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El joven delincuente Tommy Telford ha llegado a Edimburgo dispuesto a barrer del mapa a Big Ger Cafferty, un capo del crimen organizado que está cumpliendo condena gracias al inspector Rebus. Cuando se desate la guerra entre ambas bandas, Rebus se las verá con la mafia rusa, con la Yakuza, con el servicio de inteligencia británico y hasta con un excriminal nazi. Ian Rankin es el escritor policial más vendido del Reino Unido.
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Seitenzahl: 541
Veröffentlichungsjahr: 2016
Título original: The Hanging Garden
© Ian Rankin, 2008.
© de la traducción: Francisco Martín Arribas, 2012.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2016. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: ODBO018
ISBN: 9788490567647
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
LIBRO UNO
1
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LIBRO DOS
3
4
5
6
7
8
9
10
11
LIBRO TRES
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EPÍLOGO
NOTAS
IAN RANKIN. JOHN REBUS
IAN RANKIN. MALCOLM FOX
OTROS TÍTULOS DE IAN RANKIN EN RBA
A MIRANDA
Si todo tiempo está eternamente presente todo tiempo es irredimible.
T. S. ELIOT, «Burnt Norton»
Fui a Escocia y no vi allí nada que pareciera Escocia.
ARTHUR FREED, productor de Brigadoon
Discutían en el cuarto de estar.
—Escucha, si tu puñetero trabajo es... tan importante.
—¿Y qué quieres que haga?
—¡Lo sabes de sobra!
—¡Me mato a trabajar por los tres!
—No me vengas con esa gilipollez.
Y en ese momento la vieron. Asomaba la cabeza por la puerta, llevaba su osito Pa Broon agarrado por la oreja raída y se chupaba el dedo. Volvieron la mirada hacia ella.
—¿Qué pasa, tesoro?
—He tenido un sueño feo.
—Ven —dijo la madre poniéndose en cuclillas y abriendo los brazos.
Pero la niña echó a correr hacia su padre y se acurrucó entre sus piernas.
—Vamos, cielo, te llevaré de vuelta a la cama.
La abrazó y empezó a contarle un cuento.
—Papi —dijo la pequeña—, ¿y si me duermo y no me despierto, como Blancanieves o la Bella Durmiente?
—Nadie duerme para siempre, Sammy. Con un beso se las despierta. Las brujas y las hadas malas no pueden hacer nada contra eso.
La besó en la frente.
—Los muertos no despiertan —replicó ella abrazándose fuerte a Pa Broon—, aunque los besen.
John Rebus besó a su hija.
—¿Seguro que no quieres que te lleve?
Samantha negó con la cabeza.
—Iré a pie para digerir la pizza.
Rebus se metió las manos en los bolsillos y notó unos billetes bajo el pañuelo. Pensó en ofrecerle dinero —¿no es eso lo que hacían los padres?—, pero ella se hubiera echado a reír. Tenía veinticuatro años y era independiente. Incluso había querido pagar la pizza alegando que ella había devorado media y él tan solo había comido un trozo. Se llevaba el resto en la caja, bajo el brazo.
—Adiós, papá —dijo al darle un beso en la mejilla.
—¿Hasta la semana que viene?
—Te llamaré. Los tres, a lo mejor...
Se refería a Ned Farlowe, su novio. Hablaba mientras caminaba hacia atrás. Le dirigió un último adiós con la mano y dio media vuelta, moviendo la cabeza a ambos lados para vigilar el tráfico mientras cruzaba sin volverse. Al llegar a la otra acera se dio la vuelta y, al ver que seguía mirándola, volvió a decirle adiós con la mano. Un joven que pasaba mirando hacia el suelo, con el cordón negro de los auriculares colgando del cuello, estuvo a punto de tropezar con ella. «Vamos, vuélvete a mirarla —dijo Rebus para sus adentros—. ¿No es una maravilla?». Pero el joven continuó con paso cansino sin fijarse en ella.
Después, Sammy dio la vuelta a la esquina y ya no la vio más. Ahora solo podía imaginársela caminando y sujetando con fuerza la caja de pizza bajo el brazo izquierdo, con la mirada fija al frente y tocándose con el dedo la oreja derecha, en la que hacía poco se había hecho un tercer piercing. Él sabía que arrugaba la nariz cuando se le ocurría algo divertido y que para concentrarse se llevaba a la boca la punta de una de las solapas de la chaqueta. Sabía que llevaba una pulsera de cuero trenzado, tres sortijas de plata y un reloj barato con correa negra de plástico y esfera añil. Sabía que el castaño de su pelo era natural y que ahora se dirigía a una de esas fiestas del día de Guy Fawkes,1 pero que no pensaba estar hasta muy tarde.
Sabía poco sobre ella y por eso habían quedado para cenar, pero había sido un complicado proceso con cambios de citas y anulaciones en el último momento. Algunas habían sido culpa de ella, pero casi todas de él; aquella misma noche habría tenido que estar en otra parte. Se pasó la mano por la pechera de la chaqueta y sintió el bulto en el bolsillo interior, su bomba personal de relojería. Miró el reloj y vio que eran casi las nueve. Podía ir en coche o andando; no quedaba lejos.
Optó por el coche.
Edimburgo de noche y con fuegos artificiales. Hojas que estallan en mil surcos y se desploman desde el cielo. Pronto, la mañana que menos lo esperase, tendría que rascar la escarcha del parabrisas y sentiría el frío clavándosele en los riñones. En Edimburgo, las primeras heladas llegaban antes a la parte sur que a la norte. Él, por supuesto, vivía y trabajaba en la parte sur. Después de una temporada en Craigmillar habían vuelto a destinarle a St Leonard’s. Pensó en acercarse por allí; al fin y al cabo, aún estaba de servicio. Pero tenía otros planes. Camino del coche pasó por delante de tres pubs. Gente charlando en la barra, cigarrillos, risas, aire cargado y tufo a alcohol. Conocía los pubs mejor que a su hija. Dos de aquellos locales tenían «portero». Ahora ya no se llamaban gorilas; eran porteros o administradores de entradas, tipos fortachones de pelo corto y genio vivo. Uno de ellos lucía falda escocesa. Tenía el rostro adornado con cicatrices, fruncía el ceño y mostraba un cráneo rasurado al cero. Creyó recordar que se llamaba Wattie o Wallie: un sicario de Telford. Posiblemente todos lo fuesen. En la siguiente pared, una pintada: «¿Hay alguien dispuesto a ayudar?». Cinco palabras desparramadas por toda la ciudad.
Aparcó en la esquina de Flint Street y echó a andar. No había luz en ninguna de las plantas bajas de la calle salvo en un café y en un salón de juegos. Había una farola con la bombilla apagada, pues la policía había recomendado al Ayuntamiento tomarse con parsimonia la sustitución: necesitaban toda la ayuda posible para el servicio de vigilancia. En algunos pisos sí había luz; tres coches estaban aparcados junto a la acera, pero solo había uno ocupado. Rebus abrió la portezuela trasera y se subió.
Un hombre ocupaba el asiento del conductor, a su lado había una mujer. Los dos tenían cara de frío y aburrimiento. Ella era la agente de policía Siobhan Clarke, compañera de Rebus en St Leonard’s hasta su reciente destino a la Brigada de Investigación Criminal de Escocia; el hombre era el sargento Claverhouse, veterano agente de esa brigada. Los dos formaban parte de un equipo que seguía los pasos a Tommy Telford las veinticuatro horas del día. Por los hombros hundidos y las caras pálidas se advertía no solo el tedio sino el convencimiento de lo inútil de aquel servicio de vigilancia.
Inútil porque Telford era el amo de la calle. Allí no aparcaba nadie por las buenas. Los otros dos coches eran Range Rover pertenecientes a su banda, y cualquier vehículo que no fuera un Range Rover llamaba la atención. La Brigada de Investigación Criminal disponía de una furgoneta habilitada para vigilancia, pero en Flint Street no habría servido. Cualquier furgoneta que aparcase más de cinco minutos llamaba inmediatamente la atención de los hombres de Telford, entrenados para ser corteses y amenazadores a la vez.
