Instantáneas del tiempo 1978-1979 - Ignacio Gómez de Liaño - E-Book

Instantáneas del tiempo 1978-1979 E-Book

Ignacio Gómez de Liaño

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«La extraordinaria riqueza y desbordante complejidad de En la red del tiempo confirman lo que para muchos es una evidencia, […] y es que Ignacio Gómez de Liaño es la figura más importante de la cultura española de las últimas décadas».CÉSAR GARCÍA ÁLVAREZ Instantáneas del tiempo 1978 1979. Diario personal es una confesión, la que el escritor se hace a sí mismo en el silencioso confesionario de la página en blanco. Y es una forma novedosa de hacer literatura, pues en esta obra se entrelazan los diferentes estilos que suscitan los variados momentos de la vida. El arte, la literatura, la filosofía, la música, la política y la vida social aparecen sin tapujos, según el instante en que surgen. Los años 1978 y 1979 son los de la Transición, y también los que anteceden a la Movida madrileña. Las frecuentes referencias a algunos de sus principales personajes tienen la virtud de presentarse en forma de instantáneas, aún con los fulgores del instante vivido. Instantáneas del tiempo tiene en ocasiones como zona tangente los encuentros y conversaciones que el autor tuvo con Dalí y que relata en El camino de Dalí (2004), pero es, ante todo, la continuación de En la red del tiempo 1972 1977. Diario personal (2013). En este nuevo volumen, Gómez de Liaño brinda también al lector la posibilidad de trasladarse a otra época, a una distancia de casi medio siglo, y así conocer cómo vivió ese tiempo el propio autor y cómo lo vivieron los numerosos personajes que circulan por las páginas de este libro fundamental.

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Índice

Cubierta

Portadilla

Prólogo

1978

1979

Notas

Créditos

Prólogo

2022

Instantáneas del tiempo 1978-1979. Diario personal es la continuación de En la red del tiempo 1972-1977. Diario personal. Pero con diferencias. En En la red de tiempo 1972-1977 (Siruela, 2013) transcribí de forma pormenorizada lo que había ido apuntando cada día en mis cuadernos. Me pareció que así se podían seguir mejor los cambios que se iban produciendo en mi manera de escribir y se podían conocer de forma precisa esos meses del año 1972 que fueron fundamentales en mi trayectoria de poeta experimental, tanto por mi participación en los Encuentros de Pamplona como por el Laberinto de aire que construí en el Instituto Alemán de Madrid y, sobre todo, por los experimentos poéticos que hice en Ibiza, donde pasé varios meses del verano y el otoño de ese año. Lo que cuento en ese libro (de más de mil setecientas páginas) fue determinante para que el Museo de Arte Contemporáneo de Ibiza dedicase en el año 2016 una gran exposición a mi poesía experimental, que se tituló «1972. Los juegos del Espinario». Lo del Espinario se explica por la importancia que tuvo para mí esa figura que preside la fuente principal del Jardín de la Isla del Real Sitio de Aranjuez. Y En la red del tiempo 1972-1977 fue también determinante de la aún más completa y compleja exposición «Ignacio Gómez de Liaño. Abandonar la escritura», que abrió al público el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en los años 2019 y 2020.

En la red del tiempo 1972-1977 revela mi pasión por el conde de Villamediana, que llevó la poesía a la vida y le llevó a la muerte, acaecida en la calle Mayor de Madrid el 21 de agosto de 1622, o sea, hace cuatro siglos. Y descubre cómo fui preparando la edición de obras del gran filósofo napolitano Giordano Bruno, a la que di el título de Mundo, magia, memoria*, y cómo, en 1974, me entregué a la redacción de Los juegos del Sacromonte, que Editora Nacional publicaría el año siguiente en la Biblioteca de Visionarios, Heterodoxos y Marginados. Mientras que, para el ilustre y erudito profesor Víctor Infantes de Miguel, esa obra, que se divide en doce estancias (en vez de capítulos), es una de las novelas más singulares y relevantes de la segunda mitad del siglo XX, para otros, empezando por mí mismo, es un lúdico híbrido de filosofía, historia, poesía y, por supuesto, novela.

En las páginas que ahora publico he sido más selectivo. He transcrito aquellas partes de mis diarios que tienen que ver de forma especial con la cultura (el arte, las letras y también la música, incluida la pop-rock) y con los ambientes en que yo viví esa eclosión cultural. En esos años elaboré mi novela Arcadia, que publicara Alfaguara en 1981, inicié la que años después se publicaría con el nombre de Extravíos, y se puede seguir el proceso que me llevó a una obra filosófica fundamental en mi trayectoria, El idioma de la imaginación. Ensayo sobre la memoria, la imaginación y el tiempo (Tecnos, 1983). 1978 y 1979 son los años de la Transición y, también, los que prepararon la movida madrileña. De las principales figuras de la movida hay frecuentes referencias en las páginas de este libro, que tiene la virtud de presentarlas con los fulgores del instante vivido. De ahí que haya titulado este libro Instantáneas del tiempo 1978-1979. Diario personal, pues es el relato de los instantes que han articulado el día a día de mi vida en esos dos años. Por eso un diario es muy diferente a un libro de memorias. Un diario presupone la memoria, como todo en la vida, pero es la memoria de algo próximo, de algo que ha pasado hace unos minutos o unas horas. Lo que se registra son impresiones del momento, instantáneas, incluso cuando el que lo escribe se pone a filosofar.

Para ver las diferencias que hay entre un diario y unas memorias, basta con hacerse una pregunta como ésta: «¿Cómo relatarías hoy, 21 de agosto de 2022, las cosas que viviste en octubre de 1981?». Habiendo pasado tantos años, la memoria sólo me trae a la conciencia, en el mejor de los casos, vagas historias. Que hay en ellas más de ficción que de realidad se me hace evidente cuando abro el Diario correspondiente a octubre de 1981 y veo con detalle las cosas que me acaecieron en esas fechas. Ese sencillo experimento demuestra que los libros de memorias tienen mucho de ficción, a menos que el memorialista base la recuperación del tiempo en un considerable y fiable arsenal de documentos. En los diarios hay por eso mucho más de verdad que en las memorias, aunque a menudo el diarista incurra en injusticias. Digo esto porque, al tratarse de impresiones momentáneas, cuando hace referencia a personas, actitudes o comportamientos, el diarista puede dejarse arrastrar por la impresión del momento, que no pocas veces es engañosa. O sea, diario no quiere decir «historia», pero sí «documento». Y confesión. La confesión que uno se hace a sí mismo –a ese otro que es también el yo– en ese silencioso confesionario que es la página en blanco. Y para mí ha sido una nueva forma de hacer literatura, pues en mis Borradores (así llamo a los cuadernos que dediqué al diario) entrelacé los variados estilos que suscita la diversidad de los momentos de la vida.

Quien repase mis Borradores podrá ver que los escribía a vuela pluma, que rara vez hacía correcciones o tachaduras. Es que, al ponerme a escribir, no tenía pretensiones literarias. De ahí la especial dimensión literaria que tienen estas páginas. Y de ahí que, al preparar la edición de Instantáneas del tiempo 1978-1979. Diario personal, haya hecho alguna que otra corrección, sobre todo de signos de puntuación, sin añadir ni quitar nada sustancial. La escritura tiene así la frescura, inmediatez y variedad que no suele darse en los escritos que se hacen con pretensiones literarias. No he querido mezclar el estilo del diario con el de las memorias, pues esa mezcla hace que el diario se convierta en un cuento que pretende ocultar su condición de cuento.

He procurado pasar por alto comentarios que podrían resultar hirientes a las personas que en estas páginas figuran, y evitar el uso de los apellidos de personas que, a la altura del día de hoy, podrían sentirse molestas por lo que de ellas digo. O podrían sentirse, si estuvieran todavía entre nosotros, pues muchas de las que circulan en 19781979 dejaron este mundo hace tiempo. Ojalá estas páginas sirvan para honrar su memoria.

