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«¿No lees novela policiaca? Hay tres hipótesis. A: el delito se cometió en una habitación cerrada y no había asesino. B: el delito se cometió en una habitación que parece cerrada y de la que hay forma de salir. C: asesinato en el que el asesino aún permanece en el lugar, escondido». Una mujer asalta un banco a mano armada y mata a un tipo. No es anecdótico: una ola de atracos aterroriza Estocolmo. Por eso los policías Larsson, Kollberg y Ronn se integran, a desgana, en un grupo especial de investigación a cargo del imparable fiscal Bulldozer Olsson. En la otra punta de la ciudad, un cadáver con un disparo en el pecho es devorado por gusanos desde hace semanas. Yace en un apartamento del todo cerrado. Por dentro y por fuera. Las primeras pesquisas de la policía apuntan al suicidio, pero no hay ningún arma en la escena. Tras sobrevivir a El abominable hombre de Säffle, Martin Beck, reintegrado a la brigada de homicidios, desconfía: nadie se pega un tiro sin pistola. Su inquietud le llevará a buscar la relación entre las dos tramas, y pondrá en evidencia la negligencia y la corrupción generalizadas de la sociedad sueca de los años setenta.
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Seitenzahl: 443
Veröffentlichungsjahr: 2013
Título original: Det slutna rummet
© Maj Sjöwall y Per Wahlöö, 1972.
© de la traducción: Elda García-Posada, 2012.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2016. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
CODI SAP: OEBO209
ISBN: 9788490064269
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
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Las campanas de la iglesia de Maria daban las dos cuando salió del metro por la boca de Wollmar Yxkullsgatan. Se detuvo a encender un cigarrillo antes de proseguir con pasos rápidos hacia Mariatorget.
El tañido de las campanas vibraba en el aire, recordándole los sombríos domingos de su infancia. Nacida y criada a pocas manzanas de la iglesia de Maria, allí la habían bautizado y allí había recibido también la confirmación hacía casi doce años. Lo único que recordaba de las clases previas a esta era haber preguntado al sacerdote qué era lo que quería decir Strindberg al hablar del «melancólico tiple» de las campanas, pero no se acordaba de cuál había sido la respuesta.
El sol le quemaba la espalda y, tras cruzar Sankt Paulsgatan, aminoró el paso para no empezar a sudar. De pronto se dio cuenta de lo nerviosa que estaba y lamentó no haberse tomado un tranquilizante antes de salir de casa.
Al llegar a la fuente del centro de la plaza, metió su pañuelo en el agua fría y fue a sentarse en un banco, a la sombra de los árboles. Se quitó las gafas de sol y, tras frotarse rápidamente la cara con el pañuelo mojado, las limpió con una punta de la camisa color azul claro y se las volvió a poner. Tenían grandes cristales de espejo que le tapaban la parte superior de la cara. A continuación, se quitó el sombrero de tela vaquera y ala ancha, se recogió la lacia media melena rubia, que le rozaba las hombreras de la camisa, y se enjugó la nuca. Se volvió a poner el sombrero, calándoselo hasta las cejas, y se quedó allí sentada, sin moverse, con el pañuelo estrujado en una bola entre las manos.
Al cabo de un rato desplegó el pañuelo sobre el banco y se limpió las palmas de las manos en los pantalones vaqueros. Miró el reloj de pulsera, que mostraba las dos y doce minutos, y se concedió tres minutos para calmarse antes de continuar.
Cuando dieron las dos y cuarto, abrió la solapa de la bandolera de lona verde oscuro que reposaba en su regazo, recogió el pañuelo, ya seco, y lo echó en el bolso sin plegarlo. Acto seguido se levantó, se colocó la correa de cuero sobre el hombro derecho y se puso en marcha.
Los nervios se le pasaron mientras se dirigía a Hornsgatan y se convenció de que todo iría bien.
Era el viernes 30 de junio: para muchos, las vacaciones ya habían comenzado. Hornsgatan era un hervidero de coches y peatones. Abandonando la plaza, torció a la izquierda y caminó a la sombra de los edificios.
Esperaba haber hecho lo correcto al elegir ese día y no otro. Tras sopesar los pros y los contras, había concluido que quizá debía aplazar el proyecto hasta la siguiente semana. No habría pasado nada por eso, pero no tenía ganas de aguantar los nervios que la espera le habría provocado.
Llegó a su meta antes de lo que pensaba, y se detuvo en la zona de sombra mientras contemplaba el gran ventanal al otro lado de la calle. El sol producía brillantes destellos en el cristal, al tiempo que el denso tráfico obstaculizaba en parte la vista, pero pudo de todos modos observar que las cortinas estaban echadas.
Caminó lentamente de un lado hacia otro de la acera, fingiendo contemplar los escaparates, y a pesar del gran reloj que se veía a la entrada de una relojería al fondo de la calle, no paraba de mirar el suyo, al tiempo que mantenía un ojo puesto en la puerta de enfrente.
A las tres menos cinco se dirigió al paso de peatones en la intersección y, cuatro minutos más tarde, se apostó a la entrada de la sucursal bancaria.
Tras levantar la solapa de la bandolera, abrió la puerta y entró.
Con la mirada, efectuó un barrido por todo el local, que albergaba una sucursal de uno de los bancos más importantes del país. Era una estancia larga y estrecha, cuyo ancho estaba ocupado por la puerta y la única ventana que existía. A la derecha, desde la ventana hasta la pared del fondo, se extendía un mostrador, y fijados a la pared izquierda había cuatro escritorios, tras los cuales se observaba una mesita baja redonda con dos sillas tapizadas a cuadros rojos. Al fondo había una escalera muy empinada que, haciendo una curva, desaparecía hacia lo que debían de ser la cámara acorazada y las cajas de seguridad del banco.
No había nada más que otro cliente delante de ella: un hombre que, junto al mostrador, estaba metiendo billetes y otros papeles en su maletín.
Detrás del mostrador estaban sentadas dos empleadas y un poco más allá un hombre hojeaba un fichero.
Acercándose a uno de los escritorios, rebuscó en el bolsillo externo del bolso para sacar un bolígrafo mientras con el rabillo del ojo contempló cómo el cliente del maletín salía por la puerta de la calle. Cogió un formulario y comenzó a dibujar garabatos en él. Al poco tiempo vio cómo el empleado se acercaba a la puerta exterior para echar el cierre, y cómo, una vez hecho esto, se agachaba a soltar el tope que mantenía abierta la puerta interior. Cuando esta se cerró, el empleado, con un pequeño suspiro, volvió a su puesto detrás del mostrador.
Ella sacó su pañuelo del bolso y, sosteniéndolo en la mano izquierda, fingió sonarse la nariz mientras se dirigía al mostrador con el formulario en la mano derecha.
