La soledad - Giorgio Nardone - E-Book

La soledad E-Book

Giorgio Nardone

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Beschreibung

Estamos acostumbrados a pensar en La soledad como algo que tiene dos caras: por un lado, el sufrimiento y el malestar del animal social abandonado a sí mismo ―mucho más insoportable en nuestra sociedad hiperconectada― y, por el otro, la condición privilegiada para conseguir la elevación espiritual, la felicidad de la creación artística o el destello de la genialidad del inventor o del científico. Lo cierto es que esta soledad que duele está presente en todos los trastornos psíquicos y de conducta, de los que puede ser causa, efecto o manifestación. En esta obra, Giorgio Nardone analiza el sentimiento de soledad, el más frecuente que presentan sus pacientes en la actualidad, y nos muestra que puede ser curada, comprendida y resuelta.

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GIORGIO NARDONE

La soledad

Entenderla y gestionarla para no sentirse solos

Traducción: Maria Pons Irazazábal

Herder

Título original: La solitudine

Traducción: Maria Pons Irazazábal

Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

© 2020, Adriano Salani Editore, s.u.r.l., Milán, Grupo Mauri Spagnol

© 2021, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN digital: 978-84-254-4691-7

1.ª edición digital, 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

Prólogo
PRIMERA PARTE
1. Conocer la propia sombra: estar o no estar solo
2. Psicología de la soledad: estar o sentirse solo
3. Soledad, cerebro y emociones
4. La soledad de comunicarse: cada vez más conectados, cada vez más solos
5. La hipersociabilidad: la huida de la soledad que hace sentirse más solo
6. La soledad triste: el enfermo y el moribundo solos
• Reflexiones al margen
SEGUNDA PARTE
7. Psicopatología de la soledad
• Una visión global
• Una visión analítica
• Cuando la soledad real es parte integrante del trastorno
• Cuando estamos solos en compañía de otros
• Cuando se es incapaz de estar solo
• Reflexiones al margen
TERCERA PARTE
8. Psicoterapia de la soledad patológica
• Una visión de conjunto
• Una visión analítica
• Cuando la soledad real es parte integrante del trastorno
• Cuando estamos solos en compañía de otros
• Cuando se es incapaz de estar solo
• Reflexiones al margen
EPÍLOGO
9. La soledad feliz
Bibliografía
Información adicional

Prólogo

Ningún hombre es una isla. Somos animales sociales y, sobre todo, estamos socializados desde hace milenios, de modo que el hecho de estar solos se considera generalmente una situación desagradable. En cambio, cuando la soledad se elige como vía privilegiada para la elevación personal o espiritual se considera propicia para el desarrollo de la virtud (Bianca, 1986); o bien, como ocurre en el caso del inventor, del científico o del pensador, un estado de gracia al que acceder para producir intuiciones o elaboraciones que superen los esquemas mentales comunes y la percepción ordinaria de la realidad (Nardone y Bartoli, 2019). Dicho de otro modo, ya a primera vista el fenómeno de la soledad humana parece claramente ambivalente, hasta el punto de haber tenido desde siempre defensores y detractores. Representa una desgracia y un placer, o sea, una vía de liberación del individuo o su más terrible prisión, la exaltación de las capacidades personales y a la vez la anulación de la persona; una especie de prisma dotado de mil caras que, según cómo se mire, ofrece diferentes luces y reflejos. Por eso, su tratamiento requerirá analizar los distintos tipos y sus efectos sin ningún prejuicio, y a partir de esta premisa comenzará nuestro viaje hacia el descubrimiento de esta condición tan anhelada como rechazada.

