La vida es sueño - Pedro Calderón de la Barca - E-Book

La vida es sueño E-Book

Pedro Calderón de la Barca

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Beschreibung

"La vida es sueño" es la obra principal de las comedias filosóficas de Calderón de la Barca y la que mayor repercusión ha tenido dentro y fuera de nuestro país. Su título es una metáfora con la que se identifican los valores y las apariencias de la vida humana con un sueño por su brevedad y por lo que tienen de "ilusión" frente a la realidad. Si lo que llamamos vida es un sueño del que solo perdura el recuerdo y en él encontramos incertidumbre, miseria y muerte, Calderón recomienda prestar más atención a la verdadera vida, la eterna, a la que se accede siguiendo los designios de la Providencia mediante la gracia divina. De ahí la invitación a actuar cristianamente y con prudencia porque "no se pierde el hacer bien, ni aún en sueños" y cada uno es responsable de su comportamiento. (Edición de Lourdes Yagüe Olmos)

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Seitenzahl: 270

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Índice

Introducción

Contexto histórico y social

Ideas y acontecimientos que subyacen en La vida es sueño

El Barroco

El teatro

Pedro Calderón de la Barca

Obra

Ediciones de La vida es sueño

Criterios de esta edición

Bibliografía

La vida es sueño

Jornada primera

Jornada segunda

Jornada tercera

Análisis de la obra

Fuentes

Estructura

Unidades

Temas

Personajes

Versificación

Lenguaje y recursos estilísticos

Actividades

Créditos

INTRODUCCIÓN

CONTEXTO HISTÓRICO Y SOCIAL

Los Austrias Menores

En el siglo XVII gobernaron Felipe III, Felipe IV y Carlos II. Con ellos llegó el declive del imperio en el que no se ponía el sol, convertido en un «gigante con pies de barro».

Felipe III (1578-1621) el Piadoso fue hijo de Felipe II y Ana de Austria. Poco interesado por las tareas de gobierno y apático, fue más dado a los actos religiosos, cacerías, teatro y fiestas palaciegas que a gobernar. Su padre se lamentaba de que Dios, que le había dado tantos reinos, le hubiera negado un hijo capaz de gobernarlos. Delegó los asuntos de estado en sus validos: el duque de Lerma y el duque de Uceda, padre e hijo, que miraron más por sus intereses personales que por los del imperio. Un ejército (los tercios españoles), todavía muy temido y respetado en Europa, y una eficaz gran red diplomática heredada de su padre, cuyos emisarios unieron su pericia a los sobornos, lograron conseguir la paz (pax hispanica) durante muchos años.

Casó en 1598 con Margarita de Austria-Estiria, con la que tuvo ocho hijos, de los que solo sobrevivieron Ana María Mauricia, que casaría con el monarca francés Luis XIII; Felipe, el heredero de la corona; María Ana, futura esposa de Fernando III de Habsburgo; y Fernando, el Cardenal Infante.

En política interior, lo más destacado de su reinado fue la expulsión de los judíos de 1609 a 1614, el traslado de la Corte a Valladolid (de 1601 a 1606) y ciertos desencuentros con Cataluña por los fueros y el bandolerismo.

En política exterior, tras la muerte en 1603 de la reina Isabel, enemiga acérrima de España, y fracasada la ayuda española a los católicos irlandeses en su deseo de independencia (1601), la amistad personal del conde de Gondomar con Jacobo I logró la firma del Tratado de Londres (1604) y que el monarca inglés no apoyara en la guerra de los Treinta años a su yerno Federico V.

Las tensiones entre España y Francia continuaron. Aún se mantenía en el recuerdo el apoyo de Felipe II a sus enemigos y la matanza de hugonotes en la Noche de San Bartolomé (1572). España apoyaba a rebeldes franceses y Francia a los de Flandes. Enrique de Navarra, el futuro Enrique IV de Francia, partidario de los calvinistas, tuvo que aceptar el catolicismo tras la Noche de San Bartolomé, del que abjuraría poco después. Al heredar el trono francés y rechazarlo el Papa, la Liga Católica y Felipe II si no retornaba al catolicismo, se vio obligado en 1593 a abandonar el protestantismo pues pensó que París bien valía una misa. Tras su asesinato en 1610, algunos acusaron a la monarquía española y a los jesuitas de instigarlo.

En 1612 se selló con la regente María de Medici, segunda esposa de Enrique IV, el compromiso matrimonial de Luis XIII con Ana de Austria, y del futuro Felipe IV con Isabel de Borbón, que disgustó a los protestantes. Aunque Luis XIII nunca fue favorable a España, se consiguió su neutralidad en la lucha por el poder entre Federico del Palatinado y Fernando de Habsburgo.

