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JOHN REBUS SIEMPRE LLEGA HASTA EL FINAL Un joven poeta ruso ha sido asesinado durante un atraco que, al parecer, ha salido mal. La muerte coincide con la visita a Edimburgo de una delegación comercial rusa, y hay gente muy poderosa que quiere ver el caso cerrado cuanto antes. Pero ese no es el estilo del inspector John Rebus. No va a arrinconar un caso que huele a podrido solo porque alguien se lo aconseje. Aunque eso signifique buscarse problemas serios poco antes de su jubilación.
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Seitenzahl: 591
Veröffentlichungsjahr: 2017
Título original: Exit Music
© John Rebus Limited, 2007.
© de la traducción: Francisco Martín Arribas, 2008.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2017. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: ODBO062
ISBN: 9788490568279
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
CITAS
PRIMER DÍA. MIÉRCOLES 15 DE NOVIEMBRE DE 2006
1
2
SEGUNDO DÍA. JUEVES 16 DE NOVIEMBRE DE 2006
3
4
5
6
TERCER DÍA. VIERNES 17 DE NOVIEMBRE DE 2006
7
8
9
10
CUARTO DÍA. LUNES 20 DE NOVIEMBRE DE 2006
11
12
13
14
15
QUINTO DÍA. MARTES 21 DE NOVIEMBRE DE 2006
16
17
18
19
20
SEXTO DÍA. MIÉRCOLES 22 DE NOVIEMBRE DE 2006
21
22
23
24
25
26
SÉPTIMO DÍA. JUEVES 23 DE NOVIEMBRE DE 2006
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28
29
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31
32
33
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OCTAVO DÍA. VIERNES 24 DE NOVIEMBRE DE 2006
35
36
37
38
39
40
41
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NOVENO DÍA. SÁBADO 25 DE NOVIEMBRE DE 2006
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44
45
LUNES 27 DE NOVIEMBRE DE 2006
EPÍLOGO
NOTAS
La frontera nunca está más allá.
Ni hay vallas que impidan la medianoche.
NORMAN MACCAIG,
Hotel Room, 12th Floor
Mi padre decía que es inconfundible la llamada de un policía, y, en efecto, el golpe de los nudillos en la madera es como una orden que se aprovecha de la capacidad de culpabilidad de quien lo oye.
ANDREW O’HAGAN, Be Near Me
La muchacha dio un grito, uno solo; no hacía falta más, y cuando el matrimonio de mediana edad llegó al pie de Raeburn Wynd, se la encontró de rodillas, tapándose la cara con las manos, y agitando los hombros por los sollozos. El hombre miró el cadáver un instante e hizo ademán de tapar los ojos a su esposa, pero ella ya se había dado la vuelta, sacó el móvil y marcó el número de emergencias. En los diez minutos que tardó en llegar el coche de policía, la joven quiso marcharse pero el hombre le explicó con dulces palabras, acariciándole el hombro, que debía esperar. La esposa se había sentado en el bordillo, a pesar del frío nocturno. Era un noviembre de Edimburgo que ya anunciaba heladas. En King’s Stables Road no había tráfico. Un cartel de «prohibido el paso» impedía el tránsito desde Grassmarket hasta Lothian Road. De noche era un paraje solitario con un aparcamiento de varias plantas en una acera y el castillo y el cementerio enfrente. La iluminación era débil y quienes pasaban por allí lo hacían alerta. Aquel matrimonio de mediana edad volvía de un concierto de villancicos en la iglesia de St. Cuthbert para recaudar dinero para el hospital infantil de Edimburgo. La mujer había comprado una corona de acebo, que ahora estaba tirada en el suelo, a la izquierda del cadáver. Su marido no dejaba de pensar: «Un minuto más tarde y no habríamos oído nada, ya estaríamos camino de casa en el coche, con la corona en el asiento de atrás y música clásica en la emisora de FM».
—Quiero irme a casa —protestaba la joven entre sollozos. Estaba de pie y tenía las rodillas arañadas. Llevaba una falda muy corta, en opinión del hombre, y su cazadora vaquera poco debía de protegerla del frío. Él había pensado —no mucho— en prestarle su chaqueta, y volvió a insistir en que debía esperar. De pronto las luces intermitentes del coche de policía que se aproximaba tiñeron de azul sus caras.
—Ahí están —dijo el hombre, pasándole el brazo por los hombros como para confortarla y apartándolo al ver que su esposa miraba.
El coche patrulla se detuvo sin apagar el motor ni las luces reflectantes y de él bajaron dos agentes de uniforme y sin gorra. Uno de ellos llevaba una linterna grande negra. Raeburn Wynd era una cuesta con una serie de antiguas caballerizas remodeladas como viviendas, con garajes en las plantas bajas que antaño albergaban a los caballos y carruajes del monarca. Era una cuesta peligrosa cuando el pavimento estaba helado.
—Tal vez resbaló y se golpeó en la cabeza —dijo el hombre—. O dormía al aire libre, o tomó unas cuantas...
—Gracias, señor —dijo uno de los agentes, por no contrariarle. Su compañero encendió la linterna y el hombre de mediana edad vio que había sangre en el suelo, sangre en las manos y en las ropas del muerto. Sangre que empapaba su pelo.
—O alguien le machacó de lo lindo —comentó el primer agente—. A menos, claro, que resbalara repetidas veces sobre un rallador de queso.
Su joven compañero hizo una mueca. Se había puesto en cuclillas para iluminar mejor el cadáver, pero volvió a levantarse.
—¿De quién es esa corona? —preguntó.
—De mi esposa —contestó el hombre, pensando inmediatamente por qué no había dicho «mío» simplemente.
—Jack Palance —dijo el inspector John Rebus.
—Ya te he dicho que no lo conozco.
—Es un famoso actor de cine.
—Dime una película suya.
—Su necrológica sale en el Scotsman.
—Entonces, podrás decirme de sobra en cuál lo he visto. —La sargento Siobhan Clarke salió del coche cerrando de golpe la portezuela.
—Hacía de malo en muchas del Oeste —insistió Rebus.
Clarke mostró su carnet a uno de los agentes de uniforme y cogió la linterna que le ofrecía el más joven. La Unidad de Escenario del Crimen estaba de camino. Ya comenzaban a rezagarse algunos curiosos atraídos por las luces azules del coche patrulla. Rebus y Clarke habían estado trabajando hasta tarde en la comisaría de Gayfield Square, machacando una hipótesis —sin sospechoso principal— en un caso no resuelto, y ambos se alegraron del respiro que suponía aquella llamada. Fueron hasta allí en el destartalado Saab 900 de Rebus, quien ahora sacaba chanclas de polietileno y guantes de goma del maletero, que solo logró cerrar tras varios golpetazos.
—Tengo que venderlo —musitó.
—¿Y quién te lo va a comprar? —replicó Clarke, poniéndose los guantes, y añadió al ver que no respondía—: ¿Eso que he visto eran unas botas de montaña?
—Tan viejas como el coche —contestó Rebus acercándose al cadáver. Ambos guardaron silencio y examinaron el cuerpo y el lugar.
—Le han hecho cisco —comentó Rebus finalmente. Se volvió hacia el agente más joven—. ¿Cómo te llamas, hijo?
—Goodyear, señor... Todd Goodyear.
—¿Todd?
—El apellido de soltera de mi madre, señor —añadió Goodyear.
—Todd, ¿has oído hablar de Jack Palance?
—¿El que trabajaba en Raíces profundas?
—Estás perdiendo el tiempo en la policía.
El compañero de Goodyear contuvo la risa.
—Si le dejan, el joven Todd es capaz de interrogarle a usted en vez de a un sospechoso.
—¿Ah, sí? —terció Clarke.
El agente —por lo menos quince años mayor que su compañero y quizá con el triple de cintura— asintió con la cabeza señalando a Goodyear.
—Yo al lado de Todd soy una nulidad. Él tiene sus miras puestas en el Departamento de Investigación Criminal.
Goodyear, libreta en mano, permaneció impertérrito.
