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El autor nos lleva de la mano por pasajes sorprendentes de su vida, en su narración a veces regresa a su pueblo natal, al hogar que abandonó a muy temprana edad, deleitándonos con recuerdos familiares, contados con frescura y desenfado. Una historia en la que el guajiro, sin saberlo había participado en la primera victoria de una larga batalla; la batalla de La Habana. El lector disfrutará de las peripecias del inexperto oficial. Enrique Acevedo logra que te sientas su compañero de viaje, viajas con él hasta Angola. Es capaz de contar glorias y miserias con la misma mano de repartir recuerdos. Si lo vamos a calificar de alguna forma, diríamos que es un libro entrañable.
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Seitenzahl: 501
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Edición: Laura Álvarez Cruz
Diseño de cubierta: Eugenio Sagués
Diseño interior: Martha Pon Rodríguez
Realización Digitalizada: Martha Pon Rodríguez
© Tercera edición, 2024
© Segunda edición, 2011
© Primera edición, 1997
© Enrique Acevedo González, 2024
ISBN: 9789592116658
Editorial Capitán San Luis
Calle 38 no. 4717 entre 40 y 47, Playa, La Habana, Cuba
Email: direccion@ecsanluis.rem.cu
Web:www.capitansanluis.cu
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Reservados todos los derechos. Sin la autorización previa de esta Editorial queda terminantemente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o transmitirla de cualquier forma o por cualquier medio.
Muchos habaneros al referirse a los nacidos fuera de los límites de Boyeros, Cotorro o Guanabacoa, sin importarles sexo, edad o nivel cultural les imponen el calificativo de “guajiros”. Y para algunos aludidos esto es un azote de Dios, y ripostan clamando por viejas genealogías —santiagueros y villareños— en un intento de restablecer su alcurnia.
Lo confieso. Me siento orgulloso de ser provinciano y de haber pertenecido a esa guerrilla integrada en alta proporción por guajiros: esos campesinos ásperos y belicosos que penetraron en La Habana, en los primeros días de enero de 1959, con las banderas de la victoria; que observaron embelesados el Capitolio, el Morro y el Malecón, hipnotizados por la magia de esta capital antillana y caribeña; que desbancaron los intentos de escamotear la Revolución con pases caducos de malabaristas y que llegaron a consolidar el poder revolucionario en todos los frentes.
Mi afecto a los que se alfabetizaron, se superaron y escalaron a la Colina Universitaria o a responsabilidades claves civiles o militares. A los que no llegaron, o no pudieron llegar, mi respeto por haberlo intentado.
Espero que a muchos de ustedes estas páginas despierten vivencias de los primeros años de la Revolución.
A los iniciadores
de las milicias obreras y campesinas,
hombres honestos y patriotas que
consolidaron la Revolución frente a la
embestida reaccionaria en los primeros años.
Yo estaba del lado de acá de la pantalla cuando Enrique Acevedo, recién llegado a la Sierra, visitó CMQ y se vio, de pronto, entre un grupo de barbudos, haciendo declaraciones para la televisión.
Aquella primera impresión lo decepcionó. Todavía hoy, al escribir sus recuerdos de aquella época, piensa que hizo una especie de ridículo, manipulado por un animador tan mal intencionado como sagaz: “Hicimos el papel de guajiros ñocos. El animador hizo zafra con nosotros. Nadie dijo una frase coherente. No caeré más en esa trampa”.
Sin embargo, del lado de acá de la pantalla, una ola de emoción recorrió la ciudad, marcando el inicio de una nueva visión de los guajiros, que tuvo su culminación, poco tiempo después, en aquella extraordinaria visita masiva en que los campesinos de distintas zonas del país, preferentemente de Oriente, fueron recibidos como huéspedes de honor en los hogares capitalinos.
Barbas, melenas, collares de Santa Juana, crucifijos y detentes, sombreros de guano, metralletas y guitarras, invadieron la ciudad y el guajiro no fue ya, nunca más, víctima de burlas entre los privilegiados vecinos de la metrópoli.
Sin saberlo, aquel joven rebelde había participado en la primeravictoria de una batalla que habría de ser larga: la batalla de La Habana.
Esa es la historia que cuenta, con la frescura y el desenfado a que nos tiene acostumbrado el autor deDescamisado.Una historia en la que el guajiro recién llegado se ve, de pronto, dando órdenes a un grupo de guerrilleros toscos y desconocedores de la disciplina militar, de un ejército que tenía que convertirse, lo más rápidamente posible, en el principal bastión de la defensa de un país decidido a mantener su soberanía frente a los enemigos internos y externos. ¡Tremenda responsabilidad para un joven que acababa de cumplir apenas dieciséis años!
El lector disfrutará de las peripecias del inexperto oficial, ensayando órdenes y buscando la aprobación del sargento Malabé, “uno de los pocos militares del ejército anterior que permanecían en la compañía”. No importa que el sargento, quizás con vocación poética, inaugure el primer diálogo en versos entre un oficial y su subordinado:
—Sargento Malabé…
—Aquí me ve…
El imberbe teniente, quizás sin saberlo, suple la falta de conocimiento que se adquieren en una escuela de cadetes, con el recuerdo —a veces irritante para él— de la férrea disciplina que el Che le impuso en la Sierra. En Playa Girón, meses después, vería el resultado de aquella disciplina sembrada en el alma de muchos como él por militares tan civiles como Che, Fidel, Raúl, Camilo y Almeida.
Pero esa batalla, la de La Habana, no se libra en un solo frente. Los enemigos, ahora, no son solamente los casquitos. A veces usan perfume francés y beben en copas de bacará, como en la casa de Tía Luisa, la elegante y recatada señora de mangas largas y cuello cerrado, en la que el joven teniente conoce, por primera vez, el sucio negocio del amor tarifado.
El enemigo, también, suele emboscarse en mesas bien servidas, y enmascara su oído de clases donando novillas para contribuir a la Reforma Agraria, en gesta hipócrita y diversionista. O puede ser el universitario anticomunista estimulándole su diferente extracción social, para sumarlo, en su momento, a la lista de los que terminarán aliados al imperialismo.
Dura batalla la del joven oficial. Por eso, a veces, en su narración, regresa al pueblo natal, al hogar que abandonó tempranamente, como quien vuelve de una larga ausencia, y nos deleita con recuerdosfamiliares. La Habana, para todos los guajiros que decidimos vivir en ella, es como una larga y constante provisionalidad que se va haciendo permanencia, hasta un día en que descubrimos asombrados que, al entrar por el túnel de la bahía, el corazón nos late de una forma distinta.
Volver a vivir esos comienzos de la mano del joven descamisado, es una experiencia emocionante. Todo está contado en este libro con una gracia desmelenada como las palmas. Uno no se siente lector, sino compañero del autor. Va con él de la mano por muchos lugares, incluso no vistos, como Angola.
Acevedo cuenta glorias y miserias con la misma mano de repartir recuerdos. No es un libro literario. Si lo vamos a calificar de alguna forma, diríamos que es un libro entrañable.
Ya hacia el final, el desconcertado descamisado, que no comprende porqué Ernesto Guevara, Che, no deja de ironizar en su contra cuando se encuentran, y se queja de que no se haya fijado en él como el guerrillero capaz de los mayores sacrificios, recibe por boca de Fidel la respuesta a sus inquietudes de adolescente y a sus interrogaciones de hombre.
No voy a contarles el final, y les aconsejo que no precipiten su lectura. Sólo quiero anticiparles que para un descamisado o para un guajiro, o para el General que es hoy Enrique Acevedo, no puede haber un final más feliz. El final que usted, lector revolucionario, hubiera soñado para su propia autobiografía.
