La novia de su vida - Margaret Way - E-Book
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La novia de su vida E-Book

Margaret Way

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Beschreibung

Si todas las bellezas de la alta sociedad que se empujaban para recoger el ramo de novia y suspiraban por convertirse en la esposa de Garrick Rylance supieran que el elegante hombre en cuestión sólo tenía ojos para una mujer… Zara, la dama de honor de la boda, había sido su amiga y su amante… pero cinco años atrás, antes de marcharse a la ciudad y desaparecer de su vida. Como resultado, Garrick levantó un muro alrededor de su corazón. Por eso, al verla de nuevo, Garrick no pudo evitar sentirse cauteloso. Pero había algo que tenía claro: ¡no dejaría que esa vez se fuera!

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Margaret Way, Pty., Ltd. Todos los derechos reservados. LA NOVIA DE SU VIDA, N.º 2372 - diciembre 2010 Título original: Cattle Baron Needs a Bride Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9331-2 Editor responsable: Luis Pugni

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La novia de su vida

MARGARET WAY

Capítulo 1

A treinta minutos de Brisbane, las nubes oscuras comenzaban a entrar por el este. Con incontables horas de vuelo, él observó fascinado cómo las nubes comenzaban a agolparse formando núcleos tormentosos. «La naturaleza en estado puro», pensó él. Una fuerza inimaginable que podía levantar un avión ligero, voltearlo, golpearlo con un rayo, o dejarlo pasar de manera milagrosa.

Él sabía que podría manejar el espectáculo pirotécnico de aquella tarde. Pero tampoco era aquello lo que necesitaba y notó que se le formaba un nudo de frustración en el pecho. El mal tiempo provocaba temor en cualquier piloto, pero él no pensaba ceder ante ello. No podía permitirse otra interrupción en su largo viaje, así que blasfemó para reducir la tensión que se apoderaba de él. Debía permanecer impasible. Era la única manera de mantener el control.

Era un piloto experto y hacía mucho tiempo que había obtenido la licencia. Su padre, Daniel, se había sentido orgulloso de él y le había dado una palmadita en la espalda.

–Tienes talento, Garrick. Todo lo haces con mucha facilidad. ¡No podría estar más orgulloso de ti!

Su padre había sido su modelo para todo. Él había aprendido a volar igual que su padre había hecho. Con naturalidad. Era un piloto meticuloso. Volar le daba la vida. Pero también podía darle la muerte. No podía olvidarlo. Ni por un momento. Ya había habido muchos accidentes de avión en las zonas despobladas de Australia. ¡Sin embargo a él le encantaba volar! ¡Y el sentimiento de libertad que le proporcionaba!

El Beech Baron era el símbolo de lo que su familia había conseguido con el tiempo, un avión de vanguardia mantenido para que fuera lo más seguro posible. Aun así, una turbulencia severa comenzó a agitar la avioneta como si fuera un juguete. Por suerte, terminó antes de que se convirtiera en un verdadero problema.

Había sido un infierno de viaje. Primero, había aceptado hacer un vuelo por emergencia médica para un vecino de una finca cercana que llevaba algún tiempo sin avioneta debido a grandes problemas económicos. Había sido su abuelo, Barton, el que había convertido Rylance Enterprises en una de las primeras empresas en diversificarse hasta el punto de que Coorango era sólo una de las muchas empresas que aportaban beneficios. La situación más arriesgada a la que se había enfrentado Garrick durante el vuelo era aterrizar en una carretera del interior de Australia que atravesaba una zona despoblada y que era peligrosa por su anchura y por los canguros que había por la zona. Los canguros se asustaban con el ruido de los motores, entraban en pánico y saltaban de un lado a otro, lo que suponía un importante peligro. Algunos se tumbaban sobre la pista como si estuvieran paralizados y miraban como diciendo: «No me hagas daño». Los canguros no tenían sentido común.

Al menos, la improvisada pista de aterrizaje no era demasiado corta y se extendía entre un paisaje lleno de arbustos e innumerables cursos de agua secos que los aborígenes aprovechaban para sus campamentos y entre los que, de vez en cuando, se encontraban pozas llenas de agua que brillaban con el sol.

El capataz de la finca estaba pálido y sudoroso a causa del dolor, pero no se quejaba. El propietario de la finca y dos de sus hombres habían llevado al paciente en coche hasta allí, y después lo habían subido al Beech Baron en una camilla. Su misión era llevar a aquel hombre hasta el Royal Flying Doctor Service más cercano, donde recibiría atención médica.

