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Demitrius es un joven campesino que, cansado de vivir en la miseria, decide emprender un viaje hacia lo desconocido. En su trayecto, conoce a sus aliados, con los cuales deberá compartir un largo recorrido épico. Deberá enfrentarse a diversas situaciones problemáticas en las cuales tendrá que buscar una solución viable. Su enemigo es mucho más peligroso de lo que parece. Para ganarle deberá demostrar toda su destreza y poner en juego su propia vida.
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Veröffentlichungsjahr: 2024
Mitriaria
Kevin M. Weller
Mitriaria
Saga de Kompendium
Libro XII
Novela de fantasía
Kevin M. Weller
Libro digital
Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción parcial o total de esta obra, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros medios, sin el permiso previo y escrito del autor. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.
Nota del autor
Escribir este libro fue un reto agotador que disfruté mucho, no por la longitud y la complejidad, sino por la creatividad y gran variedad de personajes. Al principio, no estaba del todo seguro de cómo empezar a escribirlo, tenía demasiadas ideas flotando en mi mente, lo que dificultaba tomar una decisión, así que tuve que esperar unos años para adaptar toda la información a fin de crear una novela satírica que mezclara características de diferentes géneros.
Inspirándome en obras de autores famosos, videojuegos clásicos, películas de ciencia ficción, mitos antiguos y cuentos folklóricos, pude crear esta maravillosa obra literaria. Y aunque no tenga la misma calidad que la mayoría de las novelas de fantasía, debo reconocer que estoy satisfecho con el resultado final.
Índice
Prólogo
I. El comienzo de una grandiosa travesía
II. El ermitaño
III. Los lobos del bosque
IV. Bajo ataque
V. Arkadia
VI. La última advertencia
VII. Un duro entrenamiento
VIII. Un gran equipo
IX. El grifo mensajero
X. El árbol sagrado
XI. Las sirenas
XII. Emboscada
XIII. La represa
XIV. Abantacia
XV. Un encuentro amistoso entre enemigos
XVI. Surcando los cielos con Oncina
XVII. Mercéfides
XVIII. El basilisco
XIX. Una gran batalla
XX. La espada del destino
XXI. Miadicia
XXII. El león de Parfalia
XXIII. El laberinto
XXIV. Yukka queda atrás
XXV. El traidor del grupo
XXVI. Un largo camino por recorrer
XXVII. Tentrum
XXVIII. La montaña Femerty
XXIX. Los shatókeres
XXX. Kashiro se rinde
XXXI. La anfisbena
XXXII. Alianzas
XXXIII. El desafío del dragón púrpura
XXXIV. El oráculo de Nefiria
XXXV. Rumbo a Korozina
XXXVI. Guerra
XXXVII. El castillo
XXXVIII. El sacrificio de las Mascotas Legendarias
XXXIX. La pelea de Dáikron
XL. La paz se restablece
Epílogo
Prólogo
Había existido un bello mundo pacífico donde una incontable cantidad de criaturas de diferentes clases vivía en armonía sin ninguna preocupación ni restricción. La Madre Naturaleza proveía vida, alimento, agua, luz y protección a sus preciados vástagos. Un paraíso terrenal había existido en un sitio remoto, un sitio maravilloso donde muchos desearían estar.
Después de muchos años, algunas criaturas comenzaron a aislarse del resto. Tras haber iniciado un largo viaje de exploración alrededor del mundo, surgieron diferentes grupos de criaturas, los cuales decidieron asentarse en un territorio distinto donde podían estar separados de los demás. Esa gran separación, que al principio fue por una cuestión de comodidad, conllevó a una confrontación.
Cada especie empezó a distinguirse por una cultura particular, y de esa manera, fue inevitable que el etnocentrismo, el especismo, el racismo y el clasismo emergieran, produciendo una separación aún más diversa. Incluso dentro de una misma especie había castas sociales bien establecidas, a las cuales se les obligaba a seguir estrictas normas de convivencia. Había niveles de pureza y superioridad: las Razas Puras eran las mejores adaptadas y las que poseían más derechos; las Razas Impuras estaban en la parte más baja de la escalera y tenían que trabajar duro día y noche para mantener a sus detestables líderes.
La desigual y deplorable estratificación social puso fin a la beatífica armonía que había existido entre criaturas y desencadenó una fragmentación que acabó de manera terrible, dado que las Razas Impuras estaban hartas de ser oprimidas por aquellos que se creían superiores.
Las Razas Puras propusieron excluir a todos aquellos que no aceptaran su casta social, dicha decisión generó un masivo éxodo que convirtió el mundo en un abismo. Los que tuvieron suerte abandonaron sus tierras y se asentaron en zonas arcanas; por otra parte, los desafortunados no tuvieron otra opción más que obedecer a las Razas Puras y permanecer en sus correspondientes castas, sin oportunidad de conseguir su preciada emancipación.
Las cosas cambiaron cuando un grupo de pensadores de corazón noble se hizo presente en el mundo, proclamando igualdad de derechos para todos. Las Razas Puras exterminaron a los librepensadores ya que los consideraban rebeldes inminentes, es decir, un peligro para ellos. No obstante, las ideologías liberalistas prosperaron y sirvieron para que varios líderes abrieran los ojos después de un extenso lapso de tiempo. Como consecuencia, algunos de ellos comenzaron a dudar respecto a sus posturas, pensaron que era correcto aceptar la idea de una sociedad igualitaria y abolir la esclavitud.
Si bien hubo quienes cambiaron de parecer con el correr de los años, apareció una especie dentro de las Razas Puras que rechazó la idea. A ellos no les convencían los patetismos; por tanto, rechazaron toda idea que fuese liberal. Esa misma especie se sintió amenazada ante las notables diferencias ideológicas de las otras criaturas, de forma tal que optó por crear su propio imperio. Empezaron a sobrevalorar su propia estirpe y todo terminó de la manera esperada: deificaron su orgullo, pasaron de animales a dioses, y pronto se convirtieron en la detestable plaga beligerante conocida globalmente como la Raza Superior.