En los Países Bajos, que Felipe II había cedido junto con el condado de Borgoña a su hija Isabel Clara Eugenia, casada con el archiduque Alberto de Austria, la guerra fue contra las Provincias Unidas (Holanda) que aspiraban a convertirse en una potencia marítima y colonial y necesitaba poseer dominios estratégicos. En 1600, Mauricio de Nassau derrotó al archiduque Alberto en la batalla de las Dunas, éxito contrarrestado años más tarde por Ambrosio Spínola con la victoria de Ostende (1604). Pero la falta de recursos para pagar a los tercios, la necesidad de neutralizar los ataques de los piratas y la suspensión de pagos a los genoveses forzó, en 1609, la Tregua de los Doce Años entre el príncipe de Orange, Felipe Guillermo, y Felipe III, si bien, finalizada esta, se inició la Guerra de los Treinta Años (1618-1648).

En Italia, el duque de Feria logró abrir una ruta hacia los Países Bajos por Valtelina, amenazada por algunos estados italianos que ayudaban a Francia. La Conjuración de Venecia (1618) intentó terminar con el dominio español en la zona con el apoyo de los holandeses y de Saboya, favorecida por las tensiones entre el virrey Lemos, apoyado por el duque de Lerma y el de Osuna, protegido del duque de Uceda.

Tras el asalto inglés a Cádiz (1596), se priorizó la defensa de las costas y del estrecho de Gibraltar contra los ataques de ingleses y holandeses, que intentaban estrangular el comercio de las Indias, se creó un proyecto de armada en el Estrecho y, para acabar con los piratas berberiscos, se ocupó Larache (1610) y Mamora (1614) en Marruecos.

Felipe IV (1621-1665), el tercer hijo de Felipe III y de Margarita de Austria, antepuso las artes, las fiestas palaciegas, cacerías y conquistas amorosas a la política. Delegó su poder en el conde-duque de Olivares (Gaspar de Guzmán) que, aunque castigó con dureza la corrupción anterior, favoreció con cargos y prebendas a familiares y allegados y aumentó desmesuradamente su hacienda personal. A su caída, Felipe IV intentó gobernar personalmente con el apoyo de Luis Méndez de Haro, el duque de Medina Torres y los consejos de sor María de Ágreda.

Apodado el Rey Planeta y el Grande, casó con Isabel de Francia (hija de Enrique IV), con quien tuvo siete hijos, fallecidos tempranamente, excepto el príncipe Baltasar Carlos, que no llegó a los diecisiete años, y María Teresa, desposada con el monarca francés Luis XIV. Tras la muerte de su cónyuge, hizo segundas nupcias con Mariana de Austria, de cuyo matrimonio nacieron cinco hijos, de los que sobrevivieron Margarita —la protagonista del cuadro Las Meninas de Velázquez— y Carlos II, su sucesor.

Durante su reinado, en la península hubo varios motines o rebeliones: en Vizcaya (1630-1631) por el encarecimiento de la sal, gravada con impuestos abusivos. En Cataluña, tras los desencuentros con las Cortes Catalanas, se produjo en 1640 una revuelta en la fiesta del Corpus que costó la vida al virrey. Esta rebelión derivó en una guerra al declararse Cataluña república independiente en 1641 y solicitar ayuda a Richelieu, quien envió un ejército en su auxilio. Las tropas monárquicas, a cuyo frente se puso el rey —y con las que participó Calderón de la Barca—, conquistaron Lérida en 1644 y Barcelona en 1654.

Andalucía y Aragón persiguieron la independencia sin éxito. Portugal, que se sentía olvidada por el monarca y desprotegida frente a los ataques holandeses a sus costas y colonias, proclamó rey en 1641 al duque de Braganza con el nombre de Juan IV, y se alió con Holanda, Francia e Inglaterra. Luis de Haro intentó recuperarla sin conseguirlo y, en 1668 con el Tratado de Lisboa, se tuvo que reconocer su independencia.

Estos levantamientos y algunas revueltas populares motivadas por el hambre, los impuestos y otros abusos, propiciaron la caída de Olivares y supusieron el fin de una época gloriosa, sin guerras en la península durante más de un siglo, mostrando la fragilidad de la monarquía hispana.

