El secreto de Charlotte - Margaret Way - E-Book

El secreto de Charlotte E-Book

Margaret Way

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Beschreibung

Charlotte Prescott se quedó petrificada al descubrir quién era el nuevo propietario de su antiguo hogar: Rohan Costello. Rohan era el príncipe azul de Charlotte, hasta que desapareció. Poco después, ella supo que estaba embarazada de él. Rohan seguía hecho pedazos por la mujer que él pensaba que lo había traicionado, Charlotte, anteponiendo el dinero al amor. Pero, contra todo pronóstico, Rohan se había convertido en millonario. Y aún había otra sorpresa más: un pequeño niño rubio de ojos azules.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2011 Margaret Way, Pty., Ltd. Todos los derechos reservados. EL SECRETO DE CHARLOTTE, N.º 2387 - marzo 2011 Título original: Wealthy Australian, Secret Son Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9846-1 Editor responsable: Luis Pugni

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El secreto de Charlotte

MARGARET WAY

CAPÍTULO 1

En el presente

ERA un día idílico para hacer una fiesta en el jardín. El cielo estaba azul, el sol inundaba el valle y una fresca brisa hacía más llevadero el calor. Árboles y flores llenaban el hermoso paisaje con la explosión de la primavera. Era un entorno maravilloso y los habitantes de Silver Valley se sentían orgullosos de vivir allí.

Sólo Charlotte Prescott, una viuda de veintiséis años con un hijo de siete, estaba dentro de casa. Parada delante de los espejos del vestidor, miraba al vacío desanimada. La primavera no suponía ninguna felicidad para ella, ni para su padre, ni para su precioso hijo Christopher. Ellos eran los desposeídos y nada en el mundo podría aliviarles el dolor de la pérdida.

Durante el último mes, desde que habían empezado a llegar las invitaciones, todo Silver Valley había estado esperando con ansiedad la llegada del Día de Puertas Abiertas: una fiesta campestre en los terrenos de la mansión colonial más grandiosa del valle, Riverbend. «Qué nombre tan hermoso, Riverbend», pensó Charlotte. Era una casa privada y su esplendor reflejaba la riqueza e influencia del hombre que la había construido a finales del siglo XIX, Charles Randall Marsdon, un joven adinerado que había llegado desde Inglaterra y había resultado ser un visionario, al ver en Australia una tierra de promesas. Charles Randall Marsdon se había convertido en un gran hombre de negocios y había llegado a la cima a gran velocidad.

Riverbend era una mansión de dos pisos con fachada georgiana, blancas columnas y grandes porches. Había pertenecido a la familia Marsdon, la familia de Charlotte, durante seis generaciones, pero por desgracia nunca pertenecería a su adorable hijo. Riverbend había dejado de ser de los Marsdon. La mansión, sus viñedos y sus campos de olivos, que habían sido descuidados después de la tragedia, habían sido vendidos a una empresa llamada Vortex. No sabían mucho de Vortex, sólo que había aceptado pagar sin rechistar el elevado precio que su padre había puesto a la casa. Aunque la fortuna de los Marsdon se había evaporado, Vivian Marsdon era un hombre orgulloso y sabía lo que valía su propiedad.

Meses después, el director de la compañía al fin iba a visitar el pueblo. Por supuesto, Charlotte y su padre habían sido invitados, aunque ninguno de ellos conocía a ningún representante de Vortex. La venta había sido llevada a cabo a través de los abogados de la familia. Parte del trato había sido que su padre pudiera hacer uso de la posada y que, a su muerte, formaría parte del resto de la finca. La posada había sido un garaje hacía muchos años, ampliado por el abuelo de Charlotte y convertido en una hermosa y cómoda casa de invitados. Allí era donde vivían en el presente los tres: padre, hija y nieto.

Su familia política, los padres de Martyn y su hermana Nicole, apenas tenía contacto con ellos. Se habían ido distanciando durante los dieciocho meses que habían pasado desde la muerte de Martyn. Su esposo, tres años mayor que Charlotte, había muerto en un accidente de coche. En el momento de la tragedia, había estado acompañado de una joven. Por suerte, ella había salido ilesa. Más tarde, se había sabido que la mujer había sido la amante de Martyn durante casi seis meses. Al parecer, Martyn no había encontrado lo que había necesitado dentro de su propio hogar.

Si hubiera sido una buena esposa, su muerte nunca habría tenido lugar, se decía Charlotte. Aquélla había sido la segunda mayor tragedia de su vida.

