El triunfo del corazón - Karen Templeton - E-Book

El triunfo del corazón E-Book

KAREN TEMPLETON

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Beschreibung

¿Esperaría entre bastidores la llegada de don Perfecto o se dejaría guiar por su corazón? El entrenador de fútbol Ethan Noble hacía maravillas con sus jugadores. Pero en casa, el guapo viudo solo intentaba mantener a sus cuatro adorables y traviesos hijos a raya. Definitivamente, no iba en busca del amor… o eso creía. Cuando su hija mayor le insistió en que su profesora de teatro, Claire Jacobs, era perfecta para él, Ethan tuvo que hacer un esfuerzo por resistirse a la radiante sonrisa de la atractiva mujer. Claire sabía que no estaba hecha para el papel de madrastra, aunque admitía en secreto que no le importaría ponerse en forma con el entrenador Noble…

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Seitenzahl: 224

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Karen Templeton-Berger

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El triunfo del corazón, n.º 2055 - diciembre 2015

Título original: Santa’s Playbook

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7300-1

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

AQUEL día habría sido su decimosexto aniversario.

Escuchando a medias a los niños gritando, corriendo y dando golpes abajo, Ethan Noble miró por la ventana de su dormitorio y vio a dos ardillas persiguiéndose por un roble de ramas desnudas que se alzaba contra el pálido cielo de noviembre. Aquel día también había hecho frío, las nubes salpicaban de vez en cuando los parabrisas de la gente que iba de camino a All Saints.

Pero a nadie le importaba. Ni el clima, ni el hecho de que a Merri se le notara el vientre ligeramente abultado bajo el traje de novia de cintura alta. Sí, las cosas habían sucedido de forma un tanto desordenada. Pero como todo había salido tal y como siempre planearon, ¿qué más daba?

Le sonó el móvil. Era un mensaje de texto. Solo una persona le llamaría tan temprano. Y por una única razón. Ethan agarró el móvil de la mesilla.

Pienso en ti.

Si alguien podía entender lo que estaba sintiendo en ese momento era el hombre que le había adoptado cuando era casi un bebé. Viudo también desde hacía algunos años, Preston Noble era un ejemplo de fuerza, lealtad y nobleza que Ethan confiaba en poder seguir, sobre todo, como padre. Y su padre adoraba a Merri…

Dios, estaba preciosa. Y muy feliz. Igual que Ethan, a pesar de que la precipitada aparición de Juliette no estaba en el manual. Sin embargo, Merri formaba parte de él desde que tenía quince años.

La edad de Juliette, pensó Ethan cuando su hija apareció en el umbral con su ondulada melena castaña recorrida por una mecha de un color espantoso. Era tinte no permanente, se iría con los lavados. Pero de todas formas, ¿verde lima?

—Eh… los demás han desayunado. Más o menos. Han tomado cereales. Así que… ¿puedo irme?

—Claro —dijo Ethan con una sonrisa—. Estamos bien.

Juliette se le acercó, se puso de puntillas y le dio un abrazo y un beso en la rasposa mejilla. Afeitarse los fines de semana era algo estrictamente opcional. Luego su hija le soltó y le miró con ojos preocupados. A Ethan le dolió. No decía nunca nada del aniversario, así que los pequeños no se enteraban. Pero Juliette… ella lo sabía. De hecho, ya le había echado el ojo al traje de novia de Merri, que estaba guardado en una caja especial en el armario de Ethan. Daba igual que ya fuera siete centímetros y medio más alta que su madre.

—Ya sabes que no es necesario que me vaya…

—Solo es un sábado más, cariño. Así que sal —aseguró Ethan—. Haz que tu madre se sienta orgullosa de ti, ¿de acuerdo?

—Vale —Juliette se dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo en la puerta—. Haré un desayuno de verdad cuando vuelva, ¿qué te parece?

—Como quieras —Ethan la quería tanto que le dolía. Y no solo porque era la viva imagen de Merri excepto por los ojos, que eran más verdes que azules. Sino porque la miraba y pensaba: «¿Qué he hecho yo para merecerme una hija tan buena?».

