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En la trama incesante de la vida, ¿quién de nosotros no ha sentido el llamado a una pausa? A detener el pulso acelerado de la existencia para indagar en la materia de la que estamos hechos: el lenguaje, las emociones, el cuerpo. Incursiones Ontológicas IX te invita a ese viaje. Este libro no es solo una obra, es un espejo generoso tendido por más de cien almas en camino de transformación. Son los Diarios de Navegación de un grupo de exploradores, coaches ontológicos senior formados en Escuela de Rafael Echeverría de Newfield Consulting. A través de sus narrativas y relatos, se adentran en el corazón de la ontología del lenguaje para buscar desgarros genéricos que nos unen como seres humanos. En estas páginas, descubrirás coaches ontológicos senior que no conoce fronteras ¿Te atreves a ser parte de esta incursión? A responder, con ellos, las preguntas que resuenan en el silencio: ¿qué clase de ser estamos siendo?, ¿qué futuros queremos crear?, y, en el acto de la palabra, ¿qué mundo estamos construyendo? Te invitamos a indagar en tu propia existencia a través del coraje de otros, porque al leer sus historias, quizás descubras, con la misma asombrosa lucidez que ellos, que tú también eres un artesano de tu propio destino.
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Seitenzahl: 813
Veröffentlichungsjahr: 2025
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INCURSIONES ONTOLÓGICAS IX
© Carlos Villanueva, 2025
© EDP SUD, septiembre 2025
EDP SUD
San Sebastián 2957, Las Condes
Santiago de Chile
ISBN Edición digital: 978-956-6230-34-2
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
La reproducción total o parcial de este libro queda prohibida, salvo que se cuente con la autorización del editor.
Prólogo
“No me ven, no existo” - Elisa Montes
Necesito de tú mirada para validar mi existencia - Rocío Vázquez Matute
El rechazo te pertenece - Rafael de Marco Esparza Robles
Rompecabezas del abandono - Alma
La niña detras de la ventana - Amarilis
El lugar secreto - La desconexión de mí misma, de otros, del mundo - Anaranjada
Reconociendo a Pepito Grillo. Sobre el sentir de la insuficiencia - Iñigo GV
Un viaje de Transformación Desde la Insuficiencia a la Conexión con la Vida - Héctor Ramírez Santelices
El desvelo de la no confianza - David
Mi Personaje Mi Prisión - Pao Bereciartu
Abajo las armas - Anto
De la Resignación al Empoderamiento: mi camino hacia la Autovaloración - Renato Luminar
El derecho a sentir y mostar vulnerabilidad - Lucía Chacón
Destrucción y construcción del amor propio - C. Marambio
El Fuego Interior: Transitar el camino hacia la dignidad. (Una oportunidad para desmitificar al enojo) - Gabriela Rosas
Del desamparo a la reconexión… - Pamela Eguiazábal
Soy el Otso. El bosque va conmigo porque soy el bosque - Lisette Hernández Regalado
La figura que emerge
Hay libros que se leen con los ojos. Otros que se leen con el alma. Incursiones Ontológicas IX pertenece a esta última categoría. No es un libro más: es un territorio. Un lugar donde cada texto es una entrada hacia lo profundo, un descenso valiente al misterio que somos, a eso que duele, que arde, que calla… y que, sin embargo, pulsa por decirse.
Quien recorra estas páginas encontrará más que palabras bien hiladas: encontrará cuerpos en movimiento, fuegos contenidos, muros agrietados. Encontrará personas reales que, desde su singularidad, se atrevieron a bucear en las aguas turbias de su historia, a mirar de frente los gestos de abandono, los ecos del rechazo, las formas del personaje que construimos para sobrevivir. A romper sus propias armas. A descubrir ventanas internas que, como en el texto que inspira la portada, dejan entrever la posibilidad de un mundo más habitable.
No se trata de confesiones ni de relatos intimistas. Cada investigación aquí reunida es un ejercicio riguroso de fenomenología aplicada desde la ontología del lenguaje, donde la vivencia se vuelve concepto, y el dolor, posibilidad de sentido. Cada autor y autora ha recorrido su propio desgarro como quien camina sobre vidrios: con cuidado, con temblor, con coraje. Y en ese andar han descubierto que debajo del personaje hay una voz. Que detrás del enojo hay dignidad. Que bajo los escombros también hay semillas.
Emerge entonces una figura. No definida, no cerrada. Una figura que está apenas insinuándose entre las sombras, delineada por un fuego interior que no destruye, sino que alumbra. Es la figura de un ser humano en tránsito, en proceso de redención consigo mismo. Una figura sin nombre que nos representa a todos.
Celebramos con orgullo Incursiones Ontológicas IX, fruto del trabajo comprometido de estudiantes avanzados de la Escuela de Coaching Ontológico de Rafael Echeverría (ECORE), bajo el acompañamiento de Newfield Consulting. Porque creemos que solo una transformación genuina del ser puede dar lugar a un liderazgo auténtico. Y porque sabemos que no hay transformación sin atravesar la sombra.
Este libro no ofrece respuestas fáciles. Pero sí deja una certeza: que vale la pena buscar. Que incluso en el lugar más oscuro, puede encenderse una chispa. Que todo incendio puede volverse luz.
ELISA MONTES -2024
1.- INTRODUCCION
2.- CAEN LAS CERTEZAS
3.- “QUIEN MIRA EN SU INTERIOR, DESPIERTA”
4.- UN LLAMADO A LA AUTENTICIDAD
5.-UNA MIRADA AL PASADO
6.-EL DESGARRO CENTRAL QUE ME ATRAVIESA
7.- PERFIL UNITARIO
8.-LA HERIDA EN ACCIÓN
9.- CRISIS EXISTENCIAL DE LOS 40
10.-CONSTRUIR NUEVAS AUTOPISTAS
11.- EL CAMBIO SEGÚN LA ONTOLOGÍA EMERGENTE
12- HACIA LA CONSTRUCCION DEL AMOR PROPIO
13.- LA TRANSFORMACION DE MI SER
14.- DISEÑAR MI NUEVA VIDA
15.- UN LLAMADO PARA TODOS
11 Y Jesús dijo: Cierto hombre tenía dos hijos; 12 y el menor de ellos le dijo al padre: «Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde». Y él les repartió sus bienes[a]. 13 No muchos días después, el hijo menor, juntándolo todo, partió a un país lejano, y allí malgastó su hacienda viviendo perdidamente. 14 Cuando lo había gastado todo, vino una gran hambre en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. 15 Entonces fue y se acercó[b] a uno de los ciudadanos de aquel país, y él lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. 16 Y deseaba llenarse el estómago[c] de[d] las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. 17 Entonces, volviendo en sí, dijo: «¡Cuántos de los trabajadores de mi padre tienen pan de sobra, pero yo aquí perezco de hambre! 18 Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y ante ti; 19 ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; hazme como uno de tus trabajadores”». 20 Y levantándose, fue a su padre. Y cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión por él, y corrió, se echó sobre su cuello y lo besó[e]. 21 Y el hijo le dijo: «Padre, he pecado contra el cielo y ante ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo[f]». 22 Pero el padre dijo a sus siervos: «Pronto; traed la mejor ropa y vestidlo, y poned un anillo en su mano y sandalias en los pies; 23 y traed el becerro engordado, matadlo, y comamos y regocijémonos; 24 porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado». Y comenzaron a regocijarse. 25 Y su hijo mayor estaba en el campo, y cuando vino y se acercó a la casa, oyó música y danzas. 26 Y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era todo aquello. 27 Y él le dijo: «Tu hermano ha venido, y tu padre ha matado el becerro engordado porque lo ha recibido sano y salvo». 28 Entonces él se enojó y no quería entrar. Salió su padre y le rogaba que entrara. 29 Pero respondiendo él, le dijo al padre: «Mira, por tantos años te he servido y nunca he desobedecido ninguna orden tuya, y sin embargo, nunca me has dado un cabrito para regocijarme con mis amigos; 30 pero cuando vino este hijo tuyo, que ha consumido tus bienes[g] con rameras, mataste para él el becerro engordado». 31 Y él le dijo: «Hijo mío, tú siempre has estado[h] conmigo, y todo lo mío es tuyo. 32 Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este, tu hermano, estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado» (Lucas 15, 11-32) (Biblia de las Américas)
“Tu visión devendrá más clara solamente cuando mires dentro de tu corazón… Aquel que mira afuera, sueña. Quien mira en su interior, despierta” (Carl Jung).
