En viaje - Miguel Cané - E-Book

En viaje E-Book

Miguel Cané

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«En viaje» es una crónica de viaje de Miguel Cané, escrita entre 1881 y 1882, durante una misión gubernamental como representante de Argentina que lo llevó a Europa y diferentes países de América. Algunos de estos textos son «De Buenos Aires a Burdeos», «En París», «Quince días en Londres», «Las Antillas francesas», «En Venezuela» o «En el mar Caribe».

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Seitenzahl: 471

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Miguel Cané

En viaje

(1881-1882)

Saga

En viaje

 

Copyright © 1905, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726623888

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

EN VIAJE (1881-1882)

Al pueblo colombiano, en estos momentos de amargura, dedica la reedición de este libro, como homenaje de respeto y cariño

miguel cané.

Diciembre de 1903.

DOS PALABRAS

Las páginas de este libro han sido escritas a medida que he ido recorriendo los países a que se refieren. No tengo por lo tanto la pretensión de presentar una obra rigurosamente sujeta a un plan de unidad, sino una sucesión de cuadros tomados en el momento de reflejarse en mi espíritu por la impresión. Habiéndome el gobierno de mi país hecho el honor de nombrarme su representante cerca de los de Colombia y Venezuela, pensé que una simple narración de mi viaje ofrecería algún interés a los lectores americanos, más al cabo generalmente de lo que sucede en cualquier rincón de Europa, que de los acontecimientos que se desenvuelven en las capitales de la América española. Puedo hoy asegurar que las molestias y sufrimientos del viaje han sido compensados con usura por los admirables panoramas que me ha sido dado contemplar, así como por los puros goces intelectuales que he encontrado en el seno de sociedades cultas e ilustradas, a las que el aislamiento material a que las condena la naturaleza del suelo que habitan, las impulsa a aplicar toda su actividad al levantamiento del espíritu.

He procurado contar y contar ligeramente; pienso que un libro de viajes debe marchar con paso igual y suelto, sin bagajes pesados, con buen humor para contrarrestar las inevitables molestias de la travesía, con cultura, porque se trata de hablar de aquéllos que nos dieron hospitalidad, y, sobre todo, sin más luz fija, sin más guía que la verdad. Cuando la pintura exacta de ciertas cosas me ha sido imposible por altísimas consideraciones que tocan a la delicadeza, he preferido omitir los hechos antes que arreglarlos a las exigencias de mi situación. Rara vez se me ha ofrecido ese caso; por el contrario, ha sido con vivo placer cómo he llenado estas páginas que me recordarán siempre una época que por tantos motivos ha determinado una transición definitiva de mi vida.

En esta reedición, única que se ha hecho desde la publicación de En viaje, en 1883, se ha suprimido bastante en los primeros capítulos, de los que sólo se han conservado algunos contornos trazados al pasar, que, como los de Gambetta, Gladstone y Renán, pueden interesar aún. El autor no ha agregado una sola palabra a su primera redacción. El lector podrá ver así si el tiempo ha sancionado o corregido los juicios que los hombres y las cosas de aquel tiempo y en aquella parte de América sugirieron al autor.

Diciembre, 1903.

INTRODUCCIÓN

Creo poder asegurar que el número total de argentinos que han llegado a la ciudad de Bogotá desde el siglo XVI hasta la fecha, no excederá de diez, inclusive el personal de la legación que iba por primera vez en 1881 a saludar al pueblo en cuyo seno se desenvolvió la acción de Bolívar. Ese aislamiento terrible, consecuencia de las dificultades de comunicación y causa principal, tal vez, de los tristes días por que ha pasado la América española antes de su organización definitiva, no ha sido tenido en cuenta por la Europa al formular sobre nuestro desgraciado continente el juicio severo que aún no ha cesado de pesar sobre nosotros. Nos ha faltado la solidaridad, la gravitación recíproca, que une a los pueblos europeos en una responsabilidad colectiva, que los mantiene en un diapasón político casi uniforme, y que alienta y sostiene de una manera indirecta, en los momentos de prueba, al que flaquea en la ruta. Las leyes históricas que presiden la formación de las sociedades, se han desenvuelto en todo su rigor en nuestras vastas comarcas. El esfuerzo del grupo intelectual se ha estrellado estérilmente durante largos años contra la masa bárbara, representando el número y la fuerza. La anarquía, esa cáscara amarga que envuelve la semilla fecunda de la libertad, ha reinado de una manera uniforme en toda la América y por procedimientos análogos en cada uno de los pueblos que la componen, porque las causas originarias eran las mismas. Para algunos países americanos, esos años sombríos son hoy un mal sueño, una pesadilla que no volverá, porque ha desaparecido el estado enfermizo que la producía. ¿Qué extranjero podrá creer, al encontrarse en el seno de la culta Buenos Aires, en medio de la actividad febril del comercio y de todos los halagos del arte, que en 1820 los caudillos semibárbaros ataban sus potros en las rejas de la plaza de Mayo, o que en 1840 nuestras madres eran vilmente insultadas al salir de las iglesias? Si el camino material que hemos hecho es enorme, nuestra marcha moral es inaudita. A mis ojos, el progreso en las ideas de la sociedad argentina es uno de los fenómenos intelectuales más curiosos de nuestro siglo. Y al hablar de las ideas argentinas, me refiero a las de toda la América, aunque el fenómeno, por causas que responden a la situación geográfica, a la naturaleza del suelo y a la poderosa corriente de emigración europea, no presenta en ninguna parte el grado de intensidad que en el Plata.

Los americanos del Norte recibieron por herencia un mundo moral hecho de todas piezas: el más perfecto que la inteligencia humana haya creado. En religión, el libre examen; en política, el parlamentarismo; en organización municipal, la comuna; en legislación, el habeas corpus y el jurado; en ciencias, en industria, en comercio... el genio inglés. En el Sur, la herencia fatal para cuyo repudio hemos necesitado medio siglo, fue la teología de Felipe II, con sus aplicaciones temporales, la política de Carlos V y aquel curioso sistema comercial que, dejando inerte el fecundo suelo americano, trajo la decadencia de la España, ese descenso sin ejemplo que puede encerrarse en dos nombres: de Pavía al Trocadero. Así, cuando en 1810 la América se levantaba, no ya tan sólo contra la dominación española, sino contra el absurdo, contra la inmovilidad cadavérica impuesta por un régimen cuya primer víctima fue la madre patria misma, se encontró sin tradiciones, sin esa conciencia latente de las cosas de gobierno que fueron el lote feliz de los pueblos que la habían precedido en la ruta de la emancipación. De los americanos del Norte hemos hablado ya; hicieron una revolución «inglesa», fundados en el derecho inglés. Por menos de las vejaciones sufridas, Carlos I murió en el cadalso y Guillermo III subió al trono en 1688. Los habitantes de los Países Bajos, al emprender su revolución gigantesca contra la España absolutista y claustral, al trazar en la historia del mundo la página que honra más tal vez a la especie humana, tenían precedentes, se apoyaban en tradiciones, en la «Joyeuse Entrée», en las viejas cartas de Borgoña. La Francia, en 89 tenía mil años de existencia nacional, y si bien destruyó un régimen político absurdo, conservaba los cimientos del organismo social—93 fue un momento de fiebre;—vuelta la calma, la libertad conquistada se apoyó en el orden tradicional.

