Hegel y la sociedad moderna - Charles Taylor - E-Book

Hegel y la sociedad moderna E-Book

Charles Taylor

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Beschreibung

La pretensión, lograda en gran medida por el filósofo británico autor de este ensayo, es vincular el sólido sistema hegeliano con el problema social de nuestro tiempo, así como encontrar correspondencias de enorme significación que interesarán tanto a los estudiosos como a los que apenas se inician en el rigor de la reflexión.

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BREVIARIOSdelFONDO DE CULTURA ECONÓMICA

329

Charles Taylor

Hegel y la sociedad moderna

Traducción deJuan José Utrilla

Primera edición en inglés, 1979 Primera edición en español, 1983    Primera reimpresión, 2014 Primera edición electrónica, 2014

Título original:Hegel and Modern Society © 1979, Cambridge University Press, Cambridge

D. R. © 1983, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2303-4 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

PREFACIO

Este libro es en gran parte una condensación de mi Hegel (C.U.P., 1975). Pero el propósito de la condensación no sólo fue hacer un libro más breve y accesible. El libro es más breve y, espero, más accesible. He omitido el estudio de la lógica de Hegel, acaso la parte de su sistema más difícil de explicar, así como la interpretación de la Fenomenología, y los capítulos sobre arte, religión y filosofía.

El libro más breve tiene, así, un centro de gravedad distinto, y éste es su segundo propósito. Mi objeto no fue producir tan sólo una exposición de Hegel, sino un estudio de las formas en que tiene aplicación e importancia para la filosofía contemporánea. En otras palabras, no sólo he tratado de exponer a Hegel, sino mostrar también cómo sigue dándonos los términos en que reflexionamos sobre algunos problemas contemporáneos. Quizás debiera yo plantear esto más modestamente, diciendo que deseo mostrar cómo Hegel ha ayudado a formar los términos en que pensamos. Pero tal modestia, aunque decorosa, no sería sincera. En realidad, yo pienso que Hegel ha contribuido a la formación de conceptos y modos de pensamiento que son indispensables si queremos ver claramente nuestro camino por medio de ciertos problemas y dilemas modernos. Y esto es lo que deseo argumentar en las páginas siguientes.

El libro se divide en tres capítulos. El primero es enteramente expositorio. Comienza con una mera afirmación de los que considero como los problemas y aspiraciones que compartieron muchos de la generación de Hegel, y continúa con lo que es, en gran parte, una adaptación del capítulo III del Hegel. El segundo capítulo se refiere a la filosofía política de Hegel, y pasa después a una discusión de su pertinencia hoy; se trata de una versión enmendada de Hegel, parte IV. El capítulo final trata de mostrar cómo los problemas y aspiraciones de la época de Hegel continúan, por medio de ciertas modificaciones, aún en nuestro tiempo. Puede verse que se centran en la cuestión de la libertad; yo trato de mostrar cuánto deben a Hegel muchas de nuestras mejores expresiones del tema. Este capítulo reproduce en gran parte el capítulo final de mi obra más extensa.

Reconozco cuán tentativos y fragmentarios son muchos de los puntos que he deseado establecer en el tercer capítulo, y particularmente lo que digo acerca del enfoque del siglo XX a las cuestiones de lenguaje y significado. Lo que digo en forma bosquejada es sumamente discutible. Pero no me siento capaz de presentar en esta etapa una tesis más sólidamente defendible. Estamos llegando hoy a una evaluación más desapasionada y penetrante de lo que es original en las diversas corrientes de la filosofía en el siglo XX. Espero ser capaz de decir algo más coherente sobre esto en otra ocasión.

Pero por el momento, comparto la muy difundida intuición de que algunos de los principales problemas de nuestra filosofía del lenguaje están relacionados con los que complican nuestros conceptos del sujeto humano, y particularmente de la libertad. Y por ello, creo yo, debemos beneficiarnos grandemente de una renovada familiaridad con la obra de Herder, Hegel y Humboldt. Espero que este libro pueda ser de alguna ayuda, al menos con respecto a Hegel.

REFERENCIAS DADAS EN FORMA ABREVIADA

BRelBegriff der Religion, ed. G. Lasson, Leipzig, 1925.DifferenzDifferenz des Fichte’schen und Schelling’schen Systems der Philosophie, ed. G. Lasson, Leipzig, 1928.EGSystem der Philosophie, parte 3: La Filosofía del Espíritu, en SW, x. Las referencias son a los párrafos.ENSystem der Philosophie, parte 2: La Filosofía de la Naturaleza, en SW, ix. Las referencias son a los párrafos.GWDie Germanische Welt, ed. G. Lasson, Leipzig, 1920.PhGPhänomenologie des Geistes, ed. G. Lasson, Hamburgo, 1952.PRGrundlinien der Philosophie des Rechts, ed. J. Hoffmeister, Hamburgo, 1955, o Hegel’s Philosophy of Right, trad. T. M. Knox, Oxford, 1942. Las citas habitualmente son de la edición de Knox. Las referencias son a los párrafos para el texto, y a las páginas de la edición de Knox para el prefacio.SWSämtliche Werke, ed. Hermann Glockner, 20 vols., Stuttgart, 1927-1930.VGDie Vernunft in der Geschichte, ed. J. Hoffmeister, Hamburgo, 1955.WLWissenschaft der Logik, ed. G. Lasson, Hamburgo, 1963.

I. LA LIBERTAD, LA RAZÓN Y LA NATURALEZA

1. EXPRESIÓN Y LIBERTAD

La síntesis filosófica de Hegel tomó y combinó dos corrientes de pensamiento y sensibilidad que surgieron en su época y que siguen siendo de importancia fundamental en nuestra civilización. Para ver por qué el pensamiento de Hegel continúa siendo de interés perenne acaso lo mejor que podamos hacer sea empezar por identificar estas corrientes y reconocer su ininterrumpida continuidad hasta nuestros tiempos.

Ambas fueron reacciones, en la Alemania del siglo XVIII, a la corriente principal del pensamiento de la Ilustración, en particular su variante francesa, y se convirtieron en fuentes de importancia de lo que conocemos como romanticismo.

La primera, a la que deseo llamar “expresivismo”,1 surge del difuso movimiento que conocemos como el Sturm und Drang, aun cuando continúe mucho más allá de sus límites. Su formulación más impresionante aparece en la obra de Herder.