Me costó años tomar la decisión de hacer el curso de coaching. Acoger y acompañar a otro ser humano en su arduo y fascinante camino hacia una mayor realización me atrae y seduce. Tal vez alentada por una búsqueda propia permanente y porfiada, muchas veces hecha en soledad, que siempre me ha acompañado. Ese tratar de asir una esencia, el hondón del ser, el núcleo profundo, el espíritu que nos habita, un hambre de infinitud y totalidad que creemos podemos alcanzar. Y que es siempre esquiva. Y cuando pequeños destellos fugaces, únicos e inesperados, de un “algo” semejante a un gozo nos roza, confirmamos ese misterio que nos habita, trasciende, seduce. Pero nunca alcanzamos. Tal vez como sentencia de esa frase de Dios: “no puedes ver mi rostro, porque nadie me puede ver y vivir” (Américas) (Ex 33,20).
Pero, aun así, anhelamos esa visión.
Y como confirmación de ese imposible, en el otro polo también nos seducen y atraen nuestros propios abismos, unas sombras que aparecen de la nada, para mostrarnos esa otra inmensidad que también nos habita, aquella que nos hunde en nuestras incertezas, pequeñeces o bajezas y nos humillan con sus sentimientos y acciones vergonzosos e indignos. La cara sucia y fea de ese Prometeo que a veces aspiramos ser. Sombras nuestras, reales y palpables, hartas veces agazapadas, que debemos atravesar para llegar una cierta luz. También posibilidades y potenciales nuestros, que a veces también permanecen en las sombras, esperando despertar para constituirnos en el ser humano autorrealizado que anhelamos y estamos llamados a ser. Como dice Carl Jung, psicólogo suizo: “Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz, sino haciendo consciente su oscuridad”. (Jung C. , www.alejandrocarvajal.com.mx, s.f.).
Esa era la invitación del curso de coaching: hacer consciente y atravesar nuestra oscuridad para encontrar el camino hacia la luz.
Era también la llamada del dios Dionisio, el que trabajaríamos profundamente en el Curso Avanzado, al invitarme a transitar ese desafío del coaching. Siempre seduciendo con sus insondables abismos, buscando desordenar e irrumpir en una estabilidad acomodada. Más aparente que real como iría descubriendo. Con la ilusoria idea de ayudar a otro ser humano en su recorrido, me convertí yo misma en alumna. Ni imaginaba todo lo que tendría que sacar a la luz en estos dos años de aprendizajes y auto-indagación compasiva.
Atreverme a hundirme en ese ser humano que estoy siendo hoy, en mi unicidad y originalidad, y también al que aspiro y quiero llegar a convertirme en el sueño de la mejor versión de mi ser.
Quién soy y quién quiero ser son las preguntas que siempre busco, y trabajo hasta encontrar la coherencia profunda de mí misma en ese anhelo del alma.
Este ensayo es la respuesta a esas preguntas por mi ser en esta etapa otoñal de la vida en que estoy en mis 60 y varios años. Diferente a los cuestionamientos que me hacía en mi adolescencia, en la juventud y en la mediana edad. Hoy, aunque es una mirada desde mucha siembra y cosecha, desde frutos y resultados, donde la estabilidad es a veces un bien adquirido, tiene la constante de que sigo preguntándome por el ser en que me quiero convertir de aquí a los próximos 10 ó más años. Me vuelvo a reinventar para transitar estos años de madurez. Lejos de un final, es un otoño que anuncia un nuevo cambio - ¡otro más! - en que al igual que las hojas, caen los ropajes que ya no sirven, y en la desnudez vital, se anuncia el nuevo comienzo.
Nuevos pies para caminar este nuevo camino de Coach Ontológica que hoy comienza. Que nos exige expandirnos en muchos aspectos para ser posibilidad de desarrollo y crecimiento para otros.
Sólo desde una profunda auto-introspección, que ya es permanente, puedo tomar de la mano a ese otro hombre y mujer que camina al lado mío y que, como yo, busca un claro en su propio bosque que transita con dificultad. Eso busca el Coaching Ontológico. Constituir un aprendizaje profundo y transformador de aquel que nos ofrece su mano temblorosa para que le acompañemos a mirar sus huellas, sus pisadas, sus tropiezos y aciertos. A quien acogemos y cuidamos con esmero y respeto, y, sobre todo, escuchamos con sobrecogimiento, humildad y gratitud, por la inmensa generosidad de compartírsenos, y para entregar una mirada amorosa, integral y certera de aquello que a veces necesita, pero aún no puede ver o resolver. Para abrir un camino nuevo que incluya y vaya más allá de su lenguaje, que integre también su corporalidad y su emocionalidad, y que conduzca a conseguir los resultados que desea y no sabe cómo conseguir. Un acompañamiento que, arrancando de las acciones más comunes y cotidianas, vayamos expandiendo hacia un sentido más amplio y más abierto, más profundo y más abarcador, hasta la pregunta por la existencia misma de esa vida y ese ser humano que se nos prodiga y entrega en nuestro sagrado y trascendental encuentro. Y en esa pregunta, o respuesta, llevarlo vivenciar también un aprendizaje transformacional que lo conduzca a un caminar coherente con su anhelo y deseo profundo de vida.
Eso aprendemos los coaching ontológicos: a recibir e indagar con respeto, firmeza y compasivamente en las profundidades y dolores de un otro para acompañarlo a levantar su mirada hacia el anhelo existencial que busca y resolver. A generar una transformación en el otro.
Es una gran ambición la que nos convoca y consideramos trascendental esta misión. Sobre todo, en un mundo de tanta información y distracción, bombardeados de dolores e incertidumbres de nivel global, angustiados por la sensación de insuficiencia de responder a tantas expectativas y calamidades que nos amenazan. Buscando un refugio, volvemos la mirada hacia nosotros mismos y allí tampoco encontramos sosiego y calma. A imagen y semejanza de lo externo, nuestra interioridad también se debate entre las incertezas, las dudas y la perplejidad de nuestra falta de sentido. Nos sentimos perdidos, y lo peor es que no sabemos dónde buscar ni dónde encontrar. Nos inunda un dolor existencial al que respondemos con una fuga constante y experta en despertar nuestros sentidos. Nuestra libertad se ha convertido en una elección elemental entre los diferentes consumos de evasión que nos ofrece el mercado. Eso es lo que mejor hemos aprendido a hacer.
Pero nos aguijonea el vacío.
Muchas veces ya no podemos acallarlo.
