El idilio de un enfermo - Armando Palacio Valdés - E-Book

El idilio de un enfermo E-Book

Armando Palacio Valdés

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Beschreibung

Una novela romántica que nos traslada a la Asturias que tan bien conocía el autor. Andrés Heredia, un joven madrileño, padece una enfermedad y necesita reposo. El médico lo manda a Riofrío, un pequeño pueblo del valle de Laviana. Un encuentro con el amor y el tiempo pasado entre los vecinos de Riofrío cambiarán su vida. Una novela irónica y costumbrista que muestra la vida en un ambiente rural. -

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Armando Palacio Valdés

El idilio de un enfermo

Novela de costumbres

Saga

El idilio de un enfermo

 

Copyright © 1884, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726771862

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I

Il a tout, il a lárt de plaire

Mais il n´a rien s´il ne digére.

VOLTAIRE

Abrióse la puerta y entró en la sala un joven flaco, que saludó a los circunstantes inclinando la cabeza. Las dos señoras, sentadas en el diván de damasco amarillo, y el caballero de lengua barba, situado al pie del balcón, le examinaron un momento sin curiosidad, contestando con otra levísima cabezada. El joven fue a sentarse cerca del velador que había en el centro, y se puso a mirar las estampas de un libro lujosamente encuadernado.

Reinaba silencio completo en la estancia esclarecida a medias solamente. La luz del sol penetraba bastante amortiguada al través de las persianas y cortinas. Detrás de la puerta del gabinete vecino percibíase un rumor semejante al cuchicheo de los confesionarios.

El caballero de la barba se obstinaba en mirar a la calle por las rendijas de la persiana, dándose golpecitos de impaciencia en el muslo con el sombrero de copa. Las señoras, sin despegar los labios y con semblante de duelo, paseaban la mirada repetidas veces por todos los rincones de la sala, cual si tratasen de inventariar la multitud de objetos dorados que la adornaba con lujo de relumbrón.

Al cabo de buen rato de espera, se entreabrió la puerta del gabinete y escucháronse las frases de cortesía de dos personas que se despiden. La señora que se marchaba cruzó la sala con una hermosa niña de la mano y se fue dando las buenas tardes. El doctor Ibarra asomó la cabeza calva y venerable, diciendo en tono imperativo:

—El primero de ustedes, señores.

Adelantóse con prontitud el caballero impaciente. Y volvió a reinar el mismo silencio.

El joven flaco siguió hojeando el libro de estampas, que era un tratado de indumentaria, sin hacerse cargo del minucioso examen a que le estaban sometiendo las dos señoras del diván. Era casi imberbe, dado que el tenue bozo que sombreaba su labio superior no merecía en conciencia el nombre de bigote. A pesar de esto, se comprendía que no era ya adolescente. Los lineamientos de su rostro estaban definitivamente trazados y ofrecían un conjunto agradable, donde se leían claramente los signos de prolongado padecer. Alrededor de los ojos negros y brillantes advertíase un círculo morado que les comunicaba gran tristeza; en los pómulos, bastante acentuados, tenía dos rosetas de mal agüero para el que haya visto desaparecer deudos y amigos en la flor de la vida.

En tanto que el barbado caballero se estuvo dentro con el doctor, nuestro joven continuó repasando los preciosos cromos del libro con sus dedos tan finos, tan delicados, que parecían acechillos de huesos prontos a quebrarse. Pero con tales manos ¿puede un hombre trabajar? ¿Se puede defender? Eran las preguntas que a cualquiera le ocurrirían mirándolas. Las señoras del diván contemplároslas con lástima y se hicieron una leve señal con los ojos, que quería decir: “¡Pobre joven!” Después se hicieron otra señal, que significaba: “¡ Qué pantalones tan bonitos lleva, y qué bien calzado está!” Indudablemente aquel muchacho les fue simpático. La vieja se irritó en su interior contra las mujeres infames, como hay muchas en Madrid, que se apoderan de los chicos y les beben la sangre, al igual que las antiguas brujas. La joven pensó vagamente en salvarle la vida a fuerza de amor y cuidados.

