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El Islam es objeto de interminables controversias y mucha confusión. Pero, ¿qué es el Islam? ¿Una forma de relacionarse con Dios? ¿Una religión con sus propios dogmas y normas? ¿Una civilización? En el centro de esta realidad plural se encuentra la cuestión de los fines: ¿qué quiere conseguir el Islam y por qué medios, violentos o pacíficos, pretende hacerlo? Rémi Brague vuelve sobre estas cuestiones fundamentales para explorar la visión islámica de Dios y del mundo. Examina su uso de la razón, su relación con la ley, la subordinación total que exige, la actitud hacia los demás, la legitimación y el uso efectivo de la fuerza. Este libro ofrece una nueva visión de la civilización islámica y de su aportación a la cultura europea. Pero también refuta, examinando hechos y textos, las construcciones legendarias que la ven como la fuente viva de todos los avances, Renacimiento e Ilustración, de los que Occidente se enorgullece. El Islam, escribe el autor, no es una religión en el sentido en que la entendemos. Es ante todo una ley que considera la creencia como un hecho innato que no puede negarse sin mala fe. Un mundo en el que no hay lugar para el no creyente. En este sentido, es radicalmente diferente de las religiones bíblicas.
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Seitenzahl: 607
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Rémi Brague
Sobre el Islam
Traducción de José Antonio Millán Alba y Blanca Millán García
Título en idioma original: Sur l’Islam
© Éditions Gallimard, Paris, 2023
© Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2024
Traducción de José Antonio Millán Alba y Blanca Millán García
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Colección Nuevo Ensayo, nº 131
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN: 978-84-1339-192-2
ISBN EPUB: 978-84-1339-525-8
Depósito Legal: M-11406-2024
Printed in Spain
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Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com
Índice
Prólogo
I. Sobre la islamofobia
El origen del término
Sobre el «esencialismo»
II. Cuatro sentidos, cuatro malentendidos
Cuatro significaciones
Cuatro malentendidos
Un saber cargado de afectos
III. ¿Una religión?
Las fuentes
Dos falsas diferencias
Dos falsos paralelismos
Sobre las «tres religiones monoteístas»
IV. Sobre el «verdadero» Islam
Integridad
Comienzo
Realidad
¿Hacer el islam más «verdadero»?
¿Espiritualización?
¿Privatización?
V. La sharía
Unas reglas necesarias, pero no naturales
Política y religión
La Ley en el centro
Un derecho innato
¿Qué terreno común?
VI. La razón
Racionalidad e irracionalidad en el Islam
La razón y las normas
Una razón instrumental
VII. La finalidad última del Islam
Un Dios evidente y poderoso
Un poder sobrehumano y universal
Coacción y sumisión
VIII. Las conquistas
La razón de las conquistas
Los sometidos y los «protegidos»
IX. Conquistas y conversiones
Fuerza mayor
Motivaciones y pruebas
Recompensas terrenales y celestiales
X. La yihad
Hostilidades concretas y reguladas
La mejor defensa es el ataque
XI. Los medios pacientes
El terror
Las causas de la conversión
Las cunas
XII. La leyenda de una aportación decisiva
Una leyenda de moda
El saber y sus lugares
XIII. Las realidades de la transmisión
Religión y civilización
El saber y el hacer
Las fechas y la cantidad de legados transmitidos
XIV. Cuestiones de método
Los bienes del espíritu no ocasionan «deudas»
¿A quién devolver la racionalidad?
Epílogo
Bibliografía
Fuentes
Abreviaciones
Literatura secundaria
Obras sobre el islam
Otras obras
Prólogo
El lector tiene derecho a saber quién le habla y porqué. No soy en absoluto un especialista del islam, sino, sencillamente, un filósofo que, durante una parte de su vida académica, ha frecuentado a sus colegas judíos e islámicos de la Edad Media. De 1990 a 2012 en París I (Panthéon-Sorbonne) y, en una pequeña parte, de 2002 a 2012 en la Universidad Ludwig-Maximilien, he estado encargado de explicar la disciplina llamada extrañamente «filosofía de lengua árabe». He debido, por lo tanto, leer y comentar para mis alumnos a Al-Kindi, Al-Farabi, Avicena, y luego a los Andaluces, con Averroes a la cabeza, así como también a judíos como Maimónides y Jehuda Halévi —cuyas obras filosóficas fueron escritas en lengua árabe, lo que con frecuencia se olvida—, e incluso a un cristiano como Yahya ibn Adi.
Los años de enseñanza me han puesto regularmente en contacto con estudiantes cuya gran mayoría era de confesión musulmana, y ello en el espíritu de un diálogo nunca interrumpido.
Lo que me había atraído de los pensadores islámicos y me interesaba en ellos era su investigación filosófica, que retomaba la de los griegos, de los que había partido, para profundizar en ella y darle a menudo inflexiones nuevas, y no su pertenencia religiosa. Mantener, así, separadas, filosofía y religión no carecía de cierta legitimidad. En efecto, de un lado sus textos filosóficos no siempre evidenciaban su pertenencia a una comunidad religiosa, hasta el punto —ejemplo célebre— de que la Edad Media latina tomó al que llamaban Avicebrón por un musulmán, siendo así que no era otro que el poeta judío Ibn Gabirol. Y del otro, en tierras del islam, donde no floreció durante mucho tiempo, la filosofía permaneció como una actividad marginal, elitista, sin ejercer una influencia duradera profunda, con excepción de la lógica, que sirvió de instrumento a los juristas, y del pensamiento de Avicena, que apuntaba hacia la mística1.
No obstante, la separación entre religión y filosofía no era algo estanco, porque, en el medio cultural en el que vivían estos pensadores, la religión del islam dejó indudablemente, al menos de forma indirecta, una huella decisiva.
Hace, por lo tanto, una buena treintena de años que me ocupo del islam. Nunca ha sido el objeto exclusivo de mis investigaciones, pero tampoco he perdido nunca el contacto con él desde 1986, cuando empecé a aprender un poco de árabe en el Inalco («Lenguas O»).
Partí de un conocimiento muy superficial del islam, teñido de lugares comunes y de prejuicios, felizmente más bien benévolos. Me encontré como obligado a documentarme sobre esa religión algo más seriamente, aunque sólo fuera por poner en claro mis propias ideas, lo que no es en absoluto suficiente para llegar ser un islamólogo. Pero quédese tranquilo el lector: islamólogos, reales o imaginarios, no faltan.
Lo enojoso del caso es que los investigadores verdaderamente competentes prefieren producir monografías de una extremada técnica filológica, etnográfica, sociológica, etc., sobre temas singulares. Dejan así el cuidado por la síntesis y la visión de conjunto a gentes menos eruditas, cuando no llenas de prejuicios. En las presentaciones generales del islam al uso por parte de los no musulmanes que buscan documentarse hay de lo mejor y lo peor2.
Por lo demás, la mayoría de los investigadores se dedican a la sociología o a la psicología de las poblaciones islamizadas en su heterogénea variedad, concentrándose, cuando fuere necesario, en los grupos extremistas más espectaculares o, a la inversa, en la vida cotidiana de las poblaciones inmigrantes. Ello no carece ni de interés ni de utilidad, pero son raros los que se preguntan qué es exactamente lo que hace que todas esas gentes se sepan, se quieran y se digan musulmanes. Semejante cuestión implica que uno se pregunte por lo que es el islam, el cual, cuando menos, es sin duda algo como una religión y reposa, por lo tanto, en una representación de Dios, de sus relaciones con el hombre, de la misión que asigna a la parte del género humano que acepta el mensaje del Profeta, etc. De esta «teología» islámica, si el término es justo, existen buenas representaciones, como los trabajos de Louis Garder, calcados de los tratados de Kalam producidos por los mismos musulmanes3. Existen también trabajos que se sitúan decididamente fuera de los dogmas del islam, que intentan describirlo desde el exterior4.
