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Plumas ensangrentadas E-Book

Kevin M. Weller

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Beschreibung

La Raza Pacifista finalmente se había puesto de acuerdo en contraatacar a la Raza Destructora que tanto esfuerzo hacía por acaparar todas las tierras existentes. Organizados en pequeños grupos de cadetes inexpertos, los grifos de Mitriaria crearon una barrera protectora que impedía el paso de los enemigos a su territorio, lo malo era que no tenían la preparación adecuada para hacerles frente a las feroces bestias del rey.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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Plumas ensangrentadas

Kevin M. Weller

Plumas ensangrentadas

Saga de Kompendium

Libro V

Novela de fantasía

Kevin M. Weller

Libro digital

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción parcial o total de esta obra, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros medios, sin el permiso previo y escrito del autor. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Nota del autor

“Plumas ensangrentadas” es una historia que guarda cierta similitud con “Deimarus” y “Plumas y escamas”, no por el hecho de estar protagonizada por grifos antropomorfos, sino por tener una rígida conexión entre los sucesos narrados y las ideologías de la época, centrándose principalmente en cuestiones éticas y filosóficas. Varios de los personajes que participan de manera activa no son mencionados en ninguno de los demás libros, su mera existencia es irrelevante ya que pasan al olvido sin ningún mérito.

Si bien la belicosa situación de confusión es la misma que en las historias subsiguientes, ésta trata sobre temas distintos y los aborda desde varios enfoques diferentes, tomando en cuenta otras variables que se oponen a lo sostenido por protagonistas de contextos similares. La guerra que se desencadena no sólo es exterior, también es interior.

Índice

Prólogo

I. El desesperado llamado de Camus

II. Reorganización castrense

III. La injusta realidad

IV. Nacido para sufrir

V. Fragmentación

VI. Un mar de sangre y vísceras

VII. La danza de los cadáveres podridos

VIII. La fosa de las talvendras

IX. El golem de las profundidades

X. La tríada contra Canyelum

XI. Deshamaria, una grifa singular

XII. El herbolario de Tunek

XIII. Doce cabezas en una estaca

XIV. Geljetraf y Apoxel

XV. Los representantes de la Raza Pacifista

Epílogo

Prólogo

El pérfido Ejército Negro había iniciado el sanguinario recorrido de conquista, pasando por las aldeas septentrionales, incluyendo las más recónditas del área costera. Minotauros, centauros, cíclopes, quimeras, hienas, rifontes, grashrenskes, kolosos, cancerberos y centinelas se habían aliado a los dragones negros para establecer el reino de Dáikron por la fuerza.

A muchas criaturas ya habían asesinado luego de que se levantara sesión en la última junta decisiva propuesta por el mismísimo Vishne, quien había visitado Mitriaria por primera vez, interesado por conocer de cerca el continente domeñado por el hermano menor del rey Cen-Dam.

Persuadido por la injuriante diatriba del protervo profeta, el rey de Korozina supuso que la Gran Limpieza podía tener éxito si creaba y organizaba bien las tácticas militares, para ello debía contar con guerreros experimentados que fuesen fieles a sus objetivos, que no tuviesen temor de arriesgar el pellejo en misiones peligrosas.

Los oráculos del mundo ya habían advertido de la apremiante tanda de invasiones que iba a dejar una cuantía incontable de muertos. Muchos se mantenían escépticos, incapaces de aceptar la verdadera naturaleza asesina de los dragones, pocos esperaban una masacre que pronto reduciría toda la población de manera preocupante. No hacerles caso a las acuciantes advertencias de los oráculos fue lo que condenó a los lugareños a vivir una de las peores etapas de la historia, un zoocidio masivo que les enseñaría que sus adversarios se tomaban las cosas en serio.

I. El desesperado llamado de Camus

Nublado estaba el cielo matutino con sus variopintos tonos beatíficos, una típica y refrescante brisa otoñal agitaba de manera serena y afable las plantas y los árboles de los lívidos alrededores sin parar, en lo que parecía una extravagante danza de hojas secas y ramitas partidas, los polvorientos senderos regionales estaban adornados con piedritas sueltas y algunas plantitas con flores coloridas cuyo polen flotaba con plena libertad, la temperatura se mantenía agradable, ideal para salir.

En el horizonte, se podían ver figuras de grifos antropomorfos de casi cuatro metros de altura aproximándose a paso de tortuga con herramientas agrícolas. Sus túnicas estaban maltratadas y con cascarrias en la parte inferior, sus manos estaban raspadas de tanta fricción con los materiales que empleaban, las almohadillas de sus pies estaban cubiertas con una gruesa capa de lodo, sus cuerpos tenían plumas torcidas y rotas, aun sin estar en época de muda de plumaje. Divisarlos era fácil, lo difícil era distinguirlos.

