El libro de la almohada - Sei Shōnagon - E-Book

El libro de la almohada E-Book

Sei Shonagon

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Beschreibung

El libro de la almohada  de Sei Shōnagon es una fascinante mezcla de reflexiones personales, observaciones cortesanas y divagaciones poéticas, que ofrece un retrato vívido de la sensibilidad estética y cultural del Japón de la era Heian. Como dama de compañía en la corte imperial, Shōnagon documenta la vida cotidiana con agudeza e ironía, capturando la belleza, los rituales y las intrigas de la aristocracia. Su obra se compone de anécdotas, listas y ensayos breves que reflejan tanto sus gustos personales como la refinada elegancia de la época. Desde su composición en el siglo X, El libro de la almohada ha sido reconocido por su estilo narrativo único y su profundo retrato de la vida cortesana. Su combinación de humor, lirismo y crítica social lo convierte en una de las obras más perdurables de la literatura clásica japonesa. Las descripciones vívidas y las observaciones francas, a veces juguetonas y otras mordaces, siguen cautivando a los lectores, explorando la naturaleza humana y la apreciación de la belleza. El atractivo perdurable de El libro de la almohada radica en su capacidad de trascender el tiempo y el espacio, ofreciendo una perspectiva íntima sobre las emociones, las relaciones y la búsqueda de lo estético. A través de sus relatos fragmentados pero profundamente personales, Shōnagon invita a los lectores a encontrar deleite en los pequeños detalles de la vida, convirtiendo su obra en un tesoro literario que sigue siendo relevante a lo largo de los siglos.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Sei Shonagon

EL LIBRO DE LA ALMOHADA

Título original:

“枕草子”

Sumario

PRESENTACIÓN

EL LIBRO DE LA ALMOHADA

PRESENTACIÓN

Sei Shōnagon

c. 966 – c. 1017

Sei Shōnagon fue una escritora, poeta y dama de la corte japonesa del período Heian, conocida principalmente por su obra El libro de la almohada (Makura no Sōshi). Como dama de compañía de la emperatriz Teishi, observó y registró la vida en la corte imperial con ingenio, elegancia y una aguda percepción. Sus escritos ofrecen una visión invaluable de la estética, las costumbres y la cultura literaria del Japón de la época.

Vida Temprana y Vida en la Corte

Se sabe poco sobre la vida temprana de Sei Shōnagon, incluido su nombre de nacimiento o detalles de su familia, aunque se cree que era hija de Kiyohara no Motosuke, un reconocido poeta. Recibió una educación refinada y dominaba la poesía clásica china y japonesa, algo poco común para las mujeres de su tiempo. Hacia el año 993, ingresó al servicio de la emperatriz Teishi en la corte imperial, donde destacó por su inteligencia y talento literario.

Contribuciones Literarias

Su obra más famosa, El libro de la almohada, es una colección de ensayos, listas, anécdotas y reflexiones personales que capturan la sofisticada vida cortesana del período Heian. A diferencia de las narraciones tradicionales, el libro presenta una estructura fragmentaria y subjetiva, repleta de observaciones perspicaces y comentarios ingeniosos.

En sus escritos, Sei Shōnagon describe temas que van desde los cambios estacionales hasta intrigas palaciegas, relaciones personales y sus preferencias y aversiones. La obra es célebre por su sensibilidad poética y su tono mordaz, reflejando a menudo su carácter fuerte y sus rivalidades con otros miembros de la corte, incluida la célebre escritora Murasaki Shikibu, autora de La historia de Genji.

Impacto y Legado

El estilo literario de Sei Shōnagon fue innovador para su época, combinando prosa y poesía con una expresividad vívida. Su obra ha sido elogiada por su aguda capacidad de observación y por capturar la fugacidad de la belleza y las emociones humanas. El libro de la almohada sigue siendo un texto fundamental en la literatura japonesa y es estudiado por su visión única sobre la sociedad y la cultura de la era Heian.

Aunque sus escritos han sido criticados en ocasiones por su elitismo y tono satírico, el legado de Sei Shōnagon perdura como una de las voces más destacadas de la literatura clásica japonesa. Su influencia se puede ver en la tradición literaria posterior, en particular en el género zuihitsu ("escritos al azar"), que sigue un formato similar de ensayos y reflexiones personales.

Los detalles sobre la vida posterior y la muerte de Sei Shōnagon son inciertos, pero se cree que abandonó la corte tras la muerte de la emperatriz Teishi y vivió en relativa oscuridad. Sin embargo, su obra ha seguido cautivando a lectores durante más de mil años.

El libro de la almohada sigue siendo una obra maestra admirada, no solo como documento histórico, sino también como una pieza literaria atemporal. Su mirada detallada, prosa lírica y reflexiones sinceras han asegurado a Sei Shōnagon un lugar entre las grandes escritoras de la literatura clásica japonesa.

Sobre la obra

El libro de la almohada de Sei Shōnagon es una fascinante mezcla de reflexiones personales, observaciones cortesanas y divagaciones poéticas, que ofrece un retrato vívido de la sensibilidad estética y cultural del Japón de la era Heian. Como dama de compañía en la corte imperial, Shōnagon documenta la vida cotidiana con agudeza e ironía, capturando la belleza, los rituales y las intrigas de la aristocracia. Su obra se compone de anécdotas, listas y ensayos breves que reflejan tanto sus gustos personales como la refinada elegancia de la época.

Desde su composición en el siglo X, El libro de la almohada ha sido reconocido por su estilo narrativo único y su profundo retrato de la vida cortesana. Su combinación de humor, lirismo y crítica social lo convierte en una de las obras más perdurables de la literatura clásica japonesa. Las descripciones vívidas y las observaciones francas, a veces juguetonas y otras mordaces, siguen cautivando a los lectores, explorando la naturaleza humana y la apreciación de la belleza.

El atractivo perdurable de El libro de la almohada radica en su capacidad de trascender el tiempo y el espacio, ofreciendo una perspectiva íntima sobre las emociones, las relaciones y la búsqueda de lo estético. A través de sus relatos fragmentados pero profundamente personales, Shōnagon invita a los lectores a encontrar deleite en los pequeños detalles de la vida, convirtiendo su obra en un tesoro literario que sigue siendo relevante a lo largo de los siglos.

EL LIBRO DE LA ALMOHADA

1. Haru wa akebono

En primavera, la alborada es lo más hermoso. Al deslizarse la luz por sobre las colinas, sus contornos se tiñen rojizos y puñados de nubes purpúreas le siguen el rastro encima de ellas.

En verano, las noches. No sólo cuando brilla la luna sino también en las noches cerradas, cuando las luciérnagas revolotean de un lado a otro; e incluso si llueve, ¡qué hermoso es!

En otoño, los atardeceres; cuando el esplendente sol se hunde al filo de los montes y los cuervos vuelan de regreso a sus nidos: en tríos, cuartetos, duetos; y es más encantador aún si una bandada de ocas silvestres se distingue en lontananza, cual manchitas en el azul.

En invierno, las mañanas temprano. Es bello en verdad cuando la nieve ha caído durante la madrugada; pero espléndido así mismo cuando la tierra está blanca de escarcha; o, incluso cuando no hay nieve ni escarcha, si simplemente arrecia el frío y los criados se apresuran, de aposento en aposento, reavivando los braseros y trayendo nuevos carbones. ¡Cuán bien todo se ajusta al modo invernal! Pero, conforme se aproxima el mediodía y amaina el frío, nadie se cuida de mantener vivo el fuego de los braseros, y pronto no queda en ellos otra cosa que pilas de cenizas blancas.

2. Korowa

(Las temporadas)

Entre las temporadas amo la primera luna, la tercera, la cuarta y la quinta; la séptima luna, la octava y la novena; la duodécima luna; todas guardan su propio encanto al correr de las estaciones. ¡Todo el año es hermoso!