Nosotros, ¿qué sabíamos? Difícil es hoy al espíritu darse cuenta de la situación intelectual de una sociedad sudamericana hasta principios de nuestro siglo. No teníamos la tradición monárquica, que implica por lo menos un ideal, un respeto, algo arriba de la controversia minadora de la vida real. Jamás un rey de España pisó el suelo de la América para mostrar en su persona el símbolo, la forma encarnada del derecho divino. ¡Virreyes ridículos, ávidos, sin valor a veces para ponerse al frente de pueblos entusiastas por la dinastía, acabaron de borrar en la conciencia americana el último vestigio de la veneración por el personaje fabuloso que reinaba más allá de los mares desconocidos, que pedía siempre oro y que negaba hasta la libertad del trabajo!

No sabíamos nada, ni cómo se gobierna un pueblo, ni cómo se organiza la libertad; más aún, la masa popular concebía la libertad como una vuelta al estado natural, como la cesación del impuesto, la abolición de la cultura intelectual, el campo abierto a la satisfacción de todos los apetitos, sin más límites que la fuerza del que marcha al lado, esto es, del antagonista.

La revolución americana fue hecha por el grupo de hombres que habían conseguido levantarse sobre el nivel de profunda ignorancia de sus compatriotas. Las masas los siguieron para destruir, y en el impulso recibido pasaron todos los límites. Al día siguiente de la revolución, nada quedó en pie y los hombres de pensamiento que habían procedido a la acción, fueron quedando tendidos a lo largo del camino, impotentes para detener el huracán que habían desencadenado en su generoso impulso. Entonces aparecieron el gobierno primitivo, la fuerza, el prestigio, la audacia, reivindicando todos los derechos. ¿Formas, tradiciones, respetos humanos? La lanza de Quiroga, la influencia del comandante de campaña, la astucia gaucha de Rosas. Y así, con simples diferencias de estilo e intensidad, del Plata al Caribe. Recibimos un mundo nuevo, bárbaro, despoblado, sin el menor síntoma de organización racional[4] : ¡mírese la América de hoy, cuéntense los centenares de millares de extranjeros que viven felices en su suelo, nuestra industria, la explotación de nuestras riquezas, el refinamiento de nuestros gustos, las formas definitivas de nuestro organismo político, y dígasenos qué pedazo del mundo ha hecho una evolución semejante en medio siglo!

¿Quiere esto decir que todo está hecho? ¡Ah! no. Comenzamos. Pero las conquistas alcanzadas no son de carácter transitorio, porque determinan modos humanos, cuya excelencia, aprobada por la razón y sustentada por el bienestar común, tiende a hacerlos perpetuos.

El primer escollo ha sido para nosotros, no ya la forma de gobierno, que fue fatalmente determinada por la historia y las ideas predominantes de la revolución, sino la naturaleza del gobierno republicano, su aplicación práctica. La absurda concepción de la libertad en los primeros tiempos originó la constitución de gobiernos débiles, sin medios legales para defenderse contra las explosiones de pueblos sin educación política, habituados a ver la autoridad bajo el prisma exclusivo del gendarme. Esa debilidad produjo la anarquía, hasta que la reacción contra ideas falsas y disolventes, ayudada por el cansancio de las eternas luchas intestinas, trajo por consecuencia inmediata los gobiernos fuertes, esto es, las dictaduras. Y así han vivido la mayor parte de los pueblos americanos, de la dictadura a la anarquía, de la agitación incesante al marasmo sombrío. Es hoy tan sólo, cuando empieza a incrustarse en la conciencia popular la concepción exacta del gobierno, que se dota a los poderes organizados de todos los medios de hacer imposible la anarquía, conservando en manos del pueblo las garantías necesarias para alejar todo temor de dictadura. En ese sentido, la América ha dado ya pasos definitivos en una vía inmejorable, abandonando tanto el viejo gusto por los prestigios personales, como por las utopías generosas pero efímeras de una organización política basada en teorías seductoras al espíritu, pero en completa oposición con las exigencias positivas de la naturaleza humana. Sólo así podremos salvarnos y asegurar el progreso en el orden político. Soñar con la implantación de una edad de oro desconocida en la historia, consagrar en las instituciones el ideal de los poetas y de los filósofos publicistas de la escuela de Clarke, que escribía en su gabinete una constitución para un pueblo que no conocía, es simplemente pretender substraernos a la ley que determina la acción constante de nuestro organismo moral, idéntico en Europa y en América. Reformar, lentamente, evitar las sacudidas de las innovaciones bruscas e impremeditadas conservar todo lo que no sea incompatible con las exigencias del espíritu moderno; he ahí el único programa posible para, los americanos.

Puede hoy decirse con razón que el triste empleo de intendente de finanzas, en las viejas monarquías, se ha convertido en el primer cargo del gobierno en nuestras jóvenes sociedades. El estudio de las necesidades del comercio, la solicitud previsora que ayuda al desarrollo de la industria, la economía y la pureza administrativas, son hoy las fuentes vivas de la política de un país. «Hacedme buena política y yo os haré buenas finanzas», decía el barón Louis a Napoleón. En el mundo actual, una inversión de la frase debiera constituir el verdadero catecismo gubernamental.

En cuanto a la situación de la América en el momento en que escribo estas líneas, puede decirse en general que, salvo algunos países como la República Argentina y Méjico, que marchan abiertamente en la vía del progreso, está pasando por una crisis seria, cuyas consecuencias tendrán indiscutible influencia sobre sus destinos. Una guerra deplorable, por un lado, cuyo término no se entrevó aún, ha llevado la desolación a las costas del Pacífico hasta el Ecuador. La patria de Olmedo es hoy el teatro de una de esas interminables guerras civiles cuya responsabilidad solidaria arroja el espíritu europeo sobre la América entera.

La guerra del Pacífico fue el primero de los graves errores cometidos por Chile en los últimos cuatro años. No es este el momento, ni entra en mi propósito estudiar las causas que la originaron ni establecer las responsabilidades respectivas; pero no cabe duda que la influencia irresistible de Chile, la lenta invasión de su comercio y de su industria a lo largo de las costas del Océano, desde Antofagasta a Panamá, se habría ejercido de una manera fatal, dando por resultado la prosperidad chilena, más seguramente que por la victoria alcanzada. En 1879 el que estas líneas escribe visitó los países que habían iniciado ya la larga contienda. Recorriendo mis apuntes de esa época, algunos de los que han sido publicados, veo que los acontecimientos han justificado mis previsiones, cuando auguraba la victoria de Chile y no veía más medio de poner término a la lucha que la interposición amistosa de los países que se encontraban en situación de ser oídos por los beligerantes.