Poco a poco, lo que al principio pareció un confuso amontonamiento de criaturas difusas, comenzaba a tomar forma y la diafanidad natural servía para identificar a los caminantes. Todos ellos eran de plumaje castaño, con leves diferencias de matices, piernas de león, penachos de cacatúa ninfa, orejas de burro, extremidades turgentes y garras prominentes. El color de los ojos variaba de verde, celeste, lila, naranja, amarillo y azul. Padres, en su mayoría, tíos y hermanos por otro lado, todos ellos ansiaban, más que nada en el mundo, rencontrarse con sus familias luego del inevitable suplicio vivido en las afueras.

Desde el interior de una pequeña morada con paredes de barro y argamasa, una ventana en mal estado, un techo de paja y troncos pelados, salió una joven grifa de añiles ojos y llamativo plumaje. Su cuello era como de Acryllium vulturinum con largas plumas negras y blancas, sus sensuales piernas de leona eran más claras de lo normal, una expresión envuelta en regocijo le iluminaba el pálido rostro repleto de plumas níveas que terminaban en la parte alta del cuello, sus alas tenían rémiges partidas, tanto la piel porosa de sus brazos como las placas escamosas que iban desde el antebrazo hasta los dedos eran de color ceniza, sus garras eran cortas y poco filosas, su prensil cola no podía permanecer estática, sus pies eran más pequeños que los de las demás grifas, llevaba puesta una larga túnica palidecida.

Se puso contentísima al ver a su esposo acercándose desde lejos, llamó a sus dos hijos a fin de que salieran de la vivienda, tenían que darle la merecida bienllegada a su queridísimo padre, que les había brindado un esencial calor paterno cuando eran embriones que estaban atrapados dentro de los huevos, turnándose con su pareja de nido para empollarlos.

Los dos polluelos de cuatro años, mellizos por bendición, doble martirio para la madre que los había aovado, eran idénticos a su untuoso progenitor. Tenían plumaje café, ojos azures, orejas largas, pico redondeado, lengua puntiaguda, garras prominentes, alas extensas, cola corta y piernas bien desarrolladas. Cada uno llevaba una gargantilla, amuletos de identificación, con plumas de colores distintos: Sizerus era el de la derecha, el de la pluma celeste; Rómurus era el de la izquierda, el de la pluma verde. Era difícil diferenciarlos porque usaban la misma ropa deshilada. Respecto a la forma de ser, cada uno tenía sus cualidades y preferencias.

—Vengan conmigo —les pidió y se puso en cuclillas para acomodar a sus vástagos a los costados. Tenía pensado tenerlos quietos hasta que llegase el momento oportuno de soltarlos para que saliesen corriendo—. Quiero que reciban a su padre como se lo merece. ¡No hagan mucho escándalo! —les pidió de todo corazón. Sabía que era difícil controlarlos cuando los dominaba el entusiasmo—. Él siempre llega cansado del viaje.

—Prometió que jugaría con nosotros —farfulló Rómurus, casi atascándose con la lengua. Era atropellado para hablar, a su madre le costaba corregirle esa monserga, parecía que sufría de dispraxia verbal. Manipular el lenguaje, en su caso el Serfi antiguo, le costaba un montón.

—Espero que nos haya traído algo —masculló Sizerus, deseoso por recibir algo apetitoso para saborear. Era un auténtico zampabollos.

De todas las figuras andantes que iban ingresando a la aldea, la última en aparecer fue la de Jarkarus, cuyo rostro cambió de repente al ver a su familia esperándolo con ansias. Acompañada con una elogiosa sonrisa, de esas que quedan grabadas para toda la vida, el grifo de clase superior extendió los brazos en señal de recibimiento, los grifitos se dirigieron a él con aprontamiento, los estrujó con sus fuertes brazos, ciñéndolos contra el cuerpo. Sentir esas cálidas manos le devolvió la felicidad de la que había estado privado durante los últimos meses de trabajo. Los doscientos ochenta y cinco kilómetros que hizo para volver a su hogar valieron la pena.

Ver a sus polluelos le producía la mayor satisfacción del mundo. Inefable era el desahogo cuando lo recibían, la catarsis existencial se volcaba de lleno como un vaso de agua sobre una desnivelada mesa, todas las penurias se borraban como por arte de magia, los ecos de la injusta realidad pasaban a ser superfluos susurros del pasado, reminiscencias que no valían ni un ápice.

