La fe - Armando Palacio Valdés - E-Book

Beschreibung

La fe es la sexta novela de Palacio Valdés y muestra la trayectoria espiritual de un sacerdote, el padre Gil. Este joven se traslada a un pueblecito costero, Peñascosa, justo después de acabar sus estudios en el Seminario. La vida que vive ahí, los personajes que conoce y todo lo que aprende de ellos le llevan a replantearse los dogmas de la religión que ha seguido toda su vida. Una novela sobre la religión, el ateísmo y la filosofía que marca bien la línea de pensamiento de su autor. -

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Armando Palacio Valdés

La fe

TOMO XIII

Saga

La fe

 

Copyright © 1892, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726771770

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

DECLARACION DEL AUTOR

Tres clases de reparos pusieron algunas personas piadosas a este libro cuando por vez primera vió la luz pública. Parecióles escandaloso en primer término, que presentase en él a un sacerdote atormentado por la duda. Yo les pregunto ahora al reimprimir La Fe : ¿Por ventura el orden sacerdotal imprime en quien lo recibe la naturaleza angélica y deja por él de estar sometido a las aflicciones con que la providencia de Dios prueba a los demás mortales? De hombres es el dudar, no de ángeles ni de bestias. La duda es una de nuestras más crueles miserias; pero como todas las que padecemos en esta vida mortal, también puede servir para nuestra salud eterna. El santo doctor de la Iglesia, Francisco de Sales, asegura en una de sus cartas, que a pocos ha visto marchar con más rapidez en el camino de la perfección que a los que la duda combate. Nada tengo que añadir a esta opinión sino que el héroe de mi novela es un ejemplo imaginario, que puede añadirse a los vivientes conocidos del gran obispo de Ginebra.

Otra cosa que les ha disgustado, es el ver entregados a la burla en este libro a varios sacerdotes. ¡Menguados tiempos para la fe cristiana son éstos con que la pintura jocosa de algún clérigo puede influir perniciosamente en ella! En otra edad nada se temía de tales chanzas. Desde San Jerónimo hasta el padre José Francisco de Isla, son tantos los eclesiásticos y seglares que han motejado con el sarcasmo los vicios del clero, que apenas es creíble que se me haya hecho un cargo de mi inocente sátira. Escuchemos a San Jerónimo, que merece la pena:

«Hay otros que no aspiran al diaconato y al sacerdocio, sino para ser admitidos con más libertad al comercio de las mujeres. La única solicitud de estos sacerdotes y de estos diáconos, es el de poseer vestidos perfumados, un pie bien calzado que no baile dentro del zapato, una cabellera rizada a hierro, los dedos deslumbrantes de pedrerías. Caminan sobre la punta de los pies por miedo de que la humedad los manche, y apenas se advierte la huella de sus pasos. ¿Son por ventura recién casados que pasan? ¿Son sacerdotes? Estos hombres saben el nombre, el domicilio, las costumbres y el carácter de todas las matronas»... (1).

Pues bien, mis Narcisos y Joaquines son los herederos directos de estos otros sacerdotes. Innecesario es que me defiendá de haberlos pintado, tanto menos cuanto a su lado he presentado otros tipos bien altos de elevación moral y caridad cristiana, en las personas del padre Gil, el padre Norberto y el obispo de Lancia.

Por último, se me acusa de no haber sido bastante explícito al referir el modo en que el héroe de esta novela salió de las amarguras del escepticismo para volver a las alegrías de la fe. Confieso que esta observación es la única que me parece fundada. Aunque pudiera defenderme alegando que, no los artistas, sino los hombres de ciencia son los que tienen obligación de ser explícitos y que para el mayor efecto del final convenía dejar los términos en cierta vaguedad poética, la sinceridad me exige que no lo haga. Declaro que cuando escribí esta obra, no pensaba sólo en los católicos, sino en todos los cristianos (ya que fuera del Cristianismo no existe hoy sobre la tierra otra religión viable), y que mi propósito más íntimo fué el ayudar a la salvación, lo mismo de los que pertenecen al alma y cuerpo de la Iglesia, que a los que únicamente pertenecen al alma. Por la gracia de Dios, no por el mérito de esta insignificante obrilla algo he logrado. Al publicarse la traducción inglesa de ella, una señora protestante, escribía a la traductora: «¡Oh, cuánto dolor, cuánta amargura me habría evitado el libro que usted acaba de traducir si hubiese caído hace tres años en mis manos! He viajado, he leído, he consultado con muchos pastores y no he podido hallar reposo hasta después de haberlo leído.» ¿Se sorprenderán los hombres de corazón si les digo que ninguna riqueza de la tierra, ningún clamor de la fama, pagarían la alegría que sentí al leer tales palabras?

Mas si a pesar de lo dicho, la única autoridad que yo acato en esta materia, juzgase que hay en la presente obra algo que necesite corrección, corregido y borrado queda desde ahora mismo, pues yo no pretendo dar a éste ni a ningún otro de mis escritos, otro alcance que el que pueda ajustarse con las doctrinas de la Iglesia Católica, a las cuales me glorío de vivir sometido.

I

No cabía en la iglesia una persona más. Hablando con verdad, tampoco cabían las que estaban dentro si ocupase cada cual el espacio que por derecho natural, el que la naturaleza enseñó a todos los animales, le correspondía. Pero en aquel momento no sólo se infringía este derecho, pero se violaba descaradamente también la ley de impenetrabilidad de los cuerpos. Don Peregrín Casanova, persona que hacía viso en la villa y que hasta entonces había guardado rigurosamente la ley en todas las solemnidades, lo mismo profanas que religiosas, tenía ahora metidas en los riñones las rodillas de otro bípedo racional de seis pies de alto, lo cual le producía algunos movimientos convulsivos en el epigastrio y un vivo desasosiego acompañado de sudor copioso. Doña Teodora, señorita de cincuenta años, castísima, limpísima, pulquérrima, que había huído toda su vida cualquier contacto, fuere cual fuere, se vió obligada a sentarse sobre los pies del jorobado Osuna, sujeto de malísimos antecedentes, que no se estaba quieto un momento. Don Gaspar de Silva, poeta famoso en la villa, tanto por sus versos como por sus callos, sufrió la operación cesárea de uno de éstos que le hizo con gran destreza el chico mayor de doña Trinidad. De igual modo otra porción de vecinos respetables experimentaron molestias sin cuento en aquella mañana memorable en que por vez primera cantaba misa un joven de la villa.

