Guía de lugares imaginarios - Alberto Manguel - E-Book

Guía de lugares imaginarios E-Book

Alberto Manguel

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Beschreibung

Si en la Antigüedad parecía que más allá de las columnas de Hércules se extendía un universo en el que todo era posible, hoy, en una época en que hasta la última "terra incognita" ha desaparecido de nuestros mapas, aquellos maravillosos terrenos baldíos en que la fantasía podía erigir sus edificios ya no existen. Solo la imaginación de los hombres sigue creando, como ha hecho durante siglos, lugares que no caben en este mundo. Impulsados por la añoranza de lo desconocido, Alberto Manguel y Gianni Guadalupi han reunido en esta "Guía de lugares imaginarios" -que compendia la edición publicada en formato mayor en esta misma editorial-, ordenadas alfabéticamente, las más destacadas creaciones a las que, a lo largo de la historia, ha dado vida la fantasía en la literatura, desde Homero hasta Michael Crichton o J. K. Rowling, pasando por las obras del ciclo artúrico, "Las Mil y Una Noches" o los relatos de Verne, Tolkien, Borges, Calvino, Chatwin o Rushdie. Enriquecido por alrededor de un centenar de mapas, planos e ilustraciones, la obra invita al lector a internarse en el sugerente territorio de la literatura fantástica y puede servir, asimismo, como libro de referencia, al estar completado por un índice de autores que da cuenta de las obras recogidas y las entradas relacionadas con cada una de ellas.

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Seitenzahl: 1372

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Alberto Manguel y Gianni Guadalupi

Guíade lugares imaginarios

Edición abreviada

Ilustraciones de Graham Greenfield Mapas y planos de James Cook

Para Alesia, Alice Emily, Giulia, Rachel Clairey Rupert TobiasQué mares qué riberas qué rocas grises y qué islas

Prólogo

Cómo se escribió la Guía de lugares imaginarios

Feliz es el país que no tiene geografía.

H. H. Munro, Saki

Gracias a Google Earth, ahora es posible ver cada detalle de nuestro planeta en nuestras pantallas. No sólo el gran globo azul que los satélites nos permitían vislumbrar desde el espacio, confirmando la intuición de Éluard de que «la Tierra es azul como una naranja»; no sólo las masas continentales, que se desplazan a una velocidad demasiado lenta para el ojo humano, y los relieves de ríos y montañas que las entrecruzan como venas y cicatrices. Hoy en día la tecnología nos da acceso a bosques y valles, ciudades y aldeas, viviendas y patios. Desde el otro lado del mundo uno casi podría observar la sala de una casa de Tombuctú o espiar una reunión familiar en Tonga. El folle volo que Dante atribuía a Ulises ya no es posible, a menos que sea bajo supervisión humana. Hemos aniquilado la privacidad.

Hasta el siglo pasado todavía podíamos imaginar los paisajes no descritos de algunas escasas regiones dispersas del mundo que aún no se habían explorado ni cartografiado. En el globo terráqueo que tenía en mi escritorio cuando era un niño había algunas áreas rosadas, aquí y allá, que a mí me parecían mucho más fascinantes que los países limitados por formales líneas de puntos y etiquetados en gruesas mayúsculas con sus fronteras políticas rígidamente señaladas. En lugar de conformarme con el dictamen de que tal sección era Rumanía y ese punto Bucarest, prefería inventar mi propia geografía para los espacios coloreados e indefinidos de África y los polos, con nombres más misteriosos que Tanganica y sitios más tentadores que el lago Titicaca. Luego, apenas unos años después, en mis clases de geografía, me quitaron esa libertad y hasta los pocos lugares ignotos se volvieron conocidos y quedaron etiquetados para siempre. Mi exploración cesó, salvo en el terreno seguro de la Guide Bleu.

Entonces, a mediados de los setenta, conocí a Gianni Guadalupi. Yo había empezado a trabajar para Franco Maria Ricci en Milán, donde Gianni era editor jefe, y no tardamos en hacernos amigos. Me atrajeron su inmensa generosidad intelectual, su inteligente sentido del humor, su callada erudición, y en poco tiempo empezamos a crear métodos para subvertir nuestro trabajo editorial. A Gianni le apasionaban los atlas y las obras históricas extrañas (especialmente las ucronías, que imaginaban qué habría pasado si Napoleón hubiera triunfado en Waterloo o si los romanos no hubieran derrotado a Aníbal). Aunque no le gustaban los viajes físicos, le encantaba seguir los trayectos y las rutas desplegados en viejos mapas y en las guías de viaje Baedeker, de los que guardaba una colección espléndida, que finalmente fue a parar a un gallinero reformado en Arona, en cuyo cielorraso pintó frescos naif de las Siete Maravillas del Mundo.

Disfrutábamos mucho trabajando juntos en las oficinas de la editorial Ricci. Encargábamos (y a veces inventábamos) textos para diversas antologías; traducíamos, excediéndonos en la libertad poética, toda clase de relatos y ensayos (yo del inglés al español y a continuación Gianni del español al italiano), lanzábamos algunos ejemplares del boletín informativo de la editorial y, lo que nos causaba más placer, pasábamos horas hablando de libros y leyendo.

Un día, Gianni me habló de una novela que había descubierto, La ville vampire de Paul Féval, y comentó que sería divertido escribir una especie de guía turística de la Ciudad de los Vampiros, con información sobre cómo llegar, dónde alojarse, qué comer, qué sitios visitar, datos tomados de la novela misma. No inventaríamos nada. De inmediato nos pusimos manos a la obra y en poco tiempo llenamos unas cuatro o cinco páginas de consejos para viajeros a la ciudad de Féval. ¿Por qué parar aquí? –preguntó Gianni–. ¿Por qué no ampliamos la guía hacia otras ciudades imaginarias? ¿Por qué no incluir países también, y hasta continentes? Empezamos a enumerar las regiones imaginarias que recordábamos. Pronto nuestra lista alcanzó varios centenares de nombres. Así fue que empezó la Guía de lugares imaginarios.

Descubrimos muy pronto que la geografía de la imaginación es infinitamente más vasta que la del mundo material. Por banal que suene esa afirmación, nos permitió experimentar la inmensa generosidad que implicaba nuestra tarea: dar entidad a paisajes y criaturas que no pueden reclamar su presencia en el mundo de los volúmenes y los pesos. Como los angélicos habitantes cuyas jerarquías debatieron nuestros antepasados, como el unicornio y la mantícora, como el indescriptible éter y el misterioso flogisto, como los conceptos de democracia perfecta y buena voluntad para todos los hombres, los lugares imaginarios no necesitan ser reales para existir en nuestra conciencia. Utopía, el País de las Maravillas, la Atlántida y El Dorado están siempre presentes, aunque su ubicación no se consigne en ninguna cartografía oficial. «No está en ningún mapa. Los lugares verdaderos nunca lo están», escribió Herman Melville después de ver una buena parte del mundo llamado real. Gianni y yo coincidíamos con él.

Descubrimos que era necesario restringir nuestra búsqueda. En aras de la economía literaria, eliminamos cielos e infiernos, así como lugares que no estuvieran en el planeta Tierra. Decidimos no incluir lugares imaginarios que eran meros seudónimos de sitios reales, tales como el Yoknapatawpha County de Faulkner y la Balbec de Proust. Escogimos no explorar mundos paralelos ni lugares en el futuro, puesto que, según la lógica de nuestra Guía, contradirían o se superpondrían con nuestros lugares imaginarios «del presente». Aun así, terminamos con miles de entradas. Por supuesto que cada año se inventan más lugares imaginarios y, desde entonces, la Guía se revisó y aumentó dos veces. De hecho, ésta es su tercera reencarnación.