Chile, por la gravedad de sus exigencias, perdió dos ocasiones admirables de arribar a la paz: después de la toma de Arica y después de la ocupación de Lima. La victoria no había podido ser más completa; Bolivia, en el hecho, se había retirado de la lucha, y el Perú estaba exánime a sus pies, desquiciado, sin formas orgánicas, sin gobierno. La desmembración exigida, el vilipendio de un vasallaje disfrazado, la dura actitud del vencedor, hicieron imposible la formación de un gobierno capaz de aceptar tales imposiciones. Actitudes semejantes traen obligaciones gravísimas; se necesita, para hacerlas fecundas, una rapidez de acción y una cantidad de elementos de que Chile no podía disponer. Después de Chorrillos, era necesario marchar, sobre Arequipa, ocupar firmemente el Perú entero, esto es, proceder a la prusiana. Chile se ha estrellado contra esa imposibilidad material; sólo es dueño de la tierra que pisan sus soldados, pero sus soldados no son numerosos y en cada encuentro, aunque la victoria le quede fiel, sus filas clarean y no es ya posible reemplazar las bajas. Si se piensa que Chile no tiene inmigración que trabaje, mientras sus hijos se baten, se comprenderá la penosa situación de la agricultura y de la minería, los dos principales ramos de la industria chilena. Luego, la creación de un elemento militar, cuyos males están aún sin conocerse por Chile, el desenvolvimiento de una inmensa burocracia por las necesidades de la ocupación, los gastos enormes que ésta importa, la corrupción, que es una consecuencia fatal de tales situaciones, el decaimiento del comercio, son razones más que suficientes para preocupar a los chilenos que aman a su país y miran al porvenir.

Chile, inspirado por un orgullo nacional mal entendido, ha dificultado la acción de los gobiernos que en nombre de sentimientos de humanidad y alta política hubieran deseado ofrecer sus buenos oficios para preparar una solución. Fue un error cuyas consecuencias sufre en este momento.

En cuanto al Perú, su situación es tan deplorable, que no se concibe que la prolongación de la lucha pueda empeorarla. Rara vez se ha visto en la historia la desaparición más completa de un país, en sus formas ostensibles. Pero esta larga y terrible crisis ha puesto de manifiesto la profunda debilidad de su organización y los vicios que la minaban. Cuando la paz se haga, y algún día se hará, el Perú saldrá lentamente de su tumba, pensando en hacer vida nueva, en la paz, en el orden y el trabajo. Maldecirá los raudales de oro del guano y el salitre, y sólo se ocupará de cultivar su suelo admirable. La lección ha sido sangrienta; pero la vida de los pueblos no es de un día, y pronto las amargas horas pasadas aparecerán a los peruanos como el punto de partida de una época de prosperidad.

En las páginas que van a leerse, dedicadas en su mayor parte a Colombia y Venezuela, se verá cuál es la situación de ambos países. He sido relativamente parco en mi apreciación de la actualidad de Venezuela, porque se encuentra en un momento de plena evolución. El hombre que hoy la gobierna, el general Guzmán Blanco, representa sin duda un régimen al que los argentinos tenemos el derecho histórico de negar nuestras simpatías. Pero sería una torpeza confundirlo con los vulgares dictadores que han ensangrentado el suelo de la América. El progreso material de Venezuela bajo su gobierno es indiscutible, y la paz, que ha sabido conservar en un país donde la guerra hasta ahora diez años era el estado normal, le será contada como uno de sus mejores títulos por el juicio de la posteridad. Pero, lo repito, no es este el momento de formular una opinión sobre Venezuela; ensaya sus nuevas instituciones, tantea la adaptación de nuevas industrias a su suelo maravilloso y pasarán algunos años antes que su reciente organización tome caracteres definitivos.

Los países americanos situados sobre el Atlántico han sentido más rápida e intensamente la acción de la Europa, fuente indudable de todo progreso, y han conseguido emanciparse más pronto de la rémora colonial. Es con legítimo orgullo cómo un argentino puede hablar hoy de su país, porque no hay espectáculo que levante y consuele más el corazón de un hombre, que el de un pueblo laborioso, inteligente y ávido de desenvolvimiento, marchando con firmeza, al amparo del orden y de la libertad, en el camino de sus grandes destinos. El ejemplo de prudencia admirable que en sus relaciones internacionales ha dado la República Argentina, no será infecundo para la América. Con tradiciones guerreras, con un pueblo habituado a la lucha constante, para el que los combates, como para los viejos germanos, tienen atractivos irresistibles, sosteniendo causas consagradas por un derecho palmario, hemos sabido acallar los enérgicos ímpetus del patriotismo entusiasta, para encerrarnos y perseverar en una política correcta y prudente que al fin, honorablemente, nos ha dada la más grande de las victorias que puede alcanzar un pueblo americano: la paz.

Erigido el principio de arbitraje en invariable línea de conducta, resolvimos por ese medio las cuestiones que había suscitado la guerra con el Paraguay, a la que tan bárbaramente se nos provocó en 1865. Más tarde, la larga controversia de límites con Chile fue resuelta por una transacción directa que, no sólo satisfizo el honor de ambas naciones, sino que aseguró al comercio universal la libre navegación y la neutralidad del Estrecho de Magallanes. Sólo tenemos pendiente en el día de la fijación definitiva de nuestras fronteras con el Brasil. En documentos que han visto la luz pública, el gobierno argentino ha propuesto ya al gabinete de San Cristóbal la adopción del arbitraje. Sea por este medio, sea por transacción directa, hay el derecho de esperar que la cuestión será resuelta sin necesidad de apelar a la guerra, cuyos resultados serían fatales seguramente a aquel de los dos pueblos cuya obstinación la haga imprescindible.

La era de las discordias civiles se ha cerrado también en el suelo argentino, porque las causas que la producían han cesado, con la organización definitiva de la nación. Desde los extremos de la Patagonia a los límites con Bolivia, desde los márgenes del Plata al pie de los Andes, no se oye hoy sino el ruido alentador de la industria humana, no se ven sino movimientos de tierra, colocación de rieles, canalizaciones, instalaciones de máquinas, cambios diorámicos de suelos vírgenes en campos labrados. Las ciudades se transforman ante los ojos de sus propios hijos que miran absortos el fenómeno; las rentas públicas se duplican; el oro europeo acude a raudales, para convertirse en obras de progreso; el crédito se extiende y se afirma; la emigración aumenta. Tenemos motivos de pura satisfacción, pero al mismo tiempo graves responsabilidades. Es necesario conservar la paz interna a todo trance y hacer una verdad constante de nuestras instituciones; en una palabra: seguir la ruta en que marchamos.

Si hay algún país americano en estos momentos cuya situación requiera calma, prudencia sabia, en una palabra, es indudablemente el Brasil; gobernado por un príncipe que ha sabido conquistar el cariño de sus súbditos y el respeto del mundo, tiene elementos en su seno para conjurar los graves peligros que lo amenazan. Su situación financiera no es tranquilizadora; el aumento de los gastos sin una progresión análoga en los ingresos, los empréstitos sucesivos en vista de la adquisición de elementos de guerra y las deficiencias dolorosamente comprobadas en el sistema administrativo: he ahí las causas principales de una crisis que no tardará en tomar proporciones alarmantes. Por otro lado, pronto desaparecerá—y para siempre—de la constitución brasileña la triste sombra de la esclavitud. Sea falta de previsión en el gobierno, sea enceguecimiento sistemático de los propietarios rurales, el hecho es que, si bien esa liberación será un honor para el Brasil, su industria va a pasar por un momento angustioso cuando sea necesario acudir al trabajo libre para reemplazar al trabajo esclavo. La aparición de la cuestión de salarios, de las huelgas, la escasez de brazos por la insignificante inmigración, la difícil vigilancia policial sobre el millón y medio de negros que de la noche a la mañana van a recuperar su libertad, muchos de ellos lleno el corazón de odios, todas las dificultados de un cambio radical van a constituir una crisis económica formidable.

