La sabiduría del mundo - Rémi Brague - E-Book

La sabiduría del mundo E-Book

Rémi Brague

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La sabiduría del mundo. Historia de la experiencia humana del universo, a pesar del poco tiempo transcurrido desde su publicación original en 1999, ha sido traducido a 5 idiomas. Su intención es ambiciosa: desarrollar la historia filosófica de la representación de la noción del mundo. ¿Cómo imaginar nuestra existencia de hombres, nuestra búsqueda del bien, nuestra presencia en el mundo? Para explorar estas cuestiones, Rémi Brague propone navegar por la historia del pensamiento. Su libro nos restituye a la relación que une el hombre con el universo: indaga los orígenes antiguos y las fuentes bíblicas, recorre las inflexiones medievales y describe el naufragio de la época moderna. Durante dos mil años el hombre se ha visto a sí mismo como un mundo en pequeño: orientado hacia el cielo, hecho para contemplarlo. Ha creído que la sabiduría que buscaba estaba conectada con la que ya gobernaba el universo. El orden y la belleza del mundo eran el modelo que marcaba el bien. Pero esta imagen antigua que sobrevivió durante la Edad Media, se iba a difuminar en el alba de la modernidad. Ha dejado su lugar a "visiones del mundo" donde fragmentos de la concepción antigua se mezclan con nuevos modelos, y el cosmos ha dejado de ser el preceptor del hombre. La sabiduría del mundo se nos ha vuelto invisible. Hoy debemos volver a pensarla de nuevo. Brague va trazando el panorama grandioso de las respuestas antiguas a la cuestión filosófica por excelencia: ¿cómo alcanzar la sabiduría? Su tesis es que todas las respuestas se conciben en relación a una idea que se nos ha vuelto lejana: la idea de cosmos, es decir, de un orden inmutable del universo. Llegar a ser sabio no significa otra cosa, para los antiguos, que observar ese orden e imitar esa sabiduría que es la del mismo mundo. La sabiduría del mundo es el primer título de una ambiciosa trilogía.

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Ensayos 354

RÉMI BRAGUE

La sabiduría del mundoHistoria de la experiencia humana del universo

ISBN DIGITAL: 978-84-9920-707-0

Traducción de José Antonio Millán Alba

Título originalLa sagesse du monde

© 1999 Librairie Arthème Fayard, París

© 2008 Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

Diseño de la cubierta: o3, s.l. —www.o3com.com

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10.ª —28043 Madrid Tel. 902 999 689www.ediciones-encuentro.es

ÍNDICE

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

Cosmografía y cosmogonía

Cosmología

I: LA ESCENA

Capítulo I: PREHISTORIA: UNA SABIDURÍA PRE-CÓSMICA

Un término ausente

¿Un orden cósmico?

Capítulo II: NACIMIENTO GRIEGO DEL COSMOS

Trayectoria de conjunto

El nombre propio

La decisión de Heráclito

Los socráticos: del mundo al cielo

El mundo como elección

II: CUATRO MODELOS

Capítulo III: REVOLUCIÓN SOCRÁTICA, RESTAURACIÓN PLATÓNICA

La revolución socrática

La vuelta del sueño: el «Timeo»

Capítulo IV: LA OTRA GRECIA: LOS ATOMISTAS

Demócrito

El epicureísmo

A. Interés de la física

B. Un contra «Timeo»

C. Un mundo inimitable

Lucrecio

Capítulo V: LO OTRO DE GRECIA: LAS ESCRITURAS

Antiguo Testamento

A. Orden moral del mundo

B. Desvalorización del mundo en beneficio de la «historia»

C. Apocalíptica

Nuevo Testamento

A. Palabras de Jesús

B. Escritos joánicos

C. Escritos paulinos

El Corán

A. El mundo como creación

B. Los signos

C. El hombre

Capítulo VI: LO OTRO DISTINTO: LA GNOSIS

El último modelo

Anticosmismo

Un mundo desvalorizado

El terror cósmico

El alma en el mundo

III: EL MODELO MEDIEVAL

Capítulo VII: LOS MODELOS MARGINALES

Impertinencia

A. Negación de la idea misma de kósmos

B. Una cosmología sin pertinencia antropológica

C. Una cosmología sin pertinencia moral

Un socratismo abrahánico

Los dos modelos vencidos y su regreso

A. Revueltas y represiones

B. Domesticación. La gnosis abrahánica

Capítulo VIII: LA VISIÓN ESTÁNDAR DEL MUNDO

Un terreno común

Un mundo en niveles

El hombre

Prefiguración física de la antropología

A. Microcosmos

B. Influencias

C. Posición recta

Cosmología y dignidad humana

Capítulo IX: UN COSMOS ÉTICO

Un mundo feliz

El mal como excepción

Lo bajo

La llamada

La ética en lo cosmológico

Capítulo X: UNA ÉTICA COSMOLÓGICA

El mundo como objeto de contemplación

Un texto de Séneca

Primacía del cielo

La imitación del mundo

A. La imitación del orden

B. El todo como ejemplo

Los aspectos celestes como objeto central

A. Antigüedad

B. Cristianos

C. Musulmanes

D. Judíos

El animal desobediente

Capítulo XI: EL EXCESO ABRAHÁNICO

Nueva proximidad

Sobreelevación teológica

A. Dios por encima del mundo

B. Igualdad de la providencia

C. Dignidad del hombre

D. Un microcosmos invertido

Historización de la cosmología

A. Caída

B. Final

C. Inacabamiento

La contemplación como ejercicio teológico

A. Conocimiento

B. Imitación

C. Conocimiento de sí

Consecuencias cosmológicas de la teología

A. Una única materia

B. Omnipotencia divina y pluralidad de los mundos

IV: EL NUEVO MUNDO

Capítulo XII: EL FIN DE UN MUNDO

La nueva cosmografía

Muerte del cosmos

¿Muerte del cielo?

Indiferencia

El mal sin remedio

Una moral extra-moral

Capítulo XIII: LA IMITACIÓN IMPOSIBLE

Inmortalidad

La violencia natural

A. Excusa

B. ... Modelo

C. ... Necesidad

La técnica como moral

La metaforización de las referencias cosmológicas

A. Ascensión

B. Posición erguida

El retorno de los pensamientos alternativos

A. Epicureísmo

B. Gnosis

Capítulo XIV: EL MUNDO PERDIDO

Exigencias cosmológicas de la ética

El mundo humanizado

El mundo inteligible

El concepto fenomenológico del mundo

El mundo subjetivo

NOTAS

BIBLIOGRAFÍA

EPÍLOGO

PRÓLOGO

Quisiera considerar aquí un acontecimiento histórico que se ha desarrollado a muy largo plazo y que, por consiguiente, sólo resulta apreciable visto desde muy lejos. Se trata de las mutaciones del modo en que el hombre experimenta el universo en el que vive. Arriesgo, por lo tanto, algo así como una historia del ser-en-el-mundo.

Un fenómeno como el de nuestra presencia en el mundo no depende de un ámbito particular. Aflora por doquier: cabe encontrar huellas de él en la reflexión filosófica, pero también, sin duda, en la religión o en el arte. En cambio, resulta del todo evidente que sólo es tematizado de manera excepcional.

He debido, por lo tanto, sobrevolar un período de tal amplitud, que sólo confesarlo hace ya sonreír: en el fondo, coincide con todo el recorrido histórico que se ha producido desde la invención de la escritura, es decir, cinco milenios. Si esta duración es muy amplia, el espacio, en cambio, es algo más restringido, puesto que sólo me he acercado a los mundos que circundan el Mediterráneo; he partido del Antiguo Imperio egipcio, para continuar por la Antigüedad clásica, los mundos medievales cristiano, judío y musulmán, y luego el Occidente moderno. No he dejado de lado las demás civilizaciones por desprecio, sino, sencillamente, porque carezco de los medios lingüísticos para acceder a ellas de forma directa, y porque, por otra parte, me intereso sobre todo en lo que desemboca en la actualidad.