Sin embargo, han quedado fuera muchos lugares. Desde la última revisión se ha publicado el resto de la saga de Harry Potter, con nuevas ubicaciones mágicas y características asombrosas. En los últimos años, autores como Joe Abercrombie (creador de la trilogía de La primera ley), China Mieville (y sus terroríficas La ciudad y la ciudad, Embassytown y Rey rata) y George Martin (cuyos libros han dado a luz el territorio de Juego de tronos), así como muchos otros, han extendido esa geografía imaginaria y la han enriquecido con aventuras extraordinarias. La televisión ha contribuido con la misteriosa isla de Perdidos y con distinguidas localizaciones urbanas como Orson, Indiana (The Middle); Deadwood, Arizona (Deadwood), y Lakestop, Nueva Zelanda (Top of the Lake). Los videojuegos, desconocidos cuando se publicó la primera edición de la Guía, son hoy un género con reglas propias, y han conjurado en la pantalla castillos encantados, ciudades guerreras, países sitiados, islas desconocidas y vastos continentes que merecerían, cada uno de ellos, una entrada en este libro. Pero, por desgracia, el tiempo y la energía del compilador determinaron otra cosa. Tal vez, en el futuro, estos lugares encuentren el lugar merecido en nuestra Guía. Ojalá los lectores nos perdonen que se omitan en esta edición.

Gianni murió en 2005, pero su pasión exploradora todavía deambula por las páginas de nuestra Guía. Cuando la escribimos, tantos años atrás, con la energía y la persistencia que sólo los jóvenes pueden tener, nos ceñimos estrictamente a las reglas que nos habíamos impuesto –escribir las entradas como si los lugares existieran realmente y no añadir ningún hecho que no estuviera en las obras originales—, con dos excepciones. Decidimos permitirnos inventar un lugar cada uno, incluyendo su autor apócrifo y su bibliografía. El de Gianni era maravilloso: ingenioso, original, totalmente convincente. No revelaré cuáles son esos lugares «falsos», pero sí diré que, cuando salió la reseña del libro en el New York Times, el crítico elogió en particular una de esas entradas, añadiendo que él (el crítico) estaba especialmente complacido por su inclusión, ya que había leído el libro en cuestión en su juventud y le había encantado, pero era la primera vez que encontraba una referencia a ese texto.

Ése es el poder de la ficción, en el que Gianni, con tanta inteligencia, creía.

Alberto Manguel

Agradecimientos

Deseamos expresar nuestra más profunda gratitud a David Macey, quien con tanto cuidado e inteligencia leyó gran parte de las fuentes originales de este libro, a Louis Dennys, que creyó en el libro mucho antes de que se hubiera escrito la primera de las voces y que, con su talento y dedicación, nos permitió llevarlo a término, a Marilyn Wachtel, por su ayuda y paciencia y el sabio consejo del mejor de los amigos, y a Gianpaolo Dossena, por sus muchísimas y útiles sugerencias.

Queremos dar las gracias también a Malcolm Lester y a nuestra agente, Lucinda Vardey, que respaldaron el proyecto con tanto entusiasmo durante tanto tiempo; a los investigadores Michel-Claude Touchard, Olivier Touchard, Cynthia Scott, Trista Selous, Margaret Atack, Christine Robinson, Gillian Horrocks, Andrew Leake, Doro-thea Gitzen-Hubert, Sean, Michael y Han Wachtel, y a Gena Gorrell, que corrigió el libro; a los que nos proporcionaron claves útiles, como Marie-Noëlle y Charles-Édouard Frémy, Anne Close, Didier Millet, Rudolf Radler y John Robert Colombo; a los profesores Harold Beaver de la Universidad de Warwick y Hallstein Myklebost de la Universidad de Oslo; a Lin Salamo, director editorial de los Manuscritos de Mark Twain de la Universidad de California en Berkeley; a Victor Brewer por su meticulosa comprobación de todos los mapas y dibujos; a Nick Bernays por su inapreciable consejo técnico y a Zoë Chambers por sus dos años de laboriosa mecanografía.

Agradecemos asimismo la ayuda del personal de la British Library de Londres, la Bibliothèque Nationale de París, la Metropolitan Library de Toronto, la Biblioteca Ambrosiana de Milán, el Goethe Institute de Londres, los Archivos del National Film Theatre de Londres, la Nobelsbibliothek de Estocolmo y la Biblioteca Pública de Nueva York.

No hubiéramos podido compilar nuestro diccionario sin los libros fundamentales de Pierre Versins, Encyclopédie de l’Utopie, des Voyages extraordinaires, et de la Science-Fiction, París, 1972, y de Philip Grove, The Imaginary Voyage in Prose Fiction, Nueva York, 1941. Consultamos mucha más bibliografía, pero estos dos libros han sido esenciales para nuestro trabajo y hacemos constar aquí nuestra deuda hacia ellos. Queremos expresar también nuestro agradecimiento a Italo Calvino, quien en su día nos dio permiso para utilizar varios textos de su libro Las ciudades invisibles.

Y, por último, nuestra gratitud a Polly Manguel, que exploró las bibliotecas, leyó las fuentes, anotó las voces, corrigió la copia mecanografiada y compartió dos años de una existencia nómada, desde Shangri-La hasta Ruritania.

A

Abadía, La (también llamada Abadía de la Rosa, aunque esta denominación es mucho más reciente). Ruinas de una abadía italiana situada en lo alto de un monte desde donde se dominan dos aldeas, hoy despobladas. Un incendio la destruyó en 1327. De las dos grandes y magníficas construcciones, sólo quedan ruinas dispersas. La hiedra cubre lo que queda de los muros, las columnas y los raros arquitrabes que no se han derrumbado.

En sus días de gloria la abadía no era tan majestuosa como las de Estrasburgo, Chartres, Bamberg y París. Sólida y bien plantada en tierra, como una fortaleza, presentaba en el primer piso una serie de almenas cuadradas. Por encima de este piso se erguía una segunda construcción, que, más que una torre, era una segunda iglesia calada por una serie de ventanas de línea severa y cuyo tejado terminaba en punta. Su portada estaba dominada por un gran tímpano flanqueado por dos pies rectos y, en el centro, había una pilastra esculpida que dividía la entrada en dos aberturas, defendidas por puertas de roble con refuerzos metálicos. La piedra historiada deslumbraba al viajero, sumergiéndole en la visión inolvidable de un trono colocado en medio del cielo, y, sobre el trono, alguien sentado, de rostro severo e impasible; sus ojos, muy abiertos, lanzaban rayos; el cabello y la barba le caían majestuosos sobre el rostro y el pecho, como las aguas de un río, formando como regueros del mismo caudal uno a cada lado. Alrededor del sedente, y encima del trono, se veían cuatro animales terribles: un águila, con grandes alas desplegadas y el pico abierto, un toro y un león alados y coronados con nimbos, aferrando entre sus pezuñas y zarpas sendos libros, y un hombre lleno de gracia y belleza pero, inexplicablemente, aterrador.

Excepto por su pared oriental, derrumbada, el Edificio –que es lo primero que atrae la mirada del viajero– parece mantenerse en pie y desafiar el paso del tiempo. Los dos torreones exteriores que dan al precipicio están casi intactos. En su apogeo, el Edificio era una construcción octogonal que de lejos parecía un tetrágono, figura perfecta que expresa la solidez e invulnerabilidad de la Ciudad de Dios.

La más notable de todas las construcciones de la abadía era la biblioteca, que se encontraba en el interior del Edificio. Se pasaba a la biblioteca, cuyas puertas vigilaba celosamente el bibliotecario, por el osario, donde había un pasadizo secreto. La arquitectura de la biblioteca era la de un laberinto de escaleras que no conducían a ninguna parte, salas que reflejaban otras salas, espejos, hojas de vidrio con ondulaciones, corredores sin salida, puertas ciegas. Algunos dicen que sus anónimos arquitectos se inspiraron en los planos de la Biblioteca de *Babel.

De todos los tesoros que albergaba la biblioteca, el más importante era el tratado sobre la comedia, de Aristóteles, que se creyó perdido durante muchísimo tiempo. Para que el mundo no conociera esta obra, que inculcaba a los hombres el olvido de Dios, se supone que un monje, ya muy anciano, cometió una serie de crímenes atroces que culminaron con la destrucción de la abadía.

