La guerra injusta - Armando Palacio Valdés - E-Book

La guerra injusta E-Book

Armando Palacio Valdés

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Beschreibung

La guerra injusta es un ensayo que trata sobre el Atentado de Sarajevo y sus consecuencias. En 1914 es asesinado Francisco Fernando, el archiduque de Austria, una muerte que aceleró el inicio de la Primera Guerra Mundial. La opinión de la sociedad española se dividió entre los que apoyaban Alemania y los que apoyaban a los aliados, sobre todo a los franceses. Palacio Valdés, aliadófilo, fue enviado como corresponsal de un periódico a Francia en 1916. Los catorce artículos que escribió durante su estadía y otros dos que se añadieron a posterior, conforman este ensayo. -

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Armando Palacio Valdés

La guerra injusta

 

Saga

La guerra injusta

 

Copyright © 1917, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726771763

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

La Decisión de la Francia

La dirección de El Imparcial me ha confiado la honrosa tarea de estudiar el espíritu francés en estos, para él, tan críticos momentos. Por honrosa que ella sea, no la hubiera aceptado si otros motivos que no fuesen del orden moral se ofreciesen ante mis ojos. Soy viejo, mi salud vacilante; el ruido de la Prensa me ha atemoridazo siempre. ¿Por qué pasar «del silencio al estruendo», por qué abandonar el oscuro rincón donde desde hace muchos años hablo en voz baja con aquellos espíritus afines al mío, esparcidos por el ámbito del mundo, sin que la muchedumbre se entere?

¿Por qué? Porque la voz de mi conciencia, esa voz que en todo hombre se va haciendo más poderosa con lo años, me lo insinúa con vivas instancias. Cuando tantos millones de seres humanos viven actualmente en Europa, entre sangre los unos, otros entre lágrimas, ¿hay derecho a invocar el temor, la enfermedad ó la vejez? Dejemos murmurar a la vil materia; no es hora de atender a sus rebeldías. Cesó la hora de las chanzas y los regalos; hay que mirar cara a cara á la bárbara realidad y llevar una mano piadosa á las heridas.

Aquí estoy, pues, y lo primero que me cumple hacer es una declaración que debo á mi sinceridad y al respeto de los lectores. No soy un neutral en el sangriento conflicto que hoy aflige a la Humanidad; no lo he sido jamás en disputa alguna que hayan presenciado mis ojos. Pude haberme equivocado; pero siempre me coloqué resueltamente al lado del que, en mi sentir, tenía de su parte la razón y la justicia. Por eso, al estallar la presente guerra, me incliné del lado de la Francia; porque pensé, y sigo pensando, que la razón y la justicia se encuantran de su parte.

En las largas, interminables horas de tren para llegar á esta gran ciudad, antes tan feliz, hoy tan desgraciada, tuve tiempo á hacer un minucioso examen de conciencia. Me he preguntado con lealtad si en mi actitud favorable á los aliados ha podido influir algún motivo que no fuese absolutamente puro. ¿Sería la simpatía personal? No siento excesiva preferencia por ningún país, porque estoy íntimamente persuadido de que los hombres son iguales en todas partes. No existen, en Europa por lo menos, razas superiores e inferiores; no hay mas que hombres de buena y de mala voluntad. Con los primeros está mi corazón, lo mismo que alienten en los vergeles de Italia que en las estepas de Rusia. ¿Sería el interés? Ninguno tengo en que triunfen unos u otros. ¿Sería la gratitud? La debo por igual á los dos beligerantes, pues de los dos he recibido pruebas inmerecidas de aprecio. ¿Sería, por ventura, alguna preocupación política? Aquí ya existe motivo para detenerse. Efectivamente; en orden á la política, admiro á Inglaterra como á ningún otro país del mundo. Es aquel donde el hombre màs respecta al hombre; por lo tanto, el que puede llamarse sin jactancia más civilizado. Pero Rusia, en cambio, es el más atrasado: no había, pues, motivo para una declarada preferencia.

Persuadido de que la mía en estos momentos se funda sobre la justicia, ó lo que yo entiendo por justicia, quedo tranquilo y tomo la pluma para defenderla.

