Un malentendido - Siempre fuiste tú - La aventura más arriesgada - Margaret Way - E-Book

Un malentendido - Siempre fuiste tú - La aventura más arriesgada E-Book

Margaret Way

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Beschreibung

Ómnibus Jazmín 566 Un malentendido Margaret Way Cuando Lang Forsyth descubrió a su socio cenando con la que obviamente era su amante, supo que debía tener cuidado; sobre todo porque él también sentía algo por aquella bella mujer... Ni siquiera cuando se enteró de la verdad pudo dejar a un lado toda su desconfianza. Estaba seguro de que Eden Sinclair no podía ser tan inocente como aparentaba. Lo único que podía hacer era acercarse más a ella y tratar de descubrir todos sus secretos... Siempre fuiste tú Madeline Baker El sexy Ethan Stormwalker había jurado no volver a dirigirle la palabra a su ex novia, Cindy Wagner, pero cuando esta apareció en su rancho ataviada con un vestido de novia... y sin novio a la vista, todas las promesas quedaron olvidadas. Como también parecía olvidada la muchacha que le había roto el corazón: la que ahora tenía enfrente era una mujer irresistible. Cindy Wagner no había conseguido olvidar a Ethan y, con solo mirarlo a los ojos, desaparecieron todos aquellos años de doloroso silencio. Pero el amor de Ethan tenía un precio: tendría que abandonar la vida que su familia deseaba para ella... La aventura más arriesgada Melissa McClone Durante dos semanas estuvieron atrapados en aquella isla tropical, donde tuvieron que enfrentarse a tremendas experiencias para poder ganar el gran premio; pero para el ejecutivo Cade Armstrong Waters, lo más difícil era aguantar los caprichos de su compañera, Cynthia Sterling. Sin embargo, no tardó en ver en ella una serie de irresistibles encantos que hacían que se muriera de ganas de abrazarla… Pero por mucho que lo hubiera ayudado a curar su corazón, Cade no tenía la menor intención de renunciar a la soltería. Y eso significaba que tendría que alejarse de ella, lo cual se convertiría en la prueba más dura de todas.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 566 - octubre 2023

 

© Margaret Way, Pty., Ltd 2002

Un malentendido

Título original: Mistaken Mistress

 

© 2003 Madeline Baker

Siempre fuiste tú

Título original: Dude Ranch Bride

 

© 2003 Melissa McClone

La aventura más arriesgada

Título original: The Wedding Adventure

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1180-517-9

Índice

 

Créditos

Un malentendido

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Siempre fuieste tú

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Epílogo

La aventura más arriesgada

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Owen Carter llevaba más de veinte años intentando olvidar que tenía una hija. Ni siquiera la había visto hasta ese fatídico día lluvioso. Nadie había previsto que Cassandra muriese trágicamente a los cuarenta y tres años. Atormentado por los recuerdos, acudió a su funeral y no pudo dejar de mirar ese rostro tan parecido al de Cassandra que lo impelía a acercarse. Estuvo a punto de ir, pero no se atrevió.

Su hija era igual que su preciosa Cassandra. La misma mata de pelo negro y sedoso, los mismos ojos azules, violeta. En Cassandra, el color dependía de la ropa que llevara, así como de su humor. En aquel día triste, con lágrimas en las mejillas mientras miraba el féretro de su madre, la joven tenía los ojos de un azul muy intenso. La piel era muy blanca y contrastaba de manera sorprendente con el pelo. Nunca se habían visto, pero él la habría reconocido en cualquier lugar. Era Cassandra, que había vuelto a él.

La miraba tan fascinado que ella debió de notarlo, pues se volvió bruscamente, como si se sintiera observada. Fue una mirada sincera y directa, muy propia de Cassandra. Owen dejó escapar un gemido y encogió los hombros como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago. Era su hija. El gran amor de su vida, tan oculto en su corazón, floreció de repente. Ya nada lo detendría.

Las había encerrado a ambas, a Cassandra y a Eden, en su corazón, creyendo de alguna forma proteger a su hija. Pero decidió que ya había terminado todo, mientras se disponía a aceptar el desafío. «Es mía», pensó de forma triunfal. «Mi carne y mi sangre. Mi hija. La hija que me fue negada.» «Escúchame, Cassandra», gritó en silencio, dirigiendo sus pensamientos al ataúd. «Es mi hija. He venido a llevármela a casa.»

Capítulo 1

 

Lang y Owen salieron juntos de la reunión.

–Ha ido bien –comentó Lang con satisfacción.

–Si ha ido bien, es gracias a ti –admitió Owen con cariño–. Creía que yo era un negociador duro, pero me has superado. Ahora eres tú el jugador principal.

–Pero ¿no era eso lo que querías?

Lang miró de reojo la cara de su socio. Parecía tan en forma como siempre, y de hecho lo estaba. Owen era un hombre atractivo y con gran éxito, en la flor de la vida, pero estaba perdiendo su gancho. Durante los últimos seis meses parecía no dejarse llevar ya por su enorme interés por los negocios. A Lang le parecía extraño, igual que sus viajes mensuales a Brisbane, la capital del Estado. Owen Carter no respondía ante nadie. Ni ante él, que había sido su protegido y actualmente era su socio, ni ante Delma, su mujer. Lang había notado un gran cambio en su relación con Owen, y aquello lo apenaba. Hacía más de diez años que había solicitado un empleo en Carter Enterprises, recién licenciado con excelentes calificaciones y la medalla de oro de la universidad. Enseguida se aseguró el puesto por encima de una docena de aspirantes mayores que él y muy cualificados. A Lang le gustaban la emoción de los grandes negocios y las empresas arriesgadas tanto como a Owen. Sabía que podría hacerse cargo de cualquier cosa que le pidiera su jefe. Y este lo hacía; le había caído bien y confiaba en él. Se entendían el uno al otro. En la actualidad era prácticamente un miembro de su familia.

Tenía que haber algo. Todos habían notado el gran cambio experimentado por Owen, pero ni siquiera Delma se había atrevido a preguntar. De no ser por su excelente aspecto, habrían sospechado de alguna enfermedad. El otro único posible motivo para todos aquellos viajes era una aventura amorosa, lo cual era bastante absurdo. En los doce años que llevaba casado con Delma, muy atractiva y diez años menor, Owen nunca había mirado ni siquiera de soslayo a ninguna otra mujer, a pesar de que había muchas que lo deseaban. El hecho, admitido por ella misma, era que Delma había seguido una estrategia para conseguir a Owen. Lo había convencido de que necesitaba una mujer y un heredero, y que ella era perfecta.

El matrimonio resultó ser duradero, aunque no podía hablarse de un matrimonio feliz. Era un hecho no reconocido de puertas afuera, pero siempre latente. Con un esposo poco ardiente y siempre preocupado por los negocios, Delma se había dejado llevar por pequeños devaneos amorosos. Owen nunca había sido muy extrovertido ni el tipo de persona que engañaría a su mujer. Pero últimamente estaba muy misterioso. Seguirlo habría sido un terrible insulto, pero Lang se descubría muchas veces pensando en qué sería lo que estaría ocurriendo con Owen.

Salvo de su vida anterior a su traslado al norte, Owen hablaba de todo con su socio. Lang siempre había pensado que debía de haber sufrido algún duro golpe en la juventud, del que nunca había sido capaz de recuperarse. Probablemente se llevaría a la tumba todos sus secretos.

A Lang nunca le había importado la atracción que provocaba. A él le importaba el éxito. Lo había perseguido siempre, traumatizado por la caída financiera de su padre, quien había perdido la finca familiar, Marella Downs. Marella era una propiedad muy valiosa, de diez mil kilómetros cuadrados, al oeste de la Gran Cordillera Divisoria. Los Forsyth habían vivido durante más de cien años en aquella maravillosa tierra sureña, hasta que su padre la perdió tras una serie de descalabros financieros.