En política exterior, las cordiales relaciones con Inglaterra desaparecieron con Carlos I. Sus tropas atacaron Cádiz en 1625 sin conseguirla, pero ocuparon las islas Barbados y las Bermudas. Después de disolver el Parlamento en 1629 y gobernar de forma absoluta y tiránica, firmó la paz con España, forzado por la falta de recursos económicos. Tras la caída de Carlos I y su decapitación pública por traidor en 1649, tampoco mejoraron las relaciones con su sucesor, Oliver Cromwell, que proclamó la República (Commonwealth) en 1649, persiguió con saña a los católicos, apoyó todas las coaliciones antiespañolas de la época y conquistó Jamaica en 1655. Después de su muerte y un breve gobierno de su hijo, en 1660 se reinstauró la monarquía de Carlos II y se suscribieron acuerdos de mutua ayuda.

Con Francia, durante el reinado de Luis XIII, Richelieu, que reconocía la superioridad de España en el mar, estuvo siempre presto a mermar el poderío de los Austrias, al igual que su sucesor Mazarino. Francia incorporó la Baja Navarra y, temporalmente, Cataluña a su corona. En 1635 apoyó a las Provincias Unidas en la Guerra de los Treinta Años. Tras la paz de Westfalia (1648) y la Paz de los Pirineos, (1659), Francia se consolidó como la primera potencia europea.

Finalizada la Tregua de los Doce Años, continuaron las hostilidades con los Países Bajos. En 1625 Mauricio de Nassau quiso emular sin éxito triunfos pasados frente al imperio español. Los tercios de Flandes, al mando del general genovés Ambrosio de Spinola, queriendo asegurar un paso marítimo hacia el Báltico, lograron la rendición de Breda después de un largo asedio. Aprovechándose de la falta de recursos económicos y la bancarrota de 1627, los holandeses intentaron recuperar Brabante. Mientras el país decaía, en Holanda banqueros, comerciantes y financieros convirtieron Amsterdam en un emporio comercial que llegaba con sus barcos a Brasil y a América del Sur. España intentó dificultar el comercio marítimo holandés con el refuerzo de sus naves; quiso conseguir el control de las costas bálticas por tierra con el apoyo de los hansenistas y la amistad de Polonia y ayudó económicamente al Habsburgo en la Guerra de los Treinta Años.

En 1633, el Cardenal Infante, hermano de Felipe IV, fue nombrado Gobernador General de los Países Bajos y, para auxiliar a su primo el archiduque Fernando, derrotó a los suecos en Nördlingen (1634), lo que decidió a Richelieu a apoyar a las Provincias Unidas. En 1636 tomó una serie de provincias del norte de Francia y se apoderó de Corbie, próxima a París. Pero las rebeliones internas en España obligaron a Felipe IV a redistribuir sus ejércitos al no poder renovar los tercios y sus tropas empezaron a ser derrotadas.

La caída del conde-duque de Olivares en 1643 no mejoró la situación política ni militar. La Paz de Westfalia supuso el reconocimiento de la independencia de las Provincias Unidas y el final del dominio español en los Países Bajos. En 1657 los franceses sitiaron Dunkerque y en 1658 Ostende.

Carlos II (1661-1700) el Hechizado fue el único hijo varón que sobrevivió a Felipe IV. Nacido del segundo matrimonio del rey con su sobrina Mariana de Austria, la política matrimonial endogámica de los Austrias durante generaciones fue la causa de su delicada salud, haciendo temer que no sobreviviría mucho tiempo; algunos achacaron sus males a un hechizo.

Heredó el imperio con cuatro años, concediéndosele la mayoría de edad a los catorce. Se concertó su matrimonio en 1678 con María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV de Francia. La boda se celebró un año después, pero no consiguieron tener descendencia. Fallecida la reina en 1689, la Corte le buscó una nueva esposa, Mariana de Neoburgo, a quien se unió en 1690, con el mismo resultado.

Siguiendo el testamento de Felipe IV, Mariana de Austria actuó como tutora regente hasta la mayoría de edad de su hijo, asistida por una Junta de Regencia, en la que incluyó a su confesor, el jesuita alemán Juan Everardo Nithard. Para lograrlo, decidió en 1666 que el Inquisidor General ocupase el arzobispado de Toledo y su protegido la vacante dejada por este. Esto ofendió a los Grandes de Castilla, que lo consideraban un intruso; a don Juan José de Austria (hijo bastardo de Felipe IV y la Calderona), que aspiraba a desempeñar un papel importante en la Corte; y a las órdenes religiosas, que se veían relegadas por los Jesuitas. Este rechazo y sus fracasos en 1668 en los Países Bajos y Portugal obligaron a Mariana de Austria a enviarlo a Roma.