(Umberto Eco, Il Nome della rosa, Milán, 1980)

Abaton (del griego a, ‘no’, y baino, ‘voy’). Ciudad de localización cambiante. Aunque no es inaccesible, nadie ha podido llegar jamás hasta ella, y los viajeros empeñados en encontrarla han pasado años y años errando en su busca sin conseguir vislumbrarla. Algunos viajeros, sin embargo, la han visto elevarse ligeramente en el horizonte, al atardecer. Inexplicablemente, mientras que esta visión ha causado en algunos una alegría inmensa, ha dado lugar en otros a una pena terrible. El interior de Abaton nunca ha sido descrito, pero se dice que sus muros y torres son de color celeste o blanco o, según otros viajeros, de color rojo fuego. Sir Thomas Bulfinch avistó los contornos de la ciudad de Abaton en un viaje que hizo de Glasgow a Troon atravesando Escocia y describió los muros como «amarillentos», mencionando que una música distante, tal vez la de un clavicordio, emergía del otro lado de las puertas, pero esto parece poco probable.

(Sir Thomas Bulfinch, My Heart’s in the Highlands, Edimburgo, 1892)

Abdales, Reino de los. Extensa área de la costa septentrional de África, colindante con el reino de Anficleocles.

Látigo de punta de hierro empleado en la tortura judicial. Reino de los Abdales.

Muchas leyes y costumbres de los abdales pueden parecer crueles al viajero inexperto. Uno de los entretenimientos más populares es el Lak-Tro Al Dal, que consiste en que cuatro hombres desnudos comiencen a insultarse, para, después, golpearse, hasta que, finalmente, un quinto los azota para diversión de todos los espectadores. Acto seguido, los cuatro hombres se vuelven hacia su verdugo y le golpean hasta dejarlo casi muerto. Luego lo sientan en una banqueta a la cual hay amarradas cuatro sogas que agitan con fuerza hasta que la víctima salta por los aires y cae otra vez sobre la banqueta, prolongándose el juego por espacio de una hora. Después lo arrojan por una ventana a la multitud que lo espera abajo y que sigue maltratándolo hasta que lo entierra dejándole fuera sólo la cabeza; luego, todos van pasando y se orinan en ella. Los otros cuatro hombres son llevados a la picota, donde les arrancan el pelo a tirones. Una crueldad similar se observa en una forma de tortura legal llamada Gis-Gan-Gis, poco usada en nuestros días. En ésta, la víctima es flagelada con látigos de colas de hierro hasta provocar su desvanecimiento. La reviven dándole deliciosos manjares para, después, volverla a azotar, y así hasta su muerte. El castigo es administrado por cuatro verdugos, cuyo jefe, el Goulu-Grand-Gak, tiene derecho a reclamar la piel de la víctima. Las pieles de los criminales así ejecutados se curten en orina y luego se venden a las damas elegantes como finísima materia prima para sus trajes.

En las bodas abdales, el personaje principal es el testigo del novio, o Ab-Soc-Cor. El día antes de la ceremonia, el testigo visita a la novia. Al atardecer se encierra con ella en una pieza oscura y la instruye en lo que son sus deberes sexuales y físicos como esposa, cerciorándose, además, de que es virgen.

Los ritos funerarios se caracterizan por el gran respeto a los muertos. Lavan el cadáver, lo visten con sus mejores galas y le preguntan por la causa de su muerte. Si no contesta lo colocan de pie en un ataúd grande y hondo, el Tou-Kam-Bouk, y le dejan aguja e hilo para que, llegado el caso, remiende su ropa. Llenan luego el Tou-Kam-Bouk con hierbas aromáticas para conservar el cadáver y lo cuelgan en el dormitorio del finado.

Los abdales consideran ofensivo señalar con el dedo. Este gesto se usa solamente para designar al rey y a la divinidad. Todo lo demás se señala con el codo.

En la actualidad gobierna el rey Mocatoa, o Houcais, para designarlo con su título oficial. Distinto del resto de la población, Mocatoa es blanco, por ser hijo de madre blanca.

Aquellos que visiten la región observarán que el árbol típico del reino de los abdales sorprende por su altura. Su fruto es grande como un melón y tan liviano que rebota al caer; su jugo transparente embriaga y su pulpa sabe a pan de arroz. A veces se ven unos enormes pájaros carnívoros que vienen del mar y anidan en los peñascos solitarios. Las crías alcanzan el tamaño de un toro y son capaces de llevarse una oveja o una vaca entre sus garras.

(Charles Fieux de Mouhy, Lamekis, ou les voyages extraordinaires d’un Egyptien dans la terre intérieure avec la découverte de l’lsle des Silphides, enrichi des notes curieuses, La Haya, 1735)

Abdera. Ciudad tracia del Egeo, cercada por murallas y célebre por los curiosos razonamientos de su gente. Muchas fábulas se han relatado acerca del extraño uso que hacen de la lógica los habitantes de Abdera. Por ejemplo, cuando la ciudad fue dividida en dos distritos, este y oeste, los que vivían en el oeste se lamentaron por haber perdido «su distrito este» y los del este deploraron la pérdida de «su distrito oeste».

Pero Abdera también es única por sus caballos. El templo más hermoso de la ciudad está consagrado a Arión, el caballo que Neptuno hizo surgir de la tierra con un golpe de su tridente. Los motivos hípicos son el adorno más común de las casas, las naves y las columnas; las caballerizas llegan a considerarse como una prolongación del hogar y algunos pesebres tienen frescos sencillos. Con todo, ciertos corceles aspiran a un lujo y refinamiento máximos. Una yegua exigió espejos en su pesebre, arrancándolos con los dientes de la propia alcoba de su dueño y destruyendo a coces los tres paneles cuando no aceptaron su capricho. Concedido éste, dio visibles muestras de coquetería.

Uno de los acontecimientos más señalados de la historia de Abdera fue la memorable rebelión equina. Cierto día, los caballos, cuya inteligencia había comenzado a desarrollarse pareja con su conciencia produciendo casos anormales, se sublevaron y asaltaron la ciudad. Saquearon los domicilios, mataron hombres y asnos, violaron mujeres y sólo se rindieron cuando Hércules, el héroe, acudió a salvar a los ciudadanos de Abdera.

(Anónimo, Fisiólogo latino, siglo VI a.C.; Christoph Martin Wieland, Die Abderiten, Munich, 1774; Leopoldo Lugones, «Los caballos de Abdera», en Las fuerzas extrañas, Buenos Aires, 1906)

Acaire. Bosque inmenso, perteneciente al reino de *Poictesme, rodeado por una valla baja y roja. En su interior el terreno asciende hasta formar una montaña con tres cimas. Dos de ellas se hallan cubiertas de un espeso boscaje y la del medio es yerma. Allí se encuentra el castillo de Brunelbois, que domina las aguas de un lago inmóvil, alimentado por fuentes subterráneas. Se entra al castillo por dos arcos ojivales, uno para peatones y otro para jinetes.

Brunelbois fue antaño la corte del rey Helmas, famoso por ser uno de los monarcas más simples del mundo. Pero una profecía había dicho que alcanzaría la sabiduría perfecta cuando un joven hechicero le trajera la pluma blanca que perdió en el bosque de Acaire el pájaro Zhar-Ptitza. A decir verdad, esta ave, la criatura más vieja y más sabia del mundo, no es blanca, sino púrpura, con collar dorado y las plumas de la cola rojas y azules. Pero Helmas recibió su pluma blanca. Se la dio Manuel, un antiguo porquerizo que estaba destinado a gobernar Poictesme. En realidad era una pluma de lo más corriente, pero Helmas la aceptó como si perteneciera realmente al fabuloso pájaro y su pueblo no tardó en reconocerle una sabiduría infalible. Para celebrar el acontecimiento, el Día de los Inocentes fue suprimido del calendario.

Años más tarde, Helmas discutió con su hija Melusina y ésta sumió no sólo a su padre, sino a la corte entera, en un sueño mágico del que no despertarían. El viajero encontrará a Helmas en su trono, con su manto de armiño y escarlata, al lado de la reina Pressina.

Varios monstruos interesantes pueblan el bosque de Acaire: el blep negro, el estricófano con cresta y el calcar gris, por no hablar del eale parduzco, el leucrocotta dorado y el tarandus que cambia de color según su entorno. Cada una de estas criaturas es única y, por eso mismo, muy solitaria. Los viajeros que han atravesado este bosque han supuesto que eran más feroces de lo que lo son en realidad.