No como los gemelos, pensó riéndose entre dientes al oír a los niños gritar abajo. Entonces apareció Isabella, una sorpresa tras seis años de sequía, para eclipsar a sus hermanos en el departamento del diablo de Tasmania…

Ethan sintió una breve punzada de resentimiento al pensar que su hija pequeña nunca había conocido a su madre.

Pero como hacía siempre, apartó de sí los recuerdos, la autocompasión y la rabia y bajó las escaleras muy despacio deslizando la palma de la mano por la barandilla de madera llena de abolladuras que ya estaba en aquella casa cuando la compraron justo después del nacimiento de los gemelos. Al llegar abajo flexionó la rodilla para ver si así le dejaba de doler. Entrenar al fútbol con los chavales era mucho más físico que hacerlo en la universidad.

En cuanto pisó la cocina, los tres niños que quedaban empezaron a acosarle con una docena de cosas que requerían su inmediata atención. Incluso el perro aullaba porque quería salir. Pero a Ethan le pareció reconfortante el bombardeo. Así que dejó salir al perro, le sirvió más leche a Bella y volvió a mirar el horario de la nevera para no llegar tarde al partido de los gemelos. Y dio las gracias en silencio porque aquella locura diaria le mantenía cuerdo.

Lo mantenía centrado no en lo que había perdido, sino en lo que todavía le quedaba. Incluso cuando su mirada se fijó en la pared del salón situada más allá de la cocina, en la que había colgada una foto de boda de esos dos veinteañeros locamente enamorados, sonriendo como si tuvieran todo el tiempo del mundo para vivir la vida.

«Feliz aniversario, cariño», deseó Ethan en silencio a la única mujer a la que había amado.

Los viejos suelos de madera crujieron bajo sus pies en la sobrecalentada casa de estilo reina Ana mientras Claire Jacobs examinaba los restos de la vida de otra persona. Se quitó el pesado gorro de lana y se sacudió los rizos. Pelo de caniche, le decía su madre. Claire sonrió y levantó un precioso cuenco de cristal para ver el precio. Y estuvo a punto de dejarlo caer. Aquello era una venta inmobiliaria, por el amor de Dios. No estaban en una subasta de Sotheby’s.

Como si le hubiera leído el pensamiento, un anciano vestido con una chaqueta de tweed la miró con los ojos entornados desde lejos. Ignorándole, Claire dejó el cuenco y miró a su alrededor, al batiburrillo de muebles y accesorios que parecían sacados de la serie Mad Men. ¿Y para eso se había levantado ella temprano una de las pocas mañanas que podía quedarse durmiendo…?

Un momento… atravesó a toda prisa la estancia para agarrar la lámpara de cristal ahumado que había sobre la mesa. De acuerdo, no parecía de Tiffany’s, pero quedaría estupenda en la mesita de la entrada de su casa…

—¿Señorita Jacobs?

Claire se dio la vuelta sin soltar su trofeo… y sonrió.

—¡Juliette! ¿Qué estás haciendo aquí?

La alumna de Claire, que llevaba una chaqueta vaquera, una sudadera con capucha y unos shorts con medias de dibujos, le dirigió una sonrisa puntuada con metal y tiras rosas.

—Vivimos un poco más abajo —dijo la joven.

Claire sintió una punzada en el estómago. El «vivimos» incluía al guapísimo y viudo entrenador de fútbol del instituto de Hoover, el objeto de las fantasías de la mayoría de las mujeres de Maple River. Pero no de las de Claire, por supuesto, que estaba por encima de aquellas tonterías. A pesar de la punzada del estómago.

—No creo que aquí haya nada que pueda llamar la atención de una adolescente —dijo Claire.

Juliette agarró una tacita de porcelana de una colección y la colocó bajo la luz.

—Oh, no estoy buscando nada para mí, sino para mi negocio.

—¿Tu negocio?

—Era de mi madre. Compraba cosas en ventas inmobiliarias y en mercadillos y luego las vendía por eBay. Era muy buena —afirmó acercándose a unos libros antiguos—. Me enseñó a mirar, a valorar el precio de los objetos. Así que hace unos meses decidí intentar vender algunas piezas yo misma.