Su padre había muerto, incapaz de sobrellevar no ya la adversidad, sino la carga de culpa que se había impuesto por perder la herencia familiar. No había vivido lo suficiente para ver a su hijo sobreponerse poco a poco de las adversidades. Pero su madre, Barbara Forsyth, sí, y residía de nuevo en Marella Downs.

Lang había convertido en su proyecto de vida volver a comprar la finca. Por el momento le resultaba imposible hacerse cargo de ella, pero su hermana Georgia y el marido de esta, Brad Carson, un amigo de la infancia, la gestionaban con mucha eficacia. Lang tenía la intención de comprársela cuando llegara el momento, pero aún faltaba mucho. Mientras tanto, los Forsyth habían vuelto a Marella Downs con una nueva generación de la que cuidar, en la forma de Ryan Forsyth Carson, de seis años, su sobrino y ahijado.

Lang y Owen almorzaron en el club y se relajaron con una excelente comida, servida con muchas florituras por el camarero que los atendía siempre. Hablaron relajadamente. Había sido así desde el primer día, pero aquella vez Owen evitó hablar de negocios, lo cual era extraordinario. En su lugar, se concentró en sus intereses extralaborales, como la pasión que ambos compartían por los barcos y la pesca. Después de todo, tenían las fantásticas aguas del Gran Arrecife de Coral a la puerta de casa.

–¿Puedes ver a Arthur Knox por mí esta tarde, Lang? –preguntó Owen con reparos–. Tengo cosas que hacer.

–Sin problema. ¿Nos vemos para cenar?

Ambos se alojaban en el mismo hotel. Por una vez, a Owen se le veía en la mirada que estaba disimulando.

–Me encantaría, Lang, pero he quedado en cenar con el viejo Drummond. ¿Te acuerdas de él?

–¿El juez Drummond?

–Ese mismo.

Parecía una excusa. De hecho, a Lang le parecía que lo había ensayado.

Una vez en la calle, se despidieron. Lang se dirigió al despacho de Knox. Mientras esperaban en la puerta del club habían pasado muchas jóvenes bonitas, pero Owen no se había girado a mirar a ninguna. Lang se preguntaba por qué en aquel momento le estaba preocupando que su socio se hubiera involucrado de algún modo con una mujer. Una mujer que, además, lo había atrapado bien. Pensó que aquello, sin lugar a dudas, era un problema. Se preguntaba si sería una tonta aventura típica de la mediana edad, con un matrimonio que se podía romper. El pequeño Robbie, totalmente consentido por su madre, adoraba igualmente a su padre. Un matrimonio roto trastornaría su niñez. Y él también se vería envuelto, e incluso tendría que tomar partido.

 

 

Lang buscó el anonimato de un restaurante en lugar del comedor del hotel. La encantadora recepcionista le había recomendado uno y le había hecho la reserva. Vestido con un traje italiano ligero confeccionado con la mejor lana de Australia, bajó en el ascensor al opulento vestíbulo para salir a la calle. El portero le preguntó si deseaba un taxi, pero le pareció ridículo para una distancia tan corta. La recepcionista le había indicado cómo llegar.

El restaurante era nuevo o había sido reformado por completo, ya que no lo recordaba de sus paseos por la ciudad. Tenía mucha categoría, quizá incluso demasiada. Quería estar tranquilo, tenía mucho que pensar. El maître le consiguió una mesa apartada muy agradable. No había mucha gente; los que había eran discretos hombres de negocios con sus parejas, novias o esposas.

En una mesa al lado de la ventana, se decidió por una langosta seguida de cordero lechal. Pidió además un martini seco de aperitivo y una botella de vino para la cena. Pensó que era un lugar muy agradable, bastante cerca del hotel. Se preguntaba qué estaría haciendo Owen. Aunque muy docto en leyes, Gordon Drummond era un hombre austero con hábitos austeros, y sin ningún sentido del humor; desde luego, no era una compañía muy entretenida.

Tras una comida exquisita, estaba mirando los postres. El camarero esperaba, listo para tomar nota, pero al levantar la vista, Lang vio algo que lo dejó traspuesto. Vio que estaban acomodando a Owen en una mesa. Delante de él iba la joven más preciosa que había visto en su vida, y había visto muchas mujeres atractivas. Era alta, muy esbelta, y tenía una mata de pelo sedoso color azabache, con los rizos sobre los hombros, remarcando el óvalo perfecto de su cara. Pero lo más impresionante eran los ojos. Desde aquella distancia parecían morados. Estaba seguro de que nadie tenía los ojos morados, así que pensó que quizá fueran de un azul muy intenso. La chica era de rasgos delicados. Pero a pesar de toda su belleza y la elegancia del vestido, no era precisamente admiración lo que sentía, sino más bien reprobación.

Aquella era la misteriosa mujer con la que salía Owen, el catalizador que había terminado con todos sus traumas del pasado. No podía dejar de mirarla. Sin buscarla, había encontrado a la misteriosa amante. Ella tenía que ser la respuesta al gran cambio. Lang nunca había visto ningún atisbo de emoción en la cara de su amigo. Pero en aquel momento la veía. Owen se había enamorado por completo de una mujer que podría ser su hija y aquel pensamiento lo llenó de consternación.

Pensaba en cómo podría competir Delma con aquella mujer. La esposa de Owen era una mujer muy llamativa que sabía sacar partido a su belleza. Lang era consciente de que nunca se había sentido muy segura en su matrimonio, ya que ella misma se lo había confiado, pero Owen siempre le había dado cualquier cosa que ella y su hijo hubieran querido. Cualquier cosa salvo su corazón. Era Delma quien luchaba por mantener su matrimonio a flote. Lang nunca había visto a Owen tan feliz, tan triunfante, como en aquel instante, como si estuviera en posesión de un gran secreto.

Owen era un hombre muy aparente. Tenía una cabellera espesa y oscura, rasgos fuertes, nariz estrecha y ojos oscuros. Por desgracia, nunca había amado a su mujer, pero en aquel momento tenía la palabra «amor» escrita en la cara, mientras se cambiaba a una mesa para dos aislada junto al ventanal. Estaba totalmente encaprichado y seducido por la joven que lo acompañaba.

Owen se sentó de espaldas a él, por lo que Lang podía observar libremente la forma en que la joven clavaba los ojos en su socio mientras este hablaba. Ni una sola vez se distrajo o echó un vistazo a la sala, como solía hacer la gente. Parecía que ella también estaba embelesada. Lang no comprendía qué estaba pasando. Por mucho que sus sospechas lo hubieran preparado, estaba atónito de ver a Owen con aquella mujer, que aparentaba veintipocos años.

Se preguntaba dónde y cómo se habrían conocido. Owen pidió champán. El mejor. Lang vio al camarero sacar la botella del hielo y llenar las copas. Le parecía un poco indecente observarlos de aquella forma, pero no podía evitarlo. Brindaron antes de beber. Mientras lo hacían, la chica sonreía con los ojos a Owen. Le refulgía la mirada, joven y tierna. Probablemente hacía sentir a Owen de nuevo con veintidós años. Su socio no los tenía. Tenía más del doble. Pero el Owen que estaba allí actuaba de una forma totalmente desconocida.

Parecían tener mucho de que hablar. Vio a Owen agarrarle la mano varias veces a su acompañante. Vio también la fuerza con que la sujetaba.

De repente, se disgustó. Consigo mismo por estar allí sentado como un voyeur y con Owen por engañar a su mujer y a su hijo. Estaba aún más furioso con la joven. Esta tenía que saber que Owen estaba casado, se lo tenía que haber dicho. Si estaban tan unidos, ella se lo debía haber preguntado. O quizá Owen había mentido. Quizá le había dicho que era viudo o divorciado. O quizá no le importaba. Owen era muy rico.