Al llegar a la caja, tras meter el formulario en la bandolera, sacó una bolsa de nailon y la puso sobre el mostrador. A continuación cogió la pistola y, señalando con ella a la cajera, le dijo, con el pañuelo ante la boca:
—Esto es un atraco. La pistola está cargada y dispararé si os ponéis tontos. Meted todo el dinero que tengáis en esta bolsa.
La mujer que se hallaba tras el mostrador la miró, y lentamente cogió la bolsa de nailon y la puso ante ella. La otra mujer, que estaba peinándose, se detuvo en medio de un movimiento y bajó las manos despacio. Abrió la boca como para decir algo, pero no emitió un solo sonido. El hombre, que seguía en pie tras el mostrador, hizo un movimiento brusco, de manera que ella, apuntando el arma hacia él, gritó:
—Quieto ahí. Y pon las manos donde yo pueda verlas.
Mientras agitaba impaciente el cañón de la pistola contra la mujer que, tras el mostrador, se había quedado a todas luces paralizada, continuó:
—Date prisa con el dinero. ¡Todo lo que haya!
La cajera comenzó a meter fajos de billetes en la bolsa y, cuando terminó, la puso de nuevo sobre el mostrador. El hombre dijo de repente:
—Esto no le va a salir bien. La policía...
—¡Silencio! —gritó.
Después arrojó el pañuelo en el bolso abierto y agarró la bolsa de nailon, ahora gratamente pesada. Apuntando con la pistola a los tres empleados, uno detrás de otro, fue poco a poco retrocediendo hacia la puerta.
De repente, desde la escalera del fondo, vino alguien corriendo: un tipo rubio y alto con pantalones blancos, bien planchados, y un blazer azul con botones brillantes y una gran insignia dorada bordada en el bolsillo del pecho.
Un intenso fragor recorrió la estancia y retumbó entre sus muros; mientras dirigía el brazo hacia el techo, vio al hombre de la insignia dorada catapultarse hacia atrás, con sus zapatos recién estrenados, blancos y de gruesas suelas rojas de goma acanalada. Solo cuando su cabeza golpeó el suelo de piedra con un espantoso ruido sordo, se dio cuenta de que ella le había disparado.
Arrojó la pistola al bolso y, tras lanzar una mirada furiosa a las tres personas aterrorizadas de detrás del mostrador, se precipitó hacia la puerta. Mientras manejaba con torpeza el cierre y antes de salir, le dio tiempo a pensar: «Calma, tengo que ir con mucha calma», pero una vez se halló en la acera, empezó a corretear hasta el cruce.
Sin ver a la gente a su alrededor, solo notó que se tropezó con varias personas, mientras la detonación del disparo todavía tronaba en sus oídos.
Al torcer la esquina, comenzó a correr con la bolsa en la mano y la pesada bandolera rebotando contra su cadera. Abrió de un tirón el portal de la casa donde había vivido de niña, atravesó a toda velocidad el patio que conocía tan bien y aminoró la marcha para cruzar el porche de una casa interior y salir a otro patio trasero. Una vez allí, bajó la empinada escalera que conducía a un sótano y se sentó en el escalón inferior.
Trató de apretujar la bolsa de nailon en la bandolera, tapando la pistola, pero no cabía. Se quitó el sombrero, las gafas y la peluca rubia y lo metió todo en el bolso. Tenía el pelo corto y moreno. Se levantó, se desabrochó la camisa, y tras quitársela la introdujo también en el bolso. Bajo la camisa llevaba una camiseta de algodón negro de manga corta. Se colgó la bandolera al hombro izquierdo, cogió la bolsa de nailon y volvió a subir al patio. Tras cruzar varios portales más y otros cuantos patios, y trepar un par de muros, se encontró por fin en una calle de la otra punta de la manzana.
Entró en una tienda de ultramarinos, compró dos litros de leche que metió en una bolsa de la compra, y encima de los cartones colocó la bolsa negra de nailon.
Luego bajó a Slussen y cogió el metro hacia casa.
Gunvald Larsson llegó a la escena del crimen en su vehículo particular: un BMW rojo, muy poco habitual en Suecia y, a juicio de muchos, demasiado exclusivo para un subinspector de policía, sobre todo cuando lo utilizaba estando de servicio.
Esa hermosa tarde de viernes, justo cuando acababa de ponerse al volante con la intención de irse a casa, Einar Rönn había salido corriendo hacia el aparcamiento de la jefatura central de policía para desbaratarle el plan de pasar una velada tranquila en su casa de Bollmora. Einar Rönn era también subinspector en la brigada antiviolencia y, probablemente, el único amigo que Gunvald Larsson tenía, de manera que, cuando le dijo a este cómo lamentaba que tuviera que sacrificar su tarde libre, la verdad es que lo decía en serio.
Rönn se dirigió a Hornsgatan en un vehículo oficial: cuando llegó, se encontraban allí varios coches y algunas personas de la comisaría de policía de Söder; Gunvald Larsson ya había entrado en la sucursal bancaria.
Fuera del banco se había formado una pequeña multitud y cuando Rönn cruzó la acera, uno de los agentes uniformados que mantenían a raya a los curiosos, se le acercó y le dijo:
—Tengo por aquí un par de testigos que dicen haber oído el disparo. ¿Qué hago con ellos?
—Retenlos un momento. E intenta dispersar a los demás.
El agente asintió y Rönn entró en el banco.
En el suelo de mármol, entre el mostrador y la fila de escritorios, yacía el muerto de espaldas, con los brazos extendidos y la rodilla izquierda doblada. La pernera del pantalón se le había deslizado hacia arriba, revelando un calcetín de deporte blanco inmaculado con el dibujo de un ancla azul oscuro y una pierna muy bronceada cubierta de reluciente vello rubio. La bala le había dado en plena cara, de modo que, de la parte posterior de la cabeza, le habían brotado sangre y masa encefálica.
El personal del banco se había congregado al fondo de la estancia y ante ellos se hallaba Gunvald Larsson, medio sentado sobre una pierna al borde de una mesa de escritorio. Tomaba notas en un cuaderno mientras una de las empleadas hablaba con voz chillona y airada.
Cuando Gunvald Larsson vio a Rönn, alzó la palma de su gran mano derecha para cortar a la mujer, que inmediatamente se quedó callada sin terminar la frase. Gunvald Larsson se levantó para acercarse a Rönn con el cuaderno en la mano. Señaló con la cabeza al hombre del suelo y dijo:
—No tiene muy buen aspecto que digamos. Si te quedas aquí, puedo llevarme a los testigos a alguna parte, tal vez al antiguo local de Rosenlundsgatan. Así podrás trabajar en paz.
Rönn asintió con la cabeza.
