En brazos del millonario - La mujer más hermosa - Un millonario inconformista - Margaret Way - E-Book

En brazos del millonario - La mujer más hermosa - Un millonario inconformista E-Book

Margaret Way

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Beschreibung

En brazos del millonario Sonya Erickson se había convertido en la comidilla de la alta sociedad de Sídney. ¿Quién era esa belleza que iba del brazo del multimillonario Marcus Wainwright? David, el sobrino de Marcus, era un poderoso enemigo, pero era la atracción que Sonya sentía por él lo que le daba auténtico miedo. La mujer más hermosa Al bajar del avión en el desierto australiano, Sienna Fleury sintió que había llegado a casa, pero lo que más la atrajo del lugar fue Blaine Kilcullen. Ninguna mujer le había interesado tanto como Sienna. Sin embargo, Blaine no debía olvidar que estaba allí para reclamar la fortuna de los Kilcullen… Un millonario inconformista Clio Templeton había amado a Josh Hart desde que tenía nueve años, cuando él impidió que su prima se ahogara. Clio era la única mujer que había visto el valor del chico malo de la ciudad. Pero Josh no podía arriesgarse a que las sombras de su pasado apagaran la luz del dulce corazón de Clio…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 223 - mayo 2020

 

© 2011 Margaret Way, Pty., Ltd

En brazos del millonario

Título original: In the Australian Billionaire’s Arms

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2011 Margaret Way, Pty., Ltd

La mujer más hermosa

Título original: Her Outback Commander

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2011 Margaret Way, Pty., Ltd

Un millonario inconformista

Título original: Australia’s Maverick Millionaire

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011, 2011 y 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-383-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

En brazos del millonario

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

La mujer más hermosa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Un millonario inconformista

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

UNA mujer tan joven y guapa siempre haría que todo el mundo volviese la cabeza. Las miradas estaban garantizadas y él era un hombre que registraba automáticamente los rasgos de cualquiera que se cruzase en su camino. Nunca olvidaba una cara. Nunca olvidaba un nombre, era un don. Y en aquel momento, sus ojos estaban clavados en la misteriosa mujer que acababa de entrar en el restaurante del brazo de Marcus Wainwright, miembro de una de las familias más ricas y conocidas del país.

Una entrada que había dejado a todos perplejos.

–¡No me lo puedo creer!

Su cita de esa noche, Paula Rowlands, hija del propietario de los grandes almacenes Rowlands, parecía a punto de desmayarse.

–¿Qué es lo que no te puedes creer?

–¡Por el amor de Dios, Holt, esto lo deja bien claro! Los rumores son ciertos, Marcus la ha traído al evento social del año.

–Al menos no ha tenido que colarse –dijo él–. Aunque ni siquiera el portero más duro le hubiese pedido la invitación. No, al contrario, habría entrado con ella del brazo.

Paula se volvió para fulminarlo con la mirada.

–Holt, por favor… ¡trabaja en una floristería!

–Madre mía, qué vergüenza –bromeó él.

–Desde luego.

Evidentemente, Paula creía que pensaba lo mismo que ella y no se le ocurrió pensar que estaba siendo irónico. Paula era una esnob y, a pesar de eso, le caía bien. Era esnob, sí, pero también elegante y, en general, divertida y buena compañía dentro y fuera de la cama. Aunque su gran mérito para el círculo de hombres que solía tener alrededor era su millonario padre, George Rowlands.

George era un empresario hecho a sí mismo y un tipo muy decente. Eran las mujeres de la familia, Paula y Marilyn, que no habían trabajado un solo día de su vida aparte de ir al gimnasio, las que tenían delirios de grandeza.

–Es la propietaria de un negocio –siguió Holt–. Mi tía Rowena me lo contó el otro día, cuando empezaron a circular los rumores. Y dice que es un genio haciendo arreglos florales.

Paula lo miró, perpleja.

–¿Un genio haciendo arreglos florales? Cariño, no puedes hablar en serio.

–Pues claro que hablo en serio. Aparentemente, tiene un gran talento con las flores.

Ella seguía mirándolo con expresión de incredulidad.

–No creo que eso sea muy difícil.

–Es una forma de arte.

¿No se había preguntado muchas veces por qué Marilyn Rowlands, la madre de Paula, era incapaz de colocar flores con un mínimo de buen gusto?

–Joe, el mecánico, puede colocar flores en un jarrón –dijo Paula, despectiva–. El truco es comprar muchas y colocarlas en bonitos jarrones.

–No, eso es demasiado fácil –Holt seguía mirando a Marcus y a la belleza que llevaba del brazo. Parecía recién salida de un cuadro del siglo pasado, pensó. Amante de la belleza en todas sus formas, por un momento casi olvidó que había ido con Paula a la cena. Era lógico que Marcus estuviese loco por aquella chica…

–¿Ha venido tu tía abuela? –le preguntó Paula, esperado que la respuesta fuese una negativa. Rowena Wainwright-Palmerston la intimidaba, aunque sabía que no lo hacía a propósito–. La verdad es que está muy guapa para su edad.

–Rowena está guapa para cualquier edad –dijo Holt, sin dejar de admirar aquella visión rubia.

–Holt, cariño… –Paula le dio un codazo.

–¿Qué intentas hacer, romperme una costilla?

–¡No, eso nunca! –respondió ella, pasando una mano por su espalda.

–Es guapísima –murmuró Holt sin darse cuenta.

Y, de pronto, sintió una punzada de alarma. Marcus era su tío, una persona por la que sentía un gran cariño. Y aquella chica tenía un aspecto peligroso. Aunque su tía abuela le había advertido…

«Es una chica muy especial y, sin la menor duda, bien educada. Una belleza serena, no sé si me entiendes… muy europea. Nada de esas bellezas modernas. Pero tiene una historia detrás, estoy segura».

–Espero que te hayas fijado en el pelo –el tono despectivo de Paula interrumpió sus pensamientos de nuevo–. No puede ser natural.

–No irás a decirme que tú naciste con ese pelo de color cobre.

Ella lo fulminó con la mirada.

–Sólo me pongo unos reflejos –mintió–. El de esa chica no puede ser real. Ese rubio platino sólo puede salir de un bote.

–O de algún país escandinavo tal vez –sugirió él–. Su apellido es Erickson, creo. Sonya Erickson. Tal vez su familia es noruega. Noruega, la tierra del sol de medianoche, el lugar de nacimiento de Ibsen, Grieg, Edvard Munch, Sigrid Undset…

Paula arrugó el ceño. Ella no conocía la mitad de esos nombres. Había visto Hedda Gabler en el teatro y le había parecido un aburrimiento mortal, aunque Cate Blanchett estuviera estupenda. En su opinión, la obra no tenía nada que ver con la vida moderna. ¿Y qué clase de solución era el suicidio?

–Jamás pensé que Marcus pudiera ser tan tonto –dijo entonces, con extraño resentimiento–. Y mi madre tampoco.

–Ah, tu mamá –murmuró Holt.

La terrible mamá con un chihuahua de nombre Mitzi que saludaba a los visitantes masculinos como si fuera un rottweiler. A Marilyn Rowlands la habían educado para pensar que, si una chica no se había casado a los veinticuatro años, estaba condenada a vivir y morir sola. Y, por lo tanto, intentaba desesperadamente casar a Paula, que ya tenía veintiocho.

Con él.

Pero, aunque Paula fuese la última mujer que quedase en el mundo, Holt permanecería soltero.

–Tú estuviste en la cena que mi madre organizó para Marcus y Susan Hampstead, ¿te acuerdas? Los dos habían perdido a sus parejas…

–¿Susan Hampstead, tres matrimonios, tres divorcios? Marcus ha perdido al amor de su vida, no es lo mismo.

Había una gran diferencia entre Lucy Wainwright y Susan Hampstead y no iba a dejar que Paula lo olvidase.