PRIMERA PARTE

1. Conocer la propia sombra: estar o no estar solo

El primer y fundamental paso en el análisis de la soledad consiste en mirarla como se mira una moneda, con sus dos caras, esto es, como algo que se elige y se busca o, por el contrario, como algo que se sufre y se rechaza. En el primer caso, nos encontramos con lo que los místicos, en primer lugar, los filósofos y los científicos, después, y los psicólogos, por último, definen la soledad como la vía privilegiada para alcanzar estados elevados de conciencia, desarrollar capacidades creativas e intuitivas superiores y estados de trance performativo (Nardone y Bartoli, 2019). En el segundo caso, nos encontramos frente a la soledad desesperada y desesperante de quien se siente rechazado, de quien no es capaz de relacionarse, de quien ha perdido a las personas queridas o su propio rol social, del enfermo o del moribundo; en resumen, esa situación de autoabandono, de extravío, de extrañeza y de no existencia para los demás, que el sociólogo Émile Durkheim (1897) describió como «anomia».

De acuerdo con esta contraposición tendremos, pues, por un lado, una soledad que puede ser considerada positiva y otra considerada negativa. Como habrá ocasión de comprobar, esa oposición maniquea, basada en los opuestos, no resulta ser un instrumento cognoscitivo capaz de explicar los casos en que, por ejemplo, la elección voluntaria de la soledad en un proceso místico conduce no a la elevación y emancipación de las pasiones humanas, sino a un terrible sufrimiento a causa del aislamiento; o bien, en la otra cara de la moneda, el caso en que el sufrimiento provocado por la soledad, vivida como plenitud, permite romper los esquemas que la alimentan e incluso salir de ella fortalecidos. De modo que la soledad, además de ser ambivalente, también es circular y retroactiva: si la búsqueda del bienestar a través de ella puede provocar sufrimientos agudos, hundirse en el dolor que produce puede tener un resultado taumatúrgico. Tampoco puede afirmarse que la elección voluntaria de la soledad o su opuesto tenga con seguridad efectos positivos, ya que la propia intencionalidad puede ser consecuencia de otros problemas y no una elección serena y consciente; y aunque lo fuera, no es seguro que los resultados sean los deseados. Esto vale tanto para el aislamiento ascético o misántropo como para la espasmódica búsqueda de contactos interpersonales y experiencias compartidas.

Finalmente, la soledad es un fenómeno paradójico. La embriaguez producida por una socialización extrema muchas veces no es más que una huida de la sensación de soledad que, en vez de reducirla, la aumenta y obliga a intensificar luego la búsqueda de contactos y confirmaciones, cosa que alimenta aún más la soledad íntima del individuo. Estoy solo en medio de tanta gente que me quiere: esta es la paradoja del éxito social, que no es una solución al tormento de la soledad íntima, sino solo un paliativo, una especie de estupefaciente que al provocar euforia aleja la sensación, pero no la extingue. Es más, para seguir haciendo efecto se necesita una dosis cada vez mayor que, antes o después, provoca lo que el filósofo Emil Cioran (1986) describió como «contemplar el esplendor de nuestros desastres». Por el contrario, si es cierto que, como sugiere un dicho, «la felicidad solo existe si es compartida», la felicidad en la ascesis es el producto del contacto con una entidad metafísica, no una soledad vacía; el que la busca y la practica ascéticamente puede encontrar una «compañía» más elevada que la de los seres humanos. La búsqueda de la soledad a través de procesos que no tienen por qué ser necesariamente religiosos, y que incluyen, por ejemplo, las técnicas de meditación, conduce al encuentro y a la relación con algo que puede ser Dios, la energía universal y su armonía o el propio «sí mismo interior» de la psicología personológica (Murray, 1938; Allport, 1961). En cualquier caso, se trata de una dinámica de contacto con una entidad no tangible que, de otro modo, resultaría inalcanzable.