Los coaches ontológicos no somos sabios, ni expertos, ni maestros. Somos personas un poco más conscientes que para mirar, escuchar y acoger a otro ser humano, hemos tenido que hacer ese camino primero en nosotros mismos. Somos seres humanos comunes y corrientes que se han mirado y se siguen mirando a cara desnuda, con honestidad, cuyos mejores maestros han sido sus propios dolores, traumas, culpas, sin sentidos asumidos y trabajados. Nos hemos zambullido en ellos, hemos atravesado el bosque oscuro, a veces a ciegas, muchas veces caídos y arrastrándonos, hemos pedido ayuda y contención cuando el camino se hace muy difícil, pero nos hemos levantado una y otra vez empujados por el anhelo y la promesa de ese claro que buscamos hasta descubrir. Y que siempre está dentro de nosotros, aunque a veces no sabemos cómo encontrar. Eso sabemos los coaches ontológicos: que cada cual tiene la llave de su propia sanación y que nosotros sólo acompañamos e iluminamos ese camino que cada uno debe recorrer. Tal como reconoce, Edith Eger, sobreviviente de los campos de concentración, Doctora en Psicología y discípula de Víktor Frankl, en su libro La bailarina de Auschwitz: “Fuera cual fuera su problema y fuera cual fuera su dolor, él tenía la llave que le conducía a la libertad” ( (Eger, 2018).
Encontrar esa llave es el desafío y la invitación. Para nosotros, y, desde nosotros, para los otros.
En mi caso, y dada mi edad, estoy en las finales de la década de los 60, he tenido múltiples crisis de vida y he realizado mucho trabajo personal. Además de mis particulares dolores, frutos de mi historia y mi biografía, una larga psicoterapia junguiana en mis 40 años, muchos estudios de sicología, teología y otros, he buscado diferentes herramientas para entrar y encontrar el sentido profundo de la existencia y el mío propio, que siempre se funden y confunden. Para encontrar una supuesta calma existencial. Hoy me río incluso de mi ilusión, ¿existirá algo así como la calma existencial y qué significará eso? Porque el Misterio jamás se deja asir del todo. Menos domesticar. Somos seres inacabados y siempre en construcción mientras aún respiramos.
Tras tanta búsqueda en mi vida pensé que el coaching ontológico sería la respuesta natural para acompañar a otros en su camino de vida. Y que por mi edad y experiencia me sería fácil recorrer este camino y ser un aporte para otros.
Inocente y confiada tomé el curso ABC el 2023.
¡Cuántas sorpresas me iba a ir encontrando!
Desde el primer encuentro sentí que era un desafío muy grande. Me exigía expandirme. Me iba a desacomodar una vez más y por pura voluntad en muchas áreas de mi ser. Me iba a cuestionar hasta en mis creencias profundas. Certezas de siempre que ya no me conmovían, empezaron a encontrar respuestas en áreas de la filosofía que jamás había indagado.
El curso profundo y muy bien estructurado, nos condujo a entrar en la Filosofía de la mano de Rafael Echeverría, fundador de Newfield Consulting, para conocer desde la génesis los pensamientos y creencias que hemos asimilado acríticamente en Occidente, pasando por los diversos y más importantes filósofos y pensadores de la historia y sus construcciones hasta el siglo XXI, y analizando sin prejuicios a los más críticos de estas concepciones. Desde Sócrates, Platón Aristóteles, Parménides y Heráclito, pasando por Agustín y Santo Tomás, Lutero, Descartes y Kant otros, hasta Nietzsche, Heidegger, Buber, Freud, Jung y otros. Deteniéndonos especialmente en estos últimos, principalmente en la propuesta de Nietzsche. Y también en la mirada judeo-cristiana y en la lectura del génesis con una mirada existencial.
Fue como entrar con un zoom a ampliar nuestras miradas con muchas lecturas y aproximaciones más amigables de estos pensadores a veces tan crípticos e inalcanzables para el común de la gente.
A través de este respaldo teórico, interpretado desde la Ontología Emergente, propuesta de nuestra escuela que reemplaza a la metafísica que nos ha regido a través de los siglos, fuimos paralelamente entrando en nosotros mismos, en nuestras incompetencias, nuestras historias y biografías desde una nueva mirada, mirando no sólo los dolores que nos acompañan, sino las narrativas, creencias y acciones que nos han llevado a convertirnos en los seres que somos y a conseguir los resultados que obtenemos, a veces no tan satisfactorios. Hacernos cargo de nosotros mismos. A la vez y a través de los diferentes coachings, al principio solo entre los compañeros y en un ambiente cuidado y de mucho respeto, fuimos también conociendo otras vidas, dolores y respuestas los diversos desgarros existenciales que nos atravesaban a cada uno.
A todos, sin excepción, nos cruza una herida del alma, seamos o no conscientes de ella.
Somos hermanos en ese desgarro común. Desgarro que con ayuda y trabajo podemos buscar, hasta encontrar esa “llave” que a veces nos muestra el origen de nuestras máscaras construidas para sobrevivir, y también nos desviste de ellas, y aunque nos deja sin cobijo al principio, esa llave nos ilustra y explica tantas de nuestras conductas, acciones y resultados que muchas veces no comprendemos, y que nos es tan difícil transformar. Simplemente no sabemos qué hacer. Ni a quién mirar ante la multiplicidad de ofertas que aseguran milagros. Que por supuesto no garantizan ningún resultado.
Con altos y bajos, tras arduo trabajo personal y colectivo en diversas áreas de mi ser, el 2023 logré transitar y certificarme de coach ontológica. Y paralelamente ir abriendo y profundizando una mirada atenta a mi propio Observador, a las experiencias que viví y vivo, y a las narrativas e historias que me he contado a partir de ellas, y a las que muchas veces me aferraba jurando eran verdades objetivas y no meras interpretaciones. A mis acciones y mis resultados, a veces nada auspiciosos, que se desprenden de ellas y que construí en la necesidad de generar un sentido para esas experiencias vividas en mis diferentes sistemas (familiar, escolar, universitario, social, afectivo, laboral y cultural).
Cuestionando la mirada de la ontología metafísica en la que he vivido y me he criado, y que a veces asumí acríticamente, en donde la verdad era una e incuestionable muchas veces, empecé a transitar la mirada de la ontología emergente donde entiendo y acepto que ya no hay verdades eternas, últimas y estáticas, como fue la enseñanza siempre. También aceptar que el enfoque único, donde quiero imponer sólo mi punto de vista, es una trampa que nos divide y nos enfrenta. Poco a poco he ido aprendiendo, en cambio, a aceptar la riqueza del enfoque múltiple que me abre a escuchar y ser escuchado, a aceptar la legitimidad de nuestras diferencias, y expandir posibilidades al integrar otros puntos de vista.
Sigo aprendiendo cada día este enfoque múltiple que integra otros puntos de vista para expandir mi mundo personal hacia una visión más global. Esto ha enriquecido enormemente la relación con mi familia, mi marido e hijos, en donde sigo aprendiendo a escuchar más que a imponer mi punto de vista. He aprendido a indagar y preguntar con amor y respeto, antes que a proponer mi opinión o mi punto de vista.
Este mundo de verdades únicas e incuestionables, de mandatos sociales asumidos, de creencias sin fundamento, hasta llenarnos de miedos y fantasmas ante la posibilidad de ser y pensar diferente y sentir la crítica o el rechazo de los demás, ha sido un camino difícil de abandonar para mí. En mis interacciones de coaching tengo que vigilar constantemente que no aparezcan esta habitualidad mía de proponer y dirigir al otro, de asumir que las cosas no son como yo creo, sino que cada cual tiene su propia mirada e interpretación y su propio camino a seguir. Respetar la autonomía, legitimidad y diferencia de los otros ha sido un camino arduo de recorrer para mí. Esto es clave en nuestra escuela ECORE y sigo esmerándome día a día por seguir avanzando en ello.
