Un futuro feliz - Margaret Way - E-Book

Un futuro feliz E-Book

Margaret Way

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La pasión que surgió entre ellos hizo que mereciera la pena haber regresado. Brock Tyson se había marchado de Koomera Crossing sin volver la vista atrás, sin saber que Shelley Logan estaba enamorada de él y que jamás había olvidado aquel beso robado que habían compartido. Pero Brock había regresado para reclamar una herencia que le pertenecía por derecho y, desde luego, un romance no entraba en sus planes... hasta que vio a Shelley, que se había convertido en una mujer impresionante. Pero las circunstancias estaban en su contra y Brock iba a tener que luchar mucho si quería que Shelley se convirtiera en su esposa...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 203

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Margaret Way, Pty., Ltd.

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un futuro feliz, n.º 1866 - septiembre 2016

Título original: Outback Surrender

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8709-1

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

SHELLEY caminaba por la acera con paso ligero, a pesar de lo cansada que estaba. Era viernes por la tarde y ya había terminado de hacer en Koomera Crossing, el pueblo más cercano a su finca ganadera, todo lo que se había anotado en una lista. Su primera reunión, con el director del banco, no había ido mal, pero la que había tenido con el abogado de su padre, y el único del pueblo, no había ido tan bien. Después, había encargado alimentos en la tienda de comestibles. Esa había sido su necesidad más perentoria, ya que debían ser adecuados para alimentar a un grupo de japoneses que llegaría en el plazo de un mes. La tienda se había comprometido a enviarle los víveres por correo aéreo a la finca, antes de la llegada de los turistas.

Sólo le faltaba por comprar algunos productos de cosmética. Apenas gastaba dinero en ella misma, pero siempre se aseguraba de mantener el pelo y el cutis en perfecto estado.

Había dejado la finca Wybourne antes del amanecer, y tras un viaje de tres horas por las duras carreteras del Outback, había llegado al pueblo de Koomera Crossing, lo más cercano a la civilización en aquella parte del mundo.

Podría decirse que el sudoeste de Queensland, en Australia, se encontraba en el quinto pino, pero ella sentía verdadera pasión por la finca en la que vivía en el Outback, que era una zona casi desértica. Ningún otro lugar podría ofrecerle tanta paz y libertad, unos espacios abiertos tan inmensos. Era la llamada «Tierra sin tiempo», sagrada para todos los aborígenes, que eran los habitantes de Australia antes de que llegaran los primeros colonos ingleses.

Shelley disfrutaba del extraordinario lugar donde vivía, de sus colores ocres, sus ondulantes arenas rojas y sus misteriosos monumentos de piedra. Era un lugar místico. Se le hacía un nudo en la garganta sólo de pensar en la antigüedad de aquellas tierras.

Además, allí estaba cerca de Sean, su ángel de la guarda, su hermano gemelo. Sean se había ahogado cuando ambos tenían seis años. Todavía podía recordar el sonido de su dulce voz llamándola, mientras ella corría enloquecida por la pena a través el descuidado jardín que rodeaba la casa.

Sean siempre había acudido a ella, su hermana gemela, cuando necesitaba cariño o consuelo, antes que a su hermana mayor, Amanda, o a su madre. Incluso después del terrible día del accidente, del que Shelley apenas tenía recuerdos, aparte del caos y los gritos, Sean todavía la había acompañado en sus aventuras de la niñez.

Así eran los gemelos. Estaban tan unidos que ni siquiera la muerte era capaz de separarlos. A pesar de los años que habían pasado, Shelley todavía se ponía triste al recordar lo sucedido a su hermano, pero el poder y la magia del cariño que se tenían el uno al otro la ayudaba a seguir viviendo.

Mientras caminaba, iba saludando a la gente que se encontraba. Casi todos los lugareños la conocían tanto como Shelley a ellos.

No tenía ninguna intención de regresar a Wybourne aquella noche, porque carecía de fuerzas para conducir hasta allí, después de llevar horas caminando por el pueblo, bajo un sol implacable, tratando constantemente de encontrar refugio bajo los toldos que se encontraba en su camino.