–Sí, sí, lo sé –dijo ella, frotando su espalda de manera conciliadora e irritantemente posesiva. Pero no podía avergonzarla en público apartándose, de modo que tenía que aguantarse. No eran pareja, había sido muy claro sobre eso desde el principio. Nada de compromisos, nada de noviazgos. Pero, por mucho que se lo dijera no podía evitar que Paula y su madre pensaran que tarde o temprano lo serían.

–Marcus ha estado triste durante mucho tiempo y me alegro de verlo sonreír.

Pero lo último que el clan Wainwright querría era que cometiese un error. Y esa chica era demasiado joven, demasiado guapa, demasiado todo. No tendría la capacidad de atacar como una cobra, como Paula, pero en realidad podría ser mucho más peligrosa.

–Evidentemente, Marcus le ha comprado el vestido –dijo Paula–. No sé lo que costará, pero estoy segura de que una florista no podría comprárselo. Vintage Chanel, diría yo. Y las joyas también. Creo que he visto antes ese collar…

Su madre seguramente lo habría visto, pensó Holt, pero no se lo dijo. El collar, con una increíble esmeralda rodeada de diamantes, que colgaba en el blanco cuello de la joven había sido de Lucy Wainwright. Como los pendientes a juego. Ése había sido el regalo de boda de Marcus a su esposa, que tenía los ojos verdes. No habían vuelto a verse en público en seis años, el tiempo que Lucy había tardado en morir de un cáncer de huesos.

Las esmeraldas de Lucy, pensó David, sintiendo un resentimiento que hasta a él mismo le sorprendió.

¿Le habría importado que las luciese otra mujer? No, Lucy había sido una persona maravillosa y tal vez debería darle una oportunidad a aquella joven.

Pero su intuición masculina le decía que aquella chica era de las que cambiaban la vida de un hombre por completo. Inteligente, manipuladora, bellísima.

Llevaba un vestido a juego no sólo con las esmeraldas, sino con sus ojos, unos ojos verdes y almendrados absolutamente fascinantes. Su piel era perfecta, de porcelana. Rara vez se veía una piel así fuera de Europa. Su precioso cabello rubio platino, que parecía natural, estaba sujeto en un elegante moño con un arreglo de horquillas doradas que creaba un efecto fabuloso. Parecía una diosa.

Rowena tenía razón, como siempre. Una joven propietaria de una floristería que parecía una aristócrata europea. No se la veía sorprendida o abrumada por nada de lo que había allí, ni por los invitados millonarios, ni las celebridades, ni los conocidos periodistas. Se movía con confianza, sin mostrar la menor señal de estar acobardada o sorprendida por las miradas. Una princesa no lo hubiera hecho mejor.

–Y es más alta que Marcus –dijo Paula, como si estuviera absolutamente prohibido que una mujer fuese más alta que su pareja.

–Seguramente llevará zapatos de tacón –aventuró Holt.

Era más alta que la mayoría de las mujeres y, como pareja, eran un estudio de contrastes. Marcus, de estatura mediana, delgado, de pelo oscuro con canas, ojos grises, rostro austero y un cerebro agudo como un cuchillo, parecía más un decano de facultad que un famoso empresario. Su compañera era delgada, pero no como una de esas modelos espantosas que se habían puesto de moda, sino esbelta. Y se movía con la gracia de una bailarina. Tenía bonitos brazos, un cuello largo y unos pechos pequeños pero altos. Sus piernas, escondidas bajo el vestido, sin duda serían espectaculares.

Pero no podía ser la aristócrata europea que parecía. Más bien sería una buscavidas. Una mujer tan guapa como ella podría tener al hombre que quisiera y, evidentemente, lo primero en su lista de requisitos sería que fuese rico.

Aunque Marcus no era el más rico de la familia Wainwright. El más rico era el patriarca, Julius. Pero Marcus tenía inversiones por un valor de al menos ciento cuarenta millones de dólares. Una fortuna de ese calibre aseguraba a cualquier hombre noventa años de felicidad al menos. Y ciento cuarenta millones de dólares podrían cubrir las necesidades de cualquier mujer, por exigente que fuera.

Paula apretó su brazo entonces.

–Oye, esas sesiones en el gimnasio empiezan a notarse. Tienes más fuerza que yo –protestó Holt.

–Lo siento –Paula relajó la presión–. Normalmente no estás tan antipático, pero imagino que estás disgustado por Marcus. Evidentemente, esa chica es una aventurera.

–Algunas mujeres lo son.

Paula rió, un poco inquieta. Pero ella era una heredera, de modo que no podía contarla en esa categoría.

–Cuidado –le advirtió–. Vienen hacia aquí.

–¿Y por qué no? Al fin y al cabo, Marcus es mi tío –dijo Holt.

 

 

Lo reconoció por las fotografías: David Holt Wainwright. Pero las fotografías no le hacían justicia. En persona, era la viva imagen de la virilidad. Curiosamente, a muchos hombres guapos les faltaba eso, pero él lo tenía. «Apuesto» era una palabra demasiado suave para definirlo. Sonya admiró su estatura, su espléndido físico, esa mirada inteligente que compartía con su tío, la confianza que sólo tenían los muy ricos y una sensualidad que, seguramente, atraería a hordas de mujeres.

Su pelo negro, un poco más largo de lo normal, era ondulado y sus ojos tan oscuros que parecían negros. Y tenía una sonrisa radiante.

Y había llegado a la conclusión de que era una buscavidas buscando un marido rico, lo veía en sus ojos. ¿Qué mayor éxito para una chica trabajadora que casarse con un millonario?

–La amiga de David es Paula Rowlands –murmuró Marcus–. Su padre es el propietario de una cadena de grandes almacenes, pero no dejes que eso te asuste.

–¿Importa lo que piense de mí? –le preguntó ella, intentando esconder sus sentimientos. Su experiencia le había enseñado a desconfiar de la gente. Marcus, un hombre encantador, era la excepción.

–No, no importa –dijo él.

–Entonces no pasa nada.

Estaba con Marcus esa noche por el respeto y el cariño que sentía por él. Sabía que aceptando su invitación todo el mundo hablaría de ella y eso no la hacía sentir cómoda, pero Marcus había insistido en que esa aparición sería beneficiosa para su tienda. Desde hacía algún tiempo contaba con clientes ricos, la mayoría simpáticos, otros terriblemente pretenciosos. La tía de Marcus, Rowena, lady Palmerston, viuda de un distinguido diplomático británico, fue una de las primeras y a menudo acudía a su tienda porque, según ella, sus arreglos florales la inspiraban y le daban alegría.

–Pero intentará asustarte, querida –le advirtió Marcus entonces–. Las Rowlands son unas esnobs insoportables. El dinero es su aristocracia.

–Pero tu sobrino debe de ver algo en ella, ¿no? Es muy atractiva y le queda bien la ropa.

Marcus rió suavemente.

–Mi sobrino necesita mucho más que eso en una mujer. Es la madre de Paula la que está empeñada en que sean pareja.

–Bueno, tu sobrino es un chico muy atractivo también.

–David tiene lo mejor de los Wainwright.

Una vocecita le enviaba señales de advertencia. No contra Paula Rowlands, sino contra David Holt Wainwright, el querido sobrino de Marcus. Él era quien podría hacerle daño. Sonya había aprendido a confiar en su intuición y, además, sabía que David estaba preguntándose por la naturaleza de su relación con su tío. Aunque sólo eran amigos, sospechaba que Marcus quería algo más. Y podría ofrecerle mucho, sobre todo seguridad, pero por el momento Sonya quería que siguieran siendo sólo amigos.

