La carta - Pablo Barrena García - E-Book

La carta E-Book

Pablo Barrena García

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Beschreibung

Claudio y Germán se conocen desde que eran pequeños y son dos amigos inseparables. Su vida se divide entre los estudios y el rato que le dedican a los entrenamientos para competir en carreras de fondo. Germán tiene novia, Nuria, pero es bastante ligón y entre los compañeros se esparce el rumor de que hay una carta circulando de mano en mano en la que se detallan las aventuras amorosas de Germán. A Claudio no le gusta ese hecho y la relación entre ambos se enfrían. Pero Claudio entonces se percata de que siente algo por Nuria que va más allá de la amistad.

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Seitenzahl: 111

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Pablo Barrena García

La carta

Historia de amor y amistad

Saga

La carta

 

Copyright © 2007, 2021 Pablo Barrena García and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726927122

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

UNO

Yo quería mucho a Germán, mi amigo desde la infancia y mi mejor compañero; entrañable y divertido siempre, incluso en los duros entrenamientos de atletismo en la Casa de Campo.

Germán era un peso pluma, mediano de estatura, ligero pero sólido y susceptible pero simpático. Sus negros ojos brillaban cuando se quitaba las gafas para secarse el sudor de la frente. No le gustaba sufrir por ningún motivo. Era el menor de la familia, y sus padres y su hermano le protegían siempre ante cualquier problema, especialmente la madre, una mujer autoritaria que, además, amaba al hijo de forma obsesiva.

Él actuaba de la misma manera amable con su familia, sus amigos y los compañeros y profesores del centro donde, en el turno de tarde, estudiábamos.

Pero, sobre todo, le interesaban las chicas, enrollarse y salir con ellas, a pesar de querer mucho a su novia, Nuria, tan, tan amiga mía...

Los dos vivíamos cerca de la estación de metro de Portazgo, en calles inmediatas, paralelas. Nuestras casas quedaban, una de la otra, a la distancia de un tiro de jabalina. Eso nos hacía más inseparables y, en consecuencia, desde pequeños habíamos compartido montones de cosas, con entusiasmo y mucho afecto. «Sin dar y recibir afecto, no somos nada», decía él últimamente.

En septiembre de 2002 pusimos en práctica nuestra afición por el atletismo y nos enrolamos en el club Criado. A las ocho y media de la mañana quedábamos para ir al campo de deportes de la Ciudad Universitaria, en cuyo vestuario nos cambiábamos de ropa; y luego corríamos a entrenar a la Casa de Campo. Durante el trayecto en metro, él no paraba de intentar ligar con las chicas, Ya en primavera, día sí día no, habíamos coincidido en el andén de Pacífico con María y Elisa, morena y rubia platino, respectivamente, pálidas y de ojos negros ambas. Los cuatro salimos varias veces. Yo, más alto, iba con la esbelta María. Germán se entretenía con la regordeta Elisa.

Ellas eran aprendizas de peluquería, canturreaban letras de heavy metal y soñaban con salir de su barrio, Moratalaz, y correr mundo.

Germán las divertía durante el viaje en metro, antes de que entrasen a trabajar, con jornadas de diez o doce horas, en un salón de belleza, en Arguelles. Lo pasaban bien con él. Y yo, aun siendo más tímido, las atraía por mi amabilidad (pero a veces tengo mal genio y exploto). Con la llegada de las vacaciones de verano, en 2003, lo dejamos María y yo (no me interesaba, y mí problema era ¿con qué chica me gustaría estar?). Más tarde, en octubre, justo tras la celebración del Premio Canguro de cross, en el que ambos participamos fatal —puestos dieciocho y diecinueve— porque resbalé en un charco, me agarré a su brazo y nos caímos los dos (¡qué rabia, qué risa!), lo dejaron Elisa y Germán, aunque no del todo, pues había gran afinidad a flor de piel entre ellos. A Elisa le había salido un novio un tanto difícil y celoso, y él dijo que deseaba atender mejor a Nuria, su amor, pero seguían viéndose de vez en cuando. Así estaban las cosas cuando, a finales de noviembre, entró en escena la carta y el confuso malestar que creó.

—Ayer he vuelto a estar con Elisa. Me gusta. Nos reímos, baila fenomenal y hablamos de todo, no se complica conmigo ni yo con ella. Somos libres, no perjudicamos a nadie, si no la fastidiamos, ¿no, Claudio? —me dijo Germán el primer lunes de diciembre.

Corríamos solos por el Bosque Alto. A modo de mantenimiento, tras la competición de cross del domingo en el Trofeo de Parla —hasta finalizar el año ya sólo nos faltaba por correr el Cross Internacional de la Constitución—, en el que acabamos en cuarto y quinto lugar. Teníamos que dar tres vueltas al perímetro, doce kilómetros en total, con suaves cambios de ritmo. La mañana era algo triste, con cíelo gris.