Mirar de frente la Ontología Metafísica que nos ha acompañado desde hace 20 siglos, más todo el peso de la religión católica con sus verdades rígidas, aunque ya muchas las había puesto en cuestión hace años, me llevaron a sentir un alivio inmediato cuando fue puesta en duda esta manera de acercarnos a la realidad en la primera conferencia del programa ABC. Inmediatamente me hizo todo el sentido, pues vivía hace mucho tiempo en una especie de limbo donde lo antiguo ya no hacía sentido, pero no alcanzaba a asir lo nuevo o a darle una estructura. Fue un descanso, como una llegada a casa. Una nueva y amigable “buena noticia”.
El sentido era abrirse a nuevas miradas, aceptar el cambio continuo y dejar el apego hacia nuestra mirada única, parcial, que empobrece la vida. No hay únicas maneras de hacer las cosas, hay seres humanos que luchan por expandir sus horizontes y salir de las propias limitaciones que nos encarcelan en nuestra parcial mirada. Tal vez por eso nos gusta viajar tanto para conocer otros mundos y culturas, en la ilusión de que otras geografías nos expandirán, pero tras muchos viajes y aventuras creo que el viaje personal hacia el interior es el gran expansor de la consciencia y los horizontes. No hay atajos afuera, hay que mirar adentro.
Y encontrar cada cual la “llave que le conduce a la libertad”. Esa es la tarea de cada uno.
Aunque en teoría estaba de acuerdo con estos principios de la Ontología Emergente, estaba aún muy lejos de poder ponerlos en práctica. He tenido que transitar desde el comienzo el camino hacia el respeto y la legitimidad del otro como un ser diferente, autónomo y legítimo, que tiene sus propias interpretaciones, miradas, recursos y herramientas para hacer frente a su vida.
Como dice uno de los principios de la Ontología del Lenguaje, que da fundamento a la práctica del Coaching Ontológico, respecto al Observador que somos: “No sabemos cómo las cosas son. Sólo sabemos cómo las observamos o cómo las interpretamos. Vivimos en mundos interpretativos” (ECORE, 2016). Y eso habla de nuestra única y particular mirada y forma de ver el mundo. Y también de la mirada exclusiva de cada otro con que nos cruzamos en el camino de la vida.
Era mi propia interpretación la que tenía que mirar en una seria y profunda introspección de mi ser. Hacerme responsable de mi vida y atender a mi manera propia de “bajarme en el mundo”, muchas veces tan metafísica y tan apegada aún a verdades incuestionables.
Fui poniendo en duda tantas y tantas verdades que se erigen desde los tiempos remotos en nuestro mundo como absolutos, que incluso colisionan y se contraponen entre sí, que no nos permiten llegar a los acuerdos que anhelamos encontrar. Y muchas veces ni siquiera a acuerdos mínimos que nos permitan coexistir y convivir armónicamente en un mundo diverso y cambiante que no se somete a ninguna mirada exclusiva. El desafío hoy, como nos enseña la mirada de la Ontología del Lenguaje, es acoger con la emocionalidad base del respeto las necesarias y múltiples diferencias de cada ser humano en su originalidad y aceptar que los “otros” son personas diferentes a mí, y legítimos y autónomos cada cual en su diferencia.
El hombre lejos de ser inmutable, como también era la enseñanza de la Ontología Metafísica fundada en Parménides y base de la cultura occidental, está en un permanente cambio y devenir (Heráclito). Eso tan obvio, y no asumido, yo lo sé en mi propia experiencia a través de la vida. Con el tiempo he ido cambiando muchas creencias, juicios, conductas, acciones y hasta gustos y deseos. Somos seres en permanente construcción.
Tampoco el ser humano es homogéneo ni inmutable, como hemos
descubierto en nuestras experiencias, porque al mirarnos vamos descubriendo que nos cubren múltiples y diversas máscaras (más-caras o muchas -caras) que nos conforman e incluso se pelean entre sí. Tal como dice Carl Jung, sicólogo suizo, “En cada uno de nosotros hay otro a quien no conocemos” (Jung C. , Sicología y Mente, s.f.). En mi curso han aparecido facetas mías que desconocía o no podía asumir, por ejemplo, mi tendencia al enfoque único y a imponer mi punto de vista, que yo consideraba que constituían facetas positivas de mi ser porque implicaban claridad y resolución. No veía que eso cerraba posibilidades con los demás y me aislaba de ellos. Incluso comprendí que, al hacer distinciones con el lenguaje, el hecho de nombrar las conductas, los juicios, creencias o ciertas emociones, se pueden distinguir, y ello es clave para poder reconocerlos y trabajarlos. Lo que no se nombra simplemente no se ve. Si no hay lenguaje, no existe en nuestra mirada. Eso fue nuevo para mí: aceptar tantos puntos ciegos en donde ni siquiera había lenguaje para distinguirlo o identificarlo. En mi caso, aceptar que tengo un lenguaje propositivo y metafísico me ayuda a darme cuenta y cuidar de no seguir en ello hace una gran diferencia. Al nombrar esa característica mía puedo verla, y de ese modo asumirla y hacerme cargo de ella.
Aún hoy sigue habiendo facetas desconocidas o no asumidas de mí misma que me sorprenden, y también irritan a veces, y a las que debo atender si quiero entender y superar o trascender. Pero ya tengo lenguaje para algunas de ellas y así puedo verlas. Si me pongo rígida en mi punto de vista, por ejemplo, y empiezo a defenderme, comprendo que volví al enfoque único, asumo el problema, y trato de escuchar, acoger y respetar la mirada del otro. O si interrumpo al otro y me acelero, comprendo que he dejado de escuchar al otro. Y me silencio.
Hoy siento un llamado y una responsabilidad de vivir mi propia vida en forma más auténtica y responsable con mi anhelo de acoger y acompañar a otros en su camino de vida. El coaching nos compromete a un cambio profundo en todas las áreas de la vida. Al mirar y escuchar a otros, nos vamos transformando nosotros mismos.
Muchas verdades de siempre fueron cayendo. Y por fin la filosofía nos daba respuestas para hacer el tránsito desde la metafísica ontológica a la ontología emergente. Ya no estábamos totalmente desnudos frente al colapso de las ideologías cuestionadas. Había camino, como siempre lo hubo desde Heráclito cuando hace 2500 años, en la Grecia presocrática, dijo: “nada es inmutable, todo está en proceso de permanente devenir”.
Todo cambia, y nosotros también. Esta verdad que hoy es experiencia común de la humanidad, aún es incómoda para algunos amantes de dogmas y certezas incuestionables que siguen existiendo en tantos y tantos ámbitos. Hoy podemos apreciar esta descalificación hacia los otros en las redes sociales y en los diferentes sistemas sociales en que participamos. Hay muchos que, incluso en nombre de una supuesta libertad o amplitud, aún hoy acallan, ridiculizan y hasta prohíben la divergencia o diferencia. Que no logran comprender la riqueza de la mirada diferente para expandir posibilidades.
Esa es la urgencia del llamado a ensanchar y ampliar nuestra mirada para acoger y acompañar a otros seres que también se sienten limitados e incómodos en su propia estrechez de la que no saben cómo salir.
Y si, tal como vimos, todo está en constante devenir, en movimiento permanente, y el “hombre es la medida de todas las cosas” (Protágoras), el curso me impelía a preguntarme por el Hombre. Por mi propio ser.