—¿Quiere que empecemos a anotar datos? —preguntó. Rebus miró al suelo. Había una pareja de mediana edad sentada en el bordillo cogida de las manos. Y estaba la jovencita, abrigándose con los brazos y temblando, apoyada en un muro. Más allá, el grupo de curiosos comenzaba de nuevo a aproximarse sin preocuparse de los agentes.
—Lo mejor que puedes hacer —dijo Rebus— es apartar a esos hasta que acordonemos la zona. El médico llegará dentro de dos minutos.
—No tiene pulsaciones —añadió Goodyear—. Lo he comprobado.
Rebus le miró furioso.
—Ya te dije que eso no les gustaría —apostilló el otro agente conteniendo la risa.
—Contamina el locus —dijo Clarke al agente joven, mostrándole sus manos enguantadas y los cubrezapatos de plástico. El joven puso cara de apuro.
—Primero el médico tiene que confirmar la muerte —añadió Rebus—. Entre tanto, vayan convenciendo a esa gente para que se largue a casa.
—Somos simples gorilas con ínfulas —comentó el otro agente mayor a su compañero mientras se encaminaban hacia los curiosos.
—Y esto, territorio de los VIP —añadió Clarke en voz baja, mirando de nuevo al cadáver—. No viste mal; posiblemente no es un sin techo.
—¿Comprobamos si lleva documentación?
Clarke se acercó dos pasos más y se agachó junto al cadáver, palpando con la mano enguantada los bolsillos del pantalón y de la chaqueta.
—No noto nada —dijo.
—¿Ni siquiera compasión?
—¿Te quitarás tu armadura cuando te jubiles? —replicó ella, alzando la vista hacia él.
Rebus musitó un «¡Qué dolor!». Su jubilación era el motivo por el que habían estado trabajando hasta tarde con cierta frecuencia: le faltaban diez días para jubilarse y no quería dejar casos con cabos sueltos.
—¿Será un atraco frustrado? —dejó caer Clarke.
Rebus se encogió de hombros, dando a entender que no se lo parecía. Le dijo a Siobhan que iluminara el cadáver con la linterna: chaqueta negra, de cuero, camisa estampada sin corbata, probablemente azul en origen, vaqueros desgastados con cinturón de cuero negro y zapatos de ante negros. Rebus comprobó que era un rostro con arrugas y tenía el pelo canoso. ¿Cincuentón? Su estatura oscilaba entre uno setenta y tres o uno setenta y cinco. No llevaba anillos ni reloj. Para Rebus era el cadáver número... ¿cuál? Treinta o cuarenta durante sus más de treinta años en el Cuerpo. Diez días más y aquel pobre despojo sería asunto de otro; quizás antes. Hacía semanas que notaba la tensión de Siobhan Clarke: parte de ella, quizá la mejor parte, deseaba verle marcharse. Era la única manera de poder comenzar a demostrar su valía. Ahora lo miraba, como si supiera lo que estaba pensando. Él sonrió taimado.
—Aún no estoy muerto —dijo al tiempo que la furgoneta de la Unidad de Escenario del Crimen se detenía en la calzada.
El médico de guardia certificó la defunción. El equipo de la policía científica acordonó la cuesta de Raeburn Wynd por ambos extremos. Instalaron proyectores y una sábana para tapar la escena, de modo que los curiosos no vieran más que sombras de agentes moviéndose. Rebus y Clarke se pusieron los monos blancos desechables de la policía científica; llegó un equipo de fotógrafos después del furgón mortuorio y se materializaron vasos de té humeantes mientras a lo lejos se oían sirenas camino de otro lugar, gritos de borrachos cerca de Princes Street; quizás incluso un chillido de lechuza en el cementerio. Habían tomado declaración previa a la jovencita y al matrimonio de mediana edad y Rebus se puso a hojear los datos flanqueado por los dos agentes; ahora sabía que el mayor se llamaba Bill Dyson.
—Dicen que ya está cerca del examen final —dijo Dyson.
—A finales de la semana que viene —confirmó Rebus—. A ti no debe de faltarte mucho.
—Siete meses, y no puedo esperar . Ya tengo un buen empleo de taxista. No sé cómo se las arreglará Todd sin mí.
—Trataré de sobreponerme —replicó Goodyear alargando las palabras.
—Eso se te da bien —replicó Dyson, mientras Rebus reanudaba la lectura. La joven que había encontrado el cadáver se llamaba Nancy Sievewright, tenía diecisiete años y volvía a casa después de visitar a una amiga que vivía en Great Stuart Street; Nancy vivía en Blair Street, junto a Cowgate. Había acabado los estudios y estaba sin trabajo, aunque esperaba ir algún día a la universidad y estudiar para ser auxiliar de odontología. La había interrogado Goodyear, y a Rebus le dio muy buena impresión: letra clara y abundancia de datos; comparadas con las anotaciones de Dyson era como pasar de la esperanza a la desesperación, una maraña de jeroglíficos. «A ver si pasan pronto estos siete meses», pensó Rebus, tratando de dilucidar si la pareja de mediana edad vivía en Frogston Road West, en el extremo sur de Edimburgo. Había un número de teléfono, pero nada acerca de su edad y profesión. Rebus logró descifrar un «pasaban por allí» y un «ellos llamaron». Devolvió las libretas sin comentarios. A los tres volverían a interrogarles. Miró el reloj y se preguntó cuándo llegaría el forense. Entre tanto, no había mucho que hacer.
—Díganles que pueden irse.
—La chica está temblando —comentó Goodyear—. ¿La acompañamos a casa?
Rebus asintió con la cabeza y miró a Dyson.
—¿Y la pareja? —preguntó.
—Tienen el coche aparcado en Grassmarket.
—¿Habían salido a hacer compras tarde?
Dyson negó con la cabeza.
—Venían de un concierto de villancicos en St. Cuthbert.
—Nos podríamos haber ahorrado esta conversación —dijo Rebus— si se hubiera molestado en ponerlo por escrito. Mientras clavaba la mirada en el agente supo la pregunta que Dyson tenía en la punta de la lengua: «¿Para qué?». Afortunadamente, el veterano se guardó mucho de decirlo en voz alta... hasta que el otro veterano se hubo alejado suficientemente.
Rebus llegó hasta Clarke, que estaba junto a la furgoneta de la científica haciéndole preguntas al jefe del equipo, Thomas Banks, Tam para los amigos, quien lo saludó con la cabeza y preguntó si figuraba su nombre en la lista de invitados de su fiesta de despedida.
—¿Por qué todo el mundo quiere venir a mi despedida?
—No le extrañe —añadió Tam— que vengan hasta los peces gordos de Jefatura con estacas y martillos para estar seguros de que desaparece —añadió con un guiño a Clarke—. Me ha dicho Siobhan que se las ha arreglado para que su último servicio caiga en sábado, cuando todos estemos en casa viendo la tele mientras usted se larga.
—Es pura coincidencia, Tam —replicó Rebus—. ¿Queda té?
—Antes le hizo ascos —le reconvino Tam.
—De eso hace media hora.
—No hay segundas oportunidades, John.
—Le estaba preguntado a Tam —interrumpió Siobhan— si su equipo podía avanzarnos algún indicio.
—Me imagino que te habrá dicho que tengas paciencia.
—Más o menos —añadió Tam, mientras comprobaba un mensaje de texto en el móvil—. Una puñalada frente a un pub de Haymarket —les leyó.
—Vaya noche —comentó Clarke, y añadió dirigiéndose a Rebus—: El doctor dice que al difunto le golpearon con fuerza y tal vez murió a consecuencia de los puntapiés; supone que el dictamen de la autopsia será trauma causado por objeto romo.
—No seré yo quien le contradiga —comentó Rebus.
—Ni yo —añadió Tam pasándose el dedo por el puente de la nariz y volviéndose hacia Rebus—. ¿Sabe quién es ese agente joven? —preguntó señalando con la cabeza al coche patrulla, donde Goodyear ayudaba a subir a Nancy Sievewright, mientras Bill Dyson tamborileaba con los dedos sobre el volante.
—No lo conozco —contestó Rebus.