—¿Qué crees tú que haría Nuria si se entera? —aduje—. Puede que alguien le cuente tus ligues, ¿sabes? Es que no paras, no te conformas con las que nos enrollamos los dos. Y encima no me engañes con eso de que has vuelto a ver a Elisa: nunca has dejado de verla. La semana pasada, la tarde que hizo sol, te han visto pasear con ella por Rosales. Por ahí se mueven siempre algunos atletas de la residencia Blume, de los que conocen a Nuria, y más de uno está deseando sustituirte.

—¿Otro con Nuria? Ni muerta —se molestó Germán.

—Será ni muerto, tú, que sólo piensas en ti mismo. Fíjate en cómo la miran cuando va a verte correr en las competiciones.

—Te digo que no hay peligro. Además, ahora ella estudia que no para, casi ni salimos, y ya no la veremos ni en las pruebas.

—Y si recibiera una nota anónima con tus...

Me dolía entrar en la cuestión, por él, y también por ella, claro.

—¡Mis... engaños, ibas decir! ¡No me fastidies!

—Pero, contéstame, ¿y si alguien le escribiera esa nota? ¿Y si ya existiera una carta y sólo faltase que la pusieran en un buzón de Correos?

—¿Y por qué no un mensaje en el móvil, mejor que una carta?

—Ya, bueno, da igual, pero tú contesta a mi pregunta.

Germán no respondió. Se ajustó las gafas y fijó la vista en el terreno, una línea de pinos y veredas que separan el contorno sur del pinar de otra zona poco arbolada. Yo, temeroso de haber herido sus sentimientos (pero, de cualquier modo, ¡la carta existía y que mi amiga Nuria sufriera me importaba un montón!), desvié la mirada hacia la derecha, una zona sin árboles, con hondonadas llenas de arbustos y matas, que dormitaba bajo nubes grises.

Al cabo de un rato, Germán masculló: «Elisa no es tan complicada», y aceleró el trote y me dejó unos metros atrás. Mantuvo esa distancia entre los dos hasta acabar el entrenamiento. De regreso al vestuario, fue otra cosa. A partir del Bosque Pequeño, ya cerca de la M-30, hablamos como si nada hubiera sucedido esa mañana, pero las extrañas miradas y la charla de Germán reflejaban que algo serio germinaba en su mente. Y así, mientras nos acercábamos al inef , ya caminando, comentamos otra vez la prueba del domingo, en la que no quedamos ni bien ni mal, y él cambió el gesto y dijo con impaciencia:

—¿Sabes?, no me había dado cuenta hasta ayer de que yo siempre corro teniéndote a la vista. Debe de ser porque eso me da seguridad.

Él solía decir ese tipo de cosas, pero fueron raros y cargados de sentimiento su tono y la forma de mirarme cuando dijo esto y lo que comentamos a continuación.

—Había gente nueva, que tiraba mucho al principio, y me confundí con ellos. No corrí a gusto. ¿Siempre me ves? Pues yo también te sigo la pista cuando puedo, ¿vale? Somos amigos, ¿no? Como ibas tan lanzado a por la quinta posición, me costaba seguirte, entre matojos y con zonas donde el suelo estaba lleno de piedras resbaladizas; y además tú volabas porque eres más ligero. Y te repito que no estuvo tan mal quedar cuarto y quinto... Empezamos a estar en forma, ¿no te parece?

—Hablo de amistad, Claudio, no de la carrera.

«Amistad, ¡vaya!», pensé, y acudieron a mi cabeza las palabras: «verdad», «seriedad», «sinceridad»... ¡Vaya laberinto!

—No sé. ¿Es por lo de antes? ¿Por lo de Nuria y todo eso?

Se calló un momento y entonces puso una mano sobre mi hombro.

—Estoy intranquilo, ahora voy a las carreras con miedo, como si alguien fuera a dispararme. No es broma, es una idea mala.

Le observé. Apartó la mano. Le veía lejos, muy lejos, como cuando éramos crios y él corría a todo gas, detrás de una niña. Ésa fue la imagen que tuve de él y, por vez primera, no la reconocía.

—Mi hermana dice que los pensamientos negativos significan asuntos psicosomáticos; son síntoma de problemas físicos y psíquicos.

—Pues sí que sabe tu hermana, y cuánto has aprendido de ella. Oye, una pregunta: ¿si no nos hubiéramos conocido, ahora te sería difícil o fácil verte como amigo mío?