En cambio, sólo raramente se examinan las relaciones entre la teoría islámica y la práctica islámica tal como la historia da testimonio de ello, ni la influencia de la una sobre la otra. Esto es lo que he intentado estudiar aquí. Además, mientras que la mayoría de los sabios se concentra en una época precisa de la historia islámica, yo quisiera mostrar que, a todo lo largo de esa historia, puede observarse una continuidad en los principios y en la práctica que se extiende durante siglos, y que en algunos perdura hasta hoy.
En lo que a mí respecta, me situaré también en el exterior. En efecto, hasta el presente no he encontrado ninguna razón que me impulse a considerar el islam como verdadero, ni a Mahoma como un auténtico profeta o incluso como un buen ejemplo, ni al Corán como un libro divino.
El Mahoma del que hablan las biografías redactadas antiguamente por musulmanes, para mí es, todo lo más, el hábil jefe de un Estado rudimentario, que ha logrado federar a las tribus árabes y lanzarlas a la conquista del Medio Oriente, y que no aportó «ni una reforma social, ni la solución de dudas espirituales, sino la creación de un pueblo»5. Dejo abierta —de ahí mi «todo lo más»— la cuestión de la realidad histórica del personaje al que las fuentes islámicas dan el sobrenombre (kunya) de Abu ‘l-Qasim y al que califican con el adjetivo laudatorio muḥammad6. En todo lo que sigue he hecho como si tomase por dinero contante y sonante el relato tradicional de los comienzos del islam, tal como fue compartido durante mucho tiempo por los musulmanes y por los sabios occidentales, religiosos o agnósticos. Esta visión es lo que ha estructurado la dogmática islámica, que cristaliza en el siglo IX, y que constituye mi objeto central. Sobre «lo que verdaderamente ocurrió» reservo mi juicio, o espero, más bien, el veredicto de los historiadores. Por lo que se refiere al Corán sólo encuentro en él aspectos humanos, tomados de diversas fuentes, sobre los que la investigación contemporánea nos aporta muchas informaciones.
Para hablar del islam con alguna autoridad habría que haber leído mucho más de lo que he podido leer, y sobre todo fuera del ámbito que ha sido el mío durante veinte años, el de la filosofía de inspiración griega (falsafa).
Al no tener el magisterio sunita un magisterio reconocido, y quizá no necesitarlo, resulta muy difícil, por no decir imposible, hacerse una idea de algo como un «dogma» islámico, por no hablar de una noción evanescente como una «mentalidad».
He intentado, pues, tener conocimiento del mayor número posible de textos no filosóficos, originarios de diversas épocas, producidos en diversos lugares, y procedentes del mayor número posible de géneros distintos: historia, relatos de viaje, novela popular, apologética (kalām), derecho (fiqh). Soy consciente de no haber podido hacer sino algunos sondeos en un mar sin orillas.
Cabe observar la clara preponderancia de obras pertenecientes a los siglos IX-XII. Ello se debe a que este período es considerado por todos, musulmanes o no, como un período de apogeo. En cambio, los siglos XVI-XVIII, que en Europa corresponden a la llamada época «moderna», pasan ciertamente a ojos de todos no por un desierto absoluto, sino por un período de vacas flacas, en el mundo sunita en cualquier caso. No obstante, he intentado tener en cuenta a algunos autores tardíos. He elegido, en cambio, no citar a ningún autor vivo para evitar todo lo posible las polémicas.
Es asimismo clara la importancia de los autores sunitas, incluso si algunos fueron cripto-chiitas, como Shahrastani, en relación a los chiitas confesos, como Molla Sadra. La gran cantidad de autores de origen persa ha sido comprobada desde hace mucho tiempo.
Cito numerosas obras de Al-Ghazali, sin duda el autor más influyente de todo el pensamiento islámico, excepto, por supuesto, por El Corán.
Remito, por último, lo más frecuentemente posible, junto al original árabe, a traducciones en lenguas occidentales. He retraducido casi todos los textos que cito. En lo que atañe a los nombres, propios o comunes, he querido evitar la pedantería y conservado las formas occidentales cuando resultan familiares, puesto que han entrado en la lengua hace mucho tiempo (Omar, Avicena, Al-Ghazali, Al-Hallaj; yihad, sharía, dhimmi, etc.).
I. Sobre la islamofobia
Al abrir un libro sobre el islam, el lector puede preguntarse con inquietud si, por algún desafortunado azar, tiene en sus manos el trabajo de un «islamófobo». Le dejo la decisión de decidirlo.
Yo, por mi parte, he dejado de preguntarme si merezco ese calificativo, y sería vano que intentara rechazarlo. Aunque, como es el caso, lo refutara, todos los perfumes de Arabia no bastarían para lavarme de esa mancha. En efecto, ya he sido designado como tal por la vindicta pública, especialmente en un libro colectivo7. He podido procurarme un ejemplar de ocasión. Fue publicado bajo la dirección de cuatro universitarios, algunos de los cuales respeto, incluso admiro. Felizmente, la violencia de los ataques figura en razón inversa a la competencia de los autores en materia de islamología.
En cualquier caso, queda el hecho de que he sido etiquetado, junto con otros, varios de los cuales son una excelente compañía, en la categoría de «islamófobos sabios».
La expresión merece que nos detengamos en ella. Asocia dos adjetivos, uno de acuñación reciente, y el otro, por el contrario, de una digna y trivial antigüedad. Es diametralmente opuesta al modo habitual con el que el islam tiene la costumbre de considerar —o más bien de desconsiderar— a sus adversarios, a saber, como unos ignorantes, unos retrasados todavía apegados al ateísmo o a las supersticiones propias de la era de la Ignorancia (ğāhiliyya). Que se pueda paradójicamente seguir siendo «islamófobo», mientras que, como «sabio», se supone que sabe de qué se está de vuelta, no deja de plantear un interrogante. Un saber algo profundo, ¿no debería quitar los prejuicios desfavorables y conducir a la admiración e incluso a la adhesión? Por parodiar a Francis Bacon, si un poco de ciencia puede alejar de Alá, ¿cómo es posible que más ciencia, lejos de devolver a Él, distancie todavía más? A menos que conduzca a esa actitud de simpatía distante, a veces irónica, tanto hacia su objeto cuanto hacia sí misma, que constituye el ideal que todo historiador o filólogo se esfuerza por adoptar, sin estar nunca seguro de lograrlo.
Así, el húngaro Ignacio Goldziher, al que personalmente considero (y otros más sabios que yo son de la misma opinión) como el mayor islamólogo que haya vivido nunca, en este caso de 1851 a 1920, no dejó de declararse amigo de los musulmanes y de comportarse como tal. Lo que no le impidió guardar durante toda su vida una perfecta fidelidad a su judaísmo original y proponer drásticas revisiones del modo en el que los musulmanes se cuentan sus orígenes. Asimismo, Louis Massignon (1883-1962) llegó lo más lejos posible en la simpatía fraterna con los musulmanes, entre los cuales estaba su maestro espiritual Al-Hallaj, sin renegar nunca de su ferviente fe católica.