Y, ahora, perdóneseme que haga una pregunta. Todos los germanófilos ó francófilos que en nuestra. España residen, ¿han descendido así al fondo de su conciencia y se han preguntado sinceramente en qué motivos fundan su inclinación? Mis observaciones no me permiten afirmarlo. Unos se declaran partidarios de Alemania porque son autoritarios y ponen sobre todas las cosas de este mundo la disciplina social; otros de la Francia porque es una República y suponen que hay más libertad; muchos marinos son amigos de los aliados porque admiran la flota inglesa; muchos militares quedan extasiados ante los métodos de guerra de la Alemania. Algunos cándidos católicos gritan ¡viva Alemania! porque están ciertos de que así que el Kaiser aniquile á la Francia su ocupación más urgente será colocar al Sumo Pontífice en su trono temporal y restablecer la Inquisición; muchos socialistas, cándidos también, gritan ¡viva Francia! porque suponen que detràs de su triunfo no se harà esperar el reparto de la propiedad. En general, los violentos, los coléricos, están con los germanos; los pacíficos, los mansos (¡bienaventurados los mansos!), se inclinan á los aliados.

Añadid á éstos los escépticos, los frívolos, los caprichosos, aquellos que se declaran por unos ó por otros como en la Plaza de Torros se toma parte por uno ó por otro espada y en el Hipódromo por uno ú otro raballo.

Y, sin embargo, merece la pena de que examinemos con seriedad y rectitud este litigio. La sangre de nuestros hermanos corre á torrentes. ¿Somos, por ventura, los españoles tranquilos espectadores sentados en el coliseo para presenciar una fiesta de gladiadores? ¿Consiste nuestra tarea en certificar cuál es el que ha dado mejores polpes ó ha caído con más gracia? No; nuestra carne sangra cuando sangra la de nuestros hermanos; nuestras lágrimas corren con las que ellos vierten. Unos somos ante la justicia divina. Pidámosle que nos ilumine y no nos deje caer en el error, para que ella no nos pida algún día estrecha cuenta de nuestra injusticia.

Jamás olvidaré la tarde del 2 de agosto de 1914. Me hallaba veraneando en un perdido rincón de las Landas francesas y me ocupaba en contemplar a un obrero que construía un gallinero en el jardín de mi casa, ayudado de un niño hijo suyo. Eran las cuatro de la tarde. El sol nadaba por el espacio diáfano; una brisa suave acariciaba nuestras sienes; los pájaros marinos revoloteaban sobre nuestras cabezas. Departíamos amigablemente. De pronto, el obrero suspende su trabajo, levanta la cabeza y exclama inmutado:

—¡Monsieur, la campana!

Atendí un momento y escuché, en efecto, el tañido lejano de la campana de la iglesia.

—¿Será á fuego?

—No; no es a fuego—repuso con voz sorda, bajando de nuevo la cabeza y prosiguiendo su tarea.

Al cabo de algunos minutos la alzó de nuevo, con el rostro pálido.

—¡Monsieur, el cañon!

Atendí otra vez; pero no logré percibirlo. No era extraño, porque nos hallàbamos a 22 kilómetros de Bayona.

—No oigo nada.

—¿Has oído tú?—preguntó á su hijo.

—Sí, lo he oído—respondió el niño, más pálido aun que su padre.

De pronto, allá á los lejos, se escucha el redoble del tambor. Me sentí conmovido hasta lo más profundo de mi ser. ¡El tambor, sí, cuyo redoble se acercaba siniestro, fatídico, rompiendo el silencio inocente de la campiña!

Y en aquel momento acudieron a mi imaginación los recuerdos de la historia primitiva de la Humanidad. Veía al clan vecino más numeroso y más guerrero arrojarse de improviso sobre el clan más débil, apoderarse de sus ganados, violar á sus mujeres, degollar á sus hombres. ¡Ahí éstan, ahí están los feroces enemigos! Entonces también resonaría por los campos el grito de alarma; entonces también los hombres quedarían pálidos y las mujeres. apretarían á sus hijos contra el pecho.

Comprendí que una gran nación corría peligro de muerte. La patria de Pascal y de Racine, de Bossuet, de Rousseau, de Balzac, de Musset y de Víctor Hugo iba á ser, humillada, tal vez aniquilada para siempre. No era una guerra romántica, como la de Napoléon, la que se preparaba, en que un genio ambicioso arrojaba á puntapiés de sus tronos á unos cuantos ridículos déspotas que tenían á la Europa bajo su férula; en que un ejército incomparable corría detrás de él ebrio de gloria, pero no de riquezas. La que ahora se avecinaba era una tragedia sórdida, el rumor de un pueblo que viene rugiendo de codicia á apoderarse del fruto del trabajo de su vecino. Pocos meses antes los periódicos alemanes anunciaban que en la próxima guerra exigirían de indemnización á la Francia cuarenta mil millones de francos.