–¡Pobre de ti! –se dijo Charlotte ante el espejo–. ¡Has convertido tu vida en un desastre!

Lo irónico era que su padre también había fracasado en la vida, igual que ella. Vivian Marsdon tenía muchas limitaciones y la principal era su incapacidad para aceptar la responsabilidad de las cosas. Cuando algo salía mal, él siempre culpaba a otra persona, o al destino. La muerte del abuelo de Charlotte, sir Richard Marsdon, había marcado el comienzo del declive de la familia. Su único hijo y heredero no había sido capaz de tomar el relevo.

El padre de Charlotte había nacido sin la fortaleza de carácter de su abuelo, sir Richard, y sin su habilidad para los negocios. El dinero de los Marsdon había empezado a desaparecer rápido. Su padre había prestado oídos sordos al consejo de los contables y de los abogados de su empresa. Y, por desgracia, su falta de juicio casi había llevado a la bancarrota a la familia. Luego, había sucedido la gran tragedia.

Charlotte suspiró. Se había recogido el largo cabello y llevaba un vestido de seda con un solo tirante, de color verde lima. Por último, se puso una pamela de paja adornada con peonías de tela en color fucsia, que combinaba a la perfección con el vestido.

No era un vestido nuevo, pero sólo se lo había puesto una vez, para ir a las carreras con Martyn. Él siempre había esperado que ella cuidara al máximo su aspecto.

Martyn había sido, igual que el padre de Charlotte, un rico heredero que había podido hacer lo que había querido con su riqueza. Había querido casarse con ella desde que habían sido pequeños y una vez que lo había conseguido, Martyn se había dedicado a vivir sólo para el placer.

Lo cierto era que Charlotte no había estado enamorada de él. Había sentido afecto por él, eso sí, pero no amor romántico. Ella sabía bien lo que era el amor, lo que era la pasión.

A pesar de que habían pasado muchos años, seguía repitiéndose el nombre del hombre que se lo había enseñado.

Rohan.

–Mami, ¿estás lista? –llamó su hijo con ansiedad, sacándola de sus pensamientos–. El abuelo quiere irse.

Christopher, un guapo muchachito rubio con ojos azules, vestido con una camisa azul y pantalones grises irrumpió en la habitación.

–Vamos, vamos –le urgió el niño, tomándola de la mano–. Se le está poniendo la cara roja. Eso es porque le está subiendo la tensión, ¿no?

–No debes preocuparte, cariño –repuso Charlotte con calma–. La salud del abuelo es excelente. Además, tenemos tiempo.

Tras la muerte de Martyn, Charlotte y su hijo se habían mudado a vivir con el padre de ella. Sin embargo, ella sabía que debía forjarse una vida propia e independiente. ¿Pero dónde? Christopher amaba el valle. Era su hogar. Adoraba a sus amigos, su escuela, el paisaje y tenía un fuerte vínculo con su abuelo. Por eso, mudarse del valle era muy difícil, además de porque estaba sola con el niño.

Martyn no les había dejado dinero apenas. Habían vivido en casa de los suegros de Charlotte, en su enorme mansión. No habían tenido que preocuparse por ningún gasto pero, a cambio, el padre de Martyn había tenido todo el control del dinero.

–El abuelo lleva su propio horario –estaba diciendo Christopher–. Estás muy guapa con ese vestido, mami –añadió, orgulloso de su hermosa madre–. Por favor, no estés triste hoy. Me gustaría tener diecisiete años en vez de siete. Soy sólo un niño. Pero creceré y tendré mucho éxito. Así podré cuidar de ti.

–¡Mi caballero andante! –exclamó ella y lo abrazó–. ¡Vamos allá!

La fiesta en el jardín había empezado ya cuando llegaron. Riverbend nunca había estado tan bonito, pensó Charlotte, sabiendo que su padre estaría experimentando el mismo sentimiento de pérdida que ella. La mansión había sido reformada después de la venta. Estaba en perfecto estado, cuidada por un ama de llaves, un mayordomo y varios jardineros. Una joven de buen aspecto viajaba desde Sídney para visitar la mansión de vez en cuando y revisar las reformas. Ella la había conocido una vez por casualidad…

Charlotte había estado podando las rosas cuando la visitante inesperada, una morena de ojos oscuros vestida con un inmaculado traje de chaqueta y altos tacones, había aparecido allí.

–Buenas tardes, espero no molestar –había gritado la desconocida con tono imperativo.