ENRIQUE NÚÑEZ RODRÍGUEZ
Desconcertado, observo por primera vez formada la compañía de infantería que debo mandar desde ahora; más airada y levantisca no puede ser. Sus hombres constituyen una gama de edades que van de los quince a los cincuenta años. Hoy, 10 de enero de 1959, a duras penas la he logrado formar; debo plantearles misiones para que comiencen las clases de infantería, armamento, reglamentos y muchas tareas más que me aturden y casi ni entiendo.
Veo caras de interés, gestos irónicos y una que otra risa de burla. Con un grito de atención empiezo a hacerme sentir como jefe y, más confiado, me dirijo a mi sargento mayor Malabé:
─Sargento, distribuya los pelotones y que comience la instrucción durante cincuenta minutos.
Se cumple esta primera orden. Ahora recorro los pelotones y suelto mis exigentes observaciones:
─Jefe de pelotón, corrija el paso.
─Sargento, más marcialidad, están en atención.
Continúo mi ronda repartiendo órdenes y correcciones a dos manos. Más de uno se asombra de mi avance en lo referente a la enseñanza militar; me pavoneo como un gallo en su corral. Veo que el sargento Malabé me sigue con la mirada y asiente suavemente cada vez que corrijo los defectos. En medio de mi euforia no puedo dejar de sentir algo de pena por mí: esto es una perfecta bufonada, practicada sólo horas antes.
El día anterior se supo que el Ejército Rebelde desfilaría por primera vez el 28 de enero, fecha del natalicio de José Martí, frente al Capitolio y por el Paseo del Prado. Quedan dieciocho días y hasta ahora nada se ha hecho, a no ser beber ron, pasear por la hermosa capital, amén de alguna que otra aventura amorosa.
Esa misma tarde le pedí ayuda al sargento Malabé, uno de los pocos militares del ejército anterior que permanecían en la compañía; él domina cabalmente estos menesteres pero, según su consejo, debo tomar las riendas. Durante tres o cuatro horas revisó mi porte y aspecto, me hizo practicar las órdenes a impartir, poses que he de asumir y observaciones que debo dar durante el próximo día (como en un ballet); planificamos mi recorrido hasta el instante de fruncir el ceño como señal de desaprobación o premiar a los más destacados con alguna que otra palmadita paternal en los hombros. Todo ocurrió en un cuarto cerrado y luego en el polígono él y yo solos, así funcionó. En la práctica no sé cómo debo actuar, reparto a diestra y siniestra premios y responsos, supongo que más de uno me recordará como un caso digno de un psiquiatra. Justos reprimidos y pecadores premiados, a pesar de ello sé que ahora soy dentro de este grupo de cafres el que algo cree conocer. Le voy cogiendo el gusto al mangoneo y berreo sin parar la letanía aprendida:
─Paso, vista al frente, pecho erguido, más marcialidad. ¡Sargento Malabé!
A lo cual él responde:
─¡Aquí me ve! Ordene, mi teniente.
─Refuerce la media vuelta, la veo muy floja.
─Sí, Jefe de Compañía, a su orden.
Así, durante cincuenta minutos, montamos un número de vodevil.
Ya de nuevo volvemos a sentir la férrea disciplina que el Che nos impuso en la Sierra. Nos había dejado diez días de asueto, lo cual es extraño en él, tal vez sea por las tensiones de estos primeros días y la falta de la dirección de la Revolución en la capital, lo cual obliga a que caiga sobre sus hombros y los de Camilo el peso de tareas enormes: poner orden en la inquieta capital; lidiar contra las pretensiones del autotitulado comandante Aldo Vera, el cual intenta adjudicarse el mérito de la toma de las estaciones de policía de La Habana, nada más alejado de la realidad pues ellas fueron ocupadas por los miembros de la clandestinidad, de forma rápida, apoyados por la población. Pronto el gran oportunista saltará la valla rumbo norte.
Me distraigo unos minutos aprovechando el descanso que se le da a la tropa y recuerdo cómo días atrás, exactamente la madrugada del 3 de enero, entramos a esta fortaleza. Marchamos al oscurecer desde la ciudad de Santa Clara rumbo a La Habana. Los cuarteles a lo largo de la Carretera Central no opusieron ninguna resistencia; en Matanzas, el cuartel Goicuría ya había sido rendido por Camilo e impuesto un mando rebelde.
Me toca en suerte viajar en un cómodo autobús, a pesar de que ello no me hace feliz: es una perfecta ratonera en caso de refriega. La entrada a la capital es por la antigua Carretera Central, los elevados y el túnel de la bahía. Cosa simpática es la exclamación de uno de los compañeros villareños que durante años lleva un mote raro, Salchicha, al ver la ciudad en su esplendor: “Manda salchicha, esto sí es grande”. Así, de forma jocosa, llegamos a la impresionante entrada de la fortaleza de San Carlos de La Cabaña, asiento del Regimiento No. 7 de artillería y tanques Máximo Gómez. El tercer ómnibus, donde viajo, queda frente a un nido de ametralladoras que está a menos de diez metros. El artillero y su ayudante nos observan de forma impasible. Casi hipnotizado veo el cañón del arma que nos apunta. Ruego mentalmente porque tengan buenos nervios. El franqueo de entrada demora varios minutos. Se ordena no bajar sin autorización ni tomar las armas en la mano, hacerlo lo más pacífico posible, en cuelguen.
Delante de nosotros se produce algo interesante, luego lo sabré por mi amigo Sergio Pérez Lezcano que lo vio todo.
Al llegar el Che a la entrada de La Cabaña lo recibe el teniente coronel Valera, que se encuentra al frente de la fortaleza desde el día anterior ─salió el día 1ro. del presidio de Isla de Pinos, donde cumplía varios años por conspirar contra el dictador. Al enfrentarse al Che le rindió el parte reglamentario, luego hizo ademán de quitarse la pistola y entregársela; nuestro jefe, con un gesto de la mano, se lo impidió. Luego le propuso pasar revista a la tropa que estaba formada en el polígono, lo cual no fue aceptado y se le ordenó que regresasen a sus cuarteles. Se dirigieron a la ciudadela donde estaban reunidos los mandos principales del regimiento. El Che sostuvo una rápida reunión con ellos en medio de un tenso ambiente. Poco después se efectuó un brindis servido por elegantes camareros uniformados, se repartieron tabacos con el sello particular del regimiento. Los oficiales regresaron a las unidades con la indicación de mantenerse localizados.
Penetramos en la hermosa instalación que combina con gusto lo monumental de la tricentenaria fortaleza y lo sobrio de los cuarteles que alojan los tres batallones de su guarnición. Aproximadamente a las 5:00 a.m. bajamos en el primer batallón donde nos esperan con un desayuno opíparo; a las 6:00, nos sorprende la diana, se iza la bandera y media hora después la tropa efectúa los ejercicios calisténicos. Nos miramos mutuamente con curiosidad y algo de recelo.
Los miembros de la columna rebelde (algo más de cuatrocientos) pasan a ocupar la ciudadela de la cual se evacuan las tropas del ejército. Los batallones 1, 2 y 3 quedan en poder de ellos con sus mandos intactos y todavía con las armas en la mano. Se nos ordena no salir del área antigua y se refuerzan las postas.
En un rápido recuento pasan por mi mente estos tres últimos años: veo las luchas estudiantiles del 56, los veinticinco meses de la lucha guerrillera, de los cuales me correspondieron algo más de año y medio de bregar en montañas y llanos, la experiencia traumática de vida clandestina… Ya estamos en la capital, a nuestros pies se estremece en estertores finales la máquina militar de la dictadura. No creo difícil culminar el golpe, no tienen capacidad de respuesta. Si el Che lo ordena, entregarán las armas sin chistar. Espero sea rápido, no me hace feliz esta extraña convivencia.
