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Livezen es un joven zorro de fuego, originario de la aldea de Syscrepia, que ha vivido toda su vida como un mísero ayudante de construcción. La presencia de fastidiosos invasores lo obligará a dejar aquella tierra que tanto quiere y a su media naranja, a quien ama con todo el corazón. La repentina decisión de escapar no es lo que desea, pero es la mejor opción para sobrevivir. Lo que el protagonista no sabe es que, en plena fuga, se topará con alguien que cambiará su vida para siempre. El zorro conocerá a su amigo de la vida, a quien deberá enfrentar para poder hacerlo cambiar de parecer.
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Veröffentlichungsjahr: 2024
El zorro de Syscrepia
Kevin M. Weller
El zorro de Syscrepia
Saga de Kompendium
Libro IX
Novela de fantasía
Kevin M. Weller
Libro digital
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Nota del autor
“El zorro de Syscrepia” es un libro que guarda cierta relación con “Plumas y escamas” y con “El mensajero de Abantacia” dada la conexión entre los protagonistas de cada historia. Si bien Daigarus es el más importante de los tres, Lanzelot y Ribin también cumplen un papel fundamental en el desarrollo de las novelas subsiguientes, ya sea como ayudantes u observadores; de hecho, muchas de las cosas que consigue Daigarus las logra gracias a la ayuda de ellos.
Tal y como sucede con “La loba solitaria de Zarek”, la historia de Lanzelot no es una lectura obligatoria para comprender el quid de la situación por la que pasa Mitriaria durante el mandato de Dáikron, pero ofrece detalles que no se mencionan en otras novelas. Es en esta novela en donde aparece por única vez Aylin y los demás zorros de fuego que forman parte de la familia del protagonista.
Existe una conexión con lo narrado en “Xeón”, que es donde se da el inicio de un éxodo forzado para que los zorros de oriundez nórdica se instalen en el Sur de Mitriaria, en una aldea pequeña llamada Syscrepia, en nombre de su fundador Syscripux. Sin embargo, la batalla por la supervivencia continúa. En vez de dragones rojos, los invasores son dragones negros, cuyo objetivo es el mismo que el de todos los dragones salvajes: eliminar a las especies rebeldes.
Índice
Prólogo
I. Un zorrito perdido
II. Syscrepia
III. Los primeros recorridos
IV. Reunidos con Fyschev y Mitruksa
V. Aylin, una hermanastra diferente al resto
VI. Entre hurones y glotones
VII. Kermax y Rubeli
VIII. Ignagske, la reliquia de la familia
IX. Un entorpecido error
X. La tumba de Syscripux
XI. Una vida normal como aldeano
XII. Duelo de espadachines
XIII. Poniendo a prueba los límites de la confianza
XIV. Una riña familiar y dos víctimas fatales
XV. Gaom, otra vez molestando
XVI. Los dragones llegaron para quedarse
XVII. Un aliado de los grifos
Epílogo
Prólogo
Nieve, toneladas de nieve ejercían monstruosa presión sobre el húmedo suelo de los bosques australes de Mitriaria. Un tercio del continente había sufrido la furia de la Naturaleza, y como resultado de ello, el frío extremo se había apoderado de muchísimas aldeas. A dicho fenómeno lo llamaron “Fiekze skessare”, que en Serfi significaba “cólera glacial”. Muchos invasores murieron congelados, otros siguieron adelante con la liquidación de criaturas inocentes a pesar del truculento clima.
Las innumerables muertes por congelación nunca se contabilizaron, las muertes de los rebeldes a mano de intervención enemiga sí se supieron casi con total certeza pues el encargado de llevar las cuentas era, nada más y nada menos, que un experto en matemáticas, la versión masculina de Gerume. Por desgracia, la edad pronto le hizo imposible seguir exponiéndose al frígido entorno, feneció antes de llegar al promedio de vida. Aquel escriba anónimo de quien se sabía más bien nada, dejó escrito un testimonio en el que aseguraba que los dragones negros eran inmunes al frío, pero que las bajas temperaturas los enloquecía.
No era pues, como creyeron alguna vez los norteños, que el frío glacial mataba a quienes carecían de un buen pelaje natural, éste mataba incluso a los animales más duros de matar. Tuviese pelo, plumas o escamas, los habitantes de Mitriaria no siempre podían hacerles frente a las Eras de Hielo, aun cuando aquéllas tuviesen una duración mínima en la escala geológica.