–¿Puedo ayudarla? –había dicho Charlotte, sabiendo que la otra mujer podía estar confundiéndola con uno de los empleados.

La desconocida había intentado caminar sobre la hierba húmeda, pero los afilados tacones se le habían hundido en la tierra con cada paso.

–No lo creo –había negado la mujer con gesto antipático–. Por cierto, soy Diane Rogers.

–Bueno, hola, Diane Rogers –había saludado Charlotte.

–El nuevo dueño me ha encargado que supervise los progresos que se hacen en Riverbend. Había pensado echar un vistazo a la posada.

–La posada es propiedad privada, señorita Rogers. Estoy segura de que lo sabe.

–No creo que le importe que eche un vistazo –había insistido la otra mujer con tono autoritario.

–Ya le he dicho que es propiedad privada.

Si la intrusa hubiera intentado acercarse a ella de una forma más amistosa, Charlotte habría reaccionado de forma diferente.

–No es necesario que me apunte con la escopeta –había respondido Diane con una carcajada de desprecio–. Aunque supongo que es comprensible. No ha sido capaz de irse del lugar después de la venta, ¿verdad? Usted es la hija del dueño –había afirmado.

–¿Por qué dice eso?

–He oído hablar de usted, señora Prescott –había asegurado Diane con una sonrisa, como si hubiera conocido todos sus secretos–. Es tan bella como me habían dicho. Lo siento, no me gusta ser cotilla. Pero ser bella y rica no mantiene alejada a la desgracia, ¿verdad? He oído que perdió a un hermano cuando era niña. Y, hace poco, a su marido. Debió de pasarlo muy mal –había señalado Diane, impasible.

A Charlotte se le había revuelto el estómago. ¿Quién le había estado hablando a esa horrible mujer de ella? Quizá, había sido Nicole, la hermana de Martyn, que nunca se había llevado bien con ella.

–Estoy segura de que sabe muchas cosas, señorita Rogers –había respondido Charlotte con calma–. Ahora, si me disculpa, tengo cosas que hacer, como la cena, por ejemplo.

–¿Sólo para su padre y para su hijo?

Charlotte se había empezado a poner furiosa. ¿Por qué aquella intrusa era tan agresiva?, se había preguntado.

–Debo irme, señorita Rogers. Por favor, en el futuro, recuerde que no debe entrar en los límites de la posada.

–¡Como quiera! –había exclamado Diane, sintiéndose hondamente ofendida. Antes de irse, llena de rabia, había tropezado y acabado de rodillas en el suelo.

Todo el mundo se había puesto muy elegante para el Día de Puertas Abiertas. Las mujeres llevaban finos vestidos de gasa y pamelas para protegerse del intenso sol australiano. La madre de Charlotte siempre había insistido en que su hija se cuidara la piel con cremas protectoras. Pero su madre había cambiado mucho desde la tragedia. Se había divorciado de su padre dos años después. Se había mudado, encerrándose en su retiro de lujo en Melbourne. Poco a poco, había dejado de hablar con su familia, ni siquiera había mostrado ningún interés por su nieto Christopher. Sólo había existido un niño para su madre: el pequeño Matthew.

–Mami, ¿puedo irme con Peter? –preguntó Christopher, sacándola de sus tristes pensamientos.

Peter Stafford era el mejor amigo de Christopher. Los dos niños la miraban expectantes, sonrientes.

–No veo por qué no –repuso Charlotte, sonriendo–. Hola, Peter. Estás muy guapo –dijo, señalando su camisa de cuadros.

–¿Sí? –repuso Peter, sonrojándose, y se miró la ropa que llevaba.

–Mi mamá sólo quiere ser amable –intervino Christopher, dándole una palmadita en las costillas a su amigo.

–No, lo digo de verdad, Peter –aseguró Charlotte y miró por encima de los niños–. ¿Tus padres están ahí?

Peter asintió.

–Bueno, cariño, podéis iros. Pero ven a verme de vez en cuando para que sepa que estáis bien, ¿de acuerdo?

–Claro –dijo el niño y sonrió–. Si lo prefieres, Peter y yo podemos quedarnos contigo.

–¡Qué tontería! –replicó Charlotte–. Idos ya.

Antes de irse, Peter se volvió hacia ella.

–Siento mucho que Riverbend ya no pertenezca a su familia, señora Prescott –dijo el pequeño con ojos dulces–. Lo siento por usted y por el señor Marsdon.