—¿Y está funcionando?

—Sí —Juliette escogió un par de libros y los dejó a un lado—. Y eso es estupendo, porque me ayudará a pagar la universidad. Dependiendo de donde vaya, por supuesto —apostilló con una sonrisa—. Tendría que vender la carga de un buque entero para poder pagarme Yale.

A Claire se le encogió el corazón. Aunque solo llevaba unos cuantos meses de profesora, un giro en su camino que nunca había previsto, sabía que no debía tener favoritos. Y lo cierto era que quería a todos sus chicos, no solo a los de teatro, sino también a los de lengua, que parecían menos motivados. Pero esa alumna era especial por muchas razones. Una de ellas era su firme determinación de triunfar en algo que muy pocos lograban, y también por su negativa a sentir lástima de sí misma. O a que la sintieran los demás, a pesar de haber perdido a su madre tan joven. Un ataque al corazón, tenía entendido. A los treinta y cinco años. Ningún síntoma previo, ninguna advertencia… aquello debió de ser terrible para todos. Claire era un poco más joven que Juliette cuando su padre murió de forma repentina, como la madre de Juliette. Y le sorprendió la tenaz resistencia del dolor a marcharse. Y, sin embargo, si Juliette guardaba algún resentimiento, no se le notaba nada.

—Hay muchos cursos de teatro aparte de Yale, ¿sabes? —dijo mientras Juliette dejaba dos delicadas tazas con sus platillos sobre la mesa—. Y sería mucho más barato ir a una escuela del estado.

Aquella fue la única opción que tuvo Claire. Su madre apenas tenía para pagar la casa y darles de comer, así que mucho menos para pagar la educación universitaria de su única hija.

—Sí, ya lo sé —dijo la joven acercándose a otra mesa—. Pero la gente no se toma muy en serio los títulos de teatro de la mayoría de las escuelas.

Excepto, como Claire sabía muy bien, cuando eras una de las tropecientas actrices que se presentaban a la prueba para un papel. En ese caso, al director, que estaba sentado en la oscuridad del teatro, le importaba un bledo dónde hubieras conseguido el título. O si no tenías título. Pero no iba a hacer explotar la burbuja de una joven de quince años.

Juliette agarró unas cuantas tazas más.

—Y sí, ya sé que tengo que mantener las notas muy altas, y que eso ni siquiera contará para la prueba. Pero sería una tontería admitir la derrota antes de intentarlo siquiera, ¿verdad? Al menos, eso es lo que siempre decía mi madre.

Claire pagó su lámpara, y el anciano de la chaqueta de tweed pareció ablandarse un poco.

—Es muy cierto. ¿Y tu padre está al tanto de tus planes?

—Claro —se apresuró a decir Juliette colocándose el pelo tras la oreja llena de pendientes—. Y, además, tengo todavía un par de años para pensarlo, así que… —se detuvo y frunció el ceño al ver la creciente colección de objetos que había acumulado.

—¿Algún problema, joven? —preguntó el hombre de la chaqueta de tweed.

—Sí. Tengo los ojos más grandes que los brazos. Si lo pago todo ahora, ¿le importaría que me lo llevara en varios viajes? Es que he venido andando.

—Yo puedo llevarte —se ofreció Claire.

La joven la miró con sus grandes ojos azules.

—¿Seguro?

—Claro.

—De acuerdo, entonces, gracias —Juliette sacó la cartera de la mochila antediluviana que siempre llevaba encima y el hombre fue haciendo la cuenta—. Supongo que esto es lo que se llama una «serendipia». Me acuerdo de la lista de vocabulario de la semana pasada. Voy a ir preparadísima a la prueba de acceso a la universidad.

La joven suspiró.

—Al menos, en la parte de lengua. Porque en matemáticas soy un zote total. Igual que mi madre. Es como una maldición genética.

Claire sonrió.

—¿Y qué me dices de tu padre?