Resultaba un misterio para todo el mundo, y sabía cuánto le molestaba a su hermana, aunque lo ocultara, que no tuviera ni una sola peca en la cara, a pesar de ser pelirroja. La gente se refería a su cutis diciendo que parecía de porcelana. Tenía que agradecérselo a su difunta abuela materna, irlandesa de nacimiento, al igual que el hermoso color verde de sus ojos.

Se alojaba en el único hotel que había en el pueblo, regentado por Mick Donovan. La comida era buena y estaba muy limpio. Se sentía impaciente por darse un largo baño de espuma. Pero primero tenía que comprar el gel.

Estaba en la perfumería del pueblo tratando de decidirse entre uno de aroma de jazmín y otro de gardenia, cuando alguien le tiró de un rizo. Al darse la vuelta, se llevó la agradable sorpresa de encontrarse con Brock Tyson. El adolescente que conociera se había convertido en un atractivo adulto que emanaba masculinidad por todos los poros de su piel, pero que seguía teniendo la misma mirada cargada de inquietud. Hacía años que nadie tenía noticias de él.

Daniel Brockway Tyson había sido uno de los muchachos más rebeldes y a la vez más querido del enorme sudoeste de Australia. Brock se las había ingeniado siempre para vivir al límite. Algunas veces, siendo un muchacho, se había marchado al desierto durante varios días, y cuando llegaba a su casa, en la finca de Mulgaree, se negaba a dar cuentas a nadie de sus andanzas, a pesar de que sabía que iban a azotarlo. Mulgaree era la joya de la corona de la cadena de fincas ganaderas de la familia Kingsley. El viejo Kingsley, el abuelo de Brock, lo gobernaba como un feudo privado. Era él quien se encargaba de azotar al muchacho, aunque sin haber conseguido jamás doblegarlo.

–¡Pero si es la dulce Shelley Logan! –exclamó Brock recorriendo el cuerpo de la joven con sus hermosos ojos claros–. No has cambiado nada.

–Claro que sí –respondió ella–. No tardarás en darte cuenta.

–¿Cómo estás? –le preguntó Brock con una sonrisa.

Cuando se había marchado, Shelley sólo era una niña inocente y hermosa, marcada por la mala suerte. Brock no había olvidado a los encantadores gemelos Logan y la tragedia que habían sufrido. No había ni una sola alma en miles de kilómetros que no conociera la triste historia de cómo había perdido la vida el pequeño Sean Logan.

–Estoy bien, Brock –respondió Shelley, a la que había pillado por sorpresa el placer que le producía volver a ver a Brock–. ¿Cómo tú por aquí? Por cierto, ¿de dónde demonios sales? Llevo todo el día en el pueblo, y nadie me ha dicho que habías regresado.

Las facciones de Brock, que parecían haber sido esculpidas por un artista, se pusieron tensas.

–No fue idea mía, sino de mi querido abuelo. Al parecer, no puede soportar más nuestro distanciamiento. ¿A que es increíble? Me echó a patadas hace cinco años, y ahora me suplica tan fervientemente que regrese que no he podido negarme.

–¿Está enfermo? La gente siempre desea reconciliarse con sus parientes en esas circunstancias.

–Está muriéndose, como el resto de los mortales –le respondió Brock con sarcasmo–, aunque él nunca haya creído que lo sea. No estoy contando ningún secreto. Al fin y al cabo, no tardará en saberlo todo el pueblo.

Para mirarlo, Shelley tuvo que echar la cabeza hacia atrás, porque Brock era mucho más alto que ella.

–No sé qué decir, Brock. Siempre pensé que tu abuelo era muy cruel contigo, y todos cuantos lo conocían pensaban lo mismo.

–Claro que lo era, pero yo me daba el gusto de decirle siempre lo que pensaba de él. Mi pobre madre, sin embargo, nunca se atrevió a hacerlo.

–¿Qué tal está? –le preguntó Shelley.

Brock se quedó un momento con la mirada perdida en el infinito, y sumido en una profunda tristeza.

–No ha venido conmigo, Shel. La enterré en Irlanda, la tierra de sus antepasados. El cáncer acabó con ella.

–¡Brock! –exclamó Shelley emocionada–. Lo siento mucho. Sé lo unido que estabas a tu madre. Y ella a ti.

