La mente herida - Giorgio Nardone - E-Book

La mente herida E-Book

Giorgio Nardone

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Beschreibung

Una enfermedad, un duelo —y hasta un mensaje de Whatsapp— pueden herirnos, porque nos afectan en un punto en el que somos especialmente frágiles. En cualquier caso, el dolor siempre deja huella. A veces, conservamos su recuerdo, conscientes de que somos lo que somos también gracias a él; otras, nos daña de forma indeleble, provocando reacciones que a largo plazo se vuelven disfuncionales y pueden originar auténticos trastornos. Como heridas que no cicatrizan, las experiencias dolorosas provocan otro dolor y van acompañadas de otras emociones: miedo, angustia, rabia. Trabajar desde la Terapia Estratégica con los trastornos vinculados a experiencias traumáticas y dolorosas significa intervenir específicamente en las modalidades perceptivo-emocionales de la persona. El objetivo es ayudarla, según los casos, a resituar los acontecimientos del pasado, a gestionar un presente angustioso o un futuro que de repente pierde significado, desaparece o adquiere tintes intolerables de pérdida. Los protocolos de intervención permiten, además, dirigir a la persona hacia la estructuración de nuevos aprendizajes, sobre todo la capacidad de gestionar con eficacia las emociones dolorosas y de pérdidas, inevitables compañeras en el camino de la vida.

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GIORGIO NARDONEFEDERICA CAGNONIROBERTA MILANESE

La mente herida

Atravesar el dolor para superarlo

Traducción: Maria Pons Irazazábal

Título original: La mente ferita. Attraversare il dolore per superarlo

Traducción: Maria Pons Irazazábal

Diseño de la cubierta: Toni Cabré

Edición digital: José Toribio Barba

© 2021, Adriano Salani Editore S.p.A., Milán

© 2023, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN EPUB: 978-84-254-4995-6

1.ª edición digital, 2023

Índice

1. EXPERIENCIAS QUE HIEREN: UNA MIRADA EVOLUTIVA

2. LAS EMOCIONES DE LA MENTE HERIDA

Si curas la mente, curas el cerebro

El dolor, el protagonista

El miedo

La angustia

La rabia

El placer

3. PERMANECER ATRAPADOS EN EL PASADO

Un rayo repentino: el trauma

Frente al trauma: las coping reactions

Transformar la herida en cicatriz: la novela del trauma

Cuando el trastorno se complica

4. SER REHENES DEL PRESENTE

En medio de la tempestad: la pandemia de covid-19

Las emociones de la pandemia

Intentar mantenerse a flote: las psicotrampas de la pandemia

Aprender a cabalgar las olas

El miedo a la evitación

Los pequeños riesgos y el «sano control»

Ritualizar la búsqueda de informaciones

El púlpito vespertino

El miedo a la ayuda médica

Contener la angustia

Recuperar el placer

5. LA PÉRDIDA DEL FUTURO

Ser los autores de la propia condena: superar el sentimiento de culpabilidad

Cuando la condena llega de repente: gestionar la angustia

Ser los autores de la propia condena y no saberlo

Cuando la condena se oculta en el pasado

No ser autores de la propia condena pero llegar a serlo

El duelo complicado

6. COMUNICAR CON LA MENTE HERIDA

Actuar con pies de plomo: la primera sesión

«Tocar el corazón»: la importancia del lenguaje evocador

7. MÁS ALLÁ DEL DOLOR

BIBLIOGRAFÍA

Información adicional

1. Experiencias que hieren: una mirada evolutiva

La experiencia es una joya y así debe ser, porque con frecuencia se adquiere a un precio infinito.WILLIAM SHAKESPEARE

Ágata tiene 13 años, está estudiando tercero de secundaria y ha empezado a utilizar el teléfono móvil tal vez demasiado precozmente. Se lo regalaron por haber aprobado y, como todos los adolescentes, lo utiliza sobre todo para socializar. Un día Ágata recibe de una compañera de clase una captura de pantalla de una conversación entre esa misma compañera y una tercera amiga, en la que aparece, entre otros, el siguiente mensaje: «Ágata se viste de manera ridícula, y el hecho de que no se dé cuenta hace que además parezca estúpida».