Por otro lado, la situación política amenaza perturbaciones, el espíritu democrático gana camino cada día, así como los síntomas de segregación en un porvenir no lejano. Falta homogeneidad en ese vasto y despoblado territorio; las aspiraciones de los tres grupos del Norte, Centro y Sur, no siguen rutas paralelas. Una agitación sorda trabaja las provincias del Imperio, y la dinastía, personificada en absoluto en el Emperador dignísimo que rige los destinos de este pueblo, corre grandes riesgos de desaparecer el día, que Dios aleje, de la muerte de Don Pedro II. Pueden fácilmente adivinarse el resultado y las consecuencias para el Brasil, si su mala estrella lo lleva en las actuales circunstancias a suscitar una guerra americana. Hay, indudablemente, un partido que la desea, sea guiado por sentimientos de un egoísmo antipatriótico, sea en la esperanza de romper el nudo de dificultades por el sistema de Alejandro. Bueno es no olvidar que el instrumento indispensable para esa operación es, ante todo, la espada del héroe macedonio.

El Brasil, lo repito, puede conjurar sus peligros con una política internacional franca y pacífica, con reformas radicales en su sistema financiero, y con una aplicación más práctica y verdadera del régimen parlamentario. De él, exclusivamente de él, depende vivir en paz con todos los pueblos de América, que aplaudirían sus progresos, pero que opondrían una muralla de acero a lodo acto inspirado por ambición de engrandecimiento territorial.

El Uruguay no ha salido aún de la época difícil; el militarismo impera allí y el elemento inteligente ha sido diezmado en el esfuerzo generoso por implantar la libertad. Los destinos de ese pedazo de tierra maravillosamente dotado, constituyen hoy uno de los problemas más graves de la América. Antigua provincia del virreinato del Río de la Plata, el pueblo oriental tiene la misma sangre, las mismas tradiciones, el mismo idioma, que el que a su lado marcha al progreso a pasos de gigante. Las leyes históricas de atracción parecen dibujar una solución mirada con ojos simpáticos a ambas márgenes del inmenso estuario común, pero que ningún gobierno argentino provocará por medios violentos. El día que los orientales pidan, por la voz de un congreso, volver a ocupar su puesto en el seno de la gran familia, serán recibidos con los brazos abiertos y ocuparán un sitio de honor en la marcha del progreso, como lo ocuparon siempre en las batallas donde corrió mezclada su sangre con la argentina. Entretanto, el que atribuya al gabinete de Buenos Aires propósitos anexionistas, se engaña por completo. En primer lugar, nuestro sistema federal no permite sino incorporaciones de Estados federativos, y en segundo término, la política argentina tiene por base inmutable el respeto a la voluntad popular. Jamás, por la violencia, se aumentará en un palmo el territorio argentino.

Amo mi buena tierra americana sobre todas las regiones de la tierra. ¿Es porque en ella se extienden los campos de mi patria, de la que mi alma vive cerca, aunque de lejos mi cerebro se consuma por ella en el anhelo ardiente de servirla? ¿Es porque en la colectividad moral de los hombres que la habitan, veo brillar la altura del carácter, la abnegación de la vida, la lealtad y el honor? No lo sé; pero en mis momentos de duda amarga, cuando mis faros simpáticos se oscurecen, cuando la corrupción yanqui me subleva el corazón o la demagogia de media calle me enluta el espíritu en París, reposo en una confianza serena y me dejo adormecer por la suave visión del porvenir de la América del Sur; ¡paréceme que allí brillará de nuevo el genio latino rejuvenecido, el que recogió la herencia del arte en Grecia, del gobierno en Roma, del que tantas cosas grandes ha hecho en el mundo, que ha fatigado la historia!

Si es una ilusión, perseveremos en ella y hagámonos dignos de que nos visite con frecuencia; sólo pensando en cosas grandes se prepara el alma a ejecutarlas. Que un americano descienda a lo más íntimo de su ser, donde palpita un átomo del alma de su pueblo, que la consulte, y luego de comprobadas sus pulsaciones vigorosas, se atreva a negar que está pronto a todas las evoluciones que puedan llevar a la cumbre. Los hombres no son nada, las ideas lo son todo. Las rencillas locales son ínfimas miserias que enferman y esterilizan el espíritu de aquel que de ellas se ocupa; hay algo más arriba, es el porvenir, es la suerte de nuestros hijos, es el honor de nuestra raza. Al trabajo, pues; el tiempo vuela y a su amparo las transformaciones se operan como si la mano de Dios las produjera.

Septiembre, 1883.

CAPITULO I

De Buenos Aires a Burdeos.

De nuevo en el mar.—La bahía de Río de Janeiro.—La rada y la ciudad.—Tijuca.—Las costas de África.—La hermana de caridad.—El Tajo.—La cuarentena en el Gironde.—Burdeos.

Once more upon the waters; Yet once more!

(BYRON, Ch. II. III.)

¡Eternamente bello ese arco triunfal del suelo americano! Parece que el mar hubiera sido atraído a aquella ensenada por un canto irresistible y que, al besar el pie de esas montañas cubiertas de bosques, al reflejar en sus aguas los árboles del trópico y los elegantes contornos de los cerros, cuyas almas dibujan sobre un cielo profundo y puro, líneas de una delicadeza exquisita, el mismo océano hubiera sonreído desarmado, perdiendo su ceño adusto, para caer adormecido en el seno de la armonía que lo rodeaba. Jamás se contempla sin emoción ese cuadro, y no se concibe cómo los hombres que viven constantemente con ese espectáculo al frente, no tengan el espíritu modelado para expresar en altas ideas todas las cosas grandes del cielo y de la tierra. Tal así, la naturaleza helénica, con sus montañas armoniosas y serenas, como la marcha de un astro, su cielo azul y transparente, las aguas generosas de sus golfos, que revelan los secretos todos de su seno, arrojó en el alma de los griegos ese sentimiento inefable del ideal, esa concepción sin igual de la belleza, que respira en las estrofas de sus poetas y se estremece en las líneas de sus mármoles esculpidos. Pero el suelo de la Grecia está envuelto, como en un manto cariñoso, por una atmósfera templada y sana, que excita las fuerzas físicas y da actividad al cerebro. Sobre las costas que baña la bahía de Río de Janeiro, el sol cae a plomo en capas de fuego, el aire corre abrasado, los despojos de una vegetación lujuriosa fermentan sin reposo y la savia de la vida se empobrece en el organismo animal.

