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Luis es un muchacho a punto de entrar en la adolescencia que siente un gran amor por su abuelo Perico, un anciano entrañable. Ambos conviven en un ambiente familiar tenso en el que Luis choca con los valores materialistas de sus padres, los cuales considera que no tratan a su abuelo con el cariño y respeto que merece. A través de sus pensamientos nos adentramos en la realidad de su día a día, donde se entremezclan sucesos mundanos con recuerdos del pasado.
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Seitenzahl: 128
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Pablo Barrena García
Saga
¡Que me parta un rayo!
Copyright © 1996, 2021 Pablo Barrena García and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726927115
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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¡Que me parta un rayo! Eso es lo que espero que me suceda. Al fin y al cabo, es una muerte natural. No se le había ocurrido nunca una idea mejor a mi único nieto: «¡Que te parta un rayo, abuelo Perico!» Precioso, el niño, sí. Pero con los padres que tiene, qué se le puede pedir.
Estoy mirando por la ventana y no me importaría un comino tirarme por aquí, si no fuera, precisamente, por él. La verdad es que yo ya no deseo nada. No quiero salir ni ir a ninguna parte. Hasta Jaime, viejo arrugado y maldito, que ahora está enfrente de la panadería, se ha dado cuenta de lo mal que lo paso últimamente. Todo es por culpa de aquel hombre, que fue él el culpable, digan lo que digan, y que me ha dejado sin ganas de nada y, sobre todo, sin ganas de aguantar a esta familia. Después de lo de Ofelia, esto ha sido el remate.
Sin embargo, ¿tiene él, Luisín, la culpa de ser un deslenguado? No; es de ellos, a los que les importa un pito su existencia. «Tú, con tus sesenta y ocho años, ¿a dónde quieres ir?», me suele decir ella, con toda su mala uva, que la gasta por toneladas.
Sí, hasta Jaime, que jamás tuvo preocupaciones por nadie, aunque no por mala persona, sino porque es así, un verdadero egoísta. Sólo hay que verle en este mismo momento. Se ha parado porque se le ha caído el pañuelo, pero no se agacha. Espera a que uno de esos chavales que se le acercan se lo recoja, como si él no pudiera. ¡Vaya detalle de su estilo! Ya se lo han dado; ya lo tiene. Cuando éramos chavales, sólo le interesaban sus propios asuntos, sin darse cuenta para nada de las cosas que les importaban a los demás. Vamos, es que yo creo que, de mi vida, no sabe ni para rellenar una página. Después, mientras éramos jóvenes y cuando, más tarde, nos casamos, siguió igual, no cambió. Trastornaba a su mujer con su comportamiento y a los hijos también. Todo se supeditaba a sus exigencias y a sus necesidades y caprichos. Pero, vaya, ¡lo que nos hace cambiar la edad! Antes, hubiera sido impensable su proceder actual conmigo, pero ahora, quizá porque sus dos hijos viven en Bélgica y no tiene a nadie, va y se entera de que yo también existo, como él, con mis problemas. Es increíble. Debe de ser porque se aferra a la vida, a la poca o mucha que nos queda, ya sin su mujer, a la que no echa en falta. Eso le convierte en un sentimental. El otro día, me invitó a ir con él a los toros en su flamante coche nuevo, a la primera de la feria de no sé dónde. Lo que quería era que le endulzase los oídos admirando el modelo. Eso de verlos morir de una estocada, y las banderillas... En fin, se lo agradecí, pero... El caso es que, de repente, me sentí muy cansado. Me percaté de que ya no puedo soportar tan fácilmente a la gente estúpida y egoísta. Ahora tendría que forzar mi ánimo si bajase a charlar un rato con él. Hace años todavía era capaz de una relación así, transigente.
Bueno, le dejaré ahí abajo, enredando a cada quisque que se le acerque, para que le entretengan. Yo ya tengo bastante con que me parta un rayo. ¡Pum! ¡Rajjjj! Se acabó lo que se daba. El rayo y finito. No está nada mal; casi es algo deseable. Me echaré un rato aquí mismo, en este sillón mugriento que me han dejado. Aún no es la hora de comer. Si me quedo dormido y se pasa la hora, pues mejor; así no veo la cara de ésa.
Mi abuelo es imbécil y mis padres son dos idiotas. Sólo se salva mi tía Magda. Ella sí que me hace regalos bonitos, como el chandal italiano. Casi me dan ganas de ponérmelo ahora. Pero cualquiera sale de la cama a estas horas, con la ventana completamente abierta, como le gusta que esté a mi padre. Además, en cuanto encienda la luz, Perico se levanta a ver qué me pasa. Quiere que esté con él todo el día, pero me cansa. Siempre está con lo mismo:
—Estudia, niño, estudia. La vida es muy difícil y con buenos estudios, Luisín, encontrarás más salidas.