Desde aquel día la muchacha no piensa en otra cosa, hace meses que no quiere ir a la escuela, llora y apenas come. Un simple mensaje de WhatsApp ha tenido consecuencias inimaginables.

La mañana del 29 de mayo de 2012, Giovanni estaba trabajando cuando durante veinte interminables segundos la tierra tembló y provocó el hundimiento de buena parte del edificio donde se encontraba. Cuando acudió a nosotros en busca de ayuda, no podía pensar en otra cosa, hacía meses que no iba al trabajo y sufría fuertes ataques de ansiedad si se hallaba en lugares elevados.

En la escala de las diez principales experiencias traumáticas, los terremotos aparecen en los primeros puestos; los mensajes de WhatsApp ni siquiera se contemplan.

Lo que acabamos de explicar puede parecer provocador, pero nos es de utilidad para un objetivo muy preciso. Ante todo, para distanciarnos de entrada, y de forma clara, de un enfoque que pretenda definir etiológicamente qué puede o no puede ser definido como un hecho traumático (utilizando palabras que están muy de moda) o, en cualquier caso, como una experiencia capaz de trastocar completamente nuestra vida. En segundo lugar, para acercar al lector desde las primeras líneas de este texto a una visión de las consecuencias de un hecho en cuyo centro aparece la percepción que el individuo tiene de sí mismo, de los otros y del mundo que lo rodea, como resultado de algo que solo la experiencia subjetiva puede transformar (de manera inconsciente) en profundamente doloroso. De modo que no podemos decidir qué es o qué no es una experiencia traumática sin tener en cuenta la percepción del individuo que la ha sufrido.

Silvia tiene 33 años, dos hijos y un cáncer de mama ya operado y extirpado con éxito, según dicen los médicos. Se lo diagnosticaron un año antes de que acudiera a nosotros. Recuerda muy bien el shock en el momento del diagnóstico, recuerda incluso cómo iba vestida y peinada la médica encargada de comunicárselo y el puñetazo en el estómago que sintió en aquel momento. Esa opresión en el estómago no ha desaparecido, la siente todas las mañanas cuando se levanta y no la abandona hasta la noche, antes de acostarse. Silvia no piensa nunca en el pasado. Vive el día a día pensando que ya no tiene un futuro. Un futuro borrado por una palabra: cáncer.

María, en cambio, no tiene presente. Lo perdió el día en que su exmarido se enteró de su nueva relación y empezó a perseguirla para volver con ella. Comienza, por tanto, su proceso con nosotros en medio de la tormenta, con una taquicardia casi constante y el miedo a salir sola de casa, junto con la obligación de seguir con su vida y la de su hijo de diez años. Ha perdido el placer de hacer cualquier cosa, por la noche está muy fatigada y solo desea encerrarse en casa y meterse en la cama.

¿Qué tienen en común estos casos? Tras un hecho, a veces incluso en apariencia banal (un breve mensaje), a veces claramente catastrófico (el terremoto o el cáncer) o a veces formando parte de una experiencia vital considerada normal (la separación conflictiva), las personas no consiguen percibir el pasado, el presente o el futuro como lo habían hecho hasta entonces.

Un acontecimiento más o menos inesperado o una experiencia aparentemente banal se convierten en líneas de separación. Tanto si uno queda atrapado en el pasado, privado de la visión del propio futuro o víctima de un presente al que no consigue enfrentarse, una cosa es cierta: esa experiencia se vive y se percibe claramente como un hecho fundamental que marca un antes y un después en la vida. Todos hemos vivido algunas experiencias de este tipo, las recordamos perfectamente y conservamos impresos en la memoria detalles que de otro modo ni siquiera recordaríamos.

