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"La cisma de Ingalaterra" lleva a escena la desventurada historia de los turbios amores de Enrique VIII y Ana Bolena, casada en secreto con el monarca después del repudio del rey de su esposa Catalina, a través de una serie de acontecimientos desastrosos para la corona que terminan con la separación de la Iglesia de Roma y la proclamación de la Iglesia anglicana. Una lección de los peligros de la falta de autodominio y de no medir la responsabilidad de los actos de uno mismo sobre la colectividad.
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Seitenzahl: 408
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Pedro Calderón de la Barca
La cisma de Ingalaterra
Edición de Juan Manuel Escudero Baztán
INTRODUCCIÓN
La estructura de una tragedia canónica
La historia y La cisma de Ingalaterra
Los personajes en la comedia
Los textos de La cisma de Ingalaterra
Consideraciones textuales sobre los textos conservados
ESTA EDICIÓN
ABREVIATURAS
BIBLIOGRAFÍA
LA CISMA DE INGALATERRA
Jornada primera
Jornada segunda
Jornada tercera
APÉNDICE: «HISTORIA ECLESIÁSTICA DEL CISMA DEL REINO DE INGLATERRA» DE RIVADENEYRA
APARATO DE VARIANTES
ÍNDICE DE NOTAS
CRÉDITOS
De manera preliminar, merece la pena tener presentes algunas consideraciones que ilustran convenientemente el armazón trágico de La cisma1. El Hado es el elemento estructural más importante que aparece en la comedia2, explicitado bajo tres formas: el sueño, el horóscopo y la profecía (por este orden). Predicado desde el principio (la comedia se inicia con la dramatización en escena del sueño del monarca) anuncia ya el desenlace trágico y el final castastrófico. Así, la construcción trágica de la comedia sufre una desviación desde el punto de vista de su «acento estructural»3. No importa ni al dramaturgo ni al público lo que va a suceder (anunciado ya desde el principio), sino cómo va a suceder, qué imbricación fatal de los acontecimientos va a desembocar en la conclusión anticipada desde el inicio de la comedia4. Este hado dramáticamente lleva implícita la noción de «orden inevitable» y de «encadenamiento fatal», produciendo así dos efectos casi automáticos: circularidad y suspense. La circularidad es clara porque la situación aludida en la primera escena se cumplirá inexorablemente al final; el suspense, por otro lado, es el efecto estético de concentrar la acción en un punto del futuro. Por último, otra consecuencia inmediata de la presencia del Hado como elemento estructural es la de producir un carácter bipolar en la acción dramática, puesto que el conflicto se estructura mediante la relación de oposición entre necesidad y libertad, siendo así los personajes responsables del curso de la acción, la cual depende de la interpretación que cada uno de ellos da al contenido del Hado. Además, en el plano de la construcción de los personajes se caracterizan estos por la relación de oposición también entre razón y pasión, dirigida por una fuerza rectora (ambición, soberbia, pasión amorosa) que le imprime carácter, constituyéndose en fuerza generadora de todas sus acciones, a la vez que en fuente del error de juicio que conducirá al cumplimiento del Hado.
La acotación inicial que abre la comedia («Tocan chirimías, y córrese una cortina; aparece el rey Enrique durmiendo; delante, una mesa con recado de escribir, y a un lado, Ana Bolena. Y dice el rey entre sueños») es la dramatización en escena del Hado en su plasmación de sueño, y el espectador asiste a la representación del contenido mismo del sueño, y a la presencia del propio soñador y de una hermosa mujer, con apariencia de sombra, empeñada en destruir la acción de escribir en que se encuentra el primero. El sueño de Enrique es la primera de las formas de explicitación del Hado que anuncia misteriosamente cuanto va a ocurrir, a la vez que sume en la angustia y en el terror al rey.
El monólogo posterior del rey a la entrada de Volseo se estructura en tres partes. En la primera Calderón pone en antecedentes al espectador sobre la prehistoria (vv. 15-64). La segunda parte presenta a Enrique como defensor de la Iglesia, no combatiendo con las armas, sino con sus escritos los errores de la secta de Lutero (vv. 65-91):
Esto he dicho por mostrar
con el gusto y obediencia
que se reciben las cosas
de la fe en Ingalaterra
(pues dicen así que fue
legítima, santa y cuerda
la dispensación del Papa,
pues todos vienen en ella),
y para decir también,
cardenal, de la manera
que la defiendo, asistiendo
con el ingenio y las fuerzas;
pues ahora que Marte duerme
sobre las armas sangrientas,
velo yo sobre los libros,
escribiendo en la defensa
de los siete sacramentos
aqueste con que hoy intenta
mi deseo confundir
los errores y las sectas
que Lutero ha derramado;
pues en él, para su ofensa,
todo es refutar errores
de un libro que se interpreta
Captividad Babilonia,
que es veneno, es peste fiera
de los hombres. Escribiendo
estaba...
La tercera parte (vv. 92-128) vuelve a mostrar la turbación del rey, a la vez que añade datos significativos que aclaran poco a poco la ambigüedad del sueño en el momento en que el rey explicita que lo tuvo cuando estaba escribiendo sobre el sacramento del matrimonio:
Oye, que aquí empieza
el horror de más espanto,
el prodigio de más fuerza,
que entre las sombras del sueño
imágenes dio a la idea.
Escribiendo estaba, pues,
(en el sacramento era
del matrimonio, ¡ay de mí!),
y cargada la cabeza,
entorpecido el ingenio
de un pesado sueño, apenas
a su fuerza me rendí,
cuando vi entrar por la puerta
una mujer... Aquí el alma
dentro de mí mismo tiembla,
barba y cabello se eriza,
toda la sangre se hiela,
late el corazón, la voz
falta, enmudece la lengua.
Esta llegó a mí; y, turbado
de considerarla y verla,
ya no acertaba a escribir;
pues cuanto con la derecha
mano escribía y notaba
iba borrando la izquierda...