–Ahora estoy solo en el mundo –se limitó a decir Brock–. Mi padre se esfumó cuando yo tenía seis años, y al resto de mi familia no la considero como tal. Más bien son mis enemigos, o al menos siempre han conspirado en mi contra. Mi primo Philip y su madre, mi querida tía Frances. Ella, sobre todo, siempre me ha odiado.

La expresión de Shelley se ensombreció.

–En el fondo, juraría que te admira.

–¿Ah sí? –sus ojos plateados recorrieron el cuerpo de Shelley–. Es la primera vez que oigo tal cosa.

Shelley sintió que una oleada de calor le recorría el cuerpo. Brock Tyson le parecía muy atractivo. En un tiempo había estado loca por él, cuando ella sólo tenía dieciséis años y él veintiuno. Una vez la había besado en un baile, el primero para ella, pero estaba segura de que él no lo recordaba. Ella, sin embargo, nunca olvidaría la emoción que había sentido al recibir aquel primer beso. Para desgracia de Shelley, a Brock siempre le habían gustado las chicas, y ellas habían estado todas locas por él.

–En algunos aspectos Philip te admiraba –murmuró ella–. Le habría encantado ser tan valiente y osado como tú. No temer a vuestro abuelo. Deberíais haber sido grandes amigos.

–Eso era imposible, Shelley. Kingsley y mi querida tía Frances se encargaron de enfrentarnos. ¿Quién iba a ser el heredero? ¿El que desafiara la autoridad del viejo, o el que acatara todas sus decisiones? ¿Todavía anda Philip detrás de ti? –le preguntó de repente, como si no le hiciera mucha gracia la idea.

–Relájate. Sólo somos amigos. Nos conocemos de toda la vida, y a mis padres les cae bien, lo que ya es mucho. Me alegro de volver a verte, Brock. De verdad, estoy encantada de que hayas vuelto.

Brock le sonrió, complacido al ver lo feliz que estaba de volver a verlo y lo sincera que era.

–Siempre fuiste un encanto –le dijo, y al mirar sus labios carnosos, recordó algo–. Me parece que te besé una vez, ¿me equivoco?

–Para ti era muy normal besar a todas las chicas –le dijo con admiración.

–No recuerdo haber besado a tu hermana. ¿Ya se ha casado?

–No. Y, ¿cómo sabes que yo no lo estoy? –le preguntó con una ceja enarcada.

–Porque todavía pareces un capullo de rosa –le dijo sonriendo con aquella sonrisa suya tan sensual–. La gente me ha dicho que te dedicas a algo parecido al negocio del turismo en tu finca Wybourne.

–Sí, y estoy muy orgullosa de ello –le respondió con calma y seguridad en sí misma, contradiciendo su apariencia de jovencita inexperta–. Nos ha llevado tiempo, pero parece que estamos despegando. La mayor parte de la organización ha recaído sobre mí, porque mis pobres padres nunca se recuperaron de la muerte de Sean, y siempre están como agotados.

–Sé muy bien lo que es el duelo. Apuesto a que Amanda te resulta de gran ayuda –dijo Brock con sarcasmo, recordando muy bien lo coqueta y egoísta que era la guapa hermana de Shelley.

–No podría arreglármelas sin ella –le dijo Shelley con lealtad hacia su hermana–. Amanda es brillante en algunas cosas en las que yo no lo soy.

–¿Como por ejemplo?

–Toca el piano, y canta muy bien. A los turistas les encanta. Además es guapa.

–¿Y tú no lo eres?

–Deja de halagarme, Brock Tyson –le dijo, fingiendo estar enfadada–. Haces que me ruborice.

–No seas modesta. Dime una cosa, ¿cómo consigues que no te salgan pecas?

Shelley pensó en el atractivo que emanaba de aquel hombre.

–No lo sé, Brock. Supongo que es cuestión de genes. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?