(James Branch Cabell, Figures of Earth. A Comedy of Appearances, Nueva York, 1921; James Branch Cabell, The High Place. A Comedy of Disenchantment, Nueva York, 1923)

Acantilados de Mármol. Nombre que recibe la cordillera que separa la *Gran Marina de la *Campaña. Una escalerilla conduce a la cima, desde donde se divisan todas las regiones de los contornos. Entre los peñascos anidan halcones y lechuzas, así como lagartos y víboras de cabeza lanceolada.

(Ernst Jünger, Auf den Marmorklippen, Frankfurt, 1939)

Acoria. País situado al sudeste de *Utopía, de escaso interés. El rey de Acoria, apoyándose en un viejo parentesco, creyó tener derechos hereditarios sobre un reino vecino y lo conquistó en una guerra, pero pronto se hizo evidente que conservar este reino era mucho más difícil de lo que había sido conquistarlo.

Las condiciones de vida en Acoria iban de mal en peor: había aumentado el número de delitos y desaparecido por completo el respeto a la ley. Pero el rey estaba tan ocupado tratando de gobernar el nuevo territorio que no tenía tiempo para cuidar el propio. Finalmente, los acorianos se enfrentaron con su monarca y le dieron a elegir entre ambos reinos. El soberano decidió entonces ceñirse a sus deberes como gobernante de Acoria y entregó el nuevo reino a un amigo, que fue derrocado poco después.

(Sir Thomas More, Utopia, Londres, 1516)

Adam, País de. Región de la jungla de Borneo, donde los discípulos de Proudhon, Fourier y Cabet, fundaron una colonia hacia 1850. Se supone que la colonia ocupa una superficie equivalente a un tercio de Francia.

En la capital, las casas son espaciosas y confortables, con agua corriente, caliente y fría, luz eléctrica, calefacción central y fonógrafo (que los pioneros inventaron antes que Edison). Existe un Ministerio de Guerra, otro de Estética Nacional y un Palacio del Placer, adonde, cada semana, pueden acudir los buenos ciudadanos a hacer el amor en grupo.

Los pioneros, nada más llegar, se refugiaron en las montañas para protegerse de los aborígenes. Poco a poco fueron afianzando su posición hasta convertirse, finalmente, en los jefes de toda la población. Su ideal era el Estado social igualitario, y para llevarlo a la práctica suprimieron toda forma de oposición para que sólo hubiera una opinión. En el País de Adam el bienestar del individuo está supeditado al bienestar de la nación. El Estado decreta lo que es agradable y útil, y todos, les guste o no, tienen que aceptarlo. La religión del Estado es el culto de la Armonía Natural, y todos los años el Ministerio de Estética Nacional organiza en su honor un desfile de jóvenes y hermosas vírgenes. El dinero no existe, pues el Estado provee de todo; sin embargo, nada se puede comprar, vender ni donar. Los individuos considerados como una amenaza para el Ideal Nacional son esterilizados. Los criminales son alistados en el ejército, donde son vigilados desde el cielo por unos bombarderos inventados ya por los pioneros en 1860. Los niños pertenecen al Estado, que los educa según los principios de la doctrina nacional. Los artistas deben abstenerse de expresar emociones personales y han de producir obras que reflejen el ideal común.

Se advierte a los viajeros que no se puede entrar en el país con bebidas alcohólicas ni tabaco, ya que las autoridades los confiscarían en la aduana.

(Paul Adam, Lettres de Malaisie, París, 1898)

Adoradores de Cabras, País de los. Extensa llanura en el sudeste de Rusia, rodeada de una cadena montañosa. Está parcialmente cubierta de pinares, salpicada aquí y allá de chozas de ramas y cañas agrupadas en pequeños pueblos o diseminadas entre los pinos. Los únicos muebles que hay en estas cabañas son jergones de paja.

Los Adoradores de Cabras son gente primitiva que se cubre con pieles de cabra. Pero usan lanzas con punta de hierro y hachas de metal, lo cual permite suponer que estuvieron en contacto con razas más desarrolladas. Son hospitalarios y amables, y siempre están dispuestos a compartir con los visitantes su exigua dieta de leche, cecina y queso. Cuando llega un extranjero, los jefes de familia echan suertes con guijarros negros y blancos. Aquellos que sacan un guijarro negro del sombrero del jefe regalan a los extranjeros una cabra para que les dé leche y les envían a sus esposas para que duerman con ellos. Rechazar los favores de estas esposas es una grave ofensa. Si el viajero decide permanecer con ellos mucho tiempo, otras mujeres, también casadas, reemplazarán a las primeras.

El idioma de los Adoradores de Cabras es áspero, gutural, como el croar de las ranas. Expresan su felicidad y gratitud con gritos y aullidos desgarradores. Cuando el forastero entra en la choza con la esposa, los hombres se quedan fuera y vociferan y gritan animándoles y deseándoles felicidad. Para dar las gracias escupen en la cara de su benefactor y después se la limpian con sus barbas. De vez en cuando, los Adoradores de Cabras se dirigen al bosque, en procesión, guiados por hombres armados y seguidos de cuatro mujeres que llevan a sus niños. Tras poner a los niños en la frente una corona de hojas y pintarles el cuerpo, les sacan las entrañas ritualmente delante de un enorme carnero mientras la gente se arrodilla, piadosa, y observa el sacrificio.

(Abbé H. L. du Laurens, Le Compère Mathieu ou les bigarrures de l’esprit humain, Londres, 1771)

Aepyornis. Isla situada en medio de un pantano, a unos ciento cincuenta kilómetros al norte de Antananarivo, o Tananarive, en Madagascar. Debe su fama a ser el único hábitat conocido de los aepyornis, una especie extrañísima de pájaro. Las aguas saladas que rodean la isla contienen una sustancia que huele a cerusita e impide la descomposición, lo que también sirve para que se conserven los huevos que estas aves ponen en el agua.

Estos huevos, de cuarenta y cinco centímetros de largo, saben igual que los huevos de pato. Una vez abiertos, puede observarse en un lado de la yema una mancha circular de quince centímetros con estrías de sangre y un trazo blanco, con forma de escalera. El embrión del aepyornis tiene la cabeza grande y el lomo curvo. El adulto alcanza más de cuatro metros de alto, tiene la cabeza ancha como una alabarda y dos ojos grandes y de iris marrón sobre fondo amarillo, más parecidos a los de un hombre que a los de una gallina. Su fino plumaje es al principio de color marrón sucio con una especie de costra gris que no tarda en caérsele, pasando después a un verde bellísimo. La cresta y la barba son azules.

Existen cuatro especies de ae-pyornis que son, de menor a mayor, vastus, maximus, titan y vastissimus. Es aconsejable que el viajero sepa que aprenden a hablar mejor que los loros y que no es raro que ataquen a quien les enseñó si los contradice.

Ningún europeo ha visto jamás a un aepyornis vivo, a excepción quizá de Macer, que estuvo en Madagascar en 1745, y de un tal Butcher, que embarrancó en la isla en 1891. Se sospecha que el aepyornis está emparentado con el ave roc de Simbad. (Véase Isla del *Roc.)

(H. G. Wells, «Aepyornis Island», en The Stolen Bacillus and Other Incidents, Londres, 1894)

Afania. Reino de Europa Central. El país debe su fama a sus muchas campanas y campanarios, y a la estatua del rey Rumti, a quien un hada buena transformó en piedra porque, distraído, se había olvidado de dar limosna a un mendigo.