Una vez que la Raza Superior tomó ingentes porciones de tierras para sí misma, un grupo masivo de sicarios fue creado con el objetivo de aniquilar a los más débiles y tomar sus tierras por la fuerza. Las criaturas de otras áreas no podían hacerles frente siendo que eran débiles y vulnerables. Algunas especies prefirieron unirse a la Raza Superior y convertirse en sus esclavos mientras que otras permanecieron firmes en sus posturas pese al riesgo al que se exponían.
La confrontación entre la Raza Superior y las Razas Inferiores fue tan masiva que todo finalizó en una espantosa guerra llamada la Guerra de las Razas. Era considerada un conflicto global sin fin entre criaturas de diferentes bandos.
Una especie prefirió darle fin a ese absurdo conflicto belicoso que sólo empeoraba las cosas. Fue esa especie la que comenzó a cambiar el mundo demostrando una envidiable temeridad y una incomparable bravura en el campo de batalla. Dicha especie fue llamada la Raza Pacifista, compuesta por seres fuertes e inteligentes. Su objetivo era hacer que el mundo volviera a ser el mismo paraíso que había sido en el pasado. Creían con firmeza que todavía era posible revertir la lamentable situación, aun teniendo que sangrar por los inocentes mortales. Muchísimas injusticias se habían cometido por razones segregacionistas y ellos eran los únicos capaces de evitar que eso siguiera sucediendo.
Algunos años más tarde, hubo una separación dentro de la Raza Superior. Tres grupos, identificado cada uno con un color, estableció su propio reino en cada continente. El Ejército Negro era el que más aliados poseía; el Ejército Rojo era el más fuerte y truculento de todos; el Ejército Blanco era el más débil y desordenado. Esa separación fue un craso error, pasaron a ser un blanco expuesto comparado con el poderoso grupo unificado que había sido al principio.
I. El comienzo de una grandiosa travesía
Era un día soleado en Midabia, un cálido, tranquilo y bello lugar conocido por sus pintorescos paisajes naturales y pequeñas viviendas de madera. En dicha aldea moraban granjeros, peleteros, carpinteros, pescadores, albañiles, veleros, alfareros, orfebres, pañeros, carniceros, panaderos, herreros, zapateros, sombrereros y mercaderes. Los productos agrícolas eran transportados en carretas hasta otras aldeas distantes y vendidas a buen precio. Era el siglo XVIII, antes de la moderna industrialización y las revoluciones socioculturales. No había máquinas de ningún tipo en esa época, excepto las que se empleaban en la guerra. La vida era mucho más simple y la comunicación bastante limitada.
En el medio del campo, un joven campesino de veintitrés años de edad y un metro sesenta y siete de altura, estaba cortando malezas con una cuchilla. Su corto cabello ondulado y sus ojos eran color castaño, su nariz era respingona, sus cejas eran finas, sus orejas eran pequeñas y su piel era un poco morena. Su nombre era Demitrius y era hijo de un comerciante. Su madre había fenecido de tuberculosis hacía varios años; como consecuencia de ello, él tenía que salir a bregar para poder subsistir, como no le gustaba trabajar siempre hacía las cosas de mala gana.
Su sueño era convertirse en un alquimista de renombre como los que había en Zirquet, una ciudad ubicada en el Norte. Trabajar en el campo demandaba un gran esfuerzo físico, amén de ser superaburrido. Trabajaba como un esclavo, doce horas al día sin periodos de descanso, y recibía un pago mediocre.
En un momento dado, dejó de cortar las malezas, colocó la hoz en el suelo, se sentó sobre el pasto, estiró los brazos, acomodó el sombrero de paja que tenía puesto y sacó un choclo del bolsillo izquierdo del pantalón. Después de comerlo, se acomodó en el pastizal para relajarse. Hacía mucho calor para trabajar a esa hora del día, motivo por que cerró los ojos y se dispuso a tomar una ligera siesta.
Una extraña brisa refrescante sopló desde atrás. Las nubes cubrieron el destellante sol y todo pareció quedar quieto por un instante. Una extraña figura oscura atravesó el cielo, había cruzado tan rápido que era imposible saber qué era. Lo más probable era que se tratara de un ave de rapiña.
Se quedó dormido, sin darse cuenta de que la tarea había quedado a medio hacer. Más de una vez le habían llamado la atención por su ineficiencia, le obligaban a rehacer la labor como castigo. Poco le importaba que lo regañaran, lo único que quería era dejar todo atrás y conseguirse una vida mejor.
Tres horas después, abrió los ojos y notó que el sol ya se estaba poniendo, dando a entender que ya era el ocaso. La hoz recogió y continuó cortando las malezas, lo hizo con tanta rapidez que se cansó enseguida. Desafortunadamente, la espesa noche cayó pronto y ya no pudo seguir adelante. Decepcionado consigo mismo, suspiró y caminó a paso de tortuga hasta el granero, cabizbajo como perro asustado, sabía lo que le esperaba.
Al llegar, vio al hacendado parado frente al granero, con el ceño fruncido y los pies inquietos. Sabía que el hombre le iba a regañar de nuevo por su inefectividad. Ese tipo era conocido por ser un escabroso negrero que esperaba un gran rendimiento de parte de los empleados todo el tiempo, quería trabajadores ideales que no se quejaran ni gimotearan. Era el típico patrón explotador.
El viejo Freg era un sujeto desagradable y cascarrabias de un metro ochenta y cinco, de vientre turgente, barba cenicienta, ojos marrones, cejas tupidas, cabello revuelto con entradas visibles, nariz bulbosa y labios gruesos. Siempre andaba con una rojiza camisa a rayas, un largo pantalón marrón y zapatos negros.
—Señor Freg, disculpe la tardanza —habló el zagal cuando se detuvo frente a él—. Me tomó más de lo que…
—¡Cierra tu apestosa boca! —le interrumpió irritado—. ¡Dame eso! —Se inclinó y le quitó la hoz de un manotazo—. No puedes hacer nada bien, muchacho. Te gusta verme la cara ¿no cierto? —le dijo y lo miró con odio—. Te descontaré una semana entera por hacerte el tonto. ¿Acaso crees que te pago por dormir? —le gritó con su aguardentosa voz—. No recibirás ni un centavo hasta que hayas completado tu trabajo como debe ser. Te asignaré más tareas para que las hagas todas juntas, y más vale que las hagas bien. ¿Me escuchaste, gusano?