¡Qué pregunta! Yo no supe qué responder, y él dijo una cosa más y ahí lo dejamos, yo con un extrañamiento nuevo ante sus palabras y me pareció que, por su parte, complicaba las cosas sin necesidad.

—No te lo he dicho nunca, pero a veces sueño con un sitio donde suena música que nadie oye y donde no pasa nada, y me gustaría que me acompañarais Nuria y tú a ese sitio.

Tales fueron sus palabras poco antes de entrar en el vestuario. Me quedé pasmado, mi amigo estaba ido, me dije, y luego, con la presencia de los compañeros, la ducha y lo demás, preferí olvidarme de lo que él había dicho.

DOS

En otoño, invierno y primavera, muchas cuadras de corredores de fondo y medio fondo entrenan en la Casa de Campo. Para calentar los músculos, a nosotros solía bastamos con ir al trote desde los vestuarios de las pistas de deportes del inef hasta el Bosque Alto.

Una vez llegábamos al lugar de la cita, hacíamos gimnasia y luego circuitos o series en tiempos que señalaba el entrenador. Manuel, alias Acelerón, nos machacaba. Era el Acelerón porque, algunas veces, mientras nos hacía sufrir, ponía a tronar rock duro en el Toyota turbodiésel de inyección y disfrutaba haciendo derrapes, aceleraciones y frenazos sobre la hierba empapada y el barro.

Para la mayoría era estimulante entrenar allí, y también, aunque no tanto, en cualquier otra parte de la Casa de Campo. Sobre todo gozábamos corriendo la recta medianera del bosque, de ochocientos metros, entre dos filas de pinos, pues los árboles del bosque se alinean en forma de parrilla.

En las mañanas claras, al penetrar por una calle entre árboles, la dulce Miriam, que hacía pentatlón y para coger fondo entrenaba con la cuadra, podía aspirar con fruición el aroma de los pinos, de la hierba, matas y tierra húmedos por la escarcha, y decir cosas extrañas:

—Nunca estaremos tan bien preparados como para sentir dentro la fluidez del Bosque Alto.

Germán, entonces, la miraba, y después me miraba, y no decía nada, pero sonreía. Más tarde, me confesaba:

—Cuando Miriam habla así, me siento como un tartamudo.

Germán adoraba a Miriam, le gustaba porque era atractiva, buena y despierta. Yo coincidía con él. Ella estudiaba Graduado Social y trabajaba en los Servicios Sociales del ayuntamiento de Vicálvaro. Solía salir con Javier, compañero de estudios, voluntario de la Cruz Roja, en Vallecas, y que también entrenaba con el grupo de Manuel.

Refiriéndose a ella, Germán me decía chispeante:

—Me gustan inmensamente la mayoría de las chicas, ya sabes; y más que nada las que son simpáticas y listas, como Miriam. Las miro, me miran y... pronto acabo con el corazón partido.

Cuando los entrenamientos eran en el gimnasio o en la pista del Instituto Nacional de Educación Física, muchos echábamos de menos el placer de las carreras, trotes y galopadas por uno cualquiera de los largos pasillos entre pinos. Allí solíamos correr con brillo en los ojos y expresión de energía y entusiasmo en las caras.

Germán se burlaba a menudo de mí. En la jornada semanal dedicada a adquirir velocidad y potencia en una cuesta del Bosque Pequeño, con poca recuperación entre la bajada y la nueva subida, entrenamiento que normalmente provocaba vómitos y mareos, podía observar el sudor frío en mi rostro y, con voz de pito, contagiarme su alegría:

—¡Mírale, al simio éste! ¡Cara arrugada, cara de higo! ¡No te vayas a despanzurrar bajando la cuesta, como si fueras un tomate de los que tira Tomás a los del Rayo, chaval!

No me molestaban sus bromas y burlas, las hiciera cuando las hiciera, pero a ciertos compañeros, como Montse y Barrios, les caían mal sí estaban en pleno esfuerzo o a punto de iniciar una serie dura.

El primer lunes de diciembre fue el día del enfado entre nosotros, y el jueves de esa semana (el domingo teníamos competición), cuando la basca atacaba el quinto dos mil (una vuelta a la mitad del perímetro del Bosque Alto), ya con el piloto automático al mando del ritmo, Germán se puso a mi derecha y comentó:

—No te he dicho nada antes porque lo he estado rumiando. Me tiene revuelto lo que me contaste de la nota, me espero lo peor. Imagino que Nuria ya la ha leído y que lo nuestro se acaba. No te digo lo que me duele. Si fueras otro, y no mi amigo, te daría de leches por tirarte el rollo de la nota. ¿Vale? Nuria y yo vamos de la mano, pero una cosa así sería mortal para ella, ¿no?