Sabemos cómo íbamos vestidos el día en que nos dejaron o nos traicionaron y lo descubrimos; sabemos dónde estábamos cuando nos llamaron por teléfono para decirnos que había muerto un ser querido; sabemos con quién estábamos cuando nos comunicaron el diagnóstico de una enfermedad horrible y también recordamos todas las ocasiones en las que el dolor penetró con violencia en nuestra vida. A veces lo hizo repentinamente, a veces lentamente, incluso con algún aviso previo, pero no por esto dejamos de conservar su huella.

El dolor siempre deja una marca. En el mejor de los escenarios conservamos su recuerdo, conscientes de ser lo que somos también gracias a él. En el peor, nos hiere de manera indeleble, provocando en nosotros reacciones que a largo plazo se convierten en disfuncionales e incluso pueden llegar a provocar auténticos trastornos. Heridas que no llegan a ser cicatrices, pero que nunca se curan y provocan más dolor y emociones complejas vinculadas a él. Las llamamos «traumas», heridas, porque el dolor hiere y lacera, y como una herida que no acaba de curarse bien puede tener distintas consecuencias.

Estas consecuencias siempre son el resultado del bagaje emocional (ante todo) y cognitivo que cada uno de nosotros construye y modela constantemente a lo largo de la vida, porque nunca somos los mismos y somos un complejo conjunto de biología y biografía, que se influyen mutuamente durante toda la vida hasta la muerte (LeDoux, 2002).

Hablar de hechos dolorosos y traumáticos significa, por tanto, hablar ante todo de cambio y de experiencia emocional correctiva (Alexander, French, 1946). Quien vive una experiencia de este tipo se ve arrollado, a veces de forma repentina, a veces de manera más gradual, por uno o varios hechos que introducen un cambio en su percepción emocional de la realidad, que a partir de ese momento será gestionada de otro modo.

El lector ya familiarizado con nuestro enfoque conocerá la modalidad estrictamente operativa con que solemos abordar el estudio de una realidad. Esta modalidad nos permite intervenir de inmediato de la manera más eficaz posible (Nardone, Watzlawick, 1990, 2000; Nardone, Portelli, 2005; Nardone, Balbi, 2008). Desde esta perspectiva, y ante este tipo de problemáticas, no podría haber habido investigación sin una intervención directa en el interior del sistema, intervención que tiene como objetivo cambiar su funcionamiento a fin de desentrañar sus mecanismos de persistencia. Es decir: se conoce un problema a través de su solución. Y gracias a este método de investigación-intervención, que por su propia naturaleza está en constante autocorrección y evolución, se creó ya en la primera década del siglo XXI, en el Centro di Terapia Strategica de Arezzo, el protocolo de intervención del trastorno de estrés postraumático (Nardone, Cagnoni, Milanese, 2007; Cagnoni, Milanese, 2009). En este caso evidenciamos de qué modo la experiencia dolorosamente perturbadora regresa e invade constantemente el presente de la persona que, al intentar liberarse del recuerdo, lo confirma y lo fija agravando sus efectos. Como en muchos otros tipos de psicopatologías, también en esta la investigación-intervención nos permitió adquirir más información sobre las modalidades de persistencia de este trastorno, lo que nos llevó a identificar en concreto las coping reaction disfuncionales puestas en práctica por el sujeto, consciente o inconscientemente, en un intento de reaccionar. Precisamente estas estrategias defensivas, conscientes solo en parte, constituyen la base de lo que atrapa a la víctima de una experiencia traumática en sus propios recuerdos y la lleva a construir nuevos límites, con su carga de angustia, miedo, dolor y rabia.

Puede ser el caso de Gianni, a quien meses después todavía le asaltan imágenes del terremoto acompañadas de fuertes ataques de ansiedad; o el de Pietro, que todavía se despierta en medio de la noche creyendo oír el teléfono, como aquella noche en que la policía lo llamó para comunicarle el accidente de su hijo. Recuerdos que a veces se fijan indelebles en la mente de las personas y evocan no solo los contenidos, sino también toda la conmoción emocional que el hecho suscitó. Un presente inundado constantemente por el pasado, que como un río desbordado destruye, arrastra y deja escombros. Un hecho que como un rayo rasga el cielo e impide al que lo mira verlo como antes. Es una experiencia que introduce repentinamente un cambio perceptivo de tipo «catastrófico», rapidísimo, capaz de producir un cambio inmediato en la percepción de la realidad.