El carácter, a la vez omnipresente e inaprensible, del fenómeno que pretendía delimitar, me invitaba, en principio, a buscar sus manifestaciones absolutamente en todas partes. Sin embargo, dentro del ámbito cerrado, e incluso respecto del período sobre el que me he concentrado —en lo fundamental, la Antigüedad clásica y la Edad Media, de Platón a Copérnico—, resulta evidente que no he podido proceder sino lanzando las redes cada vez más lejos, sin poder, por definición, decidir sobre la importancia comparada de lo que había atrapado y de lo que se me había escapado. Cuando estudio la época moderna, de la que se conservan muchos más textos, y sobre la que soy aún menos competente, este método se convierte en algo enormemente arriesgado.

Pido, pues, al lector, confianza e indulgencia al respecto.

* * *

Las referencias han sido puestas en nota para interrumpir lo menos posible la continuidad de la lectura. Me queda por decir que he citado el mayor número posible de textos y de literatura secundaria. Este libro presenta, por lo tanto, demasiado a menudo, el aspecto áspero de un fichero, por lo que pido excusas al lector. Pero no olvide que he pensado en él: al estar con frecuencia obligado a trabajar de segunda mano, he querido hacerle posible el acceso directo a las fuentes. En resumen, he puesto en las notas lo que personalmente me gusta, cuando soy yo el lector, que un autor me suministre.

Para aligerar, he recurrido a abreviaturas cuya clave se encuentra al final del libro. Cuando un autor sólo es conocido por una única obra (Herodoto, Lucrecio, Plotino, etc.), he omitido el nombre de ésta.

He citado las obras en ediciones que he escogido por simples razones de comodidad: porque estaban en mi poder, o en lugares que me resultaban accesibles —en lo esencial, las «bibliotecas» parisinas—. De aquí que no siempre sean las mejores. Remito, fundamentalmente, a las obras originales, incluso si algunas de ellas han sido traducidas después.

En la mayoría de los casos, las traducciones son mías. Indico, sin embargo, las referencias a otras traducciones, cuando existen, para que las citas que hago puedan releerse en su contexto.

Cuando me veo obligado a traducir una traducción, lo señalo.

Todos los alfabetos distintos al latino han sido transcritos.

* * *

Comencé a preparar la presente obra hacia 1992. Desde entonces he tenido muchas veces ocasión de presentar íntegra o parcialmente mis investigaciones, y de forma mucho más completa durante mi seminario de D.E.A. en la universidad de París I. Algo más de prisa ante los estudiantes de cursos superiores de la universidad de Boston (semestre de primavera de 1995), donde pude consultar bibliotecas dignas de este nombre. Más brevemente aún, en tres medias jornadas en la Societat Catalana de Filosofía (Barcelona, en noviembre de 1995). Expuse algunos pormenores en la universidad de Rennes, en el seminario «Lebenswelt, Natur, Politik» (Graduiertenkolleg «Phänomenologie und Hermeneutik») de las universidades de Bochum y Wuppertal en Haan, en el decimotercero Taniguchi Symposium of Philosophy del lago Biwa, en la U.F.R. de filosofía de la universidad París XII-Créteil, en el seminario de D.E.A. de la facultad de teología católica de la universidad de Estrasburgo, y, por último, al dar la «Shlomo Pines Memorial Lectura» en la Academia de Ciencias y Humanidades de Israel (Jerusalén) en enero de 1997, conferencia repetida en la universidad de Pensylvania al mes siguiente.

Agradezco a aquellos y aquellas que me han invitado, es decir, respectivamente: Charles L. Griswold Jr., Jordi Sales i Coderch, Frédéric Nef. Klaus Held, Tomonogu Imamichi, Monique Dixaut, Raymond Mengus, Shaul Shaked y Gary Hatfield. Me han sido de gran provecho las exposiciones presentadas por los estudiantes de mis seminarios y las observaciones hechas por aquellos que asistían a mis conferencias. Se lo agradezco a todos, pero, dado su número, sólo puedo hacerlo globalmente.

Quiero, en cambio, mencionar aquí a Irene Fernández, y a mi mujer Françoise, que han tenido a bien releer el manuscrito y hacerme observaciones impagables. Además, mi mujer y nuestros hijos han soportado pacientemente a un marido o a un padre demasiado prudente y demasiado mundano a la vez.

INTRODUCCIÓN

El doctor Watson, que se ha trasladado recientemente a un piso que debe compartir con otro inquilino llamado Sherlok Holmes, y habiéndose prohibido, como buen inglés, hacer a su compañero de piso ninguna pregunta personal, intenta adivinar su profesión haciendo la lista de sus capacidades. Entre otras rarezas, le sorprenden ciertas cosas que ignora. El Sr. Holmes desconoce si la Tierra gira alrededor del Sol, o a la inversa. Una vez informado de lo correcto, éste declara, entre otras cosas, que se apresurará a olvidarlo, pues semejante saber le resulta inútil: «¡Qué puede importarme eso! [...] Me dice usted que giramos alrededor del Sol. Si lo hiciésemos en torno a la Luna, ello no supondría un ápice de diferencia en lo que respecta a mí o a mi trabajo»1. Y en lo que a nosotros se refiere, ya sea nuestro trabajo la medicina, la investigación o el crimen, ¿resulta verdaderamente útil saber cómo está hecho el mundo, por dónde gravita la Tierra por la que caminamos? ¿No sería mejor saber lo que hacemos en ella?

Ésta es la cuestión que plantea el hombre de la calle (¿y quién de nosotros no lo es?) cuando, en determinados momentos, descubre en él un humor «metafísico». Por ello entiende aproximadamente: ¿Cuál es el sentido de la vida? Ahora bien, la manera en que plantea la cuestión no resulta indiferente. Me propongo tomarla en serio y al pie de la letra. Implica que la vida humana esté definida a partir de un hecho físico, que no sea sólo una presencia en un mundo indeterminado, sino en un preciso lugar, lugar que resulta definido en relación con otros elementos de un mismo todo. En este caso, «en la Tierra», no «en la Luna», o flotando en el aire tibio como el famoso «hombre volante» de Avicena. En una primera aproximación, ello quiere sencillamente decir que estamos vivos, y no a seis pies bajo tierra, o en cualquiera de los infiernos. Pero es significativo que la vida humana aparezca localizada de golpe, y en cuanto tal.

Desde este horizonte deseo estudiar aquí la cosmología de un período determinado de la historia del pensamiento, el de la Antigüedad que termina y sus prolongaciones medievales, en las tres ramas del pensamiento que circunda el Mediterráneo. Saber, durante ese período, lo que en el mundo físico resultaba lo más pertinente para responder a la cuestión «¿qué hacemos en la Tierra?». Al reconstruir esta visión de un mundo acabado, no me anima una simple curiosidad de anticuario; intento que nosotros mismos nos situemos frente a un problema que nos concierne tanto como concernía a nuestros antepasados, y que es nada menos, en última instancia, el que se refiere a la naturaleza del hombre. Para saber lo que es el hombre hay que cogerlo allí donde su naturaleza se realiza con mayor plenitud, donde es más verdaderamente él mismo2. La excelencia (areté) es el objeto de la ética. La antropología resulta, por lo tanto, inseparable de la ética.