—Sí, señor. Lo siento mucho —respondió. Lucía arrepentido, pero lo que sentía en ese momento era una fuerte sensación de desasosiego.
—Piérdete de mi vista —el viejo gruñón le gritó y alzó el brazo derecho para mostrarle el camino.
El joven campesino se fue, harto estaba de que todo el mundo lo reprendiera. Trabajaba desde el amanecer hasta el atardecer y no recibía una paga apropiada por ello, suficientes razones tenía para estar disgustado. Quería mandar todo al carajo de una vez.
Luego de una caminata de casi una hora, llegó a la morada donde vivía, el único sitio en donde podía descansar tranquilo, sin fastidiosas órdenes que obedecer. Su hogar era una vieja casa de campo con poco espacio, durante los días lluviosos las goteras mojaban el piso y en las tardes de estío era insoportable debido al bochornoso calor. A pesar de todos los problemas que tenía, la apreciaba mucho. A la cocina se dirigió, a su padre encontró sentado en una de las sillas de madera, ingiriendo la dosis diaria de jugo de uva fermentado.
El señor Cassio era un hombre barbudo de mediana edad, adicto a la bebida y a las apuestas, que tenía pocos deseos de trabajar. Llevaba puesta una camisa negra y un pantalón oscuro con agujeros. Se las arreglaba vendiendo frutas y verduras en su tienda, apenas ganaba lo suficiente para poder alimentarse. Vivir al borde de la miseria no era algo que representara un problema para él, se había acostumbrado a ganarse la vida como un mísero vendedor de vegetales.
—Padre —tomó una silla y se sentó al lado de él—, realmente creo que ya no podemos seguir así.
—¿Qué sucede? —le preguntó con la botella de vino en la mano.
—Mi nuevo trabajo es horrendo. El viejo Freg no me quiere pagar si no hago las cosas como él quiere —dijo y lanzó un suspiro—. ¿Cree que debería buscarme otro trabajo?
—¿Qué? ¿De vuelta?
—¿Qué tiene?
—Has hecho de todo y nada te gusta. Toma una decisión, hijo. No puedes andar por la vida buscando el trabajo ideal. Toma lo que tengas disponible y has lo que te digan.
—Debería hacer algo más rentable. No puedo seguir así.
—Deberías estar contento de que al menos tienes trabajo. Hay mucha gente que no tiene.
Eso era cierto, pero el hecho de que muchísimas personas estuviesen desempleadas no justificaba, de ninguna manera, la explotación por parte de los patrones quisquillosos que se enriquecían a costilla de los pelafustanes. Ser exigente en demasía no era lo ideal, como tampoco lo era ser un conformista anodino; la vara no tenía que estar ni muy arriba ni muy abajo.
—Durante estos últimos cinco años mis patrones me han tratado como un esclavo.
—Pues así es la vida. Acepta las cosas tal y como son —le dijo y tomó otro sorbo del pico.
—No puedo.
—Nuestra familia siempre ha sido así. No puedes cambiar tu destino por un mero capricho.
—Padre, de verdad necesito hacer algo distinto. El trabajo pesado no es lo mío.
—Acostúmbrate. Vivimos en una pequeña aldea lejos de toda civilización —aseveró y pensó en qué decir—. ¿Qué es lo que quieres hacer?
—Pues… a mí me gustaría estudiar alquimia.
—No puedes. Necesitas tener la preparación adecuada y es muy costoso. Jamás podrás tener acceso a ese tipo de lujos. Sólo has lo que tu patrón te diga y no te quejes. —Tomó la botella, se puso de pie y se fue a su habitáculo. No tenía deseos de seguir discutiendo por algo tan insignificante.
Demitrius detestaba el trabajo pesado, y lo peor de todo era que no podía hacer lo que le gustaba. No podía dejar de pensar en el tedioso trabajo incluso en su hogar. Harto estaba de ser el borrico de los hacendados, el burro de carga de los privilegiados. Lo trataban peor que un animal.
Después de haber ingerido algunos vegetales, se dirigió a su habitáculo y trató de superar ese vergonzoso día. El cuchitril que tenía como alcoba era un santuario de mugre y desorden, su padre solía decirle que lo ordenara con más frecuencia, una vez al año era muy poco. Hasta los chiqueros eran más limpios y olían mejor.
A la mañana siguiente, despertó con el canto de los pájaros matutinos y se preparó para pasar otro soporífero día en la granja, de vuelta al hastío rutinario. Hizo el desayuno para él solo, su padre se quedaba despierto hasta tarde, por eso no se levantaba temprano. Una vez que terminó de comer algunas frutas frescas, se dirigió al granero donde trabajaba como ayudante.
Cada día que transcurría era un tormento, su patrón lo obligaba a hacer diferentes cosas al mismo tiempo. La rutina era execrable: labrar la tierra, sembrar el campo, alimentar a los cerdos, trasquilar las ovejas, ordeñar las vacas, recoger excremento, limpiar el granero, sacar agua del aljibe, regar las plantas, recolectar frutos de los árboles, y mucho más. Al final del día, estaba tan exhausto que llegaba a casa y se iba a dormir sin cenar. Era igual de horrendo de lunes a domingo.
Tres meses después, el día del cobro por fin llegó. Cuando el hacendado lo llamó para reunirse frente al granero, estaba ansioso por recibir el salario. Con aquel dinero obtenido podía comprarse una muda de ropa o quizá alguna herramienta. Era el único día en el que se mostraba contento y optimista, como si un premio estuviese a punto de recibir.
—Estas últimas tres semanas has estado trabajando duro: completaste el cronograma de actividades, no cometiste tantos errores, te quejaste menos, no te quedaste dormido y llevaste a cabo todas las tareas asignadas. —El viejo Freg parecía estar satisfecho con él—. Creo que mereces lo que acordamos.
El alevín admitió que se había esforzado más en tiempos recientes porque no le quedaba otra. Su padre siempre insistía en que debía dar lo mejor de sí si quería ganar bien. Las últimas semanas habían sido las más duras de todas, mucho café tenía que beber para energizarse y no dormirse durante la jornada laboral.