Así, bajad del barco que se mece en las aguas de la bahía; habéis visto en la tierra los cocoteros y las palmeras, los bananos y los dátiles, toda esa flora característica de los trópicos, que hace entrar por los ojos la sensación de un mundo nuevo; creéis encontrar en la ciudad una atmósfera de flores y perfumes, algo como lo que se siente al aproximarse a Tucumán, por entre bosques de laureles y naranjales, o al pisar el suelo de la bendecida isla de Tahití... Y bien, ¡quedáos siempre en el puerto! ¡Saciad vuestras miradas con ese cuadro incomparable y no bajéis a perder la ilusión en la aglomeración confusa de casas raquíticas, calles estrechas y sucias, olores nauseabundos y atmósfera de plomo!... Pronto, cruzad el lago, trepad los cerros y a Petrópolis. Si no, a Tijuca. Petrópolis es más grandiosa y los cuadros que se desenvuelven en la magnífica ascención no tienen igual en la Suiza o en los Pirineos. Pero prefiero aquel punto perdido en el declive de dos montañas que se recuestan perezosamente una en brazos de la otra, prefiero Tijuca con su silencio delicioso, sus brisas frescas, sus cascadas cantando entre los árboles y aquellos rápidos golpes de vista que de pronto surgen entre la solución de los cerros, en los que pasa rápidamente, como en un diorama gigantesco, la bahía entera con sus ondas de un azul intenso, la cadena caprichosa de la ribera izquierda, las islas verdes y elegantes, la ciudad entera, bellísima desde la altura. No llega allí ruido humano, y esa calma callada hace que el corazón busque instintivamente algo que allí falta: el espíritu simpático que goce a la par nuestra, la voz que acaricie el oído con su timbre delicado, la cabeza querida que busque en nuestro seno un refugio contra la melancolía íntima de la soledad...

¡Proa al Norte, proa al Norte!

Una que otra, bella noche de luna a la altura de los trópicos. El mar tranquilo arrastra con pereza sus olas pequeñas y numerosas; los horizontes se ensanchan bajo un cielo sereno. La soledad por todas partes y un silencio grande y solemne, que interrumpe sólo la eterna hélice o el fatigado respirar de la máquina. A proa, cantan los marineros; a popa, aislados, algunos hombres que piensan, sufren y recuerdan, hablando con la noche, fijos los ojos en el espacio abierto, y siguiendo sin conciencia el arco maravilloso de un meteoro de incomparable brillo que, a lo lejos, parece sumergirse en las calladas aguas del Océano. Abajo, en el comedor, el rechinar de un piano agrio y destemplado, la sonora y brutal carcajada de un jugador de órdago, el ruido de botellas que se destapan, la vocería insípida de un juego de prendas. Sobre el puente, el joven oficial de guardia, inmóvil, recostado sobre la baranda, meciéndose en los infinitos sueños del marino y reposando en la calma segura de los vientos dormidos. De pronto, cuatro pipas encendidas como hogueras, aparecen seguidas de sus propietarios. Hablan todos a la vez: cueros, lanas, géneros o aceites... El encanto está roto; en vano la luna los baña cariñosa, los envuelve en su encaje, como pidiéndoles decoro ante la simple majestad de su belleza. Hay que dar un adiós al fantaseo solitario e ir a hundirse en la infame prisión del camarote...

He aquí las costas de África, Goroa, con su vulgar aspecto europeo; Dakar, con sus arenales de un brillo insoportable, sus palmas raquíticas, su aire de miseria y tristeza infinita, sus negrillos en sus piraguas primitivas o nadando alrededor del buque como cetáceos. La falange de a bordo se aumenta; todos esos «pioneers» del África vienen quebrantados, macilentos, exhaustos. Las mujeres transparentes, deshechas, y aun las más jóvenes, con el sello de la muerte prematura. Así subió en 1874 aquella dulce y triste criatura, aquella hermana de caridad de 20 años, que volvía a Francia después de haber cumplido su tiempo en los hospitales del Senegal. Silenciosa y tímida, quiso marchar sola al pisar la cubierta; sus fuerzas flaquearon, vaciló y todas las señoras que a bordo se encontraban, corrieron a sostenerla. Todos los días era conducida al puente, para respirar y absorber el aire vivificante del Océano: los niños la rodeaban, se echaban a sus pies y permanecían quietecitos, mientras ella les hablaba con voz débil como un soplo e impregnada de ese eco íntimo y profundo que anuncia ya la liberación. ¡Jamás mujer alguna me ha inspirado un sentimiento más complejo que esa joven desgraciada; mezcla de lástima, respeto, cariño, irritación por los que la lanzaron a esa vía de dolor, indignación contra ese destino miserable! Parecía confundida por los cuidados que le prodigaban; hablaba, con los ojos húmedos, de los seres queridos que iba a volver a ver, si Dios lo permitía... A la caída de una tarde serena se abrió ante nuestras miradas ávidas el bello cuadro de la Gironde, rodeado de encantos por las sensaciones de la llegada. La alegría reinaba a bordo; se cambiaban apretones de manos, había sonrisas hasta para los indiferentes. Cuando salvamos la barra y aparecieron las risueñas riberas de Paulliac, con sus castillos bañados por el último rayo de sol, sus viñedos trepando alegres colinas... la hermana de caridad llevaba sus dos manos al pecho, oprimía la cruz y levantando los ojos al cielo, rendía la vida en una suprema y muda oración... Cuando la noticia, que corrió a bordo apagando todos los ruidos y extinguiendo todas las alegrías, llegó a mis oídos, sentí el corazón oprimido, y mis ojos cayeron sobre estas palabras de un libro de Dickens, que, por una coincidencia admirable, acababa de leer en ese mismo instante: «No es sobre el suelo donde concluye la justicia del cielo. Pensad en lo que es la tierra, comparada al mundo hacia el cual esa alma angelical acaba de remontar su vuelo prematuro, y decidme, si os fuere posible, por el ardor de un voto solemne, pronunciado sobre ese cadáver, llamarlo de nuevo a la vida, decidme si alguno de vosotros se atrevería a hacerlo oír»...

¡Salud al Tajo mezzo-cuale! ¡Qué orillas encantadas! Es una perspectiva como la de esos juguetes de Nuremberg, con sus campos verdes y cultivados, sus casillas caprichosas en las cimas y los millares de molinos de viento que, agitando sus brazos ingenuos, dan movimiento y vida al paisaje. He ahí la torre de Belén, que saludo por quinta vez. ¿Cómo es posible filigranar la piedra a la par del oro y la plata? ¿De dónde sacaban los algarbes el ideal de esa arquitectura esbelta, transparente, impalpable? Hemos perdido el secreto; el espíritu moderno va a la utilidad y la obra maestra es hoy el cubo macizo y pesado de Regent's Street o de la Avenida de la Opera. Un albañil árabe ideaba y construía un corredor de la Alhambra o del Generalife, con sus pilares invisibles, sus arcos calados; todos los ingenieros de Francia se reúnen en concurso, y el triunfador, el representante del arte moderno, construye el teatro de la Opera, esto es, ¡un aerolito pesado, informe, dorado en todas las costuras!