Desde hace algunos decenios circula por los medios intelectuales occidentales una explicación de esta paradójica combinación de saber y rechazo. Permite que se evite afrontar la cuestión que acabo de plantear. Tiene base en una palabra: el adjetivo «orientalista». Su uso contemporáneo se debe a Edward Saïd (1935-2003), palestino nacido en una familia de cristianos ortodoxos, que enseñaba literatura comparada en la Universidad de Columbia de Nueva York. El libro que le dio a conocer data de 19788. El subtítulo de la traducción francesa, Oriente creado por Occidente, expresa perfectamente la intención general del autor: mostrar que la percepción de los países islámicos está deformada por clichés, incluso por proyectos de dominio colonial. Si la tesis vale parcialmente para los administradores, resulta frágil en lo que concierne a los sabios, muchos de los cuales se esforzaban, por el contrario, en la defensa de las poblaciones locales contra la explotación de los recursos y de la mano de obra por las potencias colonizadoras. Por otra parte, los sabios alemanes, escandinavos o húngaros (como Goldziher), originarios de países que no tuvieron aventura colonial alguna en países islámicos, entran difícilmente en el esquema de Saïd9. Finalmente, ¿cómo olvidar que los grandes instrumentos de trabajo, concordancias, ediciones críticas de los textos fundadores del islam, etc., son obra de occidentales?
Además, siempre se está al oeste de un Oriente. Se ha observado, así, maliciosamente, que los musulmanes no carecían de una actitud condescendiente, típicamente orientalista, hacia los demás pueblos: para el erudito universal Al-Biruni (m. 1053), los hindúes lo hacen todo al revés a causa de que «su naturaleza conlleva una contra-naturaleza» (mā fī ’l-ġarīza min in‛ikās al- ṭabī‛a), y un negociador árabe anónimo, en una especie de guía redactada en el 851, señala que los chinos no conocen la limpieza10.
Se comprende que un erudito historiador de la teología islámica como Daniel Gimaret haya podido decir que las tesis de Saïd «sólo merecen un alzamiento de hombros»11. Sea como fuere, el uso del adjetivo «orientalista» sirve hoy para deslegitimar todo discurso sobre el islam que no sea únicamente laudatorio, sobre todo cuando proviene de no musulmanes, pero también, lo que es más sorprendente, cuando procede de musulmanes. Tiene el maravilloso poder de invertir el orden de los valores: el saber, incluso cuando ha sido adquirido al precio de largos años de trabajo, se encuentra descalificado por el solo hecho de los orígenes de quien lo posee en favor de una pertenencia, aunque esta haya sido recibida pasivamente por los azares del nacimiento.
Consideremos ahora más de cerca los términos que asocia la expresión «sabio islamófobo». El primero, «sabio», es halagador, y personalmente no me siento digno del elogio implícito, que merecerían mejor que yo algunos de aquellos con los que he sido asociado.
«Islamófobo» es, en cambio, profundamente deshonroso. Pero este adjetivo sólo es deshonroso para quienes lo emplean. Tiene, en efecto, la propiedad, que para un filósofo es insalvable, de obstaculizar el pensamiento. Lo hace en tres niveles12.
El primero proviene de la composición misma del término. Las palabras formadas con ayuda del sufijo «-fobo» proceden de la psiquiatría, la cual, desde el siglo XIX, designa ciertos síndromes patológicos como «fobias»13. Entiende por ello unos temores carentes de fundamento racional, pero mucho más irresistibles. Así, la claustrofobia es el pánico que sufre aquel que se siente recluido en un espacio cerrado, mientras que la agorafobia afecta, a la inversa, a quien se encuentra ahogado en una multitud. Simétricamente, los psiquiatras utilizan el sufijo griego «-filia» para denominar atracciones malsanas como la necrofilia o la zoofilia, por no hablar de la pedofilia, más de actualidad.
En este caso, tratar a alguien de islamófobo sugiere que se trata de un enfermo mental, bueno únicamente para la camisa de fuerza y la celda acolchada; a ojos de los más benévolos no merecerá sino un poco de piedad condescendiente. En todo caso, con un loco es inútil discutir, y con mayor razón escuchar sus argumentos. Adiós, pues, a todo «diálogo».
El segundo inconveniente es que el término «islamofobia» mezcla cuatro significaciones principales del término «islam», el cual designa, en efecto, primero una actitud hacia lo divino, luego una «religión» caracterizada por ciertas creencias y prácticas, después una civilización datable en el tiempo (del siglo VII a nuestros días) y localizable en el espacio (de Mauritania a Indonesia), y por último unas poblaciones constituidas por seres humanos de carne y hueso14. Consecuentemente, el adjetivo «islamófobo» designará de forma indiferenciada a tres tipos de personajes.
En primer lugar, al sabio —teólogo, filólogo o historiador de las religiones— que dirige sobre la dogmática islámica la mirada que le impone su práctica del método histórico-crítico: por ejemplo, negándose a admitir que el Corán sea una palabra dictada por Dios a Su Profeta; poniendo en duda el relato tradicional sobre el nacimiento de la religión en el Hedjaz del siglo VII, o incluso, para los más extremistas, negando la existencia histórica de Mahoma, etc.
En segundo lugar, pasará por islamófobo el historiador de la civilización que señale que los avances culturales en el terreno científico, social, etc., que se atribuyen al islam son menos importantes de lo que a veces se afirma y que, en cualquier caso, no tienen sino una relación muy débil con la pertenencia religiosa de quienes los realizaron. La obra colectiva que he mencionado al principio se situaba en este nivel.
Por último, el término «islamófobo» se dirige al hombre de la calle al que no le gustan lo que él llama los «musulmanes», o una cierta categoría de esos musulmanes, por ejemplo, los «árabes», bajo los pretextos más diversos, y la mayoría de las veces más estúpidos: porque sus vecinos hacen mucho ruido la noche de Ramadán o, si me atrevo a decirlo, de ramadán; porque «los extranjeros se comen el pan de los franceses», etc. Las opiniones desfavorables sobre los «árabes» tienen una larga historia, en la que son alegremente identificados con los turcos, los musulmanes, etc.15.
Quizá sea en este nivel en el que convenga tratar el uso sociológico de la noción de islamofobia. Con frecuencia se oye decir que ser musulmán, o al menos tener un nombre que lo sugiere, disminuye las posibilidades de encontrar un empleo y entraña, por tanto, una discriminación. De forma general, los «musulmanes» serían mal acogidos, mal vistos, incluso despreciados en las sociedades en las que no son mayoritarios, y eso únicamente por el hecho de pertenecer al islam. Hay agudos estudios que consideran todos los factores y que muestran que esto no es así. Aquí no puedo sino remitir a ellos16.
Último obstáculo: hablar de islamofobia impide hacer cualquier juicio de valor sobre el asunto que se trata. Supuestamente, hoy se ama a priori… y a decir verdad, todo y su contrario. En consecuencia, calificar ciertas palabras de «discurso de odio» (hate speech) resulta un argumento imparable. Ahora bien, si siempre es reprensible odiar a las personas, hay cosas que es bueno, justo y legítimo perseguir con el propio odio. ¿No habría, así, en el mundo nada que fuese amable? La ideología y el régimen hitlerianos, por tomar un ejemplo muy claro, son hoy objeto de una execración asqueada en el conjunto del mundo civilizado. Pero antes de que esas monstruosidades fuesen destruidas por la fuerza de las armas, el doctor Goebbels habría podido muy bien tratar a Churchill o a Roosevelt de «nazífobos».