—Traté de hacer lo mejor que pude —asintió con una leve sonrisa.
—Aquí tienes. —Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una bolsita con monedas adentro.
El joven se puso a contar con apresuramiento para cerciorarse de que fuese la suma que habían acordado. Tras haber contado las monedas, notó que faltaba dinero, se lo informó a su patrón.
»Ah, olvidé mencionar que te desconté la mitad del total por la azada que rompiste el otro día —respondió con una tonta mueca.
La inmensa alegría del día desapareció de un momento a otro. Demitrius se puso furioso al enterarse de que no había recibido la suma pactada. Bajo ninguna circunstancia podía aceptar semejante injusticia.
—Después de todo lo que hice me viene a descontar por una estúpida azada que no vale nada —lo encaró de frente—. ¿Qué rayos le pasa?
—No me hables de esa forma, jovencito —le advirtió—. Agradéceme que yo al menos te pago por lo que haces. Otros estancieros ni la mitad te darían.
—Dejaré este maldito trabajo. Esto no es justo —le dijo con bronca.
—No seas tonto —le dijo de forma amedrentadora—. No conseguirás nada mejor así que será mejor que te adaptes.
—No pienso seguir trabajando aquí —le dijo y se fue.
El zangolotino cayó en la cuenta de que, incluso rompiéndose los cuernos y pelándose las manos, no alcanzaba para obtener una buena remuneración. Lo que deseaba en ese momento era no haber nacido en esa aldea donde tenía que padecer tanto. Su vida siempre había estado al borde de la desgracia. Sabía que no iba a tener futuro si se quedaba, dejar Midabia era necesario para cambiar el destino. Por primera vez en la vida se percató de que tenía que tomar su propio camino. No podía seguir viviendo en el mismo pueblo o acabaría mendigando en las polvorientas calles de tierra.
Pasados los dos días de la renuncia, tomó la decisión de decirle a su padre que tenía deseos de irse de su hogar. Al principio, el señor Cassio se negó pues pensaba que su hijo no iba a poder salir adelante por cuenta propia, tampoco podía obligarlo a quedarse en casa quejándose todo el día de su infortunio. En la pequeña cocina se habían reunido para dialogar.
»En verdad necesito hacer esto. No sé exactamente qué voy a hacer, pero sé que encontraré algo —dijo con algo de hesitación.
—¿De verdad quieres abandonar tu hogar? ¿Cómo piensas arreglártelas tú solo? —le preguntó con tono preocupado.
—Igual que usted cuando dejó su hogar.
—Ten en cuenta que era una época distinta. Todo era más fácil.
—No puedo seguir viviendo en estas condiciones. Tengo que tomar mi propio camino. No hallaré un trabajo digno acá así que me iré a otro sitio a buscar algo mejor.
—Si te vas, quedaré solo.
—Puede ir a visitar a mis tíos durante mi ausencia —le recordó para que no se sintiera vacío.
—Nunca me llevé bien con mis cuñados. Son tan fanfarrones de sus riquezas que no me los puedo tragar —dijo, recordando escenas del pasado donde solía verlos con frecuencia.
En realidad, las riquezas a las que hacía referencia eran: animales domésticos, vasto forraje, viviendas con baño propio, terrenos cercados, huertas amplias, variadas herramientas de trabajo, habitáculos separados por paredes de madera, techos medianamente sanos, pisos sin polvo, alimento surtido, ropa sin remiendos, calzado sin agujeros, aljibes libres de ratas y arcones con monedas de bronce, plata u oro.
—Son los únicos parientes que nos quedan.
—Por desgracia —suspiró con desaliento.
—Prometo regresar algún día.
—Eso espero.
—Partiré mañana temprano. Tomaré un atajo para salir de la aldea con rapidez. Las colinas del Nordeste conectan esta aldea con un enorme bosque que va hacia Nestra. Si tengo suerte, estaré allá antes del anochecer.
—Si de verdad crees que dejar tu hogar es lo mejor para ti, entonces tienes mi aprobación.
—Gracias, padre. —Le dio un abrazo cariñoso por el beneplácito otorgado.
Esa fue la última noche que pasaron juntos. Demitrius estaba ansioso por irse, y al mismo tiempo, sentía un poco de nervios porque no sabía qué iba a suceder. Anhelaba conseguir un buen empleo lo más pronto posible.
Al amanecer, se levantó y preparó sus cosas para viajar. Se despidió de su querido hogar e inició una larga travesía. Esa mañana estaba fresco y una serena brisa le acariciaba el rostro. Un sendero entre el maizal tomó, cerca de un regato salió. Llevaba puesta la misma ropa maltratada de siempre, por no decir andrajos, no tenía nada más que una muda de ropa y un sombrero de paja. Sobre su espalda cargaba una vieja mochila descosida con provisiones y un cuchillo para pelar las frutas. Cogió un palo que podía utilizar para defenderse en caso de que algún animal salvaje se le acercara.
Cruzó caminos rocosos que lo llevaron hasta el área externa. Llegó a las colinas que conectaban Midabia con un colorido bosque silencioso. Luego de haber caminado por horas sin parar, optó por tomar un ligero descanso antes de proseguir. Mientras más se alejaba de su hogar, más lo echaba de menos. Muchas fueron las cosas que se le cruzaron por la mente en ese momento. Tenía amigos a los que no veía desde hacía milenios, deseaba volver a verlos para salir y hacer travesuras con ellos.
Tuvo que desistir y acampar en ese sitio dado que el sol había comenzado a ocultarse en el horizonte. Los bosques externos eran peligrosos de noche, había bandidos ocultos en las tinieblas que aparecían para asaltar a los caminantes cuando menos lo esperaban. A un viejo tejo trepó, sobre una de las gruesas ramas improvisó una cama, colocó una cómoda almohada en donde podía apoyar la cabeza, comió algunas mazorcas de maíz, tomates y dos rebanadas de pan.
Luego de haber cenado, con una fina frazada se cubrió, solía refrescar mucho por las noches, se acurrucó como un gato, pensando en el extenso camino que aún le quedaba por recorrer. No tenía idea de lo que había allende el bosque, sólo quería llegar a una aldea donde pudiese encontrar un trabajo digno en el que no lo explotasen. Cerró los ojos y se durmió.