—Pero, ¿de dónde tengo que salir? —le dije hoy.
Él no hacía otra cosa que pasarme la mano por el pelo. Menos mal que mamá nos había dejado solos en el salón.
—Mira, Perico —le dije Perico porque sé que eso le fastidia—, ni mi madre ni mi padre han estudiado.
Me levanté de la mesa para que dejase en paz mi cabeza, pero no me alejé demasiado. Entonces se calló, cogió una manzana del frutero y le dio un mordisco feroz. Parecía como si estuviera masticando hierro. Él sabe que ellos ganan un montón de dinero.
—Sí, y no saben de la misa la media —saltó de pronto, dejando de triturar el bocado de manzana.
Se levantó y me miró enfurecido. Se le veía la boca llena de trocitos con piel, todo mezclado con saliva. Su aliento olía a no sé qué, ¡buf!, como a alcachofas hervidas.
—Tú eres un maleducado —me dijo—. ¿Para qué les sirve todo su dinero? Para hacer la vida imposible a un jubilado y para dejarte suelto por la calle.
Cuando se enfada así, el viejo se embala. Tuve miedo de que mamá le oyese desde la cocina.
—Más les valdría olvidarse un poco de la peluquería y del taller...
Claro, como a él no le gustan nada.
—Bah, para que se forren otros —le hice burla con el dedo y él se puso rojo.
—¡No, niño tonto! ¡Para que sean más felices y tengan algo de tiempo para ti!
—¡Y para ti, no te joroba! —a lo mejor se creía que iba a callarme. Pensé que mamá vendría corriendo.
—¡Sí, y para mí! ¿Qué hay de malo en ello? —me gritó más alto. Yo fui a cerrar la puerta del salón—. ¿Es que no te gusta ver feliz a la gente?
—¡Bah, Perico...! Te ha dado —empecé a recoger los platos del postre con ganas de irme de una vez.
—¡Bah, Perico! —dio un puñetazo en la mesa y se inclinó junto a mí—. ¿Es que no sabes hablar de otra manera que como tu padre, ese maldito hijo mío?
—¡Oye, abuelo, con mi padre no te metas! —le miré con rabia. Casi me muerde.
—¿Que no me meta con mi hijo? ¡Con Manuel hago yo lo que me da la gana! ¿Te enteras? ¡Nieto de la mierda! —me agarró la muñeca. Creí que me iba a atizar.
—¡Bah, abuelo! ¿Sabes lo que te digo? —me retiré de él con los platos—. ¡Que te parta un rayo! Déjame en paz ya, por favorrr —abrí la puerta y salí huyendo por el pasillo hacia la cocina.
Lo que me pasó luego es que me sentí mal, pero es un cabezota. No va al taller ni a pasar un rato con papá, con todo el tiempo que tiene libre. Además, no tiene razón. ¿Cómo iba a estudiar si mis padres no tuviesen dinero? Lo que pasa es lo que dice mamá, que el abuelo no rula bien y que tiene el cerebro hecho papilla.
Desde que mató al pordiosero hace un año, yo creo que se hizo un viejales. Como dice ella, es un carcamal que chochea, aunque no me deja que diga eso delante de papá. Siempre me está advirtiendo: «Es tu abuelo y le debes respeto. Tu padre quiere que viva con nosotros y no en una residencia para ancianos, ¿lo has entendido?» Claro que lo entiendo, y lo de que moleste porque es mayor y no funciona bien.
Bueno, me pondré a buscar figuras en el techo, a ver si me duermo, porque con la luna llena de hoy, no hay manera. Lo peor es que viene Semana Santa. Ellos dos se van. Quieren que yo me vaya también, a un viaje con los de la parroquia. Antes de irme con esos aburridos, me piro a donde sea o con la tía Magda. ¡No te fastidia!
Cuando Manolo y Rocío entraron en mí habitación, hace menos de media hora, con esa cara de hipócritas que ponen, sobre todo ella, la muy ladina, ya supe a lo que venían tan temprano un lunes. Ella empezó con lisonjas, preguntando con su falso interés cómo me encontraba, qué tal estaba y cosas así; para terminar diciendo que querían hablar conmigo. «Pero si es evidente, es cosa archisabida», pensé mientras se sentaban al borde de la cama. Y yo les seguí el juego. Pensaba que lo que pretendían era despacharme a un asilo, con mi paga de jubilado y alguna ayuda económica, a que me muera en un rincón.
—Perico —empezó José Manuel con tono meloso, el que yo mismo le enseñé cuando le hablaba así a su madre, siendo él un crío, para conseguir algo de ella—, oye papá, sólo es un pequeño favor...
«Diantre», me dije al oírle, «esto va por otro lado.»
—Mira, Roci y yo nos queremos escapar unos días, de jueves a domingo, en Semana Santa, y como Luisito no se va con el cura Paco...
—Que me quede con él, ¿no? —le interrumpí.