¿Quién este ser humano y que es lo esencial que constituye su existencia? ¿Quién soy, cuál es el sentido, hacia dónde camino? Y también la pregunta esencial por el destino final.
Las respuestas de la teología cristiana hace mucho tiempo habían dejado de hacer sentido.
Siempre me intrigaron y alentaron estas palabras herméticas de Jesús: “Te aseguro quien no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Juan 3,2). O la famosa frase de Sócrates: “Una vida que no ha sido examinada no merece ser vivida”.
Carl Jung expresa que la vida no es solo una serie de experiencias sin fin, sino “un viaje interno hacia la autorrealización y la individuación”. Y agrega: “Tu visión devendrá más clara solamente cuando mires dentro de tu corazón… Aquel que mira afuera, sueña. Quien mira en su interior, despierta” (Jung C. G., s.f.).
Esa era la invitación del curso de Coaching Ontológico. Mirarnos para aprender a mirar a otro. Escucharnos para escuchar y acoger al coachee. Observarnos atentamente y con cuidado, pues aquello que observamos, tanto lo positivo como lo negativo, lo llevamos siempre a nuestros coachings y a todas nuestras relaciones humanas. Eso nos hace aún más responsables de examinarnos a nosotros mismos.
Hicimos un profundo trabajo en nosotros el primer año. Con pesar, nos dimos cuenta que nuestras habitualidades nos pesaban mucho. A pesar de verlo, una y otra vez caíamos en los mismos errores. En mi caso, mi tendencia a dirigir, interrumpir, apurar, a ir al resultado, a no escuchar, a hablar mucho, a irrespetar al otro. Si bien pude mejorar y avanzar, por respeto a mí misma y a mis coachees, sentía que no era suficiente.
Tras certificarme de coaching ontológico nivel ABC (básico), el misterioso y ambiguo Dionisio, dios de mil rostros y de interpretaciones múltiples, desmesurado en todo, tenía hambre de más introspección, más profundidad. Me invitaba a seguir indagando más adentro. Un año no era suficiente para entrar profundamente en nosotros mismos; muchos aspectos quedaron inconclusos. El segundo año al que se nos invitaba, consistía en atrevernos a mirar y trabajar en la herida de vida central, o el desgarro existencial que nos atraviesa a cada uno. Este curso de Coaching Ontológico Avanzado o de nivel senior, como lo llaman, nos prometía entrar muy profundo en nosotros mismos, y así obtener una mirada existencial y profunda que se reflejaría sí o sí en las prácticas de coachings ontológicos que haríamos a otros.
Entrar en nosotros para entrar en otros.
Dioniso convidando al abismo.
El arquetipo del sanador herido, término acuñado por Jung.
Me sedujo el llamado, y me sumergí. Dionisio en su orgía y éxtasis sensual y místico, en su invitación al festejo desenfrenado perpetuo hasta liberarnos, me invitaba a explorarme. Y expandirme. A abrazar las alturas habitando las profundidades. Los arquetipos en acción.
Los momentos para explorar, para extraer de las profundidades, a veces son los momentos de crisis, de desacomodo, cuando tenemos la audacia de ponernos en signo de interrogación, y/o cuando nos ocurren diferentes experiencias que nos ponen en jaque, o nos interpelan. O simplemente nos derrumban. En mi caso fue más bien el profundo deseo de liberarme de tantas trabas autoimpuestas que fui viendo en el ABC y que me han acompañado en mi vida, de tantas creencias que ya no hacen sentido y que no sabía cómo reemplazar, de tantas historias, juicios y narrativas que me atreví a poner en duda porque ya no sirven en esta etapa de mi vida, de tantas conductas que no me acomodan y que me dañan y dañan también a otros , y de unos resultados magros en algunas áreas de mi vida que era el momento de atender. También atreverme a mirar las emociones y sentimientos que acompañan tantas situaciones y hasta la corporalidad que pongo con esas emociones y situaciones.
Un verdadero scanner a todo el ser en cada área de nuestras vidas.
Tenía el deseo profundo de reconfigurarme para convertirme en una mejor versión de mi ser. Para mí y para otros.
Una vez más en mi vida, recibí el llamado misterioso y profundo del arquetipo del sanador herido, de la liberación. Sentí la fuerza y la necesidad de llegar hasta el desgarro esencial, tal vez la llave que buscaba, y aprender a atravesarlo, aceptarlo e integrarlo para fluir hacia las nuevas tierras.
Promesa seductora. Sentí que era una nueva oportunidad única en mi vida. Un reto existencial.
Tal como dice el Evangelio Santo Tomás “si logras extraer lo que encuentras dentro de ti, lo que extraigas te salvará. Si no lo logras extraer lo que está en tu interior, lo que no extraigas te destruirá” (Tomás) (70).
Y me entregué. Con el cuerpo, las emociones, los pensamientos y tantas palabras. Todo en la lupa de la luz iluminando la oscuridad.
Me resonaban estas palabras: “Para Nietzsche, la vida es la posibilidad que posee todo ser humano para expandir el ser que estamos siendo y para transformarnos en la dirección que escojamos. Ello nos proporciona la real fuente de sentido de la vida que hoy, tan a menudo, nos cuesta encontrar” (Echeverría, Mi Nietzsche, 2009).
Y empecé a mirar, a recorrer mi vida desde niña, desde los primeros recuerdos, en los diferentes sistemas, en todas las edades. Fui escribiendo, mirando, repasando, reviviendo, recordando. Hasta el hoy. Luego, y en varios trabajos y experiencias, nos enseñaron a mirar los puntos en común de esas vivencias y a ponerlas por escrito. Y así fuimos avanzando en nuestras historias personales y reconociendo los patrones aprendidos que seguimos repitiendo, a reconocer nuestras máscaras, a mirar nuestra identidad, cómo nos vemos y cómo nos veían los demás, a mirar aquello que nos incomoda y perturba y que se repite en distintos sistemas y circunstancias de muestra vida. A mirarnos a cara desnuda, incluso en aquellas cosas que nos avergüenzan y escondemos. A poner “nuestra vaca podrida sobre la mesa”, como dice la Coach Senior que nos acompaña en este camino. Todo bajo la luz tras el deseo profundo de transformarnos en una mejor versión de nosotros mismos.
Este es el fruto de ese trabajo que comparto. Mi herida, herida común de muchos hombres y mujeres que no saben cómo lidiar o enfrentar a los monstruos que nos habitan y que nos cercenan y nos limitan y nos apesadumbran. Monstruos agazapados que solos no podemos mirar, que ni si quiera a veces reconocemos, y que escondemos o decidimos distraernos con múltiples juguetes para no enfrentarlos, acogerlos, aceptarlos y sanarlos.
Como bien dice Víctor Frankl en su reflexión tras su experiencia en los campos de concentración: “Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración” (Frankl V. E., 2004).
Es una elección este decidir quién queremos ser.
Ese era mi trabajo que estaba pendiente aún a pesar de las terapias y crisis diversas vividas: mirar quién estoy siendo y decidir de una vez quién quiero ser. Trabajo que no termina nunca, pero que avanza hacia convertirme un ser humano cada vez más integral y realizado. Hoy miro con optimismo que, una vez más, estoy volviendo a nacer a una mejor y más completa versión de mi ser. Que al final es el ser humano amador, libre y compasivo que siempre he sido, pero que muchas veces había olvidado que era o que esperaba ser iluminado en mi oscuridad.