–¡Eres maravilloso, Rick! –le había dicho Scobie, el dueño de la finca–. Hace falta un buen piloto para poder aterrizar con un Beech Baron valorado en más de un millón de dólares en una pista de arbustos. No sé cómo agradecértelo. ¡Whitey se ha tapado los ojos durante todo el aterrizaje! –Scobie miró a su peón y éste sonrió.

–¡Nunca he visto nada parecido, señor Rylance! –dijo Whitey–. ¡Eres un as!

–¡Un as con mucha suerte, Whitey!

Cuando llegó a Brisbane, la tormenta había terminado y el sol había dispersado las nubes. Él aterrizó el avión con suavidad y lo aparcó detrás de un Gulfstream. Llegaría un día en el que él pudiera comprarse uno así. Desembarcó del avión y se acercó a la limusina que estaba esperándolo para llevarlo hasta la mansión de los Rylance.

–¿Ha tenido un buen vuelo, señor Rylance? –le preguntó el chófer, llevando dos dedos hasta la visera de la gorra del uniforme.

–Los he tenido mejores –sonrió, mientras guarda­ba la maleta en el maletero. No necesitaba que el chófer lo hiciera por él.

Momentos más tarde estaban en camino con una agradable conversación. El propósito de ese largo viaje era asistir como padrino en la boda de Corin, un pariente suyo que se casaría dos días después. Aquélla sería una ocasión especial tras los meses extremadamente traumáticos posteriores a la muerte de Dalton Rylance, el padre de Corin y Zara, y de su segunda esposa, Leila, en un accidente de avión en China. Un suceso que conmocionó a todo el país. Dalton Rylance había sido un gigante de la industria. Pero la vida continuaba y no había más remedio que seguir su ritmo. Corin era un luchador. Y estaba a punto de recibir su recompensa, casándose con Miranda Thornton, el amor de su vida.

Garrick había conocido a Miranda, una mujer me­nuda y de cabello rubio platino, en el funeral de Dalton y se había fijado en ella de inmediato. No sólo era una mujer bella, también muy inteligente. Y estaba estudiando para ser doctora. Corin era afortunado. Y merecía serlo. La vida no había sido fácil para él. Ni para Zara. Tras la muerte prematura de su madre, la primera señora Rylance, adorada por el resto de la familia. No como la segunda señora Rylance. Ella no se había ganado el corazón de su madre. A veces, la madre de Garrick hacía comentarios mordaces. Él había conocido a Leila en alguna reunión familiar y le había parecido una mujer dulce y encantadora. O al menos, con él había desplegado todos sus encantos.

Leila Rylance había sido una mujer glamurosa que había hecho feliz al arrogante y exigente Dalton.

Dalton Rylance y Daniel, su padre, eran primos segundos. Su rama de la familia había sido ganadera desde tiempos coloniales. Su padre era un hombre maravilloso, una verdadera figura de inspiración y un héroe para su familia. Desgraciadamente, durante los últimos años había vivido en una silla de ruedas tras sufrir importantes daños medulares provocados por una caída a caballo cuando se disponía a ayudar a un imprudente empleado de la finca.

Dalton y Daniel nunca habían estado unidos, aunque su padre mantenía bastantes acciones en Rylance Metals. Dalton Rylance no había sido un hombre que inspiraba afecto, pero sí había sido un brillante hombre de negocios y un pionero en la industria minera del estado.

Como solía ocurrir a menudo, Garrick no pudo evitar pensar en Zara. Ella lo había abandonado en un infierno emocional. Tiempo atrás, Zara y él habían estado locamente enamorados. Bueno, o él había estado locamente enamorado de ella. Zara había estado probando sus armas de mujer en el ámbito de la sexualidad y, cuando le hacía el amor, él sentía que su cuerpo se disociaba del alma. Habría hecho cualquier cosa por ella. Cualquier sacrificio excepto abdicar a su herencia. Como hijo único y heredero tenía grandes responsabilidades esperándolo, igual que Corin, el heredero de Dalton.

Zara era la heredera de los Rylance. Dalton, como buen machista que era, esperaba que ella siempre estuviera bien guapa y se casara con el descendiente de otra familia rica para formar una familia. Dalton Rylance era un gran defensor de la teoría de que las mujeres no estaban hechas para los negocios.