Es aparente la redundancia en que incurre Calderón cuando vuelve el rey a relatar de nuevo el sueño que ya conoce el espectador. Su funcionalidad estriba en insinuar con admirable destreza dramática el carácter perverso del sueño mismo. ¿Cómo es posible que un sueño turbe tanto el estado de ánimo de un monarca, paladín de la cristiandad? Ruiz Ramón5 señala el modo en que «muy sutilmente el dramaturgo sugiere que el sueño no es solo causa del conturbado estado de ánimo del rey, sino efecto o, tal vez más exactamente, revelación de una disposición subconsciente, donde aflora, desde el subsuelo de su personalidad básica, la raíz de la pasión que lo definirá como personaje». Esto es, Calderón sugiere la pasión erótica que subyace en el interior del personaje. Pasión que hace falta subrayar mínimamente, puesto que está de sobra presente en el horizonte de expectativas del público, para quien la figura y comportamiento de Enrique VIII eran muy conocidos. La interpretación del sueño del rey junto con el trueque de cartas, que no hacen sino incidir de forma fatal en su significado, traen a escena la presencia de Volseo, «coincidencia que no carece de sentido, sino que lo crea, pues la simultaneidad del despertar y de la llegada del cardenal refleja el plan estructural del dramaturgo»6. Nótese, además, como antes y después del trueque de las cartas, la necesidad imperiosa que tiene Enrique de interpretar de forma no nefasta la relación entre el sueño y las cartas, se reviste formalmente de un discurso racional y coherente en apariencia (pero «humo» al fin y al cabo), que termina con las significativas palabras «Triste estoy» (v. 212); el discurso aparentemente racional es en muchos protagonistas trágicos calderonianos el último asidero al que se aferra el personaje para esconder su íntima confusión emocional7:
Bien me consuelas, Volseo;
fuera de que aqueste error
ya le juzgo en mi favor,
ya por mi dicha le creo.
Pues si el Pontífice es
basa firme y fundamento
de la fe, como cimiento
quiso ponerse a los pies.
Que él es la piedra confieso,
yo la columna; y, así,
es bien que él me tenga a mí,
para que yo sufra el peso
que pone sobre mis hombros
esta bestia, este portento,
que hoy en las alas del viento
carga montañas de asombros.
Baje la piedra oprimida,
suba la llama abrasada,
esta en rayos dilatada
y aquella del peso herida,
que yo de las dos presumo
que buscan en esta acción
su mismo centro, pues son
una piedra y otra humo.
(vv. 185-208)
El monólogo posterior de Volseo, solo en escena, desarrolla tres temas conectados entre sí que alcanzarán a lo largo de la obra su pleno desarrollo: el humilde origen del cardenal («hijo de un carnicero»); su ambición (desea la mitra papal); y el horóscopo. El horóscopo, segunda explicitación del Hado, conecta y da sentido a los dos primeros; a través de él se revelan las ocultas fuerzas que rigen sus motivaciones y modos de actuación. Descubre ahora el espectador que su servicio al rey (y por tanto su insistencia en aliviarlo de su pesadilla), que le ha llevado al alto estado en que se encuentra, es puramente instrumental (vv. 227-242):
Un astrólogo me dijo
que al rey sirviese; que, así,
tan alto lugar tendría,
que excediese a mi deseo.
Hasta aquí, Tomás Volseo,
no cumplió la astrología
su prometido lugar;
pues aunque tan alto estoy,
mientras que Papa no soy,
me queda qué desear.
Díjome que una mujer
sería mi destruición;
si agora los reyes son
los que me dan su poder,
¿qué funesto fin ofrece
una mujer a mi estado?
Tras el monólogo de Volseo entran en escena nuevos personajes: Tomás Boleno, Carlos, embajador de Francia, y Dionís su criado. Apenas sale Volseo de la escena, Tomás Boleno lo define como la personificación de la vanidad, la soberbia y la arrogancia (vv. 259-263). El mismo personaje establece un claro contraste con el rey al que define como «prudente, advertido, docto y sabio». Y dato importante, nos informa sobre el fatal influjo de Volseo sobre el rey (vv. 265-272):
No sé yo qué encanto ha sido
el que Volseo le ha dado
a un hombre tan celebrado,
tan prudente y advertido,
tan docto y sabio que bien
leer en escuelas podía
cánones, filosofía,
y teología también.
Calderón asigna después a Carlos un larguísimo parlamento (vv. 333-444) estructurado en octavas reales, donde verbaliza su pasión amorosa por la hija de Tomás Boleno, Ana Bolena. Se trata de un pasaje caracterizado por una notable elaboración retórica a la par que extraordinaria belleza poética, donde el concepto y la metáfora pugnan por reflejar con palidez la belleza de la dama. Como ocurría, esta vez a nivel mismo de la representación escénica, en La hija del aire(1.ª parte) cuando Menón intentaba plasmar la belleza de Semíramis al rey Nino8:
En un festín acompañada entraba
de la mayor belleza que vio el suelo.
De plata y seda azul vestida estaba;
¿cuándo no se vistió de azul el cielo?
Yo, que entonces de libre blasonaba,
quedé al mirarla envuelto en fuego y hielo,
que como amor es rayo sin violencia,
crece y crece en su misma resistencia.
Fácil hace un diamante a otro diamante,
y posible un acero hace a otro acero;
el imán al imán es semejante;
felice es siempre el que llegó primero:
pues ¿qué mucho que Amor en un instante
postrase humilde corazón tan fiero,
si en tanta confusión dispuso ciego
imán, rayo, diamante, acero y fuego?
Danzó, dancé con ella. No quisiera
decirte cómo allí mis confianzas
resucitaron, conociendo que era
mujer quien supo hacer tantas mudanzas.
Dejó en mi mano un lienzo, lisonjera
prenda con que animó mis esperanzas,
y astrólogo favor cuyos despojos
anunciaron el llanto de mis ojos.
Amé, quise, estimé mansos rigores;
serví, sufrí, esperé locos desvelos;
mostré, dije, escribí locos amores;
sentí, lloré, temí tiranos celos;
gocé, tuve, alcancé dulces favores;
dejé, perdí, olvidé vanos recelos.
(vv. 357-386)
Obviamente no hay todavía ninguna señal en el texto que relacione la identidad entre la mujer del sueño del rey y Ana Bolena, por lo menos no en el nivel intratextual (sí en el ámbito afectivo del público). La intensidad lírica del parlamento de Carlos persigue provocar en el espectador la fascinación del propio personaje, expectativas rotas por las palabras siguientes del mismo galán en un parlamento en octosílabos, quien capaz de pintar su belleza momentos antes, es capaz de transmitir también sus dudas, fundadas en la «vanidad, la arrogancia y su condición secreta de luterana» (vv. 447-460):
Tiene mi padre su amor
en esa parte dudoso,
y es Ana mujer altiva.
Su vanidad, su ambición,
su arrogancia y presunción
la hacen a veces esquiva,
arrogante, loca y vana,
y aunque en público la ves
católica, pienso que es
en secreto luterana.
Yo, enamorado y dudoso
de condición semejante,
quisiera gozarla amante
antes que llorarla esposo.