 

 

Sonya Erickson lo había dejado impresionado y muy poca gente conseguía eso, pensaba David. No era sólo su belleza, por radiante que fuera, sino su innata confianza, su seguridad. La belleza por sí sola no garantizaba eso. Paula no la tenía a pesar de su privilegiada familia. Aquella joven era la viva imagen de la elegancia aristocrática y tenía que haber un archivo en algún sitio con todos sus secretos…

Y Paula seguía murmurándole cosas al oído, aunque Marcus y su acompañante estaban ya casi frente a ellos.

–Hazme un favor –le dijo, poniendo una mano en su brazo.

–Lo que tú quieras, cariño.

–Cállate de una vez.

Con una sonrisa en los labios, Holt dio un paso adelante para saludar a su tío.

–Hola, tío Marcus.

–Hola, David –lo saludó él, con la misma expresión de afecto.

Después de estrechar su mano se dieron un abrazo, como de costumbre. Marcus y Lucille no habían tenido hijos, aunque los hubieran deseado, de modo que Holt había tenido una relación muy estrecha con ellos. Le querían y él los quería también. En cierto, modo era el hijo que nunca habían tenido.

Marcus presentó a su acompañante en cuanto se separaron.

–Sonya Erickson.

No dijo nada más, sólo eso. Pero no hacía falta, era evidente que Sonya Erickson se había convertido en alguien muy importante para él. De no ser así, no llevaría puestas las esmeraldas de su mujer.

–Sonya, por favor –dijo la joven mientras estrechaba su mano. Lo hizo de una forma tan elegante que Holt estuvo a punto de llevársela a los labios. Pero no intentaba seducirlo. Todo el mundo sabía que era un hombre muy rico, pero los preciosos ojos verdes de la señorita Erickson no revelaban nada más que un aristocrático interés.

De cerca era aún más bella. Paula, que estaba charlando con Marcus, el paso número dos en su plan para llevarse bien con sus parientes, debía de odiarla. Las mujeres guapas solían ser un problema para las menos afortunadas.

Otro hombre se hubiera sentido abrumado, pero él no. Él tenía la cabeza sobre los hombros. Pero debía admitir que la belleza de una mujer era un arma poderosa.

La preciosa Sonya tenía encandilado a Marcus y eso no era fácil porque su tío no era la clase de hombre que tenía aventuras pasajeras. Al contrario, después de la muerte de Lucy se había convertido en un recluso.

Pero la señorita Erickson lo tenía hipnotizado. Y si él seguía mirando esos ojos verdes mucho más tiempo le acabaría pasando lo mismo.

–Marcus habla a menudo de ti –dijo Sonya entonces.

–Si necesito que alguien hable bien de mí, siempre acudo a mi tío. Es un tipo estupendo.

–Ah, ahora entiendo que te quiera tanto.

–Y, evidentemente, a ti también te encuentra especial –Holt no pudo resistirse a decirlo.

Esa confianza, ese aire patricio, tenían que ser innatos. Holt empezó a preguntarse de dónde sería, quién sería. Y tal vez sería buena idea averiguarlo. Tenía una bonita voz, además, un fino acento. O provenía de una familia de clase alta o había tomado clases de dicción.

Su mano, se dio cuenta entonces, parecía seguir sintiendo el calor de la de Sonya. Era como una tenue pero intensa corriente eléctrica. Esa mujer era peligrosa, pensó.

–Marcus es una persona muy importante para mí –le dijo, intentando disimular que había una nota de advertencia en su voz.

–Entonces los dos sois afortunados –respondió ella, volviéndose hacia Marcus con una sombra de tristeza en su rostro.

Una mujer misteriosa, además.

Y sabía cómo hacer el papel. De hecho, era tan buena que casi le daban ganas de aplaudir.

Paula, momentáneamente olvidada, intervino en la conversación con una sonrisa.

–Debo decir que es usted guapísima, señorita Erickson –la pobre no pudo fingir sinceridad, pero al menos lo intentó.

–Gracias –dijo Sonya.

Paula tenía que ser idiota si no se daba cuenta de que la misteriosa señorita Erickson la había calado de inmediato y, por eso, decidía ignorarla. Muy inteligente, pensó Holt.

–¡Y ese collar! –siguió Paula–. Es absolutamente precioso. Por favor, dígame cómo lo ha conseguido. ¿Una herencia familiar quizá?

Cero tacto por parte de Paula, como era de esperar. Casi podría haber gritado: «¡Como si eso fuera posible!».

Cuando estaba pensando dejarla plantada o tal vez darle un pisotón, la señorita Erickson puso una mano blanca sobre las esmeraldas.

–Mi familia lo perdió todo en la Segunda Guerra Mundial.

Dios, esa mujer, Anna Andersen, que decía ser la gran duquesa Anastasia, no lo hubiera hecho mejor. ¿Por qué demonios era florista? Debería ser una estrella de cine.

–¿De verdad? –exclamó Paula, incrédula.

–Es verdad, sí –fue la respuesta de Sonya Erickson, en voz tan baja como si estuviera hablando consigo misma.

Hora de intervenir, pensó Holt. Lo último que deseaba era que su tío se sintiera avergonzado.

–¿Vamos a nuestra mesa? –sugirió.

Marcus, que parecía un poco tenso, tomó a Sonya del brazo.

–Muy bien –murmuró.

 

 

Desde que Marcus la convenció para que lo acompañase a esa cena, Sonya se había preguntado cómo sería. Todo brillaba bajo las grandes lámparas de araña: las lentejuelas, las copas de cristal, las joyas exclusivas, los ojos de algunos invitados. Y los vestidos. Con escote palabra de honor, halter, con un hombro al descubierto, todos de diseño. Ella sabía que iba a mezclarse con celebridades y gente de la alta sociedad. E incluso podría conocer a algún familiar de Marcus.

Como David, por ejemplo.

Lo sabía todo sobre David Holt Wainwright. Había leído cosas sobre él en las revistas y sabía que era un empresario admirado por todos, brillante, el hombre de moda, aunque aún no tenía treinta años. Y su madre era Sharron Holt-Wainwright, heredera de una empresa farmacéutica. Los ricos siempre se casaban con otros ricos, pensó.

Marcus siempre se refería a su sobrino como David, pero el resto de la gente lo llamaba Holt. Su tío Philip, hermano de su madre, le había puesto el sobrenombre, tal vez porque los Holt, la familia de su madre, eran más guapos y de superior estatura, como lo era David.

Sonya intuía que la familia de Marcus se pondría contra ella. La diferencia de edad era un factor importante, aunque los millonarios se casaban con chicas más jóvenes a menudo. Y aunque esos matrimonios fuesen por amor, casi nadie concedía a la novia el beneficio de la duda. Así era el mundo. Y ella trabajaba en una floristería, de modo que no formaba parte de ese círculo. Era una chica trabajadora sin apellido conocido, sin influencias, sin título universitario en una facultad prestigiosa. Y sólo tenía veinticinco años mientras Marcus tenía más de cincuenta.

En realidad, había aceptado la invitación sabiendo que no debería hacerlo. Su belleza, heredada de su madre y su abuela, era un don, pero jamás se le había ocurrido que podría utilizarla para casarse con un millonario.

Marcus era diferente, pensó. Había notado su tristeza desde el día que entró en la floristería. Estaba fuera, un hombre distinguido e impecablemente vestido, mirando el ramo de flores tropicales y maravillosas peonías rojas que había colocado en un antiguo jarrón japonés en el escaparate.

Sonya le había sonreído y, un momento después, él entró en la floristería. Era un hombre elegante, tímido y encantador que le había caído bien desde el primer momento. A partir de ahí, entre ellos floreció una buena amistad y Marcus le dejaba «hacer su magia» como solía decir, con los ramos de flores que llevaba a su preciosa casa. Una casa demasiado grande para un hombre solo. Tenía dos empleados, un ama de llaves y un conductor-jardinero que vivían en otra zona de la casa y siempre había rechazado las propuestas de venderla. Era la casa que había compartido con su difunta esposa y estaba llena de recuerdos para él.