Nithard fue reemplazado por Fernando de Valenzuela, «el duende de palacio». Su meteórico ascenso social atrajo el recelo de los nobles y del propio don Juan José, al que Mariana de Austria mantenía lejos de Madrid. Este, con el apoyo popular y el de la nobleza, consiguió el encarcelamiento y posterior destierro de Valenzuela a Filipinas y obligó a la Regente a trasladarse al alcázar de Toledo.

El gobierno de don Juan defraudó muy pronto. La Paz de Nimega (1678) con la que se puso fin a la guerra entre Francia y las Provincias Unidas hizo perder a la monarquía española el Franco Condado y territorios de los Países Bajos, y su muerte, que algunos atribuyeron a envenenamiento, hizo su mandato breve (1677-1679). Le sucedieron en el poder el duque de Medinaceli hasta la firma de la Paz de Basilea (1684), el duque de Oropesa y el cardenal Portocarreño.

Al no haber tenido Carlos II descendencia, lucharon por el trono español el archiduque Carlos de Austria y Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV. En su testamento, con la condición de que no se unieran las coronas de Francia y España, el monarca se decidió por el francés, que se convertiría en Felipe V, primer rey de la dinastía borbónica en España.

En política interior, lo más destacado del reinado de Carlos II fue un nuevo intento de rebelión en Barcelona en 1667 y una leve mejoría, al final de su reinado, de la economía.

En cuanto a política exterior, Luis XIV exigió el trono de los Países Bajos para su mujer María Teresa de Austria, nacida del primer matrimonio de Felipe IV, a la que no se había hecho efectiva su dote a cambio de sus derechos dinásticos, e invadió los Países Bajos entre 1667 y 1668. Inglaterra, Holanda y Suecia, preocupadas por el avance francés, crearon la Triple Alianza en 1668, amenazándole con unirse a España si persistía en su ofensiva. Por la Paz de Aquisgrán, Francia devolvió a España el Franco Condado, pero no otras ciudades conquistadas.

Las relaciones entre franceses y holandeses se habían vuelto tensas tras la Triple Alianza. Luis XIV ofreció a España el Rosellón y la Cerdeña a cambio de los Países Bajos, pero Carlos II no aceptó la propuesta, y de 1672 a 1678 se desencadenó un nueva guerra europea en la que intervino de nuevo España como parte de la Cuádruple Alianza, que finalizaría en 1678 con la Paz de Nimega, donde perdimos varias ciudades y Francia se consolidó como primera potencia.

Con el ascenso al poder de Guillermo de Orange, lugarteniente de los Países Bajos en 1672, se formó en 1686 la Liga de Augsburgo, de la que formaba parte España, contraria a los intereses franceses. En este contexto, en 1692 los franceses atacaron Cataluña. Con la firma de la Paz de Ryswick, España recuperó Cataluña pero perdió nuevos territorios, entre ellos parte de la isla de Santo Domingo. Guillermo III y Luis XIV habían pactado dos tratados de partición del Imperio Español, pero al nombrar en 1700 Carlos II heredero a Felipe de Anjou, el monarca galo decidió ignorar el tratado con el inglés y reclamar la herencia íntegra para su nieto.

Economía

Felipe II legó a su hijo un gran imperio lleno de problemas, conflictos bélicos y deudas que había que afrontar para mantenerlo. El siglo XVII comenzó con quiebras económicas, la peste bubónica que asoló casi toda la península, una bancarrota que generó la desconfianza de los prestamistas extranjeros y una caída de los ingresos de las Indias que obligó a la acuñación de una moneda de cobre en lugar de la de plata.

Entre 1615 y 1618 se analizaron las causas de esta crisis (despoblación por la peste y la presión fiscal, falta de productividad, excesivo clero, crisis agrícola, dependencia de la manufactura extranjera, corrupción…) para ponerle remedio, aunque sin éxito.

Con Felipe IV, a pesar de los intentos reformistas del conde-duque de Olivares, no mejoró la situación. Hubo algunos años de bonanza, pero se tuvo que acudir para solventar la situación a la enajenación de rentas, a la venta de títulos nobiliarios o cargos, a concesiones a aldeas para que se independizasen de las villas; al embargo de la plata americana, a nuevos impuestos, a la emisión de deuda pública y de monedas de cobre con gran fluctuación de valor. Los fraudes y los impagos fueron tantos y tan frecuentes que, desde 1627, los delitos monetarios se pusieron bajo la jurisdicción de la Inquisición.

A partir de 1631 se redujeron los beneficios de la deuda pública, lo que provocó el desinterés por ella. El gobierno obligó a los banqueros a aceptarla como pago de sus créditos, compensándoles con títulos, rentas u honores para evitar su ruina. Las monedas de oro y plata, con las que se pagaba en el exterior, se preciaron al no fluctuar su valor; muchos las guardaron como remanente seguro ante la adversidad. Al escasear la plata que llegaba de América y no poder satisfacer las deudas contraídas, se produjeron nuevas quiebras de la Corona. Y en 1648, una nueva peste transmitida por las pulgas y una nueva hambruna en casi todo el país agravaron aún más la situación.