Juliette puso los ojos en blanco y pagó al hombre mientras una mujer igual de malencarada que él colocaba los objetos en una caja de cartón.

—Hizo todo lo que pudo cuando yo estaba en secundaria y no suspendí, así que eso ya es algo. Pero por algo es profesor de educación física.

Estaba claro que la joven también había heredado el sentido del humor de su madre, porque por lo poco que había tratado con el padre de Juliette, dudaba que tuviera alguno.

—Entonces, tal vez deberías buscarte un profesor particular. Dominarlo antes de que se vuelva más difícil.

—Oh, Dios mío… ¿se vuelve más difícil?

Lo dijo con un guiño de ojos y con una carcajada. Claire sacudió la cabeza, agarró una bolsa de la mesa y se dirigió hacia la puerta sosteniendo la lámpara en alto como si fuera la Estatua de la Libertad. Juliette la siguió con la primera de tres cajas que cargaron en el maletero del viejo Ford Taurus que había pertenecido a la madre de Claire. Unos minutos más tarde, se detuvieron frente a una casa de los años veinte de estilo Tudor digna pero un poco envejecida... y Claire se enamoró de ella al instante.

Le gustaba mucho su adorable apartamento, metido a presión bajo las alas de una casa estilo reina Ana todavía más antigua situada al otro lado de la ciudad. Era extravagante y divertido y le encantaba. Pero esa casa, con su borde de madera oscura y el tejado a dos aguas… guau. Por supuesto, como faltaban tres semanas para Acción de Gracias, el roble de más de doce metros que había a un costado estaba desnudo, pero un pequeño bucle de humo blanco procedente de la chimenea dibujaba el brillante cielo azul y daba una pista del calor que haría dentro.

Y aquella casa encantadora era donde vivía Ethan Noble. Uf.

Claire abrió el maletero y salió del coche, pensando en ayudar a Juliette a meter las cosas dentro y luego irse. Pero, cuando cruzó la puerta de entrada, un perrito blanco encantador se acercó a ella para saludarla y Juliette dijo:

—Eh, ¿ha desayunado? Sé hacer unas tortillas fabulosas, y estoy segura de que papá ha hecho café. Siempre que está en casa hay café. Y también podría hacer chocolate caliente.

Sí, Claire podía oler el café como si lo tuviera bajo la nariz. Pero no era una buena idea tener tanta relación con una alumna… y menos con una alumna cuyo padre la miraba mal cada vez que se encontraban.

—Es muy amable por tu parte, pero…

—Por favooor —le pidió Juliette. El café también la llamaba con más dulzura, y a Claire le sonó el estómago.

—¿De verdad sabes hacer buenas tortillas? —preguntó.

Y la adolescente chilló y aplaudió. Y el perro empezó a dar vueltas alrededor de sus piernas. Y, entonces, una adorable niña pequeña bajó por las escaleras y se agarró a los muslos de Juliette protestando de lo mal que se portaban con ella Harry y Finn, y Claire se sintió un poco mareada.

Sin embargo, Juliette dejó con calma la caja en una mesa cercana y se agachó delante de su hermana pequeña apartándole un mechón de pelo rubio de su rostro enfadado.

—¿Qué han hecho esta vez? —preguntó.

Y la niña le recitó una letanía de agravios que fue interrumpida por una grave voz masculina.

—Ya basta, Bella.

A continuación se hizo un silencio que se podía cortar.

—Hola, papá —dijo Juliette incorporándose y girando a la niña para colocársela a modo de escudo—. Mira a quién me he encontrado en la venta inmobiliaria. Me ha traído a casa, así que la he invitado a desayunar. Supuse que no te importaría.

Oh, Dios mío. Aquel desafío adolescente le recordaba a sí misma. Pero antes de que Claire pudiera procesarlo, una mirada azul y fría como el acero la atravesó. Y un millón de antiguas inseguridades trataron de asomar la cabeza en su interior.

Y Claire pensó: Ni hablar.