Como siempre pasa, había bulas para difuntos. En sitio privilegiado, entre la verja de madera y el altar, no sólo estaban la madrina y las señoras que habían pagado la carrera al preste, sino otras a quienes no asistía derecho alguno; y lo que es aún más digno de censura, unos cuantos hombres. El nuevo presbítero era casi un niño por la apariencia: los ojos azules, profundos y tristes, la tez blanca y nacarada como la de una dama, los cabellos rubios, el cuerpo delgado y esbelto. La emoción le tenía ahora muy pálido: esto hacía aún más interesante su fisonomía espiritual. Asistíanle como diácono y subdiácono el párroco de Peñascosa y don Narciso, un capellán suelto procedente de Sarrió, establecido hacía algunos años en la villa.

En la iglesia sonaba murmullo sordo, originado por el cuchicheo de las comadres, que se disputaban el sitio o se comunicaban sus impresiones, por las exclamaciones y suspiros de malestar de los hombres. El calor se iba haciendo por momentos intolerable. Don Peregrín dejaba escapar por sus narices de trompeta unos bufidos semejantes a los de las locomotoras, y se alzaba sobre la punta de los pies, sin lograr enterarse de nada. ¡Si al menos tuviera la estatura de su hermano Juan! Pero éste, que muy bien pudiera haberse quedado atrás, estaba perfectamente acomodado en el presbiterio entre los curas, el alcalde y varios concejales, lo cual levantaba en su corazón una ola de envidia que le sofocaba aún más que las rodillas del jayán que tenía detrás. Tal era su destino. Aunque se considerase mucho más inteligente que su hermano, y sirviera largos años a la Administración pública en varias provincias de España, y hubiese leído la Historia universal de César Cantú y la de España de Lafuente, sin faltar un tomo, y poseyese los mismos bienes de fortuna, con más la jubilación de 2.500 pesetas anuales, lo cierto es que don Juan, sin haber salido jamás de Peñascosa ni haber leído en su vida más que el periódico a que estaba suscrito, gozaba de mucho mayor prestigio en la villa. Esto, en concepto de don Peregrín, no procedía más que de la estatura. En efecto, don Juan Casanova era hombre alto, seco, de rostro aguileño, ojos grandes de párpados caídos y mirar imponente, calva venerable, cortas patillas blancas y marcha acompasada y majestuosa. Estas dotes extraordinarias, unidas a un hablar mesurado y prudente, le habían captado el respeto y hasta la veneración de sus convecinos. Así que fué grande el estupor de éstos cuando a la llegada de don Peregrín de Andalucía, donde había estado empleado últimamente, le oyeron llamar ignorante y majadero a su hermano en una discusión que con él tuvo en el casino a propósito de la renta de tabacos. Vivían juntos, ambos solteros y entregados al cuidado despótico de doña Mariquita, ama de llaves y dueño absoluto de sus vidas y haciendas.

Don Juan, a fuerza de pasear su mirada severa y majestuosa por el mar de cabezas que se extendía desde la valla hasta la puerta del templo, tropezó con la calva reluciente del pigmeo de su hermano. Viendo la congoja pintada en su semblante, se apresuró noblemente a hacerle señas para que avanzase ofreciéndole sitio en el banco que ocupaba. Pero don Peregrín, por ventura notando la imposibilidad de dar un paso, o sofocado por la cólera, que se le había ido acumulando poco a poco, respondió con una mueca de ira y desdén que sobrecogió a su infeliz hermano y le quitó por completo las ganas de insistir.

—¿Qué es eso?—preguntó don Martín de las Casas, que estaba sentado a su lado—. ¿No quiere venir don Peregrín?

—Es que lo ve imposible. ¿Quién rompe esa muralla de carne?

—Pues cualquiera. Verá usted cómo voy allá y lo traigo en seguida—replicó don Martín, hombre de carácter enérgico y expeditivo, disponiéndose a levantarse.

Don Juan le retuvo por la manga de la levita.

—No; déjelo usted... Acaso no quiera venir... Ya conoce usted su carácter.

—¡Pues hombre, no es plato de gusto estarse ahí sudando café con leche!—repuso con aspereza, alzando al mismo tiempo los hombros.

La iglesia es de las más espaciosas que pueden verse en una villa. Verdad que Peñascosa, con tener de siete a ocho mil almas, no cuenta con más templo que éste. Quizá por ser demasiado espaciosa, el sacristán y sus ayudantes no quieren encargarse de limpiarla a menudo. Su aspecto es lóbrego y sucio. De las paredes, que no se enjalbegaron hace ya muchos años, penden cadenas, cuadros sombríos y borrosos, buena copia de piernas, brazos, cabezas de cera amarilla y otra mayor aún de barquitos y lanchas que la fe de los marineros o de sus familias han llevado allí en recuerdo de algún peligro milagrosamente evitado. Mas para la función que se celebraba habíanla adornado cuanto les fué posible. Guirnaldas de flores circundaban los altares principales cubiertos de paños blancos planchados de fresco. Se habían colgado algunos cortinones en los lienzos de pared cercanos al altar mayor y tapizado una parte del suelo con la alfombra, sucia ya y desgarrada por varios sitios, que salía a relucir hacía cuarenta años, en los días solemnes. Doña Eloísa, la madrina del nuevo presbítero, y las damas que la habían secundado en la noble empresa de darle carrera, habían añadido algunos pormenores delicados al adorno tosco y rutinario del sacristán. Grandes macetas de flores colocadas en artísticos floreros sacados de las mejores casas de la villa, algunas cortinas de damasco formando pabellón sobre los altares, candelabros, arañas. Donde, como es natural, había recaído particularmente su atención y esmero era en el arreo del joven sacerdote. Alba finísima de batista bordada con primor, estola, casulla del más rico tisú de oro que pudo hallarse en la capital, cáliz, de oro también, con algunas piedras preciosas. Las bondadosas señoras no habían escatimado el dinero para dar remate o coronar la obra de caridad que hacía algunos años acometieran.

Todo el mundo lo recordaba en la villa: unos por haberlo presenciado, otros por haberlo oído contar frecuentemente. Hacía poco más de veinte años vivía en Peñascosa un pescador de altura llamado Mariano Lastra, a quien todos sus compañeros apreciaban por sus sentimientos honrados y carácter apacible. Este pescador pereció con otros ocho tripulantes de la lancha en que iba, a consecuencia de una galerna de poca importancia. Sólo aquella embarcación había zozobrado. Mariano se había casado hacia dos años y dejaba un niño de pocos meses. La viuda era una joven buena y honrada, pero de escasa disposición para el trabajo, y que sobre esto gozaba de poca salud. Vióse gravemente apurada para poder subsistir. El niño le estorbaba mucho en cualquier trabajo. Dedicóse a asistir por las casas desempeñando los oficios más bajos y penosos, traer agua o fregar suelos, llevar recados; lo único que era capaz de hacer, pues no tenía oficio alguno. Pero llegó un momento al parecer en que las fuerzas la abandonaron; su salud, cada día más vacilante, la iba dejando inútil para el trabajo. Fué despedida de algunas casas. Otras por caridad la siguieron empleando, aunque con menos frecuencia. Comenzó a pasar hambre y su hijo también.