Comenta acertadamente Ruiz Ramón9 que «la información que de Ana recibimos, de boca de su propio amante, la empareja con la que, directa e indirectamente, recibimos de Volseo, e influye, antes de que aparezca en escena, nuestra percepción de espectadores. Puestos en guardia contra ella, queda enlazada con Volseo, enlace cuyas consecuencias entenderemos mucho más tarde. Cara al público, la función, específicamente dramática, de estos dos puntos de vista sobre dos personajes clave de la tragedia, es la de crear un principio de distanciamiento entre ellos y el espectador, distanciamiento que influye nuestra percepción de sus palabras y de sus actos, y nos permite captar el sentido interior de las situación y de la acción, a la vez que nos hace receptivos a la ironía trágica subyacente en palabras, actos, situaciones y acción».
La coincidencia en escena de la reina Catalina, Pasquín (bufón de la corte) y Ana Bolena desarrolla nuevas tensiones en la acción dramática:
1. Afectivamente el espectador asiste a la confrontación directa entre la reina y Bolena, intuyendo una lucha desigual entre la inocente víctima trágica y la futura usurpadora. En este sentido la ironía trágica del parlamento entre ambas esconde un significado profundo que no escapa al espectador, y que es magistralmente conducido por la técnica dramática de Calderón (vv. 535-541):
ANA
¿Cuándo,
princesa y señora mía,
merecí ver en un día
dos soles? Pues de honor llena,
apenas uno enajena
su luz, cuando a otro me atrevo.
Dadme la mano.
2. La intervención de Pasquín señala la tercera intervención del Hado en forma de profecía. Irónicamente, su disparatada profecía esconde la verdad del desenlace trágico. Y a nadie escapa que sus palabras serán fiel reflejo del curso luctuoso de los acontecimientos (vv. 613-632):
Lo primero que saca
la profecía que veis,
es que vos, Ana, tenéis
cara de muy gran bellaca.
Y aunque vuestro amor aplaca
con rigor y con desdén
la hermosura que en vos ven,
muy hermosa y muy ufana
venís a palacio, Ana.
¡Plegue a Dios que sea por bien!
Y sí será, pues espero
que en él seréis muy amada,
muy querida y respetada,
tanto, que ya os considero,
con aplauso lisonjero,
subir, merecer, privar,
hasta poderos alzar
con todo el imperio inglés,
viniendo a morir después
en el más alto lugar.
3. La reina enojada después por no poder acceder al cuarto del rey, impedida por Volseo, y conocedora (única, diríamos) de la ambición del cardenal, encarna la lucidez de la verdad, y no duda en recriminar a Volseo con duras palabras (vv. 660-672):
¡Loco, necio, vano!
Por príncipe soberano
de la Iglesia hoy os respeto;
aquesa púrpura santa
que por falso y lisonjero
de hijo de un carnicero
a los cielos os levanta,
me turba, admira y espanta,
para que deje de hacer...
Pero bastará saber,
ya que Amán os considero,
que los preceptos de Asuero
no se entienden con Ester.
Volseo, coherente consigo mismo como personaje al que le domina la pasión de su ambición, interpreta equivocadamente las palabras de la reina no como causa de su comportamiento ambicioso, sino como prueba irrefutable del augurio del astrólogo. Decide, por tanto, declarar la guerra a la reina (vv. 683-706). Coincido con Ruiz Ramón quien se opone a la idea de Parker10 de considerar a Catalina culpable, en cierto modo, por su falta de prudencia política y su falta de caridad, responsable, por tanto, de su desgracia futura. Al compartir este personaje el mismo punto de vista del espectador, no muestra sino una vez más la pureza y rectitud que lo caracterizan como personaje dramático.
De las palabras que cruzan Tomás Boleno y su hija Ana en la escena siguiente se desprende la ambición desmedida de Ana. Las palabras finales de Tomás tendrán carácter profético: «Dios hay, y aunque soy tu padre, / tal vez podrá ser que niegue / la sangre por el honor, / y no rehusaré tu muerte» (vv. 755-758). Esta pequeña confrontación entre padre e hija, muy significativa, revela al espectador de forma clarividente la imposibilidad de confiar en la verdad del amor que Ana promete a Carlos. Nótese de nuevo con qué habilidad Calderón trunca la respuesta de Ana a la palabra de esposo que le ofrece Carlos ante la súbita llegada de la reina y el rey (vv. 825 y ss.). Se cierra así la primera jornada con una escena de gran efectividad dramática. Dentro de la construcción circular de la acción, esta escena significa la materialización del sueño escenificado al comienzo de la comedia. Por fin el rey puede identificar esa «sombra divina», esa «imagen bella» en la figura de Ana Bolena (el espectador y lector lo han hecho hace tiempo). Las palabras que el monarca dirige a Volseo muestran con claridad la división de su conciencia (vv. 855-868):
Esta es la misma que hoy
alma de mi sueño ha sido.
Pues ahora no estoy dormido;
despierto estoy, vivo estoy.
¿Quién eres? ¿Cómo te nombras,
mujer, que deidad pareces
y con beldad me enterneces,
si con agüeros me asombras?
Entre luces, entre sombras
causas gusto y das horror;
entre piedad y rigor
me enamoras y me espantas;
y al fin entre dichas tantas
te tengo miedo y amor.
En consecuencia, poco a poco se van cumpliendo inexorables los designios del Hado. Se ha materializado parte del sueño del monarca; el resto, la acción nefasta de la visión empeñada en ese «borrar cuanto tú escribes», ocupará toda la segunda jornada. El mecanismo trágico ha echado a andar. Y Calderón ha ido diseminando con extremada precisión los elementos ominosos que anunciarán cuanto va a ocurrir; no podía menos que acabar esta primera jornada con las diáfanas palabras de Margarita Polo, dama de compañía de la reina (vv. 905-908):
Con muy favorable estrella,
Bolena, en palacio entráis.
Ruego al Cielo que salgáis,
que es lo que importa, con ella.
La segunda jornada comienza con la presencia en escena de Volseo y el rey. El rey es ahora un personaje triste, melancólico y falto de sosiego. La tristeza embarga al rey cuando entran en escena la reina, Pasquín, y el séquito de damas que la acompaña, salvo, claro está, la presencia de Ana Bolena:
PASQUÍN
(Aparte. Triste está el rey. ¿De qué sirve
cuanto puede, cuanto manda,
si no puede estar alegre
cuando quiere?) Pues ¿hay causa
que os tenga a vos triste?
REY
Sí;
que las pasiones del alma
ni las gobierna el poder,
ni la majestad las manda.
Triste estoy.
(vv. 925-933)
VOLSEO
Luego viene Ana Bolena.