Hay muchas cosas que se nos ha dicho que hay que odiar, que incluso se nos ha mandado odiar. Así, sin otro orden que el cronológico: profanum vulgus, mnamona sumpotēn, el yo, los tiranos y traidores, la nada vasta y negra, las mentiras que os han hecho tanto daño, los domingos, etc.17. Por lo que respecta al islam, una declaración atribuida a Mahoma (hadith) ve «el más firme de los vínculos de la fe en el hecho de amar y odiar a causa de Dios (buġḍ fī ‘Llah)», y el mismo Corán representa a Dios odiando (maqt) a los que no aceptan su mensaje o discuten sobre sus signos (XL, 10. 35 y XXXV, 39)18.
Por lo demás, el odio, por detestable que sea, no sólo tiene inconvenientes. Con frecuencia se oye decir, e incluso se ha convertido en un lugar común de la hermenéutica, que es preciso cierto grado de simpatía con el objeto que se estudia para conseguir comprenderlo, como dicen, «desde el interior». Y hay verdad en ello. Pero también la hay, al menos tanta, en lo contrario. Puede lamentarse, pero el odio es un poderoso adyuvante en la inteligencia de las cosas. Paul Valéry lo señaló con su finura habitual: «El odio habita en el adversario, revela sus profundidades, diseca las más delicadas raíces de los propósitos que tiene en el corazón. Penetramos en él mejor que en nosotros mismos, y mejor de lo que hace él mismo. Él se olvida y nosotros no. Porque lo percibimos a través de una herida, y no hay sentido que crezca y precise con más fuerza lo que le afecta que una parte herida del ser19.
En resumen, al emplear el término «islamofobia» se ponen en el mismo plano la ciencia más exigente y el racismo más obtuso, la repugnancia instintiva y el rechazo maduramente reflexionado y argumentado. Y sobre todo, lo que es con mucho lo más grave, se confunde una religión con sus adeptos20, del mismo modo que se podría confundir un régimen político con sus súbditos, que son sus primeras víctimas. En la época de la Revolución cultural sucedía que se reprochara a los que denunciaban los crímenes que el presidente Mao perpetraba sobre el pueblo chino ser enemigos de China, e incluso unos racistas.
Imaginemos lo que produciría una confusión de este género en el caso del tabaco. Los médicos y los que hacen las estadísticas nos repiten que su uso aumenta las posibilidades de coger, pongamos por caso, un cáncer de pulmón o de vejiga; en resumen, que el tabaco produce toda la grotesca payasada que hoy se imprime en los paquetes de cigarrillos. ¿Por qué no tachar a todas las personas preocupadas por la salud pública, y con ellos al Estado que prohíbe fumar en el interior de los lugares cerrados, de «fumarofobia»? Pero, ¿quiénes son los mejores amigos de los fumadores? ¿Son los que les tranquilizan con el carácter anodino del tabaco, les adulan con su buena salud, les dan ejemplos de fumadores simpáticos y cargados de años? Entre estos últimos, además de Churchill y el capitán Haddock, están dos de mis mejores amigos. Los del tabaco son, por lo demás, coincidencia feliz, pero, evidentemente, del todo fortuita, industriales que fabrican y venden cigarrillos. Los verdaderos amigos de los fumadores ¿no serían más bien quienes les previenen contra las eventuales consecuencias del tabaquismo? ¿Y por lo tanto los enemigos del tabaco?
Haríamos bien absteniéndonos de palabras que terminen en «fobia», e incluso, por seguir con las mismas imágenes, no estaría de más inscribir sobre los colores con los que se anuncian los decesos: «Perjudica gravemente al pensamiento».
Semejante medida sería tanto más saludable cuanto que, actualmente, el uso de las palabras terminadas en «fobia» ha roto sus diques e inunda los medios de comunicación. Se aplicaría también, por decirlo de pasada, a términos emparentados con el que acabo de criticar. Así, por ejemplo, en el mismo contexto religioso, «judeofobia», que he descubierto personalmente como título de una obra de Pierre-André Taguieff aparecida en 2002, pero que figura desde 1882 en ¡Autoemancipación!, de Léon Pinsker, e incluso «cristofobia», término que aventura en 2003 un judío observante, el jurista Joseph H. H. Weiler21. Pero su eco mediático ha resultado incomparablemente más modesto. ¿Podría ello deberse a que el odio al judaísmo y al cristianismo estás más aceptado en ciertos medios de comunicación?
El origen del término
Hay quien se ha preguntado sobre el origen del término «islamofobia» y sobre su inventor, quien, por lo demás, si hubiese patentado su neologismo, hoy sería millonario… Su empleo se extendió a partir del momento en el que los mulás iraníes trataron a sus adversarios de enemigos del islam, y se pensó que habían sido ellos quienes forjaron el término. Error. El mérito de haber descubierto que era más antiguo se debe a dos sociólogos del CNRS22.
En efecto, su inventor fue sin duda un funcionario colonial de nombre Alain Quellien, que escribió antes de la Gran Guerra. Se alzó contra los prejuicios occidentales hacia el islam, respecto del que era moderadamente favorable, lo que le volvía, por tanto, hostil a la misión cristiana. Recordemos a este propósito que el Estado colonizador francés bajo el Segundo Imperio y bajo la IIIª República, pero también antes, desde la monarquía de Julio, al día siguiente, por lo tanto, de la conquista de Argelia, fue muy reticente respecto a las tentativas de los misioneros para convertir a la población musulmana. Fueron muy violentos los conflictos entre monseñor Dupuch, primer obispo de Argel en 1838, y el general Bugeaud, o más tarde entre el cardenal Lavigerie y el mariscal de Mac-Mahon23. Desde el comienzo de 1880 circulaba la fórmula, atribuida a Gambetta y a otros, según la cual «el anticlericalismo no era un artículo de exportación». Esto era cierto mientras se tratase de la enseñanza de la lengua francesa en las escuelas abiertas por los misioneros, o de la atención prodigada en los dispensarios a cargo de monjas. Pero el anticlericalismo reaparecía cuando el celo proselitista de los sacerdotes o de las religiosas amenazaba con alterar a los pueblos sobre los que el Estado republicano, laico, pretendía extender su dominio. Pues bien, es casi una ley general de la colonización: no cambiar nada de las costumbres de los «indígenas», e incluso hacerlos regresar a una etapa de la que más bien habrían deseado salir24.
La misma actitud irenista de los franceses hacia el islam magrebí se encuentra en otras potencias coloniales como Inglaterra en el Próximo Oriente, o los Países Bajos en Indonesia. Se ha llegado incluso más lejos y sostenido que, en los montes argelinos, «la islamización será sobre todo obra de la colonización francesa, atenta a uniformizar la administración». «Los administradores coloniales tenían asimismo la tendencia a preferir una doctrina formal y explícita, como la suministrada por el derecho islámico, a costumbres cambiantes y mal definidas», de manera que «el puro derecho islámico alcanzó un grado de aplicación práctica aún mayor que antes»25.
¿Por qué esta favorable actitud de Alain Quellien? Este no era teólogo, sino ciertamente administrador colonial. Observaba en primer lugar que las poblaciones islamizadas de África no manifestaban respecto de la dominación francesa una hostilidad de principio. Y consideraba después la religión del islam más simple que el cristianismo y, por lo tanto, más accesible a las poblaciones «atrasadas» de África. Tenemos así, aisladas en un texto de un paternalismo hoy irrisorio, pero relativamente simpático para la época, algunas perlas entre las que se halla esta soberbia frase: «El cristianismo es […] una religión demasiado complicada, demasiado abstracta y demasiado austera para la mentalidad rudimentaria y materialista del negro [sic]». En particular, la moral sexual cristiana es demasiado dura para «el negro», al que se supone «forzosamente incontinente [re-sic]»26. Se ve la idea subyacente: ¡El islam es lo bastante bueno para estos seres primitivos! La benevolencia del autor hacia el islam, teñida del racismo tranquilo de la época, el de la «misión civilizadora», el del «yugo del hombre blanco»27, tenía, así, algo del «abrazo del oso».