El contenido de Instantáneas del tiempo 1978-1979. Diario personal tiene en ocasiones como zona tangente cosas que relaté en El camino de Dalí (Diario personal, 1978-1989) (Siruela, 2004). En esa obra extracté lo que en mis Borradores había escrito de mis encuentros y conversaciones con Salvador Dalí y Gala, a los que conocí en Cadaqués, en julio de 1978, y de aspectos de la vida social y cultural que servían para enmarcar esos encuentros. En Instantáneas del tiempo 1978-1979. Diario personal he conservado sólo unas pocas pinceladas de esos encuentros. Quien quiera conocerlos más a fondo no tiene más que ponerse a leer El camino de Dalí (Diario personal, 1978-1989)*.

El profesor de la Universidad de León, César García Álvarez, que es el mejor conocedor de mi obra, hizo sobre En la red del tiempo 1972 1977. Diario personal un comentario del que extractaré algunas frases, pues espero y deseo que puedan aplicarse al presente libro:

En la red del tiempo 1972-1977. Diario personal no es solamente un diario, sino una obra inclasificable, poliédrica, que despliega una inagotable pluralidad de dimensiones de sentido que se corresponden con la igualmente incansable actividad desplegada por su autor en los años centrales de la década de los 70.

Tras señalar los variados estratos de que se compone el Diario, «cuya riqueza y complejidad apenas pueden apuntarse en estas breves líneas», acaba su comentario con estas palabras:

La extraordinaria riqueza y desbordante complejidad de En la red del tiempo confirman lo que para muchos es una evidencia, no suficientemente reconocida porque quizá su autor haya pagado su insobornable independencia y libertad con un reconocimiento de la valía de su obra muy inferior al que han gozado otras de menor importancia pero mejor publicitadas, y es que Ignacio Gómez de Liaño es la figura más importante de la cultura española de las últimas décadas*.

Espero que Instantáneas del tiempo 1978-1979. Diario personal avale las palabras –no sé si hiperbólicas– del profesor García Álvarez, pues éste no es sólo continuación del diario comentado por él, sino algo que va más allá…

Ahora que se habla tanto de la posibilidad de trasladarse en el tiempo como uno de los desafíos más importantes de la ciencia y la técnica, lo que en este libro se ofrece al lector es la posibilidad de trasladarse a casi medio siglo de distancia para conocer cómo vivió ese tiempo el que firma esas páginas y cómo lo vivieron los numerosos personajes que circulan en ellas. Lo que es también una forma de potenciar y general nuevas formas de convivencia.

1978

Miércoles, 4 I 78. Por la mañana estuve en las tranquilas salas del Museo Romántico, transportado al pasado siglo, en el que yo veía la niñez de Marcel Proust. Me interesaron particularmente las pinturas de Eugenio Lucas, Alenza y el otro discípulo de Goya. Fui a llevar a don Paulino Garagorri los ejercicios de los alumnos (de la Facultad de Políticas y Sociología). Le había llevado las segundas pruebas de imprenta de su libro y comentábamos que nos dejamos pasar una errata considerable –repetición de tres líneas en una nota–, pero cuando le insinué que mirase las galeradas, que yo había revisado, comprobó, para su sorpresa, que esa errata se la había señalado. Quedó en darme las terceras pruebas de imprenta para que las revisase, por ser yo un «corrector escrupulosísimo». Luego hablamos de Rubens y Velázquez. Los afanes de ambos artistas por llegar a la nobleza no eran particulares de ellos, sino comunes en todo el mundo. Velázquez e incluso Rubens fueron tratados por los nobles como inferiores, y, en su tiempo, Rubens no fue tan importante diplomático como ahora muchos se complacen en figurarse, ni era posible que lo fuese. Incluso Felipe II trató un poco «a empujones» a Tiziano, que le escribía agobiado por sus apuros económicos. Luego don Paulino se refirió al gran artista como «superdotado, un ser anómalo, con especiales capacidades retinianas, con memoria superior a la normal, de biología incluso diferente». Para Garagorri el artista genial lo es por naturaleza. Nace, no se hace. Creo que lleva mucha razón. Me preguntó por la exposición de la generación del 27. Se la elogié, pero puse en su sitio los dibujos de García Lorca. Hablando de cómo se salvó la pinacoteca de los duques de Alba durante la guerra, me dijo que cuando se incendió el palacio de Liria, sólo quedaron intactas las cuatro fachadas. Él entró en las ruinas del palacio y, con una cámara, filmó ese mágico y desolado interior para una película que entonces preparaba.

Fui a ver las pinturas de Jardiel en la galería Heller. Una jovencita que estudia quinto curso de Historia del Arte me las enseñó. Casi una hora estuve hablando con ella, comentándole, en un monólogo hecho en voz alta, los cuadros. «Oh, cuántas cosas estoy aprendiendo a ver hoy en la pintura de Jardiel», decía. La cosa era tanto más admirable cuanto que ella conoce a Jardiel y está haciendo un trabajo sobre el pintor para la facultad. Creo que ya tengo in mente mi artículo sobre su pintura, pero, perezoso como soy, no me he puesto aún a pasarlo a máquina.

Jueves, 5 I 78. Hoy me llamó un tal José Luis –supongo que Breapara que acudiese a una fiesta que celebrará en su casa el sábado por la tarde con 42 personas. Tiene que ser ese número. Dice que es una experiencia psicosociológica. Me llamó José-Miguel Ullán para decirme que están a la espera de mi texto sobre Jardiel. Quedamos en que se lo llevaría, junto con la revista Humo, el sábado por la mañana a Guadalimar.

Viernes, 6 I 78. La música me hechiza. Estoy en estado de exaltación. Llamé a casa de Virginia. Se puso su hermano Martín, el músico de la familia. Hablé con Txaro. Vendrán todos mañana por la tarde. Esta tarde vendrá a verme Javier D., a quien le dije lo de la «fiesta de los 42» de José Luis Brea. Él llevará una cosa mía para que se realice en esa extraña fiesta. Lo mío será el poema que hicimos Salvador Villena y yo con recortes de titulares de periódicos:

Se prohíbe hacer actos

de amor en público

El precio del agua.

Esto es lo que tendrán que interpretar como una forma de comportamiento.

He puesto y quitado muchas músicas, hasta que me he quedado con La Pasión según san Juan, de Juan Sebastián Bach. Mientras tanto, contemplaba reproducciones en color de las pinturas de Rembrandt. Para él la pintura era un sacramento de la luz, la luz que pelea con las tinieblas. La luz que fulgura en centelleos de significaciones. Últimamente, he pensado en el diferente sentido que la ciencia y verdad de las cosas tiene en Platón y en Aristóteles. Todo se reduce a esta cuestión: ¿Qué función tiene la apariencia respecto a la verdad? ¿Podemos fiarnos de las apariencias para entender las cosas? ¿Todo comportamiento bueno debe parecerlo también? ¿La apariencia es lo que se puede decir que va referido a la vida pública? Conjeturo que hay una mutua acción y alternancia entre apariencia e inapariencia. Paradójicamente, puede decirse que lo aparente es lo que está supuesto en la verdad, pero ¿siempre ha de darse tal suposición? ¿Diríamos que la apariencia no revela propiamente a la cosa, sino que sólo la revela cuando se tienen en cuenta todas las apariencias de la cosa? Nuestra vida es algo inaparente, invisible, incluso para nosotros mismos. La sentimos con un órgano especial. ¿Cuál es ese órgano? ¿La conciencia moral?