—Dicen que ha sido una chica —observó—. Y que se llevó el dinero. ¿Alguien ha visto hacia dónde se fue?
—No, por lo menos ninguno de los empleados —respondió Gunvald Larsson—. Al parecer, un chico de ahí fuera vio un coche largarse, pero no se quedó con el número de matrícula ni está seguro de la marca, así que no nos sirve de gran cosa. Luego volveré a hablar con él.
—Y este, ¿quién es? —preguntó Rönn señalando hacia el muerto con un leve gesto de la cabeza.
—Un idiota que quería dárselas de héroe. Trató de lanzarse encima de la atracadora y ella le disparó: de puro susto, claro. Era un cliente del banco, los empleados lo conocían. Estaba abajo, trajinando en su caja de seguridad, y subió por la escalera esa en medio de todo el follón.
Gunvald Larsson miró su cuaderno.
—Era profesor de educación física y se llamaba Gårdon, con «å».
—Tal vez se creía Flash Gordon —comentó Rönn.
Gunvald Larsson le lanzó una mirada inquisitiva.
Rönn, sonrojándose, cambió de tema:
—Pues ahí debe de haber imágenes de la atracadora.
Señaló a la cámara situada bajo el techo.
—Si está bien enfocada y si tiene cinta... —replicó escéptico Gunvald Larsson—. Y si la cajera se acordó de apretar el botón para encenderla.
Por entonces, la mayoría de las sucursales bancarias estaban ya equipadas con cámaras, las cuales grababan cuando el empleado que atendía la caja pisaba un botón en el suelo. Esa era la única medida que el personal podía adoptar en caso de atraco. Dado que los atracos a mano armada se habían vuelto cada vez más habituales, los bancos habían impartido a sus empleados la orden de entregar el dinero que se les pidiera, sin hacer nada para detener o frenar a los ladrones que pudiera poner en peligro sus propias vidas. Esa norma de conducta no había sido dictada, como quizá se pudiera creer ingenuamente, por razones humanitarias o por consideración hacia los empleados de banca, sino que se basaba en la experiencia de que resultaba más barato para los bancos y para las compañías de seguros dejar que los atracadores se largaran con el botín que tener que pagar daños y perjuicios, además de quizá una pensión vitalicia, a las familias de los afectados, lo cual podía fácilmente ocurrir si alguien resultaba herido o muerto. El médico forense llegó y Rönn fue a su coche a buscar el maletín con el kit de policía científica: usaba los métodos de antaño, que a menudo no le servían de mucho. Gunvald Larsson partió hacia la antigua comisaría de policía de Rosenlundsgatan junto con los tres empleados del banco y otras cuatro personas que se habían identificado como testigos.
Le permitieron usar una sala de interrogatorios donde, tras quitarse la cazadora de ante y colgarla en el respaldo del sillón, comenzó con las preguntas preliminares.
Así como los tres primeros testimonios —efectuados por los empleados del banco— fueron prácticamente idénticos, los cuatro siguientes discreparon bastante.
El primero de esos cuatro testigos era un hombre de cuarenta y dos años que, cuando se oyó el disparo, se hallaba en un portal a cinco metros de la puerta del banco. Había visto a una chica con sombrero negro y gafas de sol pasar a toda prisa, y cuando, según refirió, miró hacia la calle medio minuto más tarde, vio un turismo verde, probablemente un Opel, que arrancó bruscamente desde un punto en la acera a quince metros de distancia. El coche desapareció a toda velocidad rumbo a Hornsplan, y le pareció ver a la chica del sombrero sentada en el asiento de atrás. No acertó a divisar el número de matrícula, pero creía que empezaba con las letras AB.
El siguiente testigo, una mujer, era dueña de una tienda y se hallaba ante la puerta abierta de su local, situado justo al lado del banco, cuando oyó una detonación. Al principio pensó que el ruido provenía de la despensa de su propia tienda y, creyendo que era una explosión de gas, entró corriendo en el local. Cuando comprobó que no era eso lo que había ocurrido, volvió a la puerta de entrada, y al mirar hacia la calle vio un gran coche azul haciendo tal giro en la calzada que los neumáticos chirriaron. En ese preciso momento, salió una mujer del banco gritando que habían disparado a una persona. La testigo no pudo ver quién había dentro del coche ni el número de la matrícula; tampoco tenía ni idea acerca de la marca del vehículo, pero en su opinión parecía un taxi.
El tercer testigo era un obrero metalúrgico de treinta y dos años que proporcionó un informe más detallado. No había oído el disparo, o al menos no había sido consciente de ello. Iba caminando por la acera cuando la chica salió del banco. Tenía prisa y lo empujó al pasar a su lado. No le vio la cara, pero estimaba que debía de tener unos treinta años. Vestía un pantalón azul y una camisa, llevaba sombrero y una bolsa de color oscuro. La había visto subir a un automóvil, un Renault 16 color beige claro, cuya matrícula tenía la letra A y dos 3. Al volante del mismo se sentaba un hombre flaco que aparentaba entre veinte y veinticinco años. Tenía el pelo largo, negro y lacio, y llevaba una camiseta blanca de algodón de manga corta. Estaba sumamente pálido. Además de él había otro hombre, que parecía ser algo mayor, fuera del coche, en la acera, y que abrió la puerta del asiento trasero a la chica. Cuando esta subió, cerró la puerta y se sentó junto al conductor en el asiento delantero. Ese segundo hombre era corpulento, medía alrededor de uno ochenta y tenía el cabello color rubio ceniza, encrespado y muy tupido. Era de rostro rubicundo y vestía pantalón negro de campana y una camisa negra de tela brillante. El coche había girado para cambiar de sentido y desaparecer en dirección a Slussen.
Después de este testimonio Gunvald Larsson se sentía algo confundido y se puso a releer lo que había escrito antes de llamar al último testigo.
Este resultó ser un relojero de cincuenta años que había estado esperando dentro de su coche a la puerta del banco mientras su esposa se hallaba dentro de una tienda de zapatos, en la acera de enfrente. Al tener la ventanilla bajada, había oído el disparo, pero no reaccionó, ya que siempre había mucho ruido en una calle tan transitada como Hornsgatan. Eran las tres y cinco cuando vio a la mujer saliendo del banco. Se había fijado en ella porque parecía tener tanta prisa que no se paró a pedir disculpas cuando dio un empellón a una señora mayor, lo que le hizo pensar en lo acelerados y antipáticos que eran los habitantes de Estocolmo (él era de Södertälje). La mujer vestía unos pantalones largos, en la cabeza llevaba algo que recordaba a un sombrero vaquero, y en la mano, una bolsa negra. La había visto correr hasta la siguiente calle transversal y desaparecer tras la esquina. No, no se había subido a ningún coche ni se había detenido en medio de la calle, sino que había ido directamente a doblar el recodo tras el cual desapareció.