En el reinado de Carlos II hubo nuevas suspensiones de pagos que postraron aún más al país. Solo se conseguiría una leve recuperación económica partir de 1680 con las medidas adoptadas por el duque de Medinaceli.

La población española. Las ciudades y el campo

La población española descendió en el siglo XVII cerca de un millón de habitantes como resultado de las pestes, las hambrunas y la falta de subsistencia.

La peste bubónica de 1597 a 1602 afectó principalmente a Galicia, Cantabria, las dos Castillas y la Andalucía del Guadalquivir. La falta de recursos y el tifus impidieron la recuperación del centro de la península, cuyo campo quedó desierto, triste y desolado. La epidemia de 1647-1651 castigó a la zona mediterránea y a Andalucía, agravada por el hambre. El resto del país tampoco pudo reponerse por los levantamientos de Cataluña, Aragón, Portugal y Andalucía. Hubo otra nueva peste entre 1676 y 1685 en el sureste español, aunque algo más leve, y una nueva hambruna.

A esto se sumaba el desinterés por el matrimonio y la descendencia. Escaseaban los jóvenes, alistados en los ejércitos imperiales o emigrados a América. Para sobrevivir, muchos se refugiaron en el sacerdocio o en las órdenes monásticas. Otros buscaban en el matrimonio solo la dote de la esposa. Demasiadas mujeres eran obligadas por sus padres a casarse con quienes no deseaban a muy temprana edad y morían en el parto, por lo que las doncellas preferían ingresar en un convento o mantenerse célibes.

Entre las ciudades que aumentaron su población destacaron Madrid y Granada. Entre las que redujeron habitantes e importancia: Segovia, Ávila, Cuenca, Toledo, Valladolid, Burgos, Cáceres, Badajoz, Valencia y Córdoba.

Según Bennassar, se produjeron flujos migratorios dentro del país de asturianos, gallegos y vascos hacia el centro de Castilla, de andaluces hacia Madrid, Valladolid, Segovia y Toledo y, dentro de Andalucía, hacia Sevilla, Córdoba y Cádiz. También España atrajo extranjeros: mercaderes y artistas italianos y flamencos; obreros franceses y alemanes que ocupaban los trabajos duros o considerados viles por los españoles, en los cuales la escasez de operarios hacía que los jornales fueran más elevados que en Europa, a lo que se sumaba que, al ser pagados en plata, su valor aumentaba al retornar a su país. Cuando los salarios se devengaron en moneda de cobre, el flujo migratorio cesó.

Con técnicos de los Países Bajos se reforzaron las armerías vizcaínas, creándose altos hornos en Santander, Navarra y Molina de Aragón. Holandeses e ingleses se establecieron en Cataluña para comerciar con el vino. El tráfico colonial se desplazó de Sevilla a Cádiz tras la peste sevillana por su situación geográfica y por el calado de los buques.

La agricultura y la ganadería decayeron en Castilla al empeorar notablemente las condiciones de vida. Muchas tierras seguían perteneciendo a la nobleza o a la Iglesia. Los agricultores tuvieron que pedir préstamos para las simientes y acabaron siendo arrendatarios o perdieron sus tierras; solo los labradores ricos pudieron hacer frente a las malas cosechas y a las sequías, por lo que los pueblos fueron mermando su población y los jornaleros sin tierra terminaron engrosando la pobreza urbana.

La sociedad

La nobleza seguía estando totalmente jerarquizada. La Grandeza (los Grandes de Castilla) estaba formada por un reducido número de nobles (duques), descendientes de la Casa Real; el título era hereditario. Generalmente presidía los altos Consejos e instituciones. La mayor parte de ellos vivía de rentas agrarias, la trashumancia ovina, el arriendo de concesiones reales, los inmuebles adquiridos en ciudades despobladas o los cargos cortesanos. Los titulados eran marqueses y condes, distinguidos generalmente por sus hechos guerreros o actividades meritorias ante los ojos del rey.

Duques, marqueses y condes habían ido tejiendo una red de fidelidad entre ellos reforzada por los lazos matrimoniales entre sus hijos. La aspiración de los caballeros de la nobleza media era la obtención de un hábito de las órdenes militares (Alcántara, Calatrava o Santiago) como trampolín para más altos honores, aunque en muchos casos era solo un privilegio honorífico, sin rentas. Ocupaban gobiernos municipales, puestos de letrados o militares.