—Maldita vigilancia secreta —gruñó Claverhouse—. Y más cuando de secreta no tiene nada y no hay nada que vigilar —añadió mientras rompía con los dientes el envoltorio de un Snickers y ofrecía el primer bocado a Siobhan Clarke, quien rehusó con un movimiento de cabeza.
—Lástima de esos pisos —comentó ella, mirando por encima del parabrisas—. Son fantásticos.
—Sí, pero son de Telford —dijo Claverhouse con la boca llena de chocolate.
—¿Están todos ocupados? —preguntó Rebus.
Solo llevaba un minuto dentro del coche y ya tenía los dedos de los pies helados.
—Algunos están vacíos, pero Telford los utiliza de almacén —dijo Clarke.
—No hay Dios que entre o salga sin ser visto —añadió Claverhouse—. Hemos intentado infiltrar algún agente como empleado de la compañía eléctrica o fontanero.
—¿Quién hizo de fontanero? —preguntó Rebus.
—Ormiston. ¿Por qué?
Rebus se encogió de hombros.
—Es que necesito arreglar un grifo del cuarto de baño.
Claverhouse sonrió. Era alto y flaco, con profundas ojeras y escaso cabello rubio. La gente solía subestimarle por ser de palabra y movimientos pausados, aunque quienes lo hacían en ocasiones llegaban a comprobar que merecía su apodo de cabronazo.
Clarke consultó su reloj.
—Queda hora y media para el cambio de turno.
—Podrías poner la calefacción —sugirió Rebus.
Claverhouse se volvió en el asiento.
—No paro de repetírselo, pero ella no quiere.
—¿Por qué no? —inquirió Rebus intercambiando una mirada con Clarke por el retrovisor.
La joven sonreía.
—Porque —contestó Claverhouse— hay que poner el motor en marcha y eso es un despilfarro estando parado. El efecto invernadero, ya sabes.
—Cierto —afirmó Clarke.
Rebus le hizo un guiño al reflejo del rostro de la chica. Por lo visto, Claverhouse la había aceptado, lo que significaba una acogida incondicional por parte de toda la plantilla de Fettes. Él, eterno forastero, envidiaba aquella capacidad de adaptación.
—De todos modos, esto no sirve de nada —prosiguió Claverhouse—. El cabrón sabe que estamos aquí. No tardaron ni veinte minutos en descubrir el truco de la furgoneta. Ormiston, disfrazado de fontanero, no pasó del portal, y aquí estamos, los tres solos en la calle como unos gilipollas, llamando más la atención que si representásemos una pantomima en la misma acera.
—Presencia visible a modo de factor disuasorio —comentó Rebus.
—Sí, vamos, con unas noches más, seguro que Tommy vuelve al redil de la ley y el orden —comentó Claverhouse removiéndose en el asiento, buscando una postura cómoda—. ¿Has sabido algo de Candice?
Sammy le había preguntado lo mismo. Rebus dijo que no con la cabeza.
—¿Sigues pensando que Taravicz la raptó?
Rebus lanzó un bufido.
—Solo porque tú quieras que sea así no tiene que serlo necesariamente. Te aconsejo que nos lo dejes a nosotros y te olvides de ella. Tienes que ocuparte de ese asunto del nazi.
—No me lo recuerdes.
—¿Lograste localizar a Colquhoun?
—Se fue inesperadamente de vacaciones, dejando en la oficina la baja médica.
—Me parece que por culpa nuestra.
Rebus advirtió que estaba acariciando el bolsillo interior.
—¿Así que Telford está en el café o qué?
—Hará una hora que entró —dijo Clarke—. Al fondo hay una habitación que utiliza de despacho, pero por lo visto le gusta el salón recreativo, con esos juegos donde te sientas en una moto y corres por un circuito.
—Necesitaríamos tener a alguien ahí dentro —dijo Claverhouse—. O instalar micrófonos.
—No hemos podido infiltrar un fontanero —dijo Rebus—, ¿tú crees que va a correr mejor suerte alguien que vaya con cables y micrófonos?
—Peor, tampoco —replicó Claverhouse poniendo la radio para sintonizar música.
—Por favor —suplicó Clarke—, nada de country o western.
Rebus miró hacia el café. Estaba bien iluminado y un visillo cubría la mitad de la ventana. En la parte superior estaba escrito «Bocadillos buenos y baratos»; había un menú pegado al cristal, y en la acera un cartelón indicaba el horario: «de 6:30 a 20:30». Pasaban ya sesenta minutos de la hora del cierre.
—¿Tiene los permisos en regla?
—Tiene abogados —dijo Clarke.
—Es por donde primero intentamos meterle mano —añadió Claverhouse—, pero ha solicitado que se prorrogue el horario nocturno y no serán los vecinos quienes se quejen.
—Bueno —dijo Rebus—, por más que sea un placer estar aquí charlando con vosotros...
—¿Fin de tu servicio de enlace? —inquirió Clarke.
Conservaba su buen humor, pero Rebus la veía cansada por el sueño alterado, el frío y el aburrimiento de un servicio de vigilancia que se sabe que no va a servir para nada. Además, no era ninguna delicia hacerlo en compañía de Claverhouse, tan poco locuaz, y con aquel latiguillo de que todo había que «hacerlo bien», es decir, conforme al reglamento.
—Haznos un favor —dijo Claverhouse.
—Tú dirás.
—Hay un puesto de patatas fritas frente al Odeón.
—¿Qué te traigo?
—Una bolsa de patatas.
— ¿Y a ti, Siobhan?
—Una Irn-Bru.
—Ah, oye, John —añadió Claverhouse cuando Rebus ya bajaba del coche—. De paso, pide una botella de agua caliente.
En ese momento, un coche entró en la calle a toda velocidad y frenó con un chirrido delante del café. Abrieron la puerta trasera del lado de la acera, pero nadie se apeó, y volvieron a acelerar mientras la puerta aún seguía abierta. En la acera, un bulto se arrastraba tratando de incorporarse.
—¡Síguelos! —gritó Rebus.
Claverhouse ya había arrancado y metió la primera de un manotazo. En cuanto aceleraron Clarke estableció comunicación por radio. Cuando Rebus cruzó la calle, el hombre se puso en pie apoyándose con una mano en la luna del café mientras se sujetaba la cabeza con la otra. Al llegar a su lado, el hombre notó la presencia de Rebus y trató de alejarse tambaleándose.
—¡Por Dios! ¡Ayuda! —gritó cayendo otra vez de rodillas sin quitarse las manos de la cabeza.
Su rostro era una máscara ensangrentada. Rebus se agachó frente a él.
—Ahora pedimos una ambulancia —dijo.
Los clientes se apiñaban tras los cristales del café; dos jóvenes habían salido a la puerta a mirar como si se tratase de una escena de teatro callejero. Rebus sabía quiénes eran: Kenny Houston y el Guapito.
—¡No os quedéis ahí! —gritó.
Houston miró al Guapito, pero este ni se movió. Rebus sacó el móvil para llamar a urgencias con la vista clavada en el Guapito: pelo negro ondulado, ojos maquillados, cazadora de cuero negro, jersey negro de cuello cisne, vaqueros negros. Rolling Stones: «Paint It Black». Tenía la cara blanca, como empolvada. Rebus se acercó a la puerta. A sus espaldas, el hombre profería gemidos de dolor que retumbaban bajo el cielo nocturno.
—No lo conocemos —dijo el Guapito.
—No he preguntado si lo conocéis. He pedido ayuda.
—¿Y la palabra mágica? —dijo el Guapito sin inmutarse.
Rebus se le acercó hasta casi rozar su cara y el Guapito sonrió, dirigiendo a Houston un gesto con la cabeza para que fuese a por toallas.
Los clientes habían vuelto casi todos a sus mesas y solo uno examinaba atentamente la huella ensangrentada de la mano en el cristal. En una puerta al fondo del café, Rebus vio otro grupo de mirones y, en medio, a Tommy Telford, estirado, sacando pecho y con las piernas separadas. Casi con aspecto militar.