Gunvald Larsson llamó para comunicar las descripciones de los dos hombres del Renault; a continuación se levantó, recogió sus papeles y miró el reloj, que marcaba ya las seis.
Probablemente, había hecho mucho trabajo para nada.
Los policías que llegaron primero al lugar ya habían informado hacía rato de la presencia de varios coches.
Además, ninguno de los testimonios ofrecía una imagen global y coherente de la escena.
Todo se había ido por supuesto al garete, como solía suceder.
Por un momento pensó si tal vez no debería retener al mejor de los testigos, pero descartó la idea. Todos parecían estar ansiosos por irse a casa lo antes posible.
A decir verdad, él era el que estaba más ansioso por marcharse.
Aunque, con toda probabilidad, su deseo no se cumpliría.
Así que dejó a la gente que se fuera.
Se puso la cazadora y volvió al banco.
Los restos del valeroso profesor de gimnasia habían sido retirados, y un joven agente de radiopatrulla salió de su vehículo y le comunicó que el subinspector Rönn estaba esperando al subinspector Larsson en su despacho.
Gunvald Larsson suspiró y se dirigió a su coche.
Cuando despertó, se sorprendió al ver que seguía vivo.
Eso no era nada nuevo. Desde hacía exactamente quince meses, abría todos los días los ojos haciéndose esa confusa pregunta: «¿Cómo es que sigo vivo?».
Y poco después:
«¿Por qué?».
Inmediatamente antes de despertarse estaba teniendo un sueño. Un sueño que duraba ya también quince meses.
Cambiaba constantemente, pero siempre seguía un patrón determinado. Iba cabalgando. Al galope, inclinado hacia delante y con el pelo agitado por el frío y cortante viento.
Luego, corría por el andén de una estación de ferrocarril. Delante de él veía a un hombre que acababa de levantar una pistola. Sabía quién era el hombre y qué era lo que iba a suceder. El hombre era Charles J. Guiteau, y el arma, una pistola de tiro al blanco de la marca Hammerli International.
En el preciso instante en que el hombre disparaba, él se lanzaba hacia delante e interceptaba la bala con el cuerpo. El tiro le daba en medio del pecho, como un martillo. A todas luces, se había sacrificado, pero al mismo tiempo comprendía que ese acto había sido en vano. El presidente Garfield ya estaba desplomado en el suelo, y el brillante sombrero de copa se le había caído de la cabeza para rodar describiendo un semicírculo.
Como siempre, se despertó justo cuando le alcanzaba el disparo. Al principio todo era de color negro, hasta que una ola de calor abrasador rompía a través de su cerebro haciéndole abrir los ojos.
Martin Beck permaneció quieto en la cama mirando al techo. Había luz en la habitación.
Pensó en el sueño. No parecía particularmente cargado de sentido, al menos no en esa versión.
Además, estaba lleno de disparates. Por ejemplo, lo del arma: debería haber sido un revólver o quizás una Derringer. ¿Y cómo iba a estar Garfield ahí tendido, herido de muerte, cuando era él quien manifiestamente había recibido el tiro en el pecho?
No sabía qué aspecto tenía el famoso asesino en la realidad. Si alguna vez había visto una foto suya, la memoria visual de la misma se había desvanecido hacía mucho tiempo. Guiteau casi siempre tenía los ojos azules, bigote rubio y el pelo liso peinado con raya a un lado y hacia atrás, pero el de hoy se parecía más a un actor en un papel muy famoso.
Enseguida cayó en quién era ese actor: John Carradine interpretando al jugador profesional en La diligencia. Todo era asombrosamente romántico.
Sin embargo, una bala en el pecho puede convertirse fácilmente en algo bien prosaico. Lo sabía por experiencia. Si te perfora el pulmón derecho y luego queda alojada cerca de la columna vertebral, el efecto es de entrada lacerante y, a la larga, muy tedioso.
Pero una buena parte del sueño concordaba con su propia realidad. Por ejemplo, la pistola de tiro al blanco. Había pertenecido a un agente de policía separado del servicio, de ojos azules, bigote rubio y pelo peinado con raya a un lado y hacia atrás. Se habían conocido sobre un tejado bajo un frío cielo de primavera temprana. No había habido entre ellos diálogo alguno, aparte del disparo de la pistola.
Esa noche se había despertado en la cama de una habitación de paredes blancas, para ser más exactos en el departamento de enfermedades respiratorias del hospital Karolinska. Le habían dicho que la lesión no entrañaba riesgo de muerte, pero aun así se había preguntado cómo era posible que estuviera vivo.
Más tarde le habían comunicado que la lesión ya no entrañaba riesgo de muerte, pero que la bala había quedado alojada en mala zona. Captó la delicadeza que habían tenido al hacer ese pequeño añadido, la palabra «ya», pero no la agradeció. Los cirujanos examinaron las placas de rayos X durante semanas, antes de eliminar el objeto extraño de su cuerpo. Después le dijeron que la lesión, definitivamente, no entrañaba riesgo de muerte. Por el contrario, se recuperaría por completo, siempre que se lo tomara con mucha calma. Pero para entonces, ya había dejado de creer en ellos.
No obstante, se lo tomó con mucha calma. No había otra alternativa.
Ahora le decían que ya estaba totalmente recuperado. Pero esta vez también añadieron una palabra: «físicamente».
Además, no debía fumar. Sus bronquios nunca estuvieron del todo bien, y un tiro en el pulmón no mejoraba las cosas. Después de la curación habían aparecido manchas misteriosas alrededor de la cicatriz.
Martin Beck se levantó.
Cruzando la sala de estar, salió al vestíbulo y cogió el periódico tirado en el felpudo. Se dirigió a continuación a la cocina mientras echaba un vistazo a los titulares de primera plana. Hacía muy buen tiempo, y por lo visto así iba a seguir, según los meteorólogos. Por lo demás, todo parecía, como de costumbre, ir a peor.
Dejó el periódico en la mesa de la cocina y sacó un cartón de yogur de la nevera. Bebió de él. Tenía el mismo sabor de siempre, ni muy bueno ni tampoco malo del todo, solo un poco rancio y artificial. El cartón debía de ser viejo: de hecho, ya debía de serlo cuando lo compró. Muy atrás quedaban aquellos tiempos en que en Estocolmo se podía comprar algo fresco sin demasiado esfuerzo o sin pagar un precio desorbitado.
La siguiente parada fue el cuarto de baño. Tras lavarse y cepillarse los dientes, regresó al dormitorio, hizo la cama, se quitó los pantalones del pijama y comenzó a vestirse.
Mientras tanto, echó una ojeada desinteresada por el piso. Era lo que la mayoría de los habitantes de Estocolmo llamaban una casa de ensueño, el último piso de un edificio de Köpmangatan, en Gamla Stan. Había vivido allí tres años y todavía se acordaba de lo plácida que había sido su existencia hasta el día aquel del tejado.