El ancla cae; una lancha se aproxima, dentro de la cual hay dos o tres hombres éticos y sórdidos; se les alargan unos papeles en la punta de una tenaza. Apruebo la tenaza, que garantiza la salud de a bordo, probablemente comprometida con el contacto de aquellos caballeros. Estamos en cuarentena. Los viajeros flamantes se irritan y blasfeman; los veteranos nos limitamos a citarles el caso de aquel barco de vela salido de San Francisco de California con patente limpia y llegado a Lisboa, habiendo doblado el Cabo Hornos y después de nueve meses de navegación, sin hacer una sola escala y que fue puesto gravemente en cuarentena, a causa de haber arribado en mala estación. Porque es necesario saber que en Lisboa la cuarentena se impone durante los primeros nueve meses del año y se abre el puerto en los últimos tres, haya o no epidemias en los puntos de donde vinieron los buques que arriban a esa rada hospitalaria. Esta suspensión de hostilidades tiene por objeto sacar a licitación la empresa del lazareto, fuente principal de las rentas de Portugal. ¿Estamos?

Bajan veinte personas; cada una pagará en el lazareto dos pesos fuertes diarios, es decir, todas, en diez días, dos mil francos. Venimos a bordo más de 300 pasajeros, que descenderíamos todos si no hubiese cuarentena, pasaríamos medio día y una noche en Lisboa, gastando cada uno, término medio, en hotel, teatro, carruaje, compras, etc., 15 pesos fuertes; total, unos 20.000 francos, aproximadamente, de los que cinco o seis entrarían por derechos, impuestos, alcabalas, patentes y demás, en las arcas fiscales. Economía portuguesa.

¡Qué rápida y curiosa decadencia la de Portugal! La naturaleza parece haber designado a Lisboa para ser la puerta de todo el comercio europeo con la América. Su suelo es admirablemente fértil y sus productos buscados por el mundo entero. En los grandes días, tuvo el sol constantemente sobre sus posesiones. Sus hazañas en Asia fueron útiles a la Inglaterra. Vasco dobló el cabo para los ingleses, y los esfuerzos para colonizar las costas africanas tuvieron igual resultado. La independencia del Brasil fue el golpe de gracia, y en el día... ¡nadie lee a Camöens!

El golfo de Vizcaya nos ha recibido bien y la Gironde agita sus flancos, cruje, vuela, para echar su ancla frente a Pauillac antes de anochecer. A lo lejos, entre las márgenes del río que empiezan a borrarse envueltas en la sombra, vemos venir dos lanchas a vapor. Desde hace dos horas, la mitad de los pasajeros están con su saco en la mano y cubiertos con el sombrero alto, al que un mes de licencia ha hecho recuperar la forma circular y que, al volver al servicio, deja en la frente aquella raya cruel, rojiza, que el famoso capitán Cutler, de Dombey and Son, ostentaba eternamente. Una lancha, es la de la agencia. Pero, ¿la otra? Para nosotros, oh, infelices, que hemos hecho un telegrama a Lisboa, pidiéndola, a fin de proporcionarnos dos placeres inefables; primero, evitar ir con todos ustedes, sus baúles enormes, sus loros, sus pipas, etc., y segundo, para pisar tierra veinte horas antes que el común de los mortales. El patrón del vaporcito lanza un nombre; respondo, reúno los compañeros, me acerco a algunas señoras para ofrecerles un sitio en mi nave, que rehúsan pesarosas; un apretón de manos a algunos oficiales de la Gironde que han hecho grata la travesía, y en viaje.

Es un sensualismo animal, si se quiere, pero no vivo en las alturas etéreas de la inmaterialidad y aquella cama ancha, vasta, las sábanas de un hilo suave y fresco, el silencio de las calles, el suelo inmóvil, me dan una sensación delicada. Al abrir los ojos a la mañana, entra mi secretario. Conoce Burdeos al revés y al derecho; ha visto el teatro, los Quinquonces, ha trepado a las torres, ha bajado a las criptas y visitado las momias, ha estado en la aduana y sabe qué función se da esa noche en todos los teatros. Y entretanto, ¡yo dormía! El no lo concibe, pero yo sí. A la tarde, le anuncio que me quedaré a reposar un par de días en Burdeos y una nube cubre su cara juvenil. Tiene la obsesión de París; le parece que lo van a sacar de donde está, que va a llegar tarde, que es mentira, un sueño de convención, ajustado entre los nombres para dar vuelta la cabeza a media humanidad... Así, ¡qué brillo en aquellos ojos, cuando le propongo que se vaya a París esa misma noche, con algunos compañeros, y que me espere allí! Titubea un momento; yendo de noche, no verá las campiñas de la Turena, Angulema, Poitiers, Blois, ¡pero París! ¡Y vibrante, ardoroso como un pájaro a quien dan la libertad, se embarca con el alma rebosando llena de himnos!

CAPITULO II

En París.

En viaje para París.—De Bolivia a Río de Janeiro en mula.—La Turena.—En París.—El Louvre y el Luxemburgo.—Cómo debe visitarse un museo.—La Cámara de Diputados: Gambetta.—El Senado: Simon y Pelletán.—El 14 de Julio en París.—La revista militar: M. Grévy.—Las plazas y las calles por la noche.— La Marsellesa.—La sesión anual del Instituto.— M. Renán.

 

A mi vez, pero con toda tranquilidad, tomo el tren una linda mañana, y empezamos a correr por aquellos campos admirables. Los viajeros americanos conocemos ya la Francia, París y una que otra gran ciudad del litoral. La vida de la campiña nos es completamente desconocida. Es uno de los inconvenientes del ferrocarril, cuya rapidez y comodidad ha destruido para siempre el carácter pintoresco de las travesías. Mi padre viajó todo el Mediodía de la Francia y la Italia entera en una pequeña calesa, proveyéndose de caballos en las postas. Sólo de esa manera se hace conocimiento íntimo con el país que se recorre, se pueden estudiar sus costumbres y encontrar curiosidades a cada paso. Pero entre los extremos, el romanticismo no puedo llegar nunca a preferir una mula a un express. Uno de mis tíos, el coronel don Antonio Cané, después de la muerte del general Lavalle, en Jujuy, acompañó el cuerpo de su general hasta la frontera de Bolivia, junto con los Ramos Mexía, Madero, Frías, etc. Quedó enfermo en uno de los pueblos fronterizos, y cuando sus compañeros se dispersaron, unos para tomar servicio en el ejército boliviano, otros en dirección a Chile o Montevideo, él tomó una mula y se dirigió al Brasil, que atravesó de oeste a este, llegando a Río de Janeiro después de seis u ocho meses, habiendo recorrido no menos de 600 leguas. Más tarde, su cuñado don Florencio Varela, le interrogaba sin cesar, deplorando que la educación y los gustos del viajero no le hubieran permitido anotar sus impresiones. Cané había realizado ese viaje estupendo, deteniéndose en todos los puntos en que encontraba buena acogida... y buenas mozas. Pasado el capricho, volvía a montar su mula, y así, de etapa en etapa, fue a parar a las costas del Atlántico. Admiro, pero prefiero la línea de Orleans, sobre la que volamos en este momento, desenvolviéndose a ambos lados del camino los campos luminosos de la Turena, admirablemente cultivados y revelando, en su solo aspecto, el secreto de la prosperidad extraordinaria de la Francia. Los canales de irrigación, caprichosos y alegres como arroyos naturales, se suceden sin interrupción. De pronto caemos a un valle profundo, que serpea entre dos elevadas colinas cubiertas de bosques; por entre los árboles, aparece en la altura un castillo feudal, de toscas piedras grises, cuya vetustez característica contrasta con la blancura del humilde hameau que duerme a su sombra; las perspectivas cambian constantemente, y los nombres que van llegando al oído, Angulema, Bois, Amboise, Chatellerault, Poitiers, etc., hacen revivir los cuadros soberbios de la vieja historia de Francia...