—¡Creí que cuidabas de tus amigos, Tommy! —le gritó Rebus.
Telford le lanzó una mirada fulminadora y volvió a entrar en el cuarto, cerrando tras de sí la puerta. Fuera, los gritos iban en aumento. Rebus cogió las toallas que le dio Houston y corrió hacia el herido, quien, de nuevo en pie, se tambaleaba como un boxeador noqueado.
—Aparte un poco las manos.
El hombre las separó del pelo apelmazado y Rebus vio que, tras ellas, una porción de cuero cabelludo estaba tan solo unida al cráneo como por una bisagra. Un chorro de sangre le salpicó la cara. Volvió la cabeza y sintió que le empapaba el oído y el cuello y, sin mirar, apretó la toalla contra la cabeza del hombre.
—Sujétesela —le dijo, cogiéndole las manos y apretándoselas sobre la toalla.
Se volvió al ver la luz de los faros de un coche, el camuflado para la vigilancia. Claverhouse bajó el cristal de la ventanilla.
—Los hemos perdido en Causewayside. Apuesto a que es un coche robado; habrán seguido a pie.
—Hay que llevarle a urgencias —dijo Rebus abriendo la puerta trasera.
Clarke encontró una caja de pañuelos de papel y sacó un puñado para dárselos.
—Creo que no basta con unos cuantos —dijo Rebus.
—Son para ti —contestó Siobhan.
Tardaron tres minutos en llegar al Royal Infirmary. En el Departamento de Accidentes y Urgencias se estaban preparando para los ingresos por lesiones de fuegos artificiales. Rebus fue a los servicios, se quitó la chaqueta y lavó la camisa lo mejor que pudo. Tenía un manchurrón de sangre reseca en el pecho. Se puso de espaldas al espejo para mirarse; tenía más sangre por detrás. Había mojado un montón de toallas de papel. En el coche guardaba una muda, pero estaba en Flint Street. En ese momento se abrió la puerta y entró Claverhouse.
—Esto es lo único que he encontrado —dijo mientras le tendía una camiseta negra de manga corta con la llamativa imagen de un zombi de mirada satánica que esgrimía una guadaña—. Es de uno de los médicos jóvenes y he prometido devolvérsela.
Rebus se secó con otro montón de toallas de papel y le preguntó si aún tenía sangre.
—Te queda algo en la frente —respondió Claverhouse limpiándosela.
—¿Cómo está? —preguntó Rebus.
—Dicen que no correrá peligro si no se produce infección en el cerebro.
—¿Tú qué crees que ha sido?
—Un aviso de Big Ger para Telford.
—¿Es un hombre de Telford?
—Se niega a declarar.
—Y ¿cómo explica lo que le ha pasado?
—Dice que se cayó por una escalera y se golpeó la cabeza.
—¿Y lo del coche?
—Que no lo recuerda. —Claverhouse hizo una pausa—. Oye, John...
—¿Qué?
—Una enfermera me ha encargado que te diga algo.
Rebus se lo imaginó por el tono de voz.
—¿El test del sida?
—Lo han estado comentando.
Rebus recapacitó: sangre en los ojos, en los oídos y en el cuello, pero volvió a mirarse y vio que no tenía arañazos ni cortes.
—Ya veremos —dijo.
—Tal vez deberíamos suspender la vigilancia —dijo Claverhouse— y dejarles que se maten unos a otros.
—¿Con una flota de ambulancias preparada para recoger los muertos?
Claverhouse lanzó un bufido.
—¿Es propio de Big Ger esta clase de advertencia?
—Ya lo creo —contestó Rebus cogiendo la chaqueta.
—Y ¿lo de la puñalada en el club nocturno, no?
—No.
Claverhouse se echó a reír forzadamente y se restregó los ojos.
—Bueno, nos quedamos sin patatas fritas, ¿no? Ahora lo que me tomaría sería un trago.
Rebus metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una botella pequeña de whisky de la marca Bell’s.
Claverhouse rompió el precinto sin mostrar sorpresa, echó un trago, lo empujó con otro y le devolvió la botella.
—La receta del médico.
Rebus enroscó el tapón.
—¿Tú no tomas?
—He dejado de beber —dijo Rebus pasando un dedo por la etiqueta.
—¿Desde cuándo?
—Desde el verano.
—¿Y por qué llevas una botella?
Rebus la contempló.
—Porque no es una botella.
Claverhouse no acababa de entenderlo.
—¿Pues qué es, si no?
—Una bomba —contestó Rebus guardándosela en el bolsillo—. Una bomba suicida.
Volvieron a Accidentes y Urgencias. Siobhan Clarke les aguardaba delante de una puerta cerrada.
—Han tenido que darle un calmante —dijo—. Se levantó y quería irse —añadió señalando en el suelo unos rastros de sangre con pisadas.
—¿Sabemos cómo se llama?
—No lo ha dicho ni lleva encima nada que permita identificarle. Solo unas doscientas libras; por lo tanto, descartado el atraco. ¿Tú qué arma crees que han empleado? ¿Un martillo?
Rebus se encogió de hombros.
—Un martillo fractura el hueso y el colgajo era demasiado limpio. Yo creo que fue un tajo con un cuchillo de carnicero.
—O un machete —añadió Claverhouse—. Algo así.
Clarke lo miró.
—Huelo a whisky.
Claverhouse se llevó un dedo a los labios.
—¿Alguna cosa más? —preguntó Rebus.
Clarke se encogió de hombros.
—Un simple comentario.
—¿Qué?
—Esa camiseta me encanta.
Claverhouse echó unas monedas en la máquina y sacó tres cafés. Había llamado a su despacho para decir que suspendían la vigilancia, pero les ordenaron permanecer en el hospital para ver si el herido declaraba algo y podían identificarlo. Claverhouse le tendió el café a Rebus.
—Con leche y sin azúcar.
Rebus lo cogió con la mano libre; en la otra tenía una bolsa de plástico con la camisa. La llevaría a la tintorería, era una camisa buena.
—¿Sabes qué, John? —dijo Claverhouse—. No hace falta que te quedes.
Claro. Su casa no estaba lejos, cruzando por los Meadows. Su gran piso vacío. En la vivienda contigua unos estudiantes no dejaban de poner música; una música desconocida para él.
—Tú que conoces la banda de Telford —dijo—, ¿no sabes quién es ese?
Claverhouse se encogió de hombros.
—Advertí en él un cierto parecido con Danny Simpson.
—Pero no estás seguro.
—Si es Danny, lo único que le sacaremos será el nombre. Telford sabe escoger bien a sus hombres.
Clarke se acercó a ellos y cogió el café que le tendía Claverhouse.
—Es Danny Simpson —aseguró—. He vuelto a echarle un vistazo una vez limpio de sangre. —Dio un sorbo al café y frunció el ceño—. ¿Y el azúcar?
—Tú tienes dulzura de sobra —replicó Claverhouse.
—¿Por qué elegirían a Simpson? —preguntó Rebus.
—Tal vez le sorprendieron —aventuró Claverhouse.
—Además, dado que no es nadie importante en el escalafón —añadió Clarke— puede considerarse un aviso.
Rebus la miró. Cabello negro corto, cara inteligente y ojos brillantes. Sabía que trabajaba bien con los sospechosos, tranquilizándolos y escuchándolos con atención. Y en la calle también era buena: rápida de pies y reflejos.
—Como te decía, John —añadió Claverhouse apurando el café—, puedes irte cuando quieras...
Rebus miró el pasillo de arriba abajo.
—¿Estorbo o qué?
—No es eso. Pero estás en servicio de enlace. Y punto. Ya sé cuál es tu manera de trabajar y que te entregas a los casos, incluso demasiado. Mira a Candice. Quiero decir...
—¿Lo que quieres decir es que no me entrometa?
A Rebus se le encendieron las mejillas: «Mira a Candice».
—Simplemente quiero decir que es nuestro caso. No el tuyo.