La aparición de ambos le había arruinado la noche. Llamó al camarero y le preguntó si había alguna forma de salir del restaurante discretamente. Le explicó que en la entrada había una persona a la que prefería no ver.

Pagó con la tarjeta y mientras esperaba a que volviera el camarero comenzó a repicar con los dedos sobre la mesa.

Se podría pensar que el oído de la chica era tan agudo que captó los golpes. O tal vez la forma en que la miraba era tan intensa que había captado su atención. En cualquier caso, lo sorprendió desprevenido. Los ojos preciosos y luminosos de la joven estaban mirando directamente a los suyos. También abrió la boca en un suspiro, como si hubiera leído la reprobación en los pensamientos de él. Se sonrojó. La leve sonrisa que antes iluminaba su cara había desaparecido. Lang vio todo aquello en un instante de apabullante claridad, aunque había entornado los ojos como si la luz del restaurante fuera demasiado brillante. Se dio cuenta, muy a su pesar, de que podría compartir con Owen su enamoramiento. No solo le parecía bonita, sino además muy refinada. Fresca, inocente, perfecta. Aquellas cualidades contradecían su personalidad. Lang no intentó retirar la mirada, incapaz en aquel momento de suavizar la hostilidad que era consciente de estar emanando. Parecía que la atmósfera creada entre la chica y él hubiera absorbido todo el ruido del comedor. Podría jurar que había captado su aroma. Pero no había nada desafiante en la expresión de la joven. Más bien parecía tan vulnerable que era como si su mirada estuviera haciéndole daño.

Entonces ella apartó la vista y rompió el contacto visual, como si el impacto fuera demasiado fuerte. Volvió la cabeza para mirar la noche estrellada, con las luces de la ciudad reflejadas en el río ancho y profundo.

Durante un momento, Lang temió que Owen, tan protector con ella, se volviera para seguirle la mirada. Pero aún estaba leyendo la carta. El camarero regresó y Lang se levantó de golpe, sin querer reconocer que aquel breve intercambio lo había desconcertado. Pensaba que algunas mujeres podían embrujar a un hombre, y aquella era una de ellas. Siguió al camarero hasta una salida trasera, a través de las cocinas. Habría trepado al tejado con tal de no encontrarse con Owen y su hermosa acompañante.

Mientras caminaba por el callejón, no pudo evitar hacer comparaciones entre la joven y Delma. Delma tenía el estilo y la particular confianza en sí misma de una mujer madura, pero el joven rostro que había visto era inolvidable.

 

 

Aquella noche durmió mal, seguro de dos cosas. Owen nunca se iba a deshacer de la chica, y él no podía hacer nada.

Estaba saliendo de la ducha cuando sonó el teléfono. Rápidamente, se puso el albornoz del hotel sobre los hombros. La voz profunda y dinámica de Owen lo saludó.

–¿Qué tal te va, amigo?

–Con muchas ganas de llegar a casa.

–Seguro que te encanta el sitio –rio Owen, obviamente de muy buen humor–. Escucha, sé que te he pedido mucho últimamente, pero hay un par de cosas de las que necesito que te encargues hoy. Quiero hacer un viaje rápido a la Costa Dorada. Hay un tipo allí con un yate a motor que quiero ver. Por lo que parece, está muy bien.

–¿Y qué le pasa al Delma? –preguntó tratando de suavizar lo afilado de su tono.

–Nada, nada. Lo podría poner a la venta hoy mismo y me lo quitarían de las manos. El yate está fabricado a mano por los mejores artesanos italianos. Material de primera calidad y lo último en equipamiento. Me gustaría que vinieras también, pero en este viaje el tiempo nos apremia.

«Por supuesto», pensó él con pena. Estaba seguro de que Owen pretendía llevar a su novia y pasar el día disfrutando de los placeres del océano.

–Entonces ¿qué es lo que quieres que haga?

–Podrías ver a Rod Burgess por mí. De todas formas, te llevas con él mejor que yo. Y si puedes haz una llamada de cortesía al patriarca, Brierly. Ya sabes que aún tiene participaciones en algunas de nuestras propiedades. También le gustará verte; le caíste bien al viejo Brierly. Hazlo por mí. Quiero que sepas que lo mejor que he hecho en mi vida fue escogerte como socio.

–Y yo te reconozco como mi mentor. ¿A qué hora esperas regresar? Nuestro vuelo de vuelta es a las nueve de la mañana. Eso significa que tenemos que estar en el aeropuerto a las…

–No te pongas nervioso –se rio Owen–. Por cierto, tengo muy buenas noticias para ti. Es todo cuanto he estado buscando. Durante toda mi vida, por lo que parece.

–Suena como si te hubiera hecho muy feliz.

Intentaba que no se le notara la tristeza. Él no era nadie para juzgar a Owen, quien había sido como un padre para él. Aun así, se le tensaron los músculos del cuello mientras esperaba que su amigo continuara.

–La respuesta es un grandísimo «sí» –dijo Owen –. Pero te lo contaré más adelante. Lleva su tiempo. Hace mucho que te lo quiero decir, pero todavía no he encontrado el momento. Esto ha cambiado mi vida, Lang. No sabía que fuera posible disfrutar tanto. Quiero contárselo a todo el mundo. Quiero proclamarlo.

–¿No me puedes adelantar algo ahora? –prácticamente era un ruego.

–Me encantaría, compañero. Sé que tú me entenderías. Te quiero como a un hijo, aunque no lo eres, gracias a Dios. Tengo planes para ti. Entiendo por qué la gente te respeta tanto.

–Oye, ¿qué es todo esto?

–La vida es demasiado corta para no decir lo que sentimos de verdad –exclamó Owen mostrando, de forma extraña en él, sus emociones–. Escucha, amigo, llaman a la puerta. Me tengo que ir. He alquilado un coche. Te veré esta noche para cenar. Quiero que conozcas a alguien. ¡Ya voy! ¡Ya voy! Nos vemos, Lang.

–Hasta luego. Ve con Dios.

No sabía por qué había dicho aquello, sonaba demasiado sombrío. Casi como un final. Mientras colgaba, buscó la respuesta. Quizá era debido a la tensión a que estaba sometido. Quizá era porque temía por su amigo. Alguien como Owen, un hombre maduro tan enamorado, podía sufrir mucho si las cosas salían mal. Y además estaban Delma y Robbie. Lang pensaba que un niño necesitaba a su padre, y que su amigo debería saberlo.

 

 

Burgess, el hombre con quien debía reunirse, era un empresario del sector turístico con mucho éxito. Le encantó ver a Lang y, al cabo de un rato, derivó la conversación de negocios para hablar de cricket. Se despidieron de forma muy amistosa y Rod le dio recuerdos para Owen.

Lang decidió comer algo antes de ver a Sir George Brierly. En la habitación de Owen había información que quería enseñarle, así que pensó en pedir la llave en cuanto llegara al hotel. Todas aquellas preocupaciones lo estaban agotando, pero su filosofía de trabajo era continuar y concentrarse en lo que le quedaba por hacer.

En recepción le dieron la llave de Owen sin preguntar. El director los conocía muy bien a los dos, y sabía que eran muy buenos amigos además de socios. Usó la llave de seguridad del ascensor para llegar al último piso. Era la primera vez que Owen disponía de una suite. Normalmente se conformaban con una habitación normal; a fin de cuentas, pasaban muy poco tiempo en ella. Otra vez acudieron a su mente los oscuros pensamientos. Pensó si sería aquel el nidito de amor de Owen cuando iba a la ciudad. Luego lo descartó; no pensaba que su amigo se fuera a exponer a sí mismo o a su joven amante de aquella forma.