Por supuesto, Rylance Metals estaba dirigida por hombres. Igual que Rylance Enterprises, aunque eso estaba cambiando rápidamente. Su madre, Helen, estaba en la junta directiva de todas sus empresas y desempeñaba un rol activo. Era ella la que había recomendado a otras dos mujeres clave para el negocio. Su madre era una mujer especial. Y tenía muy buen ojo para la gente, y a menudo él se preguntaba cómo se había equivocado tanto con Zara.

Su preciosa Zara. Su ángel oscuro. El centro de sus sueños.

Tenía veintiocho años, dos años menos que él, y a pesar de que todo el mundo pensaba que se casaría joven, ella seguía soltera. Siempre había tenido una larga lista de admiradores. Y no era una niña rica y mimada. Se había convertido en una triunfadora en el mundo de los negocios. Dalton no contaba con que su única hija fuera tan inteligente. Pero Zara había heredado el cerebro de los Rylance para los negocios. Aun así, Dalton nunca le había ofrecido un trabajo en Rylance Metals.

Uno de los pocos grandes errores que había cometido. Pero Dalton Rylance había sido un hombre como los de su época. Zara era licenciada en Empresariales, y Dalton había permitido que estudiara para que en un futuro pudiera proteger la herencia que le correspondía. Ella vivía y trabajaba en Londres. Y tiempo atrás se había visto implicada en un gran escándalo con Konrad Hartmann, un hombre de negocios muy rico de Europa al que habían encontrado culpable de una estafa a gran escala. Hartmann estaba esperando al juicio y, cuando llegara el momento, pasaría el resto de su vida en prisión. Cuando la historia salió a la luz, un periódico británico nombró a Zara como la joven amante australiana de Hartmann. Se comentaba que ella conocía, o sospechaba, el enrevesado y dudoso negocio que él tenía. Además de ser la hija de Dalton Rylance, un magnate de la minería australiana, Zara era un lince para los negocios.

La amenaza de que emprendieran acciones legales contra ella hizo que su jefe de aquella época, el influyente Marcus Boyle, le echara una mano. Corin tampoco había perdido el tiempo y había volado a Londres para organizar al mejor equipo de representantes legales. Más tarde, cuando todo se tranquilizó, llevó a Zara de regreso a casa. Al parecer, ella estaba deseo­sa de regresar.

A él no le había hecho ninguna ilusión saber que Zara se había visto relacionada con el tema, a pesar de que ella negaba que hubiera tenido algo serio con el millonario. ¿Y era verdad? Sólo Zara y Hartmann lo sabían. Lo que él sí sabía era que nunca perdonaría a Zara por cómo lo había tratado. Quizá todavía le diera un vuelco el corazón al verla, pero un corazón roto no era fácil de reparar.

Por un lado había deseado rechazar la invitación de Corin para que fuera su padrino de boda. Puesto que Zara iba a ser la dama de honor principal, él sabía que correría un gran riesgo. Incluso el sonido de su nombre le hacía daño. Pero nadie lo sabía. Se había convertido en un experto a la hora de ocultar sus sentimientos. Al final, había decidido que no podía decepcionar a Corin. Después de todo, era un honor. Corin no conocía la historia de cómo lo había traicionado Zara. Ni nunca se enteraría. Zara y él tenían ese secreto. Ambos se sentarían juntos en la mesa nupcial, como si fueran parientes con una buena relación.

Él había vivido mucho desde que Zara lo dejó, intentando olvidar el pasado. Incluso se había comprometido con Sally Forbes en una gran fiesta que les habían preparado los padres de ella. Los Forbes eran amigos de la familia desde hacía mucho tiempo. Ella era todo lo que un hombre como él podía desear. Una mujer entrenada para ocupar el puesto de esposa en una gran finca ganadera. Como Coorango. Podía haber funcionado si él no se hubiera visto afectado por lo que sentía por Zara. Al final, Sally y él se separaron y ella se casó con Nick Draper, un amigo común. Sally y Nick seguían siendo sus amigos y parecían una pareja feliz.