Un día fué despedida también de la única casa en que ya asistía.

—Basilisa—le dijo la señora—. Usted no puede ya traer agua y fregar suelos. Se está usted matando y no consigue cumplir como es debido. Necesito buscar otra asistenta... Bien quisiera seguir manteniéndola... pero no soy rica como usted sabe... tenemos muchos gastos...

—Sí, señora, sí, ya lo comprendo—respondió la infeliz con sonrisa humilde y forzada—. Demasiado ha hecho por mí.

Salió de aquella casa, su último refugio, con el corazón apretado y las piernas vacilantes. Llegó a la zahurda que habitaba en los arrabales. Su hijo dormía en la cuna el sueño dulce y sereno de los ángeles. La infeliz cayó de rodillas y sollozó largo rato. Levantó la cabeza al fin, y dijo sordamente contemplando al niño:

—¡No, no irás al hospicio!

Varias comadres y hasta alguna señora también, se lo habían aconsejado. Pero la idea de abandonar al hijo de sus entrañas en manos de mujeres sórdidas y empleados brutales la había horrorizado siempre. Luchó bravamente cuanto pudo, privándose ella bastantes veces del necesario sustento para alimentar al niño, que ya contaba cerca de tres años. Había llegado, sin embargo, el fin del combate y resultaba vencida. Le quedaba el recurso de pedir limosna, pero además del espanto que le causaba, comprendía muy bien que sus días estaban contados. Y muriéndose ella, ¿qué iba a ser de aquella criatura?

Meditó un buen espacio con los ojos secos y clavados en el niño, repitiendo de vez en cuando la misma frase:

—¡No, no irás al hospicio!

De pronto se alzó animada por una voluntad fatal, besó a su hijo apasionadamente hasta que logró despertarlo, envolviólo en una manta y cogiéndolo en brazos salió de la casa.

Era la hora del oscurecer. Desde lo alto de la Gusanera, donde Basilisa vivía, veíanse llegar al muelle ya las lanchas pescadoras. Una muchedumbre las aguardaba. Por la plaza, y por la calle larga que va desde ésta a la iglesia a orillas del mar, discurría también bastante gente. Basilisa tomó por la carretera de Rodillero, que ciñe la orilla opuesta de la pequeña ensenada frente por frente de Peñascosa y marchó apresuradamente, casi a la carrera.

—¿Por qué corres, mamá? ¿Dónde vamos?—preguntó el niño acariciándole con sus manecitas la cara.

—Vamos al cielo, vida mía—respondió la desdichada con los ojos nublados por las lágrimas.

—¿Vamos con papá?

No pudo responder; se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Vamos con papá?—insistió el chiquito.

Detúvose un instante para tomar aliento.

—Sí, vamos a verle, rico mío—dijo al cabo. —¿No quieres ir al cielo con él?

—No; yo contigo.

Y al mismo tiempo le apretó el cuello con sus tiernos brazos y la cubrió el rostro de besos.

—¿Por qué lloras, mamá?— preguntó sorprendido al sentir en los labios el amargor de las lágrimas—. ¿No tienes nada? Toma mi corneta...

Y le ofreció una de plomo que le había costado a Basilisa cinco céntimos. Para Gil, que no comprendía la existencia sin estar enredando con algo, la mayor desgracia que podía pesar sobre un ser humano era el tener las manos vacías.

La madre le apreto contra el pecho, descargó sobre sus rosadas mejillas una granizada de besos y continuó la carrera. Al llegar a cierto paraje en que la carretera se separa de la orilla del mar para internarse, dejóla y tomó una veredita que conducía a éste. Llegó a las peñas altas y sombrías que lo circundan por aquel paraje. Puso a su hijo en el suelo y arrodillándose después, rezó entre sollozos comprimidos una oración que, por no ir dirigida en forma, no debió de escuchar el Altísimo.

Era ya casi noche cerrada. El mar estaba inmóvil, sombrío, esperando impasible que las lágrimas de aquella infeliz mujer viniesen como tantas otras a aumentar el caudal amargo de sus aguas. Del lado de alla de la ensenada se veia la silueta del muelle y de tres o cuatro pataches que ordinariamente yacen anclados cerca de él. El grupo de las lanchas pescadoras, un poco apartado, se movía y resonaba aún con los gritos de las mujeres ocupadas en abrir el vientre a los pescados, mientras los maridos descansaban ya gravemente en alguna taberna de la villa. Basilisa atendió un instante a aquellos ruidos tan conocidos. Ella también esperaba a su esposo en otro tiempo, le acariciaba con la mirada al llegar, tomaba de sus manos el capote de agua, la caja de los aparejos y el cesto de las provisiones y los llevaba con alegría a casa. Mariano llegaba poco después y se sentaba al amor de la lumbre, haciendo bailar entre sus manazas al tierno niño que contaba pocos meses.

La viuda estuvo largo rato contemplando fijamente el grupo de la ribera, que parecía ya una masa informe y movible. Su hijo, sentado sobre el césped, jugaba atascando de tierra la corneta. De pronto vino hacia él, le levantó entre sus brazos flacos y corrió hacia el borde del precipicio.

—¡Mamá! ¿Dónde vamos?—gritó el niño.

La respuesta, si se la dió, debió de ser desde el cielo. Saltó con ímpetu al fondo del abismo. Al caer sobre las piedras de la orilla se deshizo la cabeza: quedó muerta en el acto: el niño salvó milagrosamente. El vientre de donde había salido le sirvió ahora de resorte para no despedazarse.

Un marinero viejo, que andaba a la sazón por entre aquellas peñas a la pesca de pulpos, oyó el ruido y prestó los primeros socorros al niño. Corrió a dar la noticia: pronto se inundó el paraje de gente. El caso produjo honda impresión. Las mujeres lloraban y se pasaban al tierno infante de mano en mano prodigándole mil cuidados y caricias. Muchas se ofrecían a adoptarlo y hubo disputa sobre quién había de llevárselo. Enteradas las señoras de la villa y conmovidas, quisieron asimismo recoger al huérfano. Las mujeres de los pescadores renunciaron entonces a ello en interés de aquél. Quedó, pues, en poder de doña Eloísa, la señora de don Martín de las Casas, secundada por otras seis u ocho damas que de ningún modo quisieron renunciar a la participación de tan caritativa obra.