REY
No digas más, que ya el alma,
por asomarse a los ojos,
el corazón desampara.
Por este gusto, ¿qué quieres
que te dé?
(vv. 1019-1024)
El estado anímico del rey es síntoma claro de su zozobra pasional, cada vez más disociada de la razón y la templanza. Los indicios en este arranque de la comedia son numerosos: la tristeza que lo embarga (varias veces se repite la palabra «triste») cambia radicalmente con la aparición de Bolena, empleando el dramaturgo por primera vez el sustantivo «gusto». Enajenación progresiva de su voluntad como hombre y como monarca que le lleva a gobernar arbitrariamente. Sin medir, por ejemplo, el alcance político de sus actos cuando promete a Volseo la mitra papal (solo porque le ha anunciado la presencia de Bolena) en los versos 1024-1036:
VOLSEO
Solo que hagas
de una vez aquesta hechura
que empezaste a hacer de tantas.
Por la muerte de León
Décimo, agora está vaca
la silla pontifical,
y si tú, señor, me amparas,
como lo hacen Carlos Quinto
y Francisco, rey de Francia,
no habrá duda de que ciña
las tres divinas tiaras.
REY
Eso es lo que más deseo.
Mi favor tendrás.
Seguidamente, la reina se enfrenta a Volseo, a quien expulsa de su presencia por «justas causas». De nuevo, la credibilidad de la reina y la exactitud de su juicio son corroboradas y confirmadas por el conocimiento que el espectador tiene, por su condición de testigo de excepción, de acciones que la reina y los demás personajes desconocen; versos 1086-1092:
REINA
Justas causas
me mueven. Tengo a Volseo
por lisonjero, y que entabla
más su aumento que el provecho
del reino; que solo trata
de subir al sol, midiendo
la soberbia y la arrogancia.
Volseo desaparece de escena, pero no del drama en el que continúa con una verdadera presencia11 «espiritual» más que «física», la cual intensifica el suspense dramático con extraordinaria economía de medios; bastan solo las últimas palabras pronunciadas por Volseo en un aparte: «Yo me iré donde dé traza / del modo que ha de tener / tu castigo y mi venganza» (vv. 1082-1084). La reina canta a continuación una glosa que augura el desenlace trágico del matrimonio («En un infierno los dos, / gloria habemos de tener; / vos en verme padecer / y yo en ver que lo veis vos», versos 1099-1102), cuyo oscuro vaticinio refuerza Calderón con un signo visible desde la escena: Bolena baila para el rey una gallarda y, cayendo al finalizarla a sus pies, este la levanta.
En conjunto, los signos ominosos que acumula Calderón en escena preludian las nuevas relaciones que se van a establecer entre Bolena, el rey y la reina.
La entrada posterior del embajador Carlos con su misión diplomática muestra la aparente cordura del rey, que dilata el despacho y determina examinar el asunto en otro momento. Sin embargo, el valor aparente de esta cordura no puede pasar inadvertido al espectador, que puede sospechar la dilación en su gobierno causada por la enajenación del rey, cada vez más incapaz de ejercer su función de gobernante. Las palabras del rey al abandonar la escena delatan su confusión emocional: «cierto es que con alma muero, / cierto es que vivo sin alma» (vv. 1243-1244).
Queda vacío el escenario el tiempo justo para significar el paso a la venganza de Volseo; a partir de este momento el «devenir» trágico de los acontecimientos se sucederá de manera inevitable para los personajes. Entra Volseo en escena contrariado por el fracaso de sus planes de ser elegido papa. En su monólogo es visible la incorrecta interpretación que hace de los hechos, achacando su derrota no a la desmesura de su ambición, sino a lo profetizado en su horóscopo. De nuevo, el mecanismo trágico se sustenta en las erróneas decisiones de los personajes envueltos en las fuerzas opuestas del ejercicio de su libertad y del Hado; regidos, a su vez, por oscuras fuerzas motrices, la ambición en este caso, que nublan la recta interpretación de los acontecimientos (vv. 1245-1284):
No hay cosa que me suceda
bien; ya es mi suerte importuna.
No des la vuelta, Fortuna,
detén un poco la rueda.
Contra las humanas leyes
al embajador tenía
suspenso; así pretendía
tener amigos dos reyes,
porque no determinando
a quién la infanta le daba,
a Carlos lisonjeaba
y a Francisco, procurando
que los dos favoreciesen
mi pretensión; que después
el español o el francés
no importa que se ofendiesen.
Y no solo el rey ha oído
al embajador de Francia,
estorbándome esta instancia,
pero Carlos ha querido
hacer a su maestro Adriano
(quitándome a mí este honor)
dignísimo sucesor
del Pontífice romano.
Y pues la reina este día
venganza a todo me ofrece,
muera, pues que me aborrece,
y muera porque es su tía.
Y aun contra el Papa me atrevo,
por ser mi competidor,
a introducir un error,
el más prodigioso y nuevo...
¡Bolena! A buen tiempo viene;
parece que la llamé.
En una industria veré
si valor y ánimo tiene
para ayudarme, que en ella
fundo toda mi esperanza.
Hoy veré si mi venganza
tiene buena o mala estrella.
Calderón dirige la venganza de Volseo hacia el plano personal. La reina debe morir no ya por ser tía del emperador, sino porque le aborrece y porque según el astrólogo, y Volseo lo cree ciegamente, se ha convertido en la amenaza más clara para sus proyectos. A partir de aquí, Volseo urde su plan con la ayuda de Bolena, que accidentalmente hace su aparición en las tablas. Las escenas que siguen unifican y dirigen la ambición de ambos personajes hacia un mismo fin: Ana no vacila en abandonar a Carlos y seducir al rey para convertirse en reina de Inglaterra; Volseo, por su parte, se asegura así la eliminación del agente de su posible destrucción y abrir la puerta a su ambición de conseguir la tiara. La escena posterior entre Ana Bolena y el rey no es sino la constatación de la caída de este bajo la fuerza motriz de su pasión. Como bien lo indican sus palabras dirigidas después a Volseo: «¿Quieres ver lo que puede / pena y tormento tanto? / Con ella me casara, / si libre en este punto me mirara; / y aun no sé lo que hiciera / con no estarlo. Confieso / que estoy loco, sin seso» (vv. 1531-1537). El cambio entre este rey Enrique y el que abría el inicio de la comedia se ha consumado. Ahora es él el que está dispuesto a borrar con sus actos lo que había escrito anteriormente (comienzo del cumplimiento de su sueño, de su hado). Volseo no tiene sino que esgrimir ante sus ojos el engaño de su falso matrimonio con Catalina, versos 1546-1570:
Señor, no ignoro
que sabe vuestra alteza
más que yo a saber llego.