¿Por qué recordar las declaraciones de este personaje hoy olvidado? ¿No se podría dejarlas llenarse de polvo en alguna biblioteca poco frecuentada? Si las he exhumado, quizá se deba a que son menos antiguas de lo que podría creerse. Cabe, en efecto, arriesgarse a pensar: no está excluido que la islamofilia de ciertas élites actuales nuestras se distinga de sus formas más antiguas28 en las que está secretamente, de forma quizá inconsciente, alimentada por este tipo de sentimientos condescendientes, que sin duda proceden de otro registro, pero impregnadas de un profundo desprecio, del tipo: la «deconstrucción», el libertinaje, el feminismo, etc., es bueno para nosotros que somos ilustrados, espabilados, que no somos crédulos… Pero los demás, no tan astutos como nosotros, deberán contentarse con sus costumbres ancestrales, aunque sean ingenuas, reprimidas, machistas, porque «es su cultura»… ¿no es cierto?
El término «islamofobia» no sólo tiene un origen lexical. Su empleo presenta también una genealogía. Es heredero de una táctica antigua y probada, incluso antes de que se ampliara el uso del sufijo «-fobia», tan eficaz. Recuérdese el estado intelectual de Europa del Oeste, y de Francia en particular, en la época de la Unión Soviética, e incluso cuando su número 1 era Stalin. Existía, por supuesto, el derecho de no ser comunista. Pero no existía el de criticar a la URSS, o a los partidos comunistas occidentales. El que se arriesgaba a ello era inmediatamente acusado de «hacer el juego» a toda una serie de fuerzas malvadas, «antidemocráticas», y etiquetado de «anticomunista», lo que no era un cumplido. Junto con muchos otros, Jean Paul Sartre lo dijo en 1961: «Un anticomunista es un perro, no me desdigo de ello y no lo haré nunca jamás»29. Y no es mucho decir que mantuvo su palabra. Ese monstruo rabioso, degradado de la condición humana a la condición canina, estaba, en efecto, supuestamente devorado por un odio implacable: ladraba contra los comunistas, contra los países así llamados, contra los partidos que los gobernaban y sus dirigentes, contra el «marxismo». Y todo ello, por supuesto, sin la sombra de un argumento…
Me permito, pues, indicar a los que estuvieran tentados de tratarme, a mí o a otros, de «islamófobo», de reprocharme o de reprocharnos no amar al islam, un remedio de otro modo eficaz: ¡dennos razones para amarlo!
Sigue dándose el hecho de que el fenómeno islámico es interesante como objeto de reflexión histórica y filosófica. Sólo por ello me ocuparé de él en lo que sigue.
En cualquier caso, eso me permite delimitar radicalmente el terreno al que me restringiré: como filósofo, me situaré en el nivel de los principios e iré en busca de lo esencial.
Sobre el «esencialismo»
A cualquiera que se exprese sobre el islam se le reprocha rápidamente «esencializarlo», cometiendo el pecado inexpiable e insalvable de «esencialismo». Esto me invita a algunas reflexiones.
Por una parte, buscar la esencia de una realidad, lo que esta es en sí, en su fondo, esencialmente, o como quiera decirse, es lo que se empecinan en hacer los filósofos desde Sócrates, el santo patrono de su cofradía. Rechazar esta búsqueda sería hacerle beber la cicuta por segunda vez. Un alegato por un esencialismo pensado es, por lo tanto, perfectamente legítimo, y se ha hecho con talento30 . No cabe, por supuesto, buscar la esencia de una realidad situada en el tiempo y en el espacio sin unas precauciones que no exigen nociones como las virtudes, a las que se adhería sobre todo el Sócrates de los primeros diálogos platónicos. Esto lo sabe todo historiador, e incluso el aficionado que personalmente soy.
Seguidamente, el procedimiento que consiste en decir con aspecto grave a propósito de todo: «no hay una X; hay varias Xs», suscita a buen precio movimientos de cabeza aprobadores. Descuida, sin embargo, la explicación de un hecho enteramente simple, a saber, que en todos los casos se emplee el mismo término «X». ¿Se debe a un sencillo equívoco? Pero, ¿qué hacer cuando una comunidad dispersa en el tiempo y en el espacio reivindica la palabra «islam» como su nombre más propio? ¿Y cuándo reconoce como de origen divino un solo y mismo libro? Se ha escrito: «el islam es lo que se hace dentro de ciertos límites escriturísticos». Tienen razón los que a la tentación de «esencializar» oponen la tarea de «historiar»31. Pero contar una historia supone un mínimo de continuidad y con mayor razón si es cierto que, «por primera vez desde hace siglos, el islam aparece, tanto a ojos de sus adeptos cuanto a los de los infieles, como un movimiento religioso único, unificado en torno a un objetivo único»32.
Además, en el caso del islam apenas hay rechazo a buscar su «esencia». Que yo conozca, nadie ha alzado ninguna objeción contra el título de los libros del filósofo Ludwig Feuerbach (1841) y de Adolf von Harnack sobre la esencia del cristianismo (1900), o contra el del rabino alemán Leo Baeck sobre la esencia del judaísmo (1905). Sin embargo, en ambas religiones hay tanta diversidad como en el islam. Entonces, ¿por qué hacer de éste un caso particular? ¿Por qué esta religión es tan rebelde a los intentos de buscar su esencia? Por retomar a los autores que acabo de citar, Feuerbach tenía una visión negativa del cristianismo, y Harnack, teólogo luterano, una visión positiva. ¿Por qué habría que temer que la búsqueda de la esencia del islam desemboque necesariamente en conclusiones negativas? No se ha dudado en responder a la cuestión sobre «¿qué es el chiismo?», en una obra que no le es desfavorable, mediante expresiones esencialistas33. ¿Por qué no tener la misma audacia con el islam en su totalidad? Por último, negarse a decir lo que es esencialmente el islam equivale también a privarse de la posibilidad de hablar bien de él; y equivale también a prohibirse distinguirlo de lo que no lo es, de separar de su verdad acreciones accidentales que, aunque sean más espectaculares, lo desfiguran.
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Por otra parte, como medievalista, tomaré mis ejemplos sobre todo de la época medieval, la que, por lo demás, los musulmanes consideran como su «edad de oro». Acabo de llamarme medievalista y, por lo tanto, algo menos incompetente sobre el período de pensamiento y la civilización que se denomina la Edad Media. Es necesario, por tanto, que diga algunas palabras sobre esta expresión.