No tengo más que palabras de gratitud hacia tantas comadronas y parteros que con amor me han asistido en este gran parto amoroso de mi propio ser.
Nunca comprendí bien por qué la parábola del hijo pródigo, con que inicio este ensayo, fue la que más me ha marcado de toda la Biblia. Tal vez por todo lo que guarda y esconde. La rumié y mastiqué muchos años de mi vida para extraerle hasta el último vestigio de sentido. Poco a poco fui aceptando que todos sus personajes me habitaban. Me reconocía en el padre pródigo de amor, perdón y cariño, deseoso de celebrar con lo mejor para el regreso de su hijo; también en el hijo mayor resentido, juzgador y envidioso, desconocedor de sus sombras que lo apartan del amor, y también de sus luces y derechos que también mantenía en la sombra; pero, sobre todo, me identificaba con el hijo menor, perdido, desagradecido e ignorante, que sufrió lo indecible en su sombría aventura, y vuelve a su casa donde siempre perteneció, aunque él no lo sabía, y en la que lo esperaban con los brazos abiertos del amor y la pertenencia a vivir como el hijo autorrealizado que estaba llamado a convertirse.
¿Lo habrá logrado tras su experiencia? ¿Qué habrá aprendido de su viaje?
Experiencia que viví muy profundamente a mis 40 años, tras lo cual inicié una larga terapia sicológica junguiana de varios años para mirar, repasar, aceptar, integrar e iluminar las partes oscuras de la mente para dar forma a un Yo más genuino, trascendente y autorrealizado. Tarea que no termina jamás y que ya es una constante.
Hoy a mis 60 y varios años vuelvo a perderme otra vez en mis sombras para sacarlas a la luz. Y encontrarme una vez más. Y volver a casa, como el hijo pródigo, a mi propia identidad más profunda.
Todos los personajes de la parábola hablan de diferentes facetas nuestras. Todas conviven en nosotros. Por eso somos múltiples, aunque aparentemos ser uno solo. Todo habla del fondo abismal que somos cada cual con nuestras múltiples caras y facetas que nos constituyen.
¿Cuál es el ser real que va apareciendo tras irnos poco a poco despojando nuestras diferentes máscaras que construimos?
Empecé a sentir el deseo de autenticidad como un llamado:
“Quien es auténtico, asume la responsabilidad por ser lo que es y se reconoce libre de ser lo que es” (Sartre, 2023).
“La autenticidad es la práctica diaria de librarnos de lo que creemos que deberíamos ser y abrazar en cambio lo que realmente somos” (Brown, 2016).
Sentía esta frase de Jung como una posibilidad: “El privilegio de una vida es convertirte en quien realmente eres”.
En ese desafío de ser y atender a nuestro llamado existencial, con honestidad y autenticidad, es imperativo mirar y adentrarnos en nuestras heridas que nos alejan del ser real que somos. Y atravesar la estrechez de nuestra herida central, -aceptarla y abrazarla con amor y paciencia- para integrarla y encontrar otras formas de bajarnos al mundo que nos abran y expandan las posibilidades. De frente, auténticos, sin escondernos ni enmascararnos, coherentes y libres.
La autenticidad es un bien poco visto en el mundo de hoy. Es difícil encontrar modelos de personas auténticas. Tal vez Jesús sea el modelo más claro de autenticidad que he encontrado: coherente, amador, valiente, respetuoso, libre, siempre en sí mismo hasta el final. Sin escondites, ni disfraces, cara a cara con sus dolores, sin dobleces. El Sanador por excelencia que a cada persona con que se encontraba, le preguntaba: “Qué quieres, o qué necesitas”. Y según su dolor expresado, asumido en la petición que le hacían los enfermos, los sanaba y los volvía a la vida. Así de importante es encontrar el dolor que nos cruza y ponerle un nombre para identificarlo, pues éste abarca nuestro pensamiento, nuestras emociones y también nuestros cuerpos. El también siempre “tocaba “ físicamente a los que sanaba y éstos se conmovían en ese contacto tangible. Incluso algunos con sólo tocar su cuerpo, se sanaban, y Él también lo sentía en su cuerpo y emociones (Mt 9, 20). Eso habla de la importancia del trabajo corporal en la sanación, tal olvidado a través de los siglos en la espiritualidad y en la sicología y que nuestra escuela intenta poner como eje central de la interacción.
Encontrar el desgarro existencial que atraviesa muchas de nuestras experiencias en diferentes edades de nuestro ciclo vital, en distintas vivencias y circunstancias y en los diversos sistemas en que participamos y formamos parte (familia, colegio, laboral, amistades, etc.) es tarea ardua y el gran desafío con nosotros mismos. Con paciencia, humildad y mucha honestidad va apareciendo. Está escondido y agazapado, pero se deja encontrar. Tal vez en alguna importante y decisiva experiencia infantil, para luego, a partir de ahí, ir tomando diferentes rostros y usando diversas experiencias para presentarse, y también camuflarse. Hay que afinar los sentidos para encontrar el aroma y el gusto común, aunque las vivencias sean diferentes. Y hay que observarse con mucha atención para detectar el desgarro central que nos resta libertad y movimiento, y nos mantiene dentro de esas jaulas que construimos de niños (o a través de la vida como reacción a un evento complejo), para protegernos y cuidarnos. Pero que ya de adultos estas cárceles protectoras autoconstruidas nos aprisionan y rigidizan en nuestras habitualidades que creemos nos conforman y son nuestra más profunda identidad.
Es la identidad herida que todos cargamos y que se expresa también en nuestros cuerpos y emociones.
Encontrar el desgarro, aceptarlo, nombrarlo para identificarlo, y atrevernos a mirar todas las formas en que se nos aparece, nos toma y nos domina, en las más variadas circunstancias y con diversos disfraces, es tal vez el secreto de la llave hacia la libertad. Reconocer y aceptar con valentía el trauma que nos atraviesa y controla nuestra vida es una tarea que todos estamos llamados a realizar. Aunque no se diga ni se reconozca. Como dice el doctor en Psicología Peter Levine, en su libro Curar el Trauma:“El trauma es, quizá, la causa más evitada, ignorada, minimizada, negada, malentendida y sin tratar del sufrimiento humano” (Levine, 2022).
Otro doctor especialista en trauma, enfermedad y curación, en su libro “El Mito de la Normalidad”, expresa: “Un trauma es una herida interna, una ruptura o una partición duradera del yo debida a sucesos difíciles o dolorosos. Según esta definición, el trauma es, ante todo, lo que ocurre dentro de una persona como resultado de sucesos difíciles o dolorosos que le afectan...La impronta del trauma es más endémica de lo que creemos” (Maté, 2023).
Ambos especialistas nos hablan de esta herida oculta que nos atraviesa a todos y que nos es difícil reconocer. Pero hay que ir a mirar y volver a entrar a aquellos sucesos difíciles para encontrar la raíz de nuestro dolor.
Decir “heridos” nos ayuda a minimizar la conciencia de estar traumatizados, y también nos lleva a reducir o rebajar su importancia. Tal vez, y al igual que pasa con la muerte, de la que preferimos no hablar, tenemos la fantasía de que por no ver o no nombrar aquello que nos hirió o afectó, lo empequeñecemos, y así lo podemos relegar al olvido y no hacernos cargo. El problema es que esa herida, o trauma, no se olvida de nosotros.
¿Qué tal llamar trauma a nuestra herida existencial?
Con ello queremos resignificar la importancia que tiene y merece.