Pero escúchame y luego
córtame la cabeza.
que por darte la vida
estará mal guardada y bien perdida.
Mil veces ha querido
mi lealtad, que te adora,
decirte lo que agora,
pero no me he atrevido,
que, por injustas leyes,
no se dicen verdades a los reyes.
Mas hoy que en tu provecho
puedo hablar libremente,
salga aqueste vehemente
escrúpulo del pecho.
Tú estás, señor, soltero;
no fue tu matrimonio verdadero.
Ni humana ni divina
ley habrá que conceda
que ser tu esposa pueda
la reina Catalina,
siendo caso tan llano
que fue primero esposa de tu hermano.
El engaño urdido ante el rey ha surtido efecto. Pero de nuevo las apariencias engañan, pues Enrique, en un monólogo excepcional (de una formulación y una condensación dramáticas admirables) sabe que las argumentaciones esgrimidas por Volseo son falsas. Su construcción ilumina de forma precisa la enajenación pasional de un rey, que aun sabiendo que su proceder es equivocado, que se razona a sí mismo, no puede evitarlo, versos 1623-1672:
Confieso que estoy loco y estoy ciego,
pues la verdad que adoro es la que niego.
Pero si un hombre el daño no alcanzara,
aunque errara parece que no errara,
que en tan confusa guerra,
solo errará el que sabe cuándo yerra.
Bien sé que me ha engañado
Volseo, y que he quedado
de su falso argumento satisfecho,
y es que el fuego infernal que está en el pecho
hace que, ciega mi turbada idea,
niegue verdades y mentiras crea.
Bien sé que no repugna (caso es llano)
el casamiento que hace el un hermano
con mujer del hermano, porque Judas
(para satisfación de aquestas dudas),
gran patriarca, dijo
que con Tamar, viuda de Her, su hijo
casase. Era también hijo segundo.
Todo en ley natural también lo fundo
y en Escritura, pues que fue forzoso
que la mujer después del muerto esposo
(y más cuando sin hijos se quedase),
con el hermano suyo se casase.
Luego si esto no fue contra el derecho
escrito y natural, por el provecho
común el Papa pudo
(confieso que es verdad, y no lo dudo)
en la ley eclesiástica y humana
dispensar: es verdad, es cosa llana.
Y cuando en mi argumento no se quede,
el Papa es Vice-Dios, todo lo puede.
Pero aunque lo confieso,
faltó en mí la razón, pues faltó el seso.
Padezca Catalina
por cristiana, por santa, por divina,
si, pues quieren los cielos
hoy acabarme; si, pues mis desvelos
me ponen, desta suerte,
en las últimas líneas de la muerte.
Catalina, perdona
si quito de tus sienes la corona
para ponerla en otras, pues el cielo,
que mira tus desdichas y tu celo,
por mayor alabanza
me dará a mí castigo, a ti venganza;
pues si la pierdes tú por virtuosa,
por vana, por lasciva y ambiciosa
otra podrá perdella.
Esta fue mi desdicha, esta mi estrella.
La escena final en la que Enrique anuncia, reunido el Parlamento del reino, el repudio de Catalina supone todo un ejercicio de retórica persuasiva, plenamente organizado, que, sin embargo, queda desarticulado por la réplica de la reina (de nuevo, único personaje ante el espectador poseedor de la verdad, y víctima trágica a partir de ahora). El rey no tiene más remedio que callar y contestar con el silencio, volviendo la espalda. El escenario, un momento antes lleno de gente, se vacía rápidamente, quedando en escena la reina con solo una de sus damas. Este movimiento escénico de personajes que abandonan precipitadamente el espacio escénico, dando, como el rey, la espalda a la reina en desgracia, huyendo no solo de ella, sino de su propia conciencia, señala Ruiz Ramón12 que «debía de producir enorme impacto en el público, preparándole emocional y mentalmente para recibir y valorar en todos sus sentidos, crítico-históricos tanto como dramáticos, las hermosas palabras finales de la reina Catalina» (vv. 1969-1977):
¡Ay, palacio proceloso,
mar de engaños y desdichas,
ataúd con paños de oro,
bóveda donde se guarda
la majestad vuelta en polvo!
¡Ay, entierro para vivos!
¡Ay, corte; ay, imperio todo!
¡Dios mire por ti! ¡Ay, Enrique,
el cielo te abra los ojos!
En la tercera jornada se condensa el desenlace de la tragedia. Y a modo de catástrofe final el espectador asiste a la muerte de todos los personajes intrigantes. Llegados a lo alto de la rueda de la Fortuna comienzan fatalmante a caer. Si su ascendencia hacia lo alto había acaparado las dos primeras jornadas, su descenso se va a precipitar en esta última a una velocidad vertiginosa, produciéndose una aceleración creciente de los acontecimientos. Esta velocidad en la catástrofe no solo la subraya el poeta con indicaciones temporales precisas en los diálogos de los personajes, sino que es visible en la propia arquitectura dramática. Si en las dos jornadas anteriores la división en bloques mostraba un número reducido (dos por jornada), en esta asistimos a una división en seis.
Cada bloque de esta tercera jornada avanza un poco más en la pintura de la desolación, en la destrucción sistemática de los diversos elementos que aparecían en el punto de partida de la comedia. La aparente reparación final del orden alterado dará como resultado una solución incompleta e imperfecta. Ya en el primer bloque donde aparecen en escena Carlos y Dionís se puede apreciar esta precipitación al abismo. Esta escena cumple varias funciones. Recapitula el estado de la cuestión después del repudio de la reina frente al Parlamento que cerraba la segunda jornada y se informa al espectador, y al propio Carlos que asiste atónito a la relación de su criado, cómo el rey vive ahora con Bolena en la corte, casado en secreto con ella (vv. 2004-2020):
DIONÍS
Después
que tú dejaste revuelto
con el repudio infeliz
todo este cristiano imperio,
con Ana Bolena el rey
se desposó de secreto,
que dicen que enamorado
hizo aquel notable extremo
que de Catalina santa
vimos en el Parlamento.
A todo esto el reino estaba
en bandos, y a todo esto
el rey vive con Bolena.