3. Mutsuki tsuitachi wa

El primer día de la primera luna es particularmente fascinante, cuando el cielo puro se cubre de una bruma misteriosa. Cada uno presta gran cuidado a su apariencia y su atuendo con sumo esmero. ¡Qué placentero es ver que todos ofrecen sus congratulaciones al Emperador y a su vez celebran su propio nuevo año de vida!

También disfruto del séptimo día, cuando la gente recoge hierbas tiernas, que brotan verdes y lozanas bajo la nieve fundida. Es divertido ver la agitación de las damas cuando por acaso encuentran que dichas plantas crecen cerca del palacio, ¡en manera alguna un lugar donde se las buscaría!

Éste es el día en que los miembros de la nobleza que viven fuera del palacio llegan en carruajes espléndidamente decorados para admirar los caballos azules. A medida que los carruajes son halados sobre las vigas fijas en el suelo del portal central, siempre se produce una tremenda sacudida y las cabezas de las pasajeras chocan entre sí; las peinetas caen de sus cabelleras y hasta se hacen añicos si sus dueñas no ponen cuidado. Gozo con las risas de todos cuando esto ocurre.

Recuerdo una ocasión en que visité el palacio para ver el desfile de los caballos azules. Varios cortesanos de mayor rango se hallaban de pie cerca del puesto de la guardia de la División de la Izquierda; habían pedido prestados arcos a las escoltas, y, entre risas, los hacían vibrar para ocasionar que los corceles azules se encabritaran. Al mirar a través de una de las portadas del recinto palaciego pude apenas divisar la verja del jardín, en cuya proximidad un grupo de damas, varias de ellas del Despacho de Solares, iba de aquí para allá. ¿Qué mujeres tan afortunadas, pensé, pueden andar por el espacio de los nueve recintos como si hubieran vivido allí toda su vida? Justo en ese instante, la escolta pasó cabe mi carruaje y pude ver con claridad la tez de sus rostros. Muchos de ellos no los tenían adecuadamente empolvados; aquí y allá su piel lucía desagradable, como oscuros parches de tierra en un jardín donde la nieve empezara a derretirse. Cuando los corceles del desfile corcovearon salvajemente me encogí en la parte trasera de mi carruaje, sin poder ver más lo que sucedía.

En el octavo día hay un gran revuelo en el palacio cuando la gente cortesana promovida se apresura a expresar gracias por la merced, y el estrépito de los carruajes es mayor que nunca; ¡todo es muy cautivante!

El decimoquinto día se celebra el festival del bollo del plenilunio, cuando un tazón de granos cuajados y amasados es presentado a Su Majestad. En esta fecha todas las mujeres de la casa llevan paletas de revolver la masa, que esconden cuidadosamente para que no se las vean. Es de lo más divertido verlas deambular mientras buscan la ocasión de asestarlas sobre sus congéneres. Se cuidan de no ser golpeadas y constantemente observan por sobre el hombro para asegurarse de que nadie se acerque a hurtadillas. Aun así las precauciones son inútiles, pues prestamente una de las mujeres consigue descargar un golpe. Ella se complace en extremo consigo misma y ríe alegremente. Todos encuentran esto atractivo, salvo, por supuesto, la víctima, quien no oculta su enfado.

En cierta familia un joven caballero se había casado el año previo con una de las hijas de la casa. Luego de pasar la noche con ella, se hallaba, en la mañana del decimoquinto día, a punto de partir hacia el palacio. Había en dicha casa una mujer habituada a tratar despóticamente a los demás. En esta ocasión, ella estaba de pie, al fondo del aposento, aguardando impacientemente la oportunidad de golpear al hombre con su paleta, cuando saliera. Una de las otras mujeres se dio cuenta de lo que pretendía y prorrumpió en risas. La mujer de la paleta le hizo señas, agitada, para que se callase. Por suerte el joven yerno no se percató de lo que tramaban y se detuvo allí despreocupado.

"Debo recoger algo de allí", dijo la mujer de la paleta, acercándose al hombre. De improviso se abalanzó, le dio un gran golpe y partió a la carrera. Todos en el aposento estallaron en risas, e incluso el joven sonrió con gusto, nada enojado. No estaba sobresaltado; aunque se sonrojó un tanto, lo que fue encantador.

Algunas veces, cuando las mujeres se batían unas a otras, los hombres se unían a la diversión. Lo extraño es que, cuando le asestan el golpe a una mujer, a menudo se enfada y se desata en lágrimas, reprochando a su agresor y diciendo las peores cosas de él, lo que es sumamente entretenido. Incluso en el palacio, donde el ambiente es más solemne, todo es confusión en este día y nadie guarda las distancias.

Es fascinante ver lo que sucede durante el período de los nombramientos. A pesar de que pudiera ser nevoso y gélido, los candidatos del cuarto y quinto rango llegan al palacio con sus peticiones oficiales. Aquellos que aún son jóvenes y alborozados, parecen llenos de confianza. Para los candidatos viejos y canosos las cosas no se desenvuelven tan gratamente. Estos últimos requieren el respaldo de personas con influencia en la corte; algunos incluso visitan a las damas de compañía en sus aposentos y se explayan al resaltar sus propios méritos. Si por acaso se encontraren allí damas jóvenes, se habrán de divertir enormemente. Tan pronto como los candidatos se retiran, los remedan y ridiculizan; algo que los veteranos no podrían sospechar siquiera, mientras se escurren de uno a otro extremo del palacio, suplicando a todos: "Por gracia, os ruego presentar favorablemente mi petición al Emperador" y "Os suplico informéis a Su Majestad acerca de mí". No es tan malo si finalmente tiene éxito, pero es bastante patético cuando todos sus esfuerzos resultan vanos.

El tercer día de la tercera luna me gusta que el sol luzca brillante y calmo en el cielo de primavera. Entonces es el tiempo en que los durazneros florecen, y ¡qué espectáculo! Los sauces también son más atractivos durante esta estación, con sus tiernos brotes aún entornados, cual gusanos de seda en sus capullos. Luego de que las hojas se han abierto, las encuentro sin donaire; en realidad, todos los árboles pierden su encanto una vez que sus flores empiezan a dispersarse.

Es un gran placer cortar una rama larga de cerezo, hermosamente florida, y disponerla en un gran jarrón. ¡Qué deleitosa tarea cuando un huésped está sentado cerca, conversando! Bien puede ser un visitante común, o quizás una de Sus Altezas, los hermanos mayores de la Emperatriz; pero en cualquier caso, el huésped debería llevar un manto de corte color cereza, por debajo del cual sobresaliese su túnica. Sería todavía más feliz si una mariposa o una avecilla revoloteara cerca de las flores y pudiera verlas de frente.

En la cuarta luna, durante la festividad de Kamo, ¡qué deleitoso es todo! Las hojas, que aún no cubren tupidamente los árboles, son verdes y frescas. Durante el día no hay nieblas que escondan el cielo, y mirando a lo alto se siente una sobrecogida por su belleza. En tardes ligeramente nubosas, o al anochecer, conmueve escuchar a lo lejos el canto del hototogisun tan tenue que una duda del propio oído.

Cuando la solemnidad se acerca, gozo al ver a los hombres ir y venir con rollos de tela de tonos verde, amarillo y morado, envueltos con apuro en papel y colocados sobre cajas largas. En esta época del año, el sombreado de los bordes, el sombreado irregular y el teñido enrollado lucen más atractivos que nunca. Las cabelleras de las jóvenes que han de tomar parte en la procesión son lavadas y arregladas con esmero, pero visten aún sus trajes cotidianos, que a veces se muestran desaliñados, arrugados o descosidos. ¡Qué agitadas están mientras deambulan por la casa!, aguardando con impaciencia el giran día y espetando bruscamente a las criadas: "Ajusta los cordones de mis zuecos", o "Mira si las suelas están en forma". Una vez vestidas con sus ropajes festivos, estas mismas damiselas, en vez de dar saltos alrededor de los aposentos, se tornan recatadas en extremo y caminan solemnemente como abades a la cabeza de una procesión. También disfruto al ver cómo sus madres, tías y hermanas mayores, vestidas de acuerdo con su rango, las acompañan y ayudan a mantener en orden sus atavíos.