En cierto modo, esto puede considerarse como protesta contra la principal visión ilustrada del hombre: como sujeto y como objeto de un análisis científico objetivador. El enfoque de la objeción iba en contra de una visión del hombre como sujeto de deseos egoístas, al que la naturaleza y la sociedad sólo ofrecían los medios de realización. Era una filosofía utilitaria en su visión ética, atomista en su filosofía social, analítica en su ciencia del hombre, y buscaba una administración social científica para reorganizar el hombre y la sociedad y dar a los hombres la felicidad mediante una adaptación mutua perfecta.

En contra de esto, Herder y otros crearon un concepto distinto del hombre, cuya imagen dominante era, antes bien, la de un objeto expresivo. Se consideró que la vida humana tenía una unidad un tanto análoga a la de una obra de arte, cada una de cuyas partes o aspectos sólo encontraba su significado propio en relación con todas las demás. La vida humana se desenvolvía a partir de algún núcleo central —un tema o inspiración guía— o así debía hacerlo, si no fuese tan a menudo bloqueada y deformada.

Desde este punto de vista, la ciencia analítica ilustrada del hombre no sólo era una parodia del autoentendimiento humano, sino uno de los modos más graves de autodeformación. Ver a un ser humano, como compuesto, en cierto modo, por diferentes elementos, facultades de razón y sensibilidad, o cuerpo y alma, o razón y sentimiento, era perder de vista la unidad viva y expresiva; y hasta el punto en que los hombres trataban de vivir de acuerdo con estas dicotomías, habían de suprimir, mutilar o tergiversar gravemente esa expresión unificada que tenían en ellos para realizar.

Pero esta ciencia no sólo intervenía en la unidad de la vida humana: también aislaba al individuo de la sociedad, y apartaba al hombre de la naturaleza. Pues la imagen de la expresión era central a esta idea no sólo porque le ofrecía el modelo de la unidad de la vida humana, sino también que los hombres alcanzaban su más plena realización en la actividad expresiva. Fue en este periodo cuando el arte, por primera vez, fue considerado como la más alta actividad y realización humana, concepto que ha tenido una parte importante en la formación de la civilización contemporánea. Se unieron estas dos referencias al modelo expresivo: precisamente porque se vio que los hombres alcanzaban su más elevada realización en la actividad expresiva, sus vidas pudieron verse como unidades expresivas.

Pero los hombres son seres expresivos, ya que pertenecen a una cultura; y una cultura es sostenida, alimentada y entregada en una comunidad. La propia comunidad tiene, a su propio nivel, una unidad expresiva. Y una vez más, es una parodia y una deformación considerarla simplemente como instrumento que los individuos emplean (o, idealmente, debieran emplear) para alcanzar sus metas individuales, así como fue para la corriente atomista y utilitaria de la Ilustración.

Por lo contrario, el Volk, como lo describe Herder, es el portador de cierta cultura que sostiene a sus miembros; sólo pueden aislarse ellos mismos al precio de un gran empobrecimiento. Nos encontramos aquí en el punto de partida del nacionalismo moderno, Herder pensó que cada pueblo tenía su propio tema guía peculiar, o manera de expresión, única e irreemplazable, que nunca debía ser suprimida y que jamás podría ser simplemente reemplazada por algún intento de imitar las maneras de otros (así como muchos alemanes cultos habían tratado de imitar a los philosophes franceses).

Éste acaso fuera el aspecto innovador más notable de la concepción expresivista. En cierta manera, parece una retroyección, más allá del pensamiento analítico y atomista de los siglos XVII y XVIII, hasta la unidad de la forma aristotélica, unidad que se desenvuelve conforme se va desarrollando la vida humana. Pero una de las innovaciones importantes que aparecen con la imagen de la expresión es la idea de que cada cultura, y dentro de cada una de ellas también cada individuo, tiene su propia “forma” que realizar, y que ninguna otra puede reemplazarla o sustituirla, ni descubrir su hilo conductor. De esta manera, Herder no sólo es el fundador del nacionalismo moderno, sino también uno de los principales baluartes contra sus excesos, el individualismo expresivo moderno.

El expresivismo también rompió violentamente con la temprana Ilustración, con su concepto de la relación del hombre con la naturaleza. El hombre no sólo es cuerpo y espíritu, sino una unidad expresiva que engloba a ambos, Pero, dado que el hombre como ser corpóreo está en intercambio con todo el Universo, este intercambio a su vez debe considerarse en términos expresivos. Por tanto, ver a la naturaleza tan sólo como un conjunto de objetos de potencial uso humano es cegarnos y cerrarnos ante la mayor corriente de vida que fluye a través de nosotros y de la que somos parte. Como ser expresivo, el hombre ha de recuperar la comunión con la naturaleza, que había sido rota y mutilada por la actitud analítica y disecadora de la ciencia objetivante.

Ésta es una corriente de importancia que surge a finales del siglo XVIII en reacción al empuje principal de la Ilustración francesa. Pero hay otra, que a primera vista parece mostrar una tendencia absolutamente opuesta. Fue una poderosa reacción contra la radical objetivación del pensamiento de la Ilustración, pero esta vez contra la objetivación de la naturaleza humana y en el nombre de la libertad moral.

Si el hombre debía ser tratado como otra pieza de la naturaleza objetivada, ya fuese en introspección o en observación externa, entonces su motivación habría de ser explicada causalmente como todos los demás hechos. Quienes aceptaron esta opinión sostuvieron que esto no era compatible con la libertad, pues, ¿no éramos libres al ser motivados por nuestro propio deseo, fuese causado como fuese? Pero desde el punto de vista de una visión más radical de la libertad, esto era inaceptable. Libertad moral debe significar ser libres de decidir contra toda inclinación, en nombre de lo moralmente justo. Desde luego, esta visión más radical rechazaba al mismo tiempo una definición utilitaria de la moral; lo moralmente justo no podía ser determinado por la felicidad y, por tanto, por el deseo. En lugar de dispersarse por sus diversos deseos e inclinaciones, el sujeto moralmente libre debe poder unirse, por decirlo así, y tomar una decisión acerca de su compromiso total.

Ahora bien, la primera figura en esta revolución de la libertad radical es, incuestionablemente, Immanuel Kant. En ciertos aspectos, Rousseau barruntó la idea, mas la formulación fue de Kant, la de un gigante entre los filósofos que se impuso, entonces como aún ahora. En una obra filosófica tan poderosa y rica en detalle como la filosofía crítica de Kant, el seguir un solo tema ha de considerarse forzosamente como una sobresimplificación, pero no resulta una tergiversación excesiva decir que la definición de esta subjetividad moral radicalmente libre fue una de las principales motivaciones de la filosofía kantiana.