—A lo mejor conoció a su abuelo... —añadió Tam para hacer pensar a Rebus, quien no tardó en caer en la cuenta.
—¿Harry Goodyear?
Tam asintió y Clarke preguntó quién era Harry Goodyear.
—Es ya historia antigua —contestó Rebus.
Lo que, como de costumbre, le despertó la curiosidad.
Rebus llevaba a casa a Siobhan Clarke cuando sonó el móvil de la sargento.
Dieron media vuelta y se dirigieron al depósito de cadáveres de Edimburgo en Cowgate, donde vieron una furgoneta blanca sin distintivos junto al muelle de descarga. Rebus aparcó junto a esta y entró en el edificio. El turno de noche lo formaban dos hombres: uno de unos cuarenta años y, a juicio de Rebus, con aspecto de expresidiario, por el cuello de cuyo mono asomaba un tatuaje azul desdibujado hasta media garganta que Rebus tardó un instante en comprender que era algún tipo de serpiente. El otro hombre era mucho más joven, desgarbado y con gafas.
—Me imagino que tú eres el poeta —aventuró Rebus.
—Lord Byron, lo llamamos —dijo el otro con voz áspera.
—Por eso le reconocí —añadió el joven—. Estuve en un recital que dio ayer... —Miró el reloj—. Anteayer, en realidad. —Esto recordó a Rebus que era más de media noche—. Y vestía tal cual.
—Por el rostro no resulta fácil identificarle —terció Clarke, haciendo de abogada del diablo.
El joven asintió con la cabeza.
—De todos modos... El pelo, la chaqueta y el cinturón...
—¿Cómo se llama? —preguntó Rebus.
—Todorov, Alexander Todorov. Es ruso. Tengo un libro suyo en la sala de personal. Me lo firmó él.
—Te costaría unas cuantas libras —comentó el compañero, inopinadamente interesado.
—¿Puede enseñárnoslo? —preguntó Rebus. El joven asintió con la cabeza y se dirigió remiso al pasillo. Rebus miró las filas de puertas de refrigeradores—. ¿En cuál está?
—En el número tres —contestó el ayudante dando unos golpecitos con los nudillos sobre la puerta en cuestión con una etiqueta sin nombre—. Seguro que Lord Byron no se equivoca... es listo.
—¿Cuánto tiempo hace que trabaja aquí?
—Un par de meses. Se llama Chris Simpson.
Rebus cogió un ejemplar del Evening News.
—La cosa está fea para el Hearts —comentó el ayudante—. Pressley ya no es capitán y hay un entrenador provisional.
—La sargento Clarke estará encantada —comentó Rebus, alzando el periódico para que Siobhan viese la primera página: una agresión a un adolescente sij en Pilrig Park, al que habían rapado.
—Gracias a Dios que no es de nuestro distrito —comentó ella.
Al oír pasos se volvieron los tres; era Chris Simpson que regresaba con un libro fino de tapas duras. Rebus lo cogió y miró la contraportada. El rostro serio del poeta parecía mirarle. Se lo mostró a Clarke, quien se encogió de hombros.
—Sí que parece la misma chaqueta —comentó Rebus— pero lleva una especie de cadena al cuello.
—En el recital la llevaba —asintió Simpson.
—¿Y el cadáver que ha ingresado esta noche?
—Ya advertí de que no. Tal vez se la quitaron... me refiero al asesino.
—O tal vez no sea él. ¿Cuántos días hacía que Todorov estaba en Edimburgo?
—Vino con una especie de beca. Hacía mucho tiempo que no vivía en Rusia. Él se consideraba un exiliado.
Rebus hojeó el libro. Se titulaba Astapovo Blues, y los poemas en inglés llevaban títulos como «Raskólnikov», «Leonide» y «Mind Gulag».
—¿Qué significa el título? —preguntó Rebus a Simpson.
—Es el pueblo en que murió Tolstói.
El otro celador infló los carrillos.
—Ya le dije que era listo.
Rebus tendió el libro a Clarke, quien miró la guarda donde Todorov había escrito la dedicatoria: «Al apreciado Chris, para que conserve la fe como yo he hecho y he dejado de hacer».
—¿Qué quiso decir con esto? —preguntó.
—Yo le dije que quería ser poeta y él me aseguró que eso quería decir que ya lo era. Creo que quiere decir mantener la fe en la poesía, pero no en Rusia —contestó el joven ruborizándose.
—¿Dónde fue el recital? —preguntó Rebus.
—En la Biblioteca de la Poesía Escocesa... cerca de Canongate.
—¿Le acompañaba alguien? ¿Su esposa o alguien de la editorial?
Simpson contestó que no lo sabía.
—Es famoso, ¿saben? Se habló de su candidatura al premio Nobel.
Clarke cerró el libro.
—Bueno, podemos preguntar en el consulado ruso —comentó, y Rebus asintió con la cabeza. Oyeron llegar un coche.
—Al menos ya está aquí uno de los dos forenses —dijo el otro celador—. Lord Byron, prepara el laboratorio.
Simpson tendió la mano reclamando el libro, pero Clarke lo agitó en el aire.
—¿Le importa dejármelo, señor Simpson? Le prometo que no irá a parar a eBay.
El joven parecía reacio, pero su compañero le animó para que cediera y Clarke puso fin a su indecisión guardándose el libro en el bolsillo del abrigo. Rebus volvió la cabeza hacia la puerta de entrada, que se abrió de golpe para dar paso al profesor Gates con ojos de sueño. Casi detrás de él entró el doctor Curt; los dos patólogos trabajaban juntos con tanta frecuencia que a Rebus llegaban a parecerle una sola persona. Costaba imaginar que al margen de su trabajo llevaran vidas distintas e independientes.
—Ah, John —dijo Gates tendiendo una mano tan fría como la sala—. Empieza a apretar el frío. Y también está la sargento Clarke... deseando, qué duda cabe, perder la sombra de su mentor.
Clarke se sintió mortificada, pero no dijo nada; no valía la pena discutir el asunto, pues por lo que a ella respectaba hacía tiempo que había salido de la sombra de Rebus. Este le dirigió una sonrisa comprensiva antes de estrechar la mano del pálido Curt, quien había sufrido un amago de cáncer hacía casi un año que le había robado parte de su energía; aunque había dejado de fumar.
—¿Cómo está, John? —dijo Curt.
Rebus pensó que más bien era él quien habría debido preguntárselo, pero le contestó con una inclinación de cabeza.
—Yo digo que está en el dos —dijo Gates volviéndose hacia su colega—. ¿Apuesta o no?
—En realidad está en el número tres —dijo Clarke—. Creemos que puede ser un poeta ruso.
—¿No será Todorov? —inquirió Curt enarcando una ceja. Clarke le enseñó el libro y el doctor elevó aún más la ceja.
—No se me había ocurrido que fuese amante de la poesía, doctor —comentó Rebus.
—¿Se trata de un incidente diplomático? —preguntó Gates con un resoplido—. ¿Hay que buscar puntas de paraguas envenenadas?
—Se diría que le agredió un loco —añadió Rebus—. A no ser que haya un veneno que despelleje el rostro.
—Fascitis necrotizante —musitó Curt.
—Causada por Streptococcus pyogenes —añadió Gates—. Pero no creo que hayamos visto un solo caso.
Esto decepcionó profundamente a Rebus.
Trauma causado por objeto romo: el médico de guardia de la policía no se había equivocado. Rebus estaba sentado en su sala de estar con las luces apagadas, fumando un pitillo. Después de la prohibición de fumar en los lugares de trabajo y en los pubs, el gobierno se proponía prohibirlo también en casa. Rebus se preguntaba cómo se las arreglaría para hacer cumplir la ley. En el reproductor de CD tenía puesto un álbum de John Hiatt a bajo volumen, del que sonaba la canción «Lift Up Every Stone». Levantar todas las piedras: eso era lo que había hecho él todos aquellos años en el Cuerpo, si bien Hiatt construía un muro con las piedras y él solo miraba los bichitos negros que echaban a correr al levantarlas. Se preguntó si la letra sería un poema, y qué habría hecho el poeta ruso con la versión que él hacía. Habían llamado al consulado pero no obtuvieron respuesta alguna, ni siquiera de un contestador automático, y decidieron dejarlo. Siobhan estuvo dando cabezadas durante la autopsia, para gran irritación de Gates. La culpa era de Rebus por haberla retenido hasta tarde en la comisaría, intentando que se interesara por aquellos casos no cerrados que a él aún le reconcomían, como si esperara que eso sirviera para conservar su recuerdo.