La reina firme en su intento
está en un pobre castillo
junto a Londres, padeciendo
mil desdichas. Esto pasa,
Ante estas noticias, Carlos decide urdir un plan para hablar con la reina, plan, como se verá, de consecuencias fatales para ambos personajes. Los bloques segundo y tercero se centran en la caída de Volseo. Desde el punto de vista del plano ficcional, Volseo cae por no haber medido bien (falta de prudencia en su intriga política) el poder asignado a Ana Bolena, y por su ambición desmesurada al pretender el cargo de «cancelario» (paradójicamente dado a Tomás Boleno, su padre, que más tarde será juez y ejecutor de su hija). Calderón articula su caída en dos tiempos: primero, despojado de todos sus bienes y detenido (vv. 2227-2247):
REY
Yo lo creo,
y mejor lo excusará,
remediando su porfía,
la hacienda que tenéis mía;
no sois cancelario ya.
Vuestros bienes, granjeados
con codicia y ambición,
no los gozaréis, que son
de aquesos pobres soldados.
(A los soldados.) A saquear podréis ir
sus casas.
VOLSEO
Pues ¿qué me dejas,
entre lágrimas y quejas,
para que pueda vivir?
REY
Aunque os pudiera quitar
vida que es tan atrevida,
quiero dejaros la vida
por dejaros más pesar.
Vivid, morid; que es penoso
estado llegarse a ver
un avaro sin poder
y sin mando un ambicioso.
Y, segundo, acabando después con su vida, momento que desarrolla Calderón en el tercer bloque cuando Volseo recibe la caridad de la reina Catalina. La verdad que se abre ante sus ojos (vv. 2400-2407), y su cobardía (vv. 2410-2421) lo sumen en la desesperación y se quita la vida:
VOLSEO
Sin duda vienen tras mí.
Ya aquí el temor me acobarda.
Por mí vienen; si me alcanza
su furor, me dará muerte.
Pues acabe desta suerte
y no logren su esperanza.
Mi venganza
yo mismo la he de tomar,
que no han de triunfar de mí.
Desde allí,
despeñado he de acabar,
y muera como viví.
La caída de Volseo, que desde el punto de vista político ejemplifica la caída del mal privado (aspecto que dota a la comedia de una dimensión de crítica política muy interesante)13, se produce por haber infravalorado imprudentemente el poder real, efectivo, de Ana Bolena. En efecto, Ana Bolena, no solo consigue el fin de Volseo, sino que planifica también la muerte de Catalina y de María (vv. 2195-2203). La carta envenenada que envía a Catalina supone la constatación para el espectador de la muerte inaplazable de la reina, augurio materializado en las palabras posteriores de la propia reina: «estoy tan agradecida / y tan contenta en extremo, / que hoy aqueste gusto temo / que me ha de costar la vida» (vv. 2448-2451).
La caída de Ana se desarrolla en un cuarto bloque. La diferencia con Volseo estriba en que su caída es accidental, pues es el resultado fortuito del escondite del rey para observar cómo se comportan sus vasallos ante los últimos sucesos de su reino (mecanismo dramático de gran eficacia, de paso). Accidentalmente, pues, descubre la conversación entre Ana y Carlos. Y ordena la prisión y muerte de esta a manos de su propio padre (de nuevo otro personaje que debe actuar trágicamente en su doble dimensión de juez y padre como le ocurría a Pedro Crespo en El alcalde de Zalamea), versos 2584-2607:
TOMÁS
¡Tú, señor, voces al viento!
Grande mal es el que rinde
la majestad.
REY
¡Ay, Boleno!
Tú eres prudente, tú riges
mi imperio, tú le gobiernas,
mi presidente te hice:
guardar me debes justicia.
Hoy he de ver cómo mides
la piedad con el rigor.
TOMÁS
Ocioso es el prevenirme
con tantos extremos. Juro
a los cielos que administre
justicia en mi propia sangre,
tan limpia desde su origen.
REY
Pues esa palabra aceto.
Toma, toma y no examines
más testigo.
Dale el papel.
TOMÁS
Aunque pudiera
como padre, en fin, rendirme
a la pasión, no pretendo
sino que el mundo publique
que he sido juez, y no padre.
Libre estoy, quedaré libre.
Lavaré en mi misma sangre
las manos.
A partir de este momento Enrique como rey halla los medios de «vencerse así mismo». Pero su arrepentimiento llega demasiado tarde. Su angustioso anhelo de recuperar a la esposa repudiada se trunca con la muerte de Catalina. Sus terribles dudas de conciencia, y la ruptura del espejismo de su pasión amorosa a través de los celos, le han devuelto la posibilidad aparente de despertar de su pesadilla. Ahora, emerge como monarca violento que hace un último esfuerzo desesperado por ordenar el caos que su pasión amorosa por otra mujer ha creado. Pero la vertiginosa precipitación de los acontecimientos lo sumen en el inevitable fracaso final, siendo la restitución del orden que consigue falsa e insuficiente. La apresurada jura a la que somete a su hija María no esconde la división y la destrucción en que precipita a su pueblo. Por fin se ha completado el nefasto círculo del mecanismo trágico anunciado desde la primera escena de la comedia. Si la primera jornada materializaba el sueño y preparaba el advenimiento de los funestos acontecimientos futuros, y la segunda los cumplía en parte en su propia persona, esta tercera jornada termina con la materialización completa del Hado. Su desordenada pasión, anulando el ejercicio de su libertad como hombre, lo ha conducido inexorable hacia la catástrofe final, que no consiste solo en la anulación de su persona y su incapacidad de gobernar, sino que, más grave aún, indica cómo su conducta como monarca ha rebasado los límites de lo individual para instalarse en la esfera de lo colectivo, implicando ahora al conjunto de sus súbditos y a la división de su reino. La negativa de la futura reina a acatar las condiciones que le impone el Parlamento es una apertura a la guerra civil y a la devastación futura (vv. 2795-2842):
CAPITÁN
Su alteza
ha de jurar de cumplir
su obligación, que es aquesta:
que ha de conservar en paz
sus vasallos, aunque sea
a costa de su descanso
obligación de quien reina.
Que a nadie ha de compeler,
con alteraciones nuevas
en materia de costumbres,
a la extirpación de sectas.
Con Roma y con su prelado,
para excusar diferencias,
si quiere proceder bien
como su padre proceda.
No ha de quitar a los legos
las eclesiásticas rentas,
ni ha de presumir que es robo
quitárselas a la Iglesia.
Si esto vuestra alteza jura
cumplir, toda la nobleza
princesa la jurará.
INFANTA
Pues no quiero ser princesa.
¿Vuestra majestad, señor,
este juramento ordena
que haga?
REY
El reino lo pide,
y no pide cosa nueva.
INFANTA
Si el reino piensa de mí
que he de jurarlo, mal piensa,
cuando de mil reinos juntos
imperios me prometiera.