Al mediodía observo un movimiento inusual en el cuartel maestre: rebeldes con pistolas nuevas; todo fue un imprevisto, ya que al abrir una base se descubrieron unas cajas de armas y comenzó un alegre reparto. De la Comandancia llegó la orden de recoger lo entregado. De ahora en adelante sólo los oficiales portarán armas cortas reglamentarias. La tarea no es fácil. Yo tengo una 38 capturada en la audiencia de Santa Clara; es un regalo de Rogelio, mi hermano. A pesar de lo ordenado, una pistola comando 45 me tienta. Me la asigno sin el menor pudor. Guardo a buen recaudo la 38, recuerdo de la batalla de Santa Clara.
El resto del día deambulamos por la fortaleza, admiramos sus viejos cañones, las almenas y bastiones que la conforman. Al oscurecer vemos el resplandor de la hermosa ciudad y su escaso tránsito, pues todavía está la huelga general en el país. Esa noche dormimos en sus frías galerías. A la diana del 4 de enero descubro que mi flamante pistola, colocada bajo la cama, ha desaparecido. He pagado la novatada pues ni el número del arma tomé, parece que elementos nuevos con malas costumbres se han infiltrado entre nosotros. No armo revuelo y me pongo de nuevo la pistola 38, lo que me mantiene de mal humor el resto del día.
Sobre las 11:00 a.m. salimos a ocupar los cuarteles de los batallones, y se sucede de forma pacífica. Cuatro pelotones ocupan el primer batallón aerotransportado y me toca en suerte ser designado jefe de la Compañía E. Milagrosamente paso de jefe de Escuadra a jefe de Compañía. El jefe de Batallón será Rogelio, que ostenta los grados de capitán. Los primeros días pasan en una alegre fanfarria; se autoriza la salida de parte del personal, el cual lo hace con sus armas largas. Todavía es temprano para lograr quitar ese hábito guerrillero.
Provistos de un jeep salimos por primera vez de la fortaleza. Rogelio es el único que sabe manejar. En una céntrica calle nos encontramos a miembros de la milicia que han desarmado a la policía y ahora cumplen esa función, entre ellos, Turi Escobar, un coterráneo que armado de una pavorosa escopeta y diez cartuchos monta guardia. Logramos que lo releven y nos sirva de cicerone en la capital. Turi pertenece a una familia de buena posición económica. Nos exhibe por los barrios de la clase alta donde somos recibidos con afecto y curiosidad; nos ayuda a los tres a ser estudiantes y pichones de pequeño burgueses. Una serie de almuerzos y convites nos acompañan durante varios días.
Uno de los primeros impactos sociales que me golpea es la prostitución juvenil. Una tarde, tres muchachas nos piden botella. Se entabla animada charla. Al final nos invitan a su casa en Regla donde tomamos café; no vemos nada que revele su oficio real. Nos piden que pasemos esa noche por la calle Marina, que es donde trabajan. Ingenuamente pensamos que son domésticas, niñeras, no sé.
Esa noche, a las 9:00 p.m., salimos acompañados por mi nuevo amigo el teniente José Valle (Pepe), combatiente de la Columna 8 incorporado en Las Villas, el cual se estrena de escudero en la incursión. Tocamos a la puerta, nos invitan a pasar; el ambiente es raro y hasta educado. Preguntamos por las muchachas y nos dicen que están de dormitorio con unos americanos, que podemos esperarlas y nos brindan de beber. Ya esto me empieza a dar mala espina:
─Pepe, ─le digo a mi acompañante─ esto me parece que es un bayú fino y las niñas unas perfectas fleteras.
Pepe asiente apesadumbrado. La dueña manda a repetir la ronda, que va por la casa, eso alivia mis preocupaciones pues sólo tengo diez pesos. Todavía no nos han pagado el primer sueldo y subsisto con el dinero que me dieron en la clandestinidad hace un mes, cuando producto de las heridas recibidas en combate me vi obligado a salir de la tropa guerrillera por un corto tiempo y esconderme en la ciudad de Camagüey.
Con un par de buches de ron entre pecho y espalda, ya más confiado, invito a una de las pupilas que nos rodean. Al poco rato ya domino el argot y sé que “dormitorio” y “ocupada” es equivalente al amor tarifado. No esperamos a las muchachas y nos marchamos con el sabor amargo de la primera derrota; somos unos perfectos primos y aprenderemos a golpes.
Ya que estamos aquí, y más orientados, nos dejamos llevar a un lugar vecino de más fama: la casa de Tía Luisa, en las calles Marina y Hornos. Tocamos a la puerta con desenfado. Por la mirilla unos ojos nos observan detalladamente. Nos ceden el paso. El lugar es impactante: en un salón un grupo de jóvenes mujeres leen revistas, en un ambiente de paz y sosiego. Casi reculo pensando que nos hemos equivocado y creo estar en una pensión de jóvenes estudiantes, sólo al ver a la que luego identificaré como la matrona, es que recobro el empaque.
Tía Luisa está sentada frente a una caja contadora, eso me orienta de que hay negocio de por medio. A pesar de ello su forma de vestir es sumamente recatada: mangas largas y cuello cerrado, vestido con numerosos encajes blancos. A sus espaldas un matón de brazos cruzados mantiene una pose de esfinge.
Pienso que debemos ser de los primeros rebeldes en entrar a este sitio, pues Tía Luisa, con especial deferencia, baja de su trono. Cachonda y con una sonrisa delicada nos ofrece un discreto lugar donde nos invita a tomar de su stock de bebidas. Luego de conversar de forma exquisita se retira a su lugar de mando. Me entero luego que pocos han sido tratados de esta forma, pues es casi una norma que no se mezcle con la clientela a pesar de que su casa es visitada por personas opulentas.
Dos hermosas muchachas nos acompañan. Curioso, comienzo un discreto interrogatorio. Me entero de que en este lugar la norma es pagar a la casa el derecho a llevarse a las pupilas y sólo en contados casos se autoriza a emplear cuartos que existen al final del edificio, derecho que sólo otorga la dueña. Asimismo, existe para los más discretos clientes la opción de elegir por catálogos de fotos la dama que más le agrade, en una habitación más reservada llamada Salón Rojo. La elegida es recogida por el chofer del cliente o se cita en un lugar apartado. Esto casi duplica la tarifa, pero les da cobertura a los de mayor rango social a tirar una cana al aire discretamente. La casa cuenta con un médico que efectúa chequeos dos veces por semana a las pupilas, sin cargos para ellas; además, permanecer dos o tres años en este lugar es la mayor aspiración de las muchachas, a quienes luego despachan y buscan reemplazo.
Es casi un orgullo de la casa que nunca un proxeneta haya penetrado en el establecimiento, lo que le da una aureola de tranquilidad y prestigio. Ocupo una de las habitaciones y pruebo el amor tarifado después de veinte meses de abstinencia. Creo haber roto el récord de rapidez: a los diez minutos estoy hecho polvo. Mi agradable acompañante es capaz de sostener una conversación ágil y picaresca; así, de esta forma, al darme cuenta de que es el cliente quien norma el tiempo de estancia, sigo mi coloquio mientras recupero fuerzas.