–Tanto como sea capaz de aguantar –dijo como enfadado de repente, pero con tanto carisma que dejó a Shelley sin aliento–. Kingsley está a punto de vérselas con el Creador, y piensa que ha llegado el momento de enmendar algunos de sus errores. Mi madre era su única hija, y se suponía que la adoraba. Eso debió de ser antes de que apareciera mi padre y se enamorara de él. Yo nunca presencié ningún gesto de cariño o afecto de mi abuelo hacia mi madre. Que yo recuerde, siempre se dedicó a humillarla y disgustarla. Además, Shelley, no todo el dinero es de él. Mi abuela Brockway también aportó una fortuna al matrimonio. Al principio, mi madre y yo subsistimos gracias al dinero de la abuela, hasta que yo pude empezar a ganarme la vida. Kingsley nos echó sin un duro. Como tú bien has dicho, era un hombre cruel, sólo que a mí me resultaba más fácil que a mi pobre madre soportar su crueldad.

–Estoy segura de que pidiéndote que vuelvas a casa está suplicándote que lo perdones –dijo Shelley, que se daba cuenta de la amargura y la rabia de Brock.

–Pues entonces va a sentirse decepcionado –dijo tajante–. El día del Juicio Final está a punto de llegar para Rex Kingsley.

–Ruega a Dios que lo acepte –murmuró Shelley–. ¿Qué has hecho en todo este tiempo? –preguntó curiosa. Desde el día en que se habían marchado, Rex Kingsley nunca había vuelto a mencionar a su hija ni a su nieto.

–Trabajar –respondió Brock, encogiéndose de hombros–. Estábamos arruinados, así que tenía que hacerlo. Me he dedicado a la cría y entrenamiento de caballos de carreras para una de las cuadras más importantes de Irlanda. ¡No puedes ni imaginarte lo diferente que es aquello de nuestro Outback!

–¡Irlanda! –repitió Shelley–. ¡Así que allí fuiste a parar! Tan lejos. A menudo me pregunto lo que pensaron nuestros antepasados al llegar aquí. Debieron de pensar que era un lugar muy extraño comparado con Irlanda. Espero poder ir allí algún día. Me lo he prometido. Siempre se te dieron muy bien los caballos, Brock. Hasta traes acento irlandés. ¿Te gustó aquello?

–Me encantó. Ya sabes lo bien que se nos dan los caballos a los australianos que vivimos en el Outback. Bueno, pues a los irlandeses se les da igual de bien. Hice un buen trabajo, gané dinero y sobre todo el respeto de la gente que admiraba. Además, lo más importante fue que me aseguré el bienestar de mi madre hasta su muerte.

–Aquí nadie supo nunca dónde habías ido.

–Cuando nos echó Kingsley, decidí romper con él definitivamente. Así que ni siquiera le comuniqué la muerte de mi madre.

–Me sorprende que hayas vuelto –se atrevió a decir.

–De vez en cuando recuerdo que soy un Kingsley por parte de madre, así que si mi abuelo ha decidido volver a incluirme en el testamento, como así parece, no voy a impedírselo. Se lo debía a mi madre y por lo tanto a mí –dijo con un brillo extraño en sus ojos plateados.

–Entonces vas a alojarte en Mulgaree. No debe de ser fácil para ti.

Shelley recordó cuánto habían envidiado siempre Philip y su madre la energía, la inteligencia y, sobre todo, la valentía de Brock para enfrentarse a su dominante abuelo.

–El viejo rancho es lo bastante grande como para que no tenga que ver a nadie que no desee ver.

–Recuerdo que te encantaba –apuntó Shelley.

–Y todavía me gusta, ojitos esmeralda.

Shelley Logan ya no era aquella adolescente tan mona que recordaba. Había madurado. Tenía la sensibilidad y la percepción de una mujer, y no temía decir lo que pensaba. Entonces, la había considerado demasiado cría para él, pero mientras había estado fuera, el capullo de rosa había abierto sus pétalos aterciopelados y emanaba un perfume embriagador. Por eso no podía apartar los ojos de ella. A pesar del aplomo que tanto le había sorprendido en la joven, vio cómo se ruborizaba al notar su mirada.

Llevaba el cabello rojizo y rizado suelto sobre los hombros. Sus hermosos ojos esmeralda eran grandes y brillantes, y tenía una boca muy sensual. Si no hubiera temido poner en peligro su vieja amistad, le habría dicho que era muy atractiva.