II. El ermitaño
El joven viajero despertó con la luz natural, bajó del árbol y revisó el interior de la mochila para improvisar el desayuno con lo que tenía. Comió tres huevos crudos, maíz, zanahorias y dos manzanas rojizas. Se aproximó a un pequeño estanque, se lavó la cara, bebió un poco de agua, acomodó la tira de la mochila para cargarla, se puso el sombrero, recogió el palo y se dirigió al Norte. Incluso sin una brújula para guiarse, sabía qué camino tomar. Notó un amplio sendero árido entre los ingentes árboles que formaban parte del sempervirente bosque, con plantas extrañas y flores de toda clase.
Antes de tomar el camino directo, el cual se bifurcaba, fue por la izquierda para echar un ligero vistazo. Atravesó un círculo de antiguos árboles marcados, lo cual lucía como un área de encuentro donde los druidas llevaban a cabo ceremonias animistas y rituales litúrgicos. Una pila de hojas secas y ramas partidas cubrían el verdoso suelo.
Se sentía como Marco Poco en pleno viaje de exploración, hecho un flan al saber que al fin se independizaría y sería un adulto libre como siempre había querido ser. Era alguien sociable y cortés pese a ser ligero de cascos, su brújula interna se guiaba por lo que le decía el corazón y no el cerebro, o sea, era un lego, o como dicen por estos lares, un buenudo. Quería descubrir el mundo más allá de lo que veían sus ojos, cualquier cosa estaba dispuesto a hacer con tal de cumplir dicha meta.
Creía que en los confines del bosque residían seres sobrenaturales, duendecillos folclóricos, hadas de cuentos, objetos mágicos, críptidos de bestiarios, espíritus tipo yōkai, o tal vez bestias fabulosas como las que aparecían en los cuadernos de los viajeros medievales. Desconocía los principios básicos de la biología, ni siquiera sabía lo que era una teoría científica, no sabía diferenciar entre realidad y ficción, vivía en una nube de pedo.
Habiendo caminado kilómetros sin detenerse, vio un burro de pelaje grisáceo pastando junto a un sucio gallinero y una bandada de gallinas picoteando el suelo en busca de insectos. Se detuvo al observar una vieja chabola, más pequeña que su casa, ubicada entre dos enormes pinos.
Apareció un viejo larguirucho, campechano como un kobold, que caminaba con gran dificultad al tener la columna torcida, un tanto desaliñado estaba, una protuberante barba canosa resaltaba en él. Su rostro estaba demacrado y forrado de arrugas, su nariz tenía pelos salientes, sus cejas apenas eran visibles, sus labios estaban paspados, sus orejas parecían chuecas, su cuello tenía algunas verrugas y sus manos eran venosas y huesudas. La ropa grisácea que llevaba era holgada y estaba bien sucia.
Demitrius estaba estupefacto al ver que alguien vivía en medio del bosque. Supuso que se trataba de un ermitaño, un Simeón el Estilita, que prefería vivir lejos de los demás por decisión propia, y estaba en lo correcto. Se acercó a él para hablarle.
—¿Quién está ahí? —preguntó el viejo, haciendo un gran esfuerzo por ver con claridad.
—Soy un forastero, señor. No he venido a molestarle.
—Nadie pasa por aquí a menos que se haya perdido —murmuró con una ronca voz de anciano—. ¿Qué te trae por aquí, joven?
—Me dirijo a Nestra.
—Ah, Nestra. Esa es una aldea lejana.
—Lo sé, pero tengo que ir.
—¿Estás solo?
—Sí.
—Hay criaturas salvajes en el bosque. Deberías tener cuidado cuando vayas.
—Mi padre ya me lo advirtió.
—Yo fui un cazador temerario, pero dejé la cacería por mi salud.
—¿En serio?
—Estaba acostumbrado a cazar animales para sobrevivir. Tenía una vida normal como cualquier persona de la región, hasta que cierto día el enemigo me venció y dejé de cazar.
—¿Qué era?
—Un monstruo feroz lo hizo. Fue la experiencia más horrenda de mi vida.
—¿Cómo fue que sucedió?
—Hace veinte años, un lobo me mordió luego de haber entrado a su territorio. Creo que había tomado el camino equivocado. —Tosió y carraspeó—. Ese ataque me convenció de que había invadido su hogar. Pude sobrevivir al ataque gracias a un compadre que me auxilió. De no haber sido por él, ese lobo me habría matado.
—Eso suena terrible.
—Lo fue —admitió—. Estaba tan aterrado que nunca más quise retornar a ese bosque. Si vuelvo, esos lobos me matarán.
—Creo que sólo fue un mal día. Ellos no son tan listos como nosotros. No pueden hacernos nada si los mantenemos a raya.
—Esos no son lobos comunes, son mucho más inteligentes de lo que crees. Ingresar a ese bosque te puede costar la vida
—Tomaré un atajo para llegar antes —dijo y parpadeó un poco—. De todos modos, no viajo de noche.
—Hay algo raro allá.
—¿Algo raro?
—Siempre está oscuro y hace frío. Se me pone la carne de gallina de tan sólo pensar en ese lugar.
—Debo cruzar ese bosque sí o sí.
—Pondrás en riesgo tu vida.
—Seré cuidadoso.
—Si en algún momento llegas a cruzarte con un lobo, escapa. Si la jauría te alcanza, esos monstruos te matarán.
—No me asustan los perros salvajes.
—Yo tampoco tenía miedo. Después de que ese lobo me atacó, me convertí en un debilucho. Vi cosas horribles que no debería haber visto.
—Quizá estaba imaginando.
—No estaba imaginando nada —negó con franqueza, seguro de lo que había visto.
En realidad, aquel hombre de avanzada edad sufría las consecuencias psicológicas de una experiencia traumática que casi le costó la vida. De hecho, ningún hombre lo salvó del ataque del lobo, eso sólo había sido una alucinación, producto del síndrome del tercer hombre, o quizá de algún delirio que lo convencía de que alguien le había dado una mano, cuando en efecto, nadie lo hizo.
—Un amigo mío una vez me dijo que era común toparse con animales salvajes en los bosques externos.