4. Kotokotonarumono no (Cosas particulares)

El lenguaje de un bonzo.

El discurso de los hombres y el de las mujeres.

La lengua de la gente vulgar, cuyas palabras nunca dejan de tener una sílaba de más.

5. Omowamu-ko wo

Que a un hijo amado lo críen sus padres para que se haga luego bonzo es realmente lamentable. No cabe duda, resulta auspicioso hacerlo, pero desafortunadamente la mayoría de la gente está convencida de que un bonzo es algo tan falto de importancia como un leño, y lo tratan conformemente. El bonzo vive pobremente de alimentos magros y no puede siquiera dormir sin ser objeto de crítica. Cuando joven, es de lo más natural que muestre curiosidad acerca de toda suerte de cosas, y si hay mujeres alrededor probablemente echará miradas en dirección a ellas, aunque, por cierto, no sin un gesto de aversión en el rostro. ¿Qué hay de malo en todo esto? No obstante, la gente halla de inmediato faltas en él, por el mínimo desliz.

La suerte del exorcista es aún más penosa. En sus romerías a Mitake Rumano y otros montes sagrados, frecuentemente padece tremendas privaciones. Cuando la gente se allega, al escuchar que sus plegarias son eficaces, lo convocan aquí y allá para que celebre ritos de exorcismo; cuanto más popular se hiciere menos habrá de gozar. A veces será llamado a ver a un fiel gravemente enfermo, y tendrá que ejercitar todos sus poderes para expulsar al espíritu que causa la aflicción. Pero si luego, exhausto por el esfuerzo, acaso dormita, la gente le reprocha: "Realmente este bonzo no hace sino dormir". Tales comentarios son mucho más embarazosos para el exorcista y puedo imaginarme cómo ha de sentirse. Así era como las cosas solían ser, mas en la actualidad los bonzos tienen vidas mucho más llevaderas.

6. Daijin Narimasa ga ie ni

Cuando a la casa del intendente mayor Narimasa se trasladó la Emperatriz, el portal oriental del patio de la residencia de éste había sido transformado en una estructura de cuatro pilares, y fue por allí por donde ingresó el palanquín de Su Majestad.

Los carruajes en los que otras damas de compañía y yo nos trasladábamos llegaron hasta el portal boreal. Como nadie había en el puesto de la guardia, decidimos ingresar tal como estábamos, sin molestarnos en acicalarnos; muchas de las damas tenían los cabellos revueltos a causa del viaje en carro, pero no se cuidaron de arreglarlos de nuevo pues asumieron que los vehículos serían halados directamente hasta la galería de acceso a la mansión. Infortunadamente, el portal era demasiado estrecho para nuestros carruajes de hojas de palma. Los criados tendieron esterillas para nosotras, desde el portal hasta la residencia, y debimos apearnos y caminar. Fue en extremo molesto y nos sentimos muy disgustadas, pero ¿qué podíamos hacer?

Para empeorar las cosas había un grupo de hombres, que incluía desde cortesanos mayores hasta algunos de rango inferior, de pie cerca del puesto de la guardia, mirándonos de guisa impertinente. Cuando entré a la casa y vi a Su Majestad, le referí lo ocurrido. "¿Supones que sólo la gente de fuera de la casa puede ver en qué estado te encuentras?", comentó. "Me pregunto qué te ha hecho tan descuidada hoy".

"Pero, Vuestra Majestad", repliqué, "la gente de aquí está habituada a nosotras, y se sorprendería si repentinamente pusiéramos gran esmero en nuestra apariencia. En cualquier caso, parece sumamente extraño que los portales de una mansión como ésta sean tan angostos que impidan el paso de carruajes; tendré que recriminar al intendente mayor cuando lo vea".

En aquel momento se presentó Narimasa, portando un frota-tinta y otros arreos de escribir que deslizó por debajo de la pantalla, indicando: "Os ruego entreguéis esto a Su Majestad".

"Bien, bien", retruqué, "sois de veras un hombre sin gracia, ¿por qué vivís en una casa de portales tan estrechos?".

"He construido mi casa de conformidad con mi estado de vida", respondió riendo. "Todo está muy bien", dije, "pero parece que he escuchado de alguien que construyó su portal en extremo alto, fuera de toda proporción con el resto de su casa".

"¡Cielos benignos!", exclamó Narimasa. "¡Qué notable! Os debéis referir a U Teikoku. Pensaba que solamente venerables letrados habrían escuchado tales hechos. Incluso yo, señora, no debiera haberos entendido, salvo porque ocurre que he vagado por dichos mismos senderos".

"¡Senderos!", exclamé, "los vuestros dejan algo que desear. Cuando vuestros criados extendieron las esterillas para nosotras, no pudimos ver cuán desigual estaba el suelo, y hemos dado de tumbos por todo el camino".

"Para ser ciertos, señora", añadió Narimasa, "ha estado lloviendo, y me temo que esté un tanto disparejo. Pero dejemos esto aquí. Pues vos haréis alguna otra acotación ingrata en sólo un momento más. Así que me retiro antes de que tengáis el tiempo para ello". Y, dicho esto, se alejó.

"¿Qué pasó?", preguntó la Emperatriz cuando me reuní con ella. "Narimasa parecía terriblemente azorado". "¡Oh, no!", respondí, "sólo le refería cómo nuestro carruaje no había podido pasar". Luego de esto me recogí en mi aposento.

Compartía la alcoba con varias de las jóvenes damas de compañía. Todas estábamos somnolientas, y sin prestar mayor atención a nada más, nos dormimos sin dilación. Nuestra habitación se hallaba en el ala oriental de la residencia. Aunque no nos habíamos percatado del hecho, el pestillo de la puerta corrediza, en la parte trasera de la antecámara del oeste, había desaparecido. Por supuesto, el propietario de la casa lo sabía, y llegado el momento, se aproximó y descorrió la puerta.

"Puedo deducir que cuento con permiso para entrar", repitió varias veces con una voz extrañamente ronca y agitada. Miré hacia el lugar algo confusa, y por la luz de la lámpara colocada detrás de la pantalla de ceremonia, pude ver a Narimasa, de pie, ante la puerta, que había abierto un tanto. La situación me pareció divertida. Por lo regular, él no habría soñado siquiera con permitirse una conducta así de lasciva. Como la Emperatriz estaba alojada en su casa, evidentemente había sentido que podía hacer lo que le pluguiera. Despertando a las jóvenes vecinas a mí, exclamé: "¡Mirad quién está aquí! ¡Qué vista tan inaparente!". Todas se irguieron y, viendo a Narimasa, estallaron en risas. "¿Quién sois?", inquirí. "¡No tratéis de esconderos!". "¡Oh, no!", replicó, "simplemente soy el dueño de casa que tiene algo que discutir con la dama de compañía a cargo". "Fue de vuestro portal de lo que yo hablaba", expliqué. "No recuerdo haberos pedido que abrierais la puerta corrediza".

"Sí, en verdad", respondió. "Es precisamente la cuestión del portal que quería discutir con vos. ¿No puedo asumir acaso que tengo permiso de pasar, por un momento?".

"¡Realmente!", dijo una de las jóvenes, "¡Qué desagradable! ¡No, ciertamente él no puede pasar!".

"¡Oh, ya veo!", exclamó Narimasa. "Hay otras jóvenes en la alcoba". Corriendo la puerta tras de sí partió, seguido de una bulliciosa carcajada.

"¡Qué absurdo! Una vez que hubo abierto la puerta obviamente debió haber ingresado directamente, sin molestarse en pedir permiso. Después de todo ¿qué mujer gustaría decir “está bien, pasad os lo ruego”?".