Kant explica su idea de la libertad moral en su segunda Crítica. La moral debe quedar enteramente separada de la motivación de felicidad o placer. Un imperativo moral es categórico; nos ata incondicionalmente. Pero todos los objetos de nuestra felicidad son contingentes; ninguno de ellos puede ser la base de tan incondicional obligación. Ésta sólo puede encontrarse en la propia voluntad, en algo que nos ata porque somos lo que somos, es decir, voluntades racionales, y por ninguna otra razón.

Por ello, Kant arguye que la ley moral debe ser obligatoria a priori; y esto significa que no puede depender de la naturaleza particular de los objetos que deseamos o de los actos que proyectamos, sino que debe ser puramente formal. Es decir, una ley formalmente necesaria, cuya contradicción sería autocontradictoria, es obligatoria para una voluntad racional. El argumento de que aquí se vale Kant ha sido muy disputado, y al parecer con razón; el recurso kantiano a leyes formales que, sin embargo, dan una respuesta determinada a la pregunta de lo que debemos hacer, siempre ha parecido, un poco, como encontrar la cuadratura del círculo. Pero el meollo apasionante de esta filosofía moral, cuya influencia ha sido inmensa, es la idea radical de la libertad. Al ser determinado por una ley puramente formal, que me obliga simplemente qua voluntad racional, declaro mi independencia, por decirlo así, de todas las consideraciones y motivos racionales y de la causalidad natural que las rige. “Semejante independencia, empero, se llama libertad en el sentido más estricto, es decir, trascendental” (Crítica de la razón práctica, libro I, sec. 5). Soy libre en un sentido radical, autodeterminante no como ser natural, sino como pura voluntad moral.

Ésta es la idea central y exaltante de la ética de Kant. Vida moral es equivalente a libertad, en este sentido radical de autodeterminación por la voluntad moral. A esto se llama “autonomía”. Toda desviación de ella, toda determinación de la voluntad por alguna consideración externa, alguna inclinación, aun de la más gozosa benevolencia; alguna autoridad, así sea tan elevada como el propio Dios, es condenada como heteronomía. El sujeto moral debe actuar no sólo justamente, sino por el motivo justo, y el motivo justo sólo puede ser su respeto a la propia ley moral, esa ley moral que se da a sí mismo como voluntad racional.

Esta visión de la vida moral no sólo produjo la exaltación de la libertad, sino también un sentimiento modificado de piedad o pavor religioso. De hecho, el objeto de ese sentimiento cambió. Lo numinoso que inspiraba temor no era tanto Dios como la propia ley moral, el mando autoconferido de la Razón. Así, se pensó que los hombres se acercaban más a lo divino, a lo que impone respeto incondicional, no cuando rendían culto, sino cuando actuaban en libertad moral.

Pero esta doctrina austera y exaltante exige un precio. La libertad se define en contraste con la inclinación, y es claro que Kant considera la lucha moral como una lucha perpetua, pues el hombre como ser natural debe depender de la naturaleza, y por tanto tiene deseos e inclinaciones que, precisamente porque dependen de la naturaleza, no puede esperarse que coincidan con las demandas de la moral que tiene su fuente, absolutamente distinta, en la razón pura (libro 7, parte III, 149). Pero, lo que es más, tenemos la difícil sensación de que una paz definitiva entre la razón y la inclinación tendría más pérdida que ganancia; pues, ¿qué sería de la libertad si no hubiese más contraste? Kant nunca resolvió realmente este problema, pero pudo evitar enfrentársele con tanta más facilidad cuanto que claramente creyó que un estado de santidad, tal como lo llamó, donde la posibilidad misma de un deseo que nos moviese a desviarnos de la ley moral ya no podría surgir, era imposible en este valle de lágrimas. Antes bien, creyó que nos enfrentamos a la interminable tarea de luchar por acercarnos a la perfección. Mas para sus sucesores, éste se volvió un punto de aguda tensión. Pues fueron poderosamente atraídos tanto por la libertad radical de Kant cuanto por su expresiva teoría del hombre.

Reflexionando, se ve que esto no es muy sorprendente; había profundas afinidades entre las dos opiniones. La teoría expresiva nos señala una realización del hombre en la libertad, que es precisamente una libertad de autodeterminación, y no una simple independencia de toda intervención externa. Pero la visión más elevada, pura e intransigente de la libertad autodeterminante fue la de Kant. No es de sorprender que produjera vértigos a toda una generación. Fichte claramente plantea la elección entre dos fundamentos para la filosofía, basado uno de ellos en la subjetividad y la libertad, el otro en la objetividad y la sustancia, y se decide categóricamente por el primero. Si la realización del hombre sería la de un sujeto autodeterminante, y si subjetividad significaba claridad ante sí mismo, la autoposesión en la razón, luego la libertad moral a la que nos llamaba Kant había de ser considerada como una cúspide.

Pero las líneas de afinidad también corrían en sentido contrario. La libertad kantiana de autodeterminación exigía una consumación; había de esforzarse por rebasar los límites en que se encontraba, y volverse determinante de todo. No puede satisfacerse con las limitaciones de una libertad interna y espiritual, sino que debe tratar de imprimir su propósito también a la naturaleza. Debe volverse total. En todo caso, así fue como esta seminal idea fue considerada por la generación joven que en su periodo formativo recibió los escritos críticos de Kant, a la que llenó de entusiasmo esta idea, sin importarle lo que hubiesen pensado cabezas más viejas y más prudentes.

Pero junto con esta profunda afinidad entre las dos opiniones que tendían a atraer las mismas personas a sus órbitas, había también un obvio choque. La libertad radical sólo parecía posible al costo de un apartarse de la naturaleza, de una división de sí mismo entre razón y sensibilidad, más radical que nada que hubiese pensado la materialista y utilitaria Ilustración, y por tanto una separación de la naturaleza externa, de cuyas leyes causales el hombre libre debe ser radicalmente independiente, aun cuando fenomenológicamente su conducta parezca conformarse a ellas. El sujeto radicalmente libre era arrojado de vuelta a sí mismo, y al parecer a su ego, en oposición a la naturaleza y la autoridad externa, y a una decisión en que los otros no tenían cabida.