—No lo entiendo —dijo Rebus entornando los ojos.
Clarke intervino.
—John, lo que quiere decir...
—¡Bah! Vale, Siobhan. Déjale que se explique.
Claverhouse suspiró, espachurró el vaso vacío y miró alrededor buscando una papelera.
—John, la investigación sobre Telford implica no perder de vista a Big Ger Cafferty y a su banda.
—¿Y bien?
Claverhouse lo miró.
—Vale, ¿quieres que te lo deletree? Ayer fuiste a Barlinnie; las noticias vuelan. Viste a Cafferty y estuvisteis charlando.
—Él me pidió que fuese —mintió Rebus.
Claverhouse alzó las manos.
—El hecho es que, como acabas de decir, te pidió que fueses y fuiste —añadió encogiéndose de hombros.
—¿Pretendes decir que me tiene metido en el bolsillo? —replicó Rebus alzando la voz.
—Chicos, chicos —terció Clarke.
Se abrieron las hojas de la puerta del fondo del pasillo. Un joven de traje oscuro, que iba camino de la máquina de bebidas, balanceaba una cartera y tarareaba una melodía, pero al llegar junto a ellos dejó de canturrear, puso la cartera en el suelo para buscar calderilla en los bolsillos y los miró sonriente.
—Buenas noches.
Tendría poco más de treinta años y llevaba el pelo negro bien peinado hacia atrás, salvo un rizo que le caía entre las cejas.
—¿Tiene alguien cambio de una libra?
Buscaron en los bolsillos, pero ninguno de los tres llevaba.
—Da igual.
Aunque en la máquina parpadeaba el texto «Importe exacto», el joven echó la moneda de una libra, pulsó el botón «Té solo sin azúcar» y se agachó para retirar el vaso. No parecía tener prisa por marcharse.
—Ustedes son policías —dijo. Hablaba arrastrando las palabras con cierta nasalidad característica de los escoceses de clase alta. Sonrió—. Creo que no los conozco profesionalmente, pero es algo que siempre se nota.
—Y usted es abogado —aventuró Rebus. El hombre asintió con la cabeza—. Ha venido en representación de los intereses de un tal Thomas Telford.
—Soy el asesor jurídico de Daniel Simpson.
—Lo que viene a ser lo mismo.
—Tengo entendido que acaban de ingresar a Daniel —dijo el hombre, y dio un sorbo al té tras soplar sobre él.
—¿Quién le ha dicho que había ingresado en este hospital?
—Bueno, no creo que eso sea asunto suyo, agente...
—Inspector Rebus.
El hombre cambió de mano el vaso de té para tenderle la derecha.
—Charles Groal —dijo mirando la camiseta de Rebus—. ¿Es eso lo que se denomina ir de paisano, inspector?
Claverhouse y Clarke se presentaron también y Groal les entregó ceremoniosamente sendas tarjetas.
—Me imagino que aguardan aquí con intención de interrogar a mi cliente.
—Así es —respondió Claverhouse.
—¿Quiere decirme por qué motivo, sargento Claverhouse? ¿O debo dirigir la pregunta a su superior?
—No es mi... —comenzó a replicar Claverhouse, pero calló al ver la mirada de Rebus.
Groal enarcó una ceja.
—¿Que no es su superior? Pero evidentemente lo es, tratándose de un inspector y un sargento. —Miró al techo tamborileando con un dedo en el vaso—. No son realmente colegas —añadió bajando la vista y clavándola en Claverhouse.
—El sargento Claverhouse y yo estamos adscritos a la Brigada de Investigación Criminal de Escocia —terció Clarke.
—Y el inspector Rebus no —comentó Groal—. Fascinante.
—Yo estoy en St Leonard’s.
—Entonces este asunto es competencia exclusiva de su jurisdicción. Por lo que la Brigada de Investigación Criminal...
—Solo queremos saber qué sucedió —añadió Rebus.
—Fue solamente una caída, ¿no es eso? Por cierto, ¿cómo se encuentra?
—Muy amable por su parte preocuparse —murmuró Claverhouse.
—Está inconsciente —dijo Clarke.
—Y probablemente camino del quirófano en breve. ¿O hacen antes una radiografía? No estoy muy al corriente del procedimiento.
—Puede preguntárselo a una enfermera —comentó Claverhouse.
—Sargento Claverhouse, detecto cierta hostilidad.
—Es su tono normal —replicó Rebus—. Escuche, usted ha venido para asegurarse de que Danny Simpson mantiene el pico cerrado y nosotros estamos aquí para escuchar el cuento macabeo que elaboren entre los dos para nuestro deleite. Creo que lo he resumido con bastante exactitud, ¿no le parece?
Groal ladeó levemente la cabeza.
—He oído hablar de usted, inspector. Muchas veces las anécdotas que se cuentan son exageradas, pero me complace decirle que no es su caso.
—Es una leyenda viva —añadió Clarke.
Rebus lanzó un bufido y volvió a Accidentes y Urgencias.
En el interior había un agente de uniforme, sentado en una silla, con la gorra en el regazo y un libro encima. Rebus lo había visto media hora antes. Ahora montaba guardia ante una puerta cerrada, tras la cual se oía hablar en voz baja. El agente, llamado Redpath, pertenecía a la comisaría de St Leonard’s y llevaba en el cuerpo menos de un año; le llamaban «el Profesor» por tener estudios universitarios. Era un muchacho alto, con granos y de mirada tímida. Al ver llegar a Rebus cerró el libro, pero dejó un dedo marcando la página.
—Ciencia ficción —dijo—. Pensé que con la edad perdería la costumbre.
—Hay muchas cosas de las que no perdemos la costumbre, hijo. ¿De qué trata?
—De lo de siempre: amenazas a la estabilidad del tiempo continuo y de universos paralelos —respondió Redpath alzando la vista—. ¿Qué piensa usted de los mundos paralelos, señor?
Rebus señaló la puerta con la cabeza.
—¿Quién hay ahí?
—Ha sido un atropello. El conductor se dio a la fuga.
—¿Está grave? —El Profesor se encogió de hombros—. ¿Dónde fue?
—Al final de Minto Street.
—¿Han localizado el coche?
Redpath negó con la cabeza.
—Estamos a la espera por si ella puede aclarar algo. ¿Y usted, señor, qué lleva?
—Un caso parecido, hijo. Mundos paralelos, por así decirlo.
Siobhan Clarke apareció con otra taza de café. A modo de saludo dirigió una inclinación de cabeza a Redpath, quien se puso en pie, cortesía que le valió una tenue sonrisa de ella.
—Telford no querrá que Danny hable —comentó a Rebus.
—Es evidente.
—Y mientras tanto querrá ajustar cuentas.
—Por supuesto.
Siobhan cruzó su mirada con la de Rebus.
—Creo que se ha pasado un poco —añadió refiriéndose a Claverhouse, pero sin mencionar su nombre delante del uniformado.
Rebus asintió con la cabeza.
—Ah, bueno, gracias.
Y pensó que era lógico que no hubiera comentado nada en el momento de la intervención de Claverhouse. Ahora eran compañeros y no le convenía incomodarle.
Se entreabrió la puerta y apareció una joven doctora con aspecto de agotada. A sus espaldas, Rebus vio un bulto en una cama y personal ajetreado con diversos aparatos. La puerta volvió a cerrarse.
—Vamos a hacerle un escáner cerebral —dijo la doctora a Redpath—. ¿Han avisado a la familia?
—No sabemos cómo se llama.
—Sus efectos personales están ahí dentro —dijo la mujer entreabriendo la puerta y pasando al interior.
La ropa estaba doblada en una silla y debajo había una bolsa. Cuando la doctora la cogió, Rebus vio algo: una caja plana de cartón blanco. Una caja de pizza. Vaqueros negros, sostén negro y blusa roja de satén. Y una trenca negra.
—¿John?
Zapatos también negros de tacón bajo y punta cuadrada, nuevos salvo por las rozaduras, como si los hubieran arrastrado por el pavimento.