A todo esto, que ya hace que el fenómeno sea algo «inaprensible» —cuanto más se intenta reducirlo a términos rigurosos, más se escapa—, se añade la visión existencialista de que la soledad es parte esencial de la condición humana. En el dolor y en la alegría, en el éxito y en el fracaso, en la aceptación y en el rechazo, en la vida y en la muerte, estamos solos, porque nuestra percepción de las cosas es individual y nunca puede ser del todo compartida; es más, en la mayoría de los casos no lo es en absoluto. En realidad, esta visión de la existencia, que puede parecer nihilista, simplemente supone el reconocimiento del subjetivismo inevitable de nuestra percepción y de nuestra reacción a la realidad, que es la base de la incomunicabilidad entre las personas, cada una con sus propias e irrepetibles sensaciones y emociones. Ninguna teoría o buena práctica puede cambiar esta condición (Galimberti, 1986); la experiencia subjetiva lo sigue siendo aunque sea compartida, porque la realidad no puede ser percibida exactamente del mismo modo por distintas personas. Esto coincide con el existencialismo en el hecho de que la soledad de nuestro sentimiento es una condición existencial insuperable y en que la compartición solo representa una ilusión o un autoengaño social. La soledad es la condena con que se nace y no una consecuencia de nuestro vivir. Recordando una vez más las fulgurantes palabras de Cioran (1987): «La cruz no se merece, nacemos crucificados».

Desde un punto de vista lógico-racional, esta tesis parece incuestionable, pero si salimos del ámbito del frío análisis y contemplamos dinámicas que van más allá de los rígidos esquemas del razonamiento, como Albert Camus en su magistral El mito de Sísifo (1942), las cosas cambian. En efecto, el Premio Nobel se opone a la triste visión existencialista que describe la vida como el equivalente a la condena de Sísifo, obligado a empujar eternamente un enorme peñasco hasta la cima para verlo caer rodando y empezar de nuevo, con el único consuelo de mantenerlo suspendido en la cima unos pocos instantes. Según Camus, el hombre puede correr el riesgo de ser feliz a pesar de todo esto; es más, precisamente partiendo de esta condición existencial debería dedicarse a enriquecer su vida con sensaciones agradables y experiencias estimulantes, a fin de llenar el espacio entre el nacimiento y la muerte no con la honda resignación de los filósofos existencialistas, sino aprovechando y creando de continuo ocasiones de vivir intensamente. Su visión no invita a la rendición, sino a la lucha por la felicidad, pese a los límites que nos imponen nuestra naturaleza y nuestra existencia. Según Camus, lo que ha de guiarnos no es una fe ilusoria, ni una tranquilizadora ilusión, ni un sublime autoengaño, sino la lúcida determinación de realizarnos al máximo nosotros mismos, colaborando o compitiendo con los demás, buscando en la vida todo lo hermoso que en ella podamos encontrar. Un pensamiento que recuerda al de Georg Lichtenberg (1981), filósofo ilustrado admirado por Friedrich Nietzsche, León Tolstói y Albert Einstein, quien sostenía que «lo hermoso de la vida es buscar lo hermoso de la vida» (1999), y también recuerda la célebre frase de Fiódor Dostoyevski: «La belleza salvará al mundo» (1869). Si la soledad existencial es una condena inexorable podemos afrontarla oponiéndole una vida, para bien o para mal, intensamente vivida. La pasión es el antídoto frente a esta enfermedad existencial:

La ruptura del círculo de la soledad consiste en una actitud personal de implicación, que supone comprometerse a fondo al menos en algo, creer en algunos valores, estar dispuestos a dejarse «conmover» por hechos, ideas, ideales, sentimientos, afectos y problemas ajenos; finalmente, una atención a nosotros mismos hecha de esfuerzo de conocimiento y búsqueda de orientación y significados. Solo así conseguiremos romper la soledad del vacío, que podrá atormentarnos aún de vez en cuando, pero ya no podrá acosarnos. Si conseguimos amar sin aprisionar, ser amados sin miedo al abandono, creer en ciertos ideales y deberes que se nos imponen aunque dejando intacta nuestra libertad, experimentar estupor y admiración ante el mundo, descubrir con alegría los rasgos de bondad en otros hombres y no sentirnos trastornados por sus límites y por sus maldades, habremos encontrado muchos indicios de que el hielo de la soledad negativa todavía no oprime nuestro corazón (Agazzi, 1986).