—El primero de ustedes, señores —dijo nuevamente el doctor Ibarra, despidiendo al caballero, que salió grave y erguido como un senador romano. Las dos señoras avanzaron lentamente hacia el gabinete. Antes de encerrarse, la niña dirigió una mirada de inteligencia al joven flaco, tratando sin duda de decirle: “No soy yo la que vengo a consultar; es mi madre. Gracias a Dios, yo estoy buena y sana para lo que usted guste mandar.” Los labios del joven se plegaron con sonrisa imperceptible y siguió examinando el pintoresco manto de un caballero de la orden Alcántara que le había dado golpe, al parecer. No obstante, de vez en cuando volvía los ojos con zozobra hacia la puerta del gabinete. Trataba inútilmente de reprimir la impaciencia. Aquellas señoras tardaban mucho más de lo que había contado. Dejó el libro, se levantó, y como no había nadie en la sala, se puso a dar vivos paseos sin perder de vista el pestillo, cuyo movimiento esperaba. Al cabo de media hora sonó por fin la maldita cerradura; pero aún en la puerta se estuvieron las señoras lago rato despidiéndose. Cuando terminaron, la niña le miró: “No tengo la culpa de que usted haya esperado tanto: ha sido mamá, ¡que es tan pesada!” El joven contestó con otra mirada indiferente y fría y entró en el gabinete. La niña salió de la sala con un nuevo desengaño en el corazón.

Era el célebre doctor Ibarra un anciano fresco y sonrosado, pequeñito, con ojos vivos y escrutadores, todo vestido de negro. El gabinete donde daba sus consultas distaba mucho de estar decorado con el lujo cursi y empalagoso de la sala. Se adivinaba que el doctor, al amueblarla, siguió el modelo de todas las salas de espera, al paso que en el gabinete había intervenido más directamente con sus gustos y carácter un tanto estrafalarios, resultando una decoración severa y modesta, no exenta de originalidad. La mesa en el centro, las paredes cubiertas de libros, y el suelo también, dejando sólo algunos senderos para llegar al sofá y a la mesa. Por uno de ellos condujo el doctor de la mano a nuestro joven hasta sentarlo cómodamente, quedándose él de pie y con las manos en los bolsillos.

Después de permanecer inmóvil algunos instantes examinando con atención el rostro desencajado de su cliente, dijo poniéndole una mano en el hombro:

—¿Es la primera vez que viene usted a esta consulta?

—Sí, señor.

—Bien; diga usted.

El joven bajó la vista ante la mirada penetrante del médico, y profirió con palabra rápida, donde bajo aparente frialdad se translucía la emoción.

—Vengo a saber la verdad definitiva sobre mi estado. Estoy enfermo del pecho. El médico que me ha reconocido dice que me encuentro en un segundo grado de tisis pulmonar, y por si la ciencia tiene aún algún remedio para mi mal, me dirijo a usted, que está reputado como el primer médico que hoy tenemos.

—Muchas gracias, querido —contestó el doctor, dirigiéndole una larga mirada de compasión—. Le reconoceré a usted y le diré mi opinión con franqueza, pues que así lo desea... Pero antes de que procedamos al reconocimiento, necesito saber los antecedentes de su enfermedad ... Vamos a ver ... ¿Cuánto tiempo hace que está usted enfermo?

—En realidad, puedo decir que lo he estado siempre. Apenas recuerdo haber gozado un día de completa salud. Siempre he tenido una naturaleza muy enclenque, y he padecido casi constantemente... unas veces de uno y otras veces de otro... generalmente del estómago.

—¿Malas digestiones?

—Sí, señor; siempre han sido muy difíciles.

—¿Con dolores?

—No los he tenido hasta hace poco. Durante la niñez he padecido mucho. A los catorce o quince años empecé a sentirme mejor, a comer con más apetito y me puse hasta gordo, dado, por supuesto, mi temperamento; pero al llegar a los veinte, no se si por mucho estudiar, o el desarreglo de las comidas, o la falta de ejercicio, o todo esto reunido, volvieron a exacerbarse mis enfermedades, y puedo decir que, durante una larga temporada, mi vida ha sido un martirio. Después mejoré cambiando de vida; pero he vuelto a recaer hace ya algún tiempo.

—¿A que ocupaciones se dedica usted?

El joven vaciló un instante y repuso:

—Soy escritor.

—Mala profesión es para una naturaleza como la suya. Las circunstancias con que ustedes trabajan, generalmente… a las altas horas de la noche, hostigados por la premura del tiempo…, la falta de ejercicio… y el trabajo intelectual, que ya de por sí es debilitante... ¿Y dice usted que de algún tiempo a esta parte se ha recrudecido la enfermedad del estómago?