Sábado, 7 I 78. Tuve una conversación con Javier D. sobre Rembrandt y la filosofía. También sobre el libro dedicado al Romanticismo, que contiene un interesante ensayo sobre la transformación de Mnemosyne en Dea Moneta en The Fall of Hyperion, del poeta Keats. Por fin, llegaron mis invitados: Virginia, Carlos el Fantasma, Fra Ludovicus y Javier Marías, al que yo no esperaba y me alegré de ver. Hacía dos años que no lo veía. Fra Ludovicus en seguida tomó posesión de la música, llevaba la batuta de los discos. Javier me habló de su próximo libro, Espejo de mártir, novela en la que combina ensayo, narración y versos, con el Julio César de Shakespeare por medio, y, pese a todo, con unidad. Un capítulo se titula algo así como «Fragmento, enigma y horror». Di a leer a Virginia mi escrito Euoí, publicado en la revista Humo, que le gustó: «Está muy bien», dijo meditativa, al terminar la lectura. Javier y yo hablamos de variados temas: oído-ojo, música-pintura, Rubens, anamorfosis, analogía/estafa… No sé qué dije sobre el Meganthropus, cuyos días de vida se corresponden con lo que para nosotros son milenios, y que está compuesto de todos los humanos de la Tierra. «Cabe preguntarse a dónde se dirige…». «Lo más fácil –dijo J. Marías– es pensar que no se dirige a parte alguna». Repuse que, «aunque fuera así, de todos modos, lo que se hace sin esfuerzo se hace sin nosotros…, que decía Paul Valéry…, o lo hermoso es difícil, que decían los griegos, Platón…». Javier está muy viajero. Le di el pésame por el fallecimiento de su madre, de 64 años. A las nueve se fue, pues tenía comprometida la cena. Javier no dejó de decirme que las obras Cardenal Pölätüo y Profesor Mma de mi «recomendado» Stefan Themerson para su publicación en Alfaguara no habían sido bien falladas por él ni por Juan Benet… Una pena. Themerson es un escritor muy original, al que conocí en Londres gracias al poeta sonoro-experimental Henri Chopin, del que es amigo. A las diez y diez salimos de casa, después de que, retrasada por asuntos familiares, hubiese llegado Txaro. Fuimos a llamar por teléfono en el pub de Santa Bárbara (pues en mi casa de la calle Pelayo no tengo teléfono) y apareció Javier D. con mi «papel», tal como yo se lo di, para la fiesta de los 42, enrollado en un cilindro. Contó que el chalet de la fiesta de los 42 estaba oscuro y no había nadie por allí. Vaya con José Luis. Invita a una fiesta, pero no la da. Como compensación, le regalé a Javier D. mi «papel social», que es un poema visual.

Domingo, 8 I 78. ¡Qué rápido se desliza el tiempo! Escucho Las cuatro estaciones de Vivaldi. Ya terminé, por fin, el artículo sobre el pintor Jardiel, que me ha ocupado algo más de tres folios y que no me desagrada, si bien es todo menos una recensión convencional, pues es barroquizante, conceptuoso…

Jueves, 12 I 78. Muchas cosas han ocurrido, en el curso de pocas horas, en los dos días que han transcurrido. El lunes por la noche llamó Luis Cañada, el criado de nuestra finca La Cruz del Prado Moro, para decirnos que su mujer, la Mariana, y él, viniendo de Cantaracillo el día de Reyes, a las siete de la tarde, vieron abiertas las puertas y encendidas las luces de nuestra casa de Peñaranda. Todos, particularmente mi madre, nos inquietamos, menos el pobre del abuelo, que, con sus noventa años, repetía sus manías de todas las noches y no entendía el porqué de las anomalías. Todos dábamos la casa por desvalijada, teniendo en cuenta el gran número de robos de casas que se han producido (dicen que es una banda de Valladolid). Llamamos a mi tío Salva Ruipérez, que no sabía nada de ese asunto, y al cetrero Pepe Sánchez, que tampoco sabía nada. Éste fue a nuestra casa, pero no notó nada raro, si bien no pudo entrar dentro, pues le faltaba la llave de la puerta cristalera. Pero yo me quedé más tranquilo. En el TER, a la mañana siguiente, me fui a Peñaranda, muy tranquilo y armado de las notas que me dejó mi hermano Juan Luis, sobre la explotación agraria. El día estaba resplandeciente. En el campo se veían trozos nítidos de nieve, como si fuesen blanquísima loza. Por equivocación, cogí el billete para Salamanca. En el vagón, una señora que pronunciaba mucho la ch, como si se apoyase en ese sonido al hablar, había sufrido una equivocación mayor. Se dirigía a Aranjuez… ¡y a donde estaba yendo era a Ávila! Poco antes de llegar a Ávila, la densa niebla me hizo pensar en los héroes a quienes a veces los dioses envolvían en niebla para que no fuesen vistos. Todo se volvía oscuro y triste. Ya en la estación de Peñaranda, el frío me salió al encuentro. Por la desierta avenida de la estación, bordeando los jardines, fui a la casa de Pepe Sánchez, que me estaba aguardando. Su frío cuchitril estaba tapizado de radios y televisores rotos, y también de libros de cetrería, pues es presidente regional de la Federación Cetrera. Los halcones son su pasión. Fuimos a La Cruz. El coche estaba salpicado de barro. En la parte de atrás se veía un pájaro muerto. Pepe Sánchez, que iba con jersey, es un hombre delgado con la cara llena de arrugas, de complicadísimas arrugas, como una tierra seca, ojos azules y una fisonomía con algo de ave de presa. El camino estaba lleno de barro y encharcado, en medio de la ancha meseta. A veces teníamos que coger desviaciones. La niebla lo envolvía todo. Al llegar a la casa, Pepe me señaló roderas de coches de gente a la que mi hermano Juan Luis dio un vago permiso de ir a cazar, y que «se creen los amos», según me decía Pepe Sánchez. En mi asiento, debajo, había un objeto duro. Era una pistola. Me dio Pepe algunas explicaciones. Otra se la había regalado a la Guardia Civil. Ésta la tenía clandestina, pero la Guardia Civil lo sabía. Pepe es concejal del Ayuntamiento. Se dedica a todo menos a aquello que pueda serle de utilidad crematística: la cetrería, los pájaros y un sinfín de cosas. Tiene también colmenas en una pequeña huerta.

Viene la remolacha. Sólo habían abierto dos calles y dejado en el suelo lo recogido. Fuimos a Cantaracillo. Volvimos a La Cruz…, ay, los montes, con su color de piel de conejo. Junto al fuego de la chimenea de la cocina estaban los criados. Luis Cañada insistió en que la Mariana había visto nuestra casa abierta (la de Peñaranda, no la de La Cruz), pero todo era un poco confuso, y en la casa no notamos nada raro. Pero ¿no sería una manera de ponernos alertas sobre el desamparo en que quedaba La Cruz? En Peñaranda llamé a mi madre, que se quedó tranquila. No pude hablar con Antonio Chapines, el que nos tiene que hacer la cosecha. Pepe y yo comimos en Los Álamos. Le invité. A los postres llegó Jesús, joven barbudo, médico de Tordesillas, que es también cetrero. Me miró con cierta desconfianza. Se pasó a hablar de política (yo: «Da tus oídos a todos, tu palabra a pocos») y me di cuenta de que este médico era un redomado ultra de la derecha («Pues nada, se le mata y ya está»). Pepe, aunque más discreto, se aproximaba a las posiciones de él. En la TVE ponían uno de esos telefilmes USA de polis y pistolas y violencias. En un momento en que uno de los personajes encañonaba a otro con la pistola, Pepe, con una sonrisa de placer, comentó: «¡Cómo se debe sentir uno cuando le están encañonando!». Yo estaba muy serio, poco locuaz, prudente, pero muy atento. La conversación me resultaba desagradable, pues percibía en ella un fondo de agresividad. Con todo, la razón no está íntegramente de la parte de nadie, sino de algunos más que de otros. No tardó en llegar Manolo N., al que Pepe Sánchez había llamado. Este Manolo es un personaje de baja estatura, moreno, ojos pequeños y vivos, nariz algo respingona, cabeza redonda y unos ojos de mirada viva, alerta… Supe, por Pepe Sánchez, que defraudó a mi pariente de la Panificadora varios millones (!), robo con el que empezó su fortuna. Tiene una tienda de piensos y se dedica a negocios relacionados con la remolacha, el campo, la maquinaria… Con palabras muy cuidadas e inteligentes, me expuso cosas relativas a los regadíos, la remolacha, etc., que me fueron muy útiles. Medio acordamos que iría a ver las tierras para saber si se podían ya cosechar. Luego fui a la fábrica de calzado de mi tío Salva Ruipérez, y, luego, a nuestra casa, que estaba fría y tranquila. Vi manojos de llaves, y todo lo demás: armarios, vitrinas, bargueños, papeles, etc. Volví a la fábrica, para volver a Salamanca con mi tío y mi primo Alfonso. Como no sabía que uno que estaba allí se llamaba José de la Torre, no pude firmar lo del seguro de incendio, que él hace por Plus Ultra. Estaba allí, en la fábrica, para regalarles unos libros sobre el Rijksmuseum de Ámsterdam. Y fuimos a Salamanca. Charlé un poco con mi primo Javier, cuando vino de su clase. Llamé a Ángel Otero. Quedé en ir a las once del día siguiente a su casa. Tardé en dormirme. Leía yo el libro de Orozco, Mística, Plástica y Barroco, ilustrativo y de interés.