Había sobrevivido a un sinfín de compañeras de piso en más apartamentos de Nueva York de los que podía recordar, por no hablar de las innumerables pruebas, los directores locos y los rijosos del metro. Todo aquello quedó atajado cuando estuvo cuidando a su moribunda madre allí en Maple River durante casi un año. No era ninguna pusilánime. Al menos ya no. Así que no permitiría de ninguna manera que un par de maravillosos ojos azules la devolvieran a aquella época infernal en la que odiaba su pelo, su cuerpo y su ropa y la sonrisa de un chico la dejaba completamente atontada.

No se trataba de que hubiera visto sonreír nunca a Ethan. Pero era mono. Al estilo de las novelas de las hermanas Brontë. Aunque no hubiera sabido que era exmilitar, su postura y el pelo rubio oscuro tan corto le habrían delatado. Mediría casi dos metros y tenía un aspecto… furibundo. Claire se imaginó que serían un infierno los entrenamientos de fútbol. Aunque nunca había oído hablar mal de él a ninguno de sus compañeros. Nunca.

—Tenéis una casa preciosa —Claire miró a su alrededor y se fijó en los juguetes desperdigados y en las cosas de deporte encima de los muebles—. Gracias por invitarme.

—De nada —murmuró Ethan—. ¡Eh, chicos! —gritó mirando arriba de las escaleras—. ¡Venid a recoger vuestras cosas ahora mismo! ¡Tenemos visita!

Unos pies embutidos en zapatillas bajaron a toda prisa por las escaleras de madera, y enseguida aparecieron a la vista dos preadolescentes desgarbados y despeinados, uno rubio y otro pelirrojo, que miraron a Claire con curiosidad antes de empezar a recoger. Ella tuvo que admitir que sintió una punzada de simpatía por Ethan, por tener que criar a cuatro hijos solo.

La mirada de Ethan estaba otra vez clavada en ella, por encima de la cabeza de Bella, que en algún momento había terminado en brazos de su padre. Unos brazos fuertes y musculosos bajo un suéter gris que le enfatizaba los anchos hombros.

Claire se dio cuenta de que Juliette había desaparecido, seguramente se habría metido en la cocina.

—No era mi intención molestar —murmuró en voz baja.

—No pasa nada —respondió él apretando las mandíbulas—. A Juliette le gusta cocinar, pero está perdida con sus hermanos y con su hermana —miró hacia la niña que estaba colgada de él como un monito y se le suavizó un poco la expresión—. No consigue que coma huevos por nada del mundo.

—Porque los huevos son asquerosos —afirmó la niña poniendo una cara exactamente igual que la de su padre.

Claire tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse. Entonces, la pequeña se echó hacia atrás y miró a su padre con el ceño fruncido.

—¿Y podrías decirles a Harry y a Finn que dejen de llamarme mocosa? Eso hiere mis sentimientos.

Ethan también frunció el ceño.

—Entonces tienes que prometer que no entrarás en su habitación. Ya sabes que no les gusta.

—¡Pero quiero ver a Spot!

—Puedes verlo cuando esté fuera en su bola.

—¡Pero es que ya no le sacan nunca!

—De acuerdo, hablaré con ellos a ver si podemos arreglar el régimen de visitas, ¿de acuerdo?

Tras unos segundos, la niña dejó escapar un largo suspiro.

—De acuerdo.

—Bien —Ethan la dejó en el suelo y la pequeña salió corriendo a otra parte de la casa. Entonces él se giró hacia Claire—. Prefiero a dieciocho chicos adolescentes con las hormonas alteradas que a una sola niña de seis años —murmuró.

Un momento. ¿Le estaban engañando los oídos o Ethan Noble había hecho una broma?

—¿Y quién es Spot? —preguntó Claire.

—Un hámster. Entonces, ¿te has encontrado con Juliette?

—Sí, en esa venta inmobiliaria. Yo he comprado una lámpara y ella muchas cosas más. ¿Es buena con lo de eBay?

—Sí —un brillo triste cruzó un instante por los ojos de Ethan—. Igual que su madre. Le di a Juliette cincuenta pavos como anticipo. He perdido la cuenta de la cantidad de veces que los ha multiplicado. Tiene buena cabeza para los negocios —aseguró con orgullo.