—Sí, eso es —aprovechó ella para intervenir con suavidad, viendo que yo no ponía mala cara—. Ya sabemos que no os lleváis bien, pero le vendrá tan bien estar contigo, porque así...
—Sí —le corté, dando un manotazo en la manta. Deseaba hacerles pasar un mal rato, que creyesen que me iba a negar o a ponerme nervioso, que es algo que hago cuando quiero fastidiarlos y cuando no me contengo—, así pues, lo que buscáis es un guardián y encima con la coartada de que eso ayudará a que nos conozcamos mejor, después de tantos años, ¿no?
Les miré fijamente a los ojos, para ver el efecto que les producían mis palabras. Manolo estaba más pendiente del niño, por si nos oía, que de mí. Después de un instante en silencio, cuando ella estaba a punto de estallar, terminé con un tono conciliador.
—Bien, está bien, acepto. Vuestro hijo necesita mano dura y la va a tener por unos días. ¡Ojalá la hubiera tenido desde el principio!
A ella se le puso como un tomate la cara de peluquera de señoras de barrio que tiene, que le viene que ni pintada para ese trabajo. Iba a responderme enfurecida, pero Manolo la contuvo con un codazo apenas disimulado. Él sabe que yo tengo razón. Ella también lo sabe, pero no va a consentir a un viejo que le enseñe cómo educar a su hijo. Pero ya lo creo que le voy a enseñar.
Los dos salieron de la habitación sin añadir más, calladitos. Hacen buena pareja. Él moreno, como yo, con un perfil más mediterráneo que el mío propio, herencia de su madre. Ella es de pelo castaño y de piel blanca, como algunas gentes de Jaén. Los dos son altos y se mantienen bien, no como los matrimonios de mis tiempos, aunque ella se está poniendo gordita día a día.
El caso es que, cuando me levanté de la cama, tras salir ellos de mi cuarto y entrar en el suyo, oí unos pasos menudos, de pies descalzos, que salían del baño y avanzaban sigilosamente por el pasillo. Era el chico, o sea, que nos había oído. Es una lástima, porque debe de sentir que nos turnamos para ocuparnos de él, como si fuese un perrito casero, de los que a veces sobran. Esa sensación no es buena para nadie y mucho menos para un niño. De todas formas, la verdad es que ellos dos le dedican muy poco tiempo. A mí me gustaría estar más con Luisín, pero no se deja, quizá porque su madre le predispone contra su propio abuelo. Ya lo decía Ofelia, que de esta mujer nunca tuvo buena impresión, cuando estaban de novios Manuel y ella; decía que era una mala pécora disfrazada de novia modosita.
Espero que mi nieto, de mayor, tenga más sensibilidad con los demás, no como ellos. Se puede ser de cualquier profesión, sin cultura ni conocimientos del mundo de ningún tipo, pero un poco de tacto no cuesta nada. Es algo que lo da la buena pasta, espontáneamente.
Yo creía que mi hijo contaba con esa clase de herencia, aunque desde que se juntó con esta tipa ya no sé qué pensar. Se debe de extrañar de que no vaya a verle al taller, pero desde que lo puso, con la suerte que tuvo con la quiniela aquella, cuando su madre y yo creíamos que después de la mili haría el peritaje, me juré no pasar por otra. Ya nos la había jugado con su novia. ¿No podían haber esperado un poco para casarse y que él hiciese sus estudios? No, no señor, ellos a por el dinero, a por el dinero y nada más. Mira que ella, que no espere que le haga una visita a su maldita peluquería Roxi. ¡Vaya nombre de medio pelo! ¡Cursi y vulgar, eso es!
El abuelo Perico se pasa. Si se cree que me voy a quedar con él, va listo. En cuanto se marchen, le digo al mecánico de papá que me lleve y me largo a casa de mi tía.
Pero me da pena. Le he visto mirándose en el espejo de su habitación esta mañana. Miré por la rendija de la puerta, para ver si ya se había ido a dar su paseo diario y así me libraba de darle un beso. Parecía que se estaba contando las arrugas. También se daba pellizcos en la piel del cuello. Aunque es más alto que yo, como se había encogido de un modo muy raro, parecía un enano. De pronto, se ha dado una bofetada, por las buenas. Está chiva. Después ha dicho algo, como si supiera que le estaba espiando. Me ha fastidiado. Si era eso lo que quería lo ha conseguido. Ha dicho:
—¡Que me parta un rayo! No está mal, porque, ¿qué hago yo aquí más tiempo? Me voy al otro barrio y punto.
Lo peor es que ha cogido la navaja de afeitar y se ha puesto a mirar el filo. He vuelto corriendo a la cocina y me he puesto a desayunar sin decir nada a mamá. Ella se ha extrañado de que me estuviera tomando la leche y las galletas más deprisa que nunca.
—¿Qué te ocurre, Luisito?