—Papá, qué bueno que regresaste. Te extrañamos mucho —pronunciaron los polluelos en simultáneo.

—Y yo los extrañé a ustedes, mis adorables monstruitos emplumados —les clavó las uñas en la cerviz sin intención de lastimarlos. Cuidadoso era al tocarlos—. Se portaron bien en mi ausencia ¿no cierto? —Los miró con recelo por un momento.

—Claro que sí —contestaron al unísono, las expresiones faciales de ambos denotaban sinceridad en estado puro.

—Eso me gusta. —Les rascó la azotea a ambos, cuidando de no arrancarles plumitas—. Así debe ser siempre.

—¿Nos trajiste algo? —Rómurus balbuceó, mantenía el pico abierto como un cocodrilo salvaje al acecho.

—Les traje una bolsa con espárragos. —Les enseñó el costal de tela con los tallos verdosos—. Eso sí, coman despacio. No quiero que se atraganten.

Con el simple hecho de ver los sabrosos bocadillos, los polluelos reventaron de alegría, cogieron el costal y metieron la mano para sacarse cada uno una merecida ración. Acostumbrados estaban a masticar sin saborear, como animales irracionales, algo que a su madre le disgustaba, consideraba que no apreciaban el alimento como debían. Las coles eran su perdición, les fascinaba masticar todo tipo de hortaliza crucífera, la que se llevaba el primer lugar en cuanto a apreciación era la raspuña. Eran forofos del vegetarianismo.

—Saben rico —musitó Sizerus al momento que masticaba los espárragos.

—A ustedes nunca les debe faltar comida —susurró Jarkarus. Una gentil sonrisa emperifollaba su demacrado rostro invadido de soledad, azotado como el de un eccehomo sin esperanzas—. Merecen lo mejor de la cosecha.

Los llevó de regreso con la grifa, sobre quien se abalanzó tan pronto como la vio, la tomó entre sus brazos y le susurró que la había echado mucho de menos, sentía el corazón tieso al no haberla tenido cerca durante tanto tiempo, como si se tratase de eones transcurridos. Ella era la sublime farola que le brindaba luz a su miserable existencia, haberle dado dos preciosos polluelos era un obsequio beato que jamás podría terminar de agradecerle.

—Ansiaba volver a verlo de nuevo. —Ella accedió a su encantadora bienvenida con una sonrisa angelical de esas que enamoran a primera vista—. Espero que pueda quedarse más que la última vez.

—¡Qué sea la voluntad de Ioba Todopoderoso que tanto me ha bendecido a mí y a mi familia hasta ahora! —imploró con mansedumbre.

—Que así sea.

La feliz familia, reunida en son de paz, ingresó a la morada para disfrutar la calidez de la majestuosa armonía presente. Para Jarkarus no había nada más importante que la seguridad y felicidad del grupo familiar, su bienestar dependía de él, de sus esfuerzos laborales, de sus correctas decisiones, sobre todo de su incomparable zalamería, un rasgo distintivo de su personalidad. Él era el héroe de sus polluelos, lo veían como un modelo a seguir; su esposa lo veía como la compañía ideal, un amor platónico del que jamás podría desprenderse. Belara era, si se puede decir, una de las grifas más afortunadas del mundo, se había enamorado de un ser honorable, digno de su recalcitrante cariño.

Sentado en la honorable cama, siempre cálida y sedosa, Jarkarus acomodó a los polluelos para contarles algunas anécdotas que había vivido mientras estaba fuera de casa, algunas eran desopilantes y otras eran pesarosas. La inescrutable curiosidad de los pequeños, siempre presente, la alimentaba con mucha información veraz que todavía les costaba digerir, pero que más adelante lo comprenderían y lo tomarían como algo natural. A ellos les fascinaba que les llenaran la cabeza de ideas, que les contasen relatos que no fuesen soporíferos, que pusiesen a prueba la capacidad de imaginar.

El pábulo que les brindaba su padre era para que, como futuros adultos independientes, pudiesen saber cómo arreglárselas cuando se topasen con una circunstancia similar. Ambos se mantenían en absoluto silencio cuando él narraba las historias, con el estilo dramatúrgico propio de un rapsoda. Ellos sólo hacían preguntas cuando él dejaba de hablar a fin de hacer una pausa intermedia, tomarse un respiro, y cambiar de tema, con la respectiva justificación.