Ahora, por lo general, tenía sensación de encierro y soledad, incluso cuando alguien venía a visitarle. A buen seguro, esto no tenía nada que ver con el piso: últimamente, se sorprendía a sí mismo con esa sensación de encierro incluso estando al aire libre.
Experimentó una vaga necesidad: fumar un cigarrillo, tal vez. Cierto es que los médicos le habían dicho que debía dejarlo, pero de eso hacía caso omiso. Más importante era el hecho de que la compañía de tabaco estatal había dejado de producir la marca que él solía fumar. Ahora ya no se comercializaban cigarrillos con boquilla de cartón. En dos o tres ocasiones había probado otras variedades, sin lograr acostumbrarse.
Ese día se vistió con especial cuidado y, mientras se hacía el nudo de la corbata, estudió con apatía sus maquetas de barcos, colocadas en un estante, encima de la cama. Tres maquetas, dos completadas y la tercera a medias. Había comenzado la construcción de la primera hacía más de ocho años, pero no las tocaba desde aquel día de abril del año pasado.
Desde entonces se habían cubierto de polvo.
Su hija se había ofrecido varias veces para hacer algo al respecto, pero él le había pedido que no hiciera nada.
Eran las ocho de la mañana del lunes 3 de julio de 1972.
La fecha tenía un significado especial.
Ese día se reincorporaba al trabajo.
Aún era policía o, para ser más exactos, comisario de la policía criminal, y jefe de la Brigada Nacional de Homicidios.
Martin Beck se puso la chaqueta y se metió el periódico en el bolsillo.
Tenía la intención de leerlo en el metro: era una pequeña parte de la rutina a la que estaba a punto de volver.
Caminó bajo el sol por Skeppsbron, respirando el aire envenenado. Se sentía viejo y hundido.
Pero su aspecto no reflejaba nada de eso. Por el contrario, parecía estar sano y vigoroso, sus movimientos eran rápidos y ágiles. Un hombre alto y curtido por el sol, con una prominente mandíbula y unos apacibles ojos azules grisáceos bajo una ancha frente.
Martin Beck tenía cuarenta y nueve años. Pronto cumpliría cincuenta, pero, a juicio de la mayoría, parecía más joven.
El despacho de la jefatura sur de policía en Västberga daba testimonio de que, durante mucho tiempo, otra persona había ocupado el cargo de jefe de la Brigada Nacional de Homicidios.
Si bien es cierto que estaba limpia y ordenada, y que alguien se había tomado la molestia de colocar un jarrón con acianos y margaritas sobre el escritorio, aun así todo daba la sensación de cierta falta de meticulosidad y, en conjunto, de desorden: algo superficial pero palpable y, de alguna manera, acogedor.
Eso se veía particularmente en los cajones del escritorio.
Sin duda alguna, alguien acababa de sacar de ellos un montón de cosas, pero dentro todavía quedaban muchas. Por ejemplo, antiguos recibos de taxis y entradas para el cine, bolígrafos rotos y pastilleros vacíos. Plumieres llenos de cadenas de clips engarzados, gomas elásticas, terrones de azúcar y sobrecitos con pastillas de sacarina. Dos toallitas refrescantes, un paquete de kleenex, tres casquillos de bala y un reloj de pulsera roto de la marca Exacta. Además, un gran número de papelitos con notas dispersas, escritas con letra muy legible.
Martin Beck se había dado una vuelta por las dependencias para saludar a la gente. La mayoría de los que andaban por allí eran viejos conocidos, pero ni mucho menos todos.
Ahora se hallaba sentado en su escritorio examinando el reloj de pulsera, que daba la sensación de no servir para nada. El cristal estaba empañado por dentro y, al sacudirlo, algo crujía con tristeza tras la caja, como si se le hubieran desprendido todos y cada uno de los tornillos.
Lennart Kollberg golpeó la puerta y entró.
—Hola —saludó—. Bienvenido.
—Gracias. ¿Es este tu reloj?
—Sí —respondió Kollberg acongojado—. Lo metí en la lavadora. Me olvidé de vaciar los bolsillos.
Miró a su alrededor y continuó en tono de disculpa:
—La verdad es que intenté hacer limpieza el viernes, pero lo tuve que dejar a medias. Bueno, ya sabes cómo es esto.
Martin Beck asintió con la cabeza. Kollberg era la persona a la que más había visto durante su larga convalecencia, de modo que no tenían muchas cosas nuevas que contarse.
—¿Cómo va tu dieta?
—Bien —contestó Kollberg—. Esta mañana había perdido medio kilo. De ciento cuatro a ciento tres y medio.
—Entonces ¿solo has ganado diez kilos desde que empezaste?
—Ocho y medio —rectificó Kollberg con aire de dignidad herida.
Se encogió de hombros y continuó en tono quejumbroso:
—Es una jodienda. Un proceso antinatural del todo. Y Gun lo único que hace es reírse de mí. Y Bodil también, por si fuera poco. Bueno, y tú, ¿qué tal te encuentras?
—Bien.
Kollberg frunció el ceño pero no dijo nada. En su lugar, abrió la cremallera de su cartera y sacó una carpeta de plástico rojo claro, que parecía contener un informe no muy extenso. Tal vez de unas treinta páginas.
—¿Qué es eso?
—Digamos que un regalo.
—¿De quién?
—Mío, por ejemplo. Pero en realidad no. Es de Gunvald Larsson y de Rönn. Les parece de lo más gracioso.
Kollberg dejó la carpeta sobre la mesa. Luego agregó:
—Sintiéndolo mucho, tengo que irme.
—¿Adónde?
—A la DGP.
Eso significaba la Dirección General de Policía.
—¿Para qué?
—Es por esos putos atracos de bancos.
—Pero si han creado un grupo especial para ellos...
—Un grupo especial que necesita refuerzos. El viernes hubo otro pringado al que mataron a tiros.
—Sí, lo leí.
—El jefe nacional de policía decidió reforzar el grupo especial de inmediato.
—¿Contigo?
—No —respondió Kollberg—. De hecho, contigo, según creo. Pero la orden llegó el viernes y yo entonces aún estaba al mando aquí, así que tomé una decisión por mi cuenta.
—¿Cuál?
—Evitarte esa casa de locos y alistarme yo mismo para reforzar el grupo especial.
—Gracias.
El agradecimiento de Martin Beck era sincero. Trabajar en un grupo especial implicaba una confrontación diaria con, por ejemplo, el jefe nacional de policía, al menos dos jefes de departamento, diversos comisarios y otros rimbombantes aficionados. Kollberg se había entregado voluntariamente a dicho suplicio.