Afania es un país literario. Cuenta con un código especial para los delitos literarios y con un Tribunal de las Letras presidido por seis jueces que reciben enormes salarios para compensar su obligada abstención de la literatura. Los culpables de plagiar las obras de otros escritores son enviados a empujar la rueda del molino durante tres años. Las adaptaciones del francés se consideran contrabando y los errores de sintaxis se castigan con la pena capital. El presuntuoso capaz de escribir frases como «Las leyes gramaticales, originalmente promulgadas por Lindley Murray, las cuales ha sancionado el uso general» es inmediatamente ejecutado. Para preservar la pureza del estilo, los adjetivos se conservan en la Biblioteca Nacional, y los autores no pueden emplear más de una cierta cantidad al día, con el permiso especial de, al menos, tres de los Jueces de las Letras. A pesar de todas estas normas, se publican numerosos libros al año, la mayoría de ellos excelentes. La regulación relacionada con la actividad editorial es precisa: por cada libro que se vende, el editor se reembolsa el costo del papel, la impresión y la encuadernación del libro según un determinado porcentaje que varía entre el uno y el cinco por ciento según la clase de edición. Como nadie mejor que él puede juzgar el valor de los libros que se le ofrecen, si el libro es malo es de ley que pierda íntegramente el valor de la edición. Los escritores, en cambio, reciben toda la ganancia (menos ese porcentaje) que producen los libros: se supone que el éxito de la obra depende de lo que ellos añadieron al papel, ya que la impresión y la encuadernación son comunes a todos los libros.

Reciben salario solamente los que no hacen nada; se supone que los demás, los que trabajan de verdad, lo hacen inspirados por el deseo de medrar, más que por un sentido innato del deber.

El Rememorador Oficial guarda la Historia y debe recordarle al rey todas las cosas. Este puesto fue creado por el rey Buffo LXI, quien había perdido el extremo superior de la cabeza –incluyendo el asiento de la memoria– en un combate contra Swashdash, el gigante usurpador.

(Tom Hood, Petsetilla’s Posy, Londres, 1870)

Afortunadas, islas. Archipiélago situado justo a la entrada del Mediterráneo.

Debemos una descripción parcial de estas islas a un druida de Skeer a quien una voz ordenó abordar una nave misteriosa y navegó mar adentro durante siete días. Al octavo, a la luz del sol poniente vio una isla de verdes colinas y hermosos árboles que llegaban hasta el mar y picos de cuyas cimas brotaban límpidos torrentes, envueltos en brumas brillantes y transparentes. Probablemente era Ombrios, una de las islas del archipiélago. Las islas Afortunadas son cinco: de este a oeste, Junonia, Canaria, Nivaria, Capriaria y Ombrios. Así las llamó Juba, el erudito rey de Mauritania. Canaria debe su nombre a los enormes perros errantes que la habitan, Capraria a los curiosos y enormes lagartos que trepan por los peñascos de la costa, Ombrios al agradable estanque que se halla en medio de las montañas y Nivaria a que siempre está cubierta de brumas y nieve.

(Homero, Odisea, siglo IX [?] a.C.; Marco Tulio Cicerón, Cartas a Ático, 68-44 a.C.; Plinio el Viejo, Historia natural, siglo i; Plutarco, Vida de Sertorio, siglo i; Ptolomeo, Geografía, siglo II; James Macpherson, An Introduction to the History of Great Britain and Ireland, Dublín, 1771; Julien-Jacques Moutonnet de Clairfons, Les Îles Fortunées, ou les Aventures de Bathylle et de Cléobule, par M. M. D. C. A. S., París, 1778; Sir Walter Scott, Count Robert of Paris, Londres, 1898)

Agartha. Antiguo reino enclavado en la actual Sri Lanka, aunque algunos viajeros también lo ubican en el Tíbet. Agartha merece ser citado porque los viajeros que lo atraviesan ni siquiera llegan a darse cuenta de ello. Es posible que, del mismo modo, hayan vislumbrado Paradesa, la célebre Universidad del Conocimiento donde se conservan todos los tesoros ocultos y espirituales de la humanidad. Y también que, sin ser conscientes de ello, hayan recorrido la regia capital de Agartha, que guarda el trono de oro adornado con las imágenes de dos millones de pequeños dioses. Posiblemente, también les dijeron (y ahora lo han olvidado) que esta exuberancia divina asegura la cohesión de nuestro planeta. Si cualquier mortal llegase a enojar a alguno de estos dos millones de dioses, la cólera divina se haría sentir en el acto: los mares se secarían y las montañas se pulverizarían, convirtiéndose en desiertos. Tal vez resulte superfluo añadir que los viajeros habrán visto y olvidado que Agartha posee una de las bibliotecas de libros de piedra más vastas del mundo, que su fauna cuenta con pájaros de dientes afilados y tortugas de seis patas y que entre sus habitantes hay muchos que tienen la lengua bífida.

La olvidada Agartha está defendida por un pequeño, aunque poderoso, ejército: los Templarios, o Confederados, de Agartha.

(Saint-Yves d’Alveydre, Mission de l’Inde en Europe, París, 1885; Ferdinand Ossendowski, Bêtes, Hommes et Dieux, París, 1924)

Aglaura. Ciudad de localización desconocida. Poco se puede decir acerca de Aglaura aparte de lo que sus propios habitantes han repetido siempre: una serie de virtudes proverbiales, otros tantos proverbiales defectos, alguna rareza, algún puntilloso homenaje a las reglas. Antiguos observadores, de los que no hay motivos para desconfiar, atribuyeron a Aglaura su perdurable provisión de cualidades, comparándolas con las de otras ciudades de su tiempo.

Ni la Aglaura que se describe ni la Aglaura que se ve han cambiado mucho desde entonces, pero lo que antaño era excéntrico ahora se ha vuelto normal, lo que antes parecía norma es ahora raro y las virtudes y los defectos han perdido excelencia o desdoro según un código diferente de virtudes y defectos. En este sentido no hay nada de cierto en lo que se dice de Aglaura y, sin embargo, de todo ello surge una imagen sólida y compacta de una ciudad, mientras que los juicios dispersos que se pueden deducir viviendo en ella alcanzan menor consistencia. El resultado de ello es que la ciudad de la fabulación tiene mucho de lo que se necesita para existir, mientras que la ciudad que existe carece de todo lo que para ello se requiere.

Hoy Aglaura es una ciudad desteñida, sin carácter, puesta allí como por casualidad. Pero tampoco esto es totalmente cierto: a ciertas horas, en algunos lugares a lo largo de una calle el viajero ve tomar forma la sospecha de algo inconfundible, raro, acaso magnífico; quisiera decir qué es, pero todo lo que hasta entonces se ha dicho de Aglaura aprisiona las palabras y le obliga a repetirlo antes que a decir algo nuevo.

Por eso los habitantes creen vivir siempre en la Aglaura que crece sólo con el nombre de Aglaura y no se dan cuenta de la Aglaura que crece en tierra. E incluso el viajero experimentado, que quisiera tener separadas en el recuerdo ambas ciudades, no puede sino hablar de una, porque el recuerdo de la otra, por falta de palabras que lo concreten, se ha esfumado.

(Italo Calvino, Le città invisibili, Turín, 1972)

Agua Mortal. Isla de no mucho más de ocho hectáreas de extensión, situada al este de la Isla Quemada. Caspio X, su descubridor, la anexionó a Narnia. Está cubierta de brezos perfumados y maleza, es rocosa y accidentada y tiene una alta montaña en el centro. Los únicos seres que parecen habitarla son las gaviotas.

En la isla hay dos arroyos. Uno de ellos procede de un pequeño lago que hay en la montaña rodeado de riscos. Si algo se hunde en las aguas de este lago, en el acto se vuelve oro macizo. No es aconsejable nadar en él.

(C. S. Lewis, The Voyage of the «Dawn Treader», Londres, 1952)

Aguja Hueca. Caverna natural en la costa rocosa de Etretat, Francia, a 28 km de Le Havre. Allí el galante ladrón Arsène Lupin amasó su gran fortuna, que incluye, entre otras maravillas, el tesoro de los reyes de Francia y el original de la Gioconda. Las visitas están prohibidas.

(Maurice Leblanc, L’Aiguille creuse, París, 1909)

Alali. Poblado de gigantescas mujeres en el corazón de la impenetrable Selva de las Grandes Espinas, en África, al que se llega atravesando una estrecha garganta de arenisca erosionada por los elementos en la arquitectura caprichosa de un sueño.

La sociedad de Alali está completamente dominada por las mujeres. Como las mujeres no pueden admirar a los hombres, a los que dominan, tampoco los aman, por lo que los tratan con brutalidad y desprecio. Las niñas reciben el pecho durante algunos meses y luego tienen que arreglárselas como puedan para procurarse los alimentos. A los niños, en cambio, se los encierra en un corral hasta que cumplen quince o diecisiete años y después se los echa a la selva. Allí se convierten en presa y cualquiera de la tribu puede cazarlos, incluso sus madres. A los hombres adultos o bien los matan a golpes o los conservan como esclavos. A algunos los utilizan para fines meramente reproductores.