La suite era muy espaciosa y cómoda, elegante, un hogar para los estresados hombres de negocios lejos de su propio hogar. Se dirigió al escritorio que había al otro lado de la pared. Enseguida vio la carpeta que necesitaba. En ella había fotografías en color, bocetos y planos aún en la fase preliminar de un proyecto nuevo muy prometedor, un conjunto de veinticinco villas de lujo que pretendían construir en la costa Hibisco. El complejo iba a tener un puerto deportivo privado, una piscina frente al mar y vigilancia día y noche. El año anterior habían ganado la medalla de platino en los premios al Mejor del Nuevo Milenio. Estaba hojeando la carpeta cuando oyó un ruido en la habitación principal. Frunció el ceño y dudó si sería posible que estuvieran limpiando. Con la carpeta en las manos, se encaminó hacia el pasillo.

–¿Hola?

Sabía que iba directo a encontrarse con el amor de la vida de Owen, y no estaba preparado para ello. Entonces ella salió de la habitación; parecía molesta incluso antes de haberlo visto. A Lang le resultó obvio que había estado vistiéndose. Pensó que probablemente habría pasado la mañana en la cama. Luego observó la sedosa maraña negra de rizos que le caían sobre los hombros, pequeños tirabuzones aún mojados de la ducha. Estaba descalza. Lang levantó la vista y vio que los ojos eran azul oscuro, el mismo color que el vestido. Al igual que la noche anterior, estaba temblando. Tuvo que admitir que sentía algo parecido a la violencia. No lo deseaba, pero no pudo evitarlo. Despreciaba a aquella mujer profundamente, pero se dio cuenta de que quería verla otra vez. Aquello lo dejó paralizado.

–¡Usted!

–Lo siento –dijo él con voz cortante–. No me había dado cuenta de que había alguien. Soy Lang Forsyth, el socio de Owen.

–Ya. Owen me ha hablado muchísimo de usted.

–Ya. Me tengo que ir.

Lang sintió que tenía que salir de aquel lugar antes de que le preguntara qué pensaba sobre ella. Aquello sería demasiado para él. Sería su final con Owen.

–Por favor –la llamada lo hizo parar un instante–. Usted estaba anoche en el restaurante.

–Quería estar a solas. No es necesario que se lo diga a Owen. No tenía intención de molestar.

–Me miraba como si me odiara.

La luminosa mirada de la chica lo desarmó un segundo.

–¿Cómo iba a odiarla? Si es una completa desconocida.

–A no ser que tenga un motivo. Su reacción fue demasiado fuerte.

–¿Qué está haciendo aquí en su habitación? –rio con dureza–. Medio vestida.

Lo maravillaban el color y la textura de su piel.

–Soy una mantenida, ¿no?

–Perdóneme si no soy tan cortés como le gustaría. Lo único que puedo pensar es qué va a pasar a partir de ahora.

–¿No me quiere en la vida de Owen?

–Sin dudarlo, no –contestó agitando la cabeza.

–Pues estoy en ella, señor Forsyth. Ya se ha confirmado mi posición. Owen me quiere.

–Capricho –la cortó–. Owen está totalmente obnubilado por su belleza.

–Ya la había visto antes.

–¿De qué está hablando? ¿Qué trucos está usando?

–Ningún truco –contestó ella amablemente–. Si me permitiera solo un momento para justificar mis actos…

–Lo siento –contestó Lang–. Necesitaría todo el tiempo del mundo.

–Se aventura usted en un terreno peligroso, señor Forsyth –le advirtió ella desde detrás.

–¿No cree que ya lo he pensado? –preguntó desde la puerta–. Se ha entrometido en la vida de Owen, pero no es mi relación con él lo que más me molesta. Ni el hecho de que pueda terminar. Es Owen quien me preocupa. Owen y su familia.

–Qué motivos tan puros, qué altruista es usted.

–Al contrario que usted.

–Creo que será mejor que se vaya –afirmó ella, ruborizada.

–Eso pretendo. Por lo que me ha dicho antes Owen, creo que pretendía presentármela esta noche. Creo que no va a ser posible.

–Dejaré que sea Owen el que te convenza –dijo ella en voz baja–. Yo no tengo el más mínimo deseo de hacerlo.

Capítulo 2

 

La primera vez que Eden puso los ojos en los de Owen fue en el funeral de su madre. No tenía la menor idea de quién era o del importantísimo hecho de que él, y no Redmond Sinclair, era su verdadero padre. Owen había sido el novio de su madre hacía más de veinte años, cuando Cassandra y él eran jóvenes.

Había sido la forma de mirarla de Owen lo que había captado su atención. Del mismo modo en que la noche anterior lo había hecho la mirada punzante de Lang Forsyth en el restaurante. Ahora sabía quién era. El gran amigo y socio de Owen. Su padre lo había descrito como un chico magnífico y brillante. Un hombre con muchas virtudes: culto, refinado, ambicioso… La clase de persona que a uno le gustaría tener de su parte.

Se tapó con las manos el rubor de ira que le subía por las mejillas al revivir el incidente que tanto la había afectado. Estaba convencida de que había pensado que era la amante de Owen. Aún podía ver su mirada gélida y dura como el diamante. Podía escuchar su voz vibrante e inflexible, sin ningún rastro de dulzura. Se conformó pensando que pronto conocería la verdad. Aunque no pensaba perdonarle su desprecio. Ya había padecido suficiente angustia por lo sucedido recientemente, aunque siempre había adorado a su madre. No le había resultado fácil aceptar que Owen fuera su verdadero padre, y no Redmond Sinclair, a quien ella siempre había llamado «padre». Nunca habían estado tan unidos como para llamarlo «papá». Redmond Sinclair nunca mostraba sus sentimientos, ni siquiera en el funeral de su mujer.

Por fin Eden entendía lo que había en el fondo de la desconfianza que su supuesto padre había mostrado siempre hacia su madre. El miedo a que un día lo abandonara. Echó la vista atrás y se dio cuenta de que había vivido siempre con una carga de sospecha que lo había envenenado. Aquel descubrimiento le hizo comprender sus reservas hacia ella. En el fondo, Redmond Sinclair sabía que no era hija suya, pero el gran parecido con su madre, la mujer a la que él amaba aunque Cassandra nunca lo hubiera correspondido, lo disuadía de rechazarla rotundamente. Aquello y el hecho de que siempre se había esforzado por contentar a su suegro, que tantos hilos había movido para favorecer su carrera como abogado.

La muerte de la madre de Eden había destrozado a su abuelo. En los seis meses siguientes su salud empeoró muy rápido. Parecía que no quisiera sobrevivir a su única hija, o que pensara que no lo merecía. Eden sabía desde niña que el matrimonio de sus padres no era feliz, y con el paso de los años había deducido que tenía algo que ver con que su madre hubiera obedecido a su padre a la hora de elegir marido.

Eden se hundió en el sillón para tratar de recuperarse del impacto que había supuesto la entrada de Lang Forsyth en su vida. El día había comenzado muy bien. Había preferido quedarse en la ciudad antes que volver al hogar «familiar», donde ya no se sentía querida ni necesitada. En aquellos días, sentía que solo representaba un amargo recuerdo para Redmond Sinclair. Su verdadero padre, Owen, le había dejado la habitación principal de la suite y él había dormido en el cómodo sofá-cama de la sala. Se había ido temprano a ver un yate que le interesaba mucho en la Costa Dorada. Ella pretendía pasar el día de compras en la ciudad y comer con una amiga. Owen pensaba volver a media tarde y lo tenía todo planeado. En la cena le iba a presentar a su gran amigo y compañero, Lang.