—El estómago no tanto; lo peor es la gran debilidad que siento en todo mi organismo desde hace tres o cuatro meses. Una carencia absoluta de fuerzas. En cuanto subo cuatro escaleras, me fatigo. No puedo levantar el peso más insignificante...

—¿Ha tenido usted algún síncope, o siente usted mareos de cabeza?

—Mareos, si, señor; pero nunca he llegado a perder el sentido. Sin embargo, en estos últimos tiempos he temido muchas veces caerme en la calle.

—¿Tose usted?

—Hace un mes que tengo una tosecilla seca, y el lunes he esputado un poco de sangre. Me alarmé bastante y fui a consultar con un médico que conocía...

—¿La sangre vino en forma de vómito o mezclada con saliva?

—Nada más que un poquito entre la saliva.

—Antes, ¿no había usted consultado?

—Sí, señor, muchas veces; pero como se trataba de una enfermedad crónica, me iba arreglando con los antiguos remedios: el bicarbonato, la magnesia, la cuasia...

—Bien; déme usted la mano.

El doctor Ibarra estuvo largo rato examinando el pulso del joven. Después, observó con atención sus ojos, bajando para ello el párpado. Quedóse algunos momentos pensativo.

—Desearía reconocerle el pecho.

—Cuando usted guste. ¿Es necesario que me desnude? —Sería mejor. Aquí no hace frío.

El joven empezó a despojarse velozmente. Parecía tranquilo a primera vista. No obstante, quien le observase con cuidado notaría que había crecido un poco la palidez de su rostro y que tenía las manos trémulas. Cuando estuvo desnudo de medio cuerpo arriba, interrogó con la mirada al médico.

Este consideró el miserable torso que tenía delante con profunda lástima. Las costillas pudieran contarse a respetable distancia: el cuello salía de sus estrechos hombros largo y delgado y adornado con prominente nuez. Hízole seña de que se tendiese en el sofá y fue a sacar de un armario el estetoscopio. Después se colocó de rodillas al lado del sofá y comenzó el reconocimiento. El doctor se entretuvo largo rato a palpar y repalpar el pecho, apoyando los dedos y dando sobre ellos repetidos golpecitos. En el lado derecho algo le llamó la atención, porque acudía allí con más frecuencia. Nada turbaba el silencio del gabinete. El joven observaba de reojo la fisonomía impasible del doctor. Una mosca se puso a zumbar tristemente en torno de ellos. Pero aún más triste zumbaba el pensamiento por el cerebro de nuestro enfermo, quien sentía escapársele la vida cuando se hallaba en los umbrales. Todos los instantes de dicha que había gozado acudieron en tropel a su imaginación: la vida se le presentó engalanada y risueña. Como una mujer hermosa que le esperase: hasta sus dolores y quebrantos le parecieron amables en aquel momento en que le iban a notificar que dejaría de sentirlos para siempre. No obstante, si sus ideas y recuerdos le pusieron triste, no consiguieron enternecerle. Había en su alma tal fondo de entereza y orgullo, que consideraba indigno asustarse con la perspectiva de la muerte.

El doctor tomó el instrumento, se lo puso sobre el pecho y aplicó el oído.

—Tosa usted..., así..., no tan fuerte... Ahora respire usted con fuerza y acompasadamente.

Hubo un largo silencio.

—Vuélvase usted un poquito... Así... Tosa usted otra vez... Basta... Respire usted con fuerza...

Nuevo silencio, durante el cual el enfermo comenzó a acariciar una idea horrible.

—Ahora hable usted.

—¿De que quiere usted que hable?

—Recite usted versos, ya que es usted literato.

—Bueno, recitaré los que más me convienen en este momento —repuso el joven sonriendo con amargura. Y empezó a decir en voz alta la admirable poesía de Andrés Chenier, titulada Le jeune malade.

Cuando hubo recitado algunos versos, el médico le interrumpió:

—Basta... Siga usted respirando tranquilamente.

Tornó a reinar el silencio. Un larguísimo rato se estuvo el médico con el oído atento a lo que en las profundidades del pecho de nuestro joven acaecía, explorando los más leves movimientos, los ruidos más imperceptibles, como el ladrón que fuese de noche a penetrar en una casa. A veces creía sentir los pasos de la muerte, como el soldado los de su enemigo, y la frente del anciano se arrugaba, pero volvía a serenarse al momento, adquiriendo expresión indiferente. Su atención era cada vez más profunda. En tanto, el paciente tenía fijos en el techo los ojos donde empezaban a dibujarse las señales de una sombría decisión. Las cejas se fruncían: las negras pupilas despedían miradas cada vez más duras y tristes.