Así pues, afirmo que durante un largo período del pensamiento antiguo y medieval (suponiendo que aquí quepa distinguirlos), la actitud por la cual el hombre alcanza la plenitud de lo humano era concebida, al menos en una tradición de pensamiento dominante, como ligada a la cosmología. La sabiduría por la que el hombre es, o debe ser, lo que es, era una «sabiduría del mundo». El período durante el cual se ha producido esto tiene un principio y un final. Forma, así, una totalidad cerrada, que se destaca, por lo tanto, de una prehistoria y una post-historia, en la que nos encontramos.

Cosmografía y cosmogonía

Necesito comenzar introduciendo algo de claridad y precisando que tomaré el mundo en el sentido en el que lo designa el objeto de una cosmología, y no en uno de sus sentidos más habituales, por el que se designa únicamente ya sea la tierra habitada, ya los hombres que la habitan, incluso «el mundo» en el sentido de «las gentes». Sin embargo, esta misma precisión reintroduce la preocupación por el hombre en el corazón de la pregunta acerca del mundo. Utilizo, por lo tanto, aquí el concepto de «cosmología» en un sentido que habrá que precisar. Para ello, lo distinguiré de otros dos, con los que se confunde frecuentemente. Para nombrar estos conceptos me apoyaré en palabras presentes en el lenguaje, pero sin obligarme a respetar sus acepciones dadas.

Distingo, por lo tanto, entre cosmografía, cosmogonía y cosmología. Los dos primeros términos aparecen en griego antiguo, y el primero se conserva sin solución de continuidad en latín medieval3. El tercero es un término tardío del lenguaje culto, uno de esos términos, en apariencia puramente griegos, que los antiguos Griegos no se atrevieron a forjar4.

Por cosmografía entiendo el dibujo o la descripción (grapheîn) del mundo tal cual se presenta actualmente, en su estructura, su eventual división en niveles, regiones, etc. Esta descripción puede, incluso debe, dar cuenta de las relaciones estáticas o dinámicas entre los diferentes elementos de los que el mundo se compone: distancias, proporciones, etc., así como influencias, reacciones, etc. Implica el intento de extraer las leyes que rigen esas relaciones. Se trata, así, de una geografía generalizada que, despreciando su etimología, no se referiría sólo a la Tierra, sino también al conjunto del mundo visible.

Por cosmogonía entiendo el relato de la aparición de las cosas o, si se quiere, el relato de la cosmogénesis. Explica cómo han llegado (gígnesthai) las cosas a formar el mundo tal cual lo conocemos, en su estructura actual. La forma en que una concreta cultura concibe el mundo entraña, evidentemente, para ella cierto modo de representarse el advenimiento del ser: una cosmogonía sirve para explicar el mundo tal cual es imaginado o concebido en un determinado momento por un grupo dado. En consecuencia, hay cosmogonías de estilos muy variados, tan variados como el de las cosmografías. Una cosmogonía puede ser mítica. Es el caso de los relatos de emergencia que conocen la mayor parte de las culturas llamadas «primitivas». Ello no impide que esos mitos estén cargados de pensamiento, incluso de una reflexión de carácter prefilosófico, como la Teogonía de Hesíodo. Los relatos sobre la génesis pueden también consistir en la recuperación parcialmente crítica de mitos más antiguos, corregidos, incluso vueltos irreconocibles por su absorción en otro relato, al servicio de otra doctrina. Es el caso del relato de la creación al comienzo del libro del Génesis. Un mito puede, por último, estar forjado científicamente, con la finalidad de ilustrar una teoría filosófica anterior, como en el Timeo de Platón. Una cosmogonía puede ser igualmente científica. Entonces intenta reconstruir los procesos por los que el mundo, tal cual lo conocemos actualmente, ha podido llegar a formarse. Tal es el caso de Galileo5, el Tratado del mundo de Descartes (1633), y, por último, las cosmogonías según Newton, como, por ejemplo, la teoría del cielo de Kant (1775). Es, finalmente, el caso de la astrofísica actual, sea cual fuere la parte de hipótesis que necesariamente conlleva.

Conviene señalar que los contenidos de estos dos conceptos se han acercado con el tiempo casi hasta el punto de coincidir. En efecto, las teorías contemporáneas conciben el mundo en evolución. Con esta dimensión suplementaria del tiempo, describir el mundo y contar su formación —la historia y la geografía del universo, si se quiere— ya no se oponen. Antaño lo hacían, de un lado, la descripción de un estado fijo y comprobable, y del otro la construcción puramente hipotética de su génesis, que no tenía sino un valor heurístico. La fabricación del mundo por un artesano divino (demiurgo) en el Timeo era, según toda verosimilitud, una manera de explicitar, exponiéndolos en las sucesivas operaciones de fabricación, los estados de las cosas eternas. Así lo había comprendido la mayoría de los exegetas de Platón desde la antigua Academia, interpretación que permanecerá como tradicional6. En cambio, las ciencias modernas pretenden sin duda contar una historia que se ha producido realmente: la paleontología lo hace con lo vivo, la geología con los materiales que forman nuestro globo, y la astrofísica, por último, con el conjunto del universo.

Cosmología

A diferencia del sentido en el que tomaba los dos conceptos precedentes, lo que aquí entiendo por cosmología es algo distinto a lo que vehicula este término habitualmente. En efecto, por ello se entiende una mezcla de cosmografía y cosmogonía respecto de la cual ya he señalado que las teorías recientes la hacen necesaria. Prefiero reservar el término cosmología para un uso particular. Por ello entiendo, como por lo demás implica el término lógos, no un simple discurso, sino una manera de dar razón del mundo en la que debe expresarse una reflexión sobre la naturaleza del mundo como mundo. Es cosmológico un discurso, expresado o no (en este último caso podría hablarse de una «experiencia»), en el que aquello que hace que el mundo sea mundo —lo que cabría llamar la «mundaneidad»— no está presupuesto, sino que, por el contrario, se convierte, implícita o explícitamente, en un problema. Es, por lo tanto, necesario, que el mundo esté explícitamente planteado y sea ya nombrado. La presencia de una palabra no implica, ciertamente, la de un concepto, pero su ausencia indica al menos que ese concepto no ha sido tematizado. Así pues, no entraré en el examen profundo de las «visiones del mundo» llamadas primitivas, en las cuales la palabra no está presente; o no las consideraré sino para mostrar el fondo sobre el que el pensamiento humano ha debido destacarse para formular la idea del mundo y darle su nombre.

En toda cosmología está necesariamente presente un elemento reflexivo, mientras que su ausencia no resulta en absoluto molesta en una cosmografía o en una cosmogonía, donde incluso estaría fuera de lugar. Una cosmología debe dar cuenta de su posibilidad, así como de la primera condición de su existencia, a saber, la presencia en el mundo de un sujeto capaz de experimentarlo como tal —el hombre—. Por lo tanto, una cosmología debe necesariamente implicar algo como una antropología. Ésta no sólo es el conjunto de las consideraciones que cabe hacer sobre ciertas dimensiones de la existencia humana —dimensión social, económica, anatómica, etc.—. Tampoco se limita a la teoría que intenta extraer la esencia del hombre, sino que engloba también una reflexión sobre la manera en la que éste puede realizar plenamente lo que es —por lo tanto, una ética—. No me quedaré en absoluto circunscrito a la sucesión de las diversas teorías sobre la constitución del universo físico. De un lado, porque ese trabajo ya ha sido hecho muchas veces; del otro, porque carecería de la competencia necesaria. Intentaré, en cambio, extraer lo que cabría denominar la cosmología vivida del hombre premoderno.