Sonya sabía mucho de recuerdos y eso había cimentado su relación. Era una de esas cosas que pasaban en la vida. Marcus, después, había enviado a su tía, lady Palmerston, a la floristería y lady Palmerston a su vez había enviado a muchos amigos que, de inmediato, se convirtieron en clientes. De modo que les debía mucho a los dos y se daba cuenta de que para cualquier chica, especialmente una en su posición, Marcus Wainwright sería un gran partido. La edad no tenía importancia. Marcus era atractivo, inteligente y un hombre muy interesante. Y le gustaba hacer felices a los demás. En resumen, un buen hombre.

«Mi difunta esposa también tenía unos preciosos ojos verdes. Verdes como esmeraldas».

Eso le había dicho el día que se conocieron.

Pobre Marcus, con sus sueños y sus esperanzas destrozados. Lo sabía bien porque a ella le había ocurrido una tragedia similar.

–¿En qué estás pensando?

Sonya se volvió hacia esa voz tan sexy y tan vibrante. Durante la cena había estado escuchándolo con atención. David Holt Wainwright había llevado la conversación de manera interesante y divertida. Y siendo el más joven de la mesa.

Marcus estaba ocupado contestando preguntas de una de las invitadas, Tara Bradford, una divorciada alta y delgada que parecía muy interesada en él. Tara había sido amiga de su difunta esposa y sólo le había dirigido a ella un par de frases por cortesía. Daba la impresión de que esperaba que Marcus recuperase el sentido común y buscase una mujer madura.

Como ella.

Sonya, por su parte, estaba pendiente de David Holt Wainwright. Nada raro ya que era un hombre muy carismático. Ella no perdía la cabeza por ningún hombre, pero nadie era capaz de controlar una atracción física. Acercarse demasiado a él sería como jugar con fuego y un incendio podría destruir la ordenada vida que había creado para sí misma.

–Estaba recordando la primera vez que vi a Marcus –contestó.

–Entró en tu floristería –dijo Holt, con una sonrisa.

Sabía por intuición que podrían hacerse daño el uno al otro. Y hacerle daño a Marcus. Un poco de peligro siempre lo excitaba, pero eso no podía ocurrir si Marcus estaba involucrado. Le importaba demasiado su tío.

–Le gustó el ramo que había en el escaparate –dijo Sonya.

–Me han dicho que eres un genio.

–No, no lo soy, pero me gusta mucho mi trabajo. ¿Quién te lo ha dicho, lady Palmerston?

–Otra de tus admiradoras.

–Afortunadamente. Tengo un negocio y necesito clientes. Buenos clientes que aprecien lo que hago.

–Entonces debiste de llevarte una alegría cuando mi tío y mi tía abuela entraron en tu tienda.

–Claro que sí. Ahora estoy empezando a organizar cenas, fiestas y bodas. Incluso he tenido que contratar a una ayudante. Si algún día necesitas mis servicios…

–Tomo nota –dijo él, sabiendo bien que nunca se pondría en contacto con ella. Demasiado peligroso–. Háblame de ti.

Y seguro que habría mucho que contar, pensó cínicamente.

–No hay mucho que decir. Además, seguro que ya sabes todo lo que tienes que saber.

–Yo soy muy curioso.

–Ya, pero no está bien meterse en los asuntos de los demás –dijo Sonya, tomando su copa de vino.

–Las mujeres bellas y exóticas normalmente tienen muchos secretos.

–Ésa es una visión muy cínica.

–Pero más cierta de lo que crees.

–Entonces es un consuelo saber que, aunque tuviera muchos secretos, tú no vas a descubrirlos –replicó ella, con una mezcla de burla y desdén.

–¿Es un reto?

–¿Qué puedo decir? –Sonya se encogió de hombros.

Unos hombros preciosos. ¿Y ese gesto con las manos? Pura Europa.

–¿Sí o no?

–No hay reto. Es una promesa –murmuró Sonya.

En ese momento, Marcus la miró con una expresión que casi parecía de alivio. Pero Tara debía de saber que no tenía nada que hacer con él, pensó Holt. Lucy y Tara habían sido amigas y estaba claro que la pobre quería sucederla. E incluso Tara sería mejor elección que la señorita Erickson de los ojos color esmeralda.

¿Pero de dónde había sacado tal aplomo una chica de veinticinco años?, se preguntó.

Sabía en su corazón que estaba en lo cierto: Sonya Erickson tenía un pasado y estaba buscando un futuro color de rosa con Marcus.

Y no tenía la menor duda de que, si quería casarse con él, lo conseguiría. ¡Incluso llevaba las joyas de su difunta esposa!

Tenía que preguntarle discretamente a su tío si se las había prestado para esa noche o si se había vuelto completamente loco y se las había regalado. Imaginaba esa conversación:

«¿Vas a llevar un vestido de color esmeralda, Sonya? Yo tengo un collar y unos pendientes que te sentarían muy bien. Además, tiene que darles el aire, llevan mucho tiempo guardados en la caja fuerte».

¿Habría protestado ella?

«No, Marcus, por favor».

«No, en serio, me agradaría mucho que te los pusieras».

Para ser justo, la verdad era que resultaba difícil decirle que no a Marcus. Y tal vez ella era la clase de mujer que vivía para complacer a lo demás. El pobre Marcus, tanto tiempo fiel al recuerdo de su difunta esposa Lucy, parecía estar prendado como un crío.

La cuestión era que la bella Sonya podría ser una devorahombres. Debía de tener una corte de admiradores. ¿Amantes?, se preguntó. A pesar de todo, Holt pensó que sería toda una experiencia compartir cama con ella. Él era humano al fin y al cabo. Pero la hermosa señorita Erickson llevaba una máscara y él se encargaría de hacer unas discretas pesquisas para aclarar la situación.

Aunque una vocecita en su cabeza le decía que ya era demasiado tarde.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

A MEDIADOS de semana, Holt comió con Rowena en el sitio de siempre, Simone’s. La comida era tan buena que incluso el mejor chef tendría que alabarla. Rowena y él tenían cosas que discutir, sobre todo el futuro de Marcus. Marcus era una persona muy querida para los dos y se daban cuenta de que, por segunda vez en su vida, estaba enamorado y tal vez pensando casarse con una chica que podría ser su hija.

¿Eso era malo? Ocurría muchas veces. Sobre todo con las rubias, los hombres ricos solían casarse con rubias, Holt no sabía por qué. La belleza tenía muchos colores, pero debía reconocer que también a él le gustaban las rubias.

Llegaba casi diez minutos tarde, después de una reunión con muchos ejecutivos con traje de chaqueta y una mujer con una gran melena. Con la luz del sol tras ella, Holt había tenido la sensación de estar hablando con un globo. Siempre le sorprendería lo que las mujeres se hacían en el pelo, los increíbles colores que se ponían. Una de las chicas de la oficina, Ellie, había llevado el pelo azul y rosa durante un tiempo. ¿Tal vez para llamar la atención? Se había tropezado con ella tantas veces que casi podría pensar que lo esperaba por las esquinas.

Una majestuosa Rowena lo saludó desde la mesa al verlo entrar.

–Siento llegar tarde –se disculpó, inclinándose para besar su aterciopelada mejilla. Adoraba a Rowena, su inteligencia, su sabiduría. Siempre llevaba el mismo perfume, rosas, almizcle y… ¿vainilla? Era un perfume muy evocador.

La mayoría de las mujeres de su círculo usaban diferentes perfumes, dependiendo de la temporada o de su estado de ánimo. La preciosa Sonya llevaba una fragancia suave que no le resultaba familiar, pero había sido una delicia respirarla.

–¿Qué vamos a comer? –le preguntó, tomando la carta.