Como somos centro de la atención, debo contar de mi vida en la Sierra; en pago, ella me cuenta la suya. Recae mi atención en el régimen de vida que llevan: comienzan a las 6:00 p.m. hasta las 2:00 o 3:00 a.m. cuando se retira el último cliente; viven en una casa de huéspedes cercana, en la que por cincuenta pesos mensuales pagan casa y comida; la ropa, que debe ser dentro de lo recatado, la pagan ellas. Antes de abrir el local Tía Luisa lleva a cabo una inspección: critica el uso excesivo de pinturas, perfumes chillones o ropas provocativas; sólo después las muchachas pueden pasar a hacer salón, que es como llaman a la exhibición.
Termino mi tiempo y paso a despedirme de mi benefactora. Todo corrió por cuenta de ella. Sé que la próxima vez no será igual, es algo así como una forma de promocionar el negocio.
Nunca hemos visto un estudio de televisión. Pepe y yo vamos a CMQ, nos muestran las instalaciones, como una deferencia hacia nosotros. Podemos penetrar a las cabinas y otros lugares interesantes, nos proponen que si queremos ver un programa en vivo, nos sientan en la fila delantera; observo que hay varios rebeldes más.
El animador interrumpe la programación y comienza a efectuar entrevistas a los peludos y barbudos, nos enfocan con las cámaras, no me puedo escabullir. El primer rebelde suelta una tontería.
─Yo tengo una promesa que cumplir, voy al Santuario del Cobre, a ofrecerle mis barbas y melena a la Virgen de la Caridad, por permitirme salir ileso y ayudarme en todo. Mando un saludo a mi mamá en Cauto el Paso.
Así sigue esta ordalía. Al final le toca a Pepe y debe decir algo. Al llegar mi turno tengo la boca seca y aterrorizado balbuceo:
─Les mando un saludo a mis amigos de Oriente, Camagüey y las Villas que me ayudaron en la guerra.
Como soy poco llamativo, sin barbas ni melena, el animador, para mi alivio, me elimina rápido. Al salir comento con mi amigo:
─Hicimos el papel de guajiros ñocos, el animador hizo zafra con todos nosotros, nadie dijo una frase coherente, no caeré más en esta trampa.
Pepito Valle y yo tratamos de independizarnos de Rogelio. Tengo un jeep y el instructor será el cabo Rojas, del ejército anterior. La meta es aprender a manejar en el centro de La Habana; nos turnamos por horas y sembramos el caos en el tránsito, son ocho horas de horror.
Al día siguiente, el cabo Rojas pasa al asiento de atrás y nosotros demostramos lo aprendido. El resultado es mucho mejor. Al tercero salimos al fin a solear. Esa noche hacemos el primer estropicio. En el pequeño poblado de Casa Blanca, al dar marcha atrás, Pepito le hace un boquete con el espolón de tracción a un carro nuevo. El chofer se hala los pelos y nos exige que seamos nosotros los que le demos la feliz noticia al capitán Cartaya, dueño del Pontiac.
Cartaya se acaba de mudar para una casa dentro de la fortaleza. Nos recibe amablemente su mujer, prepara café y fluye la charla. Cambio miradas con Pepe, él es quien debe soltar la bomba.
─Cartaya, no sé cómo empezar, ─dice Pepe─ voy a tratar de hacerlo lo más claro posible: le acabamos de chocar el carro.
Con ese alegre mensaje se jode la noche y pasamos a ser blancos de la furia del capitán. Después, recuerda que es un hombre educado y nos pide disculpas. Salimos a ver el destrozo. Por el hueco de la carrocería nueva cabe un puño cerrado, comienza de nuevo a enfurecerse nuestro amigo, juramos y perjuramos que vamos a pedir un préstamo y quedará como nuevo. Se calma, nos retiramos haciendo las más finas reverencias. Días después pido a mi padre un préstamo de doscientos pesos, cumplo mi palabra y me queda algo para mis asuntos.
Hoy, 8 de enero, entra Fidel y la Columna No. 1 a la capital. Los puntos claves están dominados por la tropa de Camilo, el Che y el Directorio 13 de Marzo. Nos acuartelaron desde el 7. Algunas de nuestras tropas parten para asegurar el desfile triunfante. No se le da tarea especial a mi compañía, somos reserva. Paso a la ciudadela para ver de lejos el apoteósico recibimiento; observo, recostado a un viejo cañón patinado por los siglos, una parte del malecón. Parece un mar de pueblo, la caravana marcha lentamente, resulta emocionante.
Esa noche veo por la televisión la entrada de Fidel en Columbia. Se muestra magistral frente a los micrófonos. No he podido participar en este momento histórico que esperé casi dos años, empiezo a comprender la vida que nos espera.
Con nuestro cicerone, el coterráneo Turi Escobar, visitamos uno de los más aristocráticos yacht club de donde es socio. Vamos todavía con las armas al hombro. Hay pocos asociados pues la huelga general terminó hace pocos días; es invierno, la playa está vacía. Rogelio mantiene su fusil ametralladora Browning. En el encrespado mar se ven los restos de una balsa, y sin encomendarse a nadie realiza varios disparos con buena puntería. A su lado se nuclean los pichones de burgueses y bitongos, esto es algo nuevo. Lo hecho por Rogelio es casi común en cualquier lado de La Habana. A pesar de ello, veo que uno de los más encopetados y de mayor de edad no disfruta de ese torneo de fuego en su exclusivo club y se retira dando muestras de disgusto.
¿Cuándo pagarán? Es la pregunta que se hacen muchos, esta ciudad es cara y nos da pena vivir de nuestros admiradores. Termino este recuento y regreso a las clases que imparte el sargento Malabé. Al mediodía liberamos al personal de sus deberes y paso a efectuar rancho; Malabé me alecciona:
─Jefe de Compañía, no es muy bien visto que usted almuerce con la tropa todos los días, usted debe de vez en cuando hacerlo en el club de oficiales, es lo que se acostumbra.
Asombrado, me doy cuenta de que existen lugares a los que no he ido. Desembarco en el lugar y medio cortado veo que un buen número de oficiales del viejo ejército almuerzan en un ambiente refinado con un menú insuperable. Un capitán rebelde, al verme cohibido, me invita a su mesa, pide lo mejor y lo acompaño, temo a la hora de pagar la cuenta. Con asombro veo que todo se resuelve con firmar el cheque que nos traen. El capitán me informa que se cobra a fines de mes, en nuestro caso pagaremos al recibir el primer sueldo. Sin abusar mucho, ceno varias veces en el lugar, confieso que la cuenta final no me llegó y yo no salí a rastrearla.
Al regresar del almuerzo encuentro mi cuarto, que habitualmente es una pocilga, convertido en un ejemplo de orden y limpieza: mis botas brillantes, la gran conejera adonde arrojo la ropa sucia ha desaparecido, no doy crédito al cambio, busco al cabo Rojas y le pregunto qué pasó. Me informa que el sargento Malabé le ordenó mejorar mis condiciones de vida, tomando en cuenta que soy un oficial soltero; no sé qué decir o hacer. Rojas es un hombre de cerca de cuarenta y cinco años, peina canas y lleva, según él, veinte años de militar; me apena aceptarlo para estos menesteres. Si continúo por esa vía dentro de poco me van a absorber y poca diferencia habrá entre los guardias viejos y yo.
Corto por lo sano y discuto con mi sargento mayor. Él se mantiene en sus trece y se niega a que yo viva como un indigente. Es más, se me encara y me critica sutilmente la ropa de soldado; debo llevar uniformes a la medida con grados bordados, gorra, dejar a un lado la boina, no apropiada al clima nuestro. Me tomo la iniciativa, doy otro paso, sigo el consejo. Voy a la sastrería El Zorro, me encargo tres uniformes a la medida, claro que verde olivo y no caqui, compro una gorra modelo francés muy en boga en esos días. Pronto estoy enfundado en el nuevo uniforme. A lo que no me acostumbraré rápido es a las ligas en las botas.