–Bueno, ¿cuál es el veredicto? –le preguntó Shelley con aspereza, ladeando un poco el rostro.

–Sólo estaba comprobando que tenías razón al decir que has cambiado. Has madurado. Bueno, ¿qué vas a hacer esta tarde? ¿Regresas a casa con tu familia? –preguntó Brock, que no había olvidado la tristeza que reinaba en el hogar de Shelley.

–Mañana. No puedo ir y venir en el mismo día.

–Por supuesto que no. Mírate, estás en los huesos. Una ráfaga de viento podría hacerte volar. Siguen haciéndote la vida imposible, ¿verdad? –preguntó Brock con la certeza de que, en realidad, las cosas no cambiaban.

–No deberías hablar así de mi familia, Brock –le dijo con tono reprobador–. Ya sabes cuánto los quiero. Pero supongo que tendré que sufrir toda la vida por haber sobrevivido tras la muerte de Sean.

–Tú no tuviste la culpa, Shelley. Fue un desgraciado accidente. Eras sólo una niña cuando sucedió.

–Ya lo sé, pero eso no parece importar –le dijo, apartando la mirada.

–No, cuando no se te permite olvidar. Demonios –dijo de repente, como si el reducido espacio en el que se encontraban lo agobiara–. Vámonos de aquí –le pidió, consciente de que, desde que se habían encontrado, no les habían quitado la vista de encima. Estaba seguro de que la bien engrasada maquinaria del cotilleo local ya había empezado a funcionar.

–¿Adónde? Tengo que comprar una cosa aquí –le preguntó Shelley, y miró en dirección al mostrador de la tienda.

–Bueno, pues hazlo –le ordenó con brusquedad–. Supongo que te alojas en el hotel.

–Así es –respondió Shelley, que se daba cuenta de que Brock seguía siendo puro fuego.

–Entonces, yo también. ¿Qué te parece si cenamos juntos? He visto que nuestra antigua y temible profesora del instituto, Harriet Compton, ha abierto un restaurante.

–Sería estupendo, Brock –dijo Shelley olvidándose, de repente, de todo su cansancio.

–Tenemos muchas cosas que contarnos. Phil me ha dicho que eres su novia. Tal vez fuera una advertencia –comentó Brock con los ojos brillantes.

–Entonces, ¿por qué no me lo ha dicho a mí?

–Eres demasiado buena para él –afirmó Brock, dejando translucir toda la antipatía que sentía por su primo.

Shelley lo miró, y pensó que su piel parecía de bronce pulido. Incluso en la brumosa Irlanda, debía de haberle dado mucho el sol.

–¿No te parece que eres un poco cruel? Me da pena el pobre Philip. Vuestro abuelo lo trata con dureza, y su madre espera mucho de él. Philip siempre se encuentra bajo presión, aunque, en realidad, el viejo no le dé ninguna responsabilidad.

–Lo tiene bien sujeto. Pobre Philip, era un niño muy tonto.

–Mientras que tú eras un verdadero demonio –le dijo Shelley con una sonrisa–. Por desgracia, Philip todavía está muy influenciado por su madre. Bueno, Brock, voy a pagar esto –dijo Shelley dirigiéndose a la caja tras haber escogido un gel con aroma de gardenias.

Shelley no tenía ningún vestido que ponerse y, por primera vez desde que había ido a la boda de sus amigos Christine y Mitch Claydon, le apetecía mucho estar guapa.

Mientras se miraba en el espejo que tenía en la habitación del hotel, Shelley pensó que se habría descrito a sí misma como una persona sencilla y limpia. No tenía muchos vestidos bonitos, como su hermana Amanda. Acostumbraba a ponerse todos los días unos vaqueros y una camisa de algodón. Brock Tyson siempre había sido muy amable con ella, a pesar de lo temperamental que era. En la actualidad parecía un hombre muy seguro de sí mismo. Duro. Un poco como el mismo Rex Kingsley, áspero e inflexible como la tierra de su reino en el desierto.