Al día siguiente conté el incidente a la Emperatriz. "No suena en absoluto a Narimasa", comentó riendo. "Debe haber sido tu conversación lo que despertó su interés por ti. De veras, no puedo evitar sentir lástima por el pobre hombre. Has sido horriblemente dura con él".

Un día en que la Emperatriz daba órdenes acerca de la indumentaria de las niñas que serían damitas de compañía de la Princesa Imperial, Narimasa preguntó: "¿Su Majestad ha decidido el color de los atuendos que cubrirán las túnicas de las niñas?". Esto nos hizo reír a todas y de veras no se nos podía reprochar por solazarnos. Más tarde Narimasa trató el tema de los alimentos de la princesa. "Creo que se vería grosero, Vuestra Majestad, si le fueran servidos en utensilios ordinarios. Si se me autoriza a decirlo, ella debiera contar con una “bandejitita” y un “platonitito”. "Y ser atendida", añadí yo, "por niñitas con aquellos atuendos que cubren sus túnicas".

"No debes burlarte de él como lo hacen las otras", me reconvino la Emperatriz, más tarde. "El es un hombre muy sincero y me da lástima". Hallé su reprimenda deleitosa.

Una vez, cuando me hallaba ocupada atendiendo a la Emperatriz, llegó un mensajero y dijo que Narimasa se había presentado y deseaba decirme algo. Al escuchar esto, la Emperatriz comentó: "Me pregunto lo que hará él esta vez para convertirse en el hazmerreír. Ve a saber lo que tiene que decirte". Halagada por su comentario, decidí salir personalmente, en lugar de enviar a una criada. "Señora", anunció Narimasa, "he contado a mi hermano, el Consejero Medio, lo que dijisteis la otra noche acerca del portal. Quedó de lo más impresionado y me pidió que arreglara una cita con vos, en algún momento conveniente, cuando él pueda escuchar lo que tengáis que decir".

Me preguntaba si Narimasa habría hecho alguna referencia a su propia visita de aquella noche, y sentí que mi corazón se deshacía; pero, no añadió nada más; simplemente al despedirse deslizó: "Me gustaría volver y veros, con toda tranquilidad, uno de estos días".

"Bien", dijo la Emperatriz cuando regresé, "¿qué ocurrió?". Le conté exactamente lo dicho por Narimasa, añadiendo con una sonrisa: "Escasamente podría haber pensado que era algo de tanta importancia como para enviarme un mensajero especial en momentos en que estaba de servicio. Sin duda debió haber esperado hasta que me hallase reposando en la quietud de mi alcoba".

"Probablemente él pensó que estarías complacida de escuchar la alta opinión de su hermano y quería hacértela conocer al instante. Como sabes, guarda el mayor respeto por su hermano". La Emperatriz lucía encantadora al mencionarme esto.

7. Ue ni saburau onneko wa

A la distinguida gata que vivía en el palacio le había sido otorgado el tocado de nobleza y era llamada dama Myóbu. Era una gata muy linda, y Su Majestad cuidaba de que fuera tratada con suma delicadeza.

Un día se fue a vagar por la galería y la dama Urna, aya a cargo de la gata, la llamó: "¡Oh tú traviesa, te ruego, entra al instante!". Pero la gata no prestó atención y siguió tomando el sol, adormilada. Intentando darle un susto, el aya llamó al perro Okinamaro.

"Okinamaro, ¿dónde estás?", gritó. "¡Ven y muerde a la dama Myóbu!". El bobo Okinamaro, creyendo que el aya lo decía en serio, se abalanzó sobre la gata, que, espantada y aterrorizada, corrió detrás del biombo del refectorio imperial, donde Su Majestad el Emperador casualmente se hallaba sentado. Sorprendido sobremanera, Su Majestad tomó a la gata y la retuvo en sus brazos, y requirió la presencia de sus caballeros de compañía. Cuando Tadataka, el chambelán, apareció, Su Majestad ordenó que Okinamaro fuese castigado y desterrado a la Isla de los Perros. Los cortesanos comenzaron todos a perseguir al perro en medio de una gran confusión. Su Majestad reprochó a la dama Urna: "Tendremos que encontrar una nueva aya para nuestra gata", le comunicó. "No siento que pueda seguir contando con vos para cuidarla". La dama Urna hizo una reverencia, y desde entonces no apareció más ante la presencia del Emperador.

Los guardias imperiales rápidamente consiguieron atrapar a Okinamaro y lo arrojaron fuera de los predios del palacio. ¡Pobre perro! El solía contonearse tan alegremente por el recinto. Sólo poco tiempo antes, en el tercer día de la tercera luna, el Primer Secretario Veedor había paseado por los predios del palacio a Okinamaro adornado con guirnaldas de hojas de sauce, capullos de duraznero en la cabeza y flores de cerezo en torno al cuerpo. ¿Cómo habría podido el perro imaginarse que éste sería su destino? Nos sentíamos acongojadas por su causa. "Cuando Su Majestad la Emperatriz tomaba sus alimentos", rememoraba una de las damas de compañía, "Okinamaro siempre solía estar entre el séquito, sentado frente a nosotras. ¡Cuánto lo extraño!".

Era cerca del mediodía, pocos días después de la expulsión de Okinamaro, cuando escuchamos a un perro aullando pavorosamente. ¿Cómo era posible para un perro aullar tanto? Todos los otros perros salieron en tropel, conmocionados, a ver lo que pasaba. Mientras tanto una mujer, que servía como fregona de las letrinas del palacio, corrió hacia nosotras. "Es terrible", exclamó. "Dos de los chambelanes están azotando a un perro. Seguramente lo han de matar. Lo castigan por haber regresado luego de haber sido expulsado. Son Tadataka y Sanefusa los que lo vapulean". Obviamente, la víctima era Okinamaro. Me sentí plenamente desdichada y envié a una criada para que pidiera a los hombres detener el suplicio, pero justo en aquel momento cesaron finalmente los aullidos. "Está muerto", me informó una de las doncellas, "arrojaron su cuerpo fuera del portal".

Aquella noche, mientras sentada en el palacio deploraba el hado de Okinamaro, un perro de miserable traza ingresó a la estancia: trémulo, el cuerpo tremendamente hinchado, "iOh, cielos!", exclamó una de las damas de compañía. "¿Puede ser éste Okinamaro? No hemos visto ningún otro perro como él últimamente, ¿no es cierto?".

Lo llamamos por su nombre, pero el perro no respondió. Algunas de nosotras insistieron que era Okinamaro; otras, que no lo era. "¡Por gracia!, traed a la dama Ukon", dijo la Emperatriz, al oír nuestra discusión. "Ella será capaz de decirlo, sin duda". Inmediatamente fuimos al aposento de Ukon y le hicimos saber que era requerida para un asunto urgente.

"¿Es éste Okinamaro?", le preguntó la Emperatriz, señalando al perro. "Bien", dijo Ukon, "ciertamente se le parece, pero no puedo creer que esta repugnante criatura sea realmente nuestro Okinamaro. Cuando lo llamaba “¡Okinamaro!”, él siempre solía venir hacia mí, meneando el rabo. Pero este perro no reaccionaba en absoluto. No, no podía ser el mismo. Y además, ¿acaso Okinamaro no había sido apaleado hasta morir, y su cuerpo arrojado lejos? ¿Cómo podría perro alguno estar vivo luego de ser vapuleado por dos hombres fuertes?". Al escuchar esto, Su Majestad se sintió muy desdichada.

Cuando oscureció, dimos al perro algo de comer, pero él lo rechazó; y decidimos finalmente que éste no podía ser Okinamaro.

A la mañana siguiente fui a asistir a la Emperatriz, mientras le acicalaban la cabellera y ella realizaba sus abluciones. Sostenía yo el espejo ante su rostro, cuando el perro que haUkon era una de las damas del Despacho del Séquito Imperial, una dependencia de funcionarías femeninas que atendían al tenbíamos visto la noche previa se introdujo raudamente al aposento y se acurrucó junto a uno de los pilares. "¡Pobre Okina-maro!", dije. "¡Sufrió tan terrible paliza ayer! ¡Qué triste pensar que está muerto! Me pregunto, ¡en qué cuerpo habrá renacido esta vez! ¡Oh, cuánto debió haber sufrido!".