Pero parecía que los planes se le estropeaban. Lang había dado con ella mucho antes de lo previsto, con una actitud muy irracional. En realidad ya le había llenado de aprensión al verlo la noche anterior durante la cena; un extraño, atractivo y autoritario, mirándola fijamente. Su aparición por la mañana en la habitación le había recordado en cierto modo al primer encuentro con su padre. Tuvo el presentimiento de que siempre iba a estar en contra de ella, incluso cuando se enterara de quién era en realidad.

Empezó a recordar. Owen y ella habían pasado mucho tiempo juntos desde que se conocieran. Tras la repentina muerte de su madre en accidente de coche, Redmond y ella habían pedido la baja del despacho de abogados de su abuelo por motivos familiares. Redmond era socio mayoritario y ella acababa de ser nombrada asociada. Owen se acercó a ella un día cuando salía de visitar a su abuelo. Ella se sobresaltó al principio al volverlo a ver, pues pensó que tal vez era algún periodista, ya que había rumores de que la muerte de su madre no había sido un accidente. Pero, con su sola presencia, Owen le quitó cualquier temor o sospecha. Le dijo que quería hablarle de su madre, Cassandra, a la que había conocido muy bien de joven. Tomaron café, pero Owen esperó hasta que estuvieron sentados en el banco de un parque, mirando a los niños jugar en los columpios, para comenzar a rememorar el pasado.

 

* * *

–Mi historia, la principal tragedia de mi vida, no es desde luego única, Eden, es tan vieja como la vida misma. Una historia de amores cruzados. Un chico mediocre conoce y se enamora profundamente de la hija única de un hombre rico. Ya conoces a tu abuelo. Era, y supongo que seguirá siendo, un hombre muy estricto. Los jóvenes sin blanca y que no sean de buena familia no tienen cabida en sus esquemas. A pesar de eso, durante muchos meses turbulentos Cassandra y yo fuimos amantes. Pero al final, la presión de tu abuelo fue demasiado para ella. Fue criada como una princesa y no podía conformarse con un matrimonio fugitivo conmigo. Yo no tenía nada que ofrecerle, salvo mi amor.

–¿Y no era suficiente? –preguntó Eden con los ojos llenos de lágrimas.

–Tu madre me amaba, Eden, quiero que sepas eso. Pero tu padre y la seguridad que le ofrecía pudieron más.

–Qué triste. Mi madre siempre estuvo triste –dijo ella, que sabía que aún había más.

–Igual que yo –suspiró Owen–. Todos estos largos años han sido un suplicio horrible, tras enterarme de que mi preciosa Cassandra esperaba un bebé cuando se casó.

–Dios mío, ¿qué estás diciendo?

–Estoy diciendo, mi querida niña, que aquel bebé eres tú. De haber sabido entonces que tu madre esperaba un hijo mío, las cosas habrían sido muy diferentes.

–¿Quieres decir que no te lo dijo? –dijo ella agitando la cabeza horrorizada.

–No lo hizo durante tres largos años. Tengo que enseñarte una carta que confirma lo que estoy diciendo. Reconocerás su letra. La recibió mi madre, que murió sin siquiera saber que tenía una nieta. Cassandra no podía dar conmigo. Yo estaba loco de pena cuando se casó, así que empaqueté mis cosas y me fui de casa. Me fui al Norte. Mi madre siempre vio con miedo a Cassandra. Intuía lo que iba a pasar.

–Pero te mandó la carta.

–Era muy íntegra –contestó Owen con voz amable–. Nunca le hablé de ti porque sabía que no iba a dejar las cosas como estaban. Ella era la lista. Tu madre me pedía en la carta que guardara el secreto como si fuera una confesión. Y aunque eso abrió la puerta a un dolor difícil de imaginar, lo hice. Cassandra siempre supo manipularme. Me convenció de que eras feliz, igual que ella. Como compensación, me dijo que te había puesto el nombre de mi madre. Tu abuela, Eden Carter.

–Es increíble –logró decir al fin Eden–. Me cuesta mucho aceptarlo.

–Lo entiendo. Entiendo todo lo que tenga que ver con dolor, sufrimiento o impactos emocionales. Lee la carta.

Owen sacó del bolsillo interior de su chaqueta unas hojas amarillentas y gastadas por las múltiples lecturas y se las dio a Eden. Mientras leía, los ojos de la joven se iban llenando de lágrimas, hasta el punto que le tuvo que dar la carta a Owen para que continuara él en voz alta. No podía entender cómo su madre le había hecho tanto mal a aquel hombre, cómo había sido tan cobarde. Ella misma se había perdido el amor de un padre, un amor que sentía en aquel hombre que ahora sabía que era su verdadero padre. Redmond Sinclair se había esforzado por hacer un hueco en su corazón para su hija, pero esta nunca lo había encontrado abierto. Todo el amor que tenía, más bien una obsesión, estaba reservado a Cassandra.

–¿Sabes que hay rumores de que la muerte de mi madre no fue un accidente?

Eden se volvió para mirar directamente a los ojos a su padre, pero este retiró la mirada bruscamente.

–Cassandra nunca te habría abandonado.

–No la has visto durante todos estos años. Imagino que mi madre cambió mucho respecto a la chica que conociste. Era una mujer triste. Pero tan amable y hermosa que todo el mundo la adoraba. El hombre al que yo siempre he llamado «padre», desde luego lo hacía.

–Lo siento, Eden –las toscas facciones de Owen se endurecieron–, pero no quiero oír nada sobre él. Sinclair es el hombre a quien Cassandra eligió por encima de mí. Se ve que no le han sentado bien los años. Antes era atractivo, un abogado prometedor. Yo no terminé el bachillerato. En mi casa había muy poco dinero y tuve que dejar la escuela antes de los dieciséis para aprender un oficio. Hoy es distinto, hoy soy un hombre muy rico.

–¿Te has casado? –preguntó Eden, pensando en todas aquellas vidas rotas.

–Tengo mujer y un hijo –asintió Owen–. Un niño que se llama Robert, por mi padre. Delma, mi esposa, tiene sangre italiana y lo llama Roberto.

–Entonces eres feliz –afirmó ella, contenta.

–Debería –Owen frunció el ceño–. Habría sido feliz de no haberos tenido a ti y a tu madre siempre en mente. Muchas veces cuando estaba en mi barco tenía la costumbre de gritar tu nombre. Suena desolador, ¿verdad? Asustaba a las gaviotas. Pero ahora, gracias a Dios, te he recuperado. La tragedia de Cassandra nos ha liberado.

 

 

Desde aquel día empezaron a reunirse con regularidad. Owen viajaba desde su casa en North Queensland dos veces al mes para estar junto a ella. Hablaban con facilidad y libertad, pues ambos veían las cosas de forma muy similar. De hecho Eden creía haber heredado características de su padre, incluso gestos, a pesar de haber crecido separada de él. Tenían mucho que descubrir juntos. Pasaban horas de charlas y confidencias mientras iban recomponiendo juntos el pasado. Pero no podían hablar siempre claro, necesitaban tiempo para recomponer sus vidas.

Al mismo tiempo que florecía su relación con Owen, se deterioraba la problemática relación con el hombre al que llamaba «padre», hasta tal punto que sintió que Redmond Sinclair ya no tenía nada que decirle. Pensó que había llegado el momento de marcharse, aunque sin prisas. No deseaba causarle más pena y vergüenza. Pensó que no parecería tanto una deserción si esperaba seis meses tras el fallecimiento de su madre.

No se lo contó a su abuelo. Tampoco sentía que tuviera que hacerlo. Su abuelo la adoraba tanto como había adorado a su madre, pero se había vuelto tan débil que le daba miedo hacerle más daño. Estaba convencida de que sabía la verdad; era un hombre muy listo y astuto. Su madre y él siempre habían estado muy unidos, así que probablemente Cassandra le habría contado la triste historia. Además estaba el factor tiempo, aunque a ella la habían hecho pasar por prematura. El gran dolor que veía en él la convenció de que sentía profundamente el rumbo que había tomado la vida relativamente corta de su hija.