El Che se reúne con los oficiales en la jefatura del regimiento en un aula pequeña. En un ángulo hay una pequeña mesa y una pizarra. Debemos permanecer de pie, todos experimentamos una gran expectativa. ¿Qué traerá en la manga nuestro jefe? Algunos problemas nos preocupan: se corren bolas de que se crearán granjas militares o que se trabajará en la construcción de escuelas. Al presentarse nuestro jefe se produce un gran silencio.
El Che ofrece una panorámica nacional, y pone en claro que el poder revolucionario habrá que defenderlo hasta con las uñas, que no nos dejemos engañar por esta falsa calma. Refiere que en cuanto se tomen medidas más profundas habrá problemas con quienes ahora nos aplauden. La más cercana es la rebaja de la tarifa telefónica, de los alquileres y la Reforma Agraria; y el Ejército Rebelde jugará un papel vital en estos cambios. Luego analiza las fuerzas que pugnan en la actualidad mundial. Nos habla de la conferencia de Bandung, de los No Alineados, de la existencia de los países socialistas y su política hacia las naciones más pobres, así como del yugo que los países más ricos y desarrollados imponen a los productores de materias primas.
Era una disertación de casi dos horas sobre la política nacional e internacional. Años después, con más madurez, me di cuenta de que el Che era un artífice. Hizo malabares para no proclamar crudamente su pasión y fe por el socialismo. En fin, va sembrando, con cautela, una semilla que puede demorar años en germinar, pero no será en balde. Al salir no se percibe ningún rechazo a lo escuchado.
Malabé mira encantado mis avances. Los demás jefes de Compañía no prosperan, siguen peludos, barbudos, y algunos pidiendo a gritos un buen baño. Sé que no es bien vista la afinidad que tengo con los vencidos, pero sólo ellos son capaces de enseñarnos por ahora algo y los voy a emplear sin sectarismo.
Después del desfile en el Capitolio, el comandante del ejército constitucional, que le sirve de asesor al jefe de Batallón, intenta congraciarse con nosotros. Detiene un carro de helados y paga generosamente decenas de paletas. En la práctica él ha aportado poco al desfile, el peso fundamental lo lleva el teniente Quintana, que tiene preparación militar y es de los nuestros. En el caso de la Compañía E, Malabé me ayudó. Según los que vieron el despliegue, salió bien.
El Che está enfermo, parece que la dura vida en la Sierra le afectó los pulmones, tiene nódulos tuberculosos en uno de ellos. Se le recomienda descansar y se le presta una casa en Tarará. En la guerrilla fueron varios los que corrieron igual suerte. Recuerdo a más de seis que enfermaron de lo mismo. El hambre y la humedad eran los peligros mayores.
Un malicioso periodista puso un suelto en la prensa en el cual, sin dar mayores explicaciones, decía aproximadamente: “El comandante Ernesto Che Guevara fijó residencia en la conocida y lujosa playa de Tarará”. El Che, al ver que esto traía cola, le riposta con una enérgica y resuelta carta, en la que dejaba bien claro que eso respondía a su enfermedad y que luego de restablecido la entregaría para regresar a su casa en La Cabaña. La liebre contrarrevolucionaria había saltado, se comenzaba a atacar sutilmente al Che, a Raúl, a los que tildaban de izquierdistas. Contra Camilo no rompen lanzas, ¿será que desean crear una división artificial en el Ejército Rebelde u ofrecer al pueblo esa imagen?
Hoy nuestra compañía debe hacer la primera práctica de tiro. Vamos a pie hasta la playa del Chivo. Los blancos estarán a 400 yardas y tienen calificaciones concéntricas. Cada hombre hará cuatro disparos, la línea de fuego será de cinco hombres cada una; al final, se darán las calificaciones.
Todo marcha bien, hasta el momento han tirado cerca de veinte hombres. Pronto aparece un carro blindado Scout Car y empieza a probar su ametralladora. No es lo previsto, está estorbando el tiro a nuestra compañía pues le dispara a nuestros blancos. Mientras discuto con el oficial que comanda la tanqueta, siento un fuego graneado a mis espaldas: los que faltaban se han adelantado y por la libre disparan sin orden sobre los blancos; los que ya practicaron, regresan y repiten el tiro. Cien hombres disparan sin cesar, los blancos saltan en astillas. Miento madres a diestra y siniestra, suelto una que otra voz; Malabé me mira y se encoge de hombros. Llamo a los tenientes para que me ayuden a imponer el orden; el colmo, el teniente Cepero descarga con parsimonia su M-1 como un soldado más, lo atrapo por el brazo y se da cuenta del enredo en que nos encontramos. Para completar la barahúnda, el carro blindado suelta una cinta completa de ametralladora, arranca y se va muy campante. Sólo puedo despedirlo con un grito de:
─Teniente, eres un hijo de puta.
Vuelvo a la carga ahora con la ayuda de todos los oficiales, me vuelo y a un rebelde le suelto una patada, el tipo se para gritando:
─Me diste, teniente, me diste.
Es un mulato de seis pies, si riposta me encaja en la tierra. Para el fuego, formo a la levantisca tropa y le lanzo una furiosa filípica. En eso llega un jeep, es el capitán Manuel Hernández C. (El Isleño), viene de parte del Che para averiguar qué ocurre pues el tiroteo ha conmocionado las postas exteriores. Hablo, para neutralizar el informe que debe rendir, paso casi a justificar a estos salvajes:
─Creo que es una reacción casi esperada, ellos han combatido con treinta o cuarenta balas al día y a veces menos, ahora se ven con doscientas balas y almacenes atiborrados y quieren saciar un capricho.
El capitán asiente con la cabeza, no sé si comparte mi peregrina justificación, ya se verá. Luego, me retiro del campo de tiro. En eso llegan los seis rebeldes y dos guardias viejos que estaban en los fosos levantando los blancos, vienen furiosos, tienen razón, pasaron un gran sofocón. Uno de ellos trae una pequeña herida en la cabeza de un fragmento del muro de protección que fue alcanzado por las balas. Tengo marcados a los más tiratiros, la próxima irán ellos a los fosos.
Al regresar, Malabé contabiliza los gastos: en vez de quinientos tiros se gastaron más de dos mil. Espero el resto del día la refriega que me merezco, parece que el capitán me tiró una toalla de las grandes. Al pasar marchando frente al polígono viene a mi mente uno de los recuerdos más recientes, cuando fueron desarmadas las fuerzas del mal llamado ejército constitucional.
A las 11:00 a.m. se ordenó formar en el polígono a los casquitos. Se les llamaba así de forma peyorativa a los nuevos ingresos del ejército anterior; equivalía a ser catalogado de carne de cañón, por su poca preparación. Como se previó, llevaron sus armas pero sin balas. A las órdenes de mando del teniente coronel Varela depositaron las armas en el suelo y formaron lejos de ellas; se les informó a través de los altavoces las condiciones por las cuales eran licenciados. La mayoría de ellos, sin derecho a retiro por ser de ingreso muy reciente, más de uno o dos años, son despachados sin muchas contemplaciones. Minutos después, del batallón del capitán Pardo y del primer batallón saldrán vehículos que recogerán las armas abandonadas en la explanada. A los de más de veinte años de antigüedad se les retira con derecho a pensiones, creo que se es justo con ellos. Otros corren peor suerte, pues su historia militar es un rosario de crímenes y atropellos.