En aquel momento, el perro que yacía junto al pilar empezó a agitarse y temblar, y a derramar copiosas lágrimas. Fue pasmoso. ¡Entonces éste era realmente Okinamaro! La noche previa, fue para evitar traicionarse que se rehusara a responder a su nombre. Estábamos inmensamente conmovidas y complacidas. "¡Bien, bien, Okinamaro!", exclamé, bajando el espejo. El perro se estiró, plano sobre el piso y chilló bulliciosamente, de tal manera que la Emperatriz se mostró radiante de alegría. Todas las damas se congregaron alrededor y Su Majestad hizo llamar a la dama Ukon. Cuando la Emperatriz le explicó lo sucedido, todas charlaron y rieron con gran alborozo.

Las nuevas llegaron a Su Majestad el Emperador, y él vino también a la estancia de la Emperatriz. "¡Es maravilloso!", dijo con una sonrisa, "¡pensar que incluso un perro tenga tan profundos sentimientos!". Cuando las damas del séquito del Emperador oyeron la historia, llegaron a su vez en gran tropel. "¡Okinamaro!", llamamos, y esta vez el perro se incorporó y cojeó por el aposento, con su cara hinchada. "El merece una comida especialmente preparada", exclamé. "¡Sí!", acotó la Emperatriz, riendo alegremente. "Ahora que Okinamaro nos ha dicho finalmente que es él".

El chambelán Tadataka fue informado de esto, y se apresuró desde la cámara de adminículos. "¿Es cierto, de veras?", inquirió. "¡Por favor, dejadme verlo con mis propios ojos!"

Mandé a él una doncella con la respuesta siguiente: "¡Ay, me temo que éste no sea el mismo perro, después de todo!" "¡Bien!", respondió Tadataka, "sea lo que fuere lo que vos digáis, tarde o temprano tendré ocasión de ver al animal. Vos no podréis ocultármelo indefinidamente".

Al poco tiempo, a Okinamaro le fue concedido el perdón imperial y retornó a su feliz estado anterior. Mas, incluso ahora, cuando recuerdo cómo se quejaba y temblaba en respuesta a nuestra simpatía, me desconcierta como una escena extraña y conmovedora; cuando la gente me habla de ello, empiezo a llorar.

8. Mutsuki tsuitachi, yayoi mikka wa

El primer día del año'y el tercero de la tercia luna me gusta que el cielo esté perfectamente claro. El quinto día de la quinta luna, prefiero un cielo encapotado. El séptimo de la séptima debiera ser también nublado, aunque al anochecer debería despejar, de modo que la luna resplandeciese brillantemente en el cielo y una pudiera ver el perfil de las estrellas. En el noveno de la novena luna, debiere haber lloviznas desde el alborear, pues luego habrá un grueso rocío sobre los crisantemos, mientras que la ligera seda que los cubre estará completamente húmeda y calada con el precioso olor de los capullos. A veces escampa temprano por la mañana, mas el cielo continúa cerrado, y parece como que fuese a romper la lluvia, nuevamente, en cualquier instante. También esto lo hallo muy placentero.

9. Yorokobisósuru

Gozo mucho viendo a los funcionarios en el tiempo en que acuden a dar las gracias al Emperador por sus nuevos nombramientos. Cuando de pie, están frente a Su Majestad, con sus tablillas en las manos y las colas de sus ropajes se extienden por el piso. Entonces rinden homenaje y comienzan sus movimientos ceremoniosos con gran animación.

10. Imadairi no higashi wo ba

A la parte oriental del palacio actual™ se le ha dado el nombre de "puesto del norte". Allí se alza un roble tan alto que al verlo una se pregunta siempre cuántas brazas tendrá. El vicecapitán de la guardia imperial, Minamoto no Narinobu, dijo una vez: "Deberían cortarlo desde el pie y hacer con él un abanico para el abad Jochó". Ahora bien, ocurrió que este abad fue nombrado intendente del templo de Yamashina, y vino a rendir homenaje al Emperador. El vicecapitán, en su calidad de oficial de la guardia imperial, se encontraba allí, y como el abad se había calzado zuecos altos, alcanzaba una talla pavorosa. Luego de su partida, pregunté al vicecapitán: "¿Por qué, decidme, no le habéis entregado su abanico?". "¡No os olvidáis de nada!", me respondió riendo.

11. Yama .wa

(Montes)

El monte de Ogura, el de Mikasa, la montaña de Konokure, la de Wasure, la montaña de Iritachi, la de Kase, la montaña de Hiwa. El monte de Katasari: de veras, es muy divertido preguntarse ¡a quién estaba reservado!

La montaña de Itsuwata, la de Nochise, el monte de Kasa-tori, el de Hira. En cuanto a la montaña de Toko, es encantador rememorar el poema que un emperador le compusiera: "Que su nombre no divulga".

La montaña de Ibuki. En lo que atañe al monte de Asaku-ra, es entretenido pensar que, indudablemente, ¡los amigos de antaño se han reencontrado en otra parte! La montaña de Iwata. El monte de Ohire también me gusta: su nombre nunca deja de evocarme a los enviados imperiales a la fiesta especial de Iwashimizu.

La montaña de Tamuke. El monte de Miwa me encanta. La montaña de Otowa. Los montes de Machikane, de Tama-saka, de Mimimashi, de Sue-no-matsu, de Kazuraki. La augusta montaña de Mino. La montaña de Hahaso. Los montes de Kurai, de Kibi-no-naka, de Arashi, de Sarashina; el de Obasute; las montañas ele Oshio, de Asama, de Katatame, de Kaeru, de Imose.

12. Mine wa (Picos)

Los picos de Yuzuruha, de Amida, de lyataka.

13. Hara wa (Llanos)

Los llanos de Takahara, de Mika, de Ashita, de Sonohara, de Hagiwara, de Awazu, de Nashi, de Unaiko, de Abe, de Shino.

14. Ichi wa (Ferias)

El mercado de Tatsu. Entre todas las ferias de Yamato, la de Tsuba merece particular atención, pues los peregrinos que van al templo de Hase no dejan de detenerse en ella: ¿pudiera guardar con Kan-on una afinidad especial?

Los mercados de Ofusa, de Shikama, de Asuka.

15. Fuchi wa

El desfiladero de Kashiro. ¡Es muy cautivante preguntarse qué espiritu profundo lo habrá encotrado, como para ponerle nombre tal! El barranco de Nairiso. ¿ A quién estaría destinado este aviso y quén podrá haberlo dado?

La cañada de Aoiro igualmente me gusta mucho: de ella se habría podido hacer la indumentaria de los chambelanes. Las hondodnada de Ina, de Kakure, de Nozoki, de Tama.

16. Umi wa

El lago. Los mares de Yosa, de Kawaguchi, de Ise.

17. Watari wa (Pasos de Barcaza)

Los pasos de Shikasuga, de Mizuhasji, de Korizuma

18. Misasagi wa (Tumbas imperiales)

Los sepulcros del Ugüisu, de Kashiwabara, de Ame.

19. le wa (Casas)

El pórtico de la guardia imperial. El palacio de la segunda avenida y aquel de la primera son también hermosos.

Los palacios de Somedono, de Seikain, de Sugawara, de Reizei. El palacio de Shujaku: el Tóin.

Los palacios de Ono, de Kóbai, de Agata-no-ido; el palacio de la tercera avenida oriental, el palacete de la sexta avenida y aquel de la primera avenida.

20. Seiryóden no ushitora no sumi no

En el rincón nororiental del palacio Seiryó, la puerta corrediza del testero del aula está decorada con pinturas de mares tempestuosos y aterradoras criaturas de largos brazos y piernas que allí viven.