Ahora bien, todos sabían que un pelaje tupido y espeso era ideal para mantener el cuerpo caliente, pero ¿hasta qué punto? Tener demasiado pelo entorpecía la movilidad, el no poder desplazarse con agilidad en una región repleta de monstruos sangrientos al acecho las veinticuatro horas del día (o lo que fuera que durase cada día en los calendarios de cada especie), era una forma segura de toparse con la parca.
Entre morir congelado y ser devorado por dragones no había diferencia, sí que lo había al momento de recibir enfriamiento excesivo para luego convertirse en alimento. Nadie deseaba pasar frío ni ser devorado, pero tampoco podían quedarse encerrados todo el tiempo. Hibernar no era la mejor opción sabiendo el riesgo que dicha acción implicaba.
I. Un zorrito perdido
Paseando entre congeladas plantas y gélidas rocas, un zorrito recientemente destetado jugaba con los copos de nieve que caían del cielo sin parar. Se desplazaba por la nieve en cuatro patas como un animal cuadrúpedo, aún no había aprendido a caminar de pie. Lo protegía una vieja manta abrochada que le cubría desde los hombros hasta el vientre, aunque con el grueso pelaje que poseía ninguna falta le hacía. Daba saltitos, uno tras otro, en busca de quién sabe qué. Sólo era un pequeñuelo curioso cuyo juego exploratorio lo mantenía entretenido.
El espeso pelaje de este zorrito y su color escarlata, con marrón claro en el extremo del jopo, la parte inferior del hocico y la franja frontal del tren superior, apuntaban a que se trataba de un cachorro de la familia de zorros de fuego, originarios del tórrido continente de los dragones rojos. El pequeño era descendiente de una familia que se había asentado en la zona baja de Mitriaria hacía ya varios años. Los progenitores, del mismo color de pelaje, tomaron la decisión de abandonar al cachorrito por una razón que nunca se supo del todo.
El zorrito ya tenía desarrollada la capacidad de grabar recuerdos permanentes en la mente, no sólo olores penetrantes, imágenes grotescas y sonidos fuertes. Siempre calentito se mantenía con todo ese pelo y ese grueso pellejo. El andar por ahí en plena era glacial, bajo una ola polar, no le provocaba frío. La curiosidad lo empujaba hacia los rincones del mundo real, lo atraía la belleza del álgido entorno teñido de blanco y aquellos inmensos árboles pelados que agonizaban en silencio.
Sus velludas orejas reaccionaron al ritmo de pisadas apesadumbradas, quizá coléricas, de criaturas de gran tamaño. No, no era una estampida de mamuts ni una carrera en troica, era algo más peligroso. Famélicos dragones de escamas negras andaban merodeando en busca de alimento. Algunos de ellos habían pasado tanto tiempo sin comer que tuvieron que recurrir al canibalismo como último recurso. Un zorrito de quince kilos era sólo un aperitivo, igual era mejor que nada.
Uno de los dragones, guiado por su poderoso sentido del olfato, se alejó de la manada, se metió entre los árboles, caminó a paso apresurado sobre la nevada región hasta que divisó una manchita roja entre tanta blancura. El olor a carne fresca era inconfundible; la presa estaba en la mira. De un ágil salto, se escabulló entre postes naturales y se dirigió al cachorrito, quien ya lo había detectado gracias al agudo oído que tenía.
El zorrito apuró el paso, correteó, hundió las patitas en la nieve, resbaló sobre una delgada capa de hielo, se aferró al terreno seco y se escabulló entre obstáculos arbustivos. A toda leche corrió por su vida, con el corazón a punto de estallarle, no se detuvo en ningún instante. La fiera estaba cerca y no iba a desistir por ningún motivo.
Todo el mundo sabía que un dragón hambriento era sumamente peligroso, más que nada durante el día que era cuando más activo estaba. El hambre los hacía más salvajes de lo que ya eran, los volvía indomables, cualquier cosa estaban dispuestos a hacer con tal de saciar el apetito. Tal era el deseo que sentían que, en muchos casos, los adultos se comían a los más jóvenes para sobrevivir, y no les importaba si éstos eran sus descendientes o no, el hambre debía ser saciada como fuese.