Charlotte estuvo a punto de ponerse a llorar.

–Bueno, ya sabes lo que dicen, que todo lo bueno acaba, Peter. Pero gracias. Eres un buen chico.

Cuando los dos niños se alejaron, Charlotte se dijo que no debía deprimirse. Su padre estaba charlando con el alcalde, los dos parecían muy metidos en la conversación. El apellido Marsdon seguía mereciendo el respeto de todos.

Charlotte decidió dar un paseo por el jardín, sumida en sus recuerdos. La gran tragedia había hecho pedazos a su madre. Su padre, aunque presa del dolor, había conseguido sobrevivir.

¿Y qué le había pasado ella? Charlotte había crecido sabiendo que su hermano mayor había sido el favorito de su madre. Y no le había importado. Ella también había adorado a su hermano. Matthew había sido un niño muy alegre, un niño de luz. Y Rohan siempre había sido su mejor amigo. Rohan era hijo de una madre soltera del valle, Mary Rose Costello.

Mary Rose, huérfana desde pequeña, había sido educada por su abuela materna, una mujer estricta y modesta que había enviado a su hermosa nieta a un excelente colegio de monjas. Mary Rose, pálida y pelirroja, había sido considerada por todos una «buena chica». Sin embargo, siendo demasiado joven e ingenua, había decepcionado a sus mentores al quedarse embarazada. Aquello había sido el horror de los horrores: quedarse embarazada sin estar casada, ni siquiera prometida. Lo raro había sido que, en una comunidad tan pequeña y entretejida como la del valle, nadie hubiera podido averiguar el nombre del padre.

Mary Rose nunca se lo había confiado a nadie, ni siquiera a su decepcionada abuela. Pero, aunque nadie conocía la identidad del padre, todos habían estado de acuerdo en que debía de haber sido un hombre muy guapo. E inteligente. Rohan Costello había sido con diferencia el niño más guapo e inteligente del pueblo. Cuando la abuela de Mary Rose había muerto, les había dejado su casita. Mary Rose había trabajado como mujer de la limpieza en casa de los Marsdon y de los Prescott. También había sido costurera, muy buena. La madre de Charlotte le había animado a dedicarse a ello y había corrido la voz entre sus amigas. Así que los Costello habían sobrevivido, en parte, gracias al patronazgo de la madre de Charlotte.

Hasta que ocurrió la tragedia.

La gente estaba charlando en grupos en el jardín. Los niños jugaban al escondite en los arbustos o corrían por el césped. Todo el mundo parecía encantado de haber sido invitado. Había una carpa enorme con mesas con pequeños y deliciosos sándwiches, una variedad de pastelitos y copas de fresas con nata. También había allí vino blanco, zumos de frutas y refrescos.

Charlotte charló un poco con varias personas mientras atravesaba la multitud. Su sonrisa era fingida, pues no era fácil aparentar compostura y tranquilidad mientras la melancolía la inundaba. Pero tenía mucha práctica en ocultar sus sentimientos. Llevaba años ocultando su dolor. Durante años, había estado bajando a desayunar con los Prescott con una falsa sonrisa, después de haber tenido otra pelea con Martyn. En algunas ocasiones, él la había golpeado. Sin dejar marcas en ningún sitio visible, pues eso habría sido un escándalo para su familia, en especial, para el padre de Martyn.

El problema había sido que Martyn había querido de Charlotte lo único que ella no había podido darle.

Después de la muerte de Martyn y de que se conocieran las circunstancias escandalosas que habían acompañado al accidente, su padre la había invitado a vivir con él. Para su padre, ella había sido la salvación: una mujer que limpiara y cocinara para él. Así de machista era. Además, el viejo Marsdon adoraba a su nieto.

Charlotte dejó atrás sus recuerdos cuando oyó el ruido de un helicóptero a punto de aterrizar en la parte trasera del jardín. Todo el mundo estaba ansioso por conocer al nuevo dueño. Diez minutos después, un hombre con traje a medida y una rosa en el ojal, acompañado por la mismísima Diane Rogers, apareció por la puerta principal de la casa.

Incluso en la distancia, podía adivinarse que era un hombre fuera de lo corriente. Caminó con gracia por el porche y se detuvo en lo alto de las escaleras para contemplar a la multitud.

De inmediato, los invitados comenzaron a aplaudir con entusiasmo. ¡Al fin había llegado su anfitrión! ¡Y parecía todo un personaje! Todos estaban emocionados, sobre todo los niños, que habían observado embelesados la aparición del helicóptero.