En el sentido en que lo empleo, el término «cosmología» implica, pues, la apertura a una antropología. ¿Es esto violentar el lenguaje o, peor aún, un intento para reducir la cosmología a una mera «visión del mundo», necesariamente subjetiva —ya la formule un individuo o una sociedad?—.

Reparemos, en primer lugar, en que el sentido de la palabra «mundo» es a menudo antropológico. Cabe comprobar que resulta cada vez más útil para designar las realidades humanas. Habrá que dar cuenta de esta evolución semántica, que en sí misma es el síntoma de una revolución en las mentalidades. Para nosotros, el «mundo» designa, así, la tierra en su conjunto, considerada como el lugar de la humanidad, la oikouméne, o la sociedad, incluso una parte de ésta, la capa social más distinguida (un «hombre de mundo») y, finalmente, el término puede designar un medio («el pequeño mundo de Don Camilo»). Este sentido, ya sea impropio o no, se ha convertido, sin embargo, en el más corriente. Pues, en el fondo, apenas utilizamos ya la palabra «mundo» para designar una realidad física en tanto que tal. En este uso, otras palabras, como «universo» o «cosmos»7, la reemplazan en mayor o menor medida. En efecto, muchas veces designamos realidades cósmicas como «el mundo», o como «mundos», en plural —precisamente cuando evocamos la «pluralidad de los mundos»—. Pero sólo lo hacemos cuando esas realidades son consideradas como habitables por la humanidad, o imaginadas como pobladas de seres hipotéticos análogos a los hombres (la «guerra de los mundos»). ¿Es preciso, por lo tanto, concluir que el empleo metafórico del término ha contaminado de tal forma su sentido propio que su utilidad resulta ya imposible?

De hecho, importa ver que la palabra «mundo» tampoco está libre de toda metáfora. Tal vez no exista ninguna palabra que pueda designar el conjunto de la realidad física sin implicar una determinada óptica de ella. Cabría mostrarlo con «universo», que acentúa la manera en la que este conjunto gira hacia una unidad, está como focalizado hacia ella. Aquí sólo emplearé el término «mundo». Su carácter metafórico se ve aparecer si nos volvemos a situar en los orígenes, por lo que me resulta necesario dar un rodeo por la historia.

I LA ESCENA

Capítulo I PREHISTORIA: UNA SABIDURÍA PRE-CÓSMICA

El pensamiento humano no comienza con los Griegos. Éstos, a los que clasificamos entre los «Antiguos», tenían por su parte conciencia de no ser sino unos recién llegados, incluso unos «niños»1. Y los hombres no sólo han pensado dentro la línea que desemboca en ellos. Sin embargo, la historia que quisiera contar aquí es la de una determinada rama*, la nuestra, que pasa por Grecia y que da un giro decisivo. De aquí que me limite a hacer algunas observaciones sobre las civilizaciones que han estado de hecho en contacto con ella y que han podido influenciarla, a saber, las del Próximo Oriente antiguo. No obstante, no está excluido que una investigación realizada sobre, por ejemplo, la China o la India antiguas diese resultados análogos. Sin embargo, mi objetivo es sobre todo trazar el fondo del cuadro sobre el que destacará Grecia. Al no tener acceso directo a los documentos dejados por estas civilizaciones, me veré obligado a trabajar de segunda mano. Son pocos, por otra parte, los filósofos que han reflexionado sobre las sabidurías anteriores a la época en que la tradición sitúa el nacimiento de su disciplina. Y son, paradójicamente, más raros desde que disponemos de medios para verlos más directamente que con los ojos de civilizaciones posteriores, es decir, después del desciframiento de sus escrituras. Kant o Hegel veían Egipto desde lo que habían contado los Griegos. De los autores posteriores, salvo Eric Voegelin, apenas conozco otro que haya fundamentado en descubrimientos recientes un estudio profundo y minucioso de las civilizaciones del Próximo Oriente antiguo2.

Cabe reagrupar fenómenos pertenecientes a estas civilizaciones bajo las dos primeras rúbricas que acabo de distinguir. Y en primer lugar, la cosmografía. Aquéllas tienen una determinada idea del mundo. Aquí no voy a describirlas, y menos aún a distinguirlas: por ejemplo, aunque Egipto y Mesopotamia se representan la tierra habitada como un disco llano flotando sobre una capa de aguas primordiales, no tienen, sin embargo, la misma imagen del cielo. Para los Egipcios se trata de un dosel sostenido por cuatro pilares; para Mesopotamia se trata más bien de un cable que mantiene unido un universo repartido en capas3. Esta visión de conjunto no siempre aparece de manera explícita; la mayoría de las veces permanece en segundo plano. Hay en ello un hecho interesante: en este punto, las primeras civilizaciones contrastan con la Edad Media, en la que, como veremos, no faltan compendios cosmológicos4.

Por lo que se refiere a la cosmogonía, resulta necesario matizar: no poseemos ningún texto egipcio que contenga un relato de conjunto de la génesis del mundo en una versión unificada5. Tampoco Mesopotamia ha mostrado un gran interés directo por la cosmogonía; de ella habla sobre todo indirectamente a través de las genealogías de los dioses6. Tenemos, ciertamente, un relato de emergencia global, el Enuma Elish7. Pero sólo poseemos una versión relativamente tardía, en acadio, que data en torno al 1100 antes de nuestra era. Y tampoco está excluido que este texto haya atribuido a un dios más reciente, esto es, a un advenedizo, Marduk, una serie de proezas creadoras hasta entonces atribuidas a un dios más antiguo, Enlil8. Al tener como consecuencia la compenetración de lo cosmográfico y lo cosmogónico la presentación de la estructura del mundo en forma narrativa, a menudo se califica esta visión del mundo de mítica.

Lo que importa aquí es saber si esas visiones del mundo implican una cosmología, en el sentido en que la entiendo. Incluso aunque, como en el caso de Egipto, no siempre den especial importancia al nacimiento del hombre9, conceden implícitamente a éste un lugar en el universo. Situar al hombre es quizá incluso su función esencial, si no la única. El hombre está «sobre la tierra», «bajo el cielo» y por encima de las regiones subterráneas. Ello es lo que le distingue de los dioses, que están «en el cielo»10. Los datos cosmográficos pueden servir de metáforas por rasgos que proceden de la antropología; así, cabe comparar la distancia entre el cielo y la tierra con la que separa la inteligencia limitada del hombre y los insondables pensamientos divinos: «Los designios de Dios [están] tan [lejos de nosotros] como el subsuelo de los cielos»11. El hombre está como desproporcionado con relación al universo físico: «El más alto de los hombres no puede alcanzar el cielo; el más ancho no puede recubrir la tierra»12.

Pero aquí hay que distinguir: situar al hombre con relación al universo es una cosa, y otra intentar dar cuenta de la humanidad del hombre a partir de consideraciones relativas a la estructura del universo. En el primer caso, se toma al hombre como un dato de base, del que no hay que dar cuenta. En el segundo, se interroga sobre lo que es el hombre, y sobre lo que debe ser. Ahora bien, cuando hay que explicar por qué el hombre camina sobre dos piernas, por qué es sexuado, por qué debe trabajar, por qué tendrá que morir, otros relatos toman el relevo, relatos que ya no toman en consideración el conjunto del universo, sino que se concentran exclusivamente en el hombre. El mejor ejemplo es, sin duda, la simple yuxtaposición de los dos relatos en el comienzo del Génesis.