—Bueno —prosiguió Kollberg—. A cambio, me han dado esto.
Puso uno de sus gruesos dedos índices en la carpeta de plástico.
—¿Qué es?
—Un caso —replicó Kollberg—. Un caso verdaderamente muy, muy interesante, a diferencia de los atracos y similares. Es una pena...
—¿El qué?
—Que no leas novelas policíacas.
—¿Por qué?
—Quizá si lo hicieras lo apreciarías más. Rönn y Larsson creen que todo el mundo lee novelas policíacas. En realidad se trata de su caso, pero en estos momentos están tan abrumados por el desbarajuste ese que han sacado a subasta sus casos para cualquiera que quiera ocuparse de ellos. Esto es algo que requiere sentarse a pensar. Solo estarse quieto y pensar.
—Vale, puedo echarle un vistazo —dijo Martin Beck sin mucho entusiasmo.
—No ha salido ni una palabra sobre ello en los periódicos. ¿No te pica la curiosidad?
—Claro. Adiós.
—Hasta luego —se despidió Kollberg.
Tras cerrar la puerta, se detuvo y se quedó ahí quieto unos segundos con el ceño fruncido. Luego sacudió la cabeza con preocupación y se dirigió hacia el ascensor.
Martin Beck había dicho tener curiosidad sobre el contenido de la carpeta roja, pero esto era, como mucho, una verdad a medias.
La verdad es que no le interesaba lo más mínimo.
¿Por qué había entonces optado por darle una respuesta evasiva y engañosa?
¿Para hacer a Kollberg feliz? Qué va. ¿Para engañarlo? Eso era aún más rebuscado.
En parte no había ninguna razón para querer engañarlo, y sobre todo, eso era algo imposible. Se conocían demasiado bien desde hacía demasiados años y además Kollberg era una de las personas más difíciles de engañar que conocía.
¿Quizá pretendía engañarse a sí mismo? Esa idea también era absurda.
Martin Beck siguió dándole vueltas al tema, mientras llevaba a cabo una sistemática revisión de su despacho.
Cuando terminó con los cajones, se puso con el mobiliario: movió las sillas, orientó el escritorio hacia un ángulo diferente, corrió el archivador unos centímetros más cerca de la puerta, desatornilló el flexo de la mesa y lo colocó en el borde derecho. Al parecer, su sustituto había preferido tenerlo a la izquierda, o al menos simplemente daba la casualidad de que lo había colocado así. A menudo Kollberg dejaba las cosas pequeñas al azar. En cambio, cuando se trataba de cosas esenciales, era un perfeccionista. Por ejemplo, había esperado hasta los cuarenta y dos años para casarse simplemente porque quería una esposa perfecta.
Había esperado a la persona adecuada.
Por el contrario, Martin Beck podía echar la vista atrás y contemplar las casi dos décadas de su desgraciado matrimonio con una persona que, sin duda, no había sido la adecuada.
Ahora estaba en cualquier caso divorciado, pero seguramente había esperado hasta que era demasiado tarde.
Durante los últimos seis meses se había sorprendido a sí mismo más de una vez preguntándose si el divorcio, después de todo, no había sido un error. Tal vez tener una mujer regañona y aburrida era al menos más emocionante que no tener ninguna.
Sin embargo, ese no era un problema esencial.
Cogió el jarrón de las flores y se lo llevó a una de las mecanógrafas, que pareció ponerse contenta.
Martin Beck se sentó en su silla y miró alrededor. El orden había sido restaurado.
¿Quería convencerse de que no se había producido ningún cambio?
La pregunta no tenía sentido; para olvidarla lo más rápidamente posible se acercó la carpeta roja.
El plástico era transparente, por lo que vio de inmediato que se trataba de un caso de muerte. Eso estaba bien. La muerte estaba íntimamente asociada a su profesión.
Pero ¿por qué había ocurrido?
Bergsgatan 57. Por lo tanto, prácticamente en la escalera de la jefatura central de policía.
Grosso modo se podría decir que no le concernía a él ni a su departamento: era tarea de la policía criminal de Estocolmo. Por un instante se sintió tentado de coger el teléfono para llamar a alguien de Kungsholmen y preguntar de qué iba realmente el tema. O de ponerlo todo sin más en un sobre y devolverlo al remitente.
El impulso de ser rígido y formalista era tan fuerte que tuvo que esforzarse por reprimirlo.
Miró de reojo el reloj. Ya era la hora del almuerzo. No tenía hambre.
Martin Beck se levantó, fue al lavabo y bebió una taza de agua tibia.
Cuando regresó, notó que el aire del despacho era cálido y viciado. Sin embargo, no se quitó la chaqueta ni se desabrochó el cuello de la camisa.
Se sentó, sacó los papeles y comenzó a leer.
Sus veintiocho años en la policía le habían enseñado muchas cosas, como el arte de leer informes, eliminando con rapidez la paja y las redundancias, y desentrañando la estructura, si es que la había.
Le llevó menos de una hora leerse los documentos con meticulosidad. La mayoría de ellos estaban mal escritos, algunos eran directamente incomprensibles y ciertos párrafos estaban cuajados de expresiones desafortunadas. Supo de inmediato quién era el virtuoso autor. Einar Rönn, un policía que, desde el punto de vista estilístico, parecía haber salido al colega que en su famosa ordenanza de tráfico determinó que las farolas deben encenderse cuando cae la noche, para aclarar después que la noche cae cuando se encienden las farolas.
Martin Beck hojeó los papeles una vez más, deteniéndose aquí y allá para revisar ciertos detalles.
Luego apartó el informe, hincó los codos en la mesa y apoyó la frente en las palmas de las manos.
Con el ceño fruncido, reflexionó sobre lo que parecía haber pasado.
La historia se dividía en dos partes. La primera era ordinaria y repulsiva.
Quince días antes, es decir, el domingo 18 de junio, un inquilino de Bergsgatan 57, en Kungsholmen, había llamado a la policía. La conversación fue grabada a las dos y diecinueve del mediodía, pero hasta dos horas más tarde no llegó al lugar un coche patrulla con dos agentes. Es cierto que ese número de Bergsgatan estaba a no más de cinco minutos a pie de la jefatura central de policía de Estocolmo, pero el retraso era fácil de explicar: la escasez de policías en la capital clamaba al cielo; además, era temporada de vacaciones y, por si fuera poco, domingo. A ello se añadía que no había nada que indicase que el asunto tuviese una urgencia especial. Los agentes Karl Kristiansson y Kenneth Kvastmo entraron en el edificio y hablaron con la denunciante, una mujer que vivía en el segundo piso exterior. Esta les comunicó que, desde hacía varios días, le molestaba un olor desagradable que provenía del hueco de la escalera y que le hacía sospechar que había algo raro.