La mayoría de estos títulos en el siglo XVII fueron adquiridos a cambio de dinero, créditos, favores o soborno, al necesitar la monarquía hacer frente a las guerras. En 1600 había en Madrid unos sesenta nobles; en la época de Carlos II, doscientos.

Si durante el reinado de Felipe II muchos Grandes sirvieron en los tercios españoles, en el de Felipe III su número descendió notablemente. La alta y media nobleza residía en sus ciudades, pero intentaba llegar a la Corte para conseguir la protección de los validos o de los monarcas, antes que enrolarse en los ejércitos, donde la soldada, además de adeudarse en muchas ocasiones, se había ido devaluando progresivamente y los sacrificios y riesgos, como apuntara Cervantes en el «Discurso de las armas y las letras» del Quijote, eran mayores. Los ideales caballerescos habían desaparecido y algunos buscaban quienes les sustituyeran en las guerras. El conde-duque de Olivares se lamentaba de la pérdida de vocación militar, «la razón de ser de sus privilegios», al igual que don Juan José de Austria. De hecho, los caballeros de hábito, los familiares de la inquisición y los hidalgos fueron obligados a acudir a las guerras de Cataluña, en las que participó Calderón, y de Portugal. Los nobles de más abolengo intentaron alcanzar la «Grandeza» y los cargos palatinos al depreciarse los títulos nobiliarios por su venta. Los hidalgos vivían de sus mayorazgos, pero en muchos casos, como se reflejaba ya en el Lazarillo de Tormes, su pobreza era extrema; en otros, eran mercaderes o pecheros enriquecidos que, gracias a su dinero y a la falsificación de documentos, habían logrado ese estatus.

Ciertos nobles, por sus estudios, viajes al extranjero y sobre todo por el afán de ostentación de riqueza del siglo, se convirtieron en humanistas y mecenas de la cultura, atesorando cuadros, tapices y objetos suntuosos que hoy podemos admirar en nuestros museos. Igualmente, en sus grandes mansiones, conservadas todavía en la actualidad, crearon academias que fueron el germen de estudios científicos posteriores, en una época en que la ciencia fue relegada al olvido.

El clero mantuvo el poder preeminente adquirido tras el Concilio de Trento. Al igual que la nobleza, mantenía una rígida jerarquización. Los altos cargos eclesiásticos eran monopolizados por segundones de la nobleza o por familiares de los poderosos. El arzobispado de Toledo era el más codiciado. El cargo de confesor real también fue muy anhelado por la cercanía con el monarca, su influencia en la «teología» de la política y el acceso a un puesto clave en el tribunal de la Inquisición. Dominicos, jesuitas y la orden de Predicadores pugnaban por el cargo. Similar interés tenía ser confesor de los infantes y de los validos. La alta jerarquía eclesiástica presidía las audiencias. Eminentes religiosos participaron activamente en la expansión del poder de los Habsburgo y en la difusión de los dogmas católicos, en la filosofía, teología y concepción del poder en toda Europa.

El prestigio y las prebendas hacían atractiva la vida eclesiástica. Casi todos los escritores españoles del siglo XVII tuvieron relación con la Iglesia: algunos, tras una azarosa existencia, accedieron en la madurez al sacerdocio (Lope de Vega, Góngora, Calderón) o lo intentaron. Otros siguieron una vida conventual (Tirso de Molina, Gracián). Pero, como hemos señalado, no todos los religiosos tenían verdadera vocación. El lujo de los palacios episcopales era similar al de los nobles y la vida de los conventos no siempre era piadosa.

El clero logró imprimir en la sociedad civil los dogmas de la Iglesia católica; un fervor religioso fomentado por los sermones, las misiones populares y la publicación de libros religiosos; el gusto por las procesiones, rogativas y reliquias —los Austrias fueron muy dados a coleccionarlas por su prestigio y poder; Felipe II reunió un respetable número de ellas en El Escorial—; el interés por lo teológico; el temor a Dios, la devoción a la Virgen y la defensa de su concepción inmaculada; la exaltación de la Eucaristía; la glorificación de los mártires y de la vida monacal; el enaltecimiento de los santos… y veló —a través de la Inquisición— por la ortodoxia de la fe católica y la observación de las buenas costumbres, apoyándose para ello en la docencia, la catequesis, la predicación y la confesión. Además, siguió sirviendo de alivio y apoyo a los prisioneros hechos por los bereberes al conseguir con las limosnas que obtenían la libertad de muchos cautivos.