El miércoles amaneció gris, oscuro, neblinoso. Ángel Otero tiene un regadío en El Campo de Peñaranda. Es lejano pariente mío, aunque se considera más próximo. Tiene gestos y ademanes que me recordaban a mi padre. Iba con abrigo beis, muy elegante y juvenil, pese a sus casi setenta años y la calvicie. Zapatos lustrosísimos. Me agarraba del brazo, a veces hasta me acariciaba, me daba golpes en el codo, sin perder por ello su tiesura. Se me quedaba mirando fijamente, con una sonrisa de arrobo. «¡Qué listeza –exclamaba–, cómo me gusta eso!», decía cuando yo le dije: «Hay que tener en cuenta las circunstancias condicionantes y determinantes», lo que, ciertamente, era una pedantería, pero es que él me pedía consejo sobre si ponerse ya a construir una nueva alberca o no (¡qué podía saber yo de eso!). Es de la gente que disfruta conversando, afectando misterios, tiesura, gracias, invitaciones, voluble, excelente persona. Amabilísimo, mi servicial pariente me llevó en su coche a Peñaranda. En el viaje extremó sus amabilidades. Antes, en un café, fue también muy caballeroso con dos señoras que estaban en la barra, a las que invitó, sin que éstas se enterasen en el primer momento. En el coche me recitó poemas, el artículo que dedicó a mi madre y demás mujeres españolas. La comida fue en Las Cabañas con Ángel Otero. «Si yo te contara…», dice a menudo. Luego estuve con Pepe Sánchez y Manolo N. Fuimos a La Cruz. Doy el papelito a Pepe Sánchez, prohibiendo la caza. Curiosos tipos los de Peñaranda: Pepe Sánchez con su cetrería, sus celos, confesiones generales, etc. Jesús, médico cetrero, con su mirada desconfiada y soluciones de fuerza para arreglar, sin arreglar, las cosas. ¡Y Ángel Otero! Con sus poemas a un amigo suyo de Ledesma, a la memoria de mi madre, a las mujeres de España… El chófer de mi tío Salva Ruipérez me lleva a Madrid con un cliente. Tormenta cegadora de nieve.

Viernes, 13 I 78. Esta mañana se puso a nevar suavemente con gran frío. En el coche, don Paulino Garagorri me habló del historiador Camón Aznar y su megalomanía: los mil muertos que aparecen en sus tragedias, llenas de héroes, horrores, pánicos. Ahora cree haber revolucionado la prehistoria con un libro en que dice haberlo «ordenado» todo. Se cree el mayor filósofo español del siglo XX. A veces es certero, a menudo vacuo y despanzurrado. Y me habló del griego surrealista que estuvo por España en los años 20 o 30. De él oyó hablar Garagorri. Parece que tenía chispa: quería sacar a escena el Titanic… Luego me contó las dificultades que atraviesa Revista de Occidente; la revista dejará de publicarse. También está en dificultades Alianza Editorial, con cuentas poco claras con Revista. Garagorri señalaba que, actualmente, su única relación con R. de O. es la edición de las obras de Ortega, ya que, económicamente, no tiene allí vinculación, sino con Alianza Editorial, de la que es miembro del Consejo de Administración. Don José Ortega Spottorno es el consejero delegado de ambas. Este año va a ser un año muy malo, decía don Paulino. También señalaba que él no estuvo de acuerdo con el cambio que dieron a R. de O., convirtiéndola en un «magazine». «Siento haber sido profeta», remató. Por la tarde vino a verme Fernando González de Canales. En el pub de Santa Bárbara vimos a Félix y con él fuimos a la exposición de art déco de la galería Edurne. La chica que estaba allí resultó muy simpática.

Sábado, 14 I 78. Terminé de leer el interesante libro del arquitecto Fernando Chueca Goitia, al que han nombrado director del Instituto de España…

Domingo, 15 I 78. A las cuatro de la mañana me desperté. Tiritaba, sobre todo las piernas. Había tenido una pesadilla de la que conservaba un horrible recuerdo y mal sabor de boca. Uno llamado Eduardo –en estos días me ha llamado un tal Eduardo– me pide dónde refugiarse, pues es del grupo terrorista FRAP, y han venido a Madrid y tienen problemas con la policía. Estamos en una plaza con mucha gente, en medio de la oscuridad. Se parece a la plaza de Santa Ana. Me explica, para que yo entienda, que es como Fifo, el camarero de La Vaquería, y veo entonces al lado de él a Fifo, con sus ojos enloquecidos y brillantes. Llega la policía, se arma un gran tumulto, nos dispersamos. Disparan, pero hay que cuidarse de que no le den a uno en la cabeza, pues las balas rebotan produciendo un efecto extrañísimo sobre la mente. Yo me meto entonces en una cueva a la que se entra por la puerta de un edificio que podría ser el Teatro Español, y noto que una bala me roza la nuca. Temo estar perdido y me despierto en una pesada atmósfera de temblor, temores y locura, como si hubiera tenido malos presagios. Me duermo. El otro sueño que recuerdo es que, estando con bastante gente en el comedor de la casa de mi madre, en Madrid, alguien me va a hacer una fotografía. Yo voy al baño a peinarme. Terminada esta operación, me voy a quitar un pequeño apósito o tirita que tengo en la mejilla para curar un grano. Cuando quito la tirita compruebo, estupefacto, que tengo en el carrillo un agujero considerable, a través del cual se ve el maxilar. Se lo enseño a mi madre y comentamos que algo debe irme mal por dentro.

Mañana reanudaré mi novela Arcadia. Dos meses me llevará esta redacción, y otros tres, la última. A ver si en junio puedo entregar el libro a la editorial, a fin de que se publique en el próximo otoño. Tengo que llamar a Luis Alberto de Cuenca para lo de la emblemática. Ya tengo una idea clara de la grabación que quiero hacer en Granada para el programa de televisión. Incluso he pergeñado un esquema en un papelito. Puede quedar muy bien.

Me llamó Helga Drewsen al mediodía por teléfono. Me contó la entrevista «muy antipática» de Plinke (director del Instituto Alemán) a El País, en la que se atribuye todo lo que se ha hecho en el Instituto. También apareció en un importante periódico alemán un artículo en el que Plinke se presentaba como el salvador de España y su traslado como una violenta destitución, y como, sin él, España se hubiese quedado sin luces… ¡Grotesco! Savater también lanzó en Triunfo un articulito elogioso. El director del Instituto Alemán de Atenas respondió al artículo con uno en el que jugaba con Plinke y Blinke («brillar», en alemán). Parece que Helga, que lleva la programación cultural, está mejor con el nuevo director, del que destaca su sentido del humor. El próximo sábado dará una cena «íntima» en su casa, a la que también ha invitado al actor José Luis Gómez. Le prometí que iría.