Y pues vuestra majestad
sabe la verdad, no quiera
que, por razones de estado,
la ley de Dios se previerta.
Quien los siete sacramentos
escribió con excelencia
tan grande, que los más doctos
como milagro veneran;
quien la inobediencia al Papa
condenó de tal manera,
que al hereje más sofista
concluyen sus consecuencias;
quien della escribió tan alto
que confundió la protervia
del sacrílego Lutero,
aquella alemana bestia,
¿hoy ha de contradecirla?
Enrique obtendrá, así, del Parlamento que jure a la infanta María como heredera del trono de Inglaterra, intentando por este medio restaurar el orden y la unidad rota del reino. Pero, como apostilla Ruiz Ramón14, «el desorden y la desunión se han posesionado de una vez para siempre del reino. El final de la tragedia de unas vidas humanas es el comienzo de la tragedia histórica de un pueblo dividido por el cisma».
Si algo caracteriza a la comedia española del Siglo de Oro, es «su función de exploración»15, visible en múltiples aspectos, pero sobre todo en el que hace referencia a su pluralidad temática, patente en la primera mitad del siglo (con Lope de Vega y otros dramaturgos de su ciclo), y que decrece ostensiblemente en sus postrimerías16. A esta pluralidad temática aludida se adscribe una serie de obras agrupadas bajo la etiqueta genérica de «dramas históricos», «comedias serias históricas» o «tragedias históricas». Numerosas son, en efecto, las comedias áureas que tienen como asunto un tema histórico, y a las que fueron aficionados dramaturgos de la talla de Lope17 o Tirso.
Suele sorprender a los poco duchos en el teatro del Siglo de Oro la libertad con que manejan los dramaturgos los elementos históricos y la documentación, y es que se olvida muy a menudo que para ellos la historia es material de construcción, que se maneja según los criterios, no de la verdad (como corresponde al historiador), sino de la verosimilitud (como corresponde al poeta). Según veremos a continuación, esta «deformación o distorsión histórica» vista por algunos eruditos positivistas, como Hartzenbusch, arranca de una mala comprensión de los conceptos esenciales de poesía e historia, que sin embargo, están ya claros en las doctrinas de Platón y, sobre todo, Aristóteles18, al que siguen generalmente en este punto las poéticas españolas.
Alonso López Pinciano19 señala que «mucho más excelente es la poesía que la historia [...] porque el poeta es inventor de lo que nadie imaginó, y el historiador no hace más que trasladar lo que los otros han escrito». En la epístola quinta vuelve a insistir en esta apreciación20: «el poeta puede tomar de la historia lo que se le antojare y dejar lo que le pareciere». Y en otros lugares de su preceptiva apostilla: «El poeta no se obliga a escribir verdad, sino verisimilitud, quiero decir posibilidad en la obra [...] y al poeta lícito le es alterar la historia como está dicho»21.
Luis Alfonso de Carvallo (Cisne de Apolo, 1602)22 insiste en que el poeta no miente, sino que crea ficciones que se aproximan a la realidad verosímilmente.
Francisco Cascales en las Tablas poéticas (1617) vuelve sobre la misma idea, repitiendo los argumentos de Aristóteles. Sin embargo, a diferencia del Pinciano, piensa que ha de primar más el «caso verdadero», la verdad histórica, que lo fingido, la fábula poética23.
También es interesante el testimonio del anónimo autor de los Diálogos de las comedias (1620)24, que intensifica la posición expresada en Cascales, proponiendo eliminar las comedias cómicas, pues basan sus argumentos en invenciones que atentan contra la moral y buenas costumbres, y cultivar preferentemente piezas inspiradas en la «Escritura santa del Génesis, Éxodo, los Jueces, de los Reyes [...] y cosas semejantes»25, entre las que cuenta «historias de gentiles que suele ser provechoso saberlas y contienen en sí grandes ejemplos»26.
El último preceptista importante de la centuria, Francisco de Bances Candamo, en su Teatro de los teatros defiende con particular insistencia la legitimidad de elaborar poéticamente los datos históricos, ponderando la primacía de las comedias que llama «historiales», por su valor pedagógico27, que aumenta con la depuración poética: «La poesía enmienda a la historia, porque esta pinta los sucesos como son, pero aquella los pone como debían ser [...]. Imita la comedia a la historia, copiando solo las acciones airosas de ella, y ocultando las feas. Finalmente la historia nos expone los sucesos de la vida como son, la comedia nos los exorna como debían ser, añadiéndole a la verdad de la experiencia mucha más perfección para la enseñanza»28.
Los propios escritores áureos son perfectamente conscientes de estos derechos de la poesía. Así lo manifiesta Lope, en la dedicatoria de la primera parte de Don Juan de Castro29, oen la introducción a El serafín humano (1626)30, o Tirso, en un pasaje de los Cigarrales de Toledo, muy citado31, en boca de un contertulio y a propósito de El vergonzoso en palacio: «¡Como si la licencia de Apolo se estrechase a la recolección histórica, y no pudiese fabricar, sobre cimientos de personas verdaderas, arquitecturas del ingenio fingidas!». También Calderón, en La aurora en Copacabana, señala que su tarea no es escribir historia o crónica, sino poetizar los hechos32: «Y pues no son / estas cosas para dichas / tan de paso, remitamos / a la historia que lo escriba, / y vamos a lo que hoy / toca a la obligación mía».
El dramaturgo transforma los hechos de acuerdo con unos intereses particulares, de varia índole, nacidos de las circunstancias de escritura o por exigencias artísticas de estructura o convenciones del género al que se adscribe la obra33. El examen de estos aspectos revelará en cada caso el sentido de la elaboración a que el dramaturgo somete los datos históricos.
Tirso34, por ejemplo, orienta su manipulación histórica en La trilogía de los Pizarros en beneficio de la familia de los Pizarro, en un momento crucial en el que pretendían la devolución del título de marqueses, concedido a Francisco Pizarro por Carlos V, y perdido después a causa de la rebelión de Gonzalo Pizarro.
Lope escribió numerosas obras de fondo histórico en apoyo y exaltación de diversas familias de nobles (Don Juan de Castro, El marqués de las Navas, Los Vargas de Castilla, Los Guzmanes de Tora, El blasón de los Chaves de Villalba...)35.
