traductor es a concebir de nuevo a Eurídice traducida a otras palabras que llorarán para siempre su pérdida. Toda traducción es elegía.
El arte nace porque todo lenguaje está condenado al fracaso.
Balzac cuenta la historia de un pintor que, obsesionado por lograr una obra maestra perfecta, repasa una y otra vez su pintura hasta que al final no queda en la tela más que una masa de colores emborronados. Al contrario que la «perfecta» visión de los ojos de la mente, cuando se trata de la ejecución de un arte las visiones perfectas están condenadas a la imperfección. Soñamos con lograr ese algo perfecto en todos los sentidos, forma, color, música y palabras. Nunca lo conseguimos. Pero precisamente porque no es posible llegar al estado de «perfección», el arte admite un participante secreto: un espectador, un oyente, un lector, que ayude a perfeccionar la obra.
El arte de la traducción les recuerda a los lectores que no hay lectura «perfecta». Sabemos que todo texto literario existe en el momento de su nacimiento, para luego entrar en una especie de hibernación, que es solo algo en ciernes hasta que llega un lector para insuflarle vida, una vida que refleja la variedad de la experiencia y el entendimiento del propio lector.
El Balzac leído por Freud no es el Balzac leído por Marx.
Incluso dentro de una misma lectura, en una misma lengua, las palabras contienen más significados de los que un lector cualquiera puede asimilar al mismo tiempo. En español, bala se refiere tanto a un proyectil como al sonido que emiten las ovejas. En inglés, fast significa moverse con rapidez y también quedarse quieto. En francés, le ton denota tanto una cualidad del sonido como una cualidad del color. En italiano, piano es un adverbio que significa «lentamente» y un nombre que significa «proyecto» de un edificio. En japonés, la palabra sei significa por lo menos veintiocho cosas, todas ellas distintas y definibles. De hecho, ninguna palabra en ninguna lengua traduce un único significado, sino toda una antología de significados.
En griego, antología significa «ramo de flores».
Según la Leyenda dorada, san Marcos escribió su Evangelio tal cual lo oyó de labios de su maestro, san Pedro, y éste, después de examinar el texto escrito sin encontrar ningún error, lo aprobó para instruir a la cristiandad. En ese sentido, el Evangelio de Marcos no es una composición original, sino una versión escrita de las palabras de Pedro, que a su vez eran una traducción de la voz del Espíritu Santo.
Toda traducción es un traslado.
En la Edad Media, traslatio era el acto de mover las reliquias de un santo de un lugar a otro: traducción como desplazamiento, como devolución de su naturaleza nómada a un signo, como desarraigo de una cosa sagrada del sitio en el que se halla para reubicarla en otro terreno... Traducción como movimiento, traducción como exilio. Igual que los portadores de reliquias, los traductores arrancan un texto de su apariencia externa y lo trasplantan al suelo de otra lengua. El nuevo contexto transforma y al mismo tiempo preserva el texto, le brinda una piel nueva: traducción como metáfora. Metáfora en griego y traducción en latín son la misma palabra.
La traslatio de los restos sagrados era algunas veces una furta sacra, un robo de reliquias. En 828, los venecianos les robaron a los egipcios de Alejandría el cuerpo de san Marcos para conducirlo a su ciudad bajo un cargamento de carne de cerdo que los aduaneros musulmanes se negaron a tocar. Y así, Venecia se enriqueció.
Los traductores, como los ladrones, se apropian de lo que no es suyo para enriquecer a su reino.
Piratería en nombre de patriotismo.
¿Perturba el traductor el texto?