Cuando las puertas del aposento de la Emperatriz se hallaban abiertas, podíamos ver siempre dichos paneles. Un día, estábamos sentadas en la alcoba, riéndonos de las pinturas y comentando cuán desagradables eran. Cerca de la galería había un gran jarrón de celadón, rebosante de magníficas ramas de cerezo florido, algunas de ellas de hasta cinco pies de largo, y sus capullos se esparcían hasta el pie de la baranda.

A eso del mediodía, el consejero mayor, Fujiwara no Ko-rechika, llegó. Vestía un manto de corte de color cereza, lo bastante usado como para haber perdido su tiesura, una túnica blanca y sueltos faldones de oscuro tono púrpura; bajo el manto relucía el diseño de otra indumentaria en damasco granate. Como Su Majestad el Emperador se encontraba presente, Ko-rechika se postró de hinojos sobre la estrecha plataforma de madera, ante la puerta, y le rindió informe en torno a los asuntos oficiales.

Un grupo de damas del séquito se había sentado detrás de las celosías de bambú. Sus jubones chinos color cereza colgaban sueltamente sobre sus hombros, con los cuellos volteados; bajo ellos portaban túnicas de color glicina, amarillo dorado y otros, que se traslucían por entre las celosías que cubrían medio biombo. En eso, el bullicio de las pisadas de los servidores nos hizo adivinar que el yantar estaba por servirse en la Cámara Diurna, y escuchamos las voces de "¡Abrid campo, abrid campo!".

El día sereno, relumbrante, me complacía. Cuando los chambelanes hubieron portado todos los potajes a la cámara, vinieron a anunciar que estaba servido, y Su Majestad abandonó la estancia por la puerta central. Luego de acompañar al Emperador, Korechika retornó a su lugar en la galería, junto a los cerezos floridos. La Emperatriz descorrió su cortinaje y avanzó hasta el umbral. Nos sobrecogimos ante una escena tan deleitosa. Fue entonces cuando Korechika lentamente entonó los versos de un viejo poema.

Los días y las lunas

se suceden,

mas el monte Mimoro

por siempre

permanece.

Hondamente impresionada, deseé que todo esto pudiera proseguir por mil años más.

Tan pronto como las damas que servían en la cámara diurna hubieron llamado a los criados para que retirasen los azafates, el Emperador regresó al aposento de la Emperatriz. Entonces, me indicó que frotase la barra de tinta en el portatinta. Confundida, sentí que nunca podría ser capaz de apartar mis ojos de su radiante rostro. A continuación, él dobló un pliego de papel. "Desearía que cada una de vosotras", expresó, "copiase sobre esta hoja el primer viejo poema que os viniese a la memoria".

"¿Cómo he de hacerlo?", pregunté a Korechika, quien seguía afuera en la galería.

"Escribid vuestro poema prestamente", sugirió, "y mostrádselo a Su Majestad. Nosotros los hombres no debemos interferir en esto". Y, ordenando a un servidor que acercara el frotatinta del Emperador a cada una de las damas en el aposento, nos instó a apresurarnos "Escribid cualquier cosa que podáis recordar", añadió, "el “Naniwa zu” o lo que fuere".

Por alguna razón fui abrumada por la timidez; me sonrojé y no tuve idea de lo que debía hacer. Algunas de las otras damas lograron escribir poemas acerca de la primavera, los capullos y otros temas apropiados. Entonces, me entregaron la hoja y me dijeron "Ahora es tu turno".

Tomando el pincel, escribí el poema que dice:

Han transcurrido los años

y la edad mis huellas

ha seguido,

mas al contemplar las flores

mis cuitas todas se disipan.

Alteré el tercer verso, sin embargo, para que se leyera mas al contemplar a mi Señor. Cuando acabó de leer, el Emperador dijo: "Os pedí que escribierais estos versos porque deseé saber cuán prestas erais".

"Pocos años ha", prosiguió, "el emperador Enyü ordenó a sus cortesanos que todos escribieran poemas en un cuaderno. Algunos se excusaron, explicando que su caligrafía era pobre, mas el Emperador insistió, manifestando que no se cuidaba en lo más mínimo de la caligrafía de sus cortesanos, ni siquiera de si sus poemas eran acordes con la estación. Así que todos debieron tragarse su embarazo y producir algo para la ocasión. Entre ellos se encontraba Su Excelencia, nuestro Canciller presente, quien era entonces Capitán Medio del Tercer Rango. El escribió este viejo poema:

Como el mar que bate

sobre las playas de Izumo

cuando la marea sube, hondo,

muy hondo se vuelve

 el amor que por ti siento.

Pero él cambió el último verso para que se leyera el fervor por mi Señor.

Cuando escuché al Emperador relatar este episodio, me noté tan transportada que quedé bañada en sudor. Pues ocurrió que ninguna otra dama más joven había sido capaz de citar mi poema, y me sentí muy afortunada. Esta suerte de prueba puede ser una ordalía terrible: pasa a menudo que la gente que escribe fluidamente, se halla tan atemorizada que comete siempre graves errores al trazar los caracteres.

Luego, la Emperatriz puso delante de sí un cuaderno con poemas del Kokinshü y empezó a leer en voz alta los primeros tres versos de cada uno, pidiéndonos que completásemos los restantes. Entre ellos había varios famosos poemas que traíamos todas a la memoria noche y día, pero que por alguna extraña razón éramos a menudo incapaces de concluir los versos faltantes. La dama Saishó, por ejemplo, pudo sólo recordar diez, lo que difícilmente le concedía la calidad de conocedora del Kokinshü. Otras damas fueron incluso menos exitosas, pues sólo pudieron recordar una media docena de poemas. Mejor hubieran dicho a la Emperatriz, simplemente, que habían olvidado los versos, mas en lugar de esto estallaron en lamentaciones como "¡Oh, cielos! ¿Cómo hemos respondido tan mal a las preguntas que Su Majestad nos planteara?". Todo lo cual hallé yo sumamente absurdo.

Cuando nadie pudo completar un poema particular, la Emperatriz, algo enfadada, continuó leyéndolo hasta el final. Esto produjo más clamores de las mujeres: "¡Oh, todas lo sabíamos! ¿Cómo podemos ser tan bobas?". Aquellas de nosotras que nos tomáramos la molestia de copiar el Kokinshü varias veces, deberíamos haber podido completar cada uno de los poemas que nos leyera.

A continuación la Emperatriz nos contó esta historia: "Erase una vez, durante el reinado del emperador Murakami, una dama de la corte conocida como Dama Imperial del Palacio Senyó. Era hija del Ministro de la Izquierda, quien vivía en un palacete en el primer cuartel, y ciertamente todas habéis oído acerca de ella. Cuando aún era una niña, su padre le dio este consejo: "Primero debes estudiar el manejo del pincel. Luego debes aprender a tocar el koto de siete cuerdas mejor que cualquiera. Y también deberás memorizar todos los poemas, en veinte rollos, del Kokinshü".

"El emperador Murakami", prosiguió la Emperatriz, "había escuchado este relato y lo recordaba años más tarde, cuando la niña, ya crecida, se había convertido en concubina imperial. Una vez, en un día de abstinencia, él se introdujo en la alcoba de ella, con un cuaderno del Kokinshü escondido en la manga de su vestido. El la sorprendió al sentarse tras la pantalla de ceremonia y luego de abrir el cuaderno, pedirle: “Decidme el verso escrito por tal poeta, en tal año y en tal ocasión”. La dama comprendió lo que pretendía, y que todo era por diversión; sin embargo, la posibilidad de cometer un error u olvidarse de uno de los poemas debía de haberla angustiado grandemente. Antes de comenzar la prueba, el Emperador mandó llamar a un par de damas de compañía que eran particularmente adeptas a la poesía, indicándoles que anotasen cada respuesta incorrecta con una ficha de gon ¡Qué escena magnífica debió haber sido! ¡Como sabéis, envidio de veras a todo aquel que sirviera a dicho emperador, incluso como dama de compañía!".