Entró como una tromba. La mascarilla de oxígeno tapaba sus facciones y solo se le veía la frente, llena de cortes y magulladuras en la parte que dejaba al descubierto el cabello apartado; tenía los dedos cubiertos de ampollas y la palma de las manos en carne viva. No estaba tendida en una cama sino en una camilla ancha y metálica.
—Por favor, señor, aquí no puede estar.
—¿Qué sucede?
—Este caballero...
—John, John, ¿qué te pasa?
Le habían quitado los pendientes. Tres agujeros pequeñitos, uno de ellos más rojo que los otros. Vio su rostro sobre la sábana, sus ojos hinchados por los moratones, la nariz rota y las mejillas arañadas; un labio partido, una rozadura en la barbilla y las pestañas inmóviles. Veía a una víctima de un accidente que, además, era su hija.
Lanzó un grito.
Clarke y Redpath tuvieron que sacarlo a rastras ayudados por Claverhouse, que había acudido al oír el alboroto.
—¡Dejen la puerta abierta! ¡Los mataré si la cierran!
Intentaron que se sentara. Redpath quitó el libro de la silla, pero Rebus se lo arrebató y lo tiró al pasillo.
—¿Cómo es posible que estés leyendo un puto libro? —exclamó—. ¡Sammy ahí dentro y tú leyendo novelas!
El vaso de Clarke había recibido un puntapié y el café se había derramado por el suelo. Redpath cayó al ser empujado por Rebus.
—¿No podrían abrir la puerta? —inquirió Claverhouse—. ¿Y por qué no le dan un sedante?
Rebus se mesaba los cabellos, lanzaba alaridos sin lágrimas y profería incoherencias con voz ronca. Agachó la cabeza y al verse aquella ridícula camiseta supo qué era lo que marcaría el recuerdo de aquella noche: una camiseta de Iron Maiden con un demonio sonriente de ojos de fuego. Se quitó la chaqueta dispuesto a destrozarla.
«Sammy ahí detrás —pensó—, y yo aquí fuera, charlando como si tal cosa». Todo el tiempo que llevaba en el hospital ella había estado ahí mismo, en aquella habitación. Dos secuencias cruzaron su mente como un destello: un atropello, con el coche dándose a la fuga, y un segundo automóvil huyendo a toda velocidad de Flint Street.
Agarró a Redpath.
—¿Al final de Minto Street, has dicho?
—¿Cómo?
—Sammy... ¿al final de Minto Street?
Mirando a Redpath, que asentía con la cabeza, Clarke se dio cuenta de inmediato de en qué pensaba Rebus.
—No creo, John. Iban en direcciones opuestas.
—Pudieron dar la vuelta.
—Acabo de hablar por teléfono —dijo Claverhouse, que había oído parte de la conversación—. Han localizado el coche del que arrojaron a Danny Simpson; es un Escort blanco que estaba abandonado en la plaza Argyle.
Rebus miró a Redpath.
—¿Era un Escort blanco?
—Los testigos dijeron que era oscuro —contestó el joven al tiempo que negaba con la cabeza.
Rebus se volvió hacia la pared y permaneció apoyado con las palmas de las manos, mirando la pintura, como si pudiera ver a través del muro.
Claverhouse le puso una mano en el hombro.
—John, seguro que se recuperará. Te van a dar un calmante, pero mientras tanto, ¿qué tal un poco de esto?
Claverhouse sujetaba entre sus brazos la chaqueta de Rebus, ocultando la botella que sostenía en la mano.
La bomba suicida.
Cogió la botella, desenroscó el tapón mirando a la puerta que daba al pasillo, se la llevó a los labios y bebió.
Vacaciones en la playa: aparcamiento de remolques, largos paseos y castillos de arena. Él estaba sentado en una tumbona tratando de leer. Soplaba un viento frío a pesar del sol y Rhona untaba a Sammy con crema bronceadora, diciendo que nunca estaba de más, sin dejar de advertirle que no la perdiera de vista mientras ella iba al remolque a por el libro que estaba leyendo. La niña se entretenía enterrando los pies de su padre.
Rebus intentaba leer, pero no dejaba de pensar en el trabajo. Iba todos los días a una cabina telefónica para llamar a la comisaría, a pesar de que siempre le decían que se despreocupase, que lo pasara bien y se olvidase de todo. Llevaba leída media novela de espías, pero ya se había perdido en la trama.
Rhona se estaba comportando, a decir verdad. Ella habría preferido una playa en el extranjero, cualquier lugar que, además del sol, tuviese cierto atractivo y mejor clima. Pero quien sostenía la economía familiar era él, así que allí estaban, en la costa de Fife, donde se habían conocido. ¿Abrigaba él cierta esperanza en revivir el recuerdo? También había veraneado en aquella playa con sus padres y había jugado con Mickey y con otros chicos que no volvería a ver.
Volvió a enfrascarse en la novela de espionaje, pero un caso real de investigación le cruzó la mente. Y en aquel momento una sombra cayó sobre él.
—¿Y la niña?
—¿Qué?
Miró a sus pies y solo vio un montón de arena, pero ni rastro de Sammy. ¿Cuánto hacía que no estaba? Se levantó, miró hacia el mar y solamente vio a unos cuantos bañistas poco decididos que se remojaban los pies en la orilla.
—¡Por Dios, John! ¿Dónde está?
Dio media vuelta y dirigió la vista hacia las dunas más alejadas.
—¿Las dunas...?
Se lo habían advertido. La arena de las dunas formaba huecos que parecían madrigueras, muy atractivas para los críos, pero podían hundirse. Al principio de la temporada, un matrimonio presa del pánico había desenterrado a su hijo de diez años al borde de la asfixia...
Echaron a correr hacia ellas. Había dunas y hierbas, pero a la niña no se la veía por ninguna parte.
—¡Sammy!
—Quizás está en el agua...
—¡Tú tenías que haberla vigilado!
—Lo siento, es que...
—¡Sammy!
De una de las madrigueras apareció una criatura a gatas. Rhona la acabó de sacar del agujero y la abrazó.
—¡Cariño, te dijimos que no entraras ahí!
—Era un conejito.
Rebus miró la precaria bóveda de arena con un entramado de raíces y hierbas. Al darle un puñetazo se desmoronó. Rhona lo miraba enfurecida.
Aquello fue el final de las vacaciones.
John Rebus besó a su hija.
—Hasta luego —dijo mientras la veía cruzar la puerta de la cafetería después de tomarse un café exprés y un bollo caramelizado porque no tenía tiempo para más. Pero habían quedado otro día para comer juntos. Nada del otro mundo, tan solo una pizza.
Era el 30 de octubre. Si la naturaleza se ensañaba, a mediados de noviembre sería invierno. A Rebus le habían enseñado en el colegio las cuatro estaciones, que él dibujaba con colores vivos o tétricos según sus diferencias; pero las cosas no sucedían así en su tierra natal. En Escocia los inviernos se prolongaban y duraban más de lo debido, aunque luego el calor llegaba de pronto. La gente recurría a la camiseta de manga corta en cuanto aparecían los primeros brotes, de modo que la primavera y el verano se fundían en una sola estación. Después, en cuanto las hojas amarilleaban, volvía de nuevo la primera escarcha.
Sammy le dijo adiós con la mano a través del escaparate de la cafetería; una mujer sin problemas. Él siempre había permanecido atento, intentando detectar signos de desequilibrio, cualquier indicio de trauma infantil o alguna predisposición congénita autodestructiva. Quizá debiera telefonear algún día a Rhona para darle las gracias por haber criado a Samantha por su cuenta. No debió de ser fácil, como siempre decía la gente. A él le habría encantado poder sentirse orgulloso de haber sido parte responsable del resultado, pero no era tan hipócrita. La verdad era que había permanecido al margen durante la adolescencia de la niña. Igual que en su matrimonio; aunque estuviera en la misma habitación que su esposa, en el cine, la mesa o una fiesta... su yo más íntimo siempre estaba en otra parte, absorto en una investigación, en alguna incógnita que le impedía sosegarse.