Para los intelectuales alemanes jóvenes, y algunos ya no tan jóvenes del decenio de 1790, estas dos ideas, expresión y libertad radical, adquirieron una fuerza enorme. Nació parcialmente, sin duda, de los cambios de la sociedad alemana que hacían sentir con mayor agudeza lo necesario de una nueva identidad. Pero la fuerza se multiplicó muchas veces por la sensación de que el antiguo orden estaba descomponiéndose y de que otro nuevo estaba naciendo, surgido de la repercusión de la Revolución francesa. El hecho de que esta Revolución comenzara, después del Terror, a provocar sentimientos ambivalentes y aun hostilidad entre quienes fueran sus admiradores, no hizo nada por aplacar esta sensación de apremio. Por lo contrario, se sintió que una gran transformación era a la vez necesaria y posible, y esto despertó esperanzas que en otras épocas habrían parecido extravagantes. Se sintió que era inminente un gran rompimiento, y si, por causa de la situación en Alemania y el giro dado por la Revolución francesa, esta esperanza pronto abandonó la esfera política, tanto más intensamente se le sintió en la esfera de la cultura y la conciencia humana. Y si Francia era la patria de la revolución política, ¿dónde, si no en Alemania, podría realizarse la gran revolución espiritual?

La esperanza era que los hombres llegaran a unir ambos ideales, libertad radical y plenitud expresiva. Por causa de las afinidades antes mencionadas, fue casi inevitable que si una de ellas fue profunda y poderosamente sentida, también lo fuera la otra. Los miembros de la generación más vieja podían mantenerse apartados de uno o de otro; así, Herder nunca se entusiasmó por el giro crítico del pensamiento de Kant; aun cuando ambos hubieran sido amigos durante la época de estudiante de Herder en Königsberg, se separaron bastante durante el decenio de 1780. Herder sólo vio en la exploración trascendental de Kant una teoría más que dividía al sujeto. Por su parte, Kant pareció desdeñar la filosofía de la historia de Herder, y al parecer no sintió gran atracción hacia esta poderosa afirmación de la teoría expresiva.

Pero fueron sus sucesores, la generación de 1790 a la que perteneció Hegel, los que se lanzaron a la tarea de unir estas dos corrientes. Esta síntesis fue el principal objeto de la primera generación romántica de Fichte y Schelling, de los Schlegel, de Hölderlin, Novalis y Schleiermacher; y de hombres de mayor edad, que en realidad no eran románticos, especialmente Schiller.

Los términos de la síntesis fueron identificados de diversas maneras. Para el joven Friedrich Schlegel, la tarea consistía en unir a Goethe con Fichte: la poesía del primero representaba lo más excelso en belleza y armonía, la filosofía del último sería la afirmación más plena de la libertad y sublimidad del yo. Otros, como Schleiermacher y Schelling, hablaron de unir a Kant con Spinoza.

Pero una de las maneras más comunes de plantear el problema fue en términos de historia, como problema de unir lo más grande de la vida antigua y de la moderna. Encontramos esto en Schiller, Friedrich Schlegel, el joven Hegel, Hölderlin y muchos otros. Para muchos alemanes del siglo XVIII, los griegos representaban un paradigma de perfección expresivista. Esto es lo que ayuda a explicar el inmenso entusiasmo que por la Grecia antigua reinó en Alemania en la generación que siguió a Winckelmann. Supuestamente, la Grecia antigua había alcanzado la unidad más perfecta entre la naturaleza y la más elevada forma expresiva humana. Ser humano ocurría con toda naturalidad, por decirlo así; pero esta hermosa unidad murió. Y, más aún, tenía que morir, pues éste era el precio del avance de la razón a aquella etapa superior de claridad ante sí misma que es esencial para nuestra realización como seres radicalmente libres. Como lo dijo Schiller (La educación estética del hombre, 6ª carta, párrafo 11), el “intelecto era inevitablemente compelido… a disociarse de sentimiento e intuición en un intento por llegar a un entendimiento discursivo exacto”, y más adelante (párrafo 12), “Si las múltiples potencialidades del hombre nunca llegasen a desarrollarse, no habría más remedio que enfrentarlas unas contra otras”.

En otras palabras, la hermosa síntesis griega tuvo que morir porque el hombre se había dividido internamente para crecer. En particular, el desarrollo de la razón y por tanto de la libertad radical requirió un apartarse de lo natural y lo sensible. El hombre moderno tenía que estar en guerra consigo mismo. El sentido de que la perfección del modelo expresivo no bastaba, que habría que unirse con la libertad radical, quedó claramente marcado en este cuadro de la historia por la captación de que la pérdida de la unidad primigenia era inevitable, y que era imposible el retorno. Y si la abrumadora nostalgia por la perdida hermosura de Grecia no se desbordó de sus límites, ello fue porque se canalizó en un proyecto de retorno.

Había sido necesario el sacrificio para desarrollar al hombre a su autoconciencia más plena y a su libre autodeterminación. Pero aun cuando no había esperanzas de retorno, sí había esperanza, en cuanto el hombre hubiese desarrollado cabalmente su razón y sus facultades, de una síntesis superior en que quedarían unidas la unidad armoniosa y la autoconciencia plena. Si la temprana síntesis griega había sido irreflexiva —y tuvo que serlo, pues la reflexión empieza por dividir al hombre dentro de sí mismo—, entonces la nueva unidad incorporaría plenamente la conciencia reflexiva conquistada, en realidad sería producida por esta conciencia reflexiva. En el Fragmento de Hiperión, Hölderlin lo dice así:

Hay dos ideales de nuestra existencia: uno es una condición de la mayor simplicidad, donde nuestras necesidades se acuerdan entre sí con nuestros poderes y con todo aquello con lo que estamos relacionados, precisamente por la organización de la naturaleza, sin ninguna acción de nuestra parte. El otro es una condición de la más alta cultura, donde este acuerdo se producirá entre necesidades y poderes infinitamente diversificados y fortalecidos por la organización que podemos darnos a nosotros mismos.

El hombre es llamado a avanzar por un sendero que va de la primera de estas condiciones a la segunda.

Esta visión espiral de la historia, donde volvemos no a nuestro punto de partida, sino a una superior variante de unidad, expresó al mismo tiempo el sentido de oposición entre los dos ideales y la demanda, que llegaba a encenderse en esperanza, de que ambos se unieran. Se consideró que las primeras tareas del pensamiento y la sensibilidad eran la superación de las profundas oposiciones que habían sido necesarias, pero que ya habían quedado atrás. Éstas eran las oposiciones que más agudamente expresaban la división entre los dos ideales de libertad radical y expresión integral.

Eran: la oposición entre pensamiento, razón y moralidad, por un lado, y deseo y sensibilidad, por el otro; la oposición entre la más plena libertad autoconsciente, por una parte, y la vida en la comunidad, por la otra; la oposición entre la conciencia propia y la comunión con la naturaleza, y, por encima de esto, la separación de la subjetividad finita de la vida infinita que corría a través de la naturaleza, la barrera entre el sujeto kantiano y la sustancia spinozista.