El doctor levantó al fin la cabeza, y preguntó fríamente:

—¿Qué médico le ha dicho a usted que estaba en segundo grado de tisis?

—Ninguno—repuso el enfermo con la misma frialdad.

El anciano se puso en pie vivamente, y le miró lleno de estupor. Después se santiguó exclamando:

—¡Jesús, qué atrocidad!—Y sonriendo con benevolencia—: Ha hecho usted una locura, joven. ¿Qué hubiese usted ganado con que le dijera que se moría?

—Saberlo de un modo indudable.

—Muchas gracias; ¿y después?

—Después..., después..., después yo no sé lo que hubiera pasado.

—Sí, lo sabe usted…; pero más vale que no lo diga. Afortunadamente, le ha salido bien la treta; porque no necesito decirle que no tiene usted ningún pulmón lesionado: sólo hay un leve desorden en las funciones. Lo que usted tiene salta a la vista de cualquiera, porque lo lleva escrito en el rostro: es la enfermedad del siglo XIX, y en particular de las grandes poblaciones. Está usted anémico. La dispepsia inveterada que padece no acusa tampoco ninguna lesión en el estómago y es perfectamente curable. No tiene usted, por consiguiente, nada que temer, por ahora. Recalco estas palabras para que usted comprenda que urge ponerse en cura, porque a la larga, esta enfermedad engendra la que usted creía ya tener... Y ahora se ofrece para mi grave dificultad. Yo puedo recetarle algunos medicamentos que le aliviarían, pero sólo momentáneamente. Mientras subsistan sus causas, la enfermedad no se curará radicalmente y le hará a usted padecer cruelmente toda la vida, y al cabo concluirá con ella demasiado pronto... Hábleme usted con franqueza... Nosotros, los médicos, somos los confesores de los hombres que no creen en la confesión... ¿Es usted casado o soltero?

—Soltero.

—Pero usted tiene una mujer que le ama demasiado…

—Acaso…— repuso el joven sonriendo y ruborizándose levemente.

—¿Tendría usted fuerzas para alejarse de ella por una temporada?

La frente del enfermo se arrugó, y sus ojos adquirieron expresión fija y dura.

—No deseo otra cosa.

—Perfectamente… ¿Y pudiera usted también dejar sus negocios y pasar una larga temporada en el campo, sin hacer absolutamente nada?

—Creo que sí.

—Entonces nos hemos salvado. No importa que sea un sitio u otro donde usted vaya, en el norte o en el mediodía; lo indispensable es que usted descanse o respire aire más puro, que corra usted entre los árboles unas veces y otras al sol, que coma usted alimentos suaves y nutritivos, que se levante usted temprano y no se retire tarde, que trueque, en fin, la vida artificial y antihigiénica que lleva por otra natural y sencilla, y que dé a ese pobre cuerpo lo que está reclamando a gritos.

El anciano médico se alargó todavía bastante dándole consejos sobre su proceder en lo futuro. El joven le escuchó religiosamente, concediéndole la razón en su interior. Cuando hubo terminado, se levantó y quiso pegarle. El médico no lo consintió: sentía mucha simpatía hacia los jóvenes escritores, y en el caso presente comprendíase que la simpatía era aún más viva. Llevóle de la mano hasta la puerta de la estancia, y al despedirse le pronunció otro corto discurso, dándole afectuosas palmaditas en el hombro:

—No ser loco, no ser loco, joven. Tenga firme por la vida, que usted no sabe lo que pasará cuando la suelte... Y, sobre todo, más vale pájaro en mano… Los hombres que tienen, como usted, valor e inteligencia, deben reservarse para las empresas grandes y útiles. Cúrese usted, robustezca usted su cuerpo, y verá cómo después no siente tanto desprecio por la existencia… Adiós, joven… No deje usted de escribirme pronto desde su retiro, para que le envíe una receta. Por ahora no quiero darle medicamentos. Necesito saber la influencia del cambio de vida y de clima sobre su organismo... ¿Se llama usted don Andrés Heredia, no es verdad…? Perfectamente: no me olvidaré… Adiós, señor Heredia; no deje usted de irse cuanto antes de Madrid.