—Monstruos horripilantes diría yo.
—Lo que sea que haya allá no me detendrá.
—Admiro tu osadía, joven. Espero que puedas cruzar el bosque sin problema.
—Me gustan las aventuras riesgosas.
—Te pareces a mí cuando era joven. Ahora soy un miserable ermitaño sin familia.
—¿No tiene parientes?
—No creo que los tenga. Mis padres y mis hermanos deben haber fallecido hace mucho.
—¿Dónde vivían?
—En una aldea llamada Barcudia.
—Mi madre había nacido ahí —se acordó—. Me contó que había una gran cantidad de arroyos.
—Ah, sí. Las inundaciones eran algo común en tierras bajas.
—Supongo que eso es inevitable.
—Me encantaba pasar el tiempo en los bosques contiguos. Al menos no había criaturas salvajes. Me da la impresión de que fue ayer, pasaron más de sesenta años desde que abandoné mi hogar.
—Mi padre cuenta lo mismo cuando habla de su juventud.
—La vida es demasiado corta. Cuando empiezas a disfrutarla ya estás viejo y senil.
—Espero que eso no me suceda a mí —susurró sin que el ermitaño lo oyera.
—Espero que puedas llegar a Nestra. Estarás solo cuando te vayas.
—No pasa nada. Sé cómo arreglármelas.
—Ojalá encuentres lo que estás buscando.
El joven continuó con el viaje, ignoró las advertencias del ermitaño, le daba la impresión de que ese vejete era un orate, todo lo que contaba parecía exagerado, poco realista. Sin importar qué clase de animales hubiese dentro del bosque, tenía que atravesarlo para llegar a su destino.
Antes de la puesta de sol, se adentró en el lúgubre bosque y notó que estaba más fresco que antes. Ese sitio era, como había descrito el ermitaño, distinto del resto de los bosques. Se metió en la zona prohibida donde los extraños no eran bienvenidos.
III. Los lobos del bosque
A medida que el zagal se dirigía al Norte, notó algo insólito: con cada paso que daba, el bosque se iba volviendo más y más oscuro. Ruidos extraños provenientes de la parte profunda se podían oír, suficientemente fuertes como para arredrar a cualquiera que no estuviese acostumbrado a meterse en sitios sombríos. Se acercó a una laguna oscura taponada con ramas caídas de robles, que usó como puente para cruzar por encima. Esa zona era, en rigor, bastante aterradora. El suelo estaba repleto de hojas secas y ramitas partidas. No había insectos, pájaros ni roedores en las cercanías, parecía inhabitado. Tranquilo estaba hasta que oyó algunas pisadas a sus espaldas.
Parecía estar atrapado en la sombría espesura de la noche. Escalofriantes susurros resonaban en el interior de su mente como un zumbido, deformes figuras oscuras se asomaban, un olor nauseabundo saturaba el ambiente, algo extraño ocurría en ese lugar.
Descubrió que el ermitaño, al que ya lo había etiquetado como un chiflado, no estaba mintiendo cuando dijo que ese bosque le ponía la carne de gallina. No era el lugar más indicado para perderse. Era el escenario perfecto para una película de terror.
Más pisadas oyó, esta vez más ruidosas que antes. La inquietud empezaba a sentirse, sus piernas ya comenzaban a precipitarse como queriendo lanzarse a otra parte. Sin pensarlo dos veces, dio unos cuantos pasos, trepó un árbol de corteza rígida, llegó a la parte alta, acomodó sus cosas sobre el tronco de donde se desprendían todas las ramas y observó los alrededores.
Ruidosas pisadas escuchaba, mas no veía nada. Un cabalístico viento fresco sopló del Sur, produciendo un estridente silbido. El sombrero de paja salió volando y la mochila cayó al suelo. Trató de bajar y tomar sus pertenencias, una de las ramas se rompió y casi se fue abajo. Se aferró a la gruesa corteza del tronco como un primate y logró mantener el equilibrio, evitando así un doloroso costalazo.
Sin previo aviso, un lobo negro con incandescentes ojos ambarinos apareció de la nada. Al verlo, volvió a subirse. El atemorizante animal aulló para llamar a los otros, acababa de hallar al intruso que había ingresado a su territorio. La manada ya tenía otra presa en la mira.
Saltó de una rama a la otra como si fuese un experto en braquiación, aterrizó en el suelo, a paso apurado se sumergió en el corazón del bosque, el cual era todavía más espeluznante de lo que pensaba. Corrió tan rápido como pudo hasta llegar a la zona más espesa. Una densa niebla cubría las raíces de los árboles y gran parte de los arbustos, era un sitio la mar de frío. Al mirar para atrás, no vio nada, creía que había dejado a los hambrientos caninos atrás. Ellos no necesitaban verlo para atraparlo, haciendo uso del olfato era suficiente; fácil era detectar a alguien que llevaba semanas enteras sin bañarse.
Similar al mundo aterrador de Silent Hill, el entorno parecía descomponerse poco a poco, como si la presencia de un demonio lo corrompiese. Algo no andaba bien, nada parecía creíble dentro de ese territorio. El temor se adueñaba de todo aquel que osara cruzar el bosque, aunque fuese, en parte, fruto de la autosugestión, lo que, a su vez, producía efectos psicosomáticos.
Tres lobos de pelaje oscuro aparecieron y le gruñeron. Echar a correr fue lo que hizo, en la oscuridad más profunda se sumergió, sin prestar atención al contexto. Se detuvo frente a una pendiente pronunciada, cambió de dirección, usó un tronco caído como puente. Los lobos saltaron más de tres metros y siguieron persiguiéndolo casi medio kilómetro de distancia.
Como él no podía seguir corriendo, tuvo que esconderse dentro de una gruta, cuya estrecha entrada bloqueó con un pedazo de tronco y unas rocas. Por alguna razón, los lobos no siguieron persiguiéndolo. Sin aliento quedó luego de haber corrido con tanto frenesí, tuvo que descansar unos minutos para recuperarse. Se encontraba en una situación delicada de la que no podía escapar con facilidad. Como no tenía quién le ayudara, debía buscar la manera de huir antes de que lo encontrasen.