La Cabaña es la prisión militar y en ella se concentra una gran parte de los criminales de guerra. Los prisioneros más peligrosos se guardan en una larga bóveda llamada, desde años atrás, la leonera. Los juicios comenzaron una semana después. Cada noche se celebraban tres o cuatro causas y esa misma noche, después de la apelación, se cumplía la sentencia.
Recuerdo que una de mis primeras guardias en el puesto fue en la posta del Cristo, a la entrada de Casa Blanca, por donde circulan los familiares de los presos que esperan juicio. A las 10:00 a.m. se deja pasar a los que harán visita. Son las 11:00 a.m. y, por razones que desconozco, no se autoriza el paso. Se empiezan a encrespar los ánimos, la mayoría son mujeres de ex militares, se oyen murmullos de rabia y una que otra frase hiriente. Me adelanto y les informo que llamé a prisión y espero órdenes, todo se resolverá. Una bella dama me increpa:
─Bien se ve que no sabes lo que sufren los familiares de los presos, eres un insensible.
Otra clama agresiva:
─Tan joven y tan asesino.
Siento como si me hubiesen abofeteado, ¿de dónde sacan eso?, ¿por qué me provocan?, ¿asesino por qué? Hago acopio de voluntad y ecuanimidad, entablo una discusión con varias de ellas, no me escuchan, el tono sube, al final les manifiesto:
─No sé por qué arman este escándalo por una demora de una hora, yo también fui preso años atrás, en una semana no recibí ni visitas ni jabas y además ustedes tienen la seguridad de que sus esposos e hijos no son torturados ni vejados, de lo cual mis familiares no estaban tan seguros.
Para terminar, exijo que se alejen a cuarenta metros de la posta, si no seré yo quien solicite la suspensión de la visita. Creo haber ganado la pelea, se cumple lo exigido por mí. A las 12:00 se deja pasar a las airadas damas; al cruzar, no dejan de soplarme al oído frases desagradables. Abatido, termino la guardia.
Alguien me susurra al oído: “Ya regresó uno de los que se licenció en Camagüey. Vamos a ver cómo lo trata el Che”. Rápido lo busco, es Magaña, del poblado de Jibacoa, perteneció a la escuadra de Alfonso Zayas, o sea, a la mía. Lo abrazo con afecto, se rompe un poco el frío que hay a su alrededor, le tiro un cabo moral.
De la Columna Invasora fueron dados de baja nueve por no aguantar el hambre, las brutales marchas nocturnas por pantanos. Su suerte fue triste, pues ocho fueron capturados y ejecutados por el ejército. Magaña cayó prisionero y, cosa rara, sólo fue torturado. Pero está afectado, incoherente, me lo llevo para la oficina y logro sacar una historia.
A los treinta y seis días de marcha no pudo más. Enfermo de paludismo, hambreado y débil, pidió la baja junto con sus amigos Nogueras y Alarcón. Se les permitió la salida en la región de Baraguá. Deambularon sin apoyo del 26 de Julio. Dos días después un chivato los entregó al ejército. A su amigo lo ametrallaron en su presencia a los pocos minutos, a él simularon ahorcarlo varias veces. Cuando pierde el conocimiento detienen el suplicio y lo reviven, y se repite constantemente. Su verdugo es un soldado cuyo hermano murió en combate en la ofensiva de verano en la Sierra, le permiten que tome esta venganza. El interrogatorio se centra en: ¿cuántos son en la columna?, ¿a dónde va la tropa del Che?, ¿quién colaboró con la guerrilla en la zona?, ¿cuál es el estado anímico del personal?, ¿cuántos han desertado o se han licenciado?, ¿dónde se produjo esto o aquello?
Después lo llevaron a un cuartel en Ciego de Ávila y siguieron con golpizas. Lo mandan en un avión rumbo a la jefatura de Bayamo, lo internan una semana en la pesa (para ablandarlo), donde debe permanecer sin comer con el agua a la cintura en un sótano oscuro, junto con varios y prisioneros más, bebe el agua contaminada de excretas, otra no le dan. Luego, de nuevo al interrogatorio, matizado por golpes y torturas. Al fin lo pasaron al Vivac, donde mejoró su suerte, lo juzgaron y recibió varios años de prisión.
Después de este desgarrador relato le recomiendo que regrese a su tierra y se cure; lo acepta y se va. No le veo solución inmediata a su caso. Uno se me acerca y me agrega algo que no pude confirmar:
─El ejército lo vistió de soldado y lo exhibió en su pueblito natal con el objetivo de humillarlo y destruir su moral. Le advertían que, cuando saliera libre, los rebeldes lo matarían, que no tendría salvación, sólo si cooperaba con ellos lo ayudarían.
De todas formas creo se portó bien dentro de su espantosa situación, estoy convencido de que no habló. No todos mantienen hacia él igual posición de respeto, no parece justo.
Lorenzo Llorente (El Rápido) fue mensajero del Ejército Rebelde ─por intuición nunca confié en él─, y desfalcó el dinero que se le entregó para que llevara a la Sierra Maestra. Además, pidió elevadas sumas a los incautos familiares de los guerrilleros, como si fuera para mejorar su suerte en medio de las penurias de las montañas por supuestas heridas y enfermedades. Fue descubierto, se ordenó atraparlo y juzgarlo. Se pasó a los grupos de paramilitares de Mansferrer, delató, mató y torturó a sus ex compañeros. Para no perder su costumbre de charlatán inveterado y enredador de pita, antes de ser pasado por las armas, El Rápido propició un buen revuelo periodístico. Su participación en el juicio en Manzanillo provocó varios reportajes. Casi asumió el papel de Fiscal. Acusó al jefe de la guardia rural de Manzanillo, al jefe de la Policía Nacional y a nueve verdugos más, con datos de dos masacres que suman dieciocho víctimas, amén de los métodos para ejecutarlas. El capitán jefe de la Policía Nacional refutó:
─Este señor echa paletadas de fango sobre nosotros para lograr un trato más humano en su sentencia.
El Rápido, haciéndole honra a su apodo, dijo:
─No pido clemencia, maté y torturé a mis compañeros, quiero justicia para mí y para estos cobardes, los quiero ver morir como merecen, sólo pido ser el último. Me lo merezco, estoy arrepentido, todo lo acepto, no pido perdón, que caiga el peso de la ley sobre nosotros.
Resultan once las penas de muerte, se cumplirán a las 12:00 de la noche en el cementerio local, se respeta su pedido y los ve morir uno a uno, impasible, sin mover un músculo de la cara. Solicita algo más: ser fusilado sin estar amarrado, con los ojos destapados y dirigir él mismo el pelotón. Se accede. Comienza una inesperada arenga que saca casi de paso a los presentes:
─La Revolución triunfará porque es justa, defiéndanla, admiro a Fidel, en este último momento pienso en él, muero consciente de mi culpa, afinen la puntería, quiero los cinco tiros en el pecho.
Así fue. De esta forma se despide este impredecible y complejo personaje.
Un aventurero con aires de matón, el capitán del Ejército Rebelde Humberto Rodríguez, ha cometido un crimen que conmueve la capital. A mansalva asesina al doctor Escalona (Cuchifeo). Ordena su detención, lo saca una noche de la celda, le da un paseo, el sargento Cruzata le sirve de verdugo.
La prensa busca una connotación política al asunto y escarba con entusiasmo en la azarosa vida de ambos. Humberto, en la Sierra, no fue un cobarde, aunque tampoco era bien mirado por su fama de pistolero fanfarrón. Cuchifeo, doctor que nunca ejerció, era un experto en la trata de blancas, drogas, extorsión, en fin, un hampón de caché. Conocido por su vestimenta desaliñada y su brusco léxico, nunca le tembló la mano en un ajuste de cuentas, por lo que tiene varias deudas viejas, en especial con su rival de pandillas, Humberto.