Se levantó del sillón y volvió a la habitación, donde terminó de vestirse. Tenía muchas ganas de comer con su amiga Carly, quien tenía que volver al trabajo. Ella, en cambio, había acumulado suficientes días no solo para estar con Owen, sino para librar a Redmond Sinclair de los recuerdos dolorosos que le provocaría verla. Cassandra era quien los había mantenido unidos; y ahora que ya no estaba, el lazo tampoco existía. A Eden le pareció una prueba más de que Redmond Sinclair y ella no tenían la misma sangre.

 

 

Tras una agradable comida con su amiga, Eden fue de compras y regresó al hotel a media tarde. Owen iba a volver pronto, sería sin ninguna duda el nuevo propietario de un lujoso yate a motor. Más tarde iban a cenar con Lang Forsyth. En aquella cena Owen pretendía revelar la naturaleza de su relación, lo cual pondría en su lugar al arrogante y sentencioso Lang. Aun así, Eden no sentía ningún placer. Owen tenía un altísimo concepto de él. Lang Forsyth aparentaba lo que era, un hombre proveniente de un mundo privilegiado que aun así sabía lo que era tener que luchar para sobrevivir. Medía más de un metro ochenta, era delgado pero fuerte y tenía hombros anchos. Tenía una cara muy particular, oscura, con facciones muy definidas, nariz arrogante, una boca muy sensual y hoyuelos. Daba la impresión de tener gran vigor y vitalidad, lo cual se reflejaba en sus ojos grises, que contrastaban con un cabello casi negro y una piel muy dorada. Estaba segura de que nunca sería su amigo, pero no podía olvidar que era el amigo íntimo de Owen, además de su socio.

En la habitación en silencio, la sobresaltó el timbre del teléfono. Descolgó.

–¿Sí?

–¿Señorita Sinclair?

Suspiró al darse cuenta de quién era la persona que había al otro lado de la línea.

–Sí, señor Forsyth.

–Estoy en el vestíbulo. Voy a subir.

Al oír que llamaba a la puerta, Eden la abrió y se retiró. Lang tenía la cara pálida.

–Siéntese –le dijo con más amabilidad que antes.

Eden estaba tan acostumbrada a la infelicidad y el dolor que enseguida captó que algo malo había sucedido.

–¿Qué ocurre? ¿Es Owen?

–No sé cómo decirle esto. Owen ha tenido un accidente con otros dos coches en la autopista del Pacífico. Por lo visto, el conductor de uno de los coches tuvo un ataque y se empotró contra el primer coche, y Owen se empotró contra él.

–¡Oh, Dios mío!

Lo siguiente que supo fue que estaba tumbada en el sillón y Lang Forsyth le daba golpes en las muñecas.

–¿Se encuentra usted bien?

–Sabía que algo malo había pasado.

Puso la cabeza entre las piernas, sin darse cuenta de que él estaba de pie mirándola con inquietud y preocupación.

Había que informar a Delma, se dijo Lang. Owen había estado consciente el tiempo suficiente para dar a la policía sus datos y la persona de contacto. Como en muchas otras ocasiones, le había dejado a Lang el cometido de dar la noticia. A su mujer y a su amante. Aún no había telefoneado a Delma. Se encontraba con la joven, e incluso trataba de protegerla. Ella levantó la cabeza para preguntar y posó su mirada violeta sobre él.

–¿Dónde está?

Él le dijo el nombre del hospital y la escuchó suspirar.

–Lo siento, debí haberle dicho que no ha sido mortal.

–El de mi madre sí –respondió ella con tranquilidad.

–¿Cómo?

–Mi madre murió en un accidente de coche hace poco más de seis meses.

–Lo siento muchísimo –dijo, consternado–. Ha debido ser horrible para usted. Y ahora esto. Yo voy al hospital ahora.

–Iré con usted –dijo ella levantándose del sillón e intentando calmarse.

–No creo que sea buena idea –contestó Lang, sin dejar de fruncir el ceño.

–No me importa lo que usted crea –respondió ella–. Si no me lleva usted, tomaré un taxi. Quiero saber cómo está Owen exactamente. Lo quiero y no voy a perderlo ahora.

La intensidad con que lo dijo era tanta que Lang no tuvo más remedio que creerla, pero tenía que disuadirla.

–Debe usted recordar que tiene esposa y un hijo.

–Y eso ¿qué tiene que ver conmigo? –preguntó ella, sin darle la menor importancia.

–No parece usted una persona cruel –dijo Lang, desesperado pero no enfadado.

De hecho, le parecía la más sensible de las criaturas, con aquellos ojos que brillaban por las lágrimas sin derramar.

–Owen pensaba contarle todo sobre mí esta noche –le dijo ella.

–Francamente, señorita Sinclair –respondió él de nuevo con hostilidad–, esto me llena de consternación. Se dará usted cuenta de que todo se va a complicar. Tengo que ponerme en contacto con Delma, la mujer de Owen.

–Ya lo sé.

Parecía que hubiera algún misterio entre Owen y ella, un misterio que él no entendía.

–¿Por qué no lo ha hecho antes? ¿Antes de contármelo a mí? –quiso saber Eden.

–No tengo que darle explicaciones –respondió él con más agresividad de la que pretendía–. Los dos sabemos que usted me preocupa. Tendrá que dejar esta habitación. Yo me encargaré de todo.

–Por supuesto –dijo ella, inclinando la cabeza–. Agradezco mucho que esté usted aquí, con esa mezcla extraña de reprobación y preocupación. ¿Me va a llevar al hospital?

–Si puedo confiar en que se mantenga en silencio. Estoy seguro de que van a dar parte del accidente, así que puede que haya periodistas. Owen es muy conocido, especialmente en el Norte.

–¿Y yo soy de segunda clase? –preguntó ella con ironía, clavándole la mirada.

Lang no aguantaba imaginarlos a Owen y a ella juntos.

–Usted es una jovencita que ha cometido un error. No puedo entender los motivos de Owen para no hablarme de usted antes. Hemos compartido tantas cosas desde que empecé a trabajar con él…

–Él lo admira muchísimo –dijo ella–. Mi identidad saldrá pronto a la luz. Si no mientras Owen esté enfermo, entonces en el futuro. Si le pasa algo, Dios no lo quiera, yo desapareceré sin hacer ruido.

Lang se dio cuenta de que no quería que aquello sucediera. Aun así, le habló de manera cortante, maldiciéndose a sí mismo, pero llevado por el impacto y la ansiedad.

–Podría hacerlo ya.

–¿De qué tiene tanto miedo? ¿Cree que voy tras el dinero de Owen?

–Perdóneme si pienso que el dinero de Owen es un factor a tener en cuenta.

–No puede estar más equivocado –contestó ella–. Mi madre me dejó un buen respaldo económico. Y también está mi abuelo. No sabe nada sobre mí, señor Forsyth.

–Excepto que tiene encandilado a mi amigo Owen. En cualquier caso, ¿de qué sirve hablar? Si va a venir conmigo, vamos. Recoja sus cosas. Supongo que si tiene tanto respaldo económico tendrá una buena casa

–Está haciendo demasiadas suposiciones, señor Forsyth –dijo ella, sonrojada y con lágrimas en los ojos–. Si me da un momento recogeré mis cosas. Íbamos a cenar con usted esta noche, pero el destino se ha cruzado de nuevo.