Decidió ir a una tienda cercana, en cuyo escaparate había visto una blusa que le gustaba. Si no se la había comprado había sido porque creía que no iba a tener ninguna ocasión de lucir una prenda tan bonita. La dependienta le había asegurado que quedaría preciosa con los vaqueros blancos que tenía.

Se puso unas deportivas blancas de piel en bastante buen estado y se maquilló un poco antes de salir.

Al darse cuenta de lo emocionada que estaba con su cita de aquella noche, Shelley trató de mantener la calma, pensando que con aquella cena Brock tan sólo deseaba olvidar por un rato sus preocupaciones.

Era un joven que sufría aún muchas heridas psicológicas, aunque las físicas, resultado de los golpes de su abuelo, ya hubieran cicatrizado. Las agresiones habían terminado cuando, a la edad de quince años, ya con el cuerpo de un hombre, se había enfrentado a su abuelo y habían acabado a puñetazos. Uno de los empleados había presenciado el suceso, y se había encargado de propagarlo en el bar de la zona.

–Os aseguro que el viejo bastardo recibió su merecido, y ya era hora –había dicho entre risas.

El informador no había tardado en ser despedido, y tardó mucho en encontrar trabajo en otro rancho.

Brock se había ganado la fama de valiente, pero al mismo tiempo había mostrado que tenía un lado oscuro. Más le valía a ella recordarlo.

Lo último que Brock había pensado hacer aquella noche era vida social. Se había sentido muy mal desde el fallecimiento de su madre, como si su muerte prematura hubiera sido en cierto modo culpa suya. Estaba seguro de haberle causado mucho dolor con sus constantes enfrentamientos con su abuelo, aunque ella nunca le hubiera reprochado nada. De todos modos, la herida no curaría nunca. Odiaba a su abuelo por haberlos repudiado y no estaba dispuesto a perdonarlo, aunque se lo pidiera desde su lecho de muerte. Una vez, incluso había acusado a su abuelo de haberse desembarazado de su padre, Roy, que supuestamente había «huido como un cobarde» desapareciendo sin dejar rastro. La verdad era que los hombres del Outback desaparecían constantemente.

Se preguntó si le habría pasado algo parecido a su padre. Conociendo a su abuelo, lo creía muy capaz de disparar a sangre fría a cualquiera que desafiara su autoridad. El exceso de poder y dinero podía convertir en un megalómano a un hombre que ya era ruin por naturaleza. Su abuelo había montado en cólera al saber que su hija estaba dispuesta a desafiar su autoridad para casarse con el hombre que amaba. Una vez casada, trató de anular su matrimonio, pero no lo consiguió porque ya estaba embarazada. Lo que sólo Dios sabía era por qué sus padres habían permitido que Kingsley los obligara a regresar a Mulgaree, donde Brock había venido al mundo en una habitación de la planta superior de la casa.

Por amor a su madre, su padre había soportado tanto la enemistad como la dureza que recibía de su suegro, pero al cabo de seis años Roy Tyson había desaparecido, dejando una nota que su suegro había quemado tras mostrársela al oficial de policía encargado de investigar se desaparición.

No se había vuelto a saber nada de Roy en todos aquellos años. Brock había tratado de encontrarlo, pero sin conseguirlo. No podía evitar pensar que su abuelo debía pagar por la desaparición de su padre.

Brock trató de apartar de su mente aquellos pensamientos sombríos que amenazaban con devorarlo, y se concentró en la tarea de vestirse. El pelo se le estaba secando, y empezaba a rizarse. Le pareció que lo llevaba ya demasiado largo, aunque las mujeres siempre le habían dicho que les gustaba mucho de aquella manera. Su experiencia era que las mujeres tendían siempre a decir cosas agradables. Los miserables eran siempre los hombres.

Mientras se ponía una camisa limpia se preguntó qué demonios estaba haciendo, por qué había quedado para salir aquella noche, cuando lo que deseaba era estar solo y lamerse las heridas. La verdad era que siempre había sentido debilidad por la hija pequeña de los Logan, que se había convertido en una hermosa mujer.

Desde la desgraciada muerte de su hermano gemelo, se decía que la madre de Shelley todavía se pasaba el día postrada en cama llorando, y que su padre no había permitido olvidar aquel trágico día a nadie, y menos a su hija menor.