La suerte sopló del lado de la presa: una caverna escondida apareció ante la vista. Allí dentro, en un ajustado agujero de gran profundidad, el zorrito se introdujo, al fondo se dirigió, contra el último rincón chocó. Como un perrito aterrado quedó, cubriéndose los ojos con las patitas, temblando de miedo, a punto de orinarse encima. Jamás en su vida había sentido semejante agobio existencial, el miedo que sentía era indescriptible.
El dragón, por más insistencia que puso, no pudo ingresar a la madriguera abandonada. Apenas cabía la mitad de su hocico. La estrechez del zulo no le permitía abrir las fauces y escupir fuego. Al final, no le quedó otra opción, tuvo que irse. Molesto estaba al ver que la presa se le había escapado de las manos, el olfato lo hizo cambiar de parecer en poco tiempo, cambió de rumbo y alzó vuelo hacia el Este; una nueva presa había aparecido en el radar.
El zorrito había quedado tan atemorizado que no podía abrir los ojos, plañía a moco tendido y emitía un sonido agudo similar al chillido de un perro. El miedo cerval lo mantuvo paralizado durante una eternidad. Aquella traumática experiencia era el primer recuerdo de su vida y nunca sería olvidada.
Lo peor vino después con la caída de la tenebrosa noche invernal, en la que soplaban los vientos más intemperantes y ruidosos. La temperatura descendía los -100 °C, la humedad era tremenda y la ausencia de luz amedrentaba. Para un cachorrito, la oscuridad siempre causaba temor, y en muchos casos, hacía suponer que algo peligroso yacía escondido en la penumbra.
Murciélagos salvajes intentaron ingresar al refugio subterráneo, alguien los espantó con una antorcha y tuvieron que dispersarse e irse. Cubierta con una gruesísima piel de oso, una cabeza de órice, ropa de lana y un pelaje tupido, la extraña criatura antropomórfica de rasgos femeninos ingresó al escondite y se ovilló cerca de la entrada. La esplendorosa llama pronto se extinguió y todo quedó oscuro de vuelta. En ese mismo recinto se durmió.
“Vapuxe, gatzapure”, pronunció mientras dormía. Se retorcía como si algo la estuviera incomodando. La vulpeja lanzó un mordisco al aire y gruñó en respuesta. En lo profundo de aquel sueño, un monstruo la acechaba. La primera palabra significaba zorro de fuego, la segunda era una mala pronunciación de la palabra “gashabure”, con variaciones alofónicas muy marcadas. A simple vista, cualquiera diría que esa lengua era Serfi; sin embargo, aquello era un dialecto del Múliko, lengua con muchos sonidos palatales y alveolares, propia de los caninos.
La tenue luz natural hizo que la vulpeja despertara de un tirón. Aún turulata por la pesadilla de la noche anterior, se puso de pie, observó por el hoyo y chequeó el exterior. Cogió la antorcha y la guardó en algún bolsillo del gabán. Antes de salir, la nariz le vibró y el hocico se le arrugó. Un aroma extraño pero familiar percibió, éste activó su sexto sentido. Se arrastró hasta el fondo de aquel zulo y quedó pasmada al ver un zorrillo de pocas semanas de vida acurrucado en el fondo. No se movía para nada. Parecía estar muerto.
“Iëreh vapuxe kaleshéf?”, preguntó, a la espera de una respuesta. Nada obtuvo. “Kaleshéf? Bipøšhká?”, preguntó por segunda vez. No recibió respuesta a ninguna de sus preguntas. Lo primero que dijo fue: ¿Eres cachorro de zorro? Lo segundo que dijo fue: ¿Cachorro? ¿Escuchas? La sintaxis que empleaba para comunicarse era asaz reducida, algo común en el dialecto que manejaba. A otros zorros de su clase les costaba entender lo que decía.
Al ver que no recibía respuesta alguna, se aproximó al zorrito con el objetivo de tocarlo. Estaba tan frío como la nieve que rodeaba el suelo. Lo tomó entre sus brazos sin pensarlo y lo sacó del zulo cuan pronto pudo. Creyó que aquel zorrito era vástago de alguno de sus vecinos, por eso se lo llevó consigo.