Calderón cultivó relativamente poco la escritura de este tipo de obras de encargo para nobles, pero sí abunda en la propaganda teológico-política de la casa de Austria36 (autos sacramentales como El segundo Blasón del Austria, El lirio y la azucena) o en obras de dimensión patriótica (El sitio de Bredá) no exentas de crítica en muchas ocasiones (El alcalde de Zalamea, El Tuzaní de la Alpujarra). En el conjunto de la obra calderoniana se observa una gran libertad en el manejo de los datos «verdaderos» (valga decir aceptados generalmente en el ámbito coetáneo del dramaturgo) que proporciona la historia, pero su sentido y manipulación (incluso del propio tema histórico) se multiplica en la obra de Calderón. Arellano distingue las siguientes vías principales37:
1.La utilización para la exaltación celebrativa: El sitio de Bredá, El indulto general (auto sacramental).
2.El enaltecimiento religioso católico: El príncipe constante, La aurora en Copacabana.
3.El drama histórico con elementos de crítica metahistórica: El Tuzaní de la Alpujarra.
4.La tragedia de asuntos privados con elementos históricos dirigidos hacia una posible propaganda bélica: El alcalde de Zalamea.
5.La construcción de la tragedia, una de las más abundantes38, y en la cual Calderón sigue el precepto de los antiguos de utilizar temas históricos: La cisma de Ingalaterra, Judas Macabeo, Los cabellos de Absalón, El mayor monstruo del mundo,etc.
En el caso de La cisma de Ingalaterra39 la fuente utilizada por Calderón es el primer libro de la Historia eclesiástica del cisma del reino de Inglaterra del padre jesuita Pedro de Ribadeneyra40. En el siglo XVII es «una de las obras más populares de España», como escribe Vicente de la Fuente en su introducción a la edición del texto41, popularidad refrendada por el testimonio del propio monarca Felipe IV quien la consideraba como una de sus lecturas favoritas42. Rivadeneyra describe el reinado de Enrique VIII en 49 capítulos. A grandes rasgos, la obra comienza con el relato de las visicitudes de la Corona inglesa tras la muerte del príncipe Arturo casado con la reina Catalina. Ya en el capítulo 3, Rivadeneyra pone de manifiesto las costumbres desemejantes de los esposos: la vida ejemplar de Catalina contrasta fuertemente con la liviandad de Enrique; el descontento del rey no pasa inadvertido a sus propios súbditos. La figura de Volseo, mucho menos importante que en Calderón, es vista como la de un ambicioso que busca por todos los medios ser papa. Para ello comienza a intrigar con Carlos V, pero al nombrar papa el emperador a su maestro Adriano tras la muerte de León X, Volseo, conocedor de las desavenencias conyugales entre el rey y la reina, decide buscar la proximidad con Francisco I, rey de Francia. Comienzan así en Rivadeneyra los inicios del cisma. Volseo busca el divorcio del rey para conseguir su casamiento con Margarita, duquesa de Besansón, hermana del rey de Francia, pero ignora las verdaderas intenciones del rey de casarse con Ana Bolena. Cuando Volseo se da cuenta de esto, su plan fracasa. La diferencia en este punto con la comedia calderoniana es notable, pues ahí, Volseo y Ana Bolena, unidos ambos por su ambición, intrigan en la declaración del cisma. En la fuente histórica, Ana Bolena no consigue nunca la simpatía de Volseo, y ambos se comportan como personajes antagónicos. A partir de este momento, la fuente histórica relata los continuos esfuerzos del rey por conseguir la anulación de su matrimonio. La causa llegará a Roma, donde se someterá al examen de juristas y teólogos. La clara indolencia de Volseo le acarrea su caída en desgracia; es detenido, despojado de todos sus bienes y condenado a muerte. Enrique luego se casa en secreto con Ana. Hecha después pública la sentencia negativa del papa Clemente contra su divorcio, Enrique VIII reunirá las cortes de su reino el 3 de noviembre de 1534, con nefastas consecuencias: la infanta doña María es desheredada en favor de Isabel, hija de Bolena; Enrique VIII se nombra a sí mismo cabeza suprema de la Iglesia en Inglaterra; y se apodera de todas las rentas eclesiásticas. Calderón, vuelve a la fuente en los capítulos 33 y 34 donde se relatan la muerte de la reina Catalina, y la decapitación de Ana Bolena por su conducta lasciva (y no por culpa de su vanidad como ocurre en la comedia). El resto de capítulos no interesó a Calderón, centrados en la narración de las continuas impiedades del rey y sus sucesivos matrimonios con Juana Semeyra, Ana de Cleves, Catalina Havarda (como transcribe Rivadeneyra), Catalina Parra. Calderón volvió a ser fiel a la fuente en los dos últimos capítulos (38 y 39) dedicados al carácter de Enrique, sus dones y costumbres naturales, después de haber narrado su muerte.
Calderón maneja, podríamos decir, un concepto de la historia más subjetivo, en el caso de la Cisma muy acusado, que pone de relieve cuán alejado se encuentra de lo histórico real y objetivo43. Culmina en Calderón un proceso de reescritura histórica a modo de palimpsesto que arranca con Nicholas Sander en su De origine ac progressu schismatis anglicani, completada por Edward Rishton y publicada en Colonia en 1585. Se trata de un primer estado de subjetivización de la historia. La obra de Sander, a su vez, se convirtió más tarde en la fuente directa, segundo momento de reescritura, para la Historia eclesiástica del cisma del reino de Inglaterra de Rivadeneyra (los indicios que permiten identificar el relato de Rivadeneyra, y no el de Sander como fuente directa de Calderón, los recogen entre otros Parker y Cabantous)44. La obra se publicó por primera vez en 1588 (partes I y II) y en 1604 (parte III). En ella, Rivadeneyra realiza una traducción muy libre de la fuente de Sander, como lo corrobora su «Prólogo al lector», en el que afirma: «El parecerme obra provechosa me ha movido a poner la mano en ella, y a querer escribir en nuestra lengua castellana la parte della que he juzgado es bien sepan todos, cercenando algunas cosas, y añadiendo otras, que están en otros graves autores de nuestros tiempos y tocan al mismo cisma»45. Rivadeneyra afronta la escritura de su relato histórico desde la perspectiva maniquea del moralista que pretende pintar con trazo firme la impiedad de la monarquía inglesa, y que no ahorra en detalles para demostrar hasta qué punto la naturaleza monstruosa de sus protagonistas es la causante de la herejía inglesa. Justificaba, desde luego, esta postura del padre jesuita la presencia reiterada de unos personajes principales hiperbolizados en sus vicios hasta caer en lo grotesco. Es sintomático en este sentido que para la historiografía anglosajona, en cambio, la Reforma inglesa y el divorcio de Enrique VIII en primera instancia no significasen una catástrofe para Inglaterra y Europa, tal y como era visto por los católicos46