(Edgar Rice Burroughs, Tarzan and the Ant Men, Nueva York, 1924)

Alastor, Caverna de. Situada en algún lugar del Cáucaso, entre precipicios y remolinos. El soñador Alastor la descubrió cuando abandonó su casa en busca de extrañas verdades en tierras ignotas. Si en alguna ocasión algún viajero sueña con un lugar similar, será mejor que no lo busque, pues esa región sólo trae desesperación y desengaño a quien la alcanza.

Los laberintos de la caverna llevarán al viajero de vuelta a la luz del día y a un remolino. Las aguas del remolino elevan las barcas hasta una fisura abierta en la pared de la roca, donde aquéllas se desbordan para pasar a bordear un bancal sereno y herboso. Un arroyo suave y susurrante se aleja del abismo para perderse entre árboles y flores amarillas; algo más lejos, las ramas de los árboles llegan hasta el agua y, en las escarpadas orillas, acechan al viajero cavernas oscuras. La vegetación se espesa en robles, hayas, cedros y, más arriba, en fresnos y acacias. Bajo los árboles frondosos hay prados de hierba; una cañada especialmente oscura se engalana de rosas almizcladas y jazmines. El arroyuelo sigue su curso a través de un variado paisaje, por barrancos, sobre musgo y piedras, por llanuras, montañas y gramas altas que se entremezclan con las raíces de los antiguos pinos que crecen en el empobrecido suelo. En una de estas montañas hay un refugio conocido como La Tumba de Alastor, un tranquilo lugar enteramente cubierto de hiedra entre raíces y rocas despeñadas.

(Percy Bysshe Shelley, Alastor or The Spirit of Solitude, Londres, 1816)

Albinos, Tierra de los. Pequeña región mal delimitada, en alguna parte de África Central. Sus habitantes son albinos, con rasgos semejantes a los de los negros de los países vecinos. Tienen ojos de perdiz y el pelo blanco como un algodón finísimo.

Los albinos son muy pocos y nada se sabe de su vida social o política.

(Voltaire [François Marie Arouet] Essai sur l’histoire générale et sur les moeurs et l’esprit des nations depuis Charlemagne jusqu’à nos jours, Ginebra, 1756)

Albraca. Capital fortificada del reino de Galafrón en el extremo oriental del Catay. Angélica, la hija de Galafrón, que causó la locura de Orlando e hizo que tantos paladines de Carlomagno se enamoraran de ella, se refugió en la fortaleza de Albraca para huir del rey de los tártaros, quien la sitió. Orlando, que acudió en defensa de Angélica, le dio muerte.

(Matteo Maria Boiardo, Orlando innamorato, Milán, 1487; Ludovico Ariosto, Orlando furioso, Ferrara, 1516)

Albur. El mayor estado de *Plutón, el mundo subterráneo situado en el centro de la oquedad interna terrestre. A pesar de la reducida apariencia de su tamaño –ciento veinte leguas de largo por setenta y cinco de ancho–, el país tiene cuatrocientas ciudades y cuarenta y cinco millones de habitantes. La gente de Albur mide alrededor de sesenta centímetros de altura, tiene la piel blanca y es la más civilizada de este mundo en miniatura. Su agricultura es compleja y usan armas y herramientas de bronce.

Todas las ciudades de Albur están construidas siguiendo un modelo único. Orasulla, la capital, se distingue de las demás ciudades por su tamaño. Rodeada de una muralla, su trazado obedece a un esquema circular. Es una circunferencia de una legua de diámetro con un millón de habitantes. Las calles arrancan de una plaza central donde hay una gran pirámide, centro de la vida religiosa del país.

Albur es una monarquía hereditaria. La sociedad está basada en un orden jerárquico cuyos estamentos se distinguen según el color de la vestimenta. El rey viste de rojo y es el único que puede usar este color. Los ministros, sacerdotes y magistrados visten de azul y llevan cinturones de distintos colores de acuerdo con su rango o función; los poetas y los escritores visten de blanco. Estos órdenes constituyen la aristocracia de Albur, siéndolo el primer grupo por nacimiento. Obreros y mercaderes visten de verde oscuro y claro, respectivamente; médicos, mineros, cocineros y sepultureros van vestidos de negro, y los artesanos de gris. Los criados, el estamento más bajo de la jerarquía, llevan vestimentas amarillas. Las esposas de los ministros, sacerdotes y magistrados se visten de rosa, y las de los poetas y escritores ennoblecidos, de blanco. Las mujeres de los integrantes de los demás órdenes llevan el mismo color que sus maridos, aunque ligeramente más claro. La reina viste de blanco con un cinturón rojo.

Una ley promulgada en los tiempos del rey Brontes establece que un monarca reinante no reciba homenajes y que tampoco se le dediquen estatuas o monumentos mientras viva. Las monedas del reino llevan la efigie del rey anterior, a condición de que haya sido un hombre de bien.

Todo aquel que visite la capital deberá vestirse según la costumbre del lugar y respetar sus reglas morales. Asimismo, deberá observar la prohibición de comer carne o pescado, cuyo origen se remonta al culto del dios de Plutón.

En Albur hay elefantes apenas más grandes que un ternero, que son utilizados para tirar de los carruajes de montura para los soldados. Los animales más grandes del país son los lossine, unos lagartos de casi dos metros de largo. Según parece, son buenos compañeros del hombre y los granjeros ricos los usan como perros guardianes.

Se recomienda al visitante asistir a alguna de las muchas ceremonias funerarias de Albur. Los cuerpos de los que fueron virtuosos son incinerados y sus cenizas depositadas en unas esferas de bronce que luego se guardan en el templo. A los criminales, en cambio, se les entierra; el castigo que merecen sus cuerpos es pudrirse bajo tierra.

El matrimonio es cuestión de elección personal. Los jóvenes que deseen casarse deberán anunciarlo a sus padres ocho días antes de la ceremonia. Los solteros que han pasado la treintena son privados de casi todos sus derechos civiles y políticos y los que mueren célibes son enterrados, no incinerados.

El centro de la vida artística y cultural de la nación es la Academia de Orasulla. La Academia cuenta con doce miembros permanentes designados para estudiar el idioma del país y examinar todas las novedades de tipo lingüístico. Los integrantes de la Academia leen además todos los poemas, novelas y obras literarias, corrigen las faltas de gramática o de vocabulario, si las hay, y censuran las obras que juzgan inmorales.

El gran museo de la capital está compuesto de cuatro edificios construidos alrededor de una plaza. En el primero se conservan las esculturas. El segundo guarda la colección nacional de pinturas más una encantadora serie de ciento veinte escenas de la vida rural. El tercer edificio está consagrado a las exposiciones históricas y a una colección de medallas. En el cuarto se pueden admirar los inventos modernos junto con trajes y armas del pasado.

Albur fue descubierto en 1806 por un grupo de marinos ingleses y franceses que naufragaron en el Ártico y acabaron accediendo a Plutón por la entrada del Polo Norte que se encuentra en las Montañas de Hierro. Fueron muy bien recibidos, pero tuvieron que irse cuando los alburianos descubrieron que habían comido carne. Antes de partir visitaron el Imperio Banois, viajaron por varios países de Plutón y regresaron, por fin, a la superficie de la Tierra por la entrada del Polo Sur.