Rowena sonrió.

–Ya he pedido por los dos, espero que no te importe. Sé que tienes poco tiempo.

–Y también conoces mis gustos. ¿Qué has pedido? –le preguntó Holt, levantando la mano para llamar al sumiller. Siempre compartían una botella de vino. Sólo una porque tenía mucho trabajo por la tarde.

Rowena, después de una vida como esposa de un diplomático y anfitriona de muchas fiestas, conocía bien sus límites. Ojalá Paula fuese igual, pensó David. Se había puesto muy discutidora después de la cena, diciendo que Sonya Erickson no sólo había clavado sus garras en Marcus, sino que también a él lo había dejado fascinado. Por supuesto, él lo había negado, no con demasiada convicción.

Con el Riesling, Rowena había pedido vieiras con mantequilla de trufas, salmón de Tasmania con una cremosa salsa de cangrejo y verduritas en juliana. Holt no tomó postre, pero Rowena pidió un parfait chocolate con mandarina. Su tía era una de esas mujeres afortunadas que podían comer lo que quisieran sin engordar un gramo.

–¿Entonces crees que Marcus está enamorado de ella?

–Sí, lo creo. Es una chica guapísima, educada e inteligente.

–Pero no confías en ella –Rowena tenía los penetrantes ojos de los Wainwright.

–¿Tú qué crees?

–No los he visto juntos, cariño.

–No tienes que hacerlo. Llevaba las esmeraldas de Lucy y eso no es algo que yo esperase de Marcus.

–Tal vez se las quitó cuando terminó la cena –sugirió Rowena con una sonrisa.

–¿Tú crees que duermen juntos?

–¿Por qué pones esa cara? Estamos en el siglo XXI, Holt. Y Marcus es un hombre muy atractivo.

–Y tiene mucha suerte.

–Veo que te ha impresionado esa chica.

–Soy un hombre, Rowena –bromeó Holt.

–Lo sé. ¿Y qué dice tu Paula?

–Tú sabes perfectamente que Paula y yo sólo somos amigos. No hay nada más.

–¡Eso espero! Con esa madre que tiene… –Rowena cerró los ojos–. Seguro que reza de rodillas para que Paula encuentre un buen partido. Pero en fin, dejemos a los Rowlands. No me extraña que el pobre George esté todo el día trabajando.

–A mí me cae bien.

–A mí también –Rowena sonrió–. Es un diamante en bruto.

–La señorita Erickson, en cambio, es un diamante bien pulido. Tiene un aspecto casi aristocrático. Es muy inteligente y fría, pero no está enamorada de Marcus. Eso es lo que me preocupa.

–¿Y tú cómo lo sabes?

–Lo sé –Holt apartó la mirada.

–¿Y te preocupa cómo vaya a terminar esto?

–Sería tonto si no me preocupase la señorita Erickson.

–Pues a mí me cae muy bien.

–Ya sabes que yo valoro mucho tu opinión. ¿De dónde sale esa chica?

Rowena se quedó pensativa un momento.

–No lo sé. Es buena conversadora y habla francés. Una vez le hice una pregunta en francés sobre un ramo que estaba haciendo y me contestó automáticamente en francés, con mejor acento que el mío. Pero nunca habla de sí misma y tengo la impresión de que está muy sola. Hay una gran tristeza en ella, ¿no te parece?

–Tal vez esté haciendo el papel de dama misteriosa –sugirió Holt–. Podría ser una consumada actriz.

Rowena negó con la cabeza.

–No, es auténtica.

–¿Auténtica qué? He estado haciendo averiguaciones, pero no he encontrado mucho. Tal vez hable con Interpol –bromeó Holt.

–Sólo lleva cinco años en el país.

–Sí, eso lo sé. Tiene cierto acento, pero no es francesa…

–Húngara –dijo Rowena.

–¿Húngara? –Holt dejó la copa sobre la mesa–. La tierra de Liszt, Bela Bartok, Kodaly, Franz Lehar. Incluso he oído hablar de las guapísimas hermanas Gabor. No conozco Budapest, aunque me han dicho que es una de las ciudades más bonitas de Europa, pero sé que sir Roland y tú la conocíais bien. ¿O le has preguntado directamente?

–No, cariño, pero tengo buen oído para los acentos. Además, Sonya es una chica muy discreta. Su precaución, o su inseguridad, tienen que ver con su antigua vida, estoy segura.

–¿Crees que podría esconder algo?

Rowena suspiró.

–Voy a organizar un almuerzo el domingo y pienso invitarla. ¿Quieres ir?

Holt decidió aceptar la invitación, ya se preocuparía de los daños colaterales más tarde.

–¿Irá Marcus?

–No puedo invitar a Sonya sin invitar a Marcus, cariño.

–Deberías tener cuidado. Tengo la impresión de que Sonya podría ser un problema.

–Tal vez, pero me gusta y me encantan los misterios. Y a ti también.

–Si fuese un poco mayor…

–No, por favor. ¿Mayor como Tara Bradford? –bromeó Rowena.

–Ella no le rompería el corazón.

–Marcus no tiene el menor interés en la pobre Tara –dijo ella, con un toque de malicia–. Es una mujer estupenda, pero tiene unas piernas gordísimas.

–Así se sujetará mejor –bromeó Holt–. Aún no he visto las piernas de Sonya, pero seguro que son perfectas.

Su tía asintió con la cabeza.

–Las he visto y lo son.

 

 

Al día siguiente, Holt fue a casa de Marcus con su multimillonaria vista del puerto de Sidney. Había estado ocupado toda la semana con reuniones y papeleo que solía solucionar su padre. Su padre, un hombre notoriamente esquivo y presidente de las empresa Wainwright, confiaba en poca gente aparte de la familia y cada día le dejaba más trabajo a su único hijo y heredero. En consecuencia, no había tenido oportunidad de charlar con su tío, que dirigía el departamento de propiedades. Y, considerando la cantidad de propiedades que manejaba el imperio Wainwright, era un trabajo enorme. Además, tanto Marcus como él, los dos con títulos en Derecho y Económicas, acudían a las reuniones del consejo de administración. Trabajaban en el mismo edificio, las torres Wainwright, pero no en la misma planta.

La casa en la que Marcus y Lucy habían vivido había sido heredada por Lucy de su abuela materna, lady Marina Harnett, una mujer dedicada a la filantropía y famosa coleccionista de arte. En su opinión, era una de las casas más bonitas de la ciudad, no grandiosa como la mansión de los Wainwright en la que él había crecido, sino más pequeña y acogedora, sobre todo cuando vivía su tía. Lucy era la mujer más dulce y más amable que uno pudiese imaginar…

Ése era el problema de la vida, que al final siempre estaba la muerte, el enemigo invencible. Su madre había sufrido mucho cuando murió Lucy porque, además de parientes, eran grandes amigas. Toda la familia quería a la mujer de su tío y sabían que nadie podría reemplazarla.

¿Qué ocurriría ahora que Sonya Erickson había aparecido en escena? ¿Su familia lo vería como una traición hacia Lucy? Todo el mundo quería que Marcus fuera feliz, pero una joven tan guapa como Sonya sólo podía inspirar sospechas. Él mismo desconfiaba de ella.

Cuando salió del coche se fijó en una camioneta azul que estaba aparcada en la puerta. Debía de ser del ama de llaves o del jardinero, pensó. La casa, construida en 1850, era de estilo Regencia, perfectamente simétrica. La única concesión al clima australiano era la enorme veranda con sus elegantes pilares. Gran parte de la parcela había sido vendida con los años, demasiada tierra para tan poca gente, pero había conservado la casa del servicio, reformada y modernizada. Holt había pasado mucho tiempo allí y, de repente, se vio asaltado por un momento de nostalgia…

«David, cariño».