También los dos agentes notaron el olor enseguida. Kvastmo lo había definido como putrefacto: según sus palabras, le recordaba muchísimo al «hedor de la carne podrida». «Un rastreo más cercano del olor» —según, de nuevo, la expresión utilizada por Kvastmo— les condujo a la puerta de un apartamento en el piso de arriba. Según los datos disponibles, esa puerta era la de un estudio que, durante algún tiempo, había sido ocupado por un hombre de unos sesenta años, tal vez llamado Karl Edvin Svärd. Ese era el nombre que aparecía escrito a mano en un trozo de cartón bajo el timbre. Decidieron entrar, dado que podía suponerse que dentro del estudio se hallara el cuerpo de un suicida, de una persona fallecida por causas naturales o de un perro —también según Kvastmo—, o bien una persona enferma o desamparada. El timbre no parecía funcionar y los golpes en la puerta no suscitaron ninguna reacción.
Intentaron contactar con el portero, el administrador de la finca o cualquier otra persona que pudiera tener un duplicado de la llave; sin éxito.
Los policías solicitaron por tanto instrucciones y se les dio la orden de acceder al apartamento. Llamaron a un cerrajero, lo que ocasionó un nuevo retraso, esta vez de media hora.
Cuando el cerrajero llegó, observó que la puerta estaba equipada con una cerradura de seguridad y que carecía de ranura para el buzón de correo. Taladró por tanto la cerradura con ayuda de una herramienta especial, pero la puerta sin embargo siguió sin abrirse.
Kristiansson y Kvastmo, que por entonces ya llevaban varias horas extra ocupados en ese asunto, solicitaron un nuevo protocolo de actuación, ante lo cual recibieron la orden de forzar la puerta. Al plantear la cuestión de si no debía estar presente alguien de la policía criminal, obtuvieron como lacónica respuesta que no había más personal disponible.
El cerrajero para entonces se había marchado, pues consideraba que ya había terminado su trabajo.
Hacia las siete de la tarde Kvastmo y Kristiansson abrieron la puerta rompiendo los pernos de las bisagras exteriores. A pesar de ello, surgieron nuevas dificultades. Resultó que la puerta estaba provista de dos fuertes pestillos de metal y también de uno de los llamados fox-lock, una especie de viga de hierro anclada en la puerta. Tras otra hora de trabajo, los agentes pudieron acceder al apartamento, donde fueron recibidos por un calor sofocante y un abrumador tufo a cadáver.
En la única habitación, que daba a la calle, encontraron a un hombre muerto. El cuerpo estaba tendido boca arriba a unos tres metros de la ventana, que estaba orientada a Bergsgatan, y junto a un radiador eléctrico encendido. Debido a la alta temperatura de este, combinada con la ola de calor de esos días, el cadáver se había hinchado hasta «doblar al menos su volumen». El cuerpo se hallaba en un avanzado estado de descomposición e invadido de gusanos.
La ventana que daba a la calle tenía cerrada la aldabilla por dentro y el estor estaba bajado. La otra ventana del apartamento, la de la cocina americana, daba al patio. Estaba sellada con burletes y daba la sensación de que no la habían abierto en mucho tiempo. El mobiliario era escaso, y la decoración, muy parca. El techo, el suelo, las paredes, el papel pintado, la pintura: todo se veía muy maltrecho.
En el rincón de la cocina y en la única estancia solo había algunos objetos de uso cotidiano.
Una carta que encontraron —una notificación de pago de pensión— apuntaba a que el fallecido era Karl Edvin Svärd, un antiguo mozo de almacén jubilado anticipadamente hacía seis años.
Una vez que el apartamento fue inspeccionado por un subinspector de la policía criminal llamado Gustavsson, el cuerpo fue trasladado al centro médico forense a fin de que se le practicase una autopsia rutinaria.
De modo provisional, los hechos se calificaron como un caso de suicidio, o bien de muerte por inanición, enfermedad u otras causas naturales.
Martin Beck se palpó los bolsillos de la chaqueta en busca de los ya desaparecidos cigarros de la marca Florida.
Los periódicos no habían hecho ninguna mención al caso de Svärd. La historia era demasiado trivial. Estocolmo tiene una de las tasas de suicidio más altas del mundo, algo de lo que cuidadosamente se evita hablar o, si no hay más remedio, se intenta ocultar con diversas estadísticas manipuladas y falsas. La explicación más frecuente es sencilla: todos los demás países hacen muchas más trampas con las estadísticas. Aunque desde hace unos años, ni siquiera los miembros del gobierno se atreven a decir esto en voz alta o en público, tal vez por sentir que la gente, después de todo, confía más en lo que ven con sus propios ojos que en las excusas de los políticos.
Y si se diera la circunstancia de que no hubiera sido un suicidio, la cosa sería aún más embarazosa. El llamado Estado del bienestar rebosa de enfermos, indigentes y personas solas que, en el mejor de los casos, se alimentan de comida para perros, carentes de toda atención, hasta que poco a poco se consumen y mueren en las ratoneras que tienen por vivienda.
No, no era algo a lo que debiera darse publicidad. Casi ni siquiera era algo de lo que debiera ocuparse la policía.
Pero ahí no acababa todo. La historia del prejubilado Karl Edvin Svärd continuaba.
Martin Beck llevaba en la profesión el tiempo suficiente para saber que, si en un informe hay algo que parece incomprensible, casi siempre es porque ha habido por parte de su autor algún tipo de negligencia, algún error de fondo o de forma, o bien porque no se ha enterado de nada o carece de la capacidad de hacerse entender.
La segunda parte de la historia de la muerte en Bergsgatan resultaba oscura.
Al principio todo había ido como de costumbre. El cadáver se había levantado el domingo por la noche para ser depositado en una cámara frigorífica. Al día siguiente el apartamento fue desinfectado, algo que sin duda era imprescindible, y los agentes responsables habían informado al respecto.
La autopsia se realizó el martes y el dictamen pericial llegó a la policía un día después.
Realizar una autopsia al cadáver de un viejo no es algo divertido, sobre todo cuando se sabe de antemano que se trata de un suicida o de una persona fallecida por causas naturales. Si el sujeto en cuestión además ocupaba un lugar poco prominente en la escala social, si era, por ejemplo, un mozo de almacén jubilado anticipadamente, el tema pierde todo interés.
El informe de la autopsia venía firmado por una persona de la que Martin Beck no había oído hablar, probablemente alguien que estaba haciendo una sustitución. La redacción era sumamente técnica, inaccesible al profano.
Esta era quizá la causa de que hubiera habido tanta indolencia en el tratamiento del caso. Pues, por lo visto, los documentos no le llegaron a Einar Rönn, de la brigada antiviolencia, hasta una semana después. Y, al parecer, hasta entonces no habían recibido la atención que merecían.