La infancia de Gil (que así se llamaba el huérfano), si no feliz, tampoco fué desgraciada. Sus protectoras ejercieron sobre él una vigilancia un poco impertinente a veces, otro poco humillante también, pero cariñosa siempre y bien intencionada. Entre todas, aunque tomando parte más principal doña Eloísa, le pagaron la crianza y el pupilaje en casa de un matrimonio artesano que habitaba en la Gusanera, cerca de la casa en que la desgraciada viuda vivía. Cuando estuvo en edad para ello, le mandaron a la escuela. Dió señales de ser un niño pacífico, reservado, sensible, y comenzó a aprender sus lecciones muy bien. Sus siete u ocho mamás se encargaban de preguntar al maestro por su conducta y aplicación siempre que le tropezaban en la calle, animándole «a que le apretase los tornillos». El maestro se encargaba, en efecto, de apretárselos, recordándole al mismo tiempo a cada momento, en presencia de sus condiscípulos, su orfandad, su miseria y la imprescindible necesidad que tenía de mostrarse humilde y agradecido con sus bienhechoras. Esto de la humildad era cosa que no cesaban de cantarle al oído en la villa. Cuantos le tropezaban en la calle y se dignaban ponerle paternalmente la mano sobre la cabeza, le decían:

—¡Cuidado con ser humilde! Sé obediente y sumiso con las señoras que te han recogido por caridad, ¿entiendes?... por caridad.

Y por último, sus condiscípulos se encargaban generosamente de advertirle sin cesar que era un desdichado sin padres, alimentado por la caridad y que debiera estar en el hospicio y no alternando con hijos de zapateros distinguidos, albañiles, sastres y panaderos fashionables, y otra gente no menos principal y digna de respeto.

La humildad teniala en el corazón el hijo del ahogado y la suicida, que si no la tuviese, no sería fácil que se la inculcaran las burlas y desprecios de sus compañeros, ni los paternales azotes del maestro y de sus protectoras: porque éstas todas se creían con derecho a amarle, pero a castigarle también. Era la suya una naturaleza amante y agradecida. Comprendía que a todas sus protectoras debía respeto y cariño, y se lo tributaba. Claro que en el fondo de su corazón sentía preferencias; esto es irremediable. Amaba con pasión a doña Eloísa. Esta buena señora, que era a quien más debía, jamás le reñía ni castigaba, ni le decía siquiera una palabra desagradable: tratábalo con extremada dulzura, le acariciaba como si fuese su hijo y ocultaba y disculpaba sus pequeñas travesuras.

Cuando llegó a las doce años, se reunieron en conclave las damas y deliberaron acerca de lo que debía hacerse con el chico. Desechóse por unanimidad la idea de dedicarle al oficio de su padre. Pensaron en otros varios, sin lograr ponerse de acuerdo, hasta que doña Trinidad, la esposa de don Remigio Flórez, fabricante de conservas alimenticias, propuso llevarle de criado recadista a su casa. Asintieron casi todas a esta resolución: pero doña Eloísa, a quien le dolía, hizo presente a sus amigas que el chico había mostrado aptitud para los estudios, y que sería una obra meritoria hacer de él un sacerdote. Las damas acogieron la idea con entusiasmo. Sólo doña Trinidad, señora de gran puntillo y amiga de imponer su voluntad a todo el mundo, se opuso fuertemente y se retiró desabrida de la reunión. Pasáronse las damas sin su concurso, y fijando una cantidad mensual, que abonarían a escote, mandaron el chico al seminario de Lancia, capital de la provincia donde nos hallamos.

Fué Gil un seminarista modelo; aplicado, dulce, respetuoso, afecto a las prácticas religiosas y mostrando mucho fervor en ellas. Las damas no tuvieron más que motivos para felicitarse de su resolución. Cuando venía a pasar las vacaciones a Peñascosa, traía para cada una de ellas una carta del rector manifestando su satisfacción por la conducta y los progresos del huérfano. En los dos o tres meses que permanecía allí, les prestaba algunos servicios, repasando las lecciones a sus hijos, acompañándolas en sus oraciones o sirviéndoles de amanuense, etc. Habitaba en casa de doña Eloísa. Cada verano se iba transformando un poco: el niño se convertía en hombre. Al fin dejó tres años consecutivos de venir, para tomar las últimas órdenes. Llegó el momento de hacerse presbítero. Cuando apareció al fin un día en Peñascosa en traje de sacerdote, su presencia causó emoción profunda en el corazón de sus protectoras. Todas se consideraban madres de él, y por consiguiente, con derecho a llorar de alegría y a caer en sus brazos enternecidas. Por cierto que estos desahogos cariñosos dieron ocasión a algunos dimes y diretes entre ellas. Porque las que menos afectuosas y tolerantes se habían mostrado con el niño, eran más extremosas ahora con el hombre. Esto sacó de sus casillas a doña Eloísa, doña Teodora y doña Marciala, que le trataron siempre con dulzura y hasta con mimo.

Comenzaron los preparativos para la primera misa. Fué un certamen de primores entre ellas. Las ricas, como doña Eloísa y doña Teodora, se encargaron de comprar el cáliz y los ornamentos más costosos: las que no contaban con tantos bienes de fortuna, como doña Rita, doña Filomena y otras, suplieron el dinero con la habilidad de sus manos bordando el alba, la estola y el paño del altar, que causaban admiración. Se arregló la iglesia, y en el adorno tomaron parte no sólo estas damas, sino otras muchas de la población, sus amigas. Fué un acontecimiento de marca en Peñascosa, tanto por la calidad de las personas que habían costeado la carrera del joven presbítero, como por las terribles circunstancias que habían dado lugar a esta protección. Se nombró madrina del oficiante a doña Eloísa, por indicación de aquél. Ninguna tenía mejor derecho para ello; pero todas se creían con tanto, y esto volvió a originar secretos resentimientos y algunas palabrillas desagradables.

El preste volvióse hacia el pueblo y cantó con voz débil y temblorosa:

—Dominus vobiscum.

Todas las voces de la tribuna, rotas y cascadas, le respondieron acompañadas del estampido del órgano:

—Et cum spiritu tuooooo.

—¡Qué blanco está!—dijo una joven artesana a la compañera que tenía al lado.

—Parece una imagen.

Cantó don Narciso con voz atiplada, bajando y subiendo el tono y escuchándose con placer, la epístola.

—¡Hija, cómo lo repicotea el capellán!—volvió a decir la artesana.

—Ya ves, tiene ahí a la hija del jorobado. Querrá lucirse.