A veces, él no podía creer lo rápido que pasaba el tiempo. Zara y él habían hecho el intento de cerrar la brecha que se había abierto entre ellos escribiéndose varias cartas. Las últimas habían sido enviadas desde Londres. Eso había sido poco antes de que ella empezara a salir en la portada de los periódicos. La tentación de leer sus cartas había sido muy poderosa. Él había tenido que contenerse para no devorar el contenido de las cartas, al fin y al cabo, lo consideraba una traición a sí mismo. A su autoestima. Por ello había guardado todas las cartas en un cajón de su escritorio y después las había condenado a la hoguera.

El pasado era algo prohibido.

Era una lástima que no pudiera borrar los recuerdos.

Capítulo 2

La mansión de la familia Rylance estaba situada en un jardín de dos hectáreas en cuya parte de atrás había una enorme piscina y un río.

Él no era más que un niño cuando visitó la casa por primera vez. A los diez años, a los niños del interior de Australia cuyos padres se lo podían permitir los enviaban a un colegio interno para que recibieran la mejor educación posible. Era una tradición. Corin y él habían sido escolarizados nada más nacer, en el mismo centro donde habían estudiado sus padres y sus abuelos.

Su relación con Corin había sido muy estrecha desde un principio. La hermana pequeña de Corin había aparecido como la princesa de los cuentos que leía su hermana Julianne, y él se había quedado prendado nada más verla.

–Ésta es Zara, Garrick. Mi tesoro.

Kathryn, la madre de Corin y Zara, había sonreído al ver que él se quedaba boquiabierto al conocer a la pequeña. Kathryn Rylance había fallecido años después cuando su coche salió volando por encima de un puente. Toda la familia quedó conmocionada. Él recordaba cómo su madre se lamentaba de que Dalton Rylance se hubiera casado otra vez poco tiempo después.

–Es lo bastante joven como para que pudiera ser su hija, Daniel, ¿lo puedes creer? –le había dicho ella a su padre–. ¿Qué será de esos niños sin el amor de su madre? Dalton no les ofrecerá ningún consuelo. La pequeña Zara será la que más sufra. Recuerda mis palabras. ¿Me estás escuchando, Daniel? Con Zara cerca, Dalton y la nueva señora Rylance no serán capaces de olvidar a Kathryn. Sé que no te gusta que te lo diga, pero siempre he pensado que nuestra querida Kathy sufría mucho...

En ese momento, su padre lo vio asomado a la puerta y lo llamó:

–No pasa nada, Garrick. Pasa.

¡Justo cuando esperaba oír lo que su madre iba a decir! Todo el mundo sabía que su madre no estaba impresionada por Leila Rylance. No era un secreto. Y de hecho ella lo decía con toda claridad. Quizá no era algo sorprendente, teniendo en cuenta que sentía mucho afecto por Kathryn, a quien tanto se parecía Zara.

Las espectaculares rejas de forja se abrieron para dejarlos pasar. Una vez cerca de la mansión, él se fijó en los jardines de rosas que recordaba. Las rosas eran las flores favoritas de su madre y florecían en verano, inundando el jardín con sus variados colores.

Él sabía que Kathryn Rylance se había tomado un gran interés personal en el jardín. Era ella la que trabajaba junto al Joshua Morris, un jardinero inglés que se había encargado de ampliar las rosaledas. Josh había dimitido de su cargo casi inmediatamente después de que se conociera la noticia de la muerte de Kathryn Rylance. Al parecer, estaba destrozado.

Los jardines se habían mantenido en recuerdo de Kathryn.

Garrick ya no sentía cansancio. Sin embargo, era consciente de que estaba nervioso. No estaba seguro de que Zara se estuviera alojando en la casa o no. Sabía que ella tenía un apartamento en la ciudad, pero dada la cercanía de la boda, era posible que ella se estuviera hospedando en la mansión. Tenía entendido que Zara y Miranda se llevaban muy bien. Pero era cierto que Zara tenía mucho encanto.

Corin había confesado que tenía sentimientos encontrados acerca de mantener la propiedad. Por un lado, tenía muy buenos recuerdos. Pero a pesar de tener una buena cantidad de dinero a su disposición, se vería forzado a encontrar una propiedad más valiosa o mejor situada. La finca debía de valer muchos millones y Dalton tenía contratado a un equipo de seguridad de los mejores. Todo dependía de Corin. Era posible que a Miranda no le importara vivir en la casa, a pesar de que sólo había conocido a Leila Rylance brevemente. Como esposa de Corin, Miranda recibiría mucha atención. Normalmente, las estudiantes de Medicina no llegaban a casarse con multimillonarios.