2. Psicología de la soledad: estar o sentirse solo

Aun basando la actuación en la observación de los hechos, la valoración empírica y el análisis estadístico, cuando las disciplinas psicológicas se disponen a tratar el tema de la soledad parece que adoptan un enfoque dicotómico del tipo «bien/mal», «positivo/negativo», más próximo al de la filosofía y al de la lógica. Existen estudios y trabajos de investigación que demuestran que la soledad es fruto de una búsqueda interior y de un desarrollo de las capacidades mentales y las conductas evolutivas; otros estudios, por el contrario, muestran su carga patogénica y su compatibilidad con cuadros clínicos importantes, como, por ejemplo, la depresión y las manías persecutorias. También la bibliografía psicológica confirma la ambivalencia del fenómeno en las relaciones que el ser humano vive con su realidad. Sin embargo, más allá de esta cuasievidencia, la psicología se muestra muy poco precisa a la hora de definir las características de la soledad, describiéndola a veces como un estado de ánimo y otras como un sentimiento, incluso como una emoción y hasta como una dinámica relacional. Ya hemos visto que es un tema difícil de tratar, pero cabría esperar que la disciplina que se ocupa específicamente del hombre y de sus características no estrictamente biológicas nos iluminara algo más sobre la soledad como fenómeno psicológico, en vez de ofrecernos tan solo una débil llamita que solo alumbra los contornos de las cosas y deja amplios espacios de oscuridad. Por desgracia, esto es lo que sucede la mayoría de las veces cuando la psicología moderna, cuyos métodos de investigación tienden más a la cuantificación y a la rígida experimentación de laboratorio, se encuentra con fenómenos subjetivos y cualitativos para los cuales esos métodos de investigación son muy poco adecuados. Además, como en su parte clínica la psicología está sometida a la influencia de muchas y diferentes perspectivas teórico-prácticas (Nardone y Salvini, 2013), expresa observaciones y valoraciones a menudo completamente discordantes. Para un psicoanalista, la soledad de la relación consigo mismo representa una virtud, mientras que para un psicoterapeuta relacional es la antecámara segura de una patología; si para un gestáltico el contacto físico interpersonal constituye la clave de la salud psíquica, y para un cognitivista la reflexión y el frío análisis crítico son una ayuda para resolver las contradicciones internas, de ello se deduce que para el primero el aislamiento es patogénico, mientras que para el segundo es un medio para solucionar el malestar personal. Los ejemplos de discordancia entre las distintas perspectivas de la disciplina son tantos que se les podría dedicar un libro entero. A esto suele añadirse que quien se dedica a la investigación no se ocupa de sus aplicaciones clínicas y, viceversa, quien practica la psicoterapia raramente realiza investigación pura. En definitiva, cuando se trata de la «realidad humana», parece encarnarse la metáfora india de los seis ciegos alrededor de un elefante que, tocando cada uno una parte distinta del animal, creen poder deducir sus características. Para uno es algo largo, suave y elástico; para otro, una masa de músculos, mientras que, para un tercero, es algo torcido y largo con un hueso en el interior. Teniendo en cuenta estas premisas, trataremos de esbozar a partir de la investigación pura y de las reflexiones teóricas, de la práctica clínica y de la observación naturalista-etológica los rasgos más destacados de una psicología de la soledad.