Era especie muy acreditada en la villa que don Narciso y la niña de Osuna sentían una mutua inclinación, aunque sólo los espíritus heterodoxos y maleantes se atrevían a decirlo en alta voz. Don Narciso era, en verdad, mucho más dado a vivir entre el sexo débil que entre el fuerte. Así que llegó de Sarrió haría unos tres años, poco más o menos, fué el ídolo de las damas de Peñascosa por su elegante porte, que hacía contraste con el desaliño de la mayor parte de los sacerdotes de la villa, por su conversación alegre, por sus bromitas y, sobre todo, por su afición a estar siempre entre ellas. Distaba mucho de ser hermoso ni gallardo: era hombre de unos treinta y cinco años, seco, moreno, los pies grandes y juanetudos y la dentadura muy fea; pero había logrado pasar plaza en seguida de chistoso. Jamás hablaba en serio a sus devotas amigas. Bromita va, bromita viene, un requiebro a ésta, una chufleta a la otra, sin acortarse nunca por estar en medio de un corro numeroso. Al contrario, don Narciso se placía extremadamente en ello, gozaba campando solo en el gallinero. Dirigía la conciencia de la mayoría de ellas y se autorizaba el reprenderlas fuera del confesonario, a veces ásperamente. Casi todas recibían sus correcciones con sumisión, hasta con placer, y si alguna se rebelaba momentáneamente, era para demandar perdón en seguida. Con esto, don Narciso era el comensal obligado en todas las fiestas y gaudeamus de la sociedad elegante de Peñascosa: comía vorazmente, y de ello hacía alarde, bebía al mismo tenor, y cuando llegaban los postres, nunca dejaba de brindar con alguna coplita que resultaba casi siempre sucia. Porque don Narciso, que a causa de su ministerio no podía autorizarse bromas referentes a las relaciones de sexo a sexo, se creía con derecho a soltar las más asquerosas acerca de otras miserias del cuerpo humano. Y las damas, ¡caso extraño!, las reían y celebraban cual si fuesen ingeniosidades y agudezas portentosas. Dos años después de llegado a la villa había tenido un fracaso. Bajando la escalera de cierta casa que frecuentaba mucho, se rompió una pierna. Se dijo que el marido de la señora cuya era la casa le había ayudado a caer, por no estar de acuerdo enteramente con la hora y la ocasión de sus visitas; pero al instante las buenas almas de Peñascosa se apresuraron a sofocar este rumor sacrílego. Y en prueba de la indignación con que rechazaron el supuesto, las damas más principales de la villa se constituyeron en enfermeras al lado de su cama, no dejándole un instante solo, relevándose noche y día cada pocas horas, como si hiciesen la guardia al Santísimo. Don Narciso merecía estas atenciones del bello sexo. Nadie con más ahinco y fervoroso celo se ocupó jamás de la salvación de la hermosa mitad del género humano. No sólo dirigía con particular esmero la conciencia de las que mejor lo representaban en Peñascosa, apacentaba sus ovejitas con amor, sin dejar por eso de arrojar alguna piedra a la que se extraviaba, como pastor diligente que era, sino que a fuerza de muchos desvelos había logrado fundar una cofradía, establecida ya en otros puntos de España y el extranjero, la cofradía de las Hijas de María. En esta cofradía no entraban mas que las jóvenes solteras. Tal privilegio excitaba un vago despecho mezclado de apetito en las casadas. Creíanse humilladas con aquella exclusión. Don Narciso aprovechaba esta sombra de rivalidad para tenerlas más sujetas.

—¡Oh, señoras, no deben ustedes envidiar el privilegio! Ustedes tienen marido a quien contemplar y servir.

Lo decía en un tonillo irónico que demostraba la hostilidad secreta que el capellán sentía hacia todos los maridos. Las damas, en quienes los encantos de aquéllos no ejercían ya fascinación alguna, sonreían forzada y maliciosamente como diciendo: «¡Ya, ya!»Se murmuraba que había varias enamoradas de él. Doña Marciala, la esposa del boticario de la plaza, había ido a Sarrió a llevarle calcetines estando el presbítero pasando una temporada con su familia. Doña Filomena, viuda de un teniente de navio, hacía a su hijo único ir a ayudarle a misa todos los días. Sin embargo, habíase notado cierta preferencia en él por Obdulia, la hija de Osuna, administrador de Montesinos.

—¿Pero será cierto que se gustan?—preguntó la joven artesana, oyendo a su compañera expresarse tan claramente.

—¡Chica, yo no sé! Lo que te puedo decir es que don Narciso no sale de su casa, y que muchos días desde la ventana de mi cuarto los veo correr uno tras de otro por el jardín de Montesinos jugando al escondite... Tanto, que se lo he dicho.

—¡Se lo has dicho!—exclamó la otra, estupefacta.

—Sí, niña... ¿no ves que confieso con él?... No había más remedio... Le dije:«Mire, don Narciso..., no se ofenda usted, pero yo, viéndoles a usted y a Obdulia jugar en el jardín, tengo sospechas... se me ocurren malos pensamientos.»

—¡Ave María, qué barbaridad! ¿Y qué dijo él?

—Se puso todo sofocado... ¡Uf! Comenzó a decirme: «¡Por ustedes y otras como ustedes pierden el crédito y la honra los sacerdotes y decae la religión!»Me llamó saco de malicia; que parecía mentira que se me ocurrieran semejantes atrocidades, y que por aquí y que por allá. Al principio quería comerme; después se fué sosegando.«Tiene usted razón, don Narciso, le respondí; pero yo no puedo remediarlo...»Y es la verdad, chica, no puedo remediarlo... ¡no puedo!