Rebus dejó a Siobhan en casa y cruzó en coche las calles silenciosas casi al alba hasta Marchmont: un feliz hueco para aparcar, y a su piso en el segundo. En la sala de estar había un mirador donde tenía su sillón. Se había prometido llegar hasta el dormitorio, pero debajo del sofá tenía un edredón extra por si acaso. Y también una botella de whisky —Highland Park de dieciocho años— comprada el último fin de semana, en la que quedaban un par de vasos. Tabaco, priva y suave música nocturna. En otro tiempo le habrían servido de buen consuelo, pero ahora se preguntaba si le bastarían cuando dejase el trabajo. ¿Qué otra cosa tenía?
Una hija en Inglaterra que vivía con un profesor universitario. Una exmujer que se había ido a vivir a Italia. El pub.
No se veía conduciendo un taxi o haciendo indagaciones previas para abogados defensores. No concebía «empezar de cero» como otros, retirándose a vivir en Marbella, Florida o Bulgaria. Algunos habían invertido la pensión en propiedades y alquilaban pisos a estudiantes; un inspector jefe conocido suyo había hecho así un dineral, pero a él no le apetecía por el engorro: tendría que estar dando constantemente la tabarra a los estudiantes por quemaduras de cigarrillo en la moqueta o por tener el fregadero repleto.
¿Deportes? Ninguno.
¿Aficiones y pasatiempos? Lo que había hecho hasta ahora.
«Estás un poco depre esta noche, ¿eh, John?», dijo en voz alta. A continuación contuvo la risa, consciente de que podía estar depre por ganar para Escocia la medalla de oro olímpica de gruñones. Al menos a él no iban a recoserle después de una autopsia para meterle en el cajón número tres. Había repasado mentalmente una lista de malhechores que, según le constaba, se habían excedido al dar una paliza; la mayoría cumplía condena o estaban sedados en el departamento de psicópatas. Ya lo había dicho el propio Gates: «Auténtica furia». «O furias, en plural», había añadido Curt.
Cierto; podía haber más de un agresor. La víctima había recibido un golpe tan fuerte en la nuca que le había fracturado el cráneo, con un martillo, porra o bate de béisbol, o algo similar. Rebus pensaba que habría sido el primer golpe. La víctima debió de quedar desnucada, de modo que no suponía ninguna amenaza para el agresor. ¿Por qué, entonces, tantos golpes en la cara? Tal como especulaba Gates, un atracador corriente no hace eso. Le habría vaciado los bolsillos y habría huido. Le habían quitado un anillo y en la muñeca izquierda había una marca alargada, señal de que usaba reloj de pulsera. En la parte de atrás del cuello, un rasguño era indicio de que probablemente le habían quitado la cadena de un tirón.
—¿No ha quedado nada en el escenario del crimen? —preguntó Curt cogiendo el serrucho torácico.
Rebus negó con la cabeza.
—Supongamos que la víctima hubiera opuesto alguna resistencia... tal vez demasiada. O hubiera una connotación racista; ¿le habría delatado su acento?
—La víctima cenó copiosamente —señaló finalmente Gates, al abrir el estómago—. Gambas buhna, si no me equivoco, regadas con cerveza. ¿Y... no nota un olorcillo a coñac o whisky, doctor Curt?
—Sin lugar a dudas.
La autopsia siguió su curso mientras Siobhan Clarke hacía esfuerzos por no dormirse y Rebus, a su lado, observaba la labor de los patólogos.
No había rasguños en los nudillos ni restos de piel en las uñas; nada que apuntase a que la víctima había opuesto resistencia. La ropa, de grandes almacenes, sería enviada al laboratorio forense. Una vez limpio de sangre, el rostro era ya más parecido al del libro de poemas. Durante una de las breves cabezadas de Siobhan, Rebus se lo sacó del bolsillo y leyó en la solapa el resumen biográfico de Todorov: nacido en 1960 en el barrio moscovita de Zhdanov, exprofesor de literatura, galardonado con numerosos premios y autor de seis poemarios para adultos y uno para niños.
Sentado en el sillón junto al mirador, Rebus intentó recordar qué restaurantes indios había cerca de King’s Stables Road. Por la mañana lo consultaría en el listín telefónico.
—No, John —dijo—, ya es mañana.
En la gasolinera que estaba de servicio toda la noche cogió un Evening Post para repasar los titulares. Continuaba el juicio de Marmion en la Audiencia; tiroteo en un pub de Gracemount, con un muerto y un afortunado vivo. El adolescente sij se había librado con golpes y rasguños, pero el pelo era sagrado en su religión; eso debían de saberlo o imaginarlo los agresores.
Y había muerto Jack Palance. No sabía cómo era en la vida real, pero en las películas siempre hacía papeles de duro. Se sirvió otro Highland Park y alzó el vaso en gesto de brindis.
—Por los tipos duros —dijo apurándolo de un trago.
Siobhan Clarke llegó al final de la lista de restaurantes del listín telefónico. Había subrayado media docena de posibilidades, aunque realmente todos los restaurantes indios eran posibles... Edimburgo era una ciudad pequeña y fácil de recorrer. Ellos comenzarían a partir de los más cercanos al lugar del crimen. Enchufó el portátil y buscó en Internet las entradas del nombre Todorov; había miles e incluso aparecía en Wikipedia. Parte de la información figuraba en ruso; algunos artículos eran de Estados Unidos, donde el poeta había impartido cursillos universitarios. Encontró también reseñas de Astapovo Blues y por ellas supo que los poemas versaban sobre autores rusos clásicos, pero eran también críticas a la actual política de su propio país, a pesar de que él no residía en Rusia desde hacía diez años. No era de extrañar que se autodenominara exiliado, y que con sus opiniones sobre la Rusia de después de la glasnost se hubiese ganado las iras y el desprecio del Politburó. En una entrevista le preguntaron si se consideraba disidente y contestó: «Un disidente constructivo».
Siobhan dio otro sorbo de café tibio. «Aquí tienes tu caso, chica», pensó. Pronto Rebus no estaría, aunque trataba de no pensar mucho en ello; habían trabajado tantos años juntos que casi podían saber los dos lo que pensaba el otro. Le echaría de menos, pero era evidente que tenía que empezar a planificar su futuro sin él. Sí, claro, se verían para tomar una copa, para cenar alguna vez; le contaría chismes y anécdotas. Él seguramente le daría la lata con aquellos casos sin cerrar que ahora le quería endosar...
En la tele aparecieron las Noticias 24 horas de la BBC sin sonido. Había hecho un par de llamadas para comprobar si alguien había denunciado la desaparición del poeta. No había gran cosa que hacer y finalmente apagó la televisión y el ordenador y fue al baño. Tenía que cambiar la bombilla; se desnudó a oscuras, se cepilló los dientes y se dio cuenta de que enjuagaba el cepillo bajo el grifo del agua caliente. Con la luz de la mesilla tapada con un pañuelo rosa, mulló las almohadas y alzó las rodillas para apoyar sobre ellas Astapovo Blues. Eran cuarenta y tantas páginas, pero a Chris Simpson le habían costado sus buenas diez libras.
Mantiene la fe como yo he hecho y no he hecho...
El primer poema del libro terminaba diciendo:
Mientras el país sangraba y lloraba, sangraba y lloraba
Él apartó la mirada,
Para no verse obligado a testimoniar.
Volvió a la página del título y vio que estaba traducido del ruso por el propio Todorov «con ayuda de Scarlett Colwell». Se recostó en la almohada y pasó página hasta el segundo poema. A la tercera de las cuatro estrofas ya se había dormido.