"Bien", continuó la Emperatriz, "él comenzó a preguntarle. Ella respondió sin titubear, comentando con pocas palabras o frases para demostrar que conocía cada poema. Y ni una sola vez cometió un error. Después de un rato, el Emperador comenzó a resentirse por la inmaculada memoria de la dama, y decidió concluir tan pronto como detectara algún yerro minúsculo o vaguedad en sus respuestas. No obstante, luego de haber recorrido diez rollos del Kokinshü no pudo pescarla en falta. En dicho momento declaró él que era inútil continuar; marcando allí dónde se había detenido, se retiró a dormir. ¡Qué triunfo para la dama!".

"El durmió por breve lapso, y al despertar resolvió que debía alcanzar su veredicto final y que si aguardaba hasta el día siguiente para examinarla en los restantes diez rollos, ella podría hacer uso del tiempo para refrescar su memoria. Así que decidió que debía dar término al asunto esa misma noche. Ordenando a los criados que le trajeran la lámpara del dormitorio, reanudó su interrogatorio poético. Cuando hubo terminado todos los veinte rollos, la noche había avanzado mucho, y aún la dama no había cometido un solo error".

"Durante todo este tiempo, Su Excelencia, el padre de la dama, se hallaba en estado de gran agitación. Tan pronto como fue informado de que el emperador examinaba a su hija, envió a sus propios sirvientes a varios templos para encargar recitaciones extraordinarias de los sutras. Luego, se volvió en dirección al palacio imperial y pasó largo tiempo orando. ¡Un entusiasmo tal por la poesía verdaderamente es muy conmovedor!".

El Emperador, que había estado a la escucha de todo el relato, quedó muy impresionado. "¿Cómo fue posible que él leyera tantos poemas?", exclamó el Emperador cuando la Emperatriz concluyó su narración. "Dudo que yo pudiera pasar de tres o cuatro rollos. Pero, por cierto, las cosas han cambiado. Antaño la gente de humilde estado tenía un gusto por las artes y se interesaba por pasatiempos elegantes. Tal historia sería muy difícilmente posible en nuestros días".

Las damas al servicio de la Emperatriz y las propias damas del séquito del Emperador admitidas a la presencia de la Emperatriz, empezaron a charlar animadamente; al escucharlas sentí que mis cuidados, como en el poema, se habían disipado.

Con pena, me figuraba desdeñosamente los pensamientos de aquellas mujeres que viven en su hogar, sirviendo fielmente a sus maridos; mujeres que no tienen ninguna perspectiva extraordinaria en la vida, pero que creen que son perfectamente felices. A menudo son de buena cuna, mas no han tenido ocasión de comprobar lo que es el mundo. Me hubiera gustado que pudiesen vivir por algún tiempo en nuestra sociedad, aun si esto entrañara desempeñarse como simples servidoras del séquito, para que así pudieran llegar a saber las delicias que aquí se ofrecen.

Encuentro odiosos a los hombres que creen que las mujeres que sirven en el palacio están condenadas a ser frívolas o perversas. Sin embargo, supongo que su prejuicio es comprensible. Después de todo, las mujeres de la corte no pasan el tiempo ocultas modestamente, detrás de abanicos y biombos, sino que salen y miran abiertamente a la gente que tienen oportunidad de conocer. Sí, ellas miran a cada uno, cara a cara, no sólo a las damas de compañía, sus iguales, sino que incluso a Sus Majestades imperiales, cuyos augustos nombres no oso mencionar siquiera; a los altos nobles de la corte, a los cortesanos mayores, y a otros caballeros de alto rango. En presencia de tan exaltados personajes, las damas de palacio son igualmente audaces, sean simples doncellas de las damas de compañía, o incluso parientes de las damas de honor que llegan de visita, o ayas, o limpiadoras de letrinas, o mujeres que son tan insignificantes como una teja o un guijarro, ¿se han escondido alguna vez avergonzadas antes esos nobles personajes? Con los jóvenes señores, sin duda, no ocurre nada parecido, salvo quizás para unos pocos de ellos, que no son exactamente retraídos cuando se trata de mirar a la gran gente de palacio.

Las mujeres que han servido en el palacio, pero que luego se casaron y viven en sus hogares, son llamadas señoras y reciben el tratamiento más respetuoso. Para ser cierta, la gente juzga que estas mujeres que han mostrado la faz, a todos y cada uno, durante sus años en la corte, carecen ya de gracia femenina. No obstante, ¡cuán orgullosas se han de sentir cuando se las llama Servidoras Asistentes!; o, cuando son citadas a palacio para ocasionales deberes, u ordenadas a servir como enviadas imperiales durante la festividad de Kamo. Incluso aquellas que permanecen en casa, no pierden nada por haber servido en la corte. En efecto, se tornan excelentes esposas.

Por ejemplo, si están casadas con un gobernador provincial y una hija suya es elegida para participar en las danzas de la Go sechi e no temen que vaya a perder la gracia y actúe como provinciana, preguntando a otra gente acerca del procedimiento a seguir. Ellas se encuentran ya versadas en todas las formalidades, que es lo que encuentro fascinante.

21. Susamajiki-mono (Cosas desoladoras)

Un perro que aúlla durante el día. Una cesta de pescar en plena primavera. Un vestido con capullos de ciruelo rojo en la tercera o la cuarta luna. Una alcoba de alumbramientos donde el recién nacido ha muerto. Un brasero frío, vacío. Un conductor que odie a sus bueyes. Un letrado cuya esposa alumbra una niña tras otra.

Si una ha ido a casa de una amiga sólo para evitar una dirección infausta, pero nada se hace para divertirla; y, si esto ocurriera en la época del cambio de estación, resultaría aun más deprimente.

Una carta que llega de provincias, pero sin obsequio que la acompañe. Sería ya suficientemente malo si una carta así le llegara a una en provincias, proveniente de alguno de la capital; pero entonces, el menos tendría noticias interesantes acerca de lo que pasa en sociedad, y ello sería un consuelo.

Una ha escrito una carta, tomándose la molestia de hacerla lo más atractiva posible, y luego, espera impacientemente la respuesta. "Seguramente el mensajero debería estar de vuelta ya", piensa una. Justo, entonces, regresa, pero en sus manos él no trae respuesta alguna, sino la propia carta de una, aún torcida y anudada como se la enviara, pero ahora tan sucia y arrugada que incluso la marca de tinta en el anverso ha desaparecido. "Estaba ausente", anuncia el mensajero; o algo así: "Dijeron que observaban un día de abstinencia y que no la podían aceptar". ¡Oh, cuán deprimente!

Una vez más, una ha enviado el propio carruaje a buscar a alguien que había dicho que definitivamente vendría de visita en aquel día. Finalmente, con gran bullicio retorna y los criados salen presurosos con gritos de "Ya llegaron". Pero luego, una escucha que el carruaje es halado hasta la cochera y los desajustados ejes resuenan al caer el carro. "¿Qué significa esto?", una se pregunta. "La persona no estaba en casa", responde el cochero, "y no vendrá". Y, al decir esto, lleva de vuelta al buey a su establo, dejando el carruaje en la cochera.

Con mucho alboroto y animación, el joven yerno se ha mudado a la casa de los padres de su esposa. Un día deja de retornar a casa, y resulta que una dama de la corte, de alto rango, lo ha tomado como amante. ¡Desolador! "¿Al fin, se cansará de la mujer y volverá donde nosotros?", la familia de su esposa se pregunta lastimeramente.

La nodriza que cuidaba del pequeñuelo sale de la casa, diciendo que volverá al instante. Al rato, el niño estalla en llanto por la ausente. Una intenta reconfortarlo con juegos y mimos, e incluso manda un mensaje a la nodriza conminándola a que regrese de inmediato. Entonces llega su respuesta: "Me temo que no pueda regresar esta noche". Esto no es sólo deprimente, no es menos que ¡detestable! Sin embargo, ¡cuán más desolado debe estar el joven que ha enviado un mensajero a buscar a una amiga y que aguarda en vano!