Salí precipitadamente de mi casa y salvé casi á la carrera el kilómetro que me separaba del burgo. Los habitantes todos se hablaban unos á otros sin ruido y con imponente calma.

Al atravesar por medio de un grupo de mujeres me clavaron una mirada recelosa y hostil. Más allá, al cruzar cerca de otro lo mismo. Yo era el extranjero que penetra curioso ó indiferente en medio de una familia afligida. ¡Pobres mujeres¡ Si supieseis que mi corazón en aquellos instantes se hallaba tan contristado como el vuestro!

Tropecé con un grupo de conocidos, que apartaron de mí los ojos fingiendo no verme. Entonces yo, herido y apenado por aquella hostilidad, me dirigí resueltamente á ellos.

—Señores, soy un extranjero; pero no puede serme indiferente la desgracia que en este momento pesa sobre vosotros. Estoy enteramente cierto de que no queríais la guerra, de que nadie pensaba siquiera en ella.

Aunque llorabais, como es justo, la pérdida de vuestra Alsacia y Lorena, no esperabais recobrarlas mas que por medios diplomáticos.

Se os ataca indignamente. La razón y la justicia están de vuestro lado. Por lo tanto, á vuestro lado estoy y quisiera poder probároslo de otro modo más eficaz que con palabras.

Silenciosamente me estrecharon todos la mano. Uno dijo al cabo, con grave acento:

—Basta de humillaciones. Concluyamos de una vez

Y los demás repitieron, uno tras otro:

—¡Es preciso concluir, es preciso concluir!

Me separé de ellos y me volví, siguiendo la carretera al borde de la ría. Sentado en una lancha, arreglando unas redes, vi a un joven pescador con quien yo solía departir.

—¿Has oído?—le pregunté, apuntando al sitio donde sonaba el tambor.

—Sí; he oído. Es preciso concluir—me respondió secamente sin levantar la cabeza.

Seguí caminando por la carretera y vi llegar hacia mí una jovencita que solía ir por mi casa a vender pescado.

—Ya ves lo que ocurre—le dije—. ¿Tienes miedo?

—Sí, señor; tengo miedo porque mis dos hermanos deben marchar inmediatamente... pero es necesario concluir, monsieur, es necesario concluir.

Llegué hasta la playa y me senté delante de un humilde café que allí hay. En una mesa próxima un viejo militar retirado decía a sus amigos:

—Vale más ser destruído de una vez que humillado á cada instante. Es preciso concluir.

—¡Es preciso concluir!—repitieron á coro sus amigos.

Al cabo de dos años entro de nuevo en Francia, llego a París, y la misma inquebrantable resolución, expresada en la misma forma, suena por todas partes en mis oídos. ¡Es necesario concluir! Sí; la guerra no terminará hasta que se disipe la negra pesadilla que atormentaba á la nación francesa. O á la tumba, ó á la libertad. El clan vecino no se arrojará ya sobre ellos mientras estén vivos.

¡Cuán distinto, sin embargo, el timbre de las voces! Las voces cantan, las voces ríen, las voces juegan. Un rayo de sol ha caído sobre la Francia. Ya no se bajan los ojos; ya se levanta la frente; las miradas se clavan brillantes en nuestro rostro. Un amigo, al abrazarme en la estación, me dijo al oído alegremente:

—¡Seguros!

— ¿Ya no tiene usted miedo de que aparezca Lohengrin en el horizonte?

—Si aparece, vendrá ya sólo con su cisne.

Pero de este optimismo francés hablaré en mi próximo artículo.

El optimismo Frances

El optimismo està a la moda. También hay en la Filosofía faldas cortas y largas y cuellos de pajarita. Por todas partes nos rompen los oídos gritàndonos: «¡Sed optimistas!» De América llegan, encerradas en primorosos libros, estas voces regeneradoras. Los modernos psicólogos americanos no se cansan de repetirnos la misma canción, un poco monótona á veces para nuestros oídos latinos. Uno de ellos, muy distinguido, Waldo Trine, en uno de sus recientes libros truena con mucha elocuencia contra el hastío y el miedo, á los que llama dos negros mellizos. «Al atraer a nosotros—dice—por el miedo las mismas cosas que nos causan temor, atraemos también todas cuantas condiciones contribuyen á mantener el miedo en nuestro ànimo.»