(Collin de Plancy, Voyage au centre de la terre, ou aventures de quelques naufragés dans des pays inconnus. Traduit de l’anglais de Sir Hormidas Peath, París, 1821)

Alca o Isla de los Pingüinos. República situada en el canal de la Mancha, actualmente adherida a Francia. Sus altas montañas dominan un paisaje verde y placentero donde abundan ciertas especies de caña, sauces, higueras y robles. Hacia el norte, la isla forma una bahía muy profunda; al este la costa es rocosa, deshabitada, y la gente la llama la costa de las Sombras y cree que viven allí las almas de los que se fueron. Hacia el sur se encuentra la bahía de los Buzos, rodeada de huertas. En el sur hay una iglesia y un monasterio construidos por el venerable Maël. Cuenta la leyenda que Maël fue enviado por el diablo a una isla desierta en el océano Ártico y que una vez allí, inocente y generoso como era, decidió bautizar a los únicos pobladores de la isla: los pingüinos. El arcángel Rafael transformó a los pingüinos de Alca en hombres y puso la isla a la deriva hasta que tocó las costas del norte de Francia quedándose adherida al continente. Los hombres-pingüinos pasaron por todos los estadios de la civilización, primero descubrieron su desnudez, como Adán y Eva, y luego el sentido de la propiedad y las diferencias sociales. La historia antigua de Alca está relatada en la célebre Gesta Pingouinorum. Alca tuvo su Edad de Oro en los tiempos del emperador Trinco, quien conquistó medio mundo y fundó los Estados Pingüinos, más tarde abolidos. En la actualidad, Alca es una república de más de cincuenta millones de habitantes, y los prados otrora verdes están hoy ocupados por fábricas y oficinas.

Algunos han dicho que, mientras iba a la deriva, la isla de Alca había tocado las costas latinoamericanas, por lo que sir John Narborough la reivindicó para Gran Bretaña durante el reinado de Carlos II. Pero nadie lo ha demostrado.

(Anatole France, L’Île des pingouins, París, 1908; Daniel Defoe, A New Voyage Round the World, By A Course never sailed before. Being A Voyage undertaken by some Merchants, who afterwards proposed the Setting up an East-India Company in Flanders, Londres, 1724)

Alcanfor, Isla del. Situada en algún lugar del océano Índico, debe su nombre a los muchísimos alcanforeros que crecen en la isla. Las ramas de estos árboles son tan grandes que su sombra puede cobijar a más de cien personas. Si el viajero desea coger alcanfor de un árbol no tiene más que pinchar éste con un palo puntiagudo: saldrán gotas de agua de alcanfor que, al contacto del aire, toman la consistencia de la goma.

En la isla vive un animal extraño, el karkadann, más grande que un camello y que se alimenta de forraje. En medio de la cabeza tiene un cuerno enorme que parece la silueta de un hombre. Si un elefante se cruza en su camino, el karkadann lo atraviesa con el cuerno y sigue su camino con él así clavado. Entonces el elefante muere, y su grasa, que se derrite al sol del mediodía, se escurre por la cara del karkadann y lo deja ciego. Cuando esto sucede, el animal se dirige a la playa, donde un ave llamada roc o ruj lo coge entre sus garras y se lo lleva para que sirva de alimento a sus crías. (Véase también Isla del *Roc.)

(Anónimo, Las mil y una noches, siglos XIV-XVI)

Alcina, isla de. Se encuentra, según afirman algunos viajeros, cerca de la costa del Japón; según otros, en el Caribe. Es grande como Sicilia y su flora es abundante: bosques de laureles, palmeras, cedros, mirtos y naranjos dan sombra a un paisaje de colinas bajas y prados. La fauna es escasa: liebres, conejos, ciervos, cabras y algunos monstruos. La situación política es algo compleja. Al morir el rey anterior, su hija legítima, Logistilla, se convirtió en la legítima heredera del trono. Pero el rey tenía otras dos hijas habidas con otra mujer, Alcina y Morgana, ambas entregadas a las artes de la hechicería. Alcina y Morgana se repartieron la isla propiedad de Logistilla y dejaron a su hermanastra una estrecha franja de tierra situada entre un gran golfo y una colina escarpada y salvaje. Pero Ruggiero, el paladín, vino a cambiar las cosas. A él debemos la única descripción de la isla, y de Alcina y sus costumbres. Cuenta Ruggiero que Alcina, para satisfacer su lujuria, atraía a sus amantes a la isla y, luego de gozarlos, los transformaba en plantas o piedras. Mandaba la bruja un ejército de monstruos, machos, hembras y hermafroditas: centauros, hombres-gato, hombres-mono y hombres-perro, y con sus artes mágicas había levantado una ciudad espléndida, la capital de la isla de Alcina, rodeada de altísimos muros de oro, así como un palacio, tal vez el más bello y fastuoso del mundo. Ruggiero, prendado de Alcina nada más contemplar su belleza, se convirtió en su amante; pero gracias a un anillo mágico que poseía no tardó en descubrir que Alcina no era joven, sino fea y anciana. Huyendo, llegó al reino de Logistilla, donde otra bruja, Melissa, devolvía su forma humana a los amantes de Alcina.

(Ludovico Ariosto, Orlando furioso, Ferrara, 1516)

Alderley, Cerro de. Colina elevada y sombría, en Cheshire, de ciento ochenta metros de altura y unos cinco kilómetros de largo, conocida también como «El Filo». Altísimas hayas cubren su ladera, pero, aunque hay árboles, no hay pájaros. Numerosas grutas, túneles y pozos de minas viejas de cobre perforan los flancos de la colina, formando un intrincado sistema de cavernas en su interior. Al pie del cerro de Alderley existe una depresión en la piedra, obra de la acción de las gotas de agua que caen desde un peñasco suspendido. En lo alto de la roca aparece esculpida la cara de un hombre barbudo y, debajo, la leyenda siguiente: «De este pozo has de beber hasta la saciedad: pues el agua que lo llena es del mago una merced».

Cuenta la leyenda que en el Cerro de Alderley hay un túnel angosto, tapado por una roca enorme y cerrado por puertas de hierro. Si uno baja por ese túnel llega a una caverna llamada el Soterraño del *Tesoro, donde ciento cuarenta caballeros yacen sumidos en un sueño mágico. Son los Durmientes, los guardianes del mundo, los guerreros de corazón puro y espíritu valiente, los elegidos para luchar contra el malvado Espíritu de la Oscuridad.

(Alan Garner, The Weirdstone of Brisingamen, Londres, 1960)

Alegre Guardia, Castillo de la. Castillo situado en Inglaterra, a varios días de *Camelot a caballo. Los muros exteriores del castillo están revocados y cromados, de manera que brillan como el oro a la luz del sol. Sus tejados son de pizarra y teja, quebrado por numerosas torres y puentes que las comunican entre sí. En los primeros tiempos fue llamado el castillo de la Dolorosa Guardia. Cuando Lanzarote cumplió dieciocho años de edad fue armado caballero, y su primera gran hazaña fue tomar el castillo, tras lo cual le cambió el nombre.

Lanzarote vivió allí en adulterio con Ginebra, la esposa del rey Arturo.

(Anónimo, La Mort le Roi Artu, siglo XIII; Sir Thomas Malory, Le Morte Darthur, Londres, 1485; T. H. White, The Once and Future King, Londres, 1939)

Alegría, Tierra de la. País al sudeste de Nolandia. Su reina es una exquisita muñeca de cera, siempre ataviada con su traje de lentejuelas lleno de fruncidos y volantes. Tiene la cara pintada de delicados colores y, aunque sus ojos de cristal parece que miran con demasiada fijeza, su expresión resulta simpática y atractiva. Su escolta es una guardia personal de soldaditos de madera de vivos colores armados con fusiles de juguete.

La Tierra de la Alegría es también la patria del Hombre de Caramelo, quien, como sugiere su nombre, está todo hecho de esta sustancia. Es pequeño y regordete, y siempre lleva un cedazo para poder espolvorearse con azúcar y no pegarse a todo lo que toca.

(L. Frank Baum, Queen Zixi of Ix, or the Story of the Magic Cloak, Nueva York, 1907; L. Frank Baum, The Road to Oz, Chicago, 1909)

Aleofane o Gema de la Verdad. Isla del archipiélago de Riallaro, al sudeste del Pacífico. Sus costas están formadas por acantilados y playas de arenas movedizas. La capital se encuentra en el interior, a orillas de un río que bordean numerosos palacios con inmensas terrazas de las que nacen las escalinatas de mármol de los desembarcaderos. Kilómetros y kilómetros de covachas y tugurios sórdidos circundan la ciudad.

Aleofane, originalmente poblada por los hipócritas exiliados de *Limanora, es una monarquía dotada de una jerarquía social muy compleja. Los artesanos y los campesinos son prácticamente esclavos de las clases más altas.