Un término ausente

La primera condición para que pueda hablarse de una «cosmología», es decir, de una relación reflexiva con el mundo, es que la idea del mundo haya sido tematizada. La señal de esta tematización es la presencia en el léxico de una palabra para decirla. Ahora bien, la palabra «mundo», o más bien la serie de términos que cabe traducir así, aparece en fecha relativamente tardía. Si, como es tradicional, se hace concluir la prehistoria y empezar la historia propiamente dicha con la invención de la escritura, hacia el año 3000, por lo tanto, antes de nuestra era, puede decirse que sólo apareció una palabra susceptible de designar el conjunto de la realidad de manera unificada a partir de la mitad de la historia. La humanidad ha podido prescindir de la idea de «mundo» durante la mitad de su historia —sin hablar de la inmensidad prehistórica—. El descubrimiento de la idea de «mundo» coincide, así, en mayor o menor medida, con lo que Karl Jaspers ha llamado la «época axial» (Achsenzeit)13.

Al haber inventado o desarrollado la escritura las grandes civilizaciones fluviales, éstas poseen, ciertamente, nombres para la tierra, no como planeta, por supuesto, sino como ámbito habitado, como oikouméne, morada común de los hombres y los animales; en este sentido, se opone a la inaccesible morada de los dioses, el cielo. Pero esas civilizaciones no parecen haber tenido una palabra susceptible de designar el mundo en su conjunto, en la unidad de sus dos componentes. En chino, el moderno término shi jié (japonés se kaí) está formado por jié, «círculo», y shi; esta última palabra significa también «generación, duración de vida», lo que la acerca al griego aión. En la India, el sánscrito loká, el «espacio visible» (véase el inglés look), puede, sin duda, traducirse por «mundo», pero de tal manera que constituye la expresión lokad-vaya, «los dos mundos» (cielo y tierra), que, en rigor, deberíamos hacer corresponder a nuestro «el mundo»14. En hebreo, el término medieval y moderno para «mundo» es ‘olam. Su raíz es semítica, la misma que la del árabe ‘alam, que procede del arameo. La palabra está, por supuesto, presente en la Biblia, salvo que sólo tiene el sentido de «tiempo indefinido, eternidad», y aún no el de «mundo», que no se producirá hasta la época talmúdica, por mediación del sentido de «era» (véase, también en este caso, el griego aión)15.

Para que pueda existir un término que signifique «mundo», es necesario que la idea que expresa llegue a la conciencia. Al ser cogida esta categoría en sus dos momentos, es decir, como síntesis de las dos primeras categorías de la cantidad, la pluralidad y la unidad, ello supone que se considere lo que es en su totalidad. Es preciso, por lo tanto, de un lado, que las partes que constituyen la totalidad sean recorridas de manera exhaustiva, sin que nada quede excluido, y, del otro, que se considere esa totalidad como unificada. Puesto que se trata de una totalidad física, su unidad consistirá en estar ordenada, bien clasificada, etc.

Las civilizaciones más antiguas apenas han formulado como tal el concepto de totalidad de las cosas. El egipcio antiguo no tiene palabra alguna para «mundo»16, así como tampoco las lenguas de Mesopotamia. Pero en ambos casos no han podido dejar de acercarse en ciertos contextos. Así, cuando era preciso nombrar lo que resulta del proceso de «creación», han recurrido a dos procedimientos. Cada una retoma, por lo demás, uno de los dos momentos de la categoría que se acaba de señalar.

a) Cuando se trata de pensar el conjunto, se limitan la mayor parte de las veces a una enumeración de la pluralidad de lo que abarca. Ésta puede ser más o menos exhaustiva, y efectuada según un principio de clasificación más o menos claro. Se habla entonces de los astros, de las plantas, de los animales, etc. O también se aplica una oposición cruzada según los ejes horizontal y vertical: tierra firme / mar; cielo / mundo subterráneo. Cabe, finalmente, que la multitud de las partes del mundo sea llevada a una oposición binaria fundamental. Así, cuando la Biblia habla de la creación y nombra el resultado de la obra creadora, nombra, como todos sabemos, «el cielo y la tierra»17. La fórmula es muy antigua, hasta el punto de que quizá sea la primera de todas las que han designado el mundo. En Egipto se la encuentra en la Instrucción para Merikare, texto del que se da cuenta en un manuscrito de la XVIII dinastía (finales del siglo XV a. de C.), pero cuyo contenido se remonta sin duda a finales del siglo XX18. Ocurre lo mismo con los textos que figuran en los sarcófagos19. En Mesopotamia, se la encuentra tanto en sumario (AN-KI) cuanto en acadio (samû u ersetum)20. Existe en sánscrito (dyava-kshama, -prithivi o -bhumi, o el dual rodas) y es también frecuente en los Griegos, y después de ellos21. No está excluido que en esas enumeraciones exista una manifestación de carácter intelectual más general, lo que sería característico de las civilizaciones anteriores al «eje axial». La egiptóloga Eva Brunner-Traut ha reagrupado numerosos fenómenos derivados de éste bajo el concepto de «aspectiva» (forjado para hacer pareja con «perspectiva»)22. Llama de esta forma a la actitud mental consistente en yuxtaponer los distintos aspectos de una realidad sin intentar captarlos desde un punto de vista único. Pero deja de lado este aspecto de la cosmología.

b) Estas civilizaciones recurren igualmente a términos que designan la idea de totalidad. Así, en Egipto, la «creación» es, de hecho, una autogénesis del dios Atoum. Lo que «crea» es «todo» (tm); él es, por lo tanto, el «señor de todo» (nb tm)23. El término, tal vez emparentado con el hebreo tamam y el árabe tamm, tiene el sentido de «completo», «entero»; junto con el nombre de Atoum, constituye uno de esos calendarios etimológicos a los que los Egipcios eran muy aficionados. La Onomástica de Amenemope promete otorgar el conocimiento de «todo lo que existe»24. En Mesopotamia, parece que la traducción de ciertos términos por «mundo» sólo es el fruto de un contrasentido25. Pero en otros sitios se encuentran palabras que pueden entenderse así, aunque su sentido primero, también en estos casos, sea el de totalidad. Es el caso de gimirtu, o kissatu26. Se encuentran incluso fórmulas fuertemente pleonásticas, como cuando los dioses dicen a Marduk: «Solamente a ti [...] hemos conferido la Realeza sobre la totalidad de todo el Universo (ni-id-din-ka sar-ru-tu kis-sat-kal-gim-re-e-ti)»27. La palabra que se ha necesitado para decir Universo significa, de hecho, también totalidad, de suerte que habría que arriesgarse a decir algo imposible, como «el conjunto de toda la totalidad».

Esa totalidad, enumerada o sustantivada en un adjetivo, aún no es un mundo. Lo que le falta, paradójicamente, para serlo es más bien un exceso. El mundo está constituido como totalidad porque aparece ante un sujeto, frente al cual la realidad se construye como independiente de él. El mundo se hincha por la ausencia en él del sujeto. Para que el mundo aparezca es necesario que se rompa la unidad orgánica que le vinculaba con alguno de sus habitantes, el hombre. Recíprocamente, como se verá, a partir del momento en que el mundo aparece en su autonomía, la presencia del hombre en él puede surgir como problema. Si ello es así, lo que impide la aparición de la idea de mundo no es el carácter incompleto de la enumeración de los elementos de éste. Es más bien, al contrario, que el concepto —más o menos explícito— que las civilizaciones arcaicas se hacen del orden tiene una extensión demasiado grande, y engloba la acción de los dioses o de los hombres. Así, los Egipcios se representaban la realidad como una continuidad en cuyo seno el hombre no tenía un lugar especialmente privilegiado28. Se observa, de este modo, cómo la misma división de toda la realidad en «cielo» y «tierra», aunque prepara en un sentido la emergencia del concepto de mundo, al mismo tiempo impide que se extraiga plenamente. Ésta se efectúa, en efecto, según un criterio implícito que se deriva de lo humano: tierra y cielo se oponen en aquello que el hombre, al menos en principio, ha captado, y en lo que se le escapa radicalmente. El «mundo» no puede aparecer como tal sino a partir del momento en que este criterio es puesto entre paréntesis. Ello sólo se producirá en Grecia. Allí, y solamente allí, saldrá a la luz esta actitud «distanciada», ese «punto de Arquímedes» a partir del cual el hombre podrá, «consciente de ser sujeto (subjektbewußst), someter la naturaleza a una investigación objetiva»29.