Después de la epístola cantó el párroco de Peñascosa el Evangelio. Tenía una voz áspera sin inflexiones. Cantó enteramente distraído sin mirar apenas el libro, levantando sus ojos pequeños y duros por encima de las gafas para contemplar fijamente, mejor dicho, para pulverizar con la mirada al hijo de la Pepaina, que disimuladamente estaba arrancando las babas a los cirios y guardándoselas en el bolsillo. Aunque uno de los pilletes más desvergonzados de la villa, Lorito (que por tal nombre era conocido este joven distinguido) se sintió molesto y un tantico inquieto bajo la mirada del clérigo. La cosa no era para menos. Don Miguel Vigil, párroco de Peñascosa, desde el año 25 de este siglo, era uno de los hombres de peor genio de España, y no exageramos nada si decimos del globo terráqueo. Contaba a la sazón ochenta y dos años; era alto, seco, las facciones pronunciadas, las cejas espesas y juntas, los ojos pequeños y penetrantes. Conservaba aún gran vigor físico, y lo que es aún más raro, en los cabellos que le quedaban apenas se notaban las canas. Mientras duró la primer guerra civil, abandonó el rebaño y se fué a las provincias vascas a pelear con las armas en la mano por la causa del Pretendiente. Volvió al cabo de algunos años. Su carácter bravio no se había dulcificado mucho andando a tiros por los montes. Los feligreses de Peñascosa tuvieron en él un pastor muy semejante a un capitán de coraceros. Nadie le levantaba el gallo en la población. Los más arduos casos de conciencia solía resolverlos don Miguel en un instante con media docena de mojicones o de puntapiés bien dirigidos. Que Marcelino, el de Cosme, tenía encinta a la hija de Laureana la tejedora y no quería casarse con ella. Don Miguel se plantaba en casa de Cosme, cogía a Marcelino por las orejas, le daba tres bofetadas de cuello vuelto, y a los quince días, quieras o no, los tenía casados. Que Ramón el confitero le negaba a don Cipriano dos mil reales que éste le había prestado sin recibo. El cura llamaba a Ramón a su casa, se encerraba con él en una habitación, tomaba un garrote y le obligaba a firmar el correspondiente recibo. Por medio de estos procedimientos teológicos don Miguel infundía la moral evangélica entre las almas encomendadas a su cuidado.

No eran de su agrado las novedades en el culto. Miraba con desprecio a los clérigos que trataban de introducirlas y cuidaban del traje y el aseo. Los toleraba porque sabía que estaban apoyados por el obispo y el alto clero de la diócesis, pero se reía de ellos a todas horas de un modo grosero, irritante, y solía hacerles algunas jugarretas malignas, aguarles alguno de aquellos jolgorios místicos en que ponían más empeño. Tratábase, por ejemplo, de celebrar una comunión general de niñas con acompañamiento de orquesta. El día que estaba señalado, don Miguel enviaba a la iglesia una cuadrilla de carpinteros que se ponían a arreglar la tribuna con horrendos martillazos, que impedían escuchar las concertadas voces e instrumentos de la música. Otras veces obligaba a las penitentes asiduas de don Narciso a examinarse de doctrina cristiana; o bien las prohibía cantar en la iglesia después de un mes de ensayos, o retiraba de los altares los paños que ellas habían bordado y aplanchado, o las arrojaba de alguna capilla donde habían sentado sus reales, etc., etc. Estos actos de despotismo habíanle granjeado la animadversión de los clérigos afrancesados y del sexo femenino. A don Miguel le daba un ardite por tal animadversión. El goce de su vida no era ser querido o admirado, sino hacer en todo tiempo y ocasión su voluntad. Además, podría tener todos los defectos que quisieran sus enemigos, pero nadie le conoció jamás sombra de inclinación hacia el sexo débil. Despreciaba a las mujeres positivamente: creía que ninguna era capaz de decir ni hacer cosa con sentido común. En su carácter viril parecía haber encarnado el espíritu romano, que negaba a la mujer facultad para regirse nunca por sí misma.

Ni se crea que don Miguel se mostraba tampoco obediente con sus superiores. Al obispo le costaba un trabajo inmenso entenderse con él. Si le mandaba una orden, el cura la archivaba sin darla cumplimiento; si giraba una visita, metíase en cama fingiéndose enfermo para no recibirle. Había concluído por no hacerle caso y dejarle pasar con la suya. No confesaba en Peñascosa sino a media docena de veteranos de la guerra civil. Los demás feligreses se repartían entre los capellanes adscritos a la parroquia: las cuatro quintas partes de las damas confiaban el fardo de sus flaquezas al irresistible don Narciso. Don Miguel no sentía el menor desabrimiento por esta preferencia. Y sin embargo, el corto número de sus penitentes aseguraba que era un confesor prudente, discreto y delicado en sus preguntas.

Terminó la lectura del Evangelio y pudo darse la satisfacción de contemplar un rato con persistencia los movimientos de Lorito. ¿Por qué estaba este pillo tan distraído mirando a la tribuna arrobado en la audición de las melodías del órgano, cuando no hacía dos segundos que le había visto meterse en el bolsillo media libra de cera por lo menos? Por el alma del párroco cruzaron pensamientos de muerte y exterminio. Tuvo fuerzas, no obstante, para contenerse. La misa continuó. El presbítero novel elevó la sagrada Hostia con manos temblorosas, en medio de un murmullo de fervor y adoración. El órgano, soltando en trémolo sus registros más gangosos, contribuyó poderosamente a hacer más solemne y conmovedora la bajada del Hijo de Dios a las manos del hombre. Gil sintió estremecerse su cuerpo bajo la impresión. Una alegría inefable subió del fondo de su pecho y le apretó suavemente la garganta. Aquel favor inmenso, infinito, que su Dios le hacía, y que con tanto anhelo había esperado, removió hasta las últimas fibras de su corazón. Sus ojos quedaron velados por las lágrimas, y al hincar la rodilla en tierra, antes de elevar el cáliz de la pasión, estuvo algunos segundos sin poder alzarse y a punto de caer desmayado.

De muy distintas impresiones participaba el jorobado Osuna, administrador de Montesinos, en aquel momento. Ya sabemos que se había situado lo más cerca posible de doña Teodora. Era también un hombre místico a su manera; pero en vez de buscar la unión con la Divinidad en abstracto, se placía en realizarla de un modo concreto, por mediación de las mujeres gordas y frescas. Las mujeres gordas habían constituido su pasión dominante desde los felices días de la adolescencia. Dios sólo sabe el peso de las que Osuna amó desde este tiempo hasta los sesenta y cuatro años que ahora tiene. Toda la villa conocía estas flaquezas de su temperamento. Contábanse de él en las tertulias de hombres muchísimas anécdotas, graciosas unas, y sucias otras, que hacían reír a los pacíficos habitantes en las largas, lluviosas noches de invierno. No se violentaba para ocultar los excesos de su viciosa naturaleza. La mayor parte de estas anécdotas él mismo las había referido: gozaba hablando de sus obscenidades. Los vecinos le despreciaban y le temían al mismo tiempo. Se le tenía por un ser extraño, misterioso, mal intencionado. Ocupaba un puesto desde el cual podía hacer daño a mucha gente. Era administrador de Montesinos, el propietario más rico de Peñascosa, y habitaba una de las alas del inmenso palacio o caserón que éste poseía. Estaba viudo de tres mujeres, con una hija que ya conocemos de nombre. Era excesivamente pequeño, con una gran corcova a la espalda, color macilento, mejillas pendientes y flácidas, ojos sin brillo y asustados siempre. Percibíase un leve temblor en sus manos; como sucede con frecuencia a los hombres gastados por la sensualidad.