«¿En dónde estoy?», se preguntó a sí mismo mientras exploraba el interior de la oscura cueva.
Hacia el fondo caminó, una rara luz brillante le captó la atención y fue a ver de qué se trataba. No podía creer lo que sus ojos presenciaban cuando llegó a la parte interna. Una destellante espiral electrificada, girando en sentido dextrógiro, producía un suave sonido que le llamaba la atención al punto de dejarlo turulato. Lucía demasiado real para ser una ilusión. Su curiosidad, siempre presente, lo convencía de que tenía que echar un vistazo antes de hacer otra cosa.
Se aproximó al portal movedizo y trató de tocarlo, la fuerza de absorción que poseía le succionó la mano derecha, distorsionándole los dedos como si fuesen de plastilina. A pesar de no tener idea de qué se trataba, siguió acercándose. Su cuerpo fue absorbido con gran fuerza, como si se tratara de un diminuto agujero negro. Fue transportado a un mundo distante, uno en el que nunca antes había estado.
IV. Bajo ataque
La intensa luz del sol deslumbraba, el cielo estaba libre de nubes, los boscosos alrededores eran silenciosos, la temperatura era agradable y la atmósfera era acogedora. Una suave brisa acariciaba las verdosas plantas, los saltamontes brincaban de un sitio a otro, las coloridas mariposas agitaban las alas, pequeñas hormigas andaban por la tierra.
Un grupo de ogros corpulentos de más de tres metros de altura, con impecables armaduras plateadas e imponentes armas de guerra, recorría el bosque buscando a un poderoso enemigo que había aparecido recientemente. Dos de ellos se alejaron de la tropa para echarle un ojo al cristalino lago junto a la cascada. Fue justo en ese sitio, sobre los pastizales que conducían a la entrada del soto, donde encontraron el cuerpo de Demitrius, el cual parecía haber caído en un profundo estado de inconsciencia. Ni siquiera sacudiéndolo pudieron hacerlo reaccionar. Tuvieron que cargarlo de forma que los demás lo pudieran ver.
De regreso al bosque, la docena de ogros se reunió y formó un desprolijo círculo. El comandante Yarmoc, el líder de la tropa, apareció al instante, le echó un vistazo al joven humano y supuso que era un arkadiano.
—No nos atañe tomarlo. Debe haber salido de la aldea de Arkadia. Ahí hay más como éste —habló el comandante. Sabía que había otros humanos como ese en la última aldea meridional del continente.
—¿Es acaso uno de esos indefensos animales sin pelo? —preguntó uno de los ogros que estaba al costado. Observaba con especial atención el cuerpo inmóvil del desconocido espécimen.
—Sí, este es uno de ellos —respondió uno de los ogros que lo había encontrado—. No tiene con qué defenderse.
—Dejándolo aquí será comida para dragones. Será mejor que lo llevemos con nosotros. Quizá le encontremos algún uso práctico —sugirió uno de los lanceros.
—Eso sólo nos traerá problemas —aseveró el comandante.
—¿Por qué?
—Viendo las condiciones en las que se encuentra, no nos servirá de nada. Si lo tomamos, tendremos un sinfín de dragones detrás de nosotros —declaró el comandante—. Es archisabido que esos monstruos rastrean a los humanos con mucha facilidad debido al fuerte aroma que desprenden.
—Pero si es como usted dice, ¿no podríamos usarlo como carnada?
—Debemos limpiar esta área antes de continuar —insistió el comandante con su voz grave—. No podemos estar perdiendo el tiempo con un lugareño extraviado.
El líder del grupo insistía en que no debían llevárselo porque no les servía de nada, y, además, estaban lejos de su reino. No tuvieron más opción que dejarlo tirado sobre el pasto. Se alejaron de él y volvieron a sus puestos, no debían distraerse, estaban en una zona peligrosa en la que podía suceder cualquier cosa.
Demitrius estaba flácido como una planta marchita, liviano como una mota de polvo, inmóvil como una roca, frío como un cadáver. Como consecuencia de haber viajado por un portal dimensional, había entrado en un estado del que no podía despertar con facilidad. No oía, no olfateaba, no veía, no sentía, no saboreaba; todos los sentidos estaban desactivados. Parecía Arkadius el día que entró en estado de hibernación, previo al viaje de Erbren hacia el Este.
Los ogros oyeron fragorosos gritos estridentes provenientes de las afueras, desenfundaron las espadas y fueron a ver. Reconocieron al instante los gritos, no cabía duda de que eran dragones salvajes. Tenían que estar atentos a lo que fuera que apareciese detrás de los matorrales.
—Vengan conmigo —exigió el comandante y guio a los subordinados al campo de batalla.
Gigantescas figuras de reptiles alados cubrían el cielo, moviéndose de un lado a otro con presteza, lanzando atronadores rugidos que hacían temblar la tierra. Esos monstruos representaban un grave peligro para los nativos, razón por la cual había que eliminarlos cuanto antes. Los dragones negros eran invasores originarios del Norte, que buscaban exterminar a todas las criaturas que encontraban en su camino y devastar las aldeas vecinas.
—Prepárense para la batalla —vociferó el comandante y dividió a la tropa en cuatro subgrupos.
Cada ogro sabía cómo actuar en caso de un ataque, la experiencia castrense en las afueras les había enseñado a batallar a muerte. El nerviosismo, la ansiedad y el temor eran sensaciones normales que siempre emergían cuando de luchar contra los invasores se trataba, máxime cuando aparecían los temibles dragones.
Uno de los dragones negros cayó al suelo y se desparramó sobre un montón de arbustos, como pereció enseguida los soldados lo ignoraron. Dos dragones más cayeron al suelo e impactaron contra los árboles, como se pusieron de pie los arqueros los asaetearon sin piedad. Ambos lanzaron gritos de furia cuando sintieron la carne siendo perforada por las puntiagudas flechas. Abrieron las fauces y escupieron llamas violetas que chamuscaron toda la fronda, incinerando a los ogros que les habían disparado. Siguieron con los demás, a todos los convirtieron en cenizas. El fuego que escupían era demasiado caliente, no había armadura común capaz de resistir tanto calor.