 

 

No dijeron una palabra durante los quince minutos de camino al hospital, aunque Lang la miraba continuamente por si se desmoronaba. Incluso tuvo que reprimirse para no agarrarle la mano. Tenía una muñeca muy fina, en la que llevaba dos brazaletes de oro. Lang conocía bien el oro y sabía que eran de dieciocho quilates. También llevaba un reloj de diamantes. Todos ellos artículos muy caros. Se preguntaba si se los habría regalado Owen. A Delma raramente le hacía regalos, aunque le dejaba comprarse cuanto quería. Había una gran diferencia. Cada vez sentía más lástima por Delma. Se lo iba a tomar muy mal cuando se enterara de la existencia de aquella joven. Permanecía en silencio, ocultando la ansiedad que sentía. Se preguntaba qué pasaría si Owen moría y recordó lo fácilmente que había desaparecido su propio padre.

–¿Está preparada? –le preguntó cuando entraron en la sala.

–Sé que está vivo –contestó ella con mucha seguridad–. Estoy convencida. No me va a abandonar ahora.

–Parece que se va a desmayar.

Estaba blanca como la nieve. La sujetó del brazo, atormentado por la pena y mostrándose mucho más amable. Ella era alta para ser mujer, pero a su lado parecía muy pequeña.

–No me he desvanecido hasta ahora, ¿verdad?

–Sí, en el hotel –le recordó–. En cualquier caso, ya estamos aquí. Por favor, déjeme hablar a mí.

–Claro.

No lo miró, pero tampoco se soltó. Lang sintió que aquello tenía algún significado, pero no quería buscarlo en aquel momento. Ella era el joven amor de Owen.

El cirujano los estaba esperando y se saludaron con un rápido apretón de manos.

–El señor Carter va a entrar enseguida en quirófano –les dijo, mirando a uno y otro como si fueran pareja–. Tiene heridas internas. Está sangrando y se ha roto algunas costillas y una clavícula. Ahora está consciente, aunque lo han sedado. Pueden hablar con él un momento si quieren.

Cuando el cirujano se dio la vuelta, vieron a Owen, que estaba siendo trasladado en camilla. Este, aturdido, lo miró a él primero, y lo llamó. Levantó la mano y Lang la agarró, sintiendo el extraño frío de su piel.

–Estamos aquí por ti, Owen. Eden también está aquí.

Usó su nombre, sabiendo que a él le gustaría. A ella también le agradó.

–¿Eden?

Owen trató de volverse, emocionado, y la enfermera les hizo un gesto con la cabeza. Eden se acercó a él, se inclinó y le tomó la otra mano. Owen pudo ver su rostro dulce e inocente. La expresión en la cara de Owen hizo a Lang mirar hacia otro lado. Lo que había visto le pareció amor verdadero, y se dio cuenta de que iba a perdurar, de que nadie, ni su mujer ni su hijo ni su socio, iba a separarlos.

La enfermera jefe saltó de repente.

–Gracias –dijo para echarlos–. El señor Carter tiene que ir a quirófano. ¿Van a esperar?

–Sí –contestó Lang por los dos–. Queremos estar aquí.

–No hace falta que les diga que no sabemos cuánto puede durar.

–Esperaremos –Eden habló por primera vez–. No vamos a irnos.

–Lang –llamó Owen, quien quería detenerlos con desesperación, con una voz muy débil.

–Váyanse –indicó la enfermera–. Están molestando al paciente.

–Creo que quiere decirme algo.

Lang se dirigió hacia Owen pero la enfermera se se interpuso con autoridad.

–Si no les importa –dijo, e hizo una seña a un camillero para que se llevara al paciente.

 

 

Lang dejó a Eden en la sala de espera con una taza de café antes de salir al pasillo vacío para llamar a casa de Owen. Habló con el ama de llaves, a quien no dijo nada sin antes haber hablado con Delma, pero dejó recado de que esta lo llamara al móvil en cuanto regresara. El ama de llaves, sintiendo que algo iba mal, se excusó por no saber dónde había ido. Argumentó que Delma era una mujer muy ocupada y que a veces se le olvidaba decirlo.

A Lang le pareció que había pasado una eternidad cuando Delma devolvió la llamada. Se puso muy nerviosa con la noticia. Era una mujer muy voluble, y sus gritos desconsolados retumbaron a través de la línea telefónica. Gritó como si Owen no fuera a recuperarse. Lang hizo lo imposible por calmarla, pero al final tuvo que contentarse con decirle que la llamaría en cuanto tuviera noticias.

Eden lo miró a los ojos en cuanto él se sentó en la silla de al lado. Estaban solos.

–¿Ha sido muy horrible?

–Era Delma –asintió él, sorprendido por la perspicacia–. Está bastante angustiada.

–Lo quiere mucho –replicó ella, como si aquello explicara todo.

Aunque a Lang le pareció que efectivamente lo explicaba bastante. Se pasó la mano por la cabeza, nervioso.

–No he podido convencerla de que lo va a volver a ver.

–Debe de ser horrible estar tan lejos.

–¿Se habría atrevido a estar aquí si Delma hubiera estado en la ciudad?

–Por supuesto –replicó impasible–. Pero entonces Owen habría tenido que aclararlo todo.

–No diga tonterías –repuso Lang, agitando la cabeza–. ¿De verdad cree que su mujer, Delma, se iba a retirar tan fácilmente? Señorita Sinclair, usted no la conoce. No me gustaría ver a Delma humillada. No iba a reaccionar con dignidad. Se iba a volver una tigresa, y no creo que exagere. Estoy convencido de que lo haría por su hijo, el heredero de Owen.

–Hábleme de él –lo invitó ella en un tono amable, como si estuviera en trance–. Robbie, Roberto.

Lang pensó que quizá la joven estaba en estado de shock. Eden deseaba continuar: «Mi hermanito, mi medio hermano», pero le había dado su palabra a Owen de que sería él quien diera la gran noticia.

–Mi ahijado –dijo Lang con deliberada ironía–. Tengo otro, Ryan, el hijo de mi hermana Georgia. Tienen la misma edad. ¿Para qué quiere saberlo?

–Quiero saberlo todo sobre Owen. Ya me ha contado mucho, pero usted tendrá otra perspectiva. Desde luego, de mí la tiene.

–¿Puede culparme? Owen está casado, aunque esté obsesionado con usted.

–Las obsesiones no son tan raras.

–Especialmente con mujeres como usted.

La tensión se respiraba en el ambiente.

–¿Por qué no me dice cómo cree que soy yo? –lo invitó, respondiendo a su mirada intimidatoria con un desafío.

–No tengo deseos de hacerle más daño –repuso él con voz monótona–. Se habrá dado cuenta de que Delma va a venir a Brisbane, ¿no?

–Lo que me sorprende es que no esté ya en el avión.

–Entonces no se sorprenda de las complicaciones. Porque supongo que no se va a marchar tranquilamente.

–Owen me quiere aquí –replicó ella con gravedad.

Estaba prácticamente segura de que, desafiando a la cirugía y a lo que resultara de ella, Owen había estado a punto de desvelar su secreto cuando había intervenido la enfermera.

 

 

El cirujano apareció con una expresión austera mucho antes de lo que esperaban.

–¡Oh, Dios mío! –sollozó Eden.

Tenía todos los músculos contraídos. Quería creer que todo iba bien, pero aún estaba traumatizada por la muerte de su madre.

–Es demasiado pronto, ¿verdad?

Miró a Lang Forsyth, un hombre fuerte, duro y dominante, pero también él parecía estarse preparando para las malas noticias.

–¿Cuánto tiempo ha pasado? –preguntó Eden.

–Una hora y diez minutos.

Estaban los dos de pie, nerviosos ante tan corta duración, que para ellos significaba lo peor.

–Tiene que vivir, no puede morir.