Cogió la chaqueta del respaldo de la silla. No había más remedio que regresar a la comisaría; Sammy regresaba a su trabajo con expresidiarios, pero había rechazado su oferta de acompañarla. Ahora que ya lo sabía, le había hablado de su novio, Ned Farlowe; él había tratado de prestar atención, pero sus pensamientos volaban hacia Joseph Lintz. En otras palabras, el mismo problema de siempre. Le habían asignado el caso Lintz diciéndole que estaba capacitado para ello debido a sus antecedentes militares y su manifiesta inclinación por los casos históricos; con esto último, su jefe, Watson, se refería a John Biblia.
—Perdone, señor —replicó Rebus—, pero eso me suena a pura trola. Las razones para endilgármelo son que no hay otro que lo quiera ni regalado y que con ello se libran de mí una temporada.
—Su cometido —le replicó Watson sin ceder a la irritación— consistirá en revisar la documentación y comprobar si hay algo que constituya prueba de delito. Puede interrogar al señor Lintz si lo estima conveniente. Haga cuanto crea necesario, y si encuentra algo que justifique una acusación...
—No lo encontraré, y usted lo sabe —dijo Rebus con un suspiro—. Señor, no es la primera vez que hablamos de esto. Por algo se clausuró la Sección de Crímenes de Guerra. Es un caso antiguo, de los de mucho ruido y pocas nueces —añadió meneando la cabeza—. Los únicos que quieren airear el escándalo son los periódicos.
—Queda relevado del caso del señor Taystee. Lo llevará Bill Pryde.
Y así quedó: Lintz era un caso de Rebus.
Todo había comenzado con un artículo aparecido en un periódico sensacionalista a causa de una documentación recibida de la Oficina de Investigación sobre el Holocausto con sede en Tel Aviv. El rotativo citaba el nombre de Joseph Lintz, quien, según ellos, vivía tranquilamente en Escocia encubierto bajo esa identidad falsa desde el final de la guerra, cuando en realidad su verdadero nombre era Josef Linzstek, natural de Alsacia. En junio de 1944, el teniente Linzstek entró en el pueblo de Villefranche d’Albarède, en la región francesa de Corrèze, al mando de la tercera compañía de un regimiento de las SS perteneciente a la Segunda División Panzer, y concentró en la plaza a todos los habitantes del pueblo, sin contemplaciones para con los enfermos, ancianos o niños de pecho.
Una adolescente, una refugiada de Lorena, había visto de lo que eran capaces los alemanes. Se refugió en la buhardilla de su casa y desde una pequeña ventana vio que en la plaza estaban sus compañeras de clase con sus padres y familiares, y a ella, que no había ido al colegio por tener anginas, se le ocurrió que alguien podría contárselo a los alemanes...
Hubo un momento en que, al protestar el alcalde y las autoridades ante el oficial al mando de la compañía, se produjo una conmoción, pero la tropa apuntó con las ametralladoras a la multitud, y aquel grupo de hombres notables —entre ellos el cura, el abogado y el médico— fue reducido a culatazos. Después trajeron sogas, las colgaron de las ramas de los pocos árboles de la plaza, hicieron ponerse en pie a los que habían protestado y les pasaron el nudo corredizo por el cuello. Se oyó una orden imperiosa, tras la cual los soldados tiraron de las cuerdas y seis hombres se balancearon de los árboles entre espasmos, que fueron cesando poco a poco.
Según el recuerdo de la jovencita, fue una larga agonía en medio del absoluto silencio de la plaza, como si los vecinos adivinaran que no se trataba de una simple verificación de identidad. Se oyeron más órdenes. Los hombres fueron separados de las mujeres y los niños y conducidos a la granja de Prudhomme, mientras obligaban al resto del pueblo a entrar en la iglesia. Solo quedó en la plaza una docena de soldados, con el fusil colgando de sus hombros, contándose chistes y fumando. Uno de ellos entró en un bar, puso la radio y una música de jazz inundó la explanada, mezclándose con el susurro de las hojas de los árboles en los que el viento mecía seis cadáveres.
—Fue extraño —contó la joven más tarde—, no parecían cadáveres. Era como si se hubieran transformado y formaran parte de los árboles.
Después oyó una explosión, y una nube de humo y polvo envolvió la iglesia. Se hizo el silencio, como si el mundo se hubiera quedado vacío. Acto seguido oyó gritos y ráfagas de ametralladoras. Y cuando al final todo terminó, empezaron a oírse lamentos; pero no procedían de la iglesia, sino de la granja de Prudhomme, a lo lejos.
Cuando por fin la encontraron vecinos de pueblos cercanos, la jovencita estaba acurrucada, cubierta tan solo con un chal que había sacado de un baúl y que había pertenecido a su abuela, fallecida un año antes. Pero no fue la única superviviente. Los soldados del piquete de ejecución de la granja de Prudhomme no dispararon muy alto; los abatidos en la primera fila sufrieron heridas de cintura para abajo y los cadáveres que les cayeron encima les protegieron de los disparos posteriores. Cuando echaron paja sobre el montón de muertos y le prendieron fuego, resistieron cuanto pudieron antes de salir a rastras de aquel siniestro hacinamiento sin otra esperanza que ser acribillados. Pese a todo, cuatro de ellos lograron escabullirse con el cabello y la ropa en llamas. Uno pereció después a consecuencia de las heridas.
Tres hombres y una jovencita: los únicos supervivientes.
Sin embargo, eso no cerró el balance de víctimas porque se ignoraba cuánta gente de otros pueblos estaba aquel día en Villefranche y si había refugiados que añadir a la cuenta. La documentación existente incluía una lista de más de setecientos nombres de supuestas víctimas.
Rebus se sentó ante la mesa y se restregó los ojos con los nudillos. Aquella muchacha aún vivía, ahora una anciana, y los otros tres supervivientes fallecieron antes de 1953, cuando se celebró el juicio de Burdeos. Tenía las actas con sus declaraciones, pero estaban en francés, igual que la mayor parte del material que debía revisar, y él no sabía francés. Por eso había recurrido al Departamento de Lenguas Modernas de la universidad en busca de alguien que conociera el idioma. Le recomendaron a Kirstin Mede, profesora de francés, que también dominaba el alemán, lo cual le venía de perlas, pues el resto de la documentación estaba en ese idioma. Rebus disponía asimismo de un resumen de las actas del proceso en inglés, obsequio de los cazanazis. El proceso se inició en febrero de 1953 y se prolongó un mes. De los setenta y cinco identificados de la unidad alemana responsable de la matanza solo se logró sentar en el banquillo a quince: seis alemanes y nueve franceses alsacianos, pero ninguno con rango de oficial. De estos, un alemán fue condenado a muerte y el resto a simples condenas de prisión de entre cuatro y doce años, pero quedaron en libertad al término del juicio. El proceso suscitó cierta animadversión en Alsacia, y en un intento de unir a la nación el Gobierno francés decretó una amnistía. En cuanto a los alemanes, se dijo que ya habían purgado sus delitos.
Aquel desenlace fue una ignominia para los supervivientes de Villefranche.
Pero, a juicio de Rebus, lo más increíble fue que los ingleses, que habían capturado a dos oficiales alemanes responsables de la matanza, se negaron a entregarlos a las autoridades francesas y los devolvieron a Alemania, donde vivieron durante muchos años e hicieron fortuna. Si Linzstek hubiera sido capturado entonces, ahora no se hubiera producido ningún escándalo.
Política. Todo era política, en el fondo. Rebus alzó la vista y vio a Kirstin Mede ante él. Era alta, esbelta y vestía impecablemente. Su maquillaje era como el de las mujeres que aparecen en los anuncios de moda. Aquel día lucía un traje de chaqueta a cuadros cuya falda apenas le cubría la rodilla, y llevaba unos pendientes dorados y grandes. Estaba abriendo su cartera y sacando de ella un montón de papeles.
—Las últimas traducciones —dijo.
—Gracias.