—¡Maldita sea! —refunfuñó el comandante al ver a sus congéneres perecer. Les lanzó sus pesadas hachas a los dos dragones, obligándolos a retroceder—. Me las pagarán.
La espada preparó para cercenarlos, esquivó los restos de los demás ogros y dirigió la flameante ira hacia ellos, los mutiló con tanta rapidez que ni tiempo tuvieron de contratacar. Harto enfadado estaba luego de lo acontecido. Ya había perdido a decenas de subordinados desde el inicio del viaje.
El cuarto dragón negro cayó a pocos metros del ogro, un robusto dragón rojo le saltó encima y lo mordisqueó con ferocidad, en un intento por arrebatarle la vida al fastidioso invasor. El dragón de escamas oscuras se lo quitó de encima con las patas traseras al empujarle y retomó la posición defensiva. El ogro aprovechó la oportunidad y le hirió de muerte al perforarle el tórax. Cambió de blanco y colocó sus ardidos ojos sobre el otro dragón que tenía a pocos metros de distancia.
—Tú serás el siguiente. —Le apuntó con la espada.
El dragón rojo, aun siendo un poquito más pequeño que los dragones negros, tenía turgentes patas cubiertas con rígidas escamas de color bermellón y un abultado vientre recubierto con anillos dorados que iban desde el mentón hasta la cola. Sus membranas alares eran amarillentas, sus porosos cuernos eran marrones, sus ojos eran naranjas, las escamas picudas sobre su cabeza formaban una cresta, sus garras eran gruesas y filosas, sus colmillos eran espadas naturales y su aliento de fuego era abrazador. Era conocido por ser un luchador voraz, un defensor implacable, nada que ver con Letty. Pertenecía a una raza de dragones fueguinos originarios de Xeón, un septentrional y titánico continente tórrido repleto de volcanes y bestias salvajes. Los arkadianos lo consideraban su leal protector, el único capaz de protegerlos de los dragones negros. Oncina era su nombre.
—¡Lárgate! —le pidió—. Yo soy el protector de esta región.
—Debes morir por el bien de todos.
—No soy como ellos. Tú y yo estamos del mismo bando.
—Todos los dragones son malvados.
—¿No escuchaste lo que te acabo de decir? —le dijo y lo miró de reojo—. ¡Vete de aquí!
—No me iré hasta haber limpiado esta región.
—Estás mal de la cabeza —le replicó y trató de alejarse.
El ogro no dejó que se fuera, lo siguió con el deseo de que lo enfrentara en un combate a ultranza. Matar dragones era parte de su trabajo como soldado regional, no podía permitir que se le escapara ni un solo dragón de las manos.
—Ni creas que huirás de mí.
—Empiezas a fastidiarme. —Arrugó el hocico, una clara señal de que estaba molesto.
—Vamos a pelear —insistió.
Antes de iniciar una lucha sin sentido, Oncina olfateó el aroma de un humano en las cercanías y se distrajo. Era un olor distinto al de los humanos que ya conocía, se dirigió al bosque para ver quién era. Si se trataba de un sobreviviente, debía salvarlo de inmediato.
»Vuelve aquí, lagarto malnacido —le gritó.
En el centro de una arboleda, sobre el espeso césped, halló el cuerpo de Demitrius. No lo reconocía para nada, era la primera vez que lo veía. Al tocarlo, intentó transmitirle un poco de las capacidades y habilidades que poseía, sólo logró transmitirle un poco de su poder y comprensión lingüística. No lograba hacer que reaccionara de ninguna forma. Hasta el lago cristalino lo llevó, cargándolo como una gata a sus crías. Sorbió una azumbre de agua y se la escupió encima. El joven despertó de golpe, sacudió la cabeza y se pegó un buen susto al ver al enorme dragón enfrente.
—¡¿Qué cosa eres tú?! —le preguntó boquiabierto.
—Soy un dragón, tonto.
—¿Puedes hablar?
—Sí.
—¿Cómo?
—Hablando.
—¿Qué es un dragón?
—Tienes uno enfrente, imbécil.
—Pareces alguna clase de lagartija, pero más grande.
—¿En serio? —pronunció con sarcasmo.
—Sí, pero no tiene sentido. Que yo sepa los animales no pueden hablar.
—Algunos no.
Demitrius estudió los alrededores con la mirada, prestaba atención a cada ínfimo detalle del entorno, ese sitio no se parecía nada al bosque donde había estado por última vez.
—De seguro debes ser parte de mi sueño —supuso, poniéndose las manos en la cabeza—. Debí haberme quedado dormido.
—No soy parte de tu sueño. Soy real.
—Eso es imposible.
—¿Qué rayos te pasa?
—No me pasa nada.
—Yo creo que sí.
—¿Qué lugar es este?
—Las afueras de Arkadia. Estamos en los campos de Ransék.
—Nunca antes había escuchado ese nombre —le dijo. Todo lucía demasiado real para ser un somero sueño. Se apercibió de que no era una ilusión del tétrico bosque, se encontraba en un mundo distinto, muy lejos de su hogar—. ¿Qué sucedió con los lobos? ¿Aún siguen aquí?
—¿De qué demonios estás hablando? Aquí no hay lobos.
—¡Fiu! Entonces no corro peligro.
—¿Se te zafó un tornillo?
—No.
—Estamos bajo ataque —declaró con tono serio—. Será mejor que busques un refugio donde ocultarte antes de que más enemigos aparezcan —le advirtió acerca del apremiante peligro.
—¿Enemigos? ¿Cuáles enemigos? ¿Por qué debería ocultarme?
—Los invasores andan por aquí.
—¿Qué invasores?
—Te gusta tomarme el pelo ¿no cierto?
—Pero si tú no tienes pelo. Eres una bola de escamas —respondió. No captó el significado del mensaje emitido.
—Estás bien chalado.
—Sólo estoy confundido. Ni siquiera sé cómo llegué aquí.
—No me quedaré a perder el tiempo con un majareta.
—¿Qué?
El dragón rojo se volteó y se dirigió al bosque, en busca de más enemigos. Ya había acabado con nueve dragones negros esa misma mañana. No podía permitir que se infiltraran en Arkadia.
»Espera —le pidió. El dragón no le hizo caso y siguió adelante.