De esta forma, la idea de un universo «físico» —que sólo está determinado por factores procedentes de la «naturaleza»— no es en absoluto primitiva. Todo lo contrario: la idea de «naturaleza» (physis), incluso si pretende captar lo original, no es originaria, sino derivada; procede ya de una reflexión, más en concreto de una separación entre lo que tiene su principio en la actividad humana de fabricación o estimación, lo artificial (techné) y lo convencional (nómos), y lo que crece enteramente solo, espontáneamente, lo natural30.

¿Un orden cósmico?

Por lo demás, el concepto de cosmos como orden universal apenas aflora en una fecha antigua. Se ha podido construir la hipótesis de que esta latencia del concepto de cosmos se debía al hecho de que una noción de este género era justamente la atmósfera en la que estaban sumergidas las civilizaciones arcaicas, la cual, como resulta evidente, no puede permanecer invisible31. Sea como fuere, las civilizaciones arcaicas debieron concebir la humanidad del hombre a partir de otras referencias. El hombre no se realizó plenamente imitando el orden del mundo, o insertándose armoniosamente en él. Cuando se produce, la relación imitativa, de original a copia, discurre en un sentido inverso: parte, más bien, de la realidad social para ir al cosmos. Ello ocurre así primero porque el orden cósmico está pensado sobre el modelo de la ciudad32. En Mesopotamia, por ejemplo, los dioses representan claramente las fuerzas elementales, como el cielo, la tempestad, la tierra y el agua. Y el sistema del mundo no es otro que el conjunto de éstas, el cual quizá reproduzca una situación política muy antigua, desaparecida ya en la época histórica, y que habría constituido una democracia primitiva33. Además, el orden cósmico no es sólo pensado, en todo caso en Mesopotamia, a partir del de la ciudad. Ambos forman parte de un mismo todo en cuyo interior todo interactúa. Es decir, lo que ocurre dentro de la ciudad se considera que ejerce una influencia, benéfica o maléfica, sobre el orden cósmico. Es ésta una idea que perdurará largo tiempo. Piensese en la «tierra desolada» que, en la novela artúrica, castiga un pecado. Por limitarse a un ejemplo en las civilizaciones arcaicas, en Ugarit un trastorno en el orden cósmico —esencialmente localizado en el ámbito vegetal, como la esterilidad— sólo puede repararse empezando por restablecer el orden social. «Esta copertenencia presupone la representación de la unidad del cosmos: si no hay orden en el cosmos natural, ello puede proceder de una perturbación en el cosmos social. Lo primero que hay que hacer para restablecer el orden del cosmos natural es restablecerlo en el cosmos social». El rey, garante del orden social, no puede, por lo tanto, representar al dios que mantiene el orden del mundo34.

¿Se habría formulado, en las civilizaciones antiguas, algo así como un orden del mundo, anterior a la actividad humana, que se propone como modelo? Durante cierto tiempo se ha pensado que los Egipcios habían encontrado esta formulación en su concepto de maât, personificado como una divinidad, que se ha relacionado, asimismo, con la idea de sabiduría tal cual se representa en la Biblia, al igual que con la idea griega de thémis, incluso del lógos de Filón35. Este concepto expresaría el modo en el que el universo forma un todo armónico en el cual el hombre debe encontrar su justo lugar —el término «justo» implica tanto la idea de precisión, de armonía, cuanto la de justicia—. La idea está presente en los filósofos36, pero ha sido igualmente defendida por los filólogos. Es el caso de H. H. Schmid: «Por Ma’at se designa en Egipto un orden cósmico experimentado como tal por todas las civilizaciones del antiguo Oriente, relacionado con la creación del mundo por el Dios supremo, su autor, y garantizado por el rey, su hijo». «El que vive rectamente es acorde con el orden del mundo». Sin embargo, cabe también invertir la relación, en cuyo caso habría que decir que «la sabiduría no supone sólo un orden eterno, ideal, metafísico, al que el hombre tendría que someterse. Afirma también que el orden del mundo es ante todo constituido y se convierte en una realidad a través de un comportamiento recto. Éste abriga una función enteramente central que crea el cosmos; participa del establecimiento del único orden cósmico». «Cuando la Ma’at es perturbada, el orden en la naturaleza es arrastrado con ella y sufre. A la inversa, cuando Ma’at es aplicada, cuando el desorden es rechazado, ello conlleva unas consecuencias que afectan a la naturaleza y a la fecundidad»37.

Los recientes trabajos del egiptólogo Jan Assmann han radicalizado aún más esta interpretación38. Lejos de que la actividad humana deba simplemente insertarse en el orden estático de las cosas, es, al contrario, la práctica justa del hombre lo que contribuye a conservar el mundo en movimiento. Assmann mantiene la fórmula de Schmid, quien había titulado su libro: «La justicia como orden cósmico», y acepta la idea de una dimensión cósmica de la justicia. Pero lo hace al precio de una inversión. Es mejor hablar del «orden cósmico como justicia». En ello hay algo más que un giro puramente verbal. En efecto, según esto, la justicia humana no es en absoluto la imitación de un orden cósmico estático preexistente; muy al contrario, es la justicia humana la que, al asegurar la armonía entre la esfera de los dioses y la de los hombres, contribuye a mantener en marcha un orden cósmico esencialmente dinámico.

Esto reposa en toda una visión de las cosas. Para los Egipcios, el cosmos no es tanto un orden cuanto un proceso39. No perciben el cosmos de manera espacial, sino temporal; no de manera estática, sino dinámica; no como una armoniosa distribución de las partes en el espacio, sino como un recorrido bien lubrificado que se cumple sin encontrar obstáculo ni freno. Todo orden lo es de marcha. De este modo, el bien es movimiento, y el mal detención40. En efecto, los Egipcios conocen una «cosmología» negativa en la que el orden del mundo está sin cesar amenazado por fuerzas que le llevarían a detenerse y deshacerse. Ese orden no puede, por lo tanto, durar enteramente solo, sino que necesita ser relanzado de continuo. Ello se produce en todos los niveles: no sólo debe ser justificado el individuo; el Estado y el cosmos mismo también necesitan una justificación. Muy lejos de ser cósmica, la Ma’at es ante todo social, es la justicia; es el fundamento de la vida común de los hombres. Pero esa justicia consiste esencialmente en establecer la circularidad de los intercambios entre los hombres en una economía de reciprocidad: lo que ha sido hecho o padecido comunica con lo que será hecho o padecido, la acción liga y obliga. Ma’at asegura en todos los niveles que el paso está libre, indica la buena dirección. La existencia de esta solidaridad integra el cosmos en la esfera de la comunicación lingüística, dándole, de este modo, un sentido. Sin el Estado, el cosmos no podría subsistir.