En Europa su invención y su uso dependen de una visión de la historia bien determinada, en la que el período así llamado recibe la mayor parte de las veces una coloración negativa, pero pasa también, excepcionalmente por reacción, por haber sido una edad de oro34. Pues bien, la división histórica ternaria Antigüedad-Edad Media-Tiempos Modernos, resulta totalmente errónea cuando se trata de la historia del Islam y se ha tenido toda la razón en recordarlo35. Los siglos que se designan en la historia europea como los de un debilitamiento son, por el contrario, para el Islam, los de un desarrollo y un florecimiento. Cuando utilizo la expresión «Edad Media», lo hago por pura comodidad y sobre la base de un simple sincronismo para decir que un estado de cosas se produjo en el Islam durante el tiempo que en Europa llamamos medieval. Seguidamente, desde el punto de vista del mismo Islam, tal como es rememorado por la gran mayoría de los musulmanes, el período en cuestión, básicamente de los siglos IX al XII, es sentido como un apogeo de la civilización, aun cuando autores recientes intenten desplazar esa cima a una época más reciente, al mismo tiempo que desplazan el centro de gravedad de esta civilización hacia el Oriente persa, incluso el hindú36. En consecuencia, los musulmanes actuales sólo raramente sitúan a los pensadores y las obras de esa época en su contexto originario, «historizándolos». Por el contrario, esas obras son constantemente reeditadas, traducidas, comentadas. Y esto vale, por supuesto, ante todo para el Corán, al que se considera fuera del tiempo, puesto que emana directamente del Dios eterno, y al que la mayoría de los musulmanes conscientes de su fe sustraen por este motivo a todo intento de historización. Ello vale también, en menor grado, para los hadices, que se siguen memorizando y recitando. En consecuencia, hay que evitar la pretensión de que las referencias medievales que reúno en el presente libro estarían «superadas» por una «evolución» del islam. Lo que ha cambiado a lo largo de los siglos son los musulmanes de carne y hueso, en su diversidad cronológica y geográfica. Por lo demás, algunos de ellos se esfuerzan, en diferentes épocas, entre otras la nuestra, por hacer revivir las teorías y las prácticas «medievales».
Por último, la noción de Edad Media, en la cual la leyenda negra de la que he hablado vive muy a menudo como un parásito, permite un juego tanto más perverso cuanto que se presenta como a disposición de los más «ingeniosos». Se oye decir: «El Islam se encuentra en este momento en la situación intelectual en la que estaba Europa en la Edad Media. Esperemos que le llegue su Renacimiento, su Reforma, sus Luces, etc.». Ello implica cometer un terrible desprecio, por dos razones.
De un lado, se aplica un esquema histórico típicamente europeo a una historia que no lo es. Por otra parte, el reproche de eurocentrismo vale también para los que hacen valer que el islam habría tenido un Renacimiento (con el «humanismo» de gentes como Miskawayh o Tawhidi37), una Reforma (con el chiismo), unas Luces (con Averroes). El empleo de estos términos no puede ser sino metafórico.
De otro lado, el paralelismo es falso. La cristiandad, como se decía antes de que se hablase de «Europa», no reposó nunca en un sistema intelectual similar al del islam. Cabe incluso que el momento histórico en el que haya habido mayor distancia entre cristianismo e islam haya sido precisamente la Edad Media. Para darse cuenta de ello tan solo hay que dejar de considerar la teología como accesoria y tomar en serio la representación que se hace de lo divino una determinada cultura.
II. Cuatro sentidos, cuatro malentendidos
Para empezar, del Islam sólo hablaré de forma marginal e indirecta. Quisiera más bien preguntarme por lo que se dice de él, tanto por parte de los musulmanes como por la de los no musulmanes. En lugar de repetir cosas anodinas, he preferido indicar varias dificultades que se presentan en la comprensión mutua entre estos y aquellos. En consecuencia, tendré necesaria y conscientemente que poner el dedo donde más duele.
Cuatro significaciones
Desde el comienzo contamos con una zona de oscuridad en lo que atañe al mismo término «islam». Para disiparla propongo distinguir no menos de cuatro significaciones de este término: una actitud hacia Dios, una religión, una civilización (historia, geografía), y unas poblaciones38.
Islam significa ante todo una relación con lo divino. Esta relación viene caracterizada por una actitud espiritual fundamental: el abandono sin reservas de toda la persona entre las manos de Dios. La palabra árabe islām significa exactamente eso, tal vez desde antes de la predicación de Mahoma. El Corán pide comparar la situación de un hombre que fuese por completo (salam) esclavo de uno solo con la de otro que se debatiese entre los miembros de una asociación (šurakā’) (XXXIX, 29). Esta actitud de abandono de uno al Único es lo que comprende la conciencia religiosa musulmana de hoy, aunque la palabra haya podido tener en su origen una significación profana39. Tal actitud no es propia de lo que hoy llamamos el islam, sino que la supone. Así, de Abraham se dice haber estado «sometido a Dios» (Corán, III, 67), lo que en árabe se dice muslim mucho antes de la predicación de Mahoma.
Después —segunda significación—, para los occidentales el islam es la religión predicada por Mahoma en la Arabia del siglo VII de nuestra era. Como veremos, los musulmanes creen que es mucho más antigua. Esta religión ha elaborado una dogmática y una práctica que la distinguen de las demás religiones. Puede resumirse, según una manera de hacer procedente del interior mismo del islam, por los muy conocidos «cinco pilares»: confesión de fe, oración, limosna, ayuno, peregrinación. La fe islámica recae sobre la existencia de Dios y de los ángeles, sobre el envío de profetas, el último profeta «enviado» sería Mahoma, y sobre recompensas y castigos después de la muerte.
En un tercer sentido, «Islam» designa una civilización como un hecho histórico con un comienzo en el tiempo, desde el siglo VII hasta nuestros días, y circunscrita en el espacio, desde Mauritania a Indochina. Tiene su calendario propio, que comienza en el 622, fecha de la Hégira, tradicionalmente interpretada como la de la partida de Mahoma de La Meca hacia la ciudad que más tarde se llamaría Medina. Lo que historiadores y geógrafos comprueban desde fuera corresponde, por lo demás, a un sentimiento vivido en el interior. En efecto, esta civilización se comprende a sí misma como distinguiéndose de lo que no es ella: en el tiempo, rompe con la época que la precede, lo que llamaríamos el paganismo, con su politeísmo, a la que el islam prefiere denominar la «ignorancia». Geográficamente, el Islam es el «territorio pacificado» (dār as-salām), el de los países musulmanes, que se opone al «territorio de la guerra», (dàr al-ḥarb) que lo rodea y que consta de todos los países no conquistados aún por el islam, sin demasiados matices entre estos, porque «la increencia forma una sola y misma comunidad» (al-kufr millat wāḥida)40. Esta división del mundo, tradicional, ya no es hoy deliberadamente utilizada, salvo por los islamistas declarados. Los moderados prefieren otras expresiones más discretas, como «mundo de la misión» (o «llamada» da’wa) o «mundo del testimonio».
En un cuarto sentido se entiende hoy por «Islam» el conjunto de los pueblos que han sido marcados por éste como religión y que han heredado la civilización islámica. Se habla, así, del «despertar del Islam», y se entiende por ello las luchas por la liberación de las potencias europeas coloniales como Inglaterra en Egipto, Francia en el Magreb, los Países Bajos en Indonesia, o incluso Rusia en Asia central. Tampoco aquí estaban solo los musulmanes. Los dirigentes, por ejemplo, de los movimientos nacionalistas árabes eran con frecuencia cristianos que esperaban que el principio de las nacionalidades les permitiese obtener un estatuto legal en igualdad con el de los musulmanes.
De todas maneras, está claro que un movimiento social o político no moviliza nunca a las «masas» sino mediante la acción de individuos o de grupos reducidos. Su pretensión a representar al conjunto de una clase o de una nación estará sujeta a un aval y deberá ser examinada con rigor41.
Respecto del hecho cristiano, las lenguas europeas tienen dos palabras para denominar la religión de un lado y del otro la civilización como un hecho que compete a la historia y a la geografía. El francés dice «christianisme» y «chrétienté» para designar, respectivamente, la religión y el área cultural. El inglés hace lo mismo con christianity y christendom, el alemán con Christentum y Christenheit, el español con cristianismo y cristiandad, etc. En el caso del islam resulta incómodo que sólo dispongamos de una única palabra para los dos. Esta indistinción no concierne, por lo demás, sólo a la lingüística, sino que tal vez refleje una dificultad de fondo.