Ya las aldeas y villorrios aumentan a cada instante, se aglomeran y precipitan, con sus calles estrechas y limpias, sus casas de ladrillo quemado, sus techos de pizarra y teja. Los caminos carreteros son anchos, y el pavimento duro y compacto, resuena al paso de la pesada carreta, tirada por el majestuoso percherón, que arrastra sin esfuerzo cuatro grandes piedras de construcción, con sus números rojizos. Luego, túneles, puentes, viaductos, calles anchas, aereadas, multitud de obreros, movimiento y vida. Estamos en París.

 

A mediodía, una visita a los viejos amigos queridos, que esperan dulce y pacientemente y que, para recibiros, toman la sonrisa de la Joconda, se envuelven en los tules luminosos de la Concepción, o despojándose de sus ropas, ostentan las carnes deslumbrantes de Rubens. Al Louvre, al Luxemburgo; un día el mármol, otro el color, un día a la Grecia, otro al Renacimiento, otro a nuestro siglo soberbio. Pero lentamente, mis amigos; no como un condenado, que empieza con la «Balsa de la Medusa» y acaba con los «Monjes» de Lesueur y sale del Museo con la retina fatigada, sin saber a punto fijo si el Españoleto pintaba Vírgenes; Murillo, batallas; Rafael, paisajes, o Miguel Ángel, pastorales. Dulce, suavemente; ¿te gusta un cuadro? Nadie te apura; gozarás más confundiendo voluptuosamente tus ojos en sus líneas y color, que en la frenética y bulliciosa carrera que te impone el guía de una sala a otra. El catálogo en la mano, pero cerrado; camina lentamente por el centro de los salones: de pronto una cara angélica te sonríe. La miras despacio; tiene cabellos de oro y cuyo perfume parece sentirse; los ojos, claros y profundos, dejan ver en el fondo los latidos tranquilos de una alma armoniosa. Si te retiene, quédate; piensa en el autor, en el estado de su espíritu cuando pintó esa figura celeste, en el ideal flotante de su época, y luego, vuelve los ojos a lo íntimo de tu propio ser, anima los recuerdos tímidos que al amparo de una vaga semejanza asoman sus cabecitas y temiendo ser importunos, no se yerguen por entero. Luego, olvídate del cuadro, del arte, y mientras la mirada se pasea inconsciente por la tela, cruza los mares, remonta el tiempo, da rienda suelta a la fantasía, sueña con la riqueza, la gloria o el poder, siente en tus labios la vibración del último beso, habla con fantasmas. Sólo así puede producir la pintura la sensación profunda de la música; sólo así, las líneas esculturales, ondeando en la gradación inimitable de las formas humanas, en el esbozo de un cuello de mujer, en las curvas purísimas, y entre los griegos castas, del seno; en los hombros contorneados de una virgen de mármol o en el vigor armónico de un efebo; sólo así, da la piedra el placer del ritmo y la melodía. Naturalmente, la materialidad de la causa limita el campo; una cabeza del Ticiano, una bacanal de Rubens, un interior de Rembrandt, un monje de Zurbarán, darán una serie de impresiones definidas, vinculadas al asunto de la tela. He ahí por qué el mármol y el lienzo son inferiores a la música, que abre horizontes infinitos, dibuja catedrales medioevales, envuelve en nubes de blanca luz sideral, lleva en sus ondas invisibles mujeres de una belleza soñada, os convierte en héroes, trae lágrimas a los ojos, pensamientos serenos al cerebro, recorre, en fin, la gama entera e infinita de la imaginación...

A las dos de la tarde, a la Cámara o al Senado. En la primera preside Gambetta, con su eterno espíritu chispeante, levantando un debate de los bajos fondos del fastidio como una palabra que trae sonrisas hasta a los labios legitimistas. Un ruido infernal, una democracia viva y palpitante, un movimiento extraordinario; en la tribuna, elocuencia de mala ley, verbosa y vacía unas veces, metódica y abrumadora otras. He ahí que la trepa una nueva edición de los ministros de guerra argentinos, de antes de la expedición al Río Negro; oigámosle: «La razón por la cual no ha sido posible batir hasta ahora a Alboumena, es simplemente la falta de caballos. El árabe, veloz, ligero, sin los útiles que la vida civilizada hace indispensables al soldado francés, vuela sobre las llanuras, mientras el pesado jinete europeo lo persigue inútilmente». Conozco, conozco el refrán. He aquí un comunista melenudo que acaba de despeñarse desde la cúspide de la extrema izquierda para tomar la tribuna por asalto, donde gesticula y vocifera pidiendo la abolición del presupuesto de cultos. Las izquierdas aplauden; el centro escribe, lee, conversa, se pasea, perfectamente indiferente; la derecha atruena el aire con interrupciones. Un hombre delgado reemplaza al fanático y lo sucede con la misma intemperancia, intransigencia, procacidad vulgar: es el obispo de Angers. Las izquierdas ríen a carcajadas, el centro sonríe, la derecha protesta, aplaude con frenesí. Gambetta lee tranquilamente, de tiempo en tiempo, sin apartar los ojos del libro, estira la mano y busca a tanteo la campanilla y la hace vibrar: «Silence, Messieurs, s'il vous plait!»—repiten cuatro ujieres, con voz desde soprano hasta bajo subterráneo. Nadie hace caso; el ruido aumenta, se hace tormenta, luego el caos. El orador se detiene y la ausencia de su letanía llama a la vida real a Gambetta, que levanta la cabeza, ve las olas alborotadas, destroza una regla contra la mesa, da un campanilleo de cinco minutos, adopta un aire furibundo, se pone de pie y grita: «Mais c'est intolérable! Veuillez écouter, Messieurs!» Luego, toma el anteojo de teatro, recorre las tribunas pobladas de señoras, hace sus saludos con la mano, recibe veinte cartas, habla con cuarenta diputados que suben a su asiento para apretarle la mano; y mientras lee, mira, habla, escribe o bosteza, agita sin reposo la incansable regla contra la mesa, y repite, de rato en rato, como para satisfacción de conciencia, su eterno «Veuillez écouter, Messieurs!», que los ujieres, como un eco, propagan por los cuatro ámbitos del semicírculo.