Luego hablé con el poeta Mario Hernández Sánchez, que me explicó el retraso en la publicación de mi Pronóstico. Quedó en dar un toque a Tomás Pollán. Y me explicó la oferta inadmisible que le hicieron a José-Miguel Ullán en Estafeta. Estoy pensando proponer a Helga un ciclo de algo así como Nuevas Tendencias Barrocas, recordando los ciclos de Nuevas Tendencias Vanguardistas que organicé en los últimos años sesenta en el Instituto Alemán. Yo disertaría sobre emblemas y gabinetes de maravillas; Antonio Bonet Correa, sobre arquitectura barroca; Ángel González García y Paco Calvo Serraller, sobre tratadistas de pintura y arte del Barroco; Julián Gállego, sobre cortejos, fiestas…; Orozco, sobre mística y plástica; otros dos, sobre teatro y arquitectura; Javier Navarro de Zuvillaga sobre anamorfosis; y algún alemán, sobre… «Temas barrocos», puede ser el título.

Lunes, 16 I 78. Volvió a llamarme el Eduardo que ya lo hizo en días pasados. Se trata de Eduardo Scala, al que conocí hace unos meses. Venía de parte de Marcos R. Barnatán. También quedamos esta vez en el pub de Santa Bárbara. Me traía su nuevo libro SOLUNA, todas cuyas hojas tienen una palabra, como la del título, compuesta de dos antónimos que se unifican. Curioso e interesante ejercicio semánticocabalístico. Vive en Aranjuez (para él, A2) con su mujer y dos niños. Su mujer hace pinturas naif con semillas y granos de arroz, de modo que se produce una «transmutación». Dice que de nuevo han oído una llamada y que están a ver si preparan las maletas para acudir a donde los llame su destino… Eduardo quiere hacer investigaciones de lugares en el pueblecito toledano de Yepes y ya ha comprado un telar. Habla mucho de lo «gémico», de que él y yo somos géminis, de que la Iglesia está muy corrompida, de que si el Maligno está en ella, de que si el cardenal de Toledo, algo músico, es demasiado dieciochesco o decimonónico, demasiado político. En su cabeza, ojos y barba hay algo oriental-mediterráneo. Dice que yo tengo abiertas las puertas, que sé lo que quiero, mientras que él da muchos bandazos. Quizá se vaya a Roma. Del cardenal de Toledo dice que lo tienen «raptado» (será «secuestrado») sus múltiples secretarios. A Marcos Barnatán no le vio. Habló con él por teléfono. De su parte me da un gran saludo. Le gusta ver en todo lo que le pasa algo maravilloso; por ejemplo, como en el pub nos cobraron 64 pesetas, dijo: «Los escaques del ajedrez (8 × 8), el infinito…». Eduardo fue campeón de ajedrez. A mí, a Marcos y a otros, nos considera como sus valedores y representantes o posibles puentes para estas intrincadas cosas de Madrid. Vive marginado, pues su manera de pensar las cosas, de relacionarlas, de interpretarlas, choca con los modos más comúnmente aceptados. Tiene una cara morena, ovalada, frente despejada con entradas (es un «flemático-pícnico frustrado»), nariz recta y poderosa, larga barba de patriarca, melena desgalichada, gafas, nervioso, a menudo habla de su comunidad, de sus místicas y videncias, y trata de implicar a los otros –a mí, por ejemplo– en sus tareas, como si formásemos parte de su círculo. Son las cinco y cinco de la tarde. Dentro de un rato llegará Gúmer Quevedo, el cual me llamó, y se va mañana a los EE. UU. A ver cómo respira, pues a Gúmer también le dio muy fuerte por las místicas. ¡Vaya día! La mística, si no crece junto a la razón, está muy próxima a la manía, a la locura.

Martes, 17 I 78. Ayer, por fin, no vino Gúmer, ni me ha llamado tampoco. Supongo que es porque «no se ha atrevido». Puede que tenga aún cierto sentimiento de culpabilidad hacia mí por aquello de hace años, cuando fue a Francia (París), vio a mi amigo el poeta semiótico Julien Blaine y a otros, y habló no demasiado bien de mí, de una manera absolutamente injusta.

Miércoles, 18 I 78. Aunque hace frío, el día está soleado. Llegué a la facultad a las 11 h para asistir a la conferencia de Bernard-Henri Lévy, uno de los nouveaux philosophes français. Había mucha expectativa. El título de la conferencia era «Marx, Maquiavelo de nuestra época». Apelotonados y apretujados, esperábamos a que se abriera el Salón de Grados, que fue a todas luces pequeño para tan copiosa concurrencia. A ojo de buen cubero debíamos de ser unos 400 o 500. Después de abrir el acto el decano, Salustiano del Campo, al que yo no conocía –es algo regordete, bajito, pancesco–, don Paulino Garagorri leyó unas breves cuartillas de introducción en las que aludió a la «ilusión» como algo que no se debe perder, sino fomentar. Ya hubo incidentes nada más comenzar, pues un jovenzano de la CNT leyó uno de esos comunicados obsoletos, que parecen escritos de una vez por todas en una oficina siniestra del Paleolítico Industrial, para negar su participación en el incendio de la Scala de Barcelona. Lo leyó, pero nadie lo oyó, pues no tenía condiciones vocales apropiadas. Don Paulino le hizo observar que lo que iba a leer ya había sido publicado en los periódicos. Y empezó a disertar el joven Bernard-Henri Lévy… en francés…, nuevo escándalo. Entonces un francés se puso a traducir, alternativamente con el conferenciante, lo que éste, muy valientemente, iba diciendo. ¿Qué decía? Que el marxismo es el envés triunfante de la propia sociedad burguesa, el más refinado sistema de servidumbre voluntaria: los procesos de Trotsky, el Estadogulag, el hombre abstracto, genérico… Hubo momentos en que una parte del público manifestó su protesta, pero lo hacía de una manera tan histérica y chabacana que se descalificaba a sí misma y ejemplificaba alguna de las cosas que Lévy decía. Éste hablaba con la típica, elegante retórica francesa. Era claro y preciso. El discurso, ligero, estaba bien urdido. También demostró mucha habilidad en el coloquio, en el que sólo permanecí unos minutos. Don Paulino y Salustiano han quedado satisfechos. Creo que es para estarlo. Puso muy a las claras en evidencia a Santiago Carrillo y su libro, en el que no se cuestiona el aparato del Estado, sino su utilización por parte del Partido, «depositario de la verdad».

Por la tarde me vine a casa, y me leí las Memorias y esperanzas españolas, el grandilocuente título que lleva una autobiografía de Aranguren, un individuo brujuleante, confuso y algo engreído. Don Paulino coincide conmigo en estas apreciaciones. A las 6:30 h decidí darme una vuelta. Subí por la calle Génova y entré en la galería N, no recuerdo ahora cómo se llama. Había allí una exposición que quería ver y tenía su interés. Era una colectiva de hiperrealistas y realistas mágicos. En la planta de arriba, sobre un caballete, estaba el cuadro de Jardiel en el que se ven sentados o de pie, en la escalinata, jóvenes de melenas, envejecidos, mugrientos, en tanto que un avión reactor atraviesa el cielo. El cuadro era mucho más impresionante de lo que yo había supuesto a partir de las reproducciones; increíble la luz del poniente, anaranjada, violácea, purpúrea. Un chico y yo lo contemplábamos al mismo tiempo. «¿Qué te parece la pintura?», le pregunté. Sin mirarme, pues seguía mirando el cuadro, dijo: «Te conozco… Te llamas… Ignacio Gómez de Liaño». «¿De qué me conoces?». «Te vi en televisión hace poco, y antes en una mesa redonda…». Me sorprendió ver que ese encuentro lo había propiciado, casi alentado, ese cuadro de Jardiel, sobre el que había escrito tan recientemente un artículo crítico-poético. Curiosa coincidencia, como la de que el chico hubiera estado por la mañana en la conferencia que dio B.-H. Lévy en la facultad. Estudia 4.º curso de Sociología. O sea, somos compañeros de facultad. Con algunos amigos hace una revista, que se llama Acera, de la que ya han sacado bastantes números. También es poeta. Le gusta el arte. Estaba de acuerdo con muchas de las cosas que expuso Bernard-Henri Lévy. Estuvo tres meses en Inglaterra en casa de una familia, e hizo un largo y desdichado viaje por Italia. Se llama Álvaro. Conocía de nombre a Savater y a Ullán. Hablamos de arte, literatura, el espacio, la soledad, la memoria, los viajes… Había comprado en La Tarántula un libro ensayístico de Larrea. Fuimos andando por Santa Bárbara y en el metro nos despedimos. Hemos quedado en ir el viernes por la tarde a ver la exposición de Rubens. Él dice que dirá a unos amigos que no irá con ellos a no sé qué barrios para un estudio de sociología urbana que están haciendo. Vive por Ventas. «Más allá», dijo. Su familia debe de andar bien de dinero. Me contó que hacía «ya muchos años», el profesor de literatura les puso como tema de redacción la ventana, y que casi todos la vieron desde fuera. Esto se le ocurrió cuando hablábamos de los «vanos», de la «vanidad».