Es un caso que exige una rápida medida y se prepara un juicio contra el capitán y el sargento. De forma inesperada logran escapar y aparecen en Estados Unidos hablando mierda a las dos manos. Cumplen el papel de víctimas del sistema. Se intenta que sean deportados, lo que resulta imposible, existe el precedente de cientos de asesinos batistianos que radican libremente en la Florida.
A la invasión a Girón el pícaro Humberto no viene, manda a su sargento sicario, el cual, con causa pendiente, al caer prisionero es fusilado. Humberto se entrega a la droga; pocos años después se suicida de forma estrambótica.
Dos días después me citan para que participe en los juicios como vocal. No asisto, no me interesa esa tarea. Al otro día se me informa que estoy multado con veinte pesos por no cumplir. Medio cabrón respondo al que me trae la orden:
─Chico, esto es lo más simpático que he podido escuchar, no me han pagado un maldito kilo y ya me están embargando el sueldo.
Ofendido, el oficial me reprocha:
─Si repito esto que me dices, posiblemente te dupliquen la multa.
─Hermano, no es nada personal.
Pero no me gustó el tono, y quitarle al que no se le ha pagado todavía y no ha exigido un centavo durante dos años es ridículo. Así termina el capítulo.
Días después juzgan a un conocido mío, el soldado de la dictadura Baró Merodio. No me citan a testificar aunque tengo mucho que decir. Nos traicionó en la Sierra. No voy al juicio, aunque lo acompaño al paredón y nos despedimos con un apretón de manos que fui incapaz de negarle. Algunos que no me conocen miran extrañados este gesto.
Baró fue capturado por la guerrilla a mediados de 1957. Al no existir cárcel en ese momento, fue incorporado a la tropa. Durante un mes pudo ver muchas cosas. Pecamos de incautos. Luego pasó al campamento del Hombrito. Una choza fue su prisión. Durante dos semanas Rogelio y yo permanecimos como sus escoltas y, de forma inevitable, al final casi éramos amigos.
Un día logró convencer al Che de su arrepentimiento. Juró y perjuró que desertaría del ejército, se escondería y nunca más lo veríamos. En su ayuda apareció una lacrimógena carta de su madre, en la cual se achacaba cuantas enfermedades existían. Es más, casi tenía un pie en la tumba. El Che leyó la cartilla y lo liberó. Le asignó dos guías para que lo acompañaran al poblado de Bueycito.
Su primera acción al llegar a la posta del ejército fue señalar a sus dos guías. Luego reconoció a dos colaboradores. Ese día fueron cuatro los campesinos ejecutados. Así, sembró el terror en la zona. Su punto fijo era la posta de entrada del pueblo. En ese lugar identificó a varios cooperantes del Ejército Rebelde, luego subió varias veces a la Sierra como práctico, señaló a los simpatizantes de los alzados, lo cual invariablemente costaba la vida. Al final, su “premio” fue ser nombrado policía en La Habana, en un cargo administrativo. Hoy pagará sus culpas por traidor.
Después de tantas cosas desagradables Pepe y yo nos marchamos a nuestro pueblo. En Remedios todo se torna agasajo. El ambiente es de regocijo por la llegada de los hijos pródigos. Nos vamos en autobús pues no me atrevo a hacer el viaje en jeep, y mucho menos de noche.
Al llegar, mi padre me presta un Buick del 52 con el cual me desplazo. Al otro día voy solo a la playa de Jinaguayabo y me recreo disparando en la solitaria orilla con mi M-1; al regreso el auto se para, no sé nada de mecánica, abro el capó y desconsolado intento alguna solución. Miro con aprehensión el pantano que me rodea. Todavía es temprano. Dentro de dos horas esto será un hervidero de varias plagas: primero las mordidas lacerantes del roedor, el cual de forma rápida arranca un pedacito de la piel donde se forma una gota de sangre; al ocaso se unirán a este suplicio nubes densas de jejenes que no son detenidas ni por la trama más espesa de los mosquiteros; al final, aparece el rey de la noche, el mosquito de la costa, que a veces impide hasta respirar.
Conozco estas marismas y si me atrapa la noche la única forma es armar una hoguera y continuamente lanzar ramas verdes, creando una protectora cortina de cáustico humo. Puedo caminar dos o tres horas y llegar al pueblo, pero no me gusta dejar el carro abandonado en un camino vecinal.
Este pantano encierra una historia tétrica. En los primeros años de los cincuenta, un hombre murió de sed y por ataques masivos de la plaga. Silvio era su nombre. Perdió las facultades mentales de muy joven, vivía en el laberinto de un autismo profundo; su pasión, deambular.
¿Cómo llegó a la ciénaga? Algunos, con pretensiones de pitonisas, refieren que llegó por un camino que penetra hasta un plan de carbón; los más románticos, que buscando el fin de un arco iris o siguiendo una nube de blancas mariposas. En fin, se perdió. Al segundo día una patrulla de voluntarios de más de cuarenta hombres peinó la zona, sin resultados; al tercero, lo encontraron en un pequeño cayo seco, a cuatro kilómetros de tierra firme. Se encontraba en posición fetal, seco, casi momificado. Se intentó reconstruir su calvario y no fue posible, se habló de un intento voluntario de soltar amarras. El prosaico dictamen fue deshidratación, a pesar de estar rodeado de tanta agua (salobre).
Por datos y mapas, que casi sé leer, esta ciénaga es estrecha, de dos a nueve kilómetros, pero extremadamente larga. Abarca, desde Sagua la Grande a Punta Alegre, ciento sesenta kilómetros. Es vadeable en marea baja, en época de seca, de lo contrario puede llegar a tres metros de profundidad en primavera. Cada cierto tramo contiene pequeños islotes secos, guaridas para saurios y buen cobijo para leñadores y carboneros. Rumiando estos poco constructivos recuerdos me dispongo a esperar la noche.
Es común que esta zona despierte la imaginación de un pueblo pequeño. Remedios se fundó en estas agrestes costas en un lugar llamado El Tesico. Luego, al ser quemada por una incursión de piratas, se volvió a fundar siete kilómetros tierra adentro. Ahora, el antiguo asentamiento está rodeado de leyendas, no es raro que algún aventurero se aparezca a vender un mapa con extrañas marcaciones que debe conducir al tesoro no entregado a los corsarios, a pesar del tormento colectivo sufrido por parte de la población. Nau, el Olonés, sembró el terror: uno por uno fue martirizando a sus prisioneros, nadie quedó con vida.
Mi padre clama haber perdido la oportunidad de su vida al no gastar su dinero en un derrotero único y auténtico que se perdió luego, y que le fue ofrecido por una mísera suma. La guía para llegar al tesoro es una cadena que sólo se puede ver bajo el agua en tiempo de total calma, con mar baja. Ella lleva al feliz mortal al cofre tan perseguido por el Olonés. En fin, que ya me sé varios de estos cuentos con sus variantes, en las cuales el narrador le echa sal y pimienta a su gusto. Ya llega la vanguardia de los roedores, será una tarde de espanto.
De pronto, veo a un ciclista que se acerca. Trae varias jaulas de pájaros. Salgo a su paso para pedirle ayuda. Cuál no será la sorpresa, pues ambos nos conocemos: es el policía secreta que dos años atrás, al sospechar de mi supuesta participación en un atentado a su casa, donde la puerta de calle voló por un petardo, en el parque me insultó y zarandeó con agresividad delante de un grupo de estudiantes. Al verme con el M-1 en la mano en descampado, debió pensar que era un ajuste de cuentas y palideció.