¿Cómo había de lograrse esta gran reunificación? ¿Cómo combinar la mayor autonomía moral con una comunión plenamente restaurada con la gran corriente de la vida que hay dentro y fuera de nosotros? A la postre, esta meta sólo es alcanzable si concebimos que la naturaleza misma tiene alguna clase de fundamento en el espíritu. Si el más alto aspecto espiritual del hombre, su libertad moral, ha de entrar en una armonía que no sólo sea pasajera y accidental con su ser natural, entonces la naturaleza misma ha de tender a lo espiritual.

Y mientras pensemos en la naturaleza como fuerzas ciegas o hechos brutos, entonces nunca podrá fundirse con lo racional y autónomo del hombre. Hemos de escoger entre una capitulación al naturalismo, o contentarnos con un acuerdo ocasional y parcial dentro de nosotros, conquistado por un incansable esfuerzo, y constantemente amenazado por la presencia enorme de la naturaleza no transformada que nos rodea y con la que estamos en intercambio constante e inevitable. Si las aspiraciones a la libertad integral y a la unidad expresiva integral con la naturaleza han de alcanzarse plenamente, si el hombre ha de ser uno con la naturaleza que hay en sí mismo y en el cosmos, sin dejar por ello de ser plenamente un sujeto autodeterminante, entonces es necesario, primero, que mi básica inclinación natural espontáneamente tienda a la moralidad y la libertad; y más que esto, como soy parte dependiente de un orden general de la naturaleza, es necesario que todo este orden que hay dentro y fuera de mí tienda por sí mismo hacia objetivos espirituales, tienda a realizar una forma en que pueda unirse con la libertad subjetiva. Si yo he de seguir siendo un ser espiritual, y sin embargo no opuesto a la naturaleza en mi intercambio con ella, entonces este intercambio debe ser una comunión en que yo entre en relación con algún ser o fuerza espiritual.

Pero esto quiere decir que la espiritualidad, tendiendo a alcanzar objetivos espirituales, es parte de la esencia de la naturaleza. La subyacente realidad natural es un principio espiritual que lucha por realizarse.

Ahora bien, plantear un principio espiritual subyacente en la naturaleza es casi como plantear un sujeto cósmico. Y esto se convierte en fundamento de una variedad de las cosmovisiones románticas, algunas de las cuales llegaron a expresarse en el pensamiento en evolución del joven Schelling.

Pero el simple planteamiento de una subjetividad cósmica no basta. Por ejemplo, varias visiones panteístas consideran que el mundo emana de un espíritu o alma. Mas el panteísmo no puede echar la base para unir la autonomía y la unidad expresiva.

Pues el hombre sólo es parte infinitesimal de la vida divina que corre por toda la naturaleza. La comunión con el Dios de la naturaleza sólo significaría ceder ante la gran corriente de la vida y abandonar la autonomía radical. Por tanto, el concepto de esta generación, alimentada en Herder y en Goethe, no fue un simple panteísmo, sino, antes bien, una variante de la idea renacentista del hombre como microcosmos. El hombre no sólo es una parte del universo; de otra manera, refleja el total: el espíritu que se expresa en la realidad externa de la naturaleza llega a su expresión consciente en el hombre. Ésta fue la base de la primera filosofía de Schelling, cuyo principio fue que la vida creadora de la naturaleza y el poder creador del pensamiento eran uno solo.2 De allí, como lo ha señalado Hoffmeister, las dos ideas básicas que vemos recurrir en formas distintas desde Goethe hasta los románticos y Hegel: que realmente sólo podemos conocer la naturaleza porque somos de la misma sustancia, que, en realidad, sólo conocemos apropiadamente la naturaleza cuando tratamos de comulgar con ella, no cuando tratamos de dominarla o de disecarla para someterla a las categorías del entendimiento analítico;3 y, en segundo lugar, que conocemos a la naturaleza porque en cierto sentido estamos en contacto con lo que la creó, la fuerza espiritual que se expresa a sí misma en la naturaleza.

Pero, entonces, ¿cuál es nuestra relación, como espíritus finitos, con esta fuerza creadora subyacente en toda la naturaleza? ¿Qué significa decir que es una con el poder creador del pensamiento que hay en nosotros? ¿Sólo significa que éste es el poder de reflejar, en la conciencia, la vida que ya está completa en la naturaleza? Pero entonces, ¿en qué sentido sería compatible esto con la libertad radical? La razón no sería fuente autónoma de normas para nosotros; antes bien, nuestras más altas realizaciones consistirían en expresar fielmente un orden superior al que pertenecemos. Si ha de salvarse la aspiración a la autonomía radical, hay que llevar más adelante la idea del microcosmos, hasta la idea de que la conciencia humana no sólo refleja el orden de la naturaleza, sino que lo completa o lo perfecciona. Según esta idea, el espíritu cósmico que se desenvuelve en la naturaleza está esforzándose por completarse en un autoconocimiento consciente, y la sede de esta autoconciencia es el espíritu del hombre.

Así, el hombre no se limita a reflejar una naturaleza completa en sí misma. Antes bien, es el vehículo por el cual el espíritu cósmico lleva a su consumación una autoexpresión cuyos primeros intentos se encuentran ante nosotros en la naturaleza. Así como, según la idea expresivista, el hombre alcanza su realización en una forma de vida que también es una expresión de autoconciencia, también aquí el poder subyacente en la naturaleza, como espíritu, alcanza su más alta expresión en la conciencia de sí mismo. Pero esto no se logra en algún ámbito trascendente más allá del hombre. De serlo así, entonces la unión con el espíritu cósmico requeriría que el hombre subordinase su voluntad a un ser superior, que aceptase la heteronomía. Antes bien, el espíritu alcanza esta conciencia de sí mismo en el hombre.

Así, mientras la naturaleza tiende a realizar el espíritu, es decir, la conciencia de sí misma, el hombre como ser consciente tiende a una captación de la naturaleza en que la verá como espíritu, y como formando uno solo con su propio espíritu. En este proceso, los hombres llegan a un nuevo entendimiento de sí mismos: no sólo se ven como fragmentos individuales del universo sino, antes bien, como vehículos del espíritu cósmico. Y aquí los hombres pueden alcanzar de una sola vez la mayor unidad con la naturaleza, es decir, con el espíritu que se desenvuelve a sí mismo en la naturaleza, y la más plena autoexpresión autónoma. Ambos deben unirse, ya que la identidad básica del hombre es un vehículo del espíritu.