Doña Teodora había cambiado de sitio ya varias veces: corrióse hacia adelante, se fué después hacia un lado; todo inútilmente. Dondequiera que iba, sentía los pies de Osuna entre las enaguas. Y al sentirlos, una ola de rubor encendía sus frescas mejillas, se estremecía como una zagala de catorce años. En ninguna mujer se conservó nunca más delicado y vidrioso el pudor virginal. Algunas conversaciones, hoy corrientes, la ofendían: no se podía aludir en su presencia ni directa ni indirectamente a ciertos asuntos escabrosos. No decía nada, porque era la prudencia personificada y de tímido natural; pero se la veía ruborizada, inquieta, con ganas de retirarse. Tan limpia y tan pulcra era de cuerpo como de alma. Le gustaba vestir con elegancia y cuidaba con refinamientos, no usados en Peñascosa, de su persona. Los que la conocieron de niña, decían que no había sido bonita, sino pasable, y que ahora, con sus cabellos blancos, sus carnes frescas y mejillas sonrosadas, estaba más guapa que nunca. ¿Por qué se había quedado soltera doña Teodora, poseyendo una figura agradable y un regular caudal? Se decía que sostuvo amores muy finos y románticos con un teniente de Arapiles que pereció en la acción de Ramales. La víspera de la batalla se había despedido de ella, por medio de una carta escrita sobre un tambor: el corazón le decía que al día siguiente «una bala traidora cortaría el hilo de su existencia, pero que moriría con el nombre de Teodora en los labios». Esta conservaba la carta como preciosa reliquia y guardaba asimismo fiel su corazón a la memoria del valeroso y romántico teniente. Sin embargo, hacía muchos años que tenía un galán asiduo. Don Juan Casanova, aquel hidalgo de rostro aguileño y majestuoso de que hemos hablado, iba a su casa indefectiblemente todas las noches, de ocho a once. Esto bastaba para que en la villa se creyese, no que era su amante, que nadie dudaba de la castidad de doña Teodora, sino su enamorado platónico, y que más tarde o más temprano concluiría por casarse con ella. Tal fausto acontecimiento se estuvo esperando veinte años en Peñascosa. A la hora presente ya se dudaba bastante de que se realizase. Los futuros se iban haciendo demasiado viejos, sobre todo don Juan, a quien costaba esfuerzos sobrehumanos subir a la casa, por el maldito reuma de las rodillas. Cada día que pasaba eran, pues, menos aptos para el cumplimiento de los sagrados fines del matrimonio. Además, últimamente, cierto suceso de que más adelante haremos mención, turbó un poco las tranquilas y afectuosas relaciones del avellanado hidalgo y de la fresca jamona.

Cuando el diácono cantó el Ite, misa est, aquélla dió un suspiro de consuelo y se dispuso a levantarse y huir de los indecorosos pies que la perseguían. Pero era negocio más arduo de lo que se imaginaba. La iglesia estaba tan atestada de fieles que nadie podía revolverse. Todos pretendían besar las manos del nuevo sacerdote, o al menos presenciar la curiosa y tierna ceremonia. Bajó éste una escalera del altar y quedó inmóvil y de pie frente a la muchedumbre, derramando por ella una mirada vaga y sonriente. Hubo un fuerte murmullo que casi se convirtió en gritería, cuando don Narciso empujó suavemente a la madrina para que tributase la primera su homenaje al oficiante. Doña Eloísa hincó las rodillas delante de su ahijado y le besó las manos con visible emoción. Cuando se levantó corrían algunas lágrimas por sus mejillas. Después tomó un frasco de agua perfumada, dió otro a doña Rita y, colocadas ambas a derecha e izquierda del presbítero, comenzaron a rociar a los que se acercaban a besarle las manos. Uno a uno, empujándose con prisa, fueron la mayor parte de los fieles rindiéndole este homenaje. Los hombres le besaban en la palma, las mujeres en el dorso, según estaba prevenido. Estas se mostraban conmovidas, gozosas, riendo cuando doña Rita o doña Eloísa les arrojaban al rostro algunas gotas de colonia: después se retiraban para dejar paso a las otras, y de lejos seguían contemplando con afectuoso interés la faz pálida y delicada del sacerdote. Sonaba en la iglesia rumor alegre. El roce de las enaguas, el cuchicheo y las risas comprimidas de las damas, producían un zumbido de colmena. El tañido de las campanas, que el sacristán y algunos chicuelos repicaban alto en la torre, entraba vivo y gozoso por las ventanas. También penetraban algunos rayos de sol que se desparramaban por los altares, haciendo llamear sus dorados metales. Pero si en el camino tropezaban con alguna linda cabeza blonda, de las que tanto abundan entre las artesanas de Peñascosa, no tenían inconveniente alguno en detenerse a darla un beso de admiración.

Gil estaba fuertemente conmovido; el corazón le saltaba dentro del pecho. Sentía impulsos de romper en sollozos: procuraba, no obstante, con esfuerzo reprimirse, y esto le causaba malestar. Aquellas muestras de veneración, aunque representaban una ceremonia usual, le avergonzaban. Al ver arrodillados a sus pies a todos los próceres y damas de la villa que tanto respeto le habían infundido siempre, experimentaba confusión y desasosiego. Sus labios estaban contraídos por una sonrisa que revelaba más inquietud que placer. Doña Eloísa y doña Rita consumieron varios frascos de esencia haciendo copiosas aspersiones, sobre todo a sus amigas, a quienes bañaban el rostro en medio de una algazara, que no por ser reprimida era menos sabrosa. Poco a poco la religiosa solemnidad se iba transformando en una fiesta de carácter intimo y familiar. Las amigas de la madrina y de las damas protectoras del joven presbítero se habían ido quedando detrás, formando en torno suyo un grupo pintoresco, mientras el resto de la gente desfilaba por las dos puertas de la iglesia. Un rayo de sol vino a dar sobre el preste: las ricas vestiduras de tisú de oro despidieron vivos destellos; su hermosa cabeza rubia semejaba la de un querubin. Las damas le contemplaban extasiadas.

El párroco y don Narciso, asistentes de la misa, se habían retirado para despojarse de sus ornamentos. No tardó el primero en volver provisto de sotana y bonete, debajo del cual se agitaban algunos pensamientos siniestros. La conducta de Lorito en lo concerniente a las babas de los cirios le había puesto pensativo y sombrío. Hacía ya algún tiempo que este joven personaje disfrutaba el privilegio de desazonarle. En una ocasión supo que se había encaramado sobre el tejado de la iglesia para apoderarse de algunos nidos de gorrión; en otra sospechó que le había robado las uvas que tenía la parra del corredor de la rectoral. Y aunque ya había procurado tranquilizar su espíritu por medio de algunos adecuados puntapiés, todavía lo sentía agitado y triste cada vez que el hijo de la Pepaina se ofrecía a su vista.