El francés puede recurrir a un medio cómodo, al menos por escrito. En buena gramática, los nombres comunes se escriben con minúscula, mientras que en los propios se pone la mayúscula. Ciertos sabios escriben, así, «islam» con minúscula cuando la palabra designa una religión, e «Islam» con mayúscula cuando vale para la civilización42. En la presente obra me uno a este procedimiento que me parece cómodo.
Cuatro malentendidos
Resulta importante hacer estas distinciones, pues, cuando se descuidan, se producen muchos malentendidos. Se oye decir: «según el islam…», o «el islam cree que…», etc. Y se deja así en la sombra al sujeto preciso de estas frases, que puede, efectivamente, significar varias cosas: «La religión musulmana, en sus fuentes autorizadas, confiesa que…». Pero también: «A lo largo de la historia de la civilización islámica, en tierra del islam existía la costumbre de practicar tal cosa que implica que…». Por último, esto puede querer decir: «Según ciertos sondeos de opinión, los musulmanes de hoy, en tal país, piensan que…». Incluso este último caso no es el peor. En efecto, a menudo nos imaginamos que es representativa del islam la opinión de cualquier musulmán que pretende hablar en nombre de toda su religión.
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La primera confusión mezcla la actitud general de sumisión a Dios con la religión instituida. Cuando el Corán incluye el substantivo islam o el participio muslim, está claro que todavía no puede tratarse de la religión, tal como se elaboró su dogmática a partir del siglo IX. La palabra designa en este caso una orientación cuasi natural del hombre hacia Dios, lo que el Corán y el Hadiz designan también con el término fitra. Hay aquí una idea que se encuentra asimismo en ciertos Padres de la Iglesia como Tertuliano con su «alma naturalmente cristiana» (anima naturaliter christiana), que tendrá una larga carrera hasta, por ejemplo, el «animal adorador» de Baudelaire, pasando por una serie de autores43.
Es fuerte la tentación de cargar la palabra «islam», en su sentido anodino, con todo el peso y toda la precisión que el término ha tomado después, de tal suerte que Adán, o por lo menos Abraham, habría supuestamente cumplido, antes de que sean reveladas, todas las prescripciones de la Ley. En el judaísmo se encuentra también la idea según la cual los Patriarcas habrían seguido espontáneamente la Ley que le será dada más tarde a Moisés44. Abraham sería, así, el primer «musulmán» y no sólo el primero en haber reconocido la absoluta soberanía de Dios.
Es en el sentido universalista del término en el que Goethe, por ejemplo, pudo escribir que, en cierto sentido que insiste en precisar, todos nosotros vivimos en el islam. Noción que explicita como «abandono sin reservas a la voluntad de Dios» (unbedingte Hingebung in den Willen Gottes). Por lo tanto, escribe: «si ‘islam’ quiere decir [estar] sometido a Dios, todos nosotros vivimos y morimos en el islam» (Wenn Islam Gott hergeben heisst, / Im Islam leben und sterben wir alle)45. Hacer de esta comprobación de sentido común y que, finalmente, no compromete a gran cosa, el signo de una conversión personal a la religión islámica indica una deshonestidad intelectual ante la que, lamentablemente, ciertos apologistas no retroceden…
Ciertos musulmanes de hoy, poco cuidadosos de los cinco pilares, improvisan un islam personal que apenas se distingue de lo que George Orwell llamaba la common decency, donde ocupan por lo demás un lugar de honor.
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Otra confusión procede de mezclar la religión con la civilización sobre la que ha influido aquélla y con los pueblos que, al vivir en esa civilización, han sido marcados por la religión. Produce un malentendido sobre la cuestión de saber quién puede hablar en nombre del islam, cuestión tanto más delicada cuanto que éste no dispone de ninguna instancia autorizada que pudiese definir una ortodoxia. El islam, a diferencia del cristianismo, en todo caso en su versión católica, carece de magisterio eclesiástico universalmente reconocido, y no quiere tenerlo. Solo debe decidir el consenso unánime de la comunidad (ijmâ’), pero ese consenso no está organizado. Ello puede tener ventajas, por ejemplo, cierta flexibilidad. Pero produce al menos un inconveniente.
Se habla del «verdadero» islam. Se oye decir: «No hagamos amalgamas. Todo eso (por ejemplo la violencia, el terrorismo) nada tiene que ver con el verdadero islam»46. La repetición de este requerimiento puede irritar. Pero, en el fondo, no tenemos ninguna razón para sospechar de la gente que usa este mantra, ni para dudar de su buena fe. La mayor parte de las veces se entiende por «verdadero islam» la práctica efectiva de la mayoría de los Estados y de los gobiernos musulmanes a lo largo de la historia. Se subraya que el terrorismo actual es un hecho nuevo, o al menos una excepción muy rara, cuyos paralelismos hay que buscarlos en un pasado remoto, como en la biografía de Mahoma, o en los llamados «Asesinos»47. Y se señala que muchos musulmanes no aprueban ni los crímenes de Osama Bin Laden y sus cómplices, ni los del Estado islámico. Todo esto es perfectamente posible.
Sin embargo, hay que plantear la cuestión del método: ¿Quién está habilitado para ser considerado como modelo representativo de un islam auténtico? En el pasado, muchos soberanos islámicos han dejado una reputación de magnanimidad. Cabe tomar como ejemplo la imagen que los cristianos se hacen de Saladino, el caballeroso adversario de Ricardo Corazón de León. En su Divina Comedia (1320), Dante le otorga un lugar en el limbo, a lado de Aristóteles y de Averroes; El conde Lucanor, del infante don Juan Manuel (1335), le presenta como sabio y leal, y, en su Nathan el Sabio (1779), Lessing le hace ser un personaje muy simpático, emblema de tolerancia48. Esta imagen no carece de fundamento, y se apoya en anécdotas conmovedoras y, más seriamente, en medidas muy concretas enfocadas a proteger a los judíos y a los cristianos. Pero también puede ser matizada. En particular, yo no olvido, como filósofo, que Sohrawardi (1191)49 fue ejecutado por orden expresa de Saladino. Pisamos un terreno más seguro cuando se recuerda cómo Abdelkader, exilado en Damasco por haber resistido a la colonización francesa de Argelia, protegió en 1860 a los cristianos contra los Drusos, que los masacraban50.
Las sociedades islamizadas cuyos historiadores se esfuerzan por reconstruir la realidad vivida nunca han correspondido totalmente a las reglas que los juristas habrían soñado con ver aplicadas por los soberanos. Estos últimos, más realistas, y atentos a la paz entre sus súbditos, dejaban con frecuencia libre a la sociedad civil, siempre que se recaudaran los impuestos. Así, las severas reglas que el pretendido «pacto de Omar» imponía a las comunidades religiosas no musulmanas no dejaron nunca de ser periódicamente recordadas, lo que muestra que a menudo se relajaban, con gran disgusto de los hombres religiosos rigoristas.
Con frecuencia se cree defender al islam de los estereotipos negativos describiendo el pintoresco abigarramiento de las sociedades islámicas, a veces con gran talento literario51: Pero se deja de lado la cuestión de saber en qué esas sociedades merecen el epíteto «islámico».
En cualquier caso, ¿quién puede decir de forma autorizada en qué el islam del Saladino de la leyenda o el del Abdelkader de la realidad era más auténtico que el de tal o cual sanguinario conquistador? Así, por ejemplo, Mahmud Ghazni, quien atacó el Punyab a comienzos del siglo XI y al que los hindúes aún no han olvidado. O, en el siglo XIV, Tamerlán, quien con sus masacres batió un récord que Gengis Kan había, sin embargo, puesto muy alto. Se proclamaba la «espada del islam», multiplicaba las visitas a los sufíes y había obtenido de los doctores de la Ley de Damasco una fatwa legitimando sus conquistas52.