Su tía Lucy lo abrazaba cuando no medía más de un metro con el afecto que ponía en todo. Era lógico que Marcus se hubiera encerrado en sí mismo cuando murió. La vida podía ser tan cruel…

A veces parecía que los mejores eran los primeros en irse y los Wainwright jamás aceptarían a alguien como Sonya Erickson. Los motivos de una mujer tan guapa y tan joven para casarse con un hombre mucho mayor que ella no podían ser puros.

Holt había notado que sentía afecto por Marcus, pero ese afecto podría no convertirse en amor. Al menos, amor romántico.

¿Y no era eso lo que quería todo el mundo? Él estaba a punto de cumplir los treinta y había conocido a muchas chicas interesantes, pero ninguna lo había cautivado y eso era lo que quería. Quería pasión, magia. Quería que una mujer capturase su imaginación, pero empezaba a preguntarse si eso iba a ocurrir.

Su vida era estupenda, ajetreada y privilegiada, pero le faltaba algo. Y le molestaba reconocer que le gustaría encontrarse con Sonya. No tenía sentido decirse a sí mismo que iba a visitar a su tío sólo porque tenía ganas de verlo.

¿Dónde lo dejaba eso?

«En una posición imposible, amigo».

Ésa era la respuesta. Él quería mucho a su tío y jamás haría nada que le hiciese daño. En cuanto a Sonya… ¿no era natural que una chica joven se sintiera halagada por las atenciones de un hombre maduro, rico e interesante? Pero Sonya no parecía emocionada, al contrario, parecía absolutamente segura de sí misma. Por eso desconfiaba de ella.

La puerta principal estaba abierta y cuando entró en el salón estuvo a punto de chocar con una joven que llevaba un jarrón lleno de flores en la mano…

Sonya.

Sonya, con un pantalón vaquero que destacaba sus largas piernas y un chaleco que hacía lo mismo por sus pechos. Su largo pelo rubio, con la raya al medio, caía sobre sus hombros.

Holt se detuvo, sorprendido.

–Cuidado, no lo tires –le advirtió. Por alguna razón, la princesa de hielo parecía haber perdido su frialdad–. Espera, te ayudaré.

–David… –empezó a decir ella.

Su nombre nunca había sonado tan bien, tan íntimo, pensó Holt mientras dejaba el jarrón sobre una mesita.

–Lo siento, te he asustado.

Parecía desorientada. Aquélla era una Sonya completamente diferente a la que había conocido en la cena. Incluso parecía asustada.

Holt había puesto una mano en su hombro para sujetarla, pero sin darse cuenta estaba acariciando su blanca piel. Aquélla no era una estatua, sino una mujer de carne y hueso. Sus ojos se clavaron en los mechones rubios que caían sobre sus hombros y pensó que le gustaría acariciarlos. Le gustaría inclinar la cabeza para probar sus labios, tomarla en brazos y echársela al hombro como un cavernícola.

Aquello era una locura. Magia, pensó, pero magia negra. Evidentemente, Sonya Erickson era una sirena que fascinaba a los hombres.

Holt dio un paso atrás.

–Siento haberte asustado –repitió–. ¿Qué haces aquí?

Ella tardó un momento en contestar, como si estuviera intentando levantar la barrera de protección que había caído sin que se diera cuenta.

–Marcus me ha encargado que pusiera flores en su casa.

–Ya veo. ¿Dónde está? –preguntó Holt, mirando hacia el estudio, la habitación favorita de su tío.

–No está aquí, pero volverá pronto.

–Esperaré –murmuró él, la oleada de deseo reemplazada por sus antiguas dudas.

–¿Quieres tomar algo? ¿Un café, algo más fuerte?

–No, gracias. Eres tú quien parece necesitar algo fuerte.

–Es que me has asustado, no esperaba a nadie.

–Podría haber sido un intruso.

–Sí, claro. Pero yo creo que ha sido tu expresión al verme –Sonya lo miró en silencio durante unos segundos–. No te gusto y no confías en mí, ¿verdad?

Era una pregunta muy directa.

–No es cuestión de que me guste o no, señorita Erickson. Tiene más que ver con su papel aquí.

–Ah, ahora soy la señorita Erickson –Sonya levantó una ceja.

–Sonya es un nombre precioso –Holt se encogió de hombros–. ¿Es tu nombre de verdad?

–Qué pregunta tan extraña.

Sobre su cabeza había una lámpara de araña del siglo XIX. Sobre la chimenea de mármol de Carrara vio que había colocado un jarrón lleno de flores en tonos pastel, a juego con el reloj de porcelana Meissen, bajo un paisaje muy valioso.

–¿Y?

–Por supuesto que es mi nombre –dijo ella, apartándose la melena de los hombros.

El salón era demasiado femenino para su gusto, pensó Holt. Demasiado opulento, con tantas sedas y brocados, pero Sonya Erickson parecía hecha para aquel sitio. Incluso con los vaqueros y el chaleco parecía una reina. Se le ocurrió entonces que, sin maquillaje y con el pelo suelto, parecía tener diecinueve años.

–¿Sabes que una vez conocí a una mujer que se había cambiado el nombre cuatro veces? Ahora está en la cárcel por fraude. Consiguió robarle los ahorros a un montón de ingenuos.

–No es fraudulento cambiarse el nombre.

–¿Estás diciendo que tú lo has hecho?

–¿Por qué no te sientas? –lo invitó ella, haciendo un elegante gesto con la mano.

–Parece como si estuvieras en tu casa.

En casa de Lucy.

–Marcus me hace sentir bienvenida aquí –replicó ella–. ¿Qué quieres, interrogarme?

–No, he venido a ver a Marcus. No esperaba encontrarme contigo. ¿Por qué no te sientas en el sofá? Yo me sentaré en el sillón, no te preocupes –dijo Holt–. Sé que eres una chica inteligente, así que podemos ir al grano. Es evidente que a mi tío le importas mucho y eso presenta algún problema, ¿no te paree?

–Un problema para ti, tal vez. Yo no veo que sea un problema para mí.

–Pero no sabemos nada sobre ti.

–¿Qué esperabas, que te enviase mis credenciales? Marcus confía en mí.

–Eso es lo que me preocupa –dijo Holt–. ¿Quién eres en realidad, Sonya? ¿Qué es lo que quieres?

–¿Quién ha dicho que quiera nada? –respondió ella, levantando imperiosamente las cejas mientras se sentaba no en el sofá sino en un sillón frente a él.

La luz del sol que entraba por los ventanales, filtrada por las cortinas blancas, iluminaba su figura dándole un halo dorado.

–Durante la cena llevabas las esmeraldas de mi tía Lucy.

Las mejillas de Sonya se llenaron de color.

–¿Hay algo vergonzoso en ello? Marcus quería que me las pusiera. Incluso podría decir que insistió en que lo hiciera. Me preguntó de qué color era el vestido y cuando le dije que era verde, él mismo sugirió que me pusiera las joyas. Pero te aseguro que están de vuelta en la caja fuerte.

–Y tú no sabrás la combinación, ¿verdad? –preguntó Holt.

–¿La sabes tú?

–Yo podría abrirla con los ojos cerrados. Oye, no quiero ofenderte, Sonya…

–¿Ah, no? Quién lo diría –replicó ella, con frialdad.

–El vestido que llevabas era exquisito, por cierto. ¿Un regalo de Marcus?

–Ah, qué directo. Me lo puse porque no tenía nada mejor, es antiguo.

Parecía estar diciendo la verdad, pensó él.

–Era precioso.

–Vintage, alta costura.

–Lo parecía, desde luego.

–Pero no has venido para hablar de mi vestido que, por cierto, me pertenece –dijo Sonya.

Recordaba a su madre con ese vestido. Pero eso fue en otro momento, en otro mundo. Un mundo en el que ella era feliz.