“Plakesharaitö kuray?”, murmuró la vulpeja mientras lo cargaba entre sus brazos, apesadumbrada al ver que no reaccionaba al tacto directo ni a las palabras que pronunciaba. Formuló la siguiente pregunta: ¿Vivo sigues? El pequeño seguía tieso como una roca y frío como un iceberg.
A paso apresurado, lo cargó kilómetros y kilómetros. Por la espesa nieve se desplazó a toda marcha, atenta a que ningún dragón apareciera de sopetón. No descansó las piernas hasta llegar a las afueras de Grencha, donde se cruzó con algunas mofetas que se dirigían de regreso a Itaura. Antes de caer rendida ante los pies de Erlik, hizo un último esfuerzo por avanzar. El corazón se le iba desacelerando y la respiración le fallaba. El estertor, producto de la recidiva, la iba empujando hacia los últimos suspiros.
“Gishã mënai! Gishã mënai!”, gritó para que alguien la socorriera. No sólo se estaba quedando sin hálito de vida, también estaba cargando consigo una vida inocente cuya identidad aún se desconocía. Nadie alcanzó a oírla. Murió a plena luz del día, en medio de la mismísima nada. El zorrito quedó enroscado entre los brazos de ella, como si fuera su hijo.
La temperatura ya no era tan baja como en la noche, pero la brisa seguía siendo refrescante y la luz natural era escasa con el cielo encapotado. Los copos de nieve que caían del cielo iban tapando todo hasta dejarlo completamente blanco. El bosque entero era una meseta nevada.
Pesadas alas de murciélago se batieron al unísono, gritos desgarradores y alaridos sin control inundaron el entorno. Por un lado, reptiles alados; por otro lado, pegasos albinos. La contienda entre rivales dio inicio sin aviso previo. Los dragones, que rugían al compás del aleteo, descargaban la furia del Hades vomitando las llamas más furibundas, en respuesta a los relinchos estentóreos de los presurosos equinos. Apabullados por el fuego, los alígeros caballos dispararon rayos de sus fauces y crearon torbellinos con las alas. Los dragones no tardaron ni un segundo en lanzarles tarascadas violentas, los desmembraron a filo de colmillo y se deshicieron de todos ellos. La sangre y las vísceras cayeron sobre la nieve, enrojecieron el blanquecino suelo.
Una segunda horda de pegasos albinos cambió de rumbo y trotó en sentido contrario, alejándose de las figuras oscuras. El raid aéreo ayudó a los invasores a detectar las presas que se iban distanciando poco a poco. Hacia el Sur se dirigieron y pronto las alcanzaron. Los ocho pegasos se separaron, dirigiéndose cada uno a un punto distinto. Fútiles eran las maniobras evasivas contra tales agresores, eso los lugareños lo sabían muy bien.
El segundo viajero, un lobo negro de Zurvenia, apareció sobre un pegaso dorado y se detuvo al ver la sangre esparcida por el camino. Temía que hubiese dragones en los alrededores, razón por que se dispuso a cambiar de rumbo y tomar un atajo para volver a Miencropsia. El olfato lo detuvo antes de que se alejara. Bajó del pegaso y caminó hacia un cúmulo de nieve que tapaba un cuerpo frío. Quitó la nieve del cuerpo y se llevó una gran sorpresa. La vulpeja parecía haber muerto hacía unas pocas horas. Le dio lástima verla, más lástima le dio ver que llevaba consigo el cuerpecito de un zorrillo (Vulpes vulpes). Supuso que ese pequeñuelo era hijo suyo y que lo había cargado con el afán de salvarle la vida.
—Shishikli… shishikli… —relinchó el pegaso.
—Kënn bōlde? —el lobo le preguntó qué sucedía. Acomodó el sobretodo que lo cubría de pies a cabeza y giró el hocico para observar entre la espesura del bosque congelado.
—Shakla a shåshi —exhaló el pegaso, apuntando hacia la dirección correcta.
Había alguien merodeando en ese sitio, una sombra oscura que se escondía detrás de los árboles espiaba al viajero. No hubo que hacer mucho hincapié en el esfuerzo para saber que se trataba de una hiena carroñera a ojo abierto. A juzgar por los hechos, era esperable que una hiena apareciera para reclamar lo que no le pertenecía.
—Vàkura! —pronunció el lobo y desenvainó la alabarda. Caminó despacio hasta el refugio improvisado del espía—. Shitsükâe.