Los letrados provenían de la nobleza y de la burguesía urbana enriquecida que aspiraba a pertenecer a la aristocracia. Habían estudiado en colegios elitistas que cobraron gran importancia en la época de Felipe III, si bien fueron decayendo paulatinamente en el número de escolares a lo largo del siglo XVII, y en las universidades de Salamanca, Valladolid y Alcalá de Henares. Vivían de los cargos palatinos y municipales o de las rentas. Los servidores de la Casa Real, los altos funcionarios, los consejeros del Consejo de Castilla se nutrían de los hijos o familiares de las grandes familias, mientras que la zona media del funcionariado, los escribanos, copaban principalmente los puestos municipales. Los artistas e intelectuales de la época (Velázquez, Lope de Vega, Calderón, Quevedo…) formaban parte de ellos.

Hasta 1630 se mantuvo una burguesía urbana en ciudades como Segovia —por su reputación en la fabricación de paños, su industria de papel y la fábrica de acuñar moneda—, Toledo —famosa por su seda, tejidos, cuero y armas—, Palencia, Cuenca y Sevilla, que fue debilitándose por la falta de mano de obra, los excesivos impuestos y porque los productos manufacturados extranjeros eran más baratos que los nacionales, lo que provocó la paulatina desaparición de la industria.

Banqueros, asentistas y actividades artesanales, agrupadas en gremios, giraban en torno a la nobleza y al clero, al igual que los oficios.

El reclutamiento de soldados, a partir de 1620, disminuyó por la crisis demográfica, la resistencia de la población, la emigración a América, la falta de voluntarios y porque, a su regreso, estos se veían abocados a la mendicidad o a la vida rufianesca.

Hacia 1640, Felipe IV alardeaba de tener más de 300000 soldados dispuestos a enfrentarse a batallas; sin embargo, la vida de campaña no era apetecible, muchos soldados desertaban o eran encadenados para evitarlo y los que se alistaban no siempre llegaban a su destino por agotamiento o enfermedad, así que se pensó en reclutar soldados en Irlanda, Polonia y Ucrania. Y lo mismo ocurría con los remeros para las naves o galeras, cuyos puestos ocuparon presidiarios y esclavos.

La mendicidad de las ciudades, el bandolerismo, la delincuencia y la prostitución conformaban la parte marginada de la sociedad. A lo que se sumaba el esclavismo de negros que ejercieron algunos nobles y mercaderes, sobre todo en Andalucía, utilizados como mano de obra pero también para aumentar el prestigio por el número de personas a su servicio.

La relación entre el poder, las artes y las letras

La actuación de los Austrias estuvo siempre condicionada por el deseo de conservar unido el imperio heredado de sus antecesores y el prestigio internacional como defensor del catolicismo. Al ser tantos y tan distantes los territorios gobernados, la diplomacia y el espionaje desempeñaron un papel decisivo. Madrid era la Corte más informada de lo que acontecía en el mundo y, por lo mismo, los Habsburgo eran los que más enemigos tuvieron al dominar con sus alianzas e intereses la mayor parte de Europa y del planeta. Pasquines, panfletos, murmuraciones, a veces la realidad, y el rencor de los vencidos, tejieron una leyenda negra antiespañola que fue preciso contrarrestar y convertir en «cuestión de Estado».

Los clérigos exhortaban al monarca a defender la fe y la cristiandad y a ser espejo de virtudes en el que se miraran sus súbditos, y al pueblo a secundar sus empresas. Destacada función tuvieron los dominicos (confesores reales), capuchinos (predicadores) y jesuitas (asiduos acompañantes de las tropas españolas en sus conquistas, al servicio del Papa y la monarquía). La convicción de que el hombre estaba sometido a Dios y al rey mantenía el equilibrio entre los dos poderes.

Con tantos frentes a los que atender, la figura del rey sufría un gran desgaste. La magnificencia se consideraba una virtud principesca que aportaba grandeza y prestigio: el rey debía vestir y vivir espléndidamente, sus palacios y decoración debían ser suntuosos y sus espectáculos grandiosos. Carlos I comprendió la importancia que artes y letras tenían al servicio del poder y del prestigio real en actos como coronaciones o entradas triunfales en las ciudades, e igualmente Felipe II usó en su reinado emblemas, símbolos, alegorías y elementos mitológicos para tal fin. La ciudad se convirtió en un escenario teatral en las celebraciones (nacimientos de infantes, bodas, entradas triunfales, recibimiento de altas personalidades), en las que la figura real aparecía arropada —siguiendo un rígido protocolo— por cortesanos, clérigos y diplomáticos como actores, y por el pueblo como espectador. Y las relaciones, descripciones, noticias narraban con todo detalle estos eventos para divulgarlos por otras Cortes. Los Concejos también colaboraban en la organización de actos religiosos y políticos en los que se ensalzaban los dogmas, la monarquía y las instituciones.