Jueves, 19 I 78. Charlé largamente con don Paulino Garagorri sobre la conferencia de B.-Henri Lévy, el libro de Aranguren, el de Chueca Goitia, los episodios de Mayo del 68, Camón Aznar, que quizá no es tan miedoso como lo pinta Aranguren. Para él el libro de Aranguren es bastante mezquinillo, y así me lo pareció a mí. Fuimos hasta Puerta de Hierro, por un surtidor de gasolina. Subiendo por la Cuesta de las Perdices se veía en el cielo un fragmento esponjoso de arco iris. Comentamos los laudables artículos de Julián Marías. Llevo avanzada la lectura de La medicina actual de Pedro Laín Entralgo. Son las 5:40 h y sigo sin hacer nada. Escucho música. Veo láminas de la exposición de Rubens. He estado tocando la flauta. ¡Cuánto tiempo hacía que no se me ocurría tocar!

Viernes, 20 I 78. En la facultad hojeé ejemplares de Revista de Occidente, Mercure de France, Commerce, que inspirara Paul Valéry. Don Paulino comentó negativamente la entrevista que ha concedido el rey a la revista Cambio 16 y que es de «lo más inoportuna». Emilio Romero (del periódico Pueblo) ha aprovechado la oportunidad para leerle la cartilla a S. M. Esta mañana saludé en la Gran Vía al profesor y poeta Agustín García Calvo. Le noté un si es no es nervioso, como si quisiese abreviar el encuentro. Este mediodía, cuando volvía a casa, al cruzar la calle Barceló, como un camión mal estacionado me impedía la visión, y yo iba algo distraído, un coche, sin que yo lo advirtiese, me dio un golpe en el muslo izquierdo. No ha sido nada grave, pero me quedé muy impresionado, pues diría que durante un segundo perdí el conocimiento. No tengo ni señal, aunque sí una ligera molestia al mover el músculo correspondiente. Ay, se está nublando la tarde. Qué ciegos somos, qué poco escarmentamos, con qué facilidad nos fabricamos ídolos, con qué rapidez nos engañamos.

Sábado, 21 I 78. Salí a las 4:25 h. El cielo estaba cubierto. El Retiro estaba muy triste. A las cinco menos cuatro minutos llegué al Palacio de Cristal, que era como un artístico invernadero en medio del invierno. A las cinco y un minuto distinguí a Álvaro al otro lado del estanque. «Perdona el retraso –eran sólo las 5:05 h–, pero es que me encontré a un amigo que estaba allí sentado en un banco; he venido corriendo, cuando pensé que te escapabas». Estaba muy pálido. Un ojo le lagrimeaba mucho. «Me tendrán que operar», dijo. Ve bien, pero con el viento le llora mucho el ojo. Entramos en la exposición de Rubens, que, como temíamos, cerraba a las seis. Yo le explicaba con detalle los cuadros, lo que le iba abriendo los ojos para la pintura. Antes de entrar en la exposición, hablaba con énfasis del catálogo, lo cogía como para pesarlo. «Esto está muy bien, ¿no?», exclamaba. Cuando salimos de la exposición, todavía había luz. En el palacio de exposiciones había poca gente. Allí estaba un grupo con un guía que punto menos que nos perseguía. Álvaro casi pidió disculpas por no haberme traído su revista. Aún no sabe cómo terminará firmando. Procede de un pueblecito de León. Su abuelo vino a Madrid con sus ocho hijos, y todos viven juntos por Quintana. Él nació allí, y ha asistido a todas las transformaciones del barrio. Tienen una sala de fiestas que ha sido empleada para mítines, además de las típicas bodas y bautizos. Fuimos a la galería Heller, donde María, la chiquita ingenua que estudia la pintura de mujeres fatales de Jardiel, me recibió con una exclamación de sorpresa y alegría. Había leído mi artículo sobre Jardiel, que le había gustado mucho. Muy ingenuamente dijo que le había parecido el mejor con mucho de los tres. Álvaro estaba encantado. La simpática chica aludió a cómo yo le había enseñado a ver la pintura de Jardiel. Dejé en la galería las fotos y nos fuimos.

Pasamos de largo por la galería Multitud, que estaban montando, y por Rayuela, pues han quitado ya la colectiva que tenían, y nos encaminamos a mi casa. Me contó que en el bachillerato tuvo un profesor de arte, llamado Tauler, que por las tardes trabajaba en la Dirección General de Seguridad y que tenía una colección de armas antiguas, que a veces les mostraba. Cuando se murió Picasso, dio la clase de luto. Álvaro se especializa en sociología urbana. Le di el último número de la revista Guadalimar y aquél en que apareció mi escrito «El arte de los utopianos». Me contó que ya no hace vida de barrio. En El País vio mi artículo «El libro de los banquetes». Me preguntó por mi libro Los juegos del Sacromonte. Le leí el final, que escuchó con mucho interés, y se admiró de que fuese tan poco conocido. Encontró parecidos, bastante atinados, con Rimbaud, Octavio Paz y Mujica Lainez. Me habló de su desdichada semana en Lisboa, con el lumpen juvenil, peleas, navajas y drogas. Le hablé de cuánto me había impresionado la muerte de mi padre. Él me dijo que, como había pensado mucho en la del suyo, si ocurriese no le impresionaría nada… Insistía en que no dependía económicamente de sus padres gracias a trabajillos lumpen (camarero, publicidad, etc.) que hacía. Pero tampoco quería independizarse para vivir solitario, ni cosa parecida, pues la soledad le angustia. De su revista me dijo que fue él quien puso el título, Acera, pues va de arte en la calle, y que sólo dos se mantenían firmes. En un principio, colaboró con ANVE, aquella publicación que se sacaron en tiempos de Franco para modernizar los viejos esquemas de revistas (creo). No está afiliado a ningún grupo político, lo cual en una facultad como la de Políticas le convierte en un islote, pues, aunque luego se salgan de los partidos, todos se afilian para empezar… Le volví a dejar junto al metro de Alonso Martínez. La última frase que nos dijimos en el pub, cuando él hablaba de que había que hacer de la vida una página en blanco, para escribir en ella –¿por qué caminos le habrá llegado esa idea tan mía mía?–, fue: «Yo asistiré a tu escritura y tú a la mía». Es un chico despierto, inteligente, inquieto, de buena ley, atento, que conoce el mundo que le rodea, reflexivo, con un fondo enigmático y ardiente. Yo me pregunto si será de origen gitano o morisco, pues qué raro es el nombre del pueblo leonés de su familia. En la provincia de León hay pueblos adonde los moriscos fueron enviados, en las «sacas», desde las Alpujarras y Granada. También es rara esa vida comunal, de tribu, patriarcal, de su familia. El chico, de mediana estatura, tiene una palidez semítica muy española. Debe de tener 21 años. Tiene todavía mucho de estudiante de Enseñanza Media, y ya está en 4.º de facultad. Aunque se le nota mucho coraje para lo intelectual y literario, sin embargo, me parece bastante tímido. Lo más curioso es que, cuando trato de rememorar su semblante, no lo consigo del todo. Creo que otras veces ya me ha ocurrido lo mismo. Aún tengo su imagen como fragmentos.