—Entonces, tiene opciones para su futuro profesional —dijo ella—. Si está pensando en serio en lo de ser actriz…

—Eso no va a ocurrir —la interrumpió Ethan poniendo fin a la discusión.

Así que Claire sonrió y cambió de tema.

—Umm, el desayuno huele de maravilla.

—Solo para que lo sepas —Ethan clavó la mirada en la suya—, mi hija se ha embarcado en una misión.

Entonces fue Claire la que frunció el ceño.

—¿Qué clase de misión?

—Encontrar una madrastra.

A juzgar por su expresión, la idea no le resultaba ni remotamente atractiva.

Y a Claire le parecía muy bien, porque no estaba dispuesta a presentarse siquiera a la prueba para conseguir semejante papel.

Ethan frunció el ceño cuando Claire se llevó una mano a la boca para disimular la risa.

—¿Crees que ese es el motivo por el que me ha invitado a desayunar? —preguntó en voz baja.

—Es muy posible —afirmó él sin compartir su alegría—. Eres la tercera mujer que ha intentado cruzar en mi camino en los últimos seis meses.

Esa vez Claire sí se rio y su risa flotó hasta él. Ethan sintió tensión en los hombros. Aquella risa había sido para él la presentación de aquella mujer antes incluso de verla, durante la semana de preparación de finales de agosto. Un sonido demasiado fuerte y audaz para pertenecer a alguien tan pequeña, recordó haber pensado cuando finalmente la conoció. Su sonrisa se le clavó como una flecha, tanto que le hizo estremecerse. Y le apretó la mano con la fuerza de un hombre. En ese momento se apartó literalmente a un lado en un vano intento de evitar aquella risa. Por no mencionar la sonrisa. Pero no podía hacer nada para evitar aquellos profundos ojos marrones. Excepto apartar la vista, pero eso sería de mala educación.

—Lo siento, sé que para ti no es divertido —dijo, aunque no parecía hablar en serio. Entonces sacudió la cabeza y sus rizos se agitaron.

Aquellos rizos le volvían loco. Suaves, brillantes, elásticos.

—Y yo que creía que nos unía nuestro mutuo amor al teatro —Claire sonrió.

Sí. Seguramente también, pensó Ethan. Pero, conociendo a Juliette, la fase de amor al escenario pasaría como pasó la de la fotografía, el piano y otra docena de fases que ya ni siquiera recordaba. Pero lo de hacer de casamentera era otra cosa. Ethan resistió la tentación de masajearse la rodilla. Amaba Jersey, era su hogar, pero el tiempo húmedo era un incordio.

—Me temo que no.

En los ojos de Claire brilló algo parecido a la simpatía y Ethan se puso en guardia. Después de tres años no debería importarle ya la compasión.

—Entonces, ¿por qué me has dicho que me quedara a desayunar?

—Yo no he sido, fue Juliette. No quería quedar como un imbécil, ¿de acuerdo?

Ella curvó los labios. No los llevaba pintados. Ni parecía llevar otro maquillaje. No lo necesitaba, con aquellas cejas oscuras y las pestañas…

Sí, le molestaba, le molestaba mucho la atracción física que sentía por aquella mujer. No tenía por qué sentirse atraído por nadie en aquellos momentos, y menos por una profesora de teatro bajita de pelo rizado que sin duda le estaría llenando de pájaros la cabeza a su impresionable hija. Juliette no paraba de hablar de ella. Y no podía culparla.

Y supuso que tampoco podía culparse a él mismo por escuchar campanitas cuando tenía a Claire cerca. Pensaba que había enterrado su libido con su esposa. Pero estaba claro que no. Y eso que la mujer se vestía peor que los niños. Por ejemplo, aquel día: llevaba un suéter hasta las rodillas, el chaleco más feo que había visto en su vida, unas botas que parecían los pies de Chewbacca, tres pares de pendientes…

—De verdad, no sabía que la niña tuviera un motivo oculto —estaba diciendo Claire—. Ni le hubiera seguido el juego de haber sabido que… —se oyó un ruido arriba que sacudió toda la casa. Ella alzó la vista—. Porque eso me volvería loca.