Una concepción semejante del espíritu cósmico, si podemos encontrarle sentido, es la única que puede lograr la cuadratura del círculo, por decirlo así, que puede aportar la base de una unión entre lo finito y el espíritu cósmico que satisfaga el requerimiento de que el hombre debe estar unido al todo sin sacrificar por ello su autoconciencia y voluntad autónoma. Y fue algo parecido lo que la generación de los románticos trató de alcanzar, y que Schelling intentó definir en su idea de la identidad entre la vida creadora que hay en la naturaleza y la fuerza creadora del pensamiento, y en fórmulas como “la naturaleza es espíritu visible, y el espíritu, naturaleza invisible”.

Ahora bien, fue una idea de esta índole la que Hegel, a la postre, desechó. El Espíritu de Hegel, o Geist, aunque frecuentemente llamado “Dios” y aunque Hegel afirmara estar aclarando la teología cristiana, no es el Dios del teísmo tradicional, no es un Dios que pueda existir en completa independencia de los hombres, aun si los hombres no existieran, como el Dios de Abraham, Isaac y Jacob antes de la creación. Por lo contrario, es un espíritu que vive como espíritu tan sólo a través de los hombres. Ellos son los vehículos, los vehículos indispensables, de su existencia espiritual, como conciencia, racionalidad, voluntad. Pero al mismo tiempo, el Geist no es reductible a hombre; no es idéntico al espíritu humano, ya que también es la realidad espiritual subyacente en el universo en su totalidad, y como ser espiritual tiene propósitos y alcanza fines que no pueden atribuirse a espíritus finitos qua finitos, sino a los que, por lo contrario, los espíritus finitos sirven. Para el Hegel maduro, el hombre llega a sí mismo, a la postre, cuando se considera como el vehículo de un espíritu más grande.

Para este punto de vista, la síntesis de Hegel puede considerarse como una realización de la ambición fundamental de la generación romántica. Y esto puede parecer al principio un tanto sorprendente, ya que, con razón, no consideramos romántico a Hegel. Antes bien, sabemos que es uno de los críticos más agudos de la generación romántica.

Pero esta paradoja pronto puede disiparse. Me gustaría afirmar que esta ambición de combinar la mayor autonomía racional con la más grande unidad expresiva también era central en el esfuerzo filosófico de Hegel. En esto, Hegel se unió a sus contemporáneos románticos. Lo que les separa es que Hegel siguió un sendero distinto para alcanzar esta meta. Y es precisamente esta diferencia la que hace que su esfuerzo por alcanzar esta síntesis, quizás imposible, sea el más impresionante y continuamente fructífero de tal época.

Lo que separa a Hegel de sus contemporáneos románticos es su insistencia en que la síntesis se logre por medio de la razón. Para muchos pensadores de la generación romántica, ésta pareció una exigencia imposible; pues la razón era precisamente lo que analizaba, lo que segmentaba la realidad para hacerla comprensible. El pensamiento racional parece esencialmente dedicado a dividir y a marcar distinciones. Para unir el sujeto finito con el infinito, parecía más apropiado poner nuestras esperanzas en la intuición, en alguna captación inmediata y sintetizadora del todo; o buscar la expresión de esta síntesis renovada en el arte, y no en el discurso segmentado de la filosofía (como Schelling pareció hacerlo en una de sus formulaciones).

Si el pensamiento racional pareció un medio imposible para la síntesis de sujeto y totalidad, desde otro punto de vista también pareció un vehículo inadecuado para la libertad subjetiva. Sin duda, era demasiado limitador. Lo racional mantiene al pensamiento dentro de ciertos límites fijos: la realización más plena de la libertad infinita e ilimitada del sujeto era, antes bien, la imaginación libre de toda traba, la capacidad de permanecer al margen de cualesquiera de sus creaciones y trascenderlas con alguna nueva invención. Algo de esto subyace en la idea de “ironía” de Friedrich Schlegel; y la misma infinita fecundidad de transformaciones parece recurrir en el “idealismo mágico” de Novalis.

Hegel rechaza firmemente estas tentaciones de abandonar la razón. Ve claramente que ceder a ellas es hacer desesperada, desde el principio, toda la empresa de una síntesis entre libertad y unidad expresiva. Si nuestra unidad con el principio cósmico había de lograrse abandonando la razón, mediante alguna intuición inarticulable en términos racionales, entonces, de hecho, habríamos sacrificado lo esencial. Pues la plena claridad del pensamiento racional es la esencia de la libertad autodeterminante que se obtiene, después de todo, donde la razón pura dicta la ley. Alcanzar una unidad con la naturaleza en la intuición pura, de la que no pueda darse una explicación racional, es perderse en la gran corriente de la vida, y ésta no es una síntesis entre autonomía y expresión, sino una capitulación en la que cedemos la autonomía. Es indistinguible de un retorno a la unidad original que fue rota por la reflexión, en lugar de ser la más alta síntesis a la que asciende la espiral.

O, asimismo, la idea de que la libertad del sujeto reside en algún poder creador infinitamente original contradice los requerimientos de una unión completa de autonomía y expresión de subjetividad y naturaleza. Una subjetividad incansablemente inspirada para crear nuevas formas es una que, por definición, nunca puede alcanzar la expresión integral, nunca puede encontrar una forma que verdaderamente la exprese. Este ideal romántico del cambio infinito está inspirado, a la postre, por la filosofía de Fichte, de un anhelo infinito, y comparte la misma inadecuación a la que Hegel castigará con el término de “mala infinitud”.

Esta noción romántica de la ironía, argüirá Hegel en sus conferencias sobre estética,4 niega la seriedad última de cualesquiera de las expresiones externas del espíritu, ninguna de las cuales tiene significado antes del “Yo” infinitamente creador. Pero este “Yo” al mismo tiempo está buscando, de hecho anhelando, una expresión externa, y así la triunfante autoafirmación de la ironía cede ante el sentido de pérdida, de nostalgia (Sehnsucht),5 ante el retiro del mundo como abandonado por el espíritu, que muchos románticos experimentaron y que Hegel caracteriza en el retrato del “alma bella”. En opinión de Hegel, hay un eslabón interno entre la pretensión romántica de creatividad ilimitada y su experiencia del mundo como abandonado por Dios, que Hegel combate constantemente en nombre de su propia visión de la racionalidad de lo real.

En un sentido, podemos argüir que esta deserción de la razón explica la oscilación del pensamiento romántico entre un abandono semipanteísta a la comunión con la naturaleza, la historia o Dios en un extremo, y un agudo sentido del destino solitario del sujeto en un mundo abandonado por Dios, en el otro. Hegel atacará enérgicamente ambas manifestaciones.