“La palabra trauma, en su origen griego, significa “herida”. Nos demos cuenta o no, son nuestras heridas, o nuestra forma de afrontarnos, las que dictan en gran medida nuestro comportamiento, dan forma a nuestros hábitos sociales y proporcionan información sobre el mundo a nuestra forma de pensar. Incluso pueden determinar que seamos capaces o no de pensar racionalmente sobre asuntos extremadamente importantes en nuestra vida. En muchos casos arremeten contra nuestros allegados, provocando todo tipo de problemas en nuestras relaciones” (Maté, 2023).
Continúa y destaco en negritas sus consecuencias en nuestras vidas: “Sea una herida abierta o una cicatriz, el trauma sin resolver constriñe el yo física y psicológicamente. Pone trabas a nuestras capacidades innatas y genera una distorsión permanente de nuestra forma de ver el mundo y a las otras personas. El trauma, hasta que lo resolvemos, nos ancla en el pasado, arrebatándonos las cosas positivas del presente, limitando nuestro potencial. Al llevarnos a suprimir el dolor y las partes indeseadas de la psique, nos fragmenta. Hasta que lo vemos y lo reconocemos, también es una barrera para el crecimiento. En muchos casos, como el mío, mina laautoestima, envenena las relaciones y hasta socava el aprecio por la vida. En la niñez temprana puede incluso interferir con el desarrollo sano del cerebro” (Maté, 2023).
Nos ancla al pasado…nos fragmenta… nos limita… mina la autoestima y envenena las relaciones. Poco a poco iría descubriendo todos estos efectos en mi propia vida. Fui entendiendo y aceptando, con honestidad y humildad, cuánto me habían limitado en mi vida de adulta esas heridas que llevaba conmigo, y que se resistían a abandonarme, a pesar de hacer terapia y diversos trabajos personales buscando crecer y desarrollarme.
Había algo que me anclaba y no me permitía despegar como yo anhelaba.
Quería resolverlo y me abocaría de lleno a ese objetivo.
Para entrar en nosotros es importante ir al pasado y mirar nuestra historia. Nuestro trabajo consistió en hacerlo en septenios, es decir cada 7 años, mirar los principales eventos y recuerdos de nuestra vida: de 0 a 7 años, de 7 a 14, de 14 a 21, de 21 a 28. Luego a los 40 y así sucesivamente entrando en los acontecimientos más importantes de cada etapa. Muy importante en ello es hacer fenomenología de las experiencias, es decir, ir al momento y revivir la experiencia como si estuviéramos ahí y mirar como sentíamos, los olores, sonidos, el gusto, la vista y el tacto, qué pensábamos y como era nuestro cuerpo en ese momento. Una experiencia integral del momento con todo lo que la acompaña.
De esa forma fuimos entrando en cada septenio con todos los recuerdos que se activaban y con las experiencias importantes que recordamos. Nos podemos también ayudar con fotos y objetos de esos momentos. Así vamos reconstruyendo nuestra historia y mirando los eventos cruciales que nos marcaron, y que siguen estando presentes hoy en nuestras vivencias.
He aquí el resumen de mi particular historia, importante para entender mi desgarro.
Crecí en un hogar acomodado de Santiago de Chile, sintiéndome muchas veces no vista al ser la menor de 6 hijos muy seguidos, con 6 años de diferencia entre yo y mi hermana mayor. Al medio 4 hombres que eran el orgullo de mi padre. Las mujeres no contábamos, éramos de segunda categoría, como era común en la mitad del S XX. Mi padre era un abogado tradicional que trabajaba mucho, y mi madre era una dueña de casa siempre insatisfecha y abrumada. A pesar de contar con ayudas externas, mi madre era un ser sufriente, con un carácter muy agresivo, en extremo perfeccionista, y con una obsesión muy exagerada por el aseo y la limpieza. Todo lucía inmaculado por fuera en nuestra casa, en agudo y doloroso contraste con el caos y las peleas violentas que se vivían puertas adentro. Mi madre celosa, casi adicta a los conflictos hasta la exasperación y con una emocionalidad exagerada y grandilocuente, muchas veces fue también víctima de la agresividad física y psicológica de mi padre. En mi casa la violencia era frecuente y nos tocó presenciar muchos episodios bastante extremos.
Tengo el recuerdo que en todas las fiestas familiares, Navidades y Años Nuevos, siempre había una gran pelea entre mis padres. Era casi un libreto a seguir. Siempre sentía una inmensa frustración porque pensaba que teniéndolo todo, siempre se encargaban de echarlo todo a perder y de hacerse, entre ellos y hacernos a nosotros también, la vida muy infeliz. Muy muy infeliz. Una vida muy pesada donde nada fluía. Como que una desesperanza me cruzada, pero yo la rechazaba.
Tengo varios episodios de mi vida donde me veo mirando de lejos algunas situaciones, donde no me involucran ni me ven, donde nadie me considera ni me toma cuenta. Casi parezco un fantasma invisible que los otros ni siquiera miran. En esos momentos, muy niña aún, me veo como mirando de reojo, en silencio, observando, calladita y tratando de que nadie notara mi presencia. No me veían y tampoco quería ser vista; me daba algo así como vergüenza ese estar mirando de lejos, como agazapada, sin ser convidada o considerada. La invisibilidad se hizo mi amiga.
Pero también en esa invisibilidad de afuera hacia mi ser, me hice yo también un poco invisible para mí misma. En este vaivén de intensas emociones de los adultos aprendí a tener mucho miedo al dolor, la vulnerabilidad y el exceso de emocionalidad. Era mejor no sentir tanto y mucho menos expresarlo, porque eso hacía sufrir. Fui escondiendo mis angustias, escondiendo mi ser también. Y así fue apareciendo una persona fuerte, defendida , semejante a una guerrera con su escudo muy bien puesto. La fragilidad, que veía como debilidad, me producía mucho rechazo. Y construí una guerrera eficiente en poner límites y atacar cuando se siente vulnerable.
Incluso de niña encontraba que ser mujer era una gran desventaja. En un mundo masculino, de mucha actividad en torno al fútbol entre mi padre y mis 4 hermanos, siempre me quedaba afuera de sus juegos. Por ser niña, y además la menor, no cabía en ese espacio masculino de mi papá y hermanos. Esto sumado al agobio permanente de mi madre, y a una emocionalidad suya que me parecía bastante descontrolada, sentía que ser mujer era una injusticia, casi cercana a un castigo. Me hubiera gustado ser hombre por los privilegios que sentía tenían ellos, y así aprendí a parecerme más ellos que a una niñita. Me hice fuerte y me tragaba el llanto y me enfrentaba a ellos de igual a igual. Me sentía mejor con la manera de ser de mis hermanos y me daba envidia la mirada de mi padre hacia ellos y los panoramas que hacían juntos donde yo quedaba excluida por mi género.
Ante toda esta situación de mi casa, un poco más adelante ( 9 o 10 años), aún niña, fui buscando refugio en diferentes casas de amigas. Allí me sentía tranquila y en paz. Tuve varios hogares sustitutos donde pasada hartos días lejos de la neurosis de aseo y del caos de mi casa. Sin peleas, sin miedos. Y siempre escondiendo, en silencio total, todo lo que pasaba en mi casa. Me daba vergüenza contar la locura que se vivía en mi hogar. No correspondía ni a la educación que teníamos, ni a la posición social, ni a nada que hubiese visto en mi medio. Mi madre no sólo me dejaba irme por hartos días, sino que lo alentaba, y yo sentía su alivio de no hacerse cargo de mí. Me sentía un estorbo y me daba pena y rabia. En su agobio, no cabía esta niña de 9 o 10 años. Sólo cabían con dificultad sus propias emociones desordenadas. En esos diferentes hogares aprendí a ser alegre, a estar contenta, a esconder mis penas, y a bastarme a mí misma.