Domingo, 22 I 78. Esta tarde corregiré las pruebas de imprenta del libro de Garagorri. Luego tengo cena en casa de Helga Drewsen.

Hablemos de la cena «íntima» que ayer noche dio Helga Drewsen en su ático de la calle Ríos Rosas, y a la que acudimos el músico Cristóbal Halffter y esposa, el actor José Luis Gómez y «esposa» (Jeannine) y yo. La «fiel» Prudencia se encargó de preparar la cena, que fue muy agradable. Llegué yo el primero, como es habitual, a las 8:35 h. Helga no tardó en hablar de Plinke (director del Instituto Alemán de Madrid), de su vanidad, su tiranía en la gestión del Instituto, su persistente politiqueo. Helga llevaba una falda larga de colores y en su enjuto rostro los ojos azules parecen cada vez más pequeños y la piel más arrugada. Tiene algo de ave de presa y de ingenua, a la alemana. Me enseñó la breve entrevista que le hicieron a Plinke en El País. Helga me confió que, pese al gran compromiso que dice tener Plinke con la «resistencia» española, cuando vio la posibilidad de que le ofreciesen el puesto de París, que tiene más categoría que el de Madrid, le dijo a ella que comprendiese que no le quedaba más remedio que aceptar. A Plinke se le subió España a la cabeza. Se ve que estos directores se creen reyezuelos o algo sumamente importante. Hablamos un rato sobre el personaje, otro sobre el nuevo director, Hütter, un hombre elegante, muy diplomático y que ha sido muchos años encargado de relaciones públicas en la sede central del Instituto, y me ofreció un vino de Jerez seco con almendras. En ese momento sonó el timbre. Eran los Halffter. Ella, nada más llegar, empezó a comer una tras otra, a manos llenas, las almendras, pues la enloquecen, por lo visto. Los Halffter traían a Helga como regalo una caja de bombones, pues no habían encontrado, por la hora, un ramo de flores, que es lo que trajeron José Luis y Jeannine. Yo, según mi manera cuando visito a Helga, me presenté solo y a cuerpo limpio. Cristóbal Halffter tiene una manera casi militar de cuadrarse, amén de que baja la cabeza y parece como si fuese a embestir, con las manos en los bolsillos. Venía encorbatado y trajeado. Tiene los ojos un poco estrábicos, y una testa germánica, poco fina. Su mujer, por el contrario, tiene encanto. Luego he sabido por mi tía Nines (hermana de mi madre y esposa de mi tío Salva Ruipérez) que su padre es marqués y tienen casa en Madrid enfrente de la de mi abuelo materno en la calle de la Bola número 3, donde yo nací. De niñas, jugaban en la plazuela del Convento de la Encarnación. Tienen un castillo en Villafranca del Bierzo, adonde se retiran para que la estrepitosa creatividad musical de Cristóbal corra como un raudal. La marquesa y yo estábamos sentados en el sofá y entre todos conversábamos no sé de qué cosillas. Llegaron los Gómez. Él en seguida dijo: «Qué cambiado estás. Has cambiado mucho». Contesté que haría cinco o seis años que no nos veíamos. José Luis es un actor de la cabeza a los pies, pequeño, reseco, cetrino, con ojos negros vivísimos que parece como si los llevase pintados según una moda antigua y lleva su pelo como una negra cresta, rebelde. Al hablar, parece que actúa, y cuando no, parece un redomado sacamuelas que va de feria en feria. Cristóbal Halffter y José Luis Gómez ofrecían un contraste notable. El primero parecía un becerro embestidor, leonino, masa de labios gruesos. El otro con sus labios imperceptibles parecía una serpiente, un faquir, un pequeño y renegrido brujo sabio en hipocresía. En seguida empezaron a hablar de sus viajes, el uno para dirigir conciertos y orquestas; el otro, para actuar en cine o en teatro: Baden-Baden, Bochum, Viena, Hannover, etc. Creo que fue Cristóbal quien sacó a colación, hablando de un viaje suyo costeado por la SGAE en primera clase de avión, a los ejecutivos, que desde que amanece están bebiendo en los aviones champán, güisqui, etc. Él, no, pese a los ofrecimientos y la extrañeza de las azafatas. Cristóbal destacaba la importancia y el poder de esos tipos. Mi tío Salva Ruipérez me ha dicho que un hermano del músico es ejecutivo del Consorcio del Calzado y que es un borrachín de marca mayor. Gómez asentía a las afirmaciones de C. Halffter sobre los ejecutivos, su poder, incluso político, y la uniformidad mecánica de su vida. En esto, Prudencia, la fiel servidora de Helga, vino a anunciar que la cena estaba en la mesa.

Pasamos al comedor mientras citaba José Luis un libro francés titulado Les arabes n’ont jamais envahi l’Espagne. Esos eran puntos fuertes míos, pues he leído ese libro de Ignacio Olagüe. En la mesita rectangular, con el consomé humeando, me pusieron frente a la anfitriona, en el sitio de honor, supongo que por razones de simetría, o para evitar susceptibilidades ajenas a mí. A mi derecha tenía a la marquesa; a mi izquierda, a Jeannine; Helga tenía a su derecha a Halffter, a la otra mano a Gómez. Jeannine es una chica rubia, de frente abultada, ojos grandes, inexpresivos, claros, con la pupila muy abierta, algo exaltada o mediúmica, la barbilla como un pegote redondo bajo la boquilla, y la naricita, pequeña y encorvada. De lejos puede parecer atractiva, con su piel suavísima. Nada más llegar, nos hizo saber que tenía una participación en la película de Joseph Losey –que protagoniza su hombre, Gómez–, con guión de Jorge Semprún, y lo decía como si fuese una participación en la lotería. Jeannine resultaba un personaje curioso, pues sin venir a cuento exhalaba aire por la nariz, haciendo un desagradable ruidito, y se ponía a reír como para sí misma, sobre todo si hablaba el cómico de la lengua que es su marido. Y, en efecto, José Luis solía parecer, con ese acento a distancia, aún más cómico. Creo que, por lo demás, Jeannine no dijo nada ni siquiera curioso, si bien una vez dijo «en mi país…». Es catalana y citó una frase en catalán, que no entendí. En otros momentos, preguntaba desaforadamente: «¿Es eso posible? ¡No! ¡Es increíble!». La cena consistió en un delicioso consomé, un pastel de pescado, muy esponjoso, con salsa de tomate y grata ensalada. De postre, piña y un pastel, receta de la madre de Helga, que constaba de diez láminas superpuestas. Su abuela, en los cumpleaños, llegaba hasta las treinta láminas. «Te ha dado la receta Sempere», comentó, para ser gracioso, C. Halffter (se refería al pintor geométrico Eusebio Sempere). Halffter animó la velada con otras tres anécdotas, de las que debe ir bien surtido para tales reuniones. Una era sobre una traducción que le encargaron en Editora Nacional, en los primeros años 50, por diez mil pesetas, de la biografía de Manuel de Falla hecha por un autor de apellido alemán. Él la hizo lo mejor que pudo. La editora se la envió al autor a Alemania, el cual respondió que estaba bien, pero que él la había escrito en español, pues era argentino y el español era su primera lengua… Si esta historia parecía surrealista, aún más lo era esta otra: la Universidad de México invitó hacia el año 1937 –decía Halffter– a André Breton a dar una conferencia en Ciudad de México sobre el surrealismo. Le mandaron el billete e instrucciones. Subió al barco. Al llegar a Veracruz, no le esperaba nadie, ni tampoco en el Hotel de México, ni en la sala de conferencias el día previsto. Entraron en la sala cuatro o cinco, pero, en vista de la escasa concurrencia, André Breton decidió irse a cenar con los oyentes. Estaban cenando, cuando llegó alguien que, encarándose con uno de los comensales, le preguntó: «¿Eres tú Gutiérrez?». Respondió el otro que sí. Entonces, el que había hecho la pregunta sacó la pistola y le dejó frito. Breton se fue en seguida a París y con razón decía que nunca había tenido una conferencia tan surrealista como ésa. Esta anécdota venía a cuento de la escasísima asistencia que fue a la conferencia de Alberto Corazón en el Museo de Arte Contemporáneo, patrocinada por el Instituto Alemán. Fueron cuatro gatos. Por cierto, José Luis Gómez me preguntó si sabía algo de Simón Marchán y Alberto Corazón, pues él no sabía de ellos desde hacía un año. Yo le dije que desde hace cuatro. Se refería a cosas de tipo político, pues le tenía entusiasmado el libro de Semprún, temidísimo por el comunista Santiago Carrillo. La tercera anécdota de C. Halffter fue a propósito del investigador USA Kirkpatrick cuando vino a Madrid a investigar acerca de la obra del músico Luigi Scarlatti. Como le dieron con la puerta en las narices en diferentes bibliotecas, llamó por teléfono a los dos Scarlattis que vio en la guía de teléfonos y le recibió un zapatero, descendiente del dieciochesco músico, el cual le dijo que su abuelo había dejado en un arca unos papeles, que resultaron ser sonatas inéditas del compositor. A este propósito yo conté la anécdota del helenista-hispanista francés Charles Gros, y de su encuentro con el novelista y diplomático Juan Valera en la Biblioteca de Palacio. Esta anécdota la contó don Pedro Sainz Rodríguez en la presentación de la última conferencia de Marcel Bataillon, a la que asistí. Al ver los conocimientos que tenía Valera del griego clásico, Gros comentó: «En España los profesores de griego son muy diplomáticos que no saben griego, en cambio, los diplomáticos saben griego, aunque tal vez no sean demasiado diplomáticos». La conversación estaba muy veteada de música; empezando porque, cuando llegué, Helga tenía en el gramófono Preludios de Chopin, interpretados por Maurizio Pollini, del cual hizo los elogios C. Halffter.