─Enriquito, qué vas a hacer, yo soy amigo de tu padre, aquello que pasó no fue mi culpa, estaba desesperado; no te apresures, por favor.
─Alto, socio, yo sólo estoy botado en este camino y no sé cómo arrancar el auto, ¿me ayudas?
Aquel hombre pegó su espalda en el auto y, con un empujón que sólo se logra con el susto, arrancó el auto. Sin bajarme me despido de él, ha pasado un buen sofocón y yo cosecho un buen cuento que recordaré y contaré.
Converso con mi padre, y de forma jocosa me narra cómo mi madre cometió una pifia, que le costó un merecido susto.
A mediados de septiembre de 1958 se presenta a mi casa un joven en muletas con una bota de yeso, y es recibido por Luchi, mi madre. Ella baja la escalera para ayudarlo por sus limitaciones y se produce un intercambio simpático:
─Señora, ¿usted es la madre de los Acevedo? Mire, yo vengo de la Sierra.
─Baja la voz, muchacho, vamos para arriba. ─Le dice ella cerrando la puerta con gran misterio. Lo ayuda a subir las escaleras. Con más calma lo interroga de forma inquisitiva.
─¿Quién te trajo?, ¿por qué vienes solo?
─Señora, antes de que usted siga, yo le voy a aclarar que soy Pedro Cárdenas, el hijo del sargento del ejército. Me hirieron en la Sierra, Rogelio me ayudó en el Jigüe y Enrique me acompañó el día que me liberaron.
Luchi cambia su tono misterioso y de forma tardía quiere hacer el papel de tonta.
─Así que eres guardia, qué sorpresa, qué bien que saliste ya de eso, me alegro. ─Balbucea dos o tres palabras más, sin saber cómo salir del problema.
Él le da información sobre nosotros. Es la primera que le llega en un año, en vivo y en directo, a pesar de lo especial de su portador. La conversación languidece, él se va.
Mi padre al saber de lo ocurrido la recrimina y ella se defiende:
─Pensé que era un rebelde herido que nos mandaban nuestros hijos. Si no aclara rápido la situación, casi le propongo que se escondiese en la casa.
Pedro Cárdenas se curó y ocupó su lugar en el cuartel. Se vio envuelto en maltratos a prisioneros. Ahora espera en La Habana la sentencia (fueron treinta años). Fue una interesante confusión que no trajo mayores consecuencias.
Solo y vestido de civil, me desplazo hasta Caibarién. Quiero encontrar a una persona que tuvo influencias en mi vida: Gloria, mesera del bar Hatuey, de veintiséis años de edad. Nadie puede ofrecerme datos sobre su paradero. Se fue hace un año rumbo a Sagua la Grande; no me atrevo a seguirla, a lo mejor recibo una decepción.
La conocí una tarde de domingo, mientras refrescaba la canícula con una cerveza bien fría y me la daba de tipo duro a pesar de mis catorce años, con sólo tres pesos en el bolsillo. El bar estaba vacío, parecía que habían arrastrado un muerto por las calles. Ella se sentó a mi mesa y me pidió que la invitase a tomar algo. Me quedé frío, era algo fuera de escala: alta, blanca, de negro y largo cabello, cintura estrecha y ojos de gitana. Balbuceé que pidiese lo que desease. En ese momento fui transportado al Paraíso, saliendo del limbo que era mi vida.
Comenzó un intercambio de frases en las que llevó las de ganar. Al preguntarle su edad me di cuenta que nos separaban diez años, lo cual no le restaba un ápice al encanto de ese momento.
¿Cómo logré hablar? Eso me lo pregunto todavía. “¿Podemos pasar un rato a tu cuarto?”, articulé con el corazón en la boca. Romántica, ella me interpeló a su vez: “¿tienes los dos pesos que me tocan?”
La seguí a su habitación. Se desnudó lentamente, modeló para mí, me castigó, redujo a polvo mi pobre cerebro. Pasó a quitarme poco a poco la camisa, me enredé con los pantalones y quedé provocador con mis matapasiones que me llegaban a las rodillas. Me besó con ardor (eso pensé). Comenzó mi verdadera enseñanza sexual, después del intercambio de caricias y extasiarme en sus senos, y la parte difícil de la tarde: complacer a esta experimentada dama y sus caprichos. Me hizo el amor de forma agresiva, parecía una violación. Al terminar, hice el intento de vestirme; ella me contuvo:
─Lo otro va por mí, no te preocupes por el dinero.
Luego de un breve descanso me atacó de nuevo. Fue ella quien me descubrió el encanto del sexo, pues la experiencia de semanas atrás en este mismo barrio fue espeluznante. Así, semana tras semana caí en sus manos. Siempre tenía algo nuevo que mostrarme, que enseñar: era una orate. Lo que más le gustaba era ser informada de cómo la recordaba el resto de la semana y cómo lo hacía, con lujo de detalles, lo cual no era un tema desagradable. Se alucinaba al saber de mis placeres solitarios y en especial de la fantasía que rodea a esa práctica; se deleitaba con aspectos morbosos a los cuales prestaba gran atención. Para mantener la salida semanal arrasé mi cría de conejos e hice todo tipo de fechorías: vendí lo invendible, hurté como un cuervo, pero los dos pesos debían estar en mis manos el domingo.
Un día pasó lo que siempre rechacé mentalmente con la inocencia de mi edad, si es que ella dejó algo de eso. Al llegar al bar la encontré aguantada del brazo de un viejecito de edad incalculable, que para colmo vestía traje blanco, sombrero de pajilla y bastón de junco. Mi alma rodó por el suelo, ella lo vio en mis ojos; fue un día cruel. Me arrastró a su cuarto. Más calmado me llamó al orden, me recriminó mis malcriadeces; ella era una ramera y debía doblegarse a cualquier requerimiento. Sé que algo se perdió, me golpeó, y duro. Probé dejarla de ver una semana, no resultó; regresé loco de deseos. Así fue hasta que me fui para la Sierra. Algo debe quedar bien claro: a ella la pasión no la dominó, fui su mascota, tal vez un capricho. Siempre me dolió que, aunque fuese una vez, no me cobrara los malditos dos pesos.
Al regreso las tías nos reciben con la sorpresa de que han preparado una misa para dar gracias por nuestro feliz retorno. No quiero ser hipócrita y declino el derecho a participar. Tengo problemas más espinosos que ese, pues tengo novia sin saberlo. Todos consideran a Norma como un compromiso. Mi madre la ensalza por su proceder. Durante mi ausencia no fue a fiestas, colaboró en algo con el 26 de julio, no coqueteó, ni flirteó con nadie. Yo me preguntaba, ¿y eso qué tiene que ver conmigo?
Meses antes de irme del pueblo bailé con ella un par de veces, la acompañé por el parque, llegué a visitarla a su casa; eso a los curiosos ojos de mis coterráneos le daba una connotación de romance. A mi regreso dos años después, la red se va estrechando más y más. Ella y yo somos llevados a una relación que no me atrae, ni creo que me convenga. Proviene de una acaudalada familia de terratenientes y la Reforma Agraria está a punto de ser firmada. Sé que eso mantiene en ascuas a su abuelo, el gran patriarca, que ya nos mira con malos ojos. Por todas partes nos facilitan encuentros casuales, paseos no previstos. Tengo a mi disposición algo más de una docena de chaperonas y casamenteras. Con sólo dieciséis años veo con horror cualquier intento de cortar mi libertad, creo saludable poner tierra de por medio.
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