No obstante, una experiencia dolorosa también puede tener repercusiones distintas a esta. Puede bloquearnos en un presente que nos tiene secuestrados y no nos deja ninguna salida. En muchos casos de terremoto, por ejemplo, en los que la primera sacudida va seguida de otras menores, podemos ver el efecto «exponencial» de la alarma accionado por la primera sacudida que, si no provoca consecuencias de cambio catastrófico, atrapa a la persona en un presente que es fuente de ansiedad y de angustia constantes en espera de que suceda «algo». Lo mismo ocurre en muchos casos de stalking (acoso), en los que cualquier hecho persecutorio produce un «efecto de acumulación», bloqueando a la víctima en su presente que, también exponencialmente, se transforma en una pesadilla diaria en la que pasado y futuro pierden consistencia.

En estos casos la gestión del presente resulta fundamental. Ante todo, para contener el terremoto emocional y evitar un posible empeoramiento tanto de la situación como de la sintomatología; en segundo lugar, a efectos de prevención. De hecho, son muchas las situaciones en las que una experiencia emocionalmente abrumadora prolongada en el tiempo produce efectos que podríamos llamar «de acumulación», provocando a veces un auténtico trastorno. De modo que no podemos subestimar el impacto que un cambio de la percepción del propio presente, vivido largo tiempo como fuente de dolor, ansiedad, angustia y tal vez incluso de culpa o rabia, pueda tener en la propia modalidad perceptiva. No solo la persona implicada no se percibirá ya como antes, sino que tampoco los demás, sus creencias, sus valores y los significados que atribuía a las experiencias y al mundo que la rodea serán percibidos del mismo modo.

¿Qué ocurre, en cambio, cuando un hecho nos arrebata el futuro? Del mismo modo que algunas experiencias acaban fijándose de manera imborrable en nuestra memoria por el impacto traumático que han tenido en nuestra vida, hay otras que nos privan de la posibilidad de percibir ese futuro que antes dábamos por descontado.

El mismo terremoto que regresa en forma de flashback y pesadillas nocturnas o que mantiene a una persona atrapada en la angustia del presente, a otro le ha quitado la perspectiva futura. Es lo que le ocurre a quien pierde la casa o el trabajo o, peor aún, a sus seres queridos. En este escenario no hay flashback, sino solo angustia e incapacidad de reaccionar. Como si se apagase un interruptor arrojando oscuridad sobre todo aquello que hasta hacía poco tenía límites y márgenes claros.

Escribimos este libro en plena pandemia de COVID-19 y ya vemos numerosos casos de consecuencias psicopatológicas producidas por este hecho. Una de las más insidiosas es la que priva a las personas de la posibilidad de programar su futuro. Son los casos en que, más allá del miedo al contagio que puede ser más o menos fuerte, lo que emerge es el dolor de la pérdida del propio futuro, unido a la angustia por no ver el final, por no poder definir un plazo más allá del cual todo volverá a ser como antes, especialmente después de esta segunda ola otoñal e invernal.

Vivir un presente sin futuro durante un período más o menos prolongado produce efectos sobre nuestro modo de percibir la realidad. Se trata de un auténtico «efecto avalancha», en el que la sucesión de hechos produce un cambio exponencial en el modo de percibir la realidad debido a una especie de mecanismo de acumulación de experiencias traumáticas.