Rebus miró una nota recordatoria que tenía en la mesa: «¿Imprescindible el viaje a Corrèze?». Bueno, Watson había dicho que lo que hiciera falta. Alzó los ojos hacia Kirstin Mede pensando en si el presupuesto permitiría incluir un guía. Estaba sentada frente a él, poniéndose unas gafas de media luna.
—¿Le apetece un café? —preguntó.
—Hoy tengo cierta prisa y solo he venido para que vea esto —respondió ella tendiéndole dos pliegos: una fotocopia de un informe mecanografiado en alemán y su correspondiente traducción. Rebus miró el original.
«Der Beginn der Vergeltungsmassnahmen hat ein merkbares Aufatmen hervorgerufen und die Stimmung sehr günstig beeinflusst».
—«El inicio de las represalias —leyó en voz alta— ha repercutido en una notable mejora de la moral y la tropa se encuentra sensiblemente más tranquila».
—Presuntamente de Linzstek a su comandante —dijo ella.
—¿No está firmado?
—Solo aparece el apellido subrayado.
—No sirve de prueba contra Linzstek.
—No, pero ¿recuerda lo que hablamos? Sirve como prueba del móvil de la matanza.
—¿Una manera de relajar a los muchachos?
Ella le dirigió una mirada glacial.
—Perdone —dijo él alzando las manos—. Sería el colmo. Tiene razón, más bien es como si el teniente buscase una justificación por escrito.
—¿Para la posteridad?
—Es posible. Al fin y al cabo ya por entonces comenzaban a perder la guerra. —Miró los otros papeles—. ¿Algo más?
—Más informes, pero nada de particular, aparte de unos testimonios de los testigos oculares. —Le miró con sus ojos gris claro—. Acaba uno impresionado, ¿no es cierto?
Rebus la miró y asintió con la cabeza.
La superviviente de la matanza vivía en Juillac y no hacía mucho que había sido interrogada por la policía en relación con el oficial de las tropas nazis. Su testimonio se ajustaba a lo que había manifestado durante el proceso: solo le vio la cara unos segundos desde la buhardilla de una casa de tres pisos. Cuando le mostraron una foto reciente de Joseph Lintz, la mujer se encogió de hombros.
—Puede ser —dijo—. Sí, podría ser.
Rebus sabía que cualquier fiscal consciente impugnaría aquella afirmación sabiendo cuál sería la reacción de un abogado defensor con dos dedos de frente.
—¿Qué tal va el caso? —preguntó Kirstin Mede, que quizás había advertido algo en la actitud de él.
—Lento. El problema es todo esto que ve aquí encima —replicó señalando el abarrotado escritorio—. Por un lado, esto, y, por otro, un ancianito que vive en un barrio de gente acomodada de Edimburgo. Dos asuntos aparentemente contradictorios.
—¿Ha hablado con él?
—Un par de veces.
—¿Cómo es?
¿Cómo era Joseph Lintz? Un hombre culto, un lingüista que, en los setenta, durante un par de años, había sido profesor de alemán en la universidad; según él, para «cubrir una vacante mientras encontraban a otro de más mérito». Residía en Escocia desde 1945 o 1946, no podía precisar la fecha, le fallaba la memoria. Tampoco estaba muy clara su vida anterior; él alegaba que, al haber sido destruida la documentación de los archivos, los Aliados le habían extendido duplicados. Únicamente existía su palabra contra la hipótesis de que aquellos papeles no fuesen más que una sarta de mentiras inventadas por él y aceptadas como ciertas. Lintz afirmaba que era natural de Alsacia y que, sin padres ni familia, se vio obligado a alistarse en las SS. Aquel detalle de las SS rozaba las fibras más sensibles de Rebus, pues era la clase de confesión capaz de inclinar la balanza del veredicto del tribunal militar, porque de la supuesta honradez de no ocultarlo podía colegirse que no mentía en lo demás. Lo cierto era que no existía ningún expediente en que constara un tal Joseph Lintz en ningún regimiento de las SS, pero las SS habían destruido gran parte de sus archivos al ver el derrotero que tomaba la guerra. El expediente de guerra de Lintz era igualmente vago; en él se alegaba neurosis bélica como explicación a sus fallos de memoria, pese a que perjuraba que no se llamaba Linzstek ni había servido en la región francesa de Corrèze.
—Yo serví en el este, donde me encontraron los Aliados.
El problema era que no había una explicación convincente sobre cómo había llegado Lintz al Reino Unido. Él explicaba que había solicitado el traslado allí para comenzar una nueva vida lejos de Alsacia y de los alemanes, con el canal de la Mancha de por medio. Pero tampoco había documentación que lo avalara; después, los investigadores del Holocausto habían aportado «pruebas» sobre la implicación de Lintz en la «Ruta de las Ratas».
—¿Oyó hablar alguna vez de la «Ruta de las Ratas»? —le preguntó Rebus en la primera entrevista.
—Naturalmente —contestó Joseph Lintz—. Pero nunca tuve nada que ver con ello.
Interrogaba a Lintz en el estudio de su casa de Heriot Row, una elegante mansión georgiana de cuatro plantas. Una vivienda enorme para un hombre soltero. Rebus se lo comentó y Lintz se limitó a encogerse de hombros, como si gozara de inmunidad. ¿De dónde había sacado el dinero?
—He trabajado mucho, inspector.
Tal vez, pero aquella casa la había comprado a finales de los cincuenta, cuando vivía de su sueldo de profesor. Un colega de la época le había dicho a Rebus que en el departamento de la universidad todos sospechaban que Lintz tenía una fuente privada de ingresos. Lintz lo negó.
—En aquella época las casas eran más baratas, inspector. Lo que más se vendía eran casas en el campo y chalets.
Joseph Lintz medía un metro sesenta escaso, tenía las manos apergaminadas y con manchas y llevaba gafas y un reloj de pulsera Ingersoll de antes de la guerra. En su estudio, las estanterías acristaladas y llenas de libros cubrían las paredes. Vestía trajes color marengo y había en él un aire elegante, casi femenino, en la manera de llevarse una taza a los labios, de sacudirse una mota de polvo del pantalón.
—Comprendo a los judíos —dijo—. Ellos tratan de implicar al mayor número de personas posible para que todo el mundo tenga mala conciencia. Quizá tengan razón.
—¿En qué sentido, señor?
—¿Acaso no tenemos todos algún secreto, cosas de las que nos avergonzamos? —replicó Lintz sonriente—. Ustedes les siguen el juego sin entenderlo.
Rebus siguió insistiendo.
—La verdad es que son dos apellidos muy parecidos: Lintz, Linzstek.
—Por supuesto; de otro modo, la acusación no se sostendría. Pero reflexione un poco, inspector: ¿no habría cambiado mi nombre de forma más ostensible? ¿No va a concederme un mínimo de inteligencia?
—Más que un mínimo.
En las paredes colgaban diplomas y títulos honoríficos enmarcados, así como fotos con rectores de universidad y políticos. Cuando Watson dispuso de algunos datos más sobre Joseph Lintz, advirtió a Rebus que fuera con cuidado: el anciano era un mecenas de las artes —ópera, museos, galerías— y hacía muchos donativos de caridad. Era un hombre con amistades; pero también era un solitario, alguien cuya mayor satisfacción consistía en cuidar tumbas en el cementerio de Warriston. Sobre sus mejillas prominentes se extendían unas profundas ojeras. ¿Dormía bien?
—Como un corderito, inspector. —Otra sonrisa—. Un cordero para el sacrificio. Mire, yo no le culpo, comprendo perfectamente que usted solo está haciendo su trabajo.
—Su capacidad para el perdón no conoce límites, señor Lintz.
El anciano se encogió de hombros.
—Inspector, ¿conoce la frase de Blake? «Y durante toda la eternidad / yo te perdono, tú me perdonas». Aunque a los periodistas dudo que los pueda perdonar.
Hizo este último comentario con notorio desprecio, a juzgar por la crispación de sus músculos faciales.
—¿Por eso azuza a su abogado contra ellos?