A veces mi madre quiso que yo fuera apoyo también. Yo no me involucraba, sentía que no me correspondía, miraba, pero de lejos. Me defendía del exceso emocional de mi madre y me mantenía lejos y en silencio. Rechazaba su vulnerabilidad tan exhibida, su falta de autocontrol. Y siempre estaba el miedo de su muerte en sus desbordes que observaba con temor, pero rechazaba esa idea y la escondía aun de mí misma. Prefería mantenerme fuerte, sentir menos y no meterme a esos espacios amenazadores.
Con la violencia era diferente. Le tenía mucho miedo y me producía mucha angustia. Entraba en un caos y sin sentido. Sentía que alguno de los dos podía morir: ella de golpes y él de un ataque al corazón de tanta rabia. Mirábamos y escuchábamos y no hacíamos nada. Era imposible, nos superaba. Realmente me congelaba, me aterraba. No entendía tanta agresividad. Y, una vez más, me iba a otras casas a descansar. Huía y escondía la confusión que sentía.
Y así fui creciendo y desarrollándome fuera y dentro de mi hogar. Tuve la fortuna de ser recibida por maravillosas familias que me acogían y cuidaban como hija. Y donde me sentía bien y a gusto. Aprendí a estar y también a huir cuando las cosas se ponían difíciles o simplemente imposibles para mí. El conflicto permanente me abrumada. Y me iba.
“En nuestros primeros años el cerebro clasifica y almacena las experiencias personales instante a instante, creando así nuestro propio libro de códigos, que nos ayuda a interpretar el mundo. Cada uno de nosotros creamos una visión del mundo única moldeada por nuestras experiencias vitales” (Perry/Winfrey).
Esa es la tarea, buscar y encontrar esos códigos con que damos sentido al mundo.
He pasado la vida tratando de entrar al laberinto de mi propia alma. Buscando el sentido profundo de la vida que lo ponía en la religión y la búsqueda de Dios. Tal vez buscando contención, estructura, sentido ante el caos de emociones y la violencia que se vivía en mi hogar. O buscando personas que me amaran y valoraran. Siempre afuera de mí. Tratando de abrazar un misterio que me era esquivo, pero que anhelaba con todo mi ser, buscando y buscando algo o alguien que me diera sentido, que me completara. Que calmara una cierta tristeza y desazón que me acompañaban. Un vacío difícil de explicar.
En esa búsqueda incesante, me costaba encontrar mi identidad y mi propia valía. Mi lugar en el mundo. Sentía que era insuficiente, que no lograba ser feliz, sentía un peso de la vida. Y veía a mi lado mis amigas tan livianas y contentas. Y yo no lograba ese fluir, pero siempre lo disimulaba. No lo compartía; me sentía sola en eso, como con un peso que no me correspondía. Una madurez impropia de mi edad. Mi secreto, una vergüenza también, el secreto de la locura de mi hogar, me producía esa pesadez. Con mis amigas lograba olvidar esa realidad y fluíamos en una vida de juegos y alegrías. Amaba la liviandad que se vivía en las otras casas. Y descansaba.
En el clima violento de mi hogar, fue difícil para mí de niña encontrar la mirada bondadosa y cálida hacia mi ser. No había tiempo ni calma para ello. Con padres agobiados con sus propias contrariedades y problemas, no había un adulto confiable que me mirara con dedicación, y me diera valor y tiempo. Algo en mi ser quedó incompleto, en una espera de un algo que debía ser y no llegaba, aunque nunca supe tampoco qué era aquello. Tal vez era sólo el deseo de ser vista y querida en mi ser. No lo sé, me lo pregunté, y no tuve respuestas.
Tras los diversos trabajos que hemos realizado en el Curso de Coaching Avanzado, y tras las diferentes sesiones de coaching ontológico con mi coach titular senior asignada, hemos podido entrar en capas muy profundas de mi ser. Lentamente fue apareciendo el desgarro existencial que cruza tantas y tantas experiencias de mi vida: LA FALTA DE AMOR PROPIO Y LA INVISIBILIDAD.
En esa experiencia de no ser vista que hoy re descubrí, -de la que no tenía tanta conciencia- me di cuenta de que tampoco me aprendí a mirar con bondad a mí misma. No pude construir el amor propio y la valorización de mi propio ser. Ni del ser humano que soy, mucho menos una mirada benevolente del ser mujer, que de por sí aún se vivía como grandes diferencias de derechos y obligaciones. Difícil construir el amor propio personal en un ambiente de tanta indignidad y violencia. Ese sistema de tan poco cuidado no era tierra fértil para cultivar el amor y una identidad sana.
“Un cuidador frío, emocionalmente desconectado y atento solo a medias puede tener efectos tóxicos inmediatos y posiblemente permanentes en el niño en desarrollo. Este niño puede crecer sintiendo que es inadecuado, que no es digno de recibir amor. Incluso si tiene muchos dones y capacidades, de adulto sentirá que no es suficiente, lo que puede conducir a toda una serie de comportamientos inadecuados que incluyen desde formas tóxicas de llamar la atención hasta el autosabotaje e incluso conductas destructivas” (Perry/Winfrey) (los destacados son míos).
Esos y otros efectos iría descubriendo en mi auto indagación.
Con pesar, pero también alivio, me fui dando cuenta que en diferentes momentos de mi vida me sentía que no daba el ancho, no era suficiente, que yo era un fraude, que no tenía suficiente capacidad. Cuando me sentía no vista, rechazada, no valorada o lo que yo consideraba un fracaso, me derrumbaba o desmoronaba. Perdía el sentido. También vi que, al ser evaluada, era tan fuerte la ansiedad y el miedo a fracasar, que me atolondraba y auto boicoteaba, para que todo terminara luego. Era incapaz de sostener esa tensión. Y, una vez más, sentía el fracaso de mí misma. Y en alguna forma, eso me sigue pasando hoy, tal como me ocurrió en el proceso de certificación del ABC del año 2023 donde fue muy difícil para mí someterme a la evaluación de mi trabajo. Hoy, aunque me sigue costando que me evalúen y me miren para evaluar mi trabajo de coaching, he mejorado mucho. Respirar para estar en mi propio ser, tener una postura erguida y anclada al suelo, y declarar como mantra, tú puedes, tú eres capaz, lo haces bien, me ayudan a conectar con mi propio ser.
Respecto al amor, también he podido ver el daño de la falta de autoestima, y prefería desconfiar y boicotear la relación antes de fracasar. Sentía incapacidad de enamorarme, y así obviaba el peligro de no ser vista o de ser rechazada. Entendí con mucho dolor que, al no construir el amor propio, es difícil para mí sentirme amada y amar.
¿Cómo sentirse digno de ser amado si ni siquiera se es visto?
¿Y cómo amar a otro si no se tiene la experiencia de ser amado y de dignidad?
¿Cómo sentirse suficiente o completo o valorado si no se es visto?
¿Puedo pedir que otro me complete en aquello que siento insuficiente de mí?
Poco a poco, a través de mi profundo trabajo de autoindagación, fui construyendo mi Perfil Unitario, es decir, una síntesis de mi identidad que se iba repitiendo en mi vida y me iba conformando de una manera determinada. En diferentes circunstancias y sistemas y a diferentes edades, fui viendo las constantes que se repetían sin yo darme cuenta de esos patrones adquiridos que me determinaban.