La Biblioteca de Poesía Escocesa estaba en una de las innumerables costanillas y callejuelas que desembocan en Canongate. Rebus y Clarke no la encontraron y acabaron en el Parlamento y el Palacio de Holyrood. Rodaron cuesta arriba más despacio y tampoco la encontraron.
—De todos modos, no hay donde aparcar —protestó Clarke. Iban en su coche y era a Rebus a quien correspondía avistar el callejón Crighton’s.
—Creo que lo hemos pasado —dijo él estirando el cuello—. Para el coche y echaremos un vistazo.
Siobhan dejó puestas las luces de emergencia, cerró el coche y dobló prudentemente el retrovisor.
—Si me ponen una multa, la pagas tú —dijo.
—Shiv, es un servicio policial. La recurriremos.
La Biblioteca de Poesía era un edificio moderno muy bien escondido entre bloques de pisos. En el mostrador, una empleada les dirigió una amplia sonrisa que se desvaneció cuando Rebus mostró el carnet de policía.
—Se trata de un recital de poesía, hace dos días: de Alexander Todorov.
—Ah, sí —dijo la mujer—, una maravilla. Tenemos ejemplares a la venta.
—¿Estaba solo en Edimburgo? ¿Tenía familia o algo parecido...?
La mujer entrecerró los ojos y apretó la mano contra la rebeca.
—¿Ha ocurrido algo?
Fue Clarke quien contestó.
—Lamentablemente, el señor Todorov sufrió anoche una agresión.
—¡Santo cielo! —exclamó la bibliotecaria conteniendo la respiración—. ¿Está...?
—Más muerto que mi abuela —añadió Rebus—. Tenemos que hablar con alguien de su familia, o al menos con una persona que le identifique.
—Alexander era invitado del PEN y de la universidad. Llevaba un par de meses en Edimburgo... —dijo la mujer temblorosa, con voz quebrada.
—¿El PEN?
—Es una asociación de escritores... muy activa en derechos humanos.
—¿Dónde residía?
—La universidad le procuró un piso en Buccleuch Place.
—¿Tenía familia? ¿Estaba casado...?
La mujer negó con la cabeza.
—Creo que era viudo. Y sin hijos, me parece, por suerte... en este caso.
Rebus pensó un instante.
—¿Quién organizó aquí el acto? ¿La universidad, el consulado...?
—Scarlett Colwell.
—¿Su traductora? —preguntó Clarke, recibiendo el asentimiento de la mujer.
—Scarlett es miembro del departamento de Ruso —dijo la bibliotecaria removiendo papeles en la mesa—. Tengo su número de teléfono por aquí... Qué cosa tan horrible. No saben qué disgusto...
—¿No hubo ningún incidente durante el recital? —preguntó Rebus como quien no quiere la cosa.
—¿Incidente? —La mujer, al ver que el policía no daba ninguna explicación, negó con la cabeza—. Fue todo sobre ruedas. Un alarde en la metáfora y en el ritmo... incluso cuando recitaba en ruso se sentía la pasión —dijo, rememorándolo un instante, antes de añadir con un suspiro—: Después Alexander firmó complacido unos ejemplares de su libro.
—Tal como lo dice —comentó Clarke—, no parece que siempre lo hiciera.
—Alexander Todorov era un poeta, un gran poeta —añadió como si aquello lo explicase todo—. Ah, aquí lo tengo —dijo mostrando un trozo de papel, aunque reacia al parecer a entregárselo. Clarke apuntó el número en su móvil y dio las gracias a la bibliotecaria.
Rebus examinó el lugar.
—¿Dónde se celebró exactamente el acto?
—Arriba. Tenemos un salón de actos para más de setenta personas.
—Me imagino que no lo filmarían.
—¿Filmarlo?
—Para la posteridad.
—¿Por qué lo pregunta?
Rebus se limitó a encogerse de hombros.
—Un técnico de un estudio de música hizo una grabación sonora —dijo la mujer.
—¿Su nombre? —preguntó Clarke sacando la libreta.
—Abigail Thomas —contestó la bibliotecaria, e inmediatamente se dio cuenta de su error—. Ah, ¿se refiere al nombre de quien hizo la grabación? Charlie... no recuerdo qué más. —Abigail Thomas cerró los ojos esforzándose por recordar y los abrió de pronto—. Charlie Riordan. Tiene el estudio en Leith.
—Gracias, señorita Thomas —dijo Rebus, y añadió—: ¿Se le ocurre alguien con quien podamos contactar?
—Pueden hablar con el PEN.
—¿No asistió al recital alguien del consulado?
—No creo.
—¿Ah, no?
—Alexander no ocultaba su oposición a la actual situación política rusa. Hace unas semanas intervino en el debate de Question Time.
—¿El programa de televisión? —preguntó Clarke—. Yo lo veo a veces.
—En ese caso, debía de hablar inglés bastante bien —observó Rebus.
—Cuando quería, sí —respondió la bibliotecaria con sonrisa taimada—. Si lo que decía su interlocutor no le gustaba, su fluidez parecía traicionarle.
—Debía de ser todo un personaje —comentó Rebus. Vio que junto a la escalera había expuesto un montón de los libros de Todorov en una mesa—. ¿Están a la venta? —preguntó.
—Por supuesto. ¿Quiere comprar uno?
—¿Están firmados? —Vio que la mujer asentía con la cabeza—. Entonces me llevo seis —dijo sacando la cartera mientras la bibliotecaria se levantaba para servírselos. Al notar que Siobhan le miraba, vocalizó algo hacia ella.
—Algo muy parecido a eBay.
En el coche no había multa pero fueron objeto de la mirada airada de otros automovilistas por entorpecer el tráfico. Rebus tiró la bolsa con los libros en el asiento de atrás.
—¿Le avisamos de nuestra visita?
—Sería lo mejor —contestó Clarke marcando el número en su móvil y acercándoselo al oído—. Dime una cosa, ¿tú tienes idea de cómo se vende algo a través de eBay?
—Puedo aprender —contestó Rebus—. Dile que nos encontraremos en casa del poeta, no vaya a ser que esté allí borracho y ese del depósito sea uno que se le parece —añadió llevándose el puño a la boca para cortar un bostezo.
—¿Has dormido poco? —preguntó Siobhan.
—Probablemente igual que tú —respondió él.
A la llamada de Siobhan respondió la centralita de la universidad. Preguntó por Scarlett Colwell y pasaron la llamada.
—¿Señorita Colwell? —Hizo una pausa—. Perdón, doctora Colwell —dijo poniendo los ojos en blanco para regocijo de Rebus.
—Pregúntale si puede curarme la gota —musitó él. Siobhan le propinó un puñetazo en el hombro mientras daba a la doctora Scarlett Colwell la mala noticia.
Dos minutos más tarde iban camino de Buccleuch Place, un edificio de estilo georgiano de seis plantas que estaba enfrente de los más modernos (y más feos) de la universidad. Uno muy alto, en concreto, se había ganado la mayor parte de los votos de los habitantes de Edimburgo para ser derribado. Y el caso es que el propio edificio, tal vez sintiendo la hostilidad, comenzaba a deteriorarse y había perdido varios trozos de revestimiento.
—Tú no estudiaste aquí, ¿a que no? —preguntó Rebus mientras el coche de Siobhan cruzaba entre la edificaciones.
—No —contestó ella aparcando en un espacio libre—. ¿Y tú?
Rebus lanzó un resoplido.
—Shiv, yo soy un dinosaurio... en la Edad de Bronce te admitían en la policía sin título ni birrete.
—En la Edad de Bronce, ¿no se habían extinguido los dinosaurios?
—Como no he ido a la universidad eso es una de las cosas que ignoro. ¿Tú crees que podremos pillar un café?
—¿En el piso? —preguntó ella y Rebus asintió con la cabeza—. ¿Beberías café de un muerto?
—He bebido cosas peores.
—No lo dudo —replicó Siobhan ya fuera del coche—. Esa debe de ser.