—¿No te gustan los niños?

Ella clavó la mirada en la suya y Ethan sintió un golpe de calor en la cara. Una reacción de cobarde que no venía al caso y completamente desproporcionada, sobre todo teniendo en cuenta que sus hijos también le volvían loco a él.

Claire ladeó la cabeza y esbozó una media sonrisa.

—Los niños son maravillosos. Pero el ruido no tanto. Por eso me encanta dar clase. Me lleno de mis pequeños y luego se van a casa. A la casa de otra persona. Y yo me voy a la mía —Harry le gritó entonces a Finn—. Donde hay paz, ya sabes.

Ethan encontraba su presencia inquietante, y no era la primera vez que le pasaba. Aparte de la atracción, parecía que Claire estuviera siempre encendida, llena de energía. Seguramente era lógico teniendo en cuenta que era profesora de teatro. Pero la idea de tenerla cerca todo el tiempo hacía que se sintiera cansado. Merri había sido la personificación de la calma. No era aburrida, pero sí estable. Tranquilizadora.

—Yo no reconocería lo que es la paz ni aunque me mordiera —dijo finalmente acercándose a la chimenea para echar un par de troncos—. Crecí rodeado de muchos niños. Éramos cinco, cuatro de nosotros adoptados. Y mis padres acogieron a otras dos docenas de niños a lo largo de los años.

—¿En serio? Vaya, eso es increíble.

Dándole la espalda a Claire, Ethan sonrió mientras colocaba los troncos en la chimenea.

—Sí —dijo incorporándose y sacudiéndose el polvo de las manos—. Eran muy especiales.

Claire se apoyó en el brazo del sofá con naturalidad y se cruzó de brazos.

—¿Eran?

—Bueno, mi padre lo sigue siendo. Mi madre murió hace unos años. Pero al crecer con tantos niños lo más natural era que tuviera muchos hijos algún día. Habría tenido más, pero no pudo ser.

¿Y por qué diablos le contaba aquello a una mujer a la que apenas conocía? Pero mientras siguiera hablando no se entretendría en recuerdos dolorosos. Soltó un suspiro, miró a Claire, que parecía desconcertada, y cambió de tema.

—¿Tú tienes hermanos?

—No —respondió ella sacudiendo la cabeza antes de sentarse en el suelo con las piernas cruzadas para acariciarle a Barney la barriga—. Tenía algunos primos lejanos, pero apenas los veía. Me gusta la gente. Lo que me cuesta es vivir con ella. Pero tengo un gato. ¿Eso cuenta?

—¡El desayuno está listo! —gritó Juliette desde la cocina.

Claire se puso de pie otra vez.

—Si quieres, puedo hablar con ella de lo de buscarte pareja.

—Puedo manejar a mi propia hija, gracias —le espetó Ethan con sequedad.

—Sí, bueno, como yo también he sido adolescente, te aseguro que a las chicas de esa edad se les da muy bien ignorar lo que no quieren oír. Sobre todo cuando sale de sus padres. Y, como esto no te concierne solo a ti, tengo derecho a dejar las cosas claras en lo que a mí se refiere.

Vaya, aquella mujer era peor que su hija. Pero seguramente tenía razón.

—De acuerdo. Haz lo que creas conveniente. Pero ahora acabemos con este desayuno, ¿vale?

—Claro —dijo Claire con una sonrisa siguiéndole a la cocina.

Ethan exhaló otro suspiro. Con un poco de suerte, en media hora Claire no sería más que una incidencia pasajera en su viejo radar. Porque había tardado tres años, desde la muerte de Merri, en ajustar el manual de funcionamiento de su familia y de su vida. Y que lo asparan si permitía que una monada de pelo rizado le distrajera en aquellos momentos.

Claire entró en el aseo mientras Ethan se metía en la cocina. Juliette llevaba el teléfono entre la oreja y el hombro mientras servía platos con tortillas y patatas fritas.