Al pasear la mirada por la sala, el médico tropezó con un cliente que, sentado en un diván, tosía apretando las sienes con las manos. Bajando la voz, añadió al oído del joven:

—Ese pobre se curará en otro campo distinto del que usted va a visitar... Adiós, querido, adiós.

II

Andrés Heredia perdió en la niñez a su padre, magistrado del Tribunal Supremo que había tenido la flaqueza de casarse, ya viejo, con una sobrinita de diez y ocho años. Su tardío matrimonio y algunos quebrantos de fortuna, que por la baja repentina de los fondos públicos había experimentado, dieron con él en la sepultura. El fruto de esta unión desacertada fue un niño menudo y enteco, que se crió trabajosamente a fuerza de mimos y cuidados.

A la muerte de su padre heredó cuarenta mil reales de renta que, unidos a la viudedad de su madre, les consintió vivir con bienestar en la corte. La joven viuda no quiso contraer nuevo matrimonio, aunque no le faltaron buenas coyunturas para ello. Cifró los anhelos y las esperanzas todas de su vida en aquel niño, que necesitaba de su material solicitud para no perecer al golpe de las muchas dolencias que padeció en la infancia: para ella era un goce intenso y continuo irlas venciendo y verle salvo y cada vez más robusto. El chico, al mismo tiempo, iba descubriendo un natural sensible y despejado: adoraba a su madre y la enorgullecía con sus triunfos en el colegio: todos los meses diploma de honor: en todos los exámenes sobresaliente o notablemente aprovechado. Más tarde, cuando alcanzó los diez y seis años, le trajo un periódico donde aparecían unos versos firmados por él. Lisonjeada en su vanidad de madre, la pobre mujer rompió a llorar. Desde entonces la carrera de Andrés quedó fijada: fue poeta. No hubo revista literaria ni periodiquillo de provincias que no se viese comprometido a insertar alguna de sus lacrimosas composiciones, ni certamen poético o juegos florales donde no ganase una escribanía de plata, algún libro lujosamente encuadernado, y tal vez que otra hasta la misma flor natural reservada a los poetastros más preclaros. El género en que más sobresalía eran las leyendas. Con una cruz de piedra, un par de jinetes rebujados en sendas capas, un camarín bien amueblado, una dama de rara belleza, un castillo con ventanas ojivales y una noche de luna llena, tenía lo bastante nuestro mancebo para armar un belén de seis mil diablos muy interesante, capaz de poner la carne de gallina a cualquiera. Cuando tuvo bastante número de composiciones, publicó (a ruego de algunos amigos) un tomo; y después otro; y después otro. Le costaban un caudal; pero lo daba por bien empleado, porque los periódicos donde tenía amigos comenzaban a llamarle “el inspirado poeta, nuestro particular amigo don Andrés Heredia”. Por desgracia, su madre se murió antes de verle en el pináculo de la gloria: murió rápidamente de una tisis pulmonar. Andrés, que sólo contaba veinte años a la sazón, tuvo por curador de sus bienes a un hermano de la difunta; pero no quiso vivir con él, y se trasladó con algunos de sus bártulos a la fonda.

Aquí da comienzo para el joven Heredia una era muy diversa del resto de su vida anterior. Pasó repentinamente de la atmósfera tibia de su casa al fresco de la calle, de la existencia dulce y tranquila que el amoroso cuidado de su madre le hacía observar, a la desarreglada y trashumante de las fondas. El exceso de libertad le hizo daño. Su naturaleza había cambiado bastante desde los diez y seis años. El método riguroso, la conducta ordenada, habían conseguido darle una robustez relativa; de suerte que, al trasladarse a la fonda, se hallaba bastante fuerte para disfrutar de la vida. Por otra parte, su curador le pasaba una muy bastante cantidad para sostenerse con desahogo. De todas estas ventajas comenzó a usar largamente nuestro joven, presentándose en el mundo con el brío y la petulancia de los pocos años. Pisó los teatros a menudo, y los cafés; y los salones, y hasta los lugares menos santos; contrajo amistades y deudas; despeñóse en aventuras amorosas que no son el amor. Todo le sonrió en un principio. Mas no se pasó mucho tiempo sin que la naturaleza diese el grito de alarma. De nuevo se presentó la antigua dolencia del estómago, más áspera que nunca, por la falta de método en las comidas y el desdén de los remedios oportunos. Y el constante padecer que le envenenaba todos los placeres, comenzó a influir de modo notable en su carácter: se tornó hipocondríaco, pesimista, irascible. Llegó un instante en que se vio precisado a retirarse del comercio social, para no tener a cada instante alguna reyerta. Se hizo susceptible, desconfiado; una palabra le desconcertaba, una mirada le hería; no transcurrían ocho días sin que riñese con algún amigo por cualquier bagatela. Uno de ellos, médico, después de cierta escena violenta, le dijo que no discutiría más con él mientras no se pusiese en cura. Esto le hizo volver en sí: comprendió que estaba efectivamente enfermo, huyó con particular cuidado toda ocasión de disputa, y comenzó a jaroparse con los remedios que usualmente se dan contra la bilis. No le fue mal con ellos: el estómago se le entonó, comió con más apetito, y al cabo pudo volver a la vida ordinaria, aunque resentido y quebrantado.