–En realidad, he venido para charlar con mi tío. Pero, como puedes imaginar, mi intención es protegerlo.

Ella rió, con expresión escéptica.

–No tienes derecho a interferir en su vida, David. Marcus es un hombre adulto y muy inteligente.

–Un hombre adulto que no había mirado nunca a una mujer aparte de Lucy. Hasta ahora –dijo Holt–. Y no quiero que nadie le haga daño. Curiosamente, Marcus es muy inocente y últimamente no goza de buena salud. Durante años, la familia ha temido que muriese de pena. Quería muchísimo a su mujer.

–Sé que sufrió mucho tras la muerte de su esposa –dijo ella–. Marcus me ha contado muchas cosas sobre Lucy.

Podría contarle que también ella había sufrido, pero su natural cautela se lo impidió.

–¿Ah, sí? –Holt levantó una ceja, escéptico.

–¿Nunca has conocido a nadie con quien te identificases inmediatamente? –le preguntó ella, con un brillo de hostilidad en sus hermosos ojos verdes.

Holt pensó que se había identificado con ella de inmediato.

–No podrás ocupar el lugar de Lucy –le dijo–. Nadie podría hacerlo. Sencillamente, no sabes dónde te metes. La familia Wainwright es muy poderosa, no puedes imaginarte cuánto. Y con una gran fortuna. A ninguno de nosotros nos gustaría perder parte de esa fortuna porque los negocios están interconectados. Eres demasiado joven para Marcus, Sonya. Además, siendo tan joven mucha gente te vería como una buscavidas y te odiarían por ello.

–¿Quieres decir que nunca podría estar a la altura de tu familia? –le preguntó Sonya, con frío desdén–. ¿O el problema es que Marcus tiene treinta años más que yo?

–Si tuvieras veinte años más, no creo que estuviera diciéndote esto. Pero tú no quieres a Marcus, Sonya. No me digas que es así.

–No iba a decirte nada en absoluto y tú no tienes ningún derecho a preguntar –respondió ella–. ¿Que los Wainwright son millonarios? ¿Y qué? Eso no es clase, tradición, pasado. Este país tiene apenas doscientos años de historia, sois unos parvenus.

–¿Cómo? –exclamó Holt, perplejo.

–Vuestros antepasados ingleses llegaron aquí en el siglo XVIII, es decir, hace dos días. De modo que tu familia no me impresiona en absoluto, David.

–Evidentemente –murmuró Holt, atónito y divertido a la vez–. Bueno, háblame de tu ilustre familia entonces. ¿Aristócratas europeos quizá? ¿O no te he dado tiempo de inventar una historia? ¿De dónde eres? ¿Es Erickson tu verdadero apellido?

–Tal vez me lo haya cambiado –dijo Sonya.

Y, en ese momento, Holt notó que su acento era más pronunciado que nunca.

–Posiblemente. Mi tía abuela Rowena cree que tienes acento húngaro. Estuvo casada con un diplomático muchos años y conoce los acentos del centro de Europa.

–Vaya, vaya, vaya –dijo Sonya, con los ojos brillantes–. No se me ocurre nada más que decir.

–No creo que sea tanto pedir que me hables de ti. Estoy dispuesto a escuchar.

Ella se levantó entonces.

–Lo siento, David, pero yo no tengo ganas de hablar. Especialmente contigo. Eres demasiado arrogante para ser tan joven.

Holt también se levantó, haciendo que Sonya pareciese pequeña en comparación.

–A tu lado soy un aficionado –replicó.

–¿Ah, sí? ¿Porque me defiendo cuando me atacan? –exclamó ella–. ¿Porque no me dejo avasallar?

–Lo siento, condesa.

–¿Quién sabe? –Sonya apartó la mirada entonces, como si se diera cuenta de que había hablado demasiado–. Ah, me parece que llega Marcus y no quiero que nos encuentre discutiendo.

–No, claro –murmuró Holt, irónico.

–Marcus es un hombre muy solitario. Puede que se crea enamorado de mí porque tengo los ojos verdes como su difunta esposa… y sé que te quiere como si fueras un hijo.

–Y eso me da ciertos derechos, ¿no? –replicó él.

–No te da derecho alguno a inmiscuirte en mi vida.

–Lucy tenía unos preciosos ojos verdes, es cierto, pero no se parecía nada a ti. Ella era una mujer dulce y tierna, todo lo que tú no eres. ¿Qué estás buscando, Sonya?

Ella se volvió para mirarlo con fría reserva.

–Voy a recibir a Marcus. Puede que no lo creas, pero también yo quiero que tu tío sea feliz.

 

 

Holt esperó, conteniendo el deseo de acercarse a la ventana para ver cómo recibía a su tío. Unos segundos después, Marcus entró en el salón, más enérgico y alegre que en mucho tiempo.

Su tío merecía ser feliz, pero Holt no iba a dejar que una joven sin escrúpulos destrozase su relación con él. ¿Qué estaría escondiendo?, se preguntó.

–David, me alegro mucho de que hayas venido –lo saludó Marcus, ofreciéndole su mano.

–Sonya estaba cuidando de mí.

–Maravilloso, maravilloso –dijo Marcus, su rostro iluminándose al mirarla–. Me gustaría mucho que os conocierais mejor.

Había cierto tono de advertencia en esa frase, aunque tal vez su tío no se había dado cuenta. Pero no hacía falta. Holt sabía que debía prohibirse a sí mismo cualquier pensamiento erótico sobre Sonya Erickson.

 

 

Veinte minutos después, Holt se despidió. Había tomado un whisky con su tío, pero cuando se marchó estaba nervioso. No había planeado nada de aquello, pero no podía negar la amarga verdad. A pesar de su preocupación, se sentía poderosamente atraído por Sonya Erickson, si ése era su verdadero nombre, y por primera vez en su vida sentía como si estuviera perdiendo pie. Y lo peor era que le importaba un bledo su verdadera identidad porque era la única mujer que lo había afectado de tal modo.

Y Marcus parecía más joven y alegre que nunca.

Menudo problema.

Si Sonya Erickson estuviese enamorada de Marcus, aceptaría que se casaran, por mucho que él tuviera dudas. Pero la preciosa Sonya no estaba enamorada de su tío.

¿Por qué estaba tan seguro de eso?, se preguntó entonces. Porque se había dado cuenta de que la atracción era mutua. Sonya se sentía tan atraída como él. En una de esas ironías de la vida, la atracción había sido inmediata. ¿Pero qué habría atraído a una mujer tan enigmática y joven hacia Marcus?

Aparte del dinero, claro, le dijo una vocecita cínica.

Marcus jamás la investigaría, ella misma se lo había dicho. ¿Qué buscaba entonces, seguridad? ¿Temía enamorarse de verdad, dejarse llevar por la pasión?

Se había dado cuenta de que tampoco ella confiaba en la gente. ¿Por qué? Tenía que ser por su pasado. Holt había llegado a la conclusión de que huía de algo o de alguien. ¿Y cómo afectaría eso a los planes de Marcus?

Había demasiadas preguntas, pero una cosa estaba clara: Sonya podría ser la segunda señora de Marcus Wainwright si eso era lo que quería.

Y no le gustaba. No le gustaba en absoluto.

Tenía que hablar con Rowena.

 

 

Cuando llegó a su apartamento llamó a Rowena para decirle que iría a comer a su casa el domingo. Su tía siempre servía unos almuerzos fabulosos pero, además, podrían observar a Sonya e intercambiar opiniones después.

–¿Te importa si llevo a Paula? Sé que no te cae muy bien…

–¿Piensas traerla como protección?

Holt hizo una mueca.

–No estoy utilizándola. A Paula le encantaría que la invitases.

–Eso no responde a mi pregunta, cariño.

–Marcus está loco por Sonya, Rowena –dijo Holt entonces–. He estado en su casa esta tarde y Sonya estaba allí, llenando la casa de flores.