Eden no se dio cuenta de que estaba murmurando en alto. Encontrar a su padre había dado un nuevo significado a su vida, y no podía perderlo ahora. Sin saberlo, le estaba comunicando su desesperanza a Lang, quien le pasó el brazo por los hombros y rodeó su esbelto cuerpo. Al tiempo que lo hacía, Lang sintió un deseo que no le agradaba en absoluto, pues era peligroso e incluso vergonzoso. Lo extraño fue que ella se apoyó en él como si fueran amigos. Pero en tales circunstancias Eden necesitaba cualquier apoyo, incluso el suyo.

Al llegar a donde estaban ellos, el cirujano mostró una sonrisa corta pero aclaradora. Le dio la mano primero a Lang y después a Eden.

–Me alegra comunicarles que todo ha ido bien. El señor Carter es un hombre muy fuerte, y su corazón también. Hemos reparado las heridas internas y hemos parado el sangrado. Los ortopedas le mirarán ahora la clavícula. Como habrán visto, tiene quemaduras en la cara y el pecho, pero se curarán. Lo han llevado a la sala de recuperación. Podrán verlo un momento cuando recupere la conciencia.

El alivio fue enorme. Eden podía sentir el pulso de la sangre en sus venas.

–Tengo tanto tiempo que recuperar… –dijo con profunda gratitud–. Igual que Owen. Ahora podremos ampliar nuestro mundo.

Lang la miró incrédulo. Le costó mantener su nivel de voz.

–Me pregunto si dirá lo mismo dentro de un año –dijo con soberbia–. No creo que yo pudiera ser feliz si tuviera que pisar a otras personas para lograrlo. Ya sé que pasa constantemente, pero estos son mis amigos.

Aquel tono no consiguió alterar a Eden, quien sentía que iba a explotar si no podía hablar pronto. Dio gracias a Dios por que Owen iba a poder aclararlo todo al cabo de poco tiempo. Deseaba alejar todas las preocupaciones de Lang Forsyth. Quería librarse de su mirada reprobatorio, salir con toda la verdad. Pero sabía que era Owen, y no ella, el que tenía que revelarle a su amigo toda la historia.

Una vez más, Eden vio a Lang alejarse para telefonear a la mujer de Owen. Durante aquellos meses había pensado que quizá Owen le hubiera hablado de su existencia a su esposa.

El hecho de que no lo hubiera hecho le hacía preguntarse por el estado de su matrimonio. Si el matrimonio era fuerte tenía posibilidades de ser aceptada, pero si se tambaleaba, la mujer de Owen no querría ningún recuerdo del pasado amoroso de su marido delante de ella. En su entusiasmo por encontrarla, Owen no parecía haber pensado en las repercusiones sobre su matrimonio.

Por fin les permitieron ir a la sala de recuperación. Encontraron a Owen consciente y con mucho mejor aspecto del que esperaban, aunque, como suponían, estaba aturdido. Lang se inclinó sobre la cama y le mostró su alivio y afecto.

–¿Qué tal te va?

–Bien, compañero –contestó Owen, tratando de sonar normal–. Gracias por todo, Lang. Te debo tanto… ¿Dónde está mi niña preciosa?

–Aquí, Owen.

Le cambió la expresión de la cara al ver a su hija avanzar; parecía haber excluido al resto del mundo. Ella parecía estar desesperada por abrazarlo. Estaba medio llorando y sus ojos eran solo para Owen.

–No llores, cariño –imploró él.

A Lang le pareció demasiado ofensivo y tuvo que volverse una vez más. Aquello iba a cambiar la vida de todos. Y aún se tenía que enterar Delma.

Al cabo de un rato, los hicieron salir. Owen no estaba en condiciones de hablar más, aunque con mucho esfuerzo logró levantar un brazo para despedirse.

En el pasillo, Lang se volvió para mirarla. Eden lloraba en silencio, y aun así estaba radiante. A él le pareció fascinante. Lo estaba volviendo loco.

–Su maleta está en el coche –le recordó mientras salían–. Tengo tiempo de llevarla a casa.

–Puedo pedir un taxi –se ofreció ella.

Y le brindó un amago de sonrisa tan dulce que a Lang le tocó el corazón que tanto había endurecido contra ella.

–Le puedo evitar las molestias. Dígame dónde vive.

–En serio, no tiene por qué hacerlo.

–Ha sufrido un shock –la interrumpió él–. Owen es mi amigo y él querría que cuidara de usted.

–No tiene por qué hacerlo.

Lang sentía que sí tenía que hacerlo, aunque lo negó con dureza.

–Supongo que no. Bueno, quizá no del todo –añadió agarrándola del brazo para cruzar la calle–. Es usted muy joven.

Eden retomó la conversación en el coche.

–Usted no puede ser mucho mayor que yo.

–Mil años, estoy seguro. Tengo casi treinta y dos mientras que usted tiene…

–Veinticuatro. No puedo creer que mi madre se fuera justo antes de mi cumpleaños.

–Dijo que había sido un accidente de coche, ¿no?

No respondió; se limitó a asentir con la cabeza. Sintió que se ahogaría si empezaba a explicarlo. El dolor por la reciente muerte de su madre nunca iba a desaparecer. No hablaron más hasta que llegaron a la autopista.

–Debe conocer bien la ciudad –aventuró Eden, pues Lang no había preguntado cómo llegar a su barrio.

–Sí.

–La mujer de Owen debe de estar muy aliviada –continuó amablemente–. ¿Va a venir?

–Claro.

No estaba muy dispuesto a hablar. Eden miró por la ventanilla. Estaba anocheciendo y la puesta de sol del trópico daba un tono dorado a las torres de cristal y los rascacielos. Al cabo de diez minutos caería la noche, como sucedía en los trópicos, de repente. A Eden le encantaba su ciudad, que tenía una forma de vida muy agradable y tranquila, y un clima fantástico. Owen quería que se fuera a vivir con él a North Queensland. Ella pensó en las veces que había visitado el Arrecife de Coral sin saber que su padre vivía muy cerca, y que incluso podía haber pasado por su casa.

–Ha sido un día excepcional –afirmó ella.

–Sí.

–¿Me vas a contestar con cuantas menos palabras mejor?

–Eden –repuso él con voz cansada–, ¿qué quieres que te diga?

–¿No puedes decir «te acepto»?

La pequeña carcajada que soltó él fue desalentadora.

–La única forma en que podría aceptarte sería como la hija perdida de Owen.

–¿Cómo sabes que no lo soy? –preguntó ella con un vuelco en el corazón.

–Conozco a Owen –dijo él mirándola con dureza–. Por nada del mundo habría abandonado a su hija y a la madre de su hija. Lo conozco. De ninguna forma habría podido mantenerlo en secreto. No conmigo, dejando a un lado a Delma.

–¿No crees que Delma aceptaría bien acoger a la hija de Owen? –preguntó, con una voz tan conmovedora que él quiso detener el coche para mirarla.

–No estarás embarazada, ¿verdad? –preguntó, pensando que no podría vivir con aquello.

–Eso ha sido imperdonable.

Ella, que no había hecho nada ilícito en su vida, solo pudo pensar en que Owen era su padre, y que al día siguiente, cuando se sintiera más fuerte, le iba a insistir en que explicara la naturaleza de su relación y toda la triste historia que la acompañaba. No podía encontrar ninguna razón para retrasarlo, ni siquiera la llegada de Delma.

–No te sigo –estaba diciendo él–. De hecho parece que hablamos un idioma distinto. Debes saber que esta no es una buena situación. Siento que tengo que avisarte, pero te va a costar ahuyentar a Delma. Es una mujer madura muy fuerte, y va a luchar con uñas y dientes por su hombre.

Lang recordó cómo Delma había definido desde el principio una estrategia para atrapar a Owen.