Aquello no iba a ser fácil para su padre, pensó Charlotte.

El viejo, sin embargo, demostró su clase al adelantarse para saludar al nuevo dueño de la casa.

–Ven conmigo, Charlotte –pidió su padre–. Ahora estamos sólo tú y yo. Es hora de saludar al nuevo propietario. Sospecho que es mucho más que el director de la compañía compradora.

Charlotte complació a su padre.

–Vaya, es un hombre atractivo –comentó su padre en un susurro–. Y mucho más joven de lo que yo esperaba. Espera un momento… ¿no te suena de algo?

Charlotte no lo sabía. El sol le daba en los ojos y no podía verlo bien. Pero consiguió forzarse a sonreír. Todo el mundo los estaba mirando. Aquél era un día histórico. Los Marsdon, señores del valle, habían sido desplazados y se esperaba de ellos que actuaran con elegancia y aplomo.

Sin embargo, no fue así.

–Cielos, Costello, no puede ser –gritó Vivian Marsdon como un toro enfurecido.

Charlotte observó cómo su padre se ponía pálido. Estaba realmente sorprendido, algo muy raro en él.

–Buenas tardes, señor Marsdon –respondió el otro hombre y bajó las escaleras del porche con elegancia, para saludar–. Charlotte –añadió, mirándola a ella con sus penetrantes ojos azules.

Ella no pudo creerlo.

¡Rohan!

Conmocionada, Charlotte se quedó sin respiración, sintiéndose tan frágil y débil como un gatito recién nacido. Se llevó una mano a la sien mientras su cuerpo se tambaleaba hacia los lados. ¡No podía caerse! ¡Debía mantener la calma!

–¡Rohan! –dijo ella, sin aliento.

Charlotte lo conocía tan bien como a sí misma. Sin embargo, él no había dado señales de vida durante todo ese tiempo. No, hasta ese día. Era cruel, pensó ella. Pero era obvio que la intención de Rohan había sido sorprenderla. Ella lo adivinó por la expresión de su rostro. Él buscaba venganza.

–¿Cómo puedes hacerme esto, Rohan? –estalló Charlotte con tono lastimero. Entonces, todo a su alrededor se desvaneció, se sintió envuelta en una nube de niebla…

Unos brazos fuertes la sujetaron antes de que cayera, pero Charlotte no se dio cuenta. Había perdido el conocimiento.

–¡Mami... mami! –gritó Christopher, corriendo hacia ella, presa del pánico.

Su abuelo lo perseguía con furia, intentando detenerlo. Pero Christopher lo burló con un único objetivo en mente: seguir a aquel extraño que llevaba a su preciosa mamá en brazos al interior de la casa.

Todos los presentes, sorprendidos, repitieron su nombre. Rohan Costello. ¡Era el nuevo propietario de Riverbend!

CAPÍTULO2

Silver Valley, un verano hace catorce años

ERA una de esas tardes interminables de finales del verano… Corrieron de la piscina de la mansión al río. Sabían que no habían pedido permiso, pero nadie les había prohibido nunca bañarse en el río. Después de todo, su padre había mandado hacer un trampolín de madera en el muelle para que se divirtieran.

Ella tenía doce años y era la única niña que formaba parte de la pandilla de los Cuatro, como los llamaban en el pueblo. Los tres niños eran amigos inseparables: su hermano mayor, Mattie, Rohan, hijo de la señora Costello, y Martyn Prescott. Charlotte era su musa.

Y, aunque nunca se lo había confesado a nadie, estaba enamorada de Rohan. Él era su caballero andante y le encantaban las tiernas miradas que le lanzaba. En los últimos días había surgido una extraña tensión entre ellos. En un par de ocasiones, ella había tenido ganas de besarlo. Sin duda, era prueba de que se estaba haciendo mayor…

Rohan fue el primero en llegar al agua ese día y los llamó desde el centro del río, bañado por el sol.

–¿Qué te detiene? –gritó Rohan, mirando a Charlotte–. ¡Vamos, Charlie, tú puedes ganarlos a ellos!

¡Era un encanto ese Rohan! Incluso a la madre de Charlotte le gustaba, ella solía decir que le parecía un niño extraordinario y un buen amigo para su hijo Mattie.

Su madre solía ser muy protectora con Mattie. Charlotte siempre había sido una niña sana, pero Matthew sufría asma desde muy pequeño y aquello llenaba de ansiedad y preocupación a su madre.