Las demás familias pasaban el día en grupo, celebraban el fin de la temporada de agricultura intensiva, justo a finales del otoño. El invierno era un período complicado para las plantaciones, el frío evitaba la proliferación de vegetales frescos como en estío. La forzosa jornada de trabajo agrario quedaba en suspenso hasta los inicios de la esplendorosa primavera, donde se reiniciaba el proceso de siembra en campos especiales divididos en hectáreas marcadas, cada una con sus respectivos cauces y afluentes.

Justo después del mediodía, luego de haber almorzado, la campana de aviso que estaba en el centro de la aldea sonó, provocando el conocido eco retumbante que exigía la presencia obligatoria de los lugareños, los adultos emancipados tenían el deber de asistir. Jarkarus y Belara les pidieron a los pequeños que se quedaran en casa hasta que regresasen, iban a echar un vistazo para ver qué sucedía.

Todos los aldeanos citados, dos mil trescientos ochenta y siete en total, se hacinaron frente al área de encuentro, una especie de ágora donde se reunían para llevar a cabo rituales litúrgicos y exponer mensajes de índole crucial.

En el centro yacía erguida la figura del líder, el sesudo Broguiurus, junto al viejo Yargakus, el jovial mensajero al que todos conocían como el cometa plumífero por lo alígero que se desplazaba en volandas. Él sabía cómo dar la barrila con el fin de que aceptasen sus recados. Ambos eran de plumaje ceniciento, ojos marrones, orejas cortas y pico ganchudo. Se diferenciaban por la altura, casi medio metro, y la vestimenta. El mensajero llevaba túnica blanca con mangas destejidas mientras que el líder de la aldea usaba túnica negra y toga rojiza con tríxodes bordados en cada lado. El señor Broguiurus era el grifo de mayor altura que había en esa región, superaba por poco los cuatro metros.

—Compatriotas míos —introdujo el líder de la aldea con una pulcra voz de liróforo—, les agradezco por haber venido. Lamento tener que molestarles, pero la acuciante situación amerita nuestra intervención. Sean ustedes tan amables de recibir el valioso mensaje de mi agraciado emisario. —Levantó el brazo para darle la palabra.

—Eh, bueno, no sé cómo decirlo sin que se alboroten —carraspeó antes de seguir. No se sentía preparado para dar a conocer el mensaje—. Esto que les voy a contar fue escrito por puño del mismísimo Camus, con una de sus plumas supongo. —Divagaba entre pensamientos engarzados. Trataba de recrear una imagen lo más clara posible para dar a entender lo que acontecía.

—Por favor, no se detenga en anécdotas y vaya al grano, señor Yargakus —le pidió—. No queremos que los pueblerinos se aburran.

—Lo que pasa es que… —musitó y tragó saliva antes de iniciar— los dragones han vuelto a cruzar la línea. Esta vez son muchos más que antes, tienen aliados por todas partes. Han derrocado a Theofros VII y al oráculo que lo acompañaba, bueno, ya se lo imaginarán ustedes —pausó el discurso ante las preocupantes miradas de los presentes que no podían quitarle los ojos de encima ni de guasa—. La tregua que Dáikron había firmado no era más que una farsa para engañarnos, nos tomaron por tontos. Ahora están haciendo de las suyas en las tierras septentrionales de nuestros vecinos —informó, recurriendo a un tono precipitado.

»Esto que está sucediendo es una falta de respeto a nuestros principios, a nuestra ética como especie. Habíamos quedado en no derramar más sangre por cuestiones ideológicas, ya ven que de nada sirvió jurar en nombre del rey. Y fue justamente el señor Camus, merecedor de mis más gratas bendiciones y las de todos sus congéneres, que ha intervenido para evitar una catástrofe. Según lo que ha escrito, de cierto nos cuenta que, como integrante de la Raza Pacifista, absorto está al enterarse de lo que ha ocurrido. Nuestra ayuda necesita. Sus más osadas legiones han abandonado el continente para ir a luchar junto a los hipogrifos, nuestros más preciados allegados, que luchan contra los esbirros de Bork. El caudillo Sishurus, bendito sea en nombre de Ioba Todopoderoso, se lo ha llevado consigo para salvar la vida de los zánkiros, fieles aliados del magnánimo Sausukurus, que mi corazón tanto alaba. Esta no es, ni será, la única vez que seremos convocados. La guerra ha sido reanudada, al campo de batalla tenemos que ir, sangrar en nombre de nuestra especie, aniquilar a los traidores debemos, en aras de nuestro sagrado pacto hemos de sufrir —parafraseó el contenido de la carta remitida.