Consecuentemente, el orden del mundo —y, por lo tanto, lo que hace que el mundo sea mundo— no existe como una realidad independiente suspendida sobre la actividad humana y que debiera regularse sobre él. La cosmología no tiene, respecto de la antropología, ningún valor normativo. Retomando el sistema conceptual que he propuesto, habría que decir que el concepto de «sabiduría» que se encuentra en los pensamientos arcaicos no es una «sabiduría del mundo». El orden no preexiste a la sabiduría; no se ofrece, en el cosmos físico, como un modelo a imitar. Si el mundo es lo que es por el orden que conlleva, la sabiduría no se deriva del mundo, sino que, más bien, lo produce como tal41.

Capítulo II NACIMIENTO GRIEGO DEL COSMOS

No se puede hablar de una sabiduría del mundo antes de que la idea de mundo haya sido tematizada. Para poder apreciar su primera concreción lingüística hay que dirigirse ahora hacia los griegos. Éstos no han sido de forma súbita una excepción respecto de las civilizaciones del Próximo Oriente antiguo. No han tenido desde siempre la idea de «mundo»; sólo han llegado a ella de forma progresiva, al final de un proceso que durante mucho tiempo fue en paralelo con el que habían atravesado Egipto o Mesopotamia. Cabe distinguir diversas etapas1. Éstas presentan, de manera general, las mismas características que las señaladas antes a propósito de las grandes civilizaciones fluviales.

Trayectoria de conjunto

El procedimiento enumerativo se encuentra en Homero (hacia el siglo X antes de nuestra era). Cuando éste quiere hablar de todas las cosas, se contenta con yuxtaponerlas: cielo, tierra, mar, mundo subterráneo, etc. Tal es el caso cuando los principales dioses se reparten el conjunto de lo existente. También se encuentra en él la expresión «el cielo y la tierra», fórmula que sobrevivirá durante largos siglos después, con una autoridad aún mayor una vez que la traducción de la Biblia por los Setenta haya introducido en griego el relato de la creación. Hesíodo (alrededor de 730-700) procede del mismo modo, pero a veces indica que su enumeración no omite nada al añadir el adjetivo neutro plural «todas [cosas]» (pánta)2.

La lengua griega dispone, sin embargo, de un recurso que las demás lenguas semíticas no desarrollaron y que falta en acadio, al igual que en egipcio, a saber, un artículo distinto del demostrativo y que permite sustantivar casi cualquier parte del discurso. Así, a partir de Heráclito (alrededor del 500), se encuentra en muchas ocasiones el mismo adjetivo pánta que en Hesíodo, pero en lo sucesivo sustantivado por el artículo (tá) «todas las cosas». Ya no es entonces necesario proceder a la enumeración de su contenido. Éste es el caso en siete fragmentos3 del mismo Heráclito. Con Empédocles (en torno a 485-425), el adjetivo pasa al singular y puede nombrarse «el Todo (tò pán)».

Ocurre así en dos fragmentos4.

En esta etapa se detienen igualmente el antiguo Egipto y Mesopotamia. Se ha visto que el primero podía nombrar el objeto del proceso de autoevolución del mundo: «todo» (tm), y que la segunda podía expresar el ámbito sobre el que reina el dios supremo mediante la idea de una totalidad sin carencia5. Cabe señalar que la Biblia hebraica hace lo mismo. Es el caso, por lo demás, de textos que se remontan casi a la misma época de los presocráticos que acabo de citar. Y cabe que sea en este sentido en el que se encuentra esa expresión en la segunda parte del libro de Isaías, que sin duda puede datarse en torno al 500 antes de nuestra era. En él, el Dios de Israel enumera la serie de hechos que ha llevado a cabo en la historia, hasta la vuelta del exilio de Babilonia. Empieza por presentarse así: «Yo soy YHWH que lo hace todo (anoki YHWH ‘oseh kol). Despliego los cielos yo solo; extiendo la tierra, ¿y quién estaba conmigo?». «Todo» puede, ciertamente, designar el mundo; pero cabe también que la palabra englobe asimismo, y en el mismo plano, los hechos históricos de la salvación. Otro texto disipa la ambigüedad merced a una ventaja del hebreo; éste dispone de un artículo que no tiene el acadio, y puede, por lo tanto, hacer una sustantivación análoga a la que opera el griego. Así, alrededor de un siglo antes que el segundo Isaías, hacia el 600 antes de nuestra era, el profeta Jeremías dice que lo que el Dios de Israel ha hecho es «el todo»: «Es Él quien ha modelado el todo (yoser hak-kol hu’)»6.

En griego coexisten todas las expresiones que designan el mundo. Subsisten en el helenismo bizantino, y luego moderno, hasta nuestros días.

El nombre propio

Los Griegos emprendieron, en cambio, un camino que no siguieron las demás civilizaciones. Esta desviación tiene múltiples aspectos que no se van a tratar aquí7. Respecto de lo que me interesa, la novedad ha consistido en dar al mundo su nombre propio. Para ello, los Griegos eligieron el término kosmos. Su etimología no está clara, pero su sentido sí lo está desde la Ilíada: «orden», y esto siempre, tanto en la expresión estereotipada kàta kósmon («el buen orden»), cuanto en la de «adorno», como las copas del bocado de un caballo y las joyas de Hera8. El término designa el orden y la belleza, de forma aún más precisa la belleza resultante del orden, la que considera todavía hoy una actividad que toma de ella su nombre, la cosmética. En griego, los dos sentidos subsistieron juntos y permitieron juegos de palabras recurrentes9. Paralelamente, el latino mundus, de donde viene nuestro «mundo», es, sin duda, la misma palabra que mundus, «arreglo, adorno de la mujer», cuyo sentido cosmológico está tomado por imitación del griego. Esto es, en cualquier caso, lo que afirma Plinio el Viejo: «Lo que los Griegos llaman kósmos, nosotros lo llamamos mundus a causa de su elegancia perfecta y sin defecto (a perfecta absolutaque elegantia)»10. El término elegantia no sólo es un preciosismo, sino también una referencia directa al empleo cosmético del término mundus. Este empleo no era en modo alguno evidente, y durante mucho tiempo fue percibido como una metáfora. Así, Tertuliano recuerda que, en los Griegos, el mundo es denominado con un término que significa propiamente «ornato»11. Y en el siglo IX, Juan Escoto Eriúgena señala por su parte: «El griego kósmos se traduce en sentido propio por ornamento (ornatus), y no por mundo»12. Finalmente, después de Goethe, quien hablaba de «die ewige Zier», Alexander von Humboldt, al reintroducir en 1845 el término kósmos, no dudó en explicar el título de su obra recordando la etimología griega y parafraseando el término como «ornamento de lo ordenado» (Schmuck des Geordneten)13.

Aplicar un término semejante al «mundo» supone una decisión implícita acerca de la naturaleza de éste. En lo que atañe al origen cronológico de tal aplicación, se ha visto tradicionalmente en ello una innovación debida a Pitágoras. La madurez de este último se sitúa hacia el 532-531, y su muerte hacia el 496-497 a. de C. Sobre este uso sólo tenemos forzosamente testimonios, y lo que es más, tardíos: «Pitágoras fue el primero en llamar ‘kósmos’ a la reunión de todas las cosas (he ton hólon perioché), a causa del orden (táxis) que reina en él»14. Resulta difícil decir lo que designa aquí «la reunión de todas las cosas». ¿Se trata únicamente de lo que envuelve, a saber, el cielo, o, junto con ello, de lo que es envuelto y, por lo tanto, del «mundo» entero? Un paralelismo en Diógenes Laercio asocia esta denominación a la afirmación de la forma redonda de la tierra15, lo que parece reservar el uso del término kósmos al cielo (ouranós). De todas maneras, parece que se trata de una retroproyección sobre Pitágoras de concepciones platónicas16. En cualquier caso, el término se encuentra en diversos autores presocráticos, empezando por Heráclito, y siguiendo por Empédocles, Anaxágoras y Diógenes de Apolonia17. Pero, como veremos, es sobre todo Platón quien instala definitivamente su uso.