Recientemente, dos importantes autores se han interesado por el tema: el primero es John T. Cacioppo (2008), que, desde su perspectiva cognitiva, explora los mecanismos de la soledad partiendo de una distinción aparentemente banal, pero que cobra mucho sentido por los efectos que produce en el individuo: la diferencia entre estar realmente solo o sentirse solo. El autor especifica que, desde un punto de vista psicológico, la primera forma de soledad, que podríamos considerar objetiva, es bastante menos importante, en cuanto a sus efectos sobre la persona, que la subjetiva, en la que se vive la sensación de estar solo. Se puede experimentar ese estado de ánimo estando entre mucha gente, hiperconectado a las redes sociales o en una situación real de aislamiento. Eso significa que la percepción subjetiva de la persona en ese momento es la que establece la diferencia, para bien o para mal. Cacioppo analiza sobre todo los efectos devastadores del hecho de «sentirse solos» mostrando que las personas que viven en un estado de marginación social, al ser sometidas a una prueba de diagnóstico por la imagen, presentan una activación de las mismas zonas cerebrales que las personas que padecen un dolor físico. Si bien esto es una confirmación más de que el dolor psicológico produce auténticos efectos fisiológicos, no tiene suficientemente en cuenta el caso contrario, es decir, cuando el dolor provoca la sensación de soledad y de incomprensión. En los casos en que la soledad es el efecto y no la causa del sufrimiento, obviamente se añade a este último e incrementa su percepción. Además, la reconstrucción biopsicológica de la adaptación del hombre en su evolución del «gen egoísta» (Dawkins, 1976) a la «cooperación social» y «a la empatía en las relaciones», considerados factores decisivos de éxito reproductivo, parece una interpretación forzada de base skinneriana ambientalista estadounidense, que atribuye la estructuración de la percepción individual a las dinámicas sociales y a la influencia dominante de las condiciones ambientales, de los aprendizajes y condicionamientos que esta impone al individuo. En palabras de Cacioppo: «Privarse de la relación con los demás provoca un desgarro genético que se expande por nuestro ser hasta invadir las emociones», afirmación hecha ya por John Bowlby (1980) y René A. Spitz (1965) y, años antes, por Melanie Klein (1959). Si esto es indudablemente cierto en los casos en que el aislamiento provoca una sensación de trágica soledad, y este sufrimiento psicosocial activa a su vez la biopsicológica emoción primaria del dolor (Nardone, 2019), lo es en función de la percepción individual y no necesariamente de la marginación social objetiva, que puede ser buscada deliberadamente por el individuo como viaje místico o práctica de liberación personal, como en el caso del budismo. La postura teórico-práctica de Cacioppo también está confirmada por sus recomendaciones terapéuticas contra el mal de la soledad, como relacionarse con personas semejantes a nosotros, ser conscientes de nuestros propios errores relacionales, evitar el aislamiento, abrirse a los demás, expandirse o esperar lo mejor; recomendaciones clásicas de tipo psicológico-social de influencia estadounidense, basadas en una racionalidad que añade muy poco a las recomendaciones habituales. Ahora bien, aunque el trabajo del investigador presente esas limitaciones, no puede subestimarse su importante aportación cognoscitiva a los mecanismos patogénicos que conforman el hecho de «sentirse solos».

Defendiendo posturas aparentemente antagónicas, pero, como veremos, basadas en la misma orientación teórica —aunque más desviadas hacia el aspecto cognitivo que al conductual—, hay que citar a otros psicólogos estadounidenses como Daniel Goleman, Paul Ekman y el fundador de las llamadas «neurociencias afectivas», Richard J. Davidson. Partiendo justamente de sus estudios sobre el funcionamiento del cerebro y abrazando, como los otros dos, la «fe» budista tibetana, este último (Davidson y Begley, 2012) interpreta la soledad como un proceso iniciático obligatorio que, mediante la práctica de la meditación, lleva al individuo a desarrollar la capacidad de experimentar «compasión» por el otro y por el mundo tras haberla conquistado respecto de sí mismo. La empatía no puede prescindir de una plena conciencia de sí, que, según estos autores, puede desarrollarse practicando el budismo tibetano. Daniel Siegel (2018), otro ilustre representante de este enfoque, propone incluso una «ciencia de la empatía» como proceso estructurado de la práctica de mindfulness