Durante la cena conversamos sobre el tema histórico de árabes, moriscos, las Alpujarras, etc., de que trata mi libro Los juegos del Sacromonte, y sobre los ejecutivos. A los postres salió a relucir inevitablemente el caso de Jesús Aguirre, Frühbeck de Burgos y la carta «Yo quiero ser obispo» que envió C. Halffter a El País. No la publicaron, pero se la dieron a Jesús Aguirre. Negaba C. Halffter que él pretendiese ese puesto (de director general de Música en el Ministerio de Cultura) que tiene Aguirre, con el que tuvo palabras fuertes y atacó el procedimiento dictatorial empleado por J. Aguirre. C. Halffter es tan fatuo, o más, que Aguirre, pero es músico, cosa que Aguirre no es. De Ros-Marbà dijo que era un «chico muy sensible, muy joven, pequeño, con poca fuerza, muy perrito faldero, incapaz de decir “puñe-ta”». Halffter me pareció en algunos momentos soez, palabra que empleó la marquesa al hablar del espectáculo porno-político de Pedro Ruiz, en el que imita, «soez pero con gracia», a los políticos. En una presentación, después de haber imitado a Felipe González, éste se negó a hablar alegando que «todo lo que pensaba decir ya lo había dicho Pedro Ruiz». O sea, el imitador… ¡Increíble! Halffter aludió en una ocasión a un tío carnal de su mujer, importante diplomático, «que sabía estar», que ya es importante, un caballero. Esto era a propósito de un viejo director general de teatro que era muy discreto… También J. L. Gómez hizo alusión a un cuñado suyo que era un «ejecutivo».

De nuevo en el salón, C. Halffter y J. L. Gómez entran en materia. El asunto era una ópera que prepara C. Halffter sobre Don Quijote. A propósito de ese tema y de las Alpujarras mencioné mi libro Los juegos del Sacromonte. J. L. Gómez citó la comedia de Calderón, Amar después de la muerte, o el Tuzaní de las Alpujarras. Yo guardé un prudente silencio a fin de evitar verme comprometido en tal empresa. Observé que J. L. Gómez es muy politiquero y bífido. Hablaba de «dinamizar» ciertos lugares que culturalmente están muertos. Hizo un encendido elogio de los «relaciones públicas». Se los aconsejó a C. Halffter (¡como si él no los tuviese!). «Tu mujer es tu “relaciones públicas”», observó J. L. Gómez. C. Halffter se las daba de mártir por tener que enviar a Zúrich a un hijo suyo a estudiar flauta, y a otro, que es piloto, a California, y él tener su representante en Viena… Y criticó un libro para el BUP, Música y Sociedad, que reduce la música del siglo XX a la música rock… Al tiempo que se las daba de mártir, resaltaba su prepotencia, su gran importancia. Hubo una discusión sobre ópera, el valor nulo –decían– de las palabras. Romper la semántica. En esto parecían confabularse J. L. Gómez y C. Halffter. Jeannine nos regalaba con sus risitas histéricas y diabólicas de María Magdalena…

Hubo un momento durante la velada en que surgió el tema de la anamorfosis, que yo saqué a relucir cuando José Luis Gómez mencionó la exposición «Duchamp en París». Como Cristóbal Halffter también quiso echar su tercio a espadas, aludió a las que hay en el Hospital de Santa Cruz de Toledo, sobre las que me detuve en plan explicativo. Después de lo de las anamorfosis, C. Halffter tuvo una «aparición» de Mozart a través de un espejo, que estaba en el pasillo, encima de un piano. Ese espejo reflejaba la pared frontera, que nosotros no podíamos ver, y en la que estaba colgado un cuadro en el que se ve al niño Mozart, con su naricita sensual y su alta frente, sentado junto al pianoforte. Desde la sillita que ocupaba C. Halffter, contigua a mi asiento, la cabeza de Mozart parecía un espectro que se asoma desde las sombras de ultratumba. No me gustaron los tontos comentarios que hicieron a propósito del lenguaje C. Halffter y J. L. Gómez con ocasión de hablar de la ópera de Don Quijote. Me asombraba ver cómo menospreciaban el lenguaje que, sin embargo, les estaba permitiendo conversar. Sostenía estas opiniones antisemánticas la marquesa, y todos tenían o demostraban tener una idea naif del lenguaje, sin darse cuenta de que el lenguaje es un instrumento artístico, una creación poética. Lo de Don Quijote no pareció prosperar mucho y a la una de la mañana nos despedimos. Helga tenía algo de ser contrito, envuelto en brumas. Jeannine insistía en sus risitas incomprensibles, histéricas. Una vez J. L. Gómez, haciendo gala de su poeticidad, dijo que en casa a veces, al fondo de un pasillo, la veía como una mujer del siglo XVI o XVII, lo que resultaba enormemente cómico. Si el punto flaco de C. Halffter son sus pretensiones de gran músico, su egolatría, pese a que pretende de continuo disimularla, su falta de finura, el punto flaco de J. L. Gómez es su serpentinismo, su descarado deseo de triunfo, su ambición de estar en todas partes. Cuando ya estuvimos en el portal de la casa, Halffter dijo a Helga que, al subir la escalera, a la llegada, habían visto a un vecino de la casa con El Alcázar y Fuerza Nueva… Me llevaron hasta la glorieta de Quevedo. Como despedida, prometieron comprar mi libro Los juegos del Sacromonte. A las dos menos veinte de la mañana, me acostaba.

Domingo, 22 I 1978 (continuación)*.