Si además tenemos la certeza de que el futuro ya no podrá ser como antes (como en los casos de duelo, de invalidez causada por un accidente grave, de un diagnóstico funesto o de la pérdida del trabajo), esta percepción puede cambiar bruscamente y acarrear consecuencias a veces muy peligrosas. En estos casos el hecho que introduce el cambio catastrófico no regresa continuamente a la memoria como en el trastorno postraumático puro, sino que produce efectos tan devastadores en la vida de la persona que no le permite una visión futura de sí misma exenta de dolor, angustia, miedo o rabia intolerables. Y estos son los casos en los que se producen con más frecuencia intentos (a veces consumados) de suicidio.

Son, por tanto, tres las dimensiones temporales en las que una experiencia emocionalmente devastadora puede producir sus efectos: pasado, presente y futuro. No existe solo el pasado que regresa en forma de pesadilla o imagen intrusiva, un pasado imborrable, pero archivable; existen también un presente que se transforma en pesadilla diaria angustiosa y un futuro que repentinamente pierde significado, desaparece o asume valores de pérdida intolerables.

A este respecto, es importante señalar no solo que hechos claramente distintos entre sí pueden producir consecuencias similares, sino también que un mismo hecho puede abrir escenarios completamente distintos. En el caso de la COVID-19, por ejemplo, encontramos personas atrapadas en el pasado, como nos cuentan muchos sanitarios que no consiguen apartar de la mente las imágenes de los pacientes intubados; puede hacernos rehenes del presente, sometiéndonos a un intenso estrés y a una lucha que parece no tener fin; o hacernos perder el futuro, impidiéndonos ver ese «más allá» que siempre habíamos dado por descontado antes de que esta emergencia se abatiera sobre nosotros.

Un mismo hecho, consecuencias distintas, diferentes modalidades perceptivo reactivas sobre las que trabajar, diferentes técnicas que hay que utilizar y a veces incluso diferentes modalidades comunicativas.

Una cosa es cierta: cualquiera que sea el eje temporal sobre el que se estructura el trastorno, siempre habrá un sutil hilo conductor que une todas estas experiencias: el dolor. Y el sufrimiento difícilmente viajará solo, sino que, con frecuencia, irá acompañado de miedo y angustia, a veces de rabia y de un conjunto de otras emociones complejas muy perturbadoras.

Trabajar con trastornos vinculados a experiencias potencialmente traumáticas y dolorosas significa, por tanto, saber intervenir ad hoc en la modalidad perceptivo-emocional de la persona implicada, ayudándola, según los casos, a resituar los hechos en el pasado, a gestionar un presente angustioso y espantoso (evitando tal vez la formación de un auténtico trastorno) o a reabrir una rendija de luz sobre el futuro.

2. Las emociones de la mente herida

No olvidemos que las pequeñas emociones son los grandes capitanes de nuestra vida y las obedecemos sin darnos cuenta.VINCENT VAN GOGH

Si curas la mente, curas el cerebro

En los últimos treinta años los enormes progresos de las neurociencias, que han sido posibles sobre todo gracias al desarrollo de las modernas técnicas de neuroimagen (resonancia magnética funcional y tomografía de emisión de positrones), no solo nos han permitido grandes avances en el estudio de los mecanismos que regulan las funciones del cerebro, sino que además nos han ofrecido la posibilidad de ver y documentar los efectos que tienen en el cerebro las intervenciones psicoterapéuticas (Pagani, Carletto, 2019). Como se demuestra en una reciente reseña sobre esta cuestión (Emmelkamp et al., 2014), existe evidencia científica de que la psicoterapia es eficaz en la cura de una amplia gama de trastornos mentales. Una buena intervención psicoterapéutica produce cambios importantes no solo en la sintomatología del trastorno sino también en el nivel neurofisiológico, lo que conduce a un restablecimiento del correcto funcionamiento cerebral. Un gran número de investigaciones de neuroimagen, realizadas antes y después de la psicoterapia, muestran que el cerebro se reorganiza plásticamente durante el tratamiento, y que este cambio es tanto mayor cuanto más éxito tiene el tratamiento (Furman et al., 2002; Paquette et al., 2003; Goldapple et al., 2004; Martin et al., 2004). De modo que la psicoterapia no se limita a producir cambios perceptivo-emocionales y cognitivo-conductuales, sino que también es capaz de «recablear» el cerebro (Kandel, 1998; Etkin et al., 2005; Doidge, 2015).