Pero haber mostrado que la solución romántica no es viable no es haber resuelto el problema. Por lo contrario, fácilmente pueden tomarse esas reflexiones por desesperación de lograr la síntesis, ya que si las objeciones de Hegel al abandono de la razón por los románticos son convincentes, las objeciones de ellos a la razón aún parecen fundadas.

Hegel emprende entonces responder a estas objeciones; y sus luchas con ellos surgen en algunos de los temas importantes y recurrentes de su obra. Las exigencias de la libertad como actividad infinita, por una parte, y como ordenadas por la razón, por la otra, quedan reconciliadas en su concepto de la infinitud, que incorpora lo finito y que vuelve a sí misma como un círculo.

Y el choque entre la razón como analítica y divisora y las exigencias de la unidad expresiva hacen surgir la distinción de Hegel entre entendimiento y razón. “Entendimiento” tiene para Hegel todos los rasgos atribuidos a la racionalidad en la polémica romántica; distingue y divide. Pero “Razón” es un modo superior de pensamiento que, de algún modo, vuelve a poner en marcha todas estas distinciones y nos lleva a la unidad unificadora.

Aquí, la solución de Hegel consiste en convenir en que la racionalidad envuelve una clara conciencia de las distinciones: entre sujeto y objeto, entre yo y otro, entre racional y afectivo. Pero saldrá al paso de la objeción romántica insistiendo en que la síntesis última debe incorporar división tanto como unidad. En el lenguaje de la Differenz de 1801, “el Absoluto… es la identidad de identidad y no identidad; oposición y unidad se hallan unidas en él” (77).

Pero podemos vernos tentados a preguntar, ¿cómo es esto una solución? Parece indistinguible de un reconocimiento de que el problema es insoluble. ¿Qué significa combinar oposición y unidad? ¿Está Hegel simplemente jugando con las palabras para hacer que lo impensable parezca necesariamente cierto, como han sostenido algunos de sus críticos hostiles? Para responder a esto hemos ahora de considerar los principales lineamientos de la síntesis filosófica de Hegel.

2. EL SUJETO ENCARNADO

Como intento de realizar la síntesis entre autonomía racional y unidad expresiva, la obra de Hegel intenta superar las oposiciones en que estos dos términos, en una forma u otra, parecen enfrentarse, así como en nosotros la oposición entre libertad y naturaleza, o la que existe entre individuo y sociedad; esta brecha, aparentemente incalmable entre el sujeto cognoscente y su mundo, o la aún más incalmable entre el espíritu finito y el infinito, entre el hombre y Dios.

En armonía con la visión espiral de la historia, mencionada en la última sección, Hegel sostiene que cada una de estas oposiciones se vuelve inicialmente más aguda conforme se desarrolla el hombre, pero que, cuando llegan a su desarrollo más pleno, los términos llegan a una reconciliación de sí mismos. Y “reconciliación” no significa simplemente “anulación”. No se trata de retornar a nuestra condición primitiva anterior a la separación de sujeto y naturaleza. Por lo contrario, su aspiración es conservar los frutos de la separación, la conciencia racional libre, reconciliando esto con la unidad, es decir, con la naturaleza, la sociedad, Dios y aun con el destino o el curso de las cosas.

Esto es tanto más necesario cuanto que la filosofía desempeña un papel decisivo, en realidad indispensable, al revelar esta reconciliación, al traerla a nuestra conciencia; y por tanto, también al realizarla, porque en este caso la realización y la autoconciencia no pueden separarse, como más adelante lo veremos.

Pero, ¿cómo han de reconciliarse estas oposiciones, cuando cada término sólo cobra sentido al estar en oposición con el otro? Pues éste es, en realidad, el problema. El hombre sólo alcanza su autoconciencia, su autonomía racional al separarse de la naturaleza, de la sociedad, de Dios y del destino; sólo conquista su libertad interna disciplinando el impulso natural que hay en sí mismo, rompiendo con la corriente no pensante de la costumbre social, desafiando la autoridad de Dios y del soberano, negándose a aceptar los decretos del destino. Y Hegel ve esto muy claramente, y por ello repudia todo intento de simplemente anular las oposiciones y retornar a la unidad primitiva.

La respuesta de Hegel es que cada término de estas dicotomías básicas, al ser cabalmente comprendido, muestra que no sólo se opone sino que es idéntico a su opuesto. Y cuando examinamos las cosas más profundamente vemos que esto es así, porque en su base las relaciones mismas de oposición e identidad están inseparablemente vinculadas entre sí. No se les puede distinguir absolutamente, porque ninguna puede existir por sí sola, es decir, mantenerse como la única relación que se sostiene entre una pareja dada de términos. Antes bien, se encuentran en una especie de relación circular. Una oposición surge de una anterior identidad, y esto es así por necesidad; la identidad no puede sostenerse por sí sola, sino que ha de engendrar oposición. Y de esto se sigue que la oposición no es simplemente oposición; la relación de cada término con su opuesto es peculiarmente íntima. No sólo está relacionada con otro, sino con su otro, y esta identidad oculta necesariamente se reafirmará en una recuperación de la unidad.

Por ello sostiene Hegel que el punto de vista ordinario de la identidad debe ser abandonado, en filosofía, en favor de una manera de pensar que puede llamarse dialéctica, ya que nos presenta algo que no puede captarse en una sola proposición o serie de proposiciones, que no viola el principio de no contradicción: – (p. – p). El conjunto mínimo que, de hecho, puede hacer justicia a la realidad es de tres proposiciones, que A es A, que A también es –A; y que –A muestra, después de todo, ser A.

Hegel afirma que captar esta verdad de especulación es ver cómo la subjetividad libre se sobrepone a su oposición con la naturaleza, la sociedad, Dios y el destino. Ésta es una tesis que hace dar vueltas a la cabeza. ¡Tantas cosas de importancia para el hombre parecen depender de lo que a primera vista habíamos creído que era simple prestidigitación verbal! ¿Qué significa jugar tan desenvueltamente con “identidad” y “oposición”, “identidad” y “diferencia”? ¿Qué es lo que afirma exactamente esta tesis, y cómo se apoya?

Para ver de qué está hablando Hegel hemos de comprender su idea de Geist, o espíritu cósmico. Lo que parece extraño en abstracto, cuando hablamos de “identidad” y “diferencia” tout court, lo parece menos cuando lo aplicamos al Geist. Ahora, el modelo básico del espíritu infinito es aportado por el sujeto para el Hegel maduro.