Incluso antes de que se abriera la puerta, Garrick sabía que sería Zara.

Kathryn Rylance le había pasado su belleza a su hija. Zara lo miró con una tímida sonrisa, sin duda insegura de cómo iba a reaccionar al verla.

–Hola, Garrick.

¿Sabía el dolor que sentía con tan sólo mirarla? ¿Nunca llegaría a superar la angustia que había sufrido por ella cuando era joven?

Había madurado. Había blindado su corazón.

–Zara, me preguntaba si estarías aquí.

Ella se sonrojó al oír su tono cortante.

–No espero que me des un abrazo.

–Ya no soy cariñoso, Zara –dijo él, con el corazón acelerado–. Tú me quitaste esa costumbre, Zara. ¿Puedo pasar?

–Por supuesto –ella dio un paso atrás. Llevaba el cabello recogido y el peinado resaltaba su cuello de cisne y sus bonitas orejas. Ella iba vestida con una blu­sa blanca sin mangas y unos pantalones negros de pernera estrecha. A pesar de su altura, llevaba zapatos de tacón. Un conjunto sencillo pero delicado. A Zara le quedaba bien todo lo que llevaba.

–Corin se ha retrasado –dijo ella con nerviosismo–. Miri está con él. Han salido a tomar una copa rápida con unos amigos. Llegarán para la cena. Se sirve a las siete.

–Lo recuerdo –dijo él.

–¿Quieres que te enseñe tu dormitorio?

–¿Dónde están los empleados? –preguntó él.

–Andan por ahí. Quería recibirte en persona.

–¿De veras? –arqueó una ceja–. Supongo que tene­mos que ver cuál es la mejor manera de llevar los dos próximos días.

–¿Todavía me odias? –preguntó ella.

Él ni siquiera tuvo que pensar la respuesta.

–No te engañes, Zara. Si alguna vez te apoderaste de mis sueños, esos días pasaron hace mucho tiempo.

–Tú todavía te apoderas de los míos –dijo ella.

–Siempre se te dio bien actuar. Pero seguro que todavía no has superado lo de Hartmann.

–Estás diciendo tonterías, Garrick. No tuve una relación con Konrad Hartmann. Salimos un par de veces a cenar y a un par de conciertos.

–Supongo que puedo creerlo –se encogió de hombros–. Las diosas no se enamoran de los mortales. Pero ¿tuvisteis una relación sexual?

–No es asunto tuyo –dijo ella.

–Está claro que la tuvisteis.

Él dejó de mirarla y se fijó en el lujoso salón. Lo habían redecorado desde la última vez que él había estado allí y había quedado de maravilla. El suelo de la entrada principal seguía siendo de baldosas blancas y negras, pero en lugar de los arcos que separaban las estancias había cuatro columnas de estilo corintio.

¿Y quién lo había decorado así? Probablemente Zara. Ella siempre había tenido muchísimo estilo.

Zara permanecía a poca distancia, perdida en su pensamiento.

–No puedo hablar de Konrad Hartmann –le decía–. Yo fui la víctima de esa historia.

–¿Su bella amante australiana?

–Si te crees eso, ¡te creerás cualquier cosa! –dijo ella–. Siento que rompieras tu compromiso con Sally Forbes. La recuerdo bien. Era una chica muy atractiva. Y muy apropiada.

Él se encogió de hombros.

–Ahora está felizmente casada con Nick Draper. ¿Lo recuerdas?

–Recuerdo mejor a Nash, tu otro amigo.

–¿Y cómo no? –se rió–. Nash también se enamoró de ti. De un modo u otro causaste impresiones duraderas. Corin se ha debido de dejar una fortuna redecorando este lugar.

–¿Te gusta?

–Hay alguien que tiene un gusto exquisito –dijo él, dirigiendo hacia ella la mirada de sus ojos azules–. ¿Miranda? Creía que estaba demasiado ocupada con sus estudios. Y por cierto, admiro mucho sus aspiraciones.

–Todos lo hacemos –dijo ella de manera cariñosa–. Miri y yo tomamos decisiones en conjunto. Por supuesto, también contamos con la ayuda de un equipo profesional. No queríamos ningún recuerdo de... –se calló de golpe y se mordió el labio inferior.