Martin Beck se acercó el teléfono para hacer su primera llamada de servicio en mucho tiempo. Descolgó y acercó su mano derecha al disco. Entonces se detuvo.
Se le había olvidado el número del Centro de Medicina Legal, por lo que se vio obligado a buscarlo.
La forense se mostró sorprendida.
—Sí —respondió—. El dictamen se envió hace dos semanas.
—Ya lo sé.
—¿Hay algo que no esté claro?
—Solo algunas cosas que no entiendo muy bien.
—¿No se entienden? ¿Cómo es eso?
¿Sonaba ofendida?
—Según su informe, el interfecto se suicidó.
—Pues claro.
—¿De qué forma?
—¿No se deduce del informe? ¿De verdad me he expresado con tan poca claridad?
—No, en absoluto.
—¿Qué es entonces lo que no entiende?
—Casi nada, para ser sincero. Pero, por supuesto, es por mi propia ignorancia.
—¿Se refiere a la terminología?
—Entre otras cosas.
—Siempre se deben tener en cuenta ciertas dificultades de ese tipo si se carece de conocimientos médicos —replicó en tono reconfortante.
La voz era clara y nítida. Debía de ser alguien bastante joven.
Martin Beck permaneció un rato en silencio.
En ese momento debería haber dicho: «Mi querida señorita, este dictamen no está destinado a patólogos, sino a una clase de personas totalmente distintas. Ha sido solicitado por la policía de orden público y debe redactarse de forma que, por ejemplo, un subinspector pueda entenderlo».
Pero no lo dijo. ¿Por qué?
La médica interrumpió su pensamiento.
—¿Oiga? ¿Está usted ahí?
—Sí. Estoy aquí.
—¿Hay algo en particular que quiera preguntarme?
—Sí. En primer lugar, me gustaría saber en qué basan la hipótesis del suicidio.
Al responder, la voz de la mujer cambió, adquiriendo un tono interrogante.
—Estimado comisario, este cuerpo lo recibimos de la policía. Antes de practicarle la autopsia, yo misma estuve en contacto telefónico con el agente que supongo estaba a cargo de la investigación. Me dijo que se trataba de una cuestión rutinaria y que solo quería saber la respuesta a una única pregunta.
—¿Cuál?
—Si la persona en cuestión se había suicidado.
Irritado, Martin Beck se frotó el esternón con los nudillos. A veces todavía le dolía donde le había dado la bala. Según le habían comentado, eso era algo psicosomático, que se le pasaría cuando su subconsciente desconectara del pasado.
Ahora se trataba claramente de lo contrario. Lo que le irritaba, y en grado sumo, era el presente. Y su subconsciente no podía decirse que tuviera interés en el asunto.
Se había cometido un error garrafal. La autopsia debía haberse realizado de un modo imparcial. Darle al forense una orientación era algo que casi podía calificarse de conducta prevaricadora, sobre todo si el patólogo, como ocurría en ese caso, era joven e inexperto.
—¿Sabe cómo se llama ese policía?
—Subinspector Aldor Gustavsson. Me dio la impresión de que estaba encargado del caso. Parecía tener experiencia y estar seguro de lo que hacía.
Martin Beck no sabía nada sobre el subinspector Aldor Gustavsson ni sobre sus posibles méritos. Continuó:
—¿Así que la policía le dio ciertas directrices?
—Podría expresarse de esa forma. En cualquier caso, la policía me dejó claro que existían sospechas de autoóbito.
—Ya.
—Con autoóbito me refiero, como quizá sepa, a un suicidio.
Martin Beck no respondió. En cambio, hizo una nueva pregunta.
—¿Fue una autopsia difícil?
—La verdad es que no. Si dejamos a un lado que los cambios orgánicos producidos eran de gran envergadura... Es algo que hace la tarea un tanto especial.
Tenía curiosidad por saber cuántas autopsias podía haber llevado a cabo en solitario esa forense, pero se abstuvo de preguntar.
—¿Le llevó mucho tiempo?
—No, en absoluto. Dado que se trataba bien de autoóbito o de un estado patológico grave, empecé por abrir el tórax.
—¿Por qué?
—El fallecido era un anciano. En casos de muerte repentina, siempre cabe suponer una insuficiencia cardíaca o un ataque al corazón.
—¿Por qué dedujo que la muerte había sido repentina?
—El policía lo insinuó.
—¿Cómo?
—De modo muy directo, creo recordar.
—¿Qué fue lo que dijo?
—Que el viejo, o se había suicidado o había tenido un infarto. Algo así.
Otro flagrante error. Nada en los documentos negaba la posibilidad de que Svärd hubiera quedado paralizado o se hubiera desvanecido varios días antes de morir.
—Bueno, entonces le abrió la caja torácica.
—Sí. Y obtuve la respuesta casi de inmediato. No había duda alguna sobre las opciones existentes.
—¿Suicidio?
—Claro.
—¿Por qué medio?
—El hombre se había pegado un tiro en el corazón. La bala todavía estaba allí.
—¿Le alcanzó el corazón?
—Le dio muy cerca, en todo caso. La lesión principal se había infligido en el cuerpo aórtico.
Hizo una breve pausa y dijo con algo de acritud:
—¿Se me entiende?
—Sí.
Martin Beck formuló la siguiente pregunta con precisión.
—¿Tiene usted una amplia experiencia en heridas de bala?
—Suficientemente amplia, supongo. Además el protocolo en este caso fue relativamente sencillo.
¿Cuántas autopsias a personas que hubieran recibido un disparo podría haber practicado en su vida? ¿Tres? ¿Dos? ¿Quizás una?
La médica, tal vez intuyendo esa duda no expresada, le informó:
—Serví en Jordania durante la guerra civil hace dos años. Allí tratábamos un buen número de heridas de bala.
—Pero probablemente no muchos suicidios.
—No, es cierto.
—La cosa es que pocos suicidas se apuntan al corazón —observó Martin Beck—. La mayoría se dispara en la boca y algunos en la sien.
—Bueno, eso es verdad. Pero este no era ni mucho menos el primero. En psicología aprendí que, entre los suicidas, existe un arraigado instinto de apuntarse al corazón. Sobre todo en las personas que idealizan el suicidio. Y parece que esa tendencia se da en muchos.
—¿Cuánto tiempo cree que Svärd pudo haber permanecido con vida tras el disparo?
—No mucho. Un minuto, quizá dos o tres. Se observaba un profuso sangrado interno. Yo diría que un minuto, pero es una conjetura. El margen, sin embargo, es muy pequeño. ¿Eso tiene alguna importancia?
—Tal vez no. Pero hay otra cosa que me interesa. Usted se hizo cargo de los restos mortales el 20 de junio.
—Sí, puede ser.