En efecto, yo también sé por experiencia que el miedo es cosa desagradable y que el optimísmo es mucho màs estomacal. No he hallado jamàs, sin embargo, medio intelectual de extirpar el miedo. Lo único que logró convencerme alguna vez fué ver cerca a la pareja de la Guardia civil.

Si para ser optimista bastase querer serlo me parece que no habría una sola persona en el mundo que no lo fuese. Pues esto es precisamente lo que pretenden los llamados «filósofos de la voluntad»: «¡Sed optimistas; basta quererlo!»

No basta quererlo, no. Para un tenor es fàcil dar el do de pecho, y para un boxeador un gran puñetazo; pero a los demás nos es imposible. Por eso William James, el más notable y perspicaz de todos ellos, en su famoso libro The varieties of religious experience, divide á los hombres en dos categorías: los que, para ser felices, les basta nacer una vez, y los que, por haber nacido desgraciados, necesitan nacer dos veces. Once born and twice born. Los primeros son los optimistas, los que lo ven todo de color de rosa. El mundo está gobernado por fuerzas benévolas que se encargan de arreglar las cosas del modo más dichoso posible. El sol les encanta; la lluvia les parece admirable; si se rompen una pierna lo consideran como un acontecimiento feliz, porque pudieron haberse roto las dos. A estos optimistas de nacimiento se oponen los temperamentos pesimistas, los poseídos de una irremediable tristeza. Para ellos no hay acontecimiento, por afortunado que parezca, que al cabo no cambie de naturaleza y se transforme en desgraciado; en toda alegría ven un probable desengaño; en toda flor, el gusano; en toda opulencia, la bancarrota inminente.

Estoy de acuerdo. Existen alguna vez esos dos temperamentos extremos, y con frecuencia más atenuados. Con lo que no puedo conformarme es con que el primero sea el temperamento ideal, el que todos debemos admirar y apetecer. Esos seres que William James llama «nacidos una vez» son los inconscientes, los que no se dan cuenta de lo que es la vida y el mundo. En este sentido, el optimista por excelencia es el animal que no sabe que muere. Pero los que saben que se mueren no pueden ser optimistas de aquel modo que los psicólogos americanos exaltan.

No seamos ilusos. La vida es áspera; la realidad, odiosa. El hambre, el tifus, el cáncer, la guerra, son huéspedes con los que hay que contar. ¿Quién nos hubiera dicho hace tres años que la Europa civilizada, iba a convertirse en un rebaño de tigres y chacales? Si los «nacidos una vez» de William James no se percatan de esto, tanto mejor para ellos ó tanto peor. Para mí los verdaderos hombres son los «nacidos dos veces»; esto es, aquellos que se dan cuenta de su situación sobre la Tierra, de su origen y de su destino inmortal. El primero es el «hombre viejo» de San Pablo, en quien dominan todavía los instintos animales, que vive dormido en la inconsciencia de la Naturaleza. El segundo es el «hombre nuevo» que ha abierto sus ojos á la luz; el hombre espiritual, que se alza sobre su vestidura carnal como la crisálida deja el saquillo que le servía de cárcel para transformarse en mariposa. «La melancolía—decía el padre Lacordaire—es inseparable de todo espítiru que va lejos y de todo corazón que es profundo, y no tiene mas que dos remedios: la muerte o Dios.» Bendita sea, pues, la melancolía, que nos revela nuestra condición de hombres. Quédese atràs en buen hora esa alegría inconsciente que nos retiene en los limbos de la animalidad.

***

Hace algunos meses publicó en la Revue des Deux Mondes el doctor Emmanuel Labat un artículo titulado: «Nuestro optimismo». Es muy digno de leerse: está perfectamente escrito; lo reconozco con tanta mayor lealtad cuanto que mi manera de pensar es diamentralmente contraria a la suya. El doctor Labat es un discípulo de la moderna escuela psicológica; particularmente William James ha ejercido sobre él una influencia decisiva. Pero el doctor Labat es médico y como tal no vacila en traer, cuando puede, agua para su molino. Quiero decir que exagera las enseñanzas un poco nebulosas y pantéísticas de la escuela, y las transforma cuando le acomoda en francamente materialistas.

Supone esta enimente facultativo que el optimismo no es una operación del espíritu que razona, sino que viene de más lejos, de una fuente màs profunda y màs íntima. «El optimismo—dice—es el instinto de vida, el horror de la muerte, la alegría el orgullo y la voluntad de vivir.»