En esta época había dado paz temporalmente a las musas, y descendió a escribir en prosa, no vil, sino poética y ensortijada como ninguna. Entró de revistero en un periódico, y con ocasión de los saraos, banquetes, funciones de teatros, corridas de toros y toda laya de fiestas públicas y privadas, comenzó a soltar de la pluma un millón de lindas fasecillas ingeniosas y acicaladas, que no había otra cosa que alabar entre las damas. Y como natural consecuencia de la boga de sus artículos, también su persona alcanzó inusitado favor en los salones. Se le juzgó fino, gentil, elegante; las mamás le bloquearon con sonrisas y lisonjas. Pero no estaba por los amores lícitos: gustaba de morder en la manzana prohibida, y es fama que en poco tiempo le dio muchos y fuertes bocados. Por cierto que uno de ellos le costó un lance de honor, del cual salió levemente herido; pero esto le hizo ganar prestigio entre el sexo femenino. Últimamente tuvo la mala ventura de ligarse a una mujer no joven, no bella, no rica, pero tan hábil y experta, de tal infernal atractivo, que en poco tiempo logró atarle de pies y manos, tenerle rendido y sumiso a sus pies como un esclavo. Era la esposa de un alto empleado a quien las aventuras de su señora no parecían dar frío ni calor. Cesaron las de Andrés al tropezar con tal mujer: dejó la vida alegre y bulliciosa, y hasta el trato de sus amigos íntimos; no pensó desde entonces más que en servir y festejar a su ídolo. Y de esta suerte transcurrieron más de dos años, perdiendo en aquellos amores necios sus fuerzas físicas e intelectuales; porque había abandonado el estudio, y hasta la pluma ya no le servía más que para trazar algunas insulsas composiciones en honor de su dama.

Al llegar a la mayor edad entró en la libre disposición de sus bienes, que halló no poco mermados, gracias al buen aire que supo darles su señor tío mientras los manejó. Con este motivo hubo disputas y fuertes desabrimientos entre ambos, y aun amagos de litigio; al fin se zanjó el asunto por la intervención de algunos amigos oficiosos, no sin perder Andrés en la transacción buena parte de su hacienda. Estos disgustos y todos los demás se compensaban por los dulces momentos que sus vergonzosos amores le hacían pasar. Mas al fin, también fueron perdiendo mucho de su atractivo: la esposa del empleado se empeñaba en abusar de su poder y en exigir mayores sacrificios, al mismo tiempo que el amor se iba gastando en el pecho del evaporado joven. Esto produjo tirantez entre ellos, algunas reyertas y no pocas desazones. Andrés concluyó por desear un rompimiento; pero se dejaba arrastrar de la costumbre, sin fuerzas para tomar una resolución violenta, como sucede casi siempre en las relaciones añejas.

Presentósele al cabo lo que era inevitable. Su salud, siempre arrastrada y temblona, se resintió de un modo alarmante. Ya no eran solamente la delgadez singular, la fatiga y la inapetencia los fenómenos que se advertían en su organismo. En los últimos tiempos comenzó a sentir agudos dolores de estómago a ciertas horas del día, que le dejaban extremadamente abatido y triste. Cuando en la calle le acometían, apretaba fuertemente la parte dolorida con el puño del bastón, y así caminaba con el rostro pálido y angustiado, sin oír ni ver nada de lo que a su alrededor pasaba. Por fortuna, duraron poco tiempo: el bismuto que le recetó el amigo con quien solía consultarse consiguió aliviarlos notablemente.