¿Y quién puede decir en qué medida, a la inversa, el islam de fuego de Bin Laden, o el del «Estado islámico», es más o menos auténtico que el de tal o cual intelectual que se presenta como modernista viviendo en Occidente?
El problema es tanto más delicado cuanto que los representantes de las diversas tendencias del islam no han dejado de acusarse de impiedad unos a otros. Esto se había lamentado ya en la Edad Media, período durante el que las diversas tendencias no retrocedían ante las agresiones de unos a otros para imponer sus modos de ver las cosas53. Las de hoy se lanzan mutuamente la acusación de traicionar al islam. El discurso razonable de los que quieren distanciarse de los terroristas adquiere en estos últimos una cobarde tibieza. Y como los yihadistas del Estado islámico han tenido buen cuidado de no inscribir en su bandera sino la pura confesión de fe musulmana, las autoridades religiosas, que han caído en la trampa, se niegan a condenar sus crímenes, que exceden la sharía, y a excluirles del islam54.
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Otro malentendido precede de la confusión entre religión y civilización o, si se quiere, entre islam e Islam. Para la propia dogmática islámica, la religión no coincide en modo alguno con la civilización. Esta última está fechada; la religión es eterna. Para ella, el islam como actitud global del hombre hacia su Creador es, como ya he dicho, anterior a Mahoma. El islam era ya la religión de Abraham. En Occidente se ha tomado la costumbre de hablar de las «religiones de Abraham». Es este un uso principalmente cristiano, pues, para el islam, solo hay una sola «religión de Abraham», y es justamente el islam. Para el cristiano, hablar de la «religión de Abraham» implica incluir al judaísmo y al islam y asociarlos al cristianismo. Para el islam equivale, al contrario, a excluir al judaísmo y al cristianismo. Es lo que hacía ya el Corán: «Ellos han dicho: ‘Ya seáis judío, o cristianos, estaréis bien encaminados’. Di: ‘¡Pues no!... Seguid la religión de Abraham […]» (II, 135, y ver III, 67). Según el islam, esta religión de Abraham, anterior tanto al judaísmo como al cristianismo, era, por lo demás, también la de Adán. Era incluso la de toda la humanidad que debía salir de sus entrañas y que, desde antes de la creación del mundo, confesó el señorío de Dios en una escena que cuenta el Corán (VII, 172). Para los musulmanes, el Islam es la religión original de la humanidad y, en este sentido, es una especie de religión «natural». Los preceptos de esta religión natural son, desde nuestro punto de vista, lo más sensato que contiene el islam55.
En cualquier caso, para el islam, Mahoma es uno de los que han traído a la memoria de los hombres esta religión original. Y el único que ha sabido conferirle una forma fija y definitiva, sustrayéndola a los riesgos de corrupción a los que han sucumbido todas las religiones anteriores.
Para los no musulmanes que intentan describir la civilización islámica resulta grande la tentación de atribuir a la religión muchos rasgos de la civilización. Esto se hace mediante una valoración positiva o negativa. Así, se habla de manera positiva de las realizaciones del Islam en el terreno de las ciencias, del arte o de la filosofía. Negativamente, se habla, por ejemplo, de la situación de la mujer en el Islam.
Conviene no atribuir directamente a la religión ventajas e inconvenientes. Daré dos ejemplos, uno positivo y otro negativo. En el ámbito islamizado, las ciencias tuvieron indudablemente una notable floración a partir del siglo IX. ¿En beneficio de quién o de qué hay que ponerla? ¿De la religión o de la civilización? En el ámbito de esta última no solo vivían musulmanes, sino también miembros de otras comunidades. Ahora bien, los traductores que hicieron accesible la herencia griega a los lectores árabes eran casi todos cristianos. Entre los sabios, además de representantes de las tres confesiones monoteístas, había paganos, a los que se denominaba sabeos, como el célebre astrónomo Thabit ibn Qurra (m. 900), e incluso librepensadores como el médico Rhazès (Razi) (m. 925)56. En la misma época, el filósofo Al-Farabi elaboró una teoría cosmológico-política que puede leerse como una descripción esquemática de la ciudad islámica. Pero él no escribe nunca la palabra «islam» y tampoco nombra nunca al Profeta, a diferencia, por ejemplo, de su sucesor y admirador Avicena (m. 1037)57. A estos pensadores podría añadírseles grandes pensadores judíos como el jurista y filósofo Maimónides, o el poeta y apologista Jehuda Helevi. Estos no son evidentemente musulmanes, pero son enteramente «islámicos» en lo que se refiere a su contexto cultural. Para caracterizarlo se ha propuesto, en lengua inglesa, un adjetivo que puede resultar poco agraciado, pero que resulta muy cómodo: islamicate58. Lamentablemente, la lengua francesa no tiene este recurso.
A la inversa, tampoco hay que atribuir demasiado rápidamente los rasgos negativos observables en la civilización islámica a la religión como tal. A menudo se habla de la situación de la mujer en el Islam. ¿En qué se distingue tan radicalmente de la que le estaba asignada en las sociedades tradicionales de todo el espacio mediterráneo? Es una cuestión que dejo a los sociólogos. El Corán quizá no haya hecho a este respecto sino fotografiar costumbres ya en vigor, dándoles el carácter definitivo de lo que Dios mismo quiere. Con frecuencia se ha señalado que las reglas promulgadas en el Corán o en el Hadiz no hacían más que retomar prácticas ancestrales probadas en el Medio Oriente, como el velo, el harén, la relegación de la mujer al espacio doméstico, en el que ejerce, en compensación, una autoridad de peso59, lo que es justo, pero deja de lado el problema planteado por el carácter sagrado atribuido a dichas reglas.
Se oye decir que éstas habrían representado un progreso para la época. Suponiendo que fuera cierto, de lo que no estoy convencido personalmente60, quedaría la pregunta de si en nuestros días el mantenimiento de una ley pretendidamente dictada por Dios y, por lo tanto, inmutable, no tiene el efecto exactamente inverso. Cabe muy bien que el mensaje coránico mejorase la situación donde y cuando fue predicado. Queda por saber si lo que fue un avance hace catorce siglos lo sigue siendo en nuestra época.
Si hay espacio de movimiento entre religión y civilización, eso permite un juego que puede funcionar en dos direcciones. La compleja articulación que hace que se pase en una misma frase de la afirmación de una diferencia radical a la de una identidad total entre el mensaje y sus realizaciones históricas permite a los apólogos del islam un sutil movimiento en zigzag. En contra del islam, se concede demasiada importancia a prácticas extendidas en las sociedades islámicas, cuya larga historia y actual permanencia muestran historiadores y sociólogos; se responde que esas costumbres no tienen fundamento coránico y no hacen más que perpetuar costumbres preislámicas, que ciertos musulmanes intentan, por lo demás, erradicar. A la inversa, cuando se cita con reprobación disposiciones auténticamente coránicas que nos chocan hoy en día, se defiende al islam argumentando que en las sociedades islámicas concretas nunca fueron aplicadas íntegramente, que hoy han caído en desuso, cuando no están en vías de desaparición.
Lo enojoso es que, si un mandamiento se encuentra en las fuentes autorizadas, el Corán o la tradición sobre el Profeta (sunna), comparte la eternidad del Dios que la ha dictado. En consecuencia, siempre podrá ser reactivado a poco que las circunstancias se presten a ello, aun cuando su aplicación haya estado adormecida durante siglos. Ocurre así con el califato y la yihad61.