La Iglesia es una institución del Estado y está dirigida por un ministro responsable ante el gobierno. Los funcionarios eclesiásticos están mal pagados y dependen para vivir de la caridad de la gente. Nadie se ordena sacerdote voluntariamente. A los delincuentes se les ofrece la alternativa de ingresar en la Iglesia o hacerse periodistas, pues periodismo e Iglesia están estrechamente vinculados. Los habitantes de Aleofane afirman que todo aquel que ejerce alguna influencia en la gente se convierte en funcionario público, y que el periodismo no es más que la Iglesia en papel impreso.

El Ministerio de Fama monopoliza la publicidad y emplea a los mejores poetas, escritores y artistas de la isla. Cualquiera puede comprar fama, desde rumores hasta manifestaciones públicas. Crearse y mantener una reputación de ciudadano franco, honrado y generoso cuesta carísimo. Y a veces hay que pagar recargos: un periodista, por ejemplo, paga más por una reputación de honestidad profesional que un campesino.

Recomendamos al viajero que observe algunas costumbres sociales del lugar. El fallallaroo, por ejemplo, un entretenimiento de moda en la alta sociedad que consiste en dar vueltas alrededor de una habitación al ritmo de una música rápida, es sumamente popular y genera a menudo matrimonios. Sólo los hombres fuman en pipa; éstos inhalan por la nariz el humo de las hojas del kooannoo, que expelen un olor nauseabundo, y afirman que se trata de una disciplina para mortificar el cuerpo. No se pueden vender bebidas alcohólicas. Al alcohol lo llaman pyrannidee –la misma palabra sirve para decir «diablo»– y sólo se vende con receta médica. Las reglas de la moral son muy severas, especialmente para las jóvenes, y aquellas que las transgreden son expulsadas de su casa.

El idioma de la isla es tonal y el sentido de las palabras varía según la entonación o el gesto de la cara. La misma palabra puede significar una cosa y lo contrario (como en la tierra de *Brodie), ya que el gesto marca la diferencia de sentido; al guiño de ojos, a las cejas que se alzan, corresponden infinidad de reglas gramaticales y vocabularios enteros. Son frecuentes las hipérboles de cortesía: «Su Alteza, la más noble de todo el universo», «Su Señoría, la más hermosa de la Tierra», etc.

(Godfrey Sweven, Riallaro, The Archipelago of Exiles, Nueva York y Londres, 1901; Godfrey Sweven, Limanora, the Island of Progress, Nueva York y Londres, 1903)

Alfileres de Sombrero. Pequeño pueblo al oeste de *Rutabaga donde se fabrican todos los alfileres para sombreros que se usan en el país y que, en su mayor parte, se envían al pueblecito de los Buñuelos de crema. En una ocasión estas agujas salvaron al pueblo de su destrucción. Un temporal de viento se llevó el pueblo por los aires, pero, afortunadamente, los alfileres se engancharon en las nubes y el pueblo se detuvo antes de verse arrastrado hasta quién sabe dónde. Cuando amainó el viento, los alfileres se desclavaron de las nubes y el pueblo volvió a caer al mismo sitio de antes.

En Alfileres de Sombrero vive una famosa viejecita conocida como La Abuela del Saco, pues lleva colgado a la espalda uno bastante grande. Nadie la ha visto nunca meter o sacar nada de él, y se niega a decir lo que contiene. La Abuela del Saco usa delantales con unos enormes bolsillos llenos de regalos para la gente menuda. Jamás habla con los adultos. Cuando encuentra a un pequeño llorando, saca de los bolsillos una muñeca tan diminuta como la mano de un niño que recita el alfabeto y canta cancioncillas chinoasirias.

(Carl Sandburg, Rootabaga Stories, Nueva York, 1922)

Alifbay. País de localización incierta donde se halla la ciudad más triste de la tierra; una ciudad tan míseramente triste que incluso ha olvidado su propio nombre. Las fábricas de los barrios del norte de la ciudad producen tristeza, que, una vez envasada, es enviada a todas las partes del mundo. La ciudad está dividida según la riqueza de sus habitantes: rascacielos para los superricos, viviendas de cemento con muros rosados, balcones azules y ventanas verde tilo para las clases medias y, para los pobres, chamizos destartalados hechos de viejas cajas de cartón y de placas de plástico pegadas entre sí con desesperación. Los superpobres carecen de vivienda y duermen en las aceras o en las puertas de las tiendas. La ciudad se levanta junto al Mar de la Congoja, donde se pesca el pez taciturno. Aunque este pez constituye la base de la alimentación de los naturales del lugar, se recomienda a los visitantes que se abstengan de comerlo, pues hace eructar de melancolía aunque el cielo esté azul.

En Alifbay muchos lugares se designan con letras del alfabeto, y dado el número limitado de letras y el casi ilimitado de lugares, muchos de ellos se llaman de la misma manera, por lo que los viajeros deberán asegurarse de que el sitio que visitan es verdaderamente aquel que deseaban ver. Entre los parajes cuya visita merece la pena se encuentra el Valle de K, del que se dice que tiene un clima bastante bueno y donde el viajero podrá explorar campos de oro y montañas de plata. En él se hallan las ruinas del palacio de las hadas y un hermoso lago que lleva el nombre de Dull, nombre inspirado en el del lago Dal de Cachemira. En torno al lago se encuentran los jardines de recreo que construyeron los antiguos emperadores, cuyos espíritus, que han adoptado la forma de abubillas, revolotean todavía por fuentes y terrazas.

(Salman Rushdie, Haroun and the Sea of Stories, Londres, 1990)

Alsondones, Imperio de los. Situado en los Mares del Sur, al norte de la *Francia Antártica. Es un pequeño imperio subterráneo que se encuentra en una enorme caverna atravesada por un ancho río. Cataratas de agua a la entrada y a la salida de la gruta hacen el imperio inaccesible.

Sobre la capital, Tentennor, se alza una bóveda que sostienen pilares de piedra veteados de oro. Muchas casas están excavadas en la roca, y otras construidas en el suelo llano. Las calles de la ciudad, de trazado recto, están iluminadas por lámparas de aceite.

Originalmente una mina de oro, el lugar quedó obstruido por un terremoto y los mineros –criminales condenados a pasar el resto de sus vidas bajo tierra– se convirtieron en los fundadores de un nuevo Estado. Los alsondones, llamados comúnmente «gnomos», hablan el idioma gnómico.

La visita al templo del dios del sol, Grondinabondo, es muy interesante. Se trata de un edificio circular al que se llega por un laberinto de corredores. El techo es una cúpula de oro bruñido, abierta en el centro, para que entre el sol. Para las personas que viven allí, acostumbradas a la luz de las lámparas de aceite, el sol es un milagro, la manifestación auténtica de su dios, especialmente cuando la luz se refleja en el techo de oro y en los espejos de las paredes.

El primero que descubrió el Imperio de los Alsondones fue Grégoire Merveil, un hombre a quien éstos rescataron después que su bote desapareció aspirado por las aguas de una de las cataratas. Lo trataron bien y durante su estancia Merveil introdujo muchas novedades: mejoró la iluminación de la ciudad, construyó esclusas para evitar los peligros de las cataratas y enseñó a los alsondones el arte de los relojes mecánicos. El viajero, sin embargo, quizá prefiera el antiguo método para medir el tiempo: una muchacha con los senos desnudos, de pie sobre un pedestal colocado en la plaza principal, y un muchacho que posa sus manos en sus pechos y cuenta en voz alta los latidos, pues cada latido equivale a un segundo.

(Robert-Martin Lesuire, L’Aventurier Français, ou Mémoires de Grégoire Merveil, París, 1792)

Alta Plana. Tierra de salvajes cumbres y glaciares, situada al este de la *Marina. Tras la caída de esta última, Alta Plana pasó a ser un lugar de refugio. El Mausoleo del Héroe y numerosos monumentos más pequeños conmemoran la guerra contra el Gran Guardabosque de *Mauritania.

(Ernst Jünger, Auf den Marmor-Klippen, Frankfurt, 1939)

Aman, llamado también el Reino Bendecido o Reino de los Inmortales.