Pero a los pocos días, un esputo de sangre, que arrojó al toser, le asustó. ¿Estaría tísico? Semejante idea le llenó de espanto. Nunca había pensado en la muerte sino como elemento artístico que utilizaba para sus poemas románticos, sacándola a relucir, demasiadamente por cierto, en apoyo de la sinceridad de sus ansias amorosas, y como medio de conseguir un bálsamo para sus penas. Mas ahora, la muerte se le presentaba de modo mucho menos simpático, lívida, descarnada, hedionda, empuñando en sus huesosas manos la guadaña fatal apercibida a segarle el cuello: era la muerte sin consonantes ni ripios, totalmente desnuda de galas retóricas. En su presencia sintió impresión muy distinta a la que le había inspirado el poema Amor y muerte, que pocos meses antes había publicado cierta revista literaria titulada Los ecos del Manzanares; sintió frío y miedo y apego sin condición a la vida, de la cual tantas veces había maldecido en verso. Pasó dos días en extraordinaria agitación, encerrado en su cuarto, sin ver a su amiga ni otro ser viviente más que a la doméstica que le servía sus cortas refacciones, sin resolverse a consultar con algún médico de experiencia por el temor de adquirir la fatal certidumbre de su desgracia.

La agitación, no obstante, cedió y se transformó, como sucede generalmente, en abatimiento y tristeza. Y poco a poco, de este abatimiento, del que muy contados humanos escaparían en idéntico caso, brotó como planta vigorosa la resignación, o más bien una indiferencia estoica y varonil nacida de la vergüenza de haber sentido miedo. Su corazón alzóse bravamente ante el fantasma terrible de la tisis, y dijo: «No se muere más que una vez... Días antes o días después... ¡Bah! ¡Qué importa!» Y por un supremo esfuerzo de la voluntad queda sereno, completamente sereno, observando su propia tranquilidad con noble orgullo. Sólo un pensamiento logró enternecerle dulcemente: «Mi madre murió tísica; allá voy a juntarme con ella.» Y derramó algunas lágrimas que le refrescaron el alma. Después arregló in mente todas sus cosas, trazando una minuta ideal de su testamento, se lavó, se vistió con pulcritud y salió de casa en busca de la del doctor Ibarra, uno de los más celebrados médicos de Madrid, resuelto a saber la verdad de su estado y el tiempo que aun le quedaba de vida. Algo siniestro, espantoso, flotaba por encima de su resignación, sin que él mismo se atreviese a definirlo.

¡Cuán distintas fueron sus impresiones al salir de aquella casa! Había entrado pocos momentos antes indiferente, frío, con el espíritu desmayado y el paso vacilante. Al salir, le palpitaba el corazón fuertemente, los ojos le relucían, las mejillas se coloreaban, los pies bailaban sobre la escalera con redoble firme y alegre. Es que el doctor Ibarra, el médico más afamado de la corte, un sabio respetado en toda Europa, un semidiós de la ciencia, le acababa de prometer la vida.

La vida! Al poner el pie en la calle la encontró hermosa y amable como nunca. El sol resbalaba por el diáfano cristal del firmamento con dulce sosiego, y sus rayos caían sobre la ciudad como suave y divina bendición. Discurría la gente por las aceras en animado movimiento; brillaban los cristales de los escaparates y de los balcones; cruzaban los carruajes hacia el paseo estremeciendo el pavimento y despidiendo de sus ruedas vivos y gratos reflejos; un piano mecánico alzaba sus sones en medio de la calle tocando el brindis de Lucrecia; una vendedora de violetas cruzaba con el cestillo en la mano, dejando tras sí el ambiente perfumado; escuchábanse las risas de los niños que jugaban en el balcón de un entresuelo; veíase la linda cabecita rubia de una joven que desde otro balcón mucho más alto exploraba la calle, evitando los rayos del sol con la pantalla de su mano nacarada... Todo era grato y placentero; todo palpitaba, todo cantaba, todo resplandecía. El cielo enviaba una dulce sonrisa protectora a la tierra. La tierra contestaba con frescas carcajadas de júbilo.

El alma de Andrés también reía. Quedó inmóvil un instante a la puerta del bendito doctor, deslumbrado, el corazón henchido de emociones, bebiendo y aspirando la luz que le inundaba, gozando como dicha infinita el vaivén y los rumores de la calle. Y del fondo de su espíritu caviloso y triste salió un grito que dominó todas las emociones, todas las ideas y deseos. ¡Vivir!