–Y seguro que eran preciosas.

–Sí, es verdad que es buena en su trabajo. ¿Tú sabías que la ha contratado para que lleve flores a su casa todas las semanas?

–La verdad es que sí. Sonya tiene unas camelias preciosas…

–Rowena, seguro que las camelias son preciosas, pero lo que quiero saber es cuáles son los planes de Sonya. Ella sabe que Marcus está enamorado. ¿Tú crees que ese matrimonio podría terminar bien? Ella podría divorciarse y pedir una fortuna y, sobre todo, podría romperle el corazón.

–Es posible, cariño, ¿pero quién puede predecir cómo va a funcionar un matrimonio?

–Ah, ya veo que se ha ganado tu afecto –Holt suspiró–. Rolly y tú fuisteis felices, Rowena. Mis padres también.

–Tu madre y yo teníamos dinero, de modo que nadie podía acusarnos de ser unas aventureras. Así todo es más fácil, ¿no crees?

–Mi madre es cuatro años más joven que mi padre –señaló Holt.

–Mi querido Rolly tenía doce años más que yo.

–Un caballero a la antigua usanza.

–Desde luego que sí.

–Tú le aportabas muchas cosas. ¿Qué puede aportarle Sonya a Marcus?

Rowena soltó una carcajada.

–Por favor…

–Bueno, de acuerdo, pero eso no dura para siempre. Me encantaría ver el lado positivo, pero no podría soportar ver a Marcus humillado. Ella no le quiere, pero lo tiene comiendo en la palma de su mano. Aunque ahora mismo se le ve realmente feliz.

–Mira, también yo estoy preocupada… por los dos. He llegado a la conclusión de que Sonya tiene una carga que no puede soltar. A pesar de su actitud y de ese aire aristocrático, parece un poco perdida.

–¿Perdida? –repitió él–. Yo no lo creo.

–Anímate, cariño. Sé que quieres mucho a Marcus, pero también eres una persona perceptiva. Hay que tomarse esto con seriedad, pero hasta que conoció a Sonya, Marcus parecía un muerto en vida.

–Marcus es quien más va a sufrir si esto no sale bien. Aunque se casaran, una chica joven y guapa siempre puede rehacer su vida. Marcus no podría, los dos lo sabemos.

–Sí, desde luego –asintió Rowena.

–No podemos esperar que mis padres se alegren, especialmente mi padre. Querrá que investiguen a Sonya e incluso entonces no creo que lo aprobase. Y mi madre tampoco. Ya sabes cómo son, desde el primer momento la condenarán como buscavidas.

–Sonya no finge ese aire aristocrático, eso no se puede fingir –dijo Rowena, defendiendo a la joven a la que admiraba y respetaba.

–Es una mujer misteriosa, desde luego.

–Hay una historia ahí, cariño. Pero no es una historia feliz.

–A muchas mujeres les haría feliz casarse con un multimillonario –señaló Holt.

–En muchos casos no sale bien casarse por amor –replicó ella–. He oído que los Grantley se divorcian, por cierto. ¿Cuánto tiempo hace que se casaron?

–Creo que aún no han tenido tiempo de abrir todos los regalos de boda –bromeó Holt–. Bueno, nos vemos el domingo.

–Estoy deseando.

«Problemas, problemas, problemas», pensó Rowena mientras colgaba.

¿Sería posible que la bella Sonya fuese una buscavidas? ¿Tendría un plan en mente? Marcus podría darle una vida maravillosa, ¿pero se contentaría con eso? ¿Y qué pensaba Sonya de David?

David era un chico maravilloso y ella podría hacer una larga lista de mujeres jóvenes y no tan jóvenes que habían sucumbido a los encantos de su sobrino. Y Sonya sería muy rara si no sintiera cierta atracción por él. ¿Qué pensaría de David de eso?

El domingo lo descubriría, se prometió a sí misma.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

«¿QUÉ estoy haciendo con mi vida? Hasta hace poco pensaba que todo iba bien, pero ahora me siento totalmente desconcertada».

Sonya estaba delante del espejo, poniéndose los pendientes. Últimamente mantenía muchos monólogos interiores como aquél, pensó, dejando escapar un suspiro.

Sólo podía pensar en David Wainwright y en la tensión que había entre ellos. Quería dejar de pensar en él, pero su imagen era tan atractiva que aparecía una y otra vez en su cerebro, por mucho que ella intentase evitarlo.

Tenía la horrible impresión de que la vida, con sus tragedias, la había dañado. Bueno, estaba dañada, admitió. ¿Pero para siempre? Ése era un pronóstico terrible.

«Mantén las distancias, mantén las barreras emocionales. No necesitas más complicaciones en tu vida».

Eso le decía una vocecita en su cabeza. Todo el mundo tenía una, pero estando sola en la vida desde los dieciséis años, esa vocecita cada día se hacía más potente. La imagen de David Wainwright era persistente, tan vívida que, por primera vez en su vida entendía lo poderosa que podía ser una atracción sexual. Y tenía que ir al almuerzo de lady Palmerston.

Iba a volver a verlo allí…

Se daba cuenta de que esa obsesión estaba afectando a su comportamiento y no iba a permitirlo. No quería que David dominase sus pensamientos y menos su vida. Ella quería paz, tranquilidad… y un hombre maduro podía darle eso. La tranquilidad era importante, la sensación de estar protegida, porque ella no siempre se había sentido protegida. A los veinticinco años seguía recuperándose o, al menos, así era como lo veía.

Recuperándose.

Su historia era trágica, pero nadie debía saberla. Aún no. Aunque conocer a los Wainwright había complicado su vida y tenía que decidir qué iba hacer. En menos de media hora, Marcus iría a buscarla con su Bentley. Marcus Wainwright era un auténtico caballero, un hombre noble, como lo había sido su padre. Sería un pecado hacerle creer que podía haber algo entre ellos, pero intuía que podría ser feliz con él. Sin dramas, sin esconder su verdadera identidad. Con él tendría seguridad y la diferencia de edad no la molestaba en absoluto.

O no la había molestado hasta que conoció a su sobrino.

«Dios mío, si estás ahí arriba, tienes que ayudarme. No tengo a nadie que me ayude».

Sus padres habían muerto trágicamente en un accidente de coche diez años antes. Pero el accidente había sido provocado y ella sabía quién lo había organizado todo, alguien que jamás pagaría por su crimen. Vivía en América, pero tenía poder, contactos, influencias y el dinero suficiente como para organizar un asesinato incluso a un continente de distancia.

Jamás se mencionó su nombre en conexión con el trágico evento, por supuesto. Laszlo tenía amigos en todas partes, aunque también tenía muchos enemigos. Pero nadie podía tocarlo. Como los Wainwright, Laszlo era un multimillonario con intereses en el acero y el petróleo, un hombre intocable.

Y ella tenía algo que Laszlo deseaba: la madonna de Andrassy, un icono de valor incalculable que había pertenecido a su familia desde el siglo XVII.

Hasta poco tiempo atrás, Laszlo había creído que la imagen de la virgen, hecha por artesanos medievales, con una túnica y una corona de diamantes, rubíes, esmeraldas y perlas, había pasado a manos del ejército ruso durante la II Guerra mundial. El padre de Laszlo, Karoly, había reunido a su familia y lo que pudo juntar de su fortuna y se los había llevado a Estados Unidos, donde volvió a hacerse rico.

Su bisabuelo se había quedado en Rusia, donde murió. Su hijo mayor, Matthias, el heredero, había decidido quedarse con su padre. Fue su bisabuela, Katalin, quien de niña pudo escapar con un sirviente leal. Su bisabuelo y su tío abuelo habían sido hecho prisioneros y jamás se volvió a saber de ellos. Era una trágica historia que se había repetido en miles de familias europeas.