Es bastante tarde, por la noche, y una mujer ha esperado a un visitante. Al escuchar, finalmente, unos furtivos toques, manda a su doncella que abra la puerta mientras ella yace, agitada, esperando. Mas el nombre que su criada anuncia es el de alguien con quien ella no tiene en absoluto vinculación. De todas las cosas deprimentes ésta es, de lejos, la peor.

Con un gesto en el rostro de completa confianza en sí mismo, un exorcista se prepara para expulsar a un mal espíritu de un fiel que sufre. Entregando su varilla, rosario y otros artículos pertinentes a la espiritista que lo asiste, empieza a recitar sus ensalmos en el tono, particularmente chillón, que con esfuerzo emite desde su garganta en tales ocasiones. Pese a todos sus empeños, el espíritu no da señales de querer salir, y el demonio guardián no consigue tomar posesión de la espiritista.’ Los parientes y amigos del enfermo, que se han reunido en el aposento a rezar, hallan todo esto bastante infortunado. Luego de que él recitara sus encantamientos a lo largo de toda una ronda (dos horas), el exorcista se muestra extenuado. "El demonio guardián está por completo inactivo", dice a la espiritista que lo asiste, "puedes irte". Entonces, toma de vuelta el rosario budista y añade: "Bien, bien, no ha surtido efecto". Pasa su mano sobre su frente, luego bosteza profundamente, justo él, y se recuesta en un pilar a dormitar.

De lo más deprimente es la familia de un probable candidato que deja de recibir correo durante el período de los nombramientos oficiales. Al escuchar que el caballero tenía la certeza del éxito, mucha gente se había reunido en su casa para la ocasión; entre ella un número de vasallos que lo sirvieran en el pasado, pero que desde entonces o habían estado comprometidos en otra parte o se habían mudado a alguna provincia remota. Ahora, todos se muestran ansiosos de acompañar a su antiguo señor en sus visitas a santuarios y templos, y sus carruajes pasan de acá para allá por el patio. En el interior hay una gran conmoción pues los circunstantes se sirven de comer y beber. Empero, la alborada del último día de nombramientos llega y todavía nadie ha tocado a la puerta. La gente en la casa está nerviosa y aguza la oreja.

De pronto escuchan los gritos de los voceadores y se percatan de que los altos dignatarios dejan ya el palacio. Algunos de los criados que fueran enviados al palacio, la noche previa, para oír las nuevas, y que pasaran la noche aguardando, con frío, regresan ahora arrastrando los pies negligentemente. Los servidores que permanecieron fielmente al servicio del caballero, año tras año, no se atreven a preguntar qué pasó. Sus ex vasallos, en cambio, no son tan tímidos. "Decidnos", expresan, "¿qué nombramiento recibió Su Excelencia?". "En verdad", murmuran los criados, "Su Excelencia fue gobernador de tal y cual provincia". Todos habían contado con su logro de un nuevo nombramiento, y se hallan desolados por este fracaso.

Al día siguiente, la gente que se agolpara en la casa comienza a retirarse, deslizándose furtivamente en dúos y tríos. Los viejos servidores, sin embargo, no pueden alejarse tan fácilmente. Caminan inquietos por todo el recinto, contando con los dedos los nombramientos provinciales que estarán disponibles al año siguiente. ¡Patético y deprimente, en extremo!

Una ha enviado a un amigo unos versos que resultaron bastante buenos. ¡Cuán deprimente, cuando no hay como respuesta otro poema! Aun en el caso de los poemas de amor, la gente debería al menos responder que se sintió conmovida al recibir el mensaje, o algo de esa guisa, pues de otra manera causará la más aguda decepción.

Alguien a la moda, que vive en una casa bulliciosa, recibe un mensaje de una persona anciana, anticuada, que tiene muy poco qué hacer; el poema, por cierto, es arcaizante y aburrido. ¡Qué deprimente!

Una requiere un abanico particularmente bello para una ocasión especial e instruye a un artista, en cuyo talento tiene plena confianza, para que lo decore con una pintura apropiada.

Cuando llega el día y el abanico es entregado, una queda horrorizada al ver lo mal que ha sido pintado. ¡Oh, qué lúgubre!

Llega un mensajero con un obsequio a una casa donde ha nacido una criatura o donde alguien está por partir de viaje. ¡Qué deprimente para él si no obtiene ninguna recompensa! La gente debería siempre premiar al mensajero, aunque sólo portara bolitas de hierba o varas del día de la Liebre. Si nada espera, se complacerá particularmente al ser recompensado. De otra parte, ¡qué terrible decepción si él llega, con una apariencia de importancia en el rostro, su corazón batiendo anticipadamente, ante un generoso premio, para ver luego sus esperanzas hechas trizas!

Un hombre se ha mudado a una casa, como yerno, pero hasta ahora, luego de cinco años de matrimonio, el cuarto de partos ha permanecido en silencio, como en el día de su llegada.

Una pareja anciana, con varios hijos adultos e incluso algunos nietos gateando por la casa, duerme la siesta. Los hijos que los ven son abrumados por un sentimiento de desamparo, y para otra gente es todo tan deprimente.

Tomar un baño caliente cuando se acaba de despertar no es sólo deprimente, de veras a una la pone de mal humor.

Lluvia incesante el último día del año.

Una ha estado observando un período de ayuno diurno, pero se descuida un solo día: de lo más desolador.

Una veste interior blanca en el octavo mes.

Un ama de leche que se ha vuelto seca.

22. Tayumaruru-inono (Cosas cuyo fin una descuida)

Los deberes de un día de abstinencia.

Los asuntos que duran demasiados días.

Un largo retiro en el templo.

23. Hito ni anazuraruru-mono

(Cosas que se desprecian)

Una casa cuya fachada mire al norte.

Una persona cuya excesiva bondad conoce toda la gente.

Un viejo ya decrépito.

Una mujer frívola.

Una pared de barro desmoronada.

24. Nikuki-mono (Cosas odiosas)

Una está apurada por salir, pero el convidado se empecina en seguir conversando. Si es alguien sin importancia, una se puede librar de él diciendo: "Me debes contar todo acerca de esto, la próxima vez"; pero si se trata de un visitante cuya presencia exige la mejor conducta propia, la situación se torna odiosa en verdad.

Si una se da cuenta de que uno de sus cabellos se ha enredado en el tintero donde frotaba la barra de tinta, o aun más, que hay gravilla adherida a la barra de tinta y produce un chirrido raspante.

Alguien ha caído enfermo de repente, y una hace llamar al exorcista. Como él no está en casa, se tiene que enviar mensajeros en su busca. Luego de haber aguardado irritada, el exorcista llega finalmente y, con un suspiro de alivio, una le pide que comience con sus ensalmos. Pero, quizás, él ha estado exorcizando demasiados malos espíritus últimamente, pues no bien se ha instalado y comenzado a rezar, cuando su voz se torna somnolienta. ¡Oh qué odioso!

Un hombre que no tiene en particular nada recomendable discute toda suerte de temas al azar, como si lo conociera todo.

Una persona anciana, que se calienta las palmas de las manos sobre un brasero y se alisa las arrugas. Ningún hombre joven soñaría siquiera con comportarse de tal guisa; ¡los viejos pueden realmente ser muy desvergonzados! He visto algunas espantosas, viejas criaturas poner, efectivamente, sus pies cerca al brasero, frotándolos luego contra el borde, mientras hablaban. Este es el tipo de gente que al visitar la casa de alguien usa primero el abanico para apartar el polvo de la esterilla y, cuando finalmente se sienta sobre ella, no puede permanecer quieto sino que se la pasa estirando el frente de su veste de caza, o incluso lo arremanga bajo sus rodillas. Se podría suponer que tal conducta se restringe a la gente de ínfima extracción, pero la he observado también en gente bastante bien educada, incluso en un secretario decano del quinto rango en el despacho de ceremonial y ex gobernador de Suruga.