Entretanto, abajo se desenvuelven escenas de un cómico acabado; el intransigente Raspail da de tiempo en tiempo un grito y Gambetta lo invita a acercarse a la tribuna a fin de poder ser oído en sus interrupciones sin sacrificio de su garganta. Baudry-d'Asson, un nulo de la derecha, cuyo faldón izquierdo está en manos del obispo de Angers, lanza improperios a cada instante, a pesar de los reiterados tirones de su mentor; a despecho del orador, se traban diálogos particulares insoportables; los ministros, en los bancos centrales, conversan con animación, mientras son vehemente y personalmente interpelados en la tribuna, y sobre toda aquella vocería, movimiento, exasperaciones, risas, gritos y denuestos, las tribunas silenciosas, graves, inmóviles en su perfecto decoro.

En el Senado, el ideal de Sarmiento. Desde las altas tribunas, la Cámara parece un campo de nieve. Cabezas blancas por todas partes. Preside León Say, con su insoportable voz de tiple, gangosa y nasal. Ancianos que entran apoyándose en sus bastones y cuyos nombres vuelan por la barra. Son las viejas ilustraciones de la Francia, en las letras, en las artes, en la industria, en la ciencia y en la política. Bulliciosos también los viejecitos; los años no les pueden hacer olvidar que son franceses. La regla y la campanilla del presidente están en continuo movimiento. El espectador tiene gana de exclamar: «Fi donc, Messieurs; a votre âge!» Nadie escucha al orador, hasta que la orden del día llama a la discusión de la ley de imprenta, en revisión de la Cámara de Diputados. Por un artículo se impone a los funcionarios públicos la acusación de calumnia. Julio Simon se dirige a la tribuna; distinguidísima figura de anciano, cara inteligente, voz débil y una habilidad parlamentaria portentosa. Protesta contra el espíritu del artículo; a su juicio, los funcionarios tienen el derecho de ser calumniados; su única acción, la única defensa a que deben acudir, es su conducta, irreprochable, sin sombras. En cuestiones de prensa quiere la libertad hasta la licencia. Se le oye con atención y respeto; pero los republicanos de la situación creen que el propósito del adversario de Gambetta es destruir la bondad de la ley, llevando las concesiones hasta los últimos límites y haciéndola odiosa a las clases conservadoras. Simon está en pleno triunfo; hace pocos días, con motivo de la ley de educación, ha conseguido introducir por asalto el nombre de Dios en la cola de un artículo. Por el momento, desenvuelve una lógica de hierro, y ocupando audazmente el terreno de sus contrarios, hace flamear con más vigor su propio estandarte. La derecha aplaude y vota con él. Un hombre de fisonomía adusta, entrecano, voz fuerte, sucede en la tribuna al eminente filósofo. Es Pelletán, el riguroso contendor del imperio, el compañero de Simon en el Cuerpo Legislativo, el autor de aquellos panfletos candescentes de La profesión de fe del siglo XIX, el Mundo marcha, etc. No habla, pontifica; no arguye, declama. Se agita como sobre un trípode y sus palabras se arrastran o retumban con acentos proféticos. Destruye, no obstante, la sofística de Simon, y sin injuriarlo por su intención, hace ver el caos que sobrevendría a la prensa sin ningún género de moderador. El voto le da el triunfo.

Luego, la sesión se arrastra, levántome y tomo mi sombrero para trasladarme al Palacio Borbón. En el Senado encuentro siempre vacía la tribuna diplomática; en la Cámara tengo que llegar temprano, para obtener un buen sitio. Es que aquí, Gambetta por sí solo, es un espectáculo, y todos los extranjeros de distinción que llegan a París, obtienen tarjetas de sus ministros respectivos, se instalan en la tribuna diplomática y se hacen insoportables por sus preguntas en inglés, alemán, turco, italiano o griego, sobre quién es el que habla, si Gambetta hablará, cuál es Paul de Cassagnac, cuál Clemenceau, dónde está Ferry, por qué se ríen, cuál es la derecha, etc., etc.

Estaba en París el 14 de julio y presencié la fiesta nacional. La revista militar en Longchamps fue pequeña: 15.000 hombres a lo sumo.

He ahí los altos dignatarios del Estado. El aspecto de M. Grévy me trae a la memoria un pensamiento de La Bruyère, que él sin duda ha meditado: «Los franceses aman la seriedad en sus príncipes». Aquel rostro es de piedra; las facciones tienen una inmovilidad de ídolo, los ojos no expresan nada y miran siempre a lo lejos, los labios no tienen color ni expresión. Movimientos de una cultura glacial, de una rigidez automática, aunque sin afectación. Es el tipo de la severa seriedad republicana, como Luis XIV lo fue de la pomposa seriedad monárquica. El director Posadas decía en 1814: «No conseguiremos vivir tranquilamente y en orden mientras seamos gobernados por personas con quienes nos familiaricemos». Es una verdad profunda que puede aplicarse a todos los pueblos; el poder requiere formas exteriores, graves, serenas, y el que lo ejerce debo rodearse, no ya de la majestad deslumbradora de una corte real, pero sí de cierto decoro que imponga a las masas. M. Grévy, no sólo es querido y respetado hoy por todos los republicanos franceses, sino que los partidos extremos, hasta las irascibles duquesas del viejo régimen, tienen por él alta consideración.

Gambetta, casi obeso, rubicundo, entrecano, lo acompaña, así como León Say y los ministros. Todos los anteojos se clavan en el grupo, pero la primera mirada es para Gambetta. El prestigio del poder atrae y fascina. ¡Qué fuertes son los hombres que consiguen sobreponerse a esa atmósfera de embriaguez en que viene envuelta la popularidad!...

Llega la noche; la circulación de carruajes se ha prohibido en las arterias principales. Por calles traviesas me hago conducir hasta la altura del Arco de Triunfo, echo pie a tierra, enciendo un buen cigarro, trabajo por la moral pública ocultando mi reloj para evitar tentaciones a los patriotas extranjeros y heme al pie del monumento, teniendo por delante la Avenida de los Campos Elíseos, con su bellísima ondulación, literalmente cuajada de gente e iluminada a giorno por millares de picos de gas y haces de luz eléctrica. Me pongo en marcha entre el tumulto. Del lado del bosque, el cielo está cubierto de miriadas de luces de colores, cohetes, bombas que estallan en las alturas y caen en lluvias chispeantes, violetas, rojizas, azules, blancas, anaranjadas. Al frente, en el extremo, sobre la multitud que culebrea en la Avenida, la plaza de la Concordia parece un incendio. A mi lado, por delante, hacia atrás, el grupo constante, eternamente reproducido, aquel grupo admirable de Gautier en su monografía del bourgeois parisiense, el padre, empeñoso y lleno de empuje, remolcando a su legítima con un brazo, mientras del otro pende el heredero cuyos pies tocan en el suela de tarde en tarde. La mamá arrastra otro como una fragata a un bote. Se extasían, abren la boca, riñen a los muchachos, alejan con ceño adusto al marchand de coco, al de pain d'épices, que pasa su mercancía por las narices infantiles tentándolas desesperadamente. Un movimiento se hace al frente; un cordón de obreros, blusa azul, casquette