Sin preocuparse poco ni mucho de la conmovedora ceremonia que se estaba realizando en el presbiterio, don Miguel recorrió la iglesia a paso lento, escudriñando todos los rincones. Las personas que aún quedaban en el templo le abrían paso con más miedo que respeto. Penetró en todas las capillas y examinó minuciosamente el estado de los cirios que ardían en los altares. Alguna huella debió de reconocer en ellos del paso del vándalo, porque su rostro se fué encapotando cada vez más. Ya no fué un reconocimiento, sino una verdadera caza la que emprendió al través de todas las capillas. En la última de la izquierda, donde está la pila bautismal, olfateó al fin la pieza. Marchó con precaución y, asomando su enérgica nariz aguileña, pudo al fin columbrar la roma y barnizada de mocos del granuja, que en compañía de uno de sus más fieles discípulos se ocupaba en hacer crecer la inmensa bola de cera que había extraído de las velas. El párroco sintió el nervioso temblor de los gatos a la vista del ratón: se preparó como ellos rozando el suelo con los pies, y ¡zas! de un par de brincos cayó sobre los bárbaros. Pero Lorito no era un vándalo vulgar de los que se dejan atrapar como un ratoncillo inocente. Sin ver a don Miguel sintió su hálíto poderoso, y bajándose repentinamente al tiempo que aquél llegó a echarle la zarpa, consiguió que fallara el golpe y fuera a dar de bruces en el altar. Antes que el párroco pudiera revolverse, ya había emprendido la carrera hacia la puerta. Fué en vano. Don Miguel se apoderó rápidamente del Cristo de bronce que había sobre el altar, y se lo arrojó con tal ímpetu y certera puntería que le alcanzó en la cabeza y le hizo venir al suelo soltando chorros de sangre.

Al grito del chico y al ruido que produjo su caída acudió la gente. Le levantaron y le prestaron los primeros socorros, estancándole la sangre con telas de araña y poniéndole un pañuelo a guisa de venda. Mientras se llevaron a cabo estas operaciones, no dejó de murmurarse, aunque en voz baja, de la brutalidad del cura. Este, perfectamente satisfecho de su obra, se retiró majestuosamente a la sacristía, no sin que tuviera ocasión antes de administrar dos patadas en el trasero al cómplice, que andaba por allí trémulo y abatido con la desgracia de su maestro.

Pero es el caso que el glorioso progenitor de éste, Pepe el de la Pepaina, como le llamaban en la población, para distinguirle de los otros muchos Pepes que había, pescador de oficio y un bruto muy pacífico, que hablaría sobre tres docenas de palabras por semana, al contemplar a su hijo en aquel estado, comenzó a vociferar en el atrio de la iglesia como un energúmeno. La síntesis de su discurso era que él no sentía respeto alguno hacia el estado eclesiástico, y que padecían una equivocación lamentable los que se atrevieran a suponer que él, Pepe Raya, dejaría de dar al cura, en cuanto pusiese el pie fuera de la iglesia, una de babor y otra de estribor, y acaso también una buena patada en la popa que se la metiera bajo el agua.

Don Miguel, que desde adentro había creído percibir alguno de los extremos de este discurso, se empeñó en salir al atrio por ver su demostración; pero se lo impidieron don Narciso y el sacristán. Lleváronle a la sacristía, y allí le tuvieron entretenido hasta que desapareció el peligro.

Al salir la gente del templo, el sol nadaba en el espacio azul, bañándolo de luz y de alegría. Repicaban las campanas con frenesí creciente. Estallaban multitud de cohetes, que impregnaban el aire con el humo de la pólvora. Y las olas estallaban también suavemente en los peñascos que casi rodean por completo la iglesia de la villa. En aquel concierto gozoso de una naturaleza que sonríe pocas veces, sólo se oía la nota áspera de bajo profundo que entonaba el marido de la Pepaina.

II

Peñascosa está situada en el fondo de una pequeña ensenada del Cantábrico. Su caserío se extiende todo él por la orilla del mar, sin penetrar más de cien varas en lo interior. Sólo allá en el vértice de la angostura hay una plaza medianamente espaciosa, de la cual arranca la carretera que conduce a Nieva. La parte de la villa que se extiende a la derecha es menos importante y extensa que la de la izquierda. Por esta orilla corre la mejor y aun puede decirse la única calle del pueblo. Es larga, empinada a trozos, a trozos llana, ancha en algunos parajes y en otros estrecha, con ánditos de un lado para los transeuntes. Las casas tienen salida a la mar por medio de escaleras mejor o peor labradas, según la importancia del edificio. Termina en el Campo de los Desmayos, donde se alza la iglesia, sobre una punta de tierra que avanza en el mar. Este campo toma su nombre de algunos sauces que allí dejan caer sus ramas sobre toscos bancos de piedra, donde los honrados vecinos se sientan a tomar el sol en invierno o a respirar la brisa en verano. Es el paraje en que se efectúan todas las fiestas y regocijos públicos de la villa, las iluminaciones y verbenas, fuegos de artificio, ascensión de globos, música, danza y giraldilla. Sirve además de punto de reunión para el gremio de mareantes cuando necesitan congregarse y tomar algún acuerdo, y de real para la feria y de campo de maniobras para los chiquillos de la escuela. No es maravilla que así suceda, dada la particular estructura de la población, donde fuera de la plaza, no hay ningún otro espacio abierto y cómodo más que éste.

El muelle es un espolón de piedra que arranca de la calle mencionada hacia su promedio y avanza poco más de cien varas por el mar. Bájase a él por una rampa suave donde hay media docena de tabernas por lo menos y dos cafetuchos, el de la Marina y el Imperial. Unas y otros hierven de gente a todas horas, pero muy especialmente a la del crepúsculo, cuando llegan del mar las lanchas pescadoras y termina sus faenas la tripulación de los pataches y quechemarines anclados. Estos son los únicos buques que llegan hasta Peñascosa. Hay, no obstante, un vapor que surca de vez en cuando las aguas de la ensenada y osa acercarse al muelle. Es un remolcador de Sarrió llamado Gaviota: sus largos quejumbrosos silbos estremecen al vecindario de orgullo. Porque en lo tocante a amar a su pueblo y despreciar a los demás de la tierra, nadie ha ganado jamás a los peñascos,