Antes de ver cómo este término se aplica a Geist vale la pena examinar cuál es el concepto hegeliano del sujeto. Y esto es tanto más necesario cuanto que su noción es importante, filosóficamente, por su propio derecho, es decir, como concepto del sujeto humano que rompe con el dualismo que había llegado a ser dominante en la filosofía, desde Descartes, tanto entre racionalistas como entre empiristas.6

El concepto de Hegel se basa en la teoría expresivista, que fue desarrollada por Herder y otros. Como hemos visto, esto aportó, de nuevo, las categorías aristotélicas en que vemos al sujeto, el hombre, realizar una cierta forma; pero también añadió otra dimensión, ya que considera esta forma realizada como expresión, en el sentido de clarificación, de lo que el sujeto es, algo que no podría ser conocido de antemano. Es la unión de estos dos modelos, la forma aristotélica y la expresión moderna, la que nos capacita a hablar aquí de autorrealización.

La teoría del sujeto de Hegel fue una teoría de autorrealización. Y como tal, fue radicalmente antidualista; pues esta teoría expresivista se opone al dualismo de la filosofía poscartesiana (incluso al empirismo), y ello por las dos ramas de su descendencia. Este dualismo veía al sujeto como centro de la conciencia, percibía al mundo exterior y a sí mismo; tal centro era inmaterial, y por tanto heterogéneo del mundo del cuerpo, incluyendo al propio cuerpo del sujeto. Las funciones “espirituales” del pensamiento, la percepción, el entendimiento, etcétera, se atribuyen a este ser no material. Y este “espíritu” a veces es considerado como perfectamente autotransparente, es decir, capaz de ver con toda claridad sus propios contenidos o “ideas” (ésta parece haber sido la visión de Descartes).

Ahora bien, en primer lugar, esta visión no deja lugar a la vida tal como se comprende según la tradición aristotélica, la vida como forma autoorganizadora, automantenedora, que sólo puede operar en su encarnación material y por tanto es inseparable de ella. Esta clase de vida desaparece en el dualismo, ya que toda su naturaleza consiste en colmar la brecha que el dualismo abre. Es material, y sin embargo, en el mantenimiento de la forma muestra el tipo de propósito y aun a veces la inteligencia que solemos asociar al espíritu. Nos sentimos tentados a pensar que los seres vivos “explican” su entorno, precisamente por causa de la adaptación inteligente que pueden hacer a situaciones nuevas.

El dualismo, por otra parte, atribuye todas estas funciones de la inteligencia a un espíritu que es heterogéneo del cuerpo, de modo que la materia queda como algo que debe comprenderse de modo puramente mecanicista. De esta manera, el dualismo cartesiano-empirista establece un nexo importante con el mecanicismo. Descartes solía dar explicaciones mecanicistas de la fisiología, y la moderna psicología mecanicista está íntimamente afiliada, históricamente, al empirismo. Es un dualismo con uno de los términos suprimidos.

Pero la moderna tentación del dualismo surge en un clima filosófico muy distinto del de Aristóteles. Se alimenta, en parte, en un concepto de la voluntad que nos llega de raíces judeocristianas y es ajeno al pensamiento griego; crece con la idea moderna de un sujeto que se define a sí mismo. En suma, está vinculado con las modernas preocupaciones por la racionalidad pura y la libertad radical. Y como hemos visto, Hegel no sintió ningún deseo de apartar todo esto y retornar a una fase anterior.

Y es en realidad cuando enfocamos el pensamiento puro, en la actividad reflexiva del espíritu al ponderar algún problema de la ciencia o las matemáticas, al deliberar sobre algún principio de la moral, cuando el espíritu parece más libre de todo control externo; en cierto sentido, por ejemplo, no parece ser en nuestra vida emocional. Es en este ámbito donde la tesis del dualismo parece más plausible. Aunque yo pueda vacilar en localizar mi rabia contra el enemigo, que puedo “sentir” en mi cuerpo, en algún refugio desencarnado, ¿dónde más puedo colocar mis reflexiones puramente internas sobre un problema de lógica, o sobre una cuestión de conducta moral?

Es aquí donde cobra pertinencia el otro aspecto de la teoría expresiva. No debe sorprendernos que Herder desarrollara una teoría expresiva del lenguaje junto con la teoría expresiva del hombre, en realidad, como parte esencial de ella. En esta teoría, las palabras tienen significado no simplemente porque llegan a ser utilizadas para señalar o referir ciertas cosas en el mundo o en el espíritu sino, más fundamentalmente, porque expresan o encarnan cierto tipo de conciencia de nosotros mismos y de las cosas, peculiar al hombre como usuario de un lenguaje, para lo cual Herder empleó la palabra “reflexividad” (Besonnenheit). El lenguaje no sólo es considerado como conjunto de signos, sino como medio de expresión de cierta manera de ver y de experimentar; en tal papel, es continuo con el arte. Por tanto, no puede haber pensamiento sin lenguaje, y, en realidad, los lenguajes de los diversos pueblos reflejan sus distintas visiones de las cosas.

Por ello, esta teoría de la expresión también es antidualista. No hay pensamiento sin lenguaje, arte, gesto o algún medio externo. Y el pensamiento es inseparable de su medio, no sólo en el sentido de que el primero no podría existir sin el segundo, sino también en que el pensamiento es moldeado por su medio; es decir, lo que desde un punto de vista puede describirse como los mismos pensamientos, es alterado, ha recibido un nuevo giro al ser expresado en un nuevo medio, por ejemplo, traducido de un idioma a otro. Dicho de otra manera, no podemos distinguir claramente el contenido de un pensamiento de lo que le es “añadido” por el medio.

Así, donde la concepción aristotélica de la relación de la materia y la forma, o hilomorfismo como se le ha llamado, nos da una noción de los seres vivos en que el alma es inseparable del cuerpo, de modo que esta teoría de la expresión nos da una visión de seres pensantes en que el pensamiento es inseparable de su medio. Y por ello, toma precisamente aquellas funciones —pensamiento puro, reflexión, deliberación— que estaríamos más tentados a atribuir a un espíritu desencarnado, y las reclama para la existencia encarnada, como necesariamente forjados en un medio externo.

Así, la teoría expresivista como matrimonio de hilomorfismo y la nueva visión de la expresión es radicalmente antidualista. Así lo fue la teoría del sujeto de Hegel. Fue principio básico del pensamiento hegeliano que el sujeto y todas sus funciones, por “espirituales” que fuesen, estaban inevitablemente encarnados; y esto en dos dimensiones interrelacionadas: como “animal racional”, es decir, como ser vivo que piensa; y como ser expresivo, es decir, como ser cuyo pensamiento siempre y necesariamente se expresa en un medio.

Este principio de encarnación necesaria, como podemos llamarle, es central en el concepto hegeliano del Geist, o espíritu cósmico. Mas antes de seguir profundizando en esta noción del Geist