En el siglo XVII los validos asumieron como propia la tarea de engrandecer la imagen del monarca ante propios y extraños. Góngora describió las ostentosas fiestas de Valladolid, «la Corte más brillante del mundo», con motivo del nacimiento de Felipe IV, en cuyos festejos se gastó «un millón en quince días». Es fácil de entender que, en este escenario, el teatro tuviera un gran desarrollo.

Con la llegada al trono de Felipe IV en 1621, la teatralización llegó a su cénit. Como los recursos escaseaban y las conquistas militares eran cada vez más costosas y difíciles, el conde-duque de Olivares decidió reunir en torno al Alcázar Real a un gran número de artistas e intelectuales a sueldo, entre los cuales estaban los escritores más destacados del momento: Antonio Hurtado de Mendoza, Francisco de Rioja, Lope de Vega, Góngora, Quevedo, Calderón… o pintores como Velázquez. No era la primera vez que se hacía: Lope de Rueda estuvo al servicio de Felipe II y en la boda de Felipe III y Margarita de Austria, Ganassa —actor y empresario teatral italiano—y Lope de Vega se ocuparon de la realización de ciertos festejos.

Todos ellos trabajaban en colaboración, siguiendo un proyecto marcado de antemano por ideólogos, en función de los intereses propagandísticos de cada momento, potenciando unos temas y callando otros, según convenía en cada momento a la Corona, a las relaciones internacionales o al Consejo de Estado.

Según Bennassar, la etiqueta española imponía la solemnidad de las actitudes y comportamientos públicos. Cuando los reyes concedían una audiencia, esta iba precedida de una larga espera, alternada con paradas en varios salones —decorados con cuadros y objetos que mostraban la grandeza real e imperial— hasta llegar al rey.

El viejo Alcázar de Madrid, sede de la Corte, era un edificio de pobre arquitectura. Olivares, fascinado por los palacios y villas italianas con espléndidas fuentes y jardines proyectó entre 1630 y 1632 la construcción del Palacio del Buen Retiro como estancia para magnates en visita oficial y como lugar de fiestas cortesanas. En el Coliseo, Calderón de la Barca, con los escenógrafos italianos más notables del momento y con grandes pintores, músicos, bailarines y acróbatas, estrenaría numerosas comedias de gran tramoya, llenas de efectos escénicos, lenguaje pictórico y elementos paganos, como parte de la magnificencia deseada. Olivares estaba convencido de que las ideas entran por los ojos y se mantienen en la mente a través de la musicalidad de las palabras y de que es más efectivo apelar a los sentimientos que tratar de convencer con razonamientos.

Mientras se construía el palacio, hizo pintar en grandes dimensiones doce cuadros de los memorables triunfos del reinado, para exponerlos en el Salón de los Reinos: la Rendición de Breda de Velázquez, La defensa de Cádiz contra los ingleses de Zurbarán, La recuperación de Bahía en el Brasil de fray J. B. Maino, El Cardenal Infante en Nördlingen de Rubens... Junto a ellos, colocó los retratos ecuestres de la familia real pintados por Velázquez, y otros diez cuadros de Zurbarán con los trabajos de Hércules en los que mediante la alegoría se identificaba al rey con el héroe mitológico.

En paralelo, los dramaturgos compusieron obras y poemas sobre los mismos asuntos: Breda (El sitio de Breda de Calderón), Cádiz (La fe no ha menester armas o la venida del inglés a Cádiz de Rodrigo Herrera y Rivera), Bahía (El Brasil restituido de Lope de Vega), Nördlingen (La batalla de Nördlingen de Quevedo y Coello); todo ello bajo la supervisión del Consejo de Estado. El influjo entre pintura y literatura fue mutuo: las poses teatrales de algunos cuadros, en ocasiones, responden a escenas de obras dramáticas y las imágenes mitológicas, las alegorías y la adjetivación colorista de las comedias recogen la influencia de ciertas pinturas, decoraciones palatinas o de las mansiones de la nobleza. También los enanos, bufones y locos (Pablillos de Valladolid, Sebastián de Mora, Morata el Loco, Magdalena Ruiz…) tuvieron sus retratos, porque en todas las cortes europeas se les contrataba para solaz de la familia real y se les permitían ciertas licencias a otros vetadas y los consejos de algunos de ellos, considerados filósofos, fueron escuchados por los monarcas. Su función guarda relación con los graciosos de las comedias.