—Con su modo de expresarse me equipara usted a un cazador, inspector. Se trata de un periódico, una entidad que dispone en todo momento de un equipo de caros abogados. ¿Cree que un particular tiene alguna posibilidad en su contra?
—¿Por qué molestarse, entonces?
Lintz golpeó los brazos del sillón con los puños cerrados.
—¡Por principios, naturalmente!
Aquellos estallidos eran raros y breves, pero Rebus había sido testigo de algunos y sabía que Lintz tenía su genio...
—¡Oiga! —decía Kirstin Mede, ladeando la cabeza para atraer su mirada.
—¿Qué?
—Estaba usted a miles de kilómetros —dijo ella sonriendo.
—Solo en el otro extremo de la ciudad —replicó él.
Ella señaló los papeles.
—Se los dejo aquí, ¿de acuerdo? Y si tiene alguna pregunta...
—Estupendo, gracias —dijo Rebus levantándose.
—No se moleste. Conozco el camino.
Pero él se empeñó en acompañarla.
—Lo siento, estoy un poco... —dijo a la vez que agitaba las manos en torno a la cabeza.
—Es lo que le decía, que esto acaba por afectarle a uno —añadió ella.
Mientras cruzaban el departamento, Rebus notó las miradas a su espalda y vio que Bill Pryde se acercaba pavoneándose para que se la presentara. Era un rubio de cabello ondulado y pestañas claras pobladas, nariz grande y pecosa y una boca pequeña rematada por un bigote pelirrojo, del que habría podido prescindir.
—Encantado —dijo estrechando la mano a Kirstin Mede—. Ojalá te hubiera cambiado el caso —añadió dirigiéndose a Rebus.
Pryde tenía asignado el caso del señor Taystee, un vendedor de helados hallado muerto en su furgoneta, con el motor en marcha y dentro de su garaje; aparentemente, un suicidio.
Rebus y Kirstin Mede rebasaron a Pryde y siguieron su camino. Él iba con idea de pedirle una cita —aunque sabía que era soltera, no descartaba que hubiera algún novio de por medio— y en aquel preciso instante trataba de figurarse qué clase de restaurante podría gustarle. ¿Francés o italiano? Ella dominaba los dos idiomas, así quizá fuera más apropiado algo más neutral, indio o chino. Pero quizás era vegetariana. O quizá detestaba los restaurantes. ¿Y si la invitaba a una copa? Pero él ya no bebía.
—Bueno, ¿qué le parece?
Rebus dio un respingo. ¿Qué le habría preguntado?
—¿Cómo dice?
Kirstin se echó a reír al comprender que no le había estado prestando atención. Rebus intentó dar una excusa, pero Kirstin Mede le interrumpió:
—No, claro; si es que está un poco... —dijo agitando las manos alrededor de la cabeza, haciéndole sonreír.
Se detuvieron uno frente al otro. Ella tenía la cartera apretada bajo el brazo. Era el momento ideal para pedirle una cita; que ella eligiera dónde.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Kirstin sobresaltada.
Un grito. Él también lo había oído. Parecía provenir de detrás de una puerta cerca de ellos, la del servicio de señoras. Lo oyeron de nuevo, seguido esta vez de una frase bien clara:
—¡Que alguien me ayude!
Rebus abrió la puerta, entró como una tromba y vio a una agente de uniforme que empujaba con el hombro la puerta de una cabina en la que se oían gemidos sofocados.
—¿Quién hay ahí? —preguntó Rebus.
—Una que detuve hace veinte minutos y que necesitaba ir al lavabo.
Lo decía ruborizada y enfurecida por la situación.
Rebus agarró la puerta por arriba para alzarse a pulso a mirar y vio un cuerpo sentado en la taza. Era una mujer joven excesivamente maquillada que, recostada en la cisterna, miraba hacia arriba con ojos vidriosos sin dejar de desenrollar el papel higiénico al tiempo que se lo introducía en la boca.
—Se va a ahogar —dijo Rebus dejándose caer al suelo—. Apártese —añadió.
Empujó la puerta dos veces con el hombro y, tras alejarse, le pegó una patada.
La puerta se abrió y dio contra las rodillas de la joven. Rebus entró sin remilgos y vio que ya tenía la cara abotargada.
—Sujétele las manos —le dijo a la agente, y comenzó a extraerle papel higiénico de la boca como si fuese un mago de pacotilla.
Se había tragado casi medio rollo. Rebus cruzó una mirada con la agente y ambos se echaron a reír. La joven ya no se resistía. Su cabello era pardusco, lacio y grasiento, y llevaba una chaqueta de esquí negra y una falda ajustada, también negra. En sus piernas se apreciaban unas manchas de color rosa y la magulladura del golpe de la puerta. Rebus se había manchado las manos con el carmín de sus labios. La muchacha no cesaba de llorar y él, sintiendo aún mala conciencia por haber soltado la carcajada, se puso en cuclillas y miró aquellos ojos extremadamente maquillados. Ella parpadeó pero le sostuvo la mirada, y tosió al expulsar el último trozo de papel.
—Es extranjera —comentó la agente—. Creo que no habla inglés.
—¿Cómo le ha dicho, entonces, que quería ir al baño?
—Hay maneras de hacerlo, ¿no?
—¿Dónde la ha encontrado?
—En el Pleasance, descarada como nadie.
—Para mí es territorio desconocido.
—Para mí también.
—¿Iba con alguien?
—No que yo viera.
Rebus le cogió las manos. Seguía agachado y las rodillas de la chica le rozaban el pecho.
—¿Se encuentra bien? —Ella miró sin entender y Rebus adoptó una expresión de interés por su estado—. ¿Bien ahora?
Ella asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Bien —añadió con voz ronca.
Rebus, al sentir sus dedos fríos, pensó si no sería heroinómana. Muchas prostitutas lo eran, aunque nunca había visto una que no hablase inglés. Le dio la vuelta a las manos y le miró las muñecas. Tenía unas costras en zigzag recientes. Le subió una manga de la chaqueta sin que ella se resistiera y vio que en el brazo tenía muchas iguales.
—Se autolesiona.
La joven comenzó a balbucir una frase incomprensible, y Kirstin Mede, que estaba junto a la puerta, entró en los servicios; Rebus la miró.
—No lo entiendo... Es una lengua del este de Europa.
—Pruebe a decirle algo.
Mede le dirigió una pregunta en francés y la repitió en tres o cuatro idiomas sin que la joven respondiera, aunque pareció que apreciaba sus esfuerzos.
—Es muy posible que en la universidad haya alguien que nos pueda ayudar —dijo Mede.
Rebus empezó a incorporarse, pero la mujer se agarró a sus rodillas y le atrajo hacia ella hasta casi hacerle perder el equilibrio. Se aferraba a él, con la cara hundida entre sus piernas y balbuciendo algo sin dejar de llorar.
—Creo que le ha gustado usted, señor —dijo la agente.
La obligaron a soltarle y Rebus retrocedió unos pasos, pero ella volvió a lanzarse sobre él repitiendo en voz más alta una especie de súplica. En la puerta había un grupo de seis policías que observaban la escena. Cada vez que Rebus se movía hacia atrás, la joven lo seguía a cuatro patas. Al ver la salida bloqueada, Rebus pensó que de mago de pacotilla había pasado a ser el personaje serio de un dúo cómico. La mujer policía sujetó a la joven y la obligó a incorporarse, retorciéndole un brazo por la espalda.
—Andando —dijo entre dientes—. Al calabozo. Se acabó el espectáculo, señores.
Y se llevó entre aplausos a la detenida, que dirigió una mirada suplicante hacia atrás, a Rebus, que no entendía nada y que optó por volverse hacia Kirstin Mede.
—¿Le apetece que quedemos un día para cenar?
Ella le miró de hito en hito como si estuviera loco. —Hay dos cosas claras: una, que es una bosnia musulmana, y otra, que quiere volver a verle.
Rebus miró al hombre del Departamento de Lenguas Eslavas recomendado por Kirstin Mede. Estaban en el pasillo de la comisaría de St Leonard’s.
—¿De Bosnia?