Estaba en lo alto de una escalinata, con la puerta de entrada abierta. Les dirigió un saludo con la mano al que ambos correspondieron; Clarke porque era lo correcto y Rebus porque Scarlett Colwell era guapa. Tenía una melena ondulada de un castaño rojizo, ojos oscuros y buenas curvas. Llevaba una minifalda verde ceñida, leotardos negros y botas marrones de media caña. Su chaqueta de Caperucita Roja le llegaba a la cintura. Una racha de viento le hizo apartarse el pelo de los ojos y a Rebus le pareció que entraban en el anuncio del chocolate Cadbury’s. Vio que tenía algo corrido el maquillaje; prueba de que había llorado al recibir la noticia, pero les saludó sin gazmoñerías al hacer las presentaciones.
La siguieron a lo largo de cuatro tramos de escalera hasta el último piso, donde Colwell sacó la llave de la puerta del alojamiento de Alexander Todorov, y adonde llegó Rebus después de recobrar el aliento en el tercer descansillo en el momento en que la estaba abriendo. El apartamento no era gran cosa: un pequeño recibidor que comunicaba con el cuarto de estar con una cocinita anexa; una ducha reducida y el váter aparte, más un dormitorio con vistas a los Meadows. Al ser la buhardilla del edificio, el techo era muy inclinado, y Rebus pensó si el poeta en alguna ocasión, al incorporarse de golpe en la cama, no se habría dado un cabezazo. El lugar presentaba un aspecto vacío y desolado, como marcado por la desaparición de su último inquilino.
—Lo sentimos profundamente —dijo Siobhan Clarke cuando pasaron al cuarto de estar.
Rebus miró en derredor: una papelera llena de poemas arrugados, una botella de coñac vacía junto al destartalado sofá, un plano de los autobuses de Edimburgo sujeto con chinchetas a la pared encima de una mesa de comer plegable en la que había una máquina de escribir eléctrica. No se veía ningún ordenador, televisor ni aparato de música; solo una radio portátil a la que le faltaba la antena. Libros por todas partes, ingleses, rusos y de otros idiomas. En el sofá había un diccionario de griego y latas de cerveza vacías en un estante para bibelots. En la repisa de la chimenea, invitaciones a fiestas del último mes. En el recibidor había un teléfono en el suelo conectado fuera. Rebus preguntó si acaso el poeta tenía un móvil. Al ver a Colwell negar con la cabeza, sacudiendo su melena, se dijo que la otra pregunta que se le ocurría la contestaría de igual modo. Un carraspeo de Siobhan Clarke le disuadió de hacerlo y su pregunta fue:
—¿Tampoco tenía ordenador?
—Le ofrecí el de mi despacho para que lo usara —respondió Colwell—, pero Alexander repudiaba la tecnología.
—¿Lo conocía usted bastante?
—Era su traductora. Cuando anunciaron la beca, yo hice cuanto pude para que se la concedieran.
—¿Dónde vivía antes de venir a Edimburgo?
—Vivió un tiempo en París, y antes en Colonia, en Stanford, Melbourne, Ottawa... —contestó ella esbozando una sonrisa—. Estaba muy orgulloso de los sellos en su pasaporte.
—Por cierto —interrumpió Clarke—, le habían vaciado los bolsillos... ¿sabe qué solía llevar encima?
—Una libreta y un bolígrafo... y algo de dinero, supongo.
—¿Y tarjetas de crédito?
—Tenía la tarjeta de un banco. Creo que abrió una cuenta en el First Albannach. Por aquí tiene que haber extractos en algún sitio —añadió mirando a su alrededor—. ¿Dice que le atracaron?
—Desde luego, sufrió una agresión.
—¿Qué clase de hombre era, doctora Colwell? —preguntó Rebus—. Si alguien le agredía en la calle, ¿se habría peleado para defenderse?
—Ah, yo creo que sí. Era fuerte. Le gustaba el vino y las discusiones interesantes.
—¿Tenía mal genio?
—No especialmente.
—Pero dice que le gustaba discutir.
—En el sentido de que disfrutaba con el debate —puntualizó Colwell.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—En la Biblioteca de Poesía. Después fue al pub, pero yo tenía que volver a casa... debía corregir unos ejercicios antes de las vacaciones de Navidad.
—¿Quién le acompañó al pub?
—Algunos poetas escoceses que había entre el público: Ron Butlin, Andrew Greig... Creo que estaba también Abigail Thomas, aunque solo fuese para pagar las bebidas... Alexander era un desastre con el dinero.
Rebus y Clarke cruzaron una mirada: tendrían que hablar otra vez con la bibliotecaria. Rebus emitió una tosecilla previa a su siguiente pregunta.
—¿Querría identificar el cadáver, doctora Colwell?
Scarlett Colwell se puso pálida.
—Usted parece ser la persona más allegada —arguyó Rebus—, a menos que haya algún familiar al que podamos localizar.
Pero Colwell ya lo había decidido.
—De acuerdo. Lo haré yo.
—Podemos llevarla ahora, si no le importa —añadió Clarke.
Colwell asintió despacio con la cabeza mirando al vacío. Rebus hizo un gesto a Clarke.
—Ve a la comisaría a ver si Hawes y Tibbet pueden venir aquí a echar un vistazo, por si aparecen el pasaporte, dinero, la tarjeta, la libreta... Si no están, alguien los habrá cogido o tirado.
—Y las llaves —añadió Clarke.
—Correcto —Rebus recorrió de nuevo el cuarto con la mirada—. Es difícil saber si ya han registrado el piso... a menos que usted afirme lo contrario, doctora Colwell.
Colwell negó con la cabeza otra vez y se apartó un mechón de pelo del ojo.
—Siempre ha estado así —dijo.
—Entonces, no es necesario avisar a la Científica —dijo Rebus a Clarke—. Solo Hawes y Tibbet.
Clarke asintió con la cabeza mientras sacaba el móvil. Rebus no había oído algo que había dicho Colwell.
—Dentro de una hora tengo clase —repitió ella.
—Estará de vuelta con tiempo de sobra —dijo él, sin tomarlo realmente en consideración. Estiró el brazo hacia Clarke con la mano abierta—. Las llaves.
—¿Cómo dices?
—Tú te quedas aquí para recibir a Hawes y Tibbet. Yo acompaño a la doctora Colwell al depósito.
Clarke le miró fijamente un instante hasta que al final cedió.
—Que uno de los dos te lleve después a Cowgate —añadió Rebus para endulzarle la píldora.
La identificación fue instantánea, a pesar de que el sudario ocultaba casi todo el cuerpo y tapaba la labor de los patólogos. Colwell apoyó la frente un instante en el hombro de Rebus y dejó escapar dos lágrimas. Rebus lamentó no tener un pañuelo limpio, pero ella buscó uno en su bolso en bandolera, se enjugó los ojos y se sonó. Asistía a la identificación el profesor Gates, que, vestido con un terno que le habría sentado de maravilla cuatro o cinco años atrás, con la cabeza gacha, siguiendo el protocolo, extendió las manos con actitud expectante.
—Sí, es Alexander —dijo finalmente Colwell.
—¿Está segura? —insistió Rebus.
—Completamente.
—Doctora Colwell —dijo Gates alzando la cabeza— ¿le apetece tal vez una taza de té antes de abordar el papeleo?
—Son dos simples formularios —añadió Rebus en voz baja. Colwell asintió despacio con la cabeza y pasaron los tres al despacho del patólogo, un cuarto claustrofóbico sin luz natural y con olor a la humedad que llegaba del cubículo de la ducha de una puerta contigua. Acababa de entrar el turno de día y Rebus no conocía al hombre que trajo el té. Gates lo llamó Kevin, diciéndole que cerrara la puerta al salir, y luego abrió la carpeta de encima de la mesa.
—Por cierto —dijo—, ¿era aficionado el señor Todorov a los automóviles?
—No creo que supiera diferenciar el motor del maletero —respondió Colwell esbozando una sonrisa—. En cierta ocasión me pidió que le cambiara la bombilla de la lámpara de su escritorio.
Gates correspondió con otra sonrisa y dirigió su atención a Rebus.
—El equipo de la Científica preguntó si tal vez trabajaba de mecánico, porque había restos de aceite en el dobladillo de la chaqueta y en las rodilleras del pantalón.