Ahora bien, no todos los tipos de psicoterapia son igualmente eficaces para producir estos efectos y es justamente el funcionamiento de nuestro cerebro el que nos ayuda a entender el porqué. La parte más primitiva del cerebro (el paleoencéfalo,1 sede de la elaboración de las emociones) y la más moderna (el telencéfalo,2 sede de las cogniciones) se comunican entre sí por dos vías: la top-down (de arriba abajo, que va del telencéfalo al paleoencéfalo) y la bottom-up (de abajo arriba, que hace el recorrido inverso) (Kock, 2012). Estas dos partes mantienen una comunicación constante y se influyen recíprocamente: algunos estudios de neuroimagen han mostrado que, en personas con estados emocionales alterados (rabia, miedo o dolor), la activación de las áreas subcorticales paleoencefálicas siempre coincide con una hipoactivación de las áreas de los lóbulos frontales del telencéfalo (Van Der Kolk, 2006). Ahora bien, las dos vías no son equivalentes desde el punto de vista de la eficacia de la intervención. Como destaca uno de los más importantes neurocientíficos, Joseph LeDoux (2002), el paleoencéfalo influye profundamente en nuestro telencéfalo, pero no al contrario; en otras palabras, las experiencias emocionales determinan de manera decisiva nuestras vivencias y nuestras representaciones conscientes, mientras que estas últimas determinan muy poco nuestras respuestas emocionales. El canal top-down, de la mente moderna a la antigua, es, por tanto, muy poco apto para efectuar esos cambios, que se realizan en cambio en sentido inverso (bottom-up).

Esto es especialmente evidente cuando se trata de intervenir en vivencias traumáticas, en las que el componente emocional es claramente prioritario respecto al cognitivo, y la racionalidad no puede hacer nada contra la invasión continua de las emociones en la conciencia. Es indispensable, por tanto, intervenir en primer lugar en las emociones primarias (miedo, placer, dolor, rabia), esto es, las que se desencadenan más allá de nuestro control consciente como respuesta adaptativa inmediata a estímulos internos y externos (Nardone, 2019). Son las que Daniel Dennet (2018) llamó «competencias sin comprensión», que nos permiten sobrevivir y adaptarnos rápidamente al ambiente sin necesidad de una intervención mediata de la conciencia. A partir de la gestión de las emociones primarias se llegará luego, por una especie de «efecto dominó», a intervenir eficazmente también en las otras.

Cuando nuestra mente resulta «herida» a causa de experiencias demasiado dolorosas o espantosas, las emociones que solemos vivir en nuestra vida diaria, que en la mayoría de los casos hemos aprendido a gestionar, pueden convertirse en ingobernables. Nos encontraremos, pues, con la explosión de tres de las cuatro emociones primarias: el dolor, el miedo y la rabia. No siempre estarán presentes las tres; dominarán casi siempre una o dos, a las que se asociarán a menudo los componentes fisiológicos de la ansiedad o de la angustia.

Un dolor intolerable puede ser reactivado cada vez que surge de nuevo un recuerdo del pasado, como en el caso del que sufre un trastorno de estrés postraumático, en el que los recuerdos hacen revivir exactamente el impacto emocional experimentado durante el trauma. Una angustia paralizadora puede invadir el presente cuando se está viviendo de forma reiterada una experiencia que crea una fuerte sobrecarga emocional, como en el caso de la pandemia. Por último, una experiencia puede modificar repentinamente nuestra percepción de la realidad, como en el caso de un diagnóstico funesto que nos afecta personalmente o a un ser querido, y nos despoja de golpe de nuestro escenario futuro. Situaciones en las que el dolor por la pérdida, la rabia hacia lo que la ha provocado y el miedo a seguir adelante se convierten en guías incómodos de nuestra vida.