La decisión de Heráclito

Más que por la historia del término, aquí me intereso por la decisión conceptual que permite la emergencia de la idea de mundo. Ahora bien, tal vez sólo sea en Heráclito en quien quepa encontrarla formulada. La palabra kósmos aparece algunas veces en los fragmentos. El fragmento 89, según el cual las personas despiertas tendrían un solo y mismo kósmos, a diferencia de las que duermen, contiene un sentido anacrónico del término y debe ser, por lo tanto, desechado. Ocurre lo mismo, y con mayor razón, con el fragmento 7518. Queda el fragmento 124: el kosmos más hermoso procede de las cosas arrojadas al azar. Pero no dice nada del sentido de la palabra, que no designa necesariamente el mundo.

Desde mi punto de vista, el celebérrimo fragmento 30 no sólo me parece contener, sino también, por decirlo así, producir el sentido del término kósmos. Me arriesgaré a traducirlo en una primera aproximación, y como muestra de mis dudas empezaré por reproducir el texto original: «Kósmon [tónde] tòn autón hapánton, oúte tis theôn oute anthropon epóiesen, áll’ên aeí kaì éstai: pûr aeizôn, haptómenon métra kaì aposbennúmenon métra (este mundo, el mismo para todos, no ha sido hecho uno de los dioses y otro de los hombres, sino que siempre era, es y será: fuego siempre vivo, encendiéndose a medida, y apagándose a medida)»19. No resulta fácil ver el sentido exacto del término cosmos. ¿Se trata del «mundo», o del «orden» de las cosas? La referencia del término no está tampoco más clara: lo que «se enciende y se apaga a medida», ¿designa el ornato de la bóveda celeste, las estrellas en toda su belleza, o más bien el «fuego», con frecuencia interpretado como fuego cósmico desde Teofastro20, y luego por los estoicos? Por lo que atañe a la idea según la cual el kósmos no ha sido hecho por ningún dios ni por ningún hombre, la segunda negación es, evidentemente, la más problemática. En efecto, ¿quién ha pretendido nunca que el mundo sea obra humana? A los Antiguos les molestaba ya esa expresión, como a Plutarco, quien propone una explicación no muy plausible21. La mayoría de las veces, los comentaristas modernos salen del paso viendo en esa expresión «una expresión polar en sentido omniinclusivo, cuyos componentes no hay que tomarlos separada y literalmente»22, cosa que apenas convence, vista la concisión e imposición extremas del estilo de Heráclito.

En cualquier caso, cabe apreciar la idea de una totalidad ordenada que se basta a sí misma y de la que se afirma expresamente que no requiere la intervención de una instancia exterior. En lo que se refiere a la necesidad de excluir un cometido activo por parte de los hombres, tal vez sea posible comprenderlo considerando la concepción arcaica, y especialmente la egipcia, evocada más arriba, según la cual el orden del mundo se mantenía por intervención de los hombres. Nosotros no podemos suponer que Heráclito haya tenido noticias del pensamiento egipcio: Grecia contaba con representaciones análogas, por ejemplo, la idea de que los dioses se alimentaban con el humo de los sacrificios23.

Los socráticos: del mundo al cielo

En la época de la revolución socrática, la palabra kósmos está en camino de ser aceptada en el sentido exclusivo de orden cósmico. Un texto de Jenofonte es particularmente revelador a este respecto24. En él quiere defender a Sócrates de la acusación de impiedad. Para ello, comienza por lavar a su maestro de la sospecha de haberse ocupado de física, lo que aparece, por lo tanto, como la impiedad suprema, aquella de la que es preciso disculparse en primer lugar. Según Jenofonte, Sócrates «no discutía de la naturaleza de todas las cosas (hé tôn pánton phýsis) [...] al examinar cómo se produce eso que los especialistas (sophistaí) llaman ‘orden’ (kósmos) y en virtud de qué necesidades se produce cada una de las cosas celestes (tôn ouranion)». Más aún, Sócrates no se contentaba con abstenerse, sino que se burlaba de los que se entregan a estudios físicos, y los trataba de locos. Les hacia dos críticas: a) antes de estudiar la naturaleza, sería necesario conocer las cosas humanas. Ahora bien, esto es prácticamente imposible. No se puede, por lo tanto, examinar «las realidades que se derivan de lo divino» (daimónia) sino descuidando las cosas humanas; b) el estudio de las cosas naturales no concluye en nada práctico. Los que estudian las cosas humanas lo hacen porque esperan poder aplicar lo que han aprendido «a sí mismos, o a otros que así lo quieran». En cambio, «los que buscan las cosas divinas» (theiá) no se imaginan que, «una vez que hayan conocido las necesidades por las que se produce cada cosa, conseguirán (producir) cuando quieran el viento, la lluvia, las estaciones y cualquier otra cosa de este tipo, según la necesiten». Tal vez semejante dominio de la meteorología haya sido soñado por Empédocles25. Los físicos en los que piensa Jenofonte no parecen hacerse, por su parte, semejantes ilusiones; se contentan con un saber teórico, y hasta se jactan de su pureza.

Cabe percibir cierto malestar ante el empleo del término kósmos en el sentido de mundo; este empleo corre a cargo de los sophistaí, palabra que no designa aún a los «sofistas», con la connotación peyorativa que le confiere Platón, sino, simplemente, a las personas competentes, a los habilidosos, a los sabios. Kósmos era todavía percibido como un término técnico, incluso algo pretencioso, en cualquier caso ajeno al buen tono. Un «hombre noble»* como Jenofonte está obligado a tomar ciertas distancias respecto de los especialistas. En segundo lugar, las cosas divinas, tal como se diferencian de las humanas, son, ante todo, las cosas celestes, las cuales son denominadas tanto «divinas» cuanto «daimónicas**». Puede distinguirse, por lo demás, ambos adjetivos, por ejemplo en Aristóteles, para quien la naturaleza no es divina, sino daimónica26. Aquí parece claro que son empleados como sinónimos. En otros pasajes resulta evidente que la acción de los dioses se ejerce asegurando el «orden de todas las cosas» (hé ton hólon táxis), sinónimo de «la totalidad del mundo» (ho hólos kósmos)27, o, por decirlo en sentido inverso, que ese orden emana de la esfera de lo divino. No hay una distinción entre los cuerpos celestes, que no son nombrados en el pasaje, ni entre los fenómenos meteorológicos, de los que se tratará más lejos, y los «vientos, aguas y estaciones». El acento se pone en nuestra inaccesibilidad, en nuestra incapacidad para influir en lo que sólo podemos ver y contemplar. Mientras que el conocimiento de las cosas humanas proporciona un saber unificado y traducible, que puede ser utilizado tanto para uno cuanto para los demás, el de las cosas naturales permanece cerrado en sí mismo. Conviene reparar, por último, en la identificación entre «la naturaleza de todas las cosas» y el kósmos. La distinción entre el cielo y la tierra simbolizaba hasta entonces la que se produce entre el ámbito de lo que está a nuestro alcance y el de lo que está implacablemente suspendido sobre nosotros. En lo sucesivo, toda la naturaleza hereda el estatuto del cielo. Lo que es natural, incluso si está a nuestro alcance, aunque podamos orientarlo en la dirección que elegimos hasta contrarrestar sus efectos, en última instancia se nos escapa, justamente porque conserva una «naturaleza», un curso que prosigue sin nuestra intervención y que recuperará en cuanto haya cesado nuestra acción.