Rebus rememoró el escenario del crimen.
—Quizás había aceite en el suelo —comentó.
—En King’s Stables Road —añadió el patólogo— transformaron muchas caballerizas en cocheras, ¿verdad?
Rebus asintió con la cabeza y miró a Colwell para observar su reacción.
—Estoy bien —dijo ella—. Ya no voy a lloriquear más.
—¿Quién se lo comentó? —preguntó Rebus a Gates.
—Ray Duff.
—Ray es competente —dijo Rebus. Sabía de sobra que Ray Duff era el mejor elemento del equipo de Escenario del Crimen.
—¿Qué se apuesta a que ahora está en el escenario del crimen comprobando si hay aceite? —añadió Gates.
Rebus asintió con la cabeza y se llevó el vaso de té a los labios.
—Ahora que sabemos que la víctima es realmente Alexander — dijo Colwell rompiendo el silencio—, ¿tengo que guardarlo en secreto? Me refiero a si es algo que no quieren que divulgue la prensa.
Gates lanzó un fuerte resoplido.
—Doctora Colwell, es imposible que el cuarto poder no se entere. En la policía de Lothian y Borders hay más filtraciones que en un colador, igual que en este edificio —añadió alzando la cabeza hacia la puerta—. ¿No es cierto, Kevin?
Al otro lado oyeron los pasos del interpelado alejándose por el pasillo. Gates sonrió satisfecho y cogió el teléfono que comenzó a sonar.
Rebus sabía que sería Siobhan Clarke que esperaba en recepción.
Tras dejar a Colwell en la universidad, Rebus invitó a Clarke a comer. Al hacer el ofrecimiento ella lo miró y le preguntó si le pasaba algo. Él negó con la cabeza y Clarke añadió que sería porque quería pedirle algún favor.
—Quién sabe si una vez me jubile podré hacerlo muchas veces —dijo él.
Fueron a la planta de arriba de un bistró de West Nicholson Street, donde el plato del día era pastel de venado con patatas fritas y guisantes, que Rebus regó con un cuarto de la botella de salsa HP. Se contentó con media pinta de Deuchar’s y cuatro caladas a un cigarrillo antes de entrar, y entre bocado y bocado le comentó la observación de Ray Duff y le preguntó si no había nada sospechoso en el piso de Todorov.
—¿Crees que el joven Colin está enamorado de Phyllida? —preguntó ella pensativa.
Phyllida Hawes y Colin Tibbet eran agentes de Homicidios de la comisaría de Gayfield Square a las órdenes de Rebus y Clarke. Los cuatro habían trabajado hasta hacía poco bajo la torva mirada del inspector Derek Starr, pero este, en puertas de un futuro ascenso que consideraba un derecho, estaba trasladado temporalmente a la jefatura de Fettes Avenue. Corría el rumor de que, cuando Rebus se jubilara, Clarke sería la nueva inspectora. Era un rumor al que la propia Clarke trataba de no hacer caso.
—¿Por qué lo preguntas? —replicó Rebus, alzando el vaso y viendo que estaba casi vacío.
—Parecen encontrarse muy a gusto los dos juntos.
—¿Y nosotros no? —dijo Rebus, mirándola con cara de sorpresa y pena.
—Estamos bien —replicó ella con una sonrisa—. Es que yo creo que han salido los dos solos un par de veces y no lo dicen a nadie.
—¿Y piensas que ahora estarán arrullándose en la cama del muerto?
Clarke arrugó la nariz al pensarlo. Y medio minuto más tarde añadió:
—Estoy pensando en cómo enfocarlo.
—¿Te refieres a cuando yo esté fuera de juego y la jefa seas tú? —dijo Rebus, dejando el tenedor, con mirada feroz.
—Eres tú quien dice que no deje cabos sueltos —protestó ella.
—Puede que sí, pero no me tengo por columnista de consultorio sentimental. —Levantó de nuevo el vaso y se dio cuenta de que estaba vacío.
—¿Quieres café? —preguntó ella como si fuera una oferta de paz. Él negó con la cabeza y comenzó a palparse los bolsillos.
—Lo que necesito es un buen cigarrillo. —Encontró el paquete y se levantó de la mesa—. Mientras tú tomas el café yo espero fuera.
—¿Qué haremos esta tarde?
Rebus reflexionó un instante.
—Avanzaremos más si nos separamos. Tú ve a ver a la bibliotecaria y yo iré a King’s Stables Road.
—Muy bien —dijo ella, sin molestarse en ocultar que realmente no se lo parecía. Rebus se detuvo un instante como si fuera a decir algo y a continuación balanceó el cigarrillo hacia ella y salió a la calle.
—Y gracias por la comida —dijo ella cuando él ya estaba lejos para oírlo.
Rebus pensó que sabía el motivo por el que no podían mantener cinco minutos de conversación sin enzarzarse. Vivían momentos de tensión ahora que él estaba a punto de dejar el campo de batalla y ella iba camino del ascenso. Eran muchos años trabajando juntos y siendo amigos casi desde el principio... Era lógico que fueran momentos de tensión.
Todos daban por supuesto que ellos dos se habían acostado en algún momento dado, pero lo cierto era que ninguno de los dos habría dejado que pasara. ¿Cómo iban a trabajar como compañeros si sucedía tal cosa? Habría tenido que ser todo o nada, y a los dos les gustaba demasiado su trabajo como para consentir el menor obstáculo. Él le había hecho prometer que no habría una fiesta en su última semana de servicio en el DIC. Su jefe en Gayfield Square había incluso ofrecido organizar algo en la oficina, pero él se había negado diciendo que no con la cabeza.
—Eres el que más tiempo lleva de servicio en el DIC —insistió el inspector jefe Macrae.
—Entonces son los compañeros que han trabajado conmigo quienes merecen el festejo —replicó Rebus.
Aunque el extremo de Raeburn Wynd seguía acordonado, un curioso se agachó y cruzó la cinta azul y blanca, reacio a aceptar que alguien pudiera imponerle restricciones de peatón en Edimburgo; o eso pensó Rebus por el gesto displicente que hizo con la mano cuando Ray Duff le dijo que estaba contaminando el escenario del crimen. Duff meneó la cabeza, más compungido que otra cosa cuando Rebus se acercó a él.
—Gates dijo que te encontraría aquí —dijo, y Duff puso los ojos en blanco.
—Y ahora tú me pisas el locus.
Rebus hizo una mueca. Duff estaba en cuclillas junto a su instrumental, una caja de herramientas de plástico rojo reforzado comprada en B&Q con innumerables cajones que se abrían como un acordeón; pero Duff ya los cerraba.
—Sabía que te dejarías caer por aquí —comentó Duff.
—No me digas.
—De verdad —replicó Duff riendo.
—¿Hay algo interesante? —preguntó Rebus.
Duff cerró la caja de herramientas y se puso en pie con ella en la mano.
—He recorrido la cuesta hasta el final y he comprobado todas las cocheras. Si le agredieron arriba, habría rastros de sangre —añadió con una pisada fuerte para reforzar su argumentación.
—¿Y?
—Hay restos de sangre en otro sitio, John —respondió haciendo un gesto para que le siguiera, caminando por King’s Stables Road—. ¿Ves algo?
Rebus escrutó la acera y advirtió un rastro de salpicaduras con intervalos. Estaba casi descolorida pero se veía.
—¿Cómo no advertimos esto anoche?
Duff se encogió de hombros. Tenía el coche aparcado junto a la acera; lo abrió y guardó su caja de instrumental.
—¿Cuánto trecho has examinado? —preguntó Rebus.
—Me disponía a hacerlo cuando llegaste tú.
—Pues vamos a comprobarlo.
Comenzaron a caminar escrutando señales esporádicas de gotas.
—¿Vas a incorporarte a la SCRU? —preguntó Duff.
—¿Tú crees que me querrían en la SCRU?
La SCRU era la Unidad de Revisión de Crímenes Graves formada por agentes jubilados cuya misión era examinar los casos no cerrados.
—¿Te has enterado de lo que resolvimos la semana pasada? —preguntó Duff—. Obtuvimos ADN de una huella dactilar sudada. Ese tipo de detección puede ser útil en casos no resueltos; con una ampliación del ADN se pueden comparar muchos ADN.
—Lástima que yo no pueda descifrar lo que dices.
Duff contuvo la risa.
—El mundo cambia, John. Y más rápido de lo que muchos podemos asumir.
—¿Quieres decir que me una al basurero?
Duff se encogió de hombros. Habían recorrido unos cien metros y se encontraban en la entrada de un aparcamiento de varias plantas con dos barreras, a elección de los automovilistas. Tras pagar la tarifa, se introducía el recibo en la ranura y se alzaba la barrera.
—¿Habéis identificado a la víctima? —preguntó Duff mirando el suelo para detectar el rastro.
—Era un poeta ruso.
—¿Llevaba coche?
—Era incapaz de cambiar una bombilla, Ray.
—En los aparcamientos siempre quedan restos de aceite.
Rebus advirtió que había intercomunicadores junto a ambas barreras. Pulsó un botón y aguardó. Transcurrido un instante se oyó crepitar el altavoz.
—¿Qué desea?
—¿Podría ayudarme...?
—¿Busca alguna calle? Mire, amigo, esto es un aparcamiento. Lo único que aceptamos son coches.
Rebus tardó un instante en hacerse cargo de la situación.
—¿Puede verme? —Claro: había una cámara de videovigilancia en un rincón elevado enfocada hacia la salida. La señaló con un gesto.
—¿Tiene algún problema con el coche? —preguntó la voz.
—Soy policía —contestó Rebus—. Quiero hablar con usted.
—¿De qué?
—¿Dónde está?
—En la primera planta —respondió finalmente la voz—. ¿Es por el accidente que tuve?
—Depende... ¿atropelló a alguien y lo mató?
—Dios, no.
—Entonces no se preocupe. Subimos dentro de un minuto — dijo Rebus acercándose a donde Ray Duff estaba a cuatro patas mirando debajo de un BMW dentro del aparcamiento.
—No me gustan estos BMW nuevos —comentó Duff al advertir la presencia de Rebus a su espalda.
—¿Has descubierto algo?
—Creo que hay sangre debajo... y bastante. Creo incluso que el rastro acaba aquí.
Rebus dio la vuelta alrededor del vehículo. El resguardo del parabrisas indicaba que había entrado a las once de la mañana.
—¿Hay algo debajo del coche de al lado? —añadió Duff.
Rebus dio la vuelta alrededor del gran Lexus pero no vio nada; no había más remedio que arrodillarse. Sí, había un trozo de cordel o de alambre. Estiró el brazo para agarrarlo hasta que lo consiguió. Se puso en pie con ello colgando entre el pulgar y el índice: una cadenita de plata.
—Ray, trae tu instrumental —dijo.
Clarke decidió que no valía la pena ir a ver a la bibliotecaria y la llamó desde el piso de Todorov mientras Hawes y Tibbet hacían el registro. Acababa de marcar el número cuando Hawes salió del dormitorio enarbolando el pasaporte del muerto.
—Estaba debajo del colchón —dijo—. Lo encontré a la primera.
Clarke asintió con la cabeza y salió al pasillo para que no oyera lo que hablaba.
—¿Señorita Thomas? —preguntó—. Soy la sargento Clarke. Perdone que vuelva a molestarla...
Tres minutos más tarde regresaba al cuarto de estar con un par de nombres: efectivamente, Abigail Thomas había acompañado a Todorov al pub después del recital, pero ella solo había tomado una copa y decía que el poeta no se habría dado por satisfecho sin antes pasar por otros cuatro o cinco pubs.
—Sé que estaba en buenas manos con el señor Riordan —añadió.
—¿El ingeniero de sonido?
—Sí.
—¿No había otras personas? ¿Ningún otro poeta?
—Solo nosotros tres, y ya le digo que yo no me quedé mucho tiempo...
Colin Tibbet había terminado de registrar los cajones del escritorio y de la cocina y comenzó a inclinar el sofá para comprobar si había algo más que polvo. Clarke cogió un libro del suelo. Era otro ejemplar de Astapovo Blues. Había leído un par de minutos en Internet la biografía del conde Tolstói y sabía que su vida había concluido en la vía muerta de una estación, rechazado por una esposa que se negaba a adaptarse a su vida austera. Esta información le había ayudado a entender mejor el sentido del último poema del libro «Codex Coda» y el verso «una muerte fría y limpia». Comprobó que Todorov no había acabado los poemas del libro porque en todos había enmiendas a lápiz. Recogió las hojas tiradas en la papelera.
La ciudad es invisible
El aire clama estragos
Cargado como un
El resto de la hoja era una serie de signos de puntuación. En la mesa había una carpeta vacía; un libro de sudokus difíciles, todos acabados; bolígrafos y lápices y un estuche de grafista con instrucciones. Se acercó a la pared, miró el plano de autobuses de Edimburgo y vio un trazo desde King’s Stables Road hasta Buccleuch Place. Podía haber optado por una docena de itinerarios y quizá fuera una ruta de pubs o que deambuló sin saber adónde ir. No podía realmente interpretarse como el itinerario hacia la residencia, porque podía haber salido de casa, cruzar George Square, dirigirse a Candelmaker Row y bajar por la empinada costanilla hasta Grassmarket. Allí había muchos pubs y King’s Stables Road quedaba cerca a mano derecha... Sonó su móvil: era el inspector Rebus.
—Phyl ha encontrado el pasaporte —dijo ella.
—Y yo acabo de encontrar en el suelo del aparcamiento la cadenita que llevaba al cuello.
—¿Entonces le mataron allí y dejaron el cadáver en la calle?
—A juzgar por el rastro de sangre...
—O fue tambaleándose hasta derrumbarse allí.
—Es otra posibilidad —comentó Rebus—. Pero, entonces, ¿qué hacía en el aparcamiento? ¿Estás en el piso?
—Iba ya a marcharme.
—Antes incluye en la lista de registro las llaves de un coche y el permiso de conducir. Y pregunta a Scarlett Colwell si Todorov disponía de un vehículo. Estoy seguro de que dirá que no, pero es igual.
—¿No hay ningún coche abandonado en el aparcamiento?
—Buena idea, Shiv. Haré que lo comprueben. Te llamo más tarde. —Concluida la comunicación, ella esbozó una sonrisa; hacía meses que no veía a Rebus tan animado. Y volvió a preguntarse qué demonios haría después de jubilarse. Respuesta: lo más probable, fastidiarla llamándola a diario para saber si tenía muchos casos.
Clarke localizó desde el móvil a la doctora Colwell, que no había desconectado el suyo.
—Lo siento si he interrumpido su clase —dijo excusándose.
—He mandado a los alumnos a casa.
—Es comprensible. Tal vez debería de tomarse el día libre. Ha debido de afectarle la noticia.
—¿Y para qué? Mi novio está en Londres y me vería yo sola en casa.
—Siempre puede llamar a una amiga —replicó Clarke levantando la vista al advertir que Hawes volvía a entrar, pero esta vez no hizo más que encogerse de hombros: ninguna agenda, llaves ni tarjeta bancaria. Tibbet tampoco había encontrado nada y se había sentado en un sillón leyendo con el ceño fruncido un poema de Astapovo Blues—. Bien —añadió Clarke—, llamo para preguntarle si Alexander tenía coche.
—No.
—¿Sabía conducir?
—No tengo ni idea. Desde luego, yo seguro que no habría subido a un vehículo con él al volante.
Clarke señaló con la cabeza el plano marcado; era lógico que Todorov tomara autobuses.
—Gracias, de todos modos —dijo.
—¿Ha hablado con Abi Thomas? —preguntó Colwell de pronto.
—Ella le acompañó al pub.
—Cómo no.
—Pero solo se tomó una copa.
—¿Ah, sí?
—Se diría que no se lo cree, doctora Colwell.
—Abi Thomas se ruborizaba con solo leer algún poema de Alexander... imagínese cómo se sentiría arrimada a él en la mesa de un rincón de un pub con poca luz.