Tras el humanismo - Rémi Brague - E-Book

Tras el humanismo E-Book

Rémi Brague

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Atravesamos una crisis del humanismo. El término está casi obsoleto. Su dificultad para respirar no proviene de discursos despectivos hacia el hombre, no nos equivoquemos. Es a través de la compasión como este nuevo humanismo, vaciado ya de sustancia, se extiende como un cáncer. Al querer ser mejor humano, sólo humano, demasiado humano, el hombre moderno genera quimeras. El nuevo hombre soñado por los regímenes fascistas o soviéticos era un anticipo del hombre aumentado con el que sueñan los transhumanistas; de la misma manera, el Untermensch (infrahumano, como llamaban los nazis a los no arios) encuentra hoy sus avatares en una muchedumbre que no se ajusta al proyecto deseado para la humanidad. La tentación de definir al hombre a partir de sí mismo lo relega a esa condición inferior. Sólo una imagen del hombre que lo salva impide esta división idólatra ¿Por qué?

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Seitenzahl: 244

Veröffentlichungsjahr: 2024

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RÉMI BRAGUE

TRAS EL HUMANISMO

La imagen cristiana del hombre

EDICIONES RIALP

MADRID

Publicado por primera vez en alemán con el título:

Zum Christlichen Menschenbild

© 2021 by Rémi Brague con licencia exclusiva a Springer Nature,

una división de Springer Fachmedien Wiesbaden GmbH

© 2024 de la versión española realizada por David Cerdá

by EDICIONES RIALP, S. A.

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Springer Fachmedien Wiesbaden GmbH no asume ninguna responsabilidad por la exactitud de la traducción.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6727-0

ISBN (edición digital): 978-84-321-6728-7

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6729-4

ISNI: 0000 0001 0725 313X

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Dedico este libro a la memoria de Robert Spaemann (1927-2018) y a mi querida esposa en el cincuenta aniversario de nuestra boda.

Prefacio e un traductor o un discípulo Fabrice Hadjadj

El lector puede imaginar fácilmente la dificultad a la que me enfrento. Es casi mística. Recuerda a la pregunta que se hace Teresa de Ávila en El castillo interior: ¿cómo entrar en una habitación en la que siempre se ha estado? No me refiero al fondo de este libro, que plantea un problema similar —¿cómo definir la persona que somos, desde qué posición exterior podemos aprehenderla?—; me refiero al texto en francés. La primera pregunta que me hice fue: ¿cómo traducir a un autor a su propia lengua?

Traducir a un autor extranjero a tu propia lengua conlleva los problemas por todos conocidos, pero ahí uno conserva una posición de segunda autoridad: es el maestro de la lengua de llegada, no el autor, así que tiene total libertad para elegir los términos más apropiados y transponer el fraseo según dicte su gramática. Pero ¿traducir a Shakespeare a la lengua de Shakespeare? Aquí, al parecer, es donde el traduttore solo puede ser un traditore, según el célebre dictum, teniendo que renunciar de entrada al intervalo de fidelidad posible.

Además, la dificultad se plantea también en sentido contrario. Un autor que escribe una obra en una lengua que no es la suya materna no puede traducirse a sí mismo, porque tal traducción solo podría ser una reescritura, y sería comprensible que no quisiera escribir lo que ya había escrito. Puesto que Rilke había compuesto sus Quatrains valaisans (Cuartetos valaisanos) en la «lengua prestada» en que se había convertido para él el francés, no se le habría ocurrido traducirlos él mismo al alemán, porque eso habría sido crear otros poemas de Rilke, completamente nuevos.

Así que cuando hace poco me preguntaron sobre qué estaba escribiendo, respondí: «Estoy escribiendo el próximo libro de Rémi Brague». «¿Cómo?», se escandalizó mi audiencia, «¿ahora eres su suplantador?» (en un gran esfuerzo por evitar el término «negro»). «No», expliqué, «pero él lo escribió en alemán, y como no puede traducirlo al francés, porque para él eso significaría reescribirlo desde cero, me estoy intentando ocupar yo, con una mezcla de temor y temblor […] Probablemente será una traducción de discípulo, más que de traductor, o algo así como una encarnación, dos naturalezas en un libro: 100 % Brague, 100 % Hadjadj, donde por supuesto es Brague la persona que habla y se revela».

*

Este libro forma parte de una historia compartida. En 2020 pedí a mi maestro y amigo que viniera al instituto Philanthropos a dar una conferencia en septiembre con motivo del inicio del curso académico: “¿Existe una antropología cristiana?” fue el tema escogido. Me pidió que retomase una conferencia que había pronunciado en Múnich, en el castillo de Fürstenried, y que luego completaría en la misma ciudad, en el marco de un seminario en homenaje al gran filósofo católico Robert Spaemann. Como la versión francesa se situaba entre dos episodios alemanes, Rémi improvisó a partir del texto original, traduciendo oralmente en un santiamén (como puede verse en vídeo en el sitio web del instituto).

Este texto se desarrolló posteriormente para su publicación en Alemania, por Springer1, pero yo ya me había encargado de que el autor, durante la cena, mientras le servía un poco de vino y pensaba cómo aturdirle un poco más dejando entrar a unas bailarinas, nos reservara los derechos de publicación en francés para una colección Philanthropos que publicaría Salvator. No hizo falta que hiciese entrar a las bailarinas, ni siquiera esforzarme con los digestivos. En su generosidad paternal, dispuesto a poner nuestra aventura editorial en la pila bautismal, Rémi me lo dio todo y más, probablemente con una réplica que pretendía lo contrario, con su habitual bonhomía, que combina la ironía francesa, el humor inglés y la erudición germánica.

Como todos sabemos, cuando el cielo nos concede nuestro deseo quedamos liberados de la bola y la cadena, pero todavía tenemos que tomar nuestra cruz. El siguiente paso era estar a la altura de la tarea, es decir, del don que se nos había concedido. Uno tras otro, los traductores profesionales nos fallaban, y yo temía a los que no conocían suficientemente la obra del filósofo, con el que dialogo desde hace más de veinte años (mi curso de antropología fundamental se inspira en gran medida en sus libros, desde su tesis Aristote et la question du monde —Aristóteles y la cuestión del mundo— defendida en 1986 bajo la dirección de Pierre Aubenque, hasta Las anclas en el cielo y Lo propio del hombre. La legitimidad amenazada, de 2011 y 2013). Dado que en cualquier caso iba a tener que aplicarme a una relectura en profundidad, preferí trabajar a contracorriente y participar en la propia traducción, recurriendo a la ayuda de germanistas experimentados y ofreciéndole todos mis recursos de pensamiento y estilo. Quería que fuera cristalina y, por así decirlo, original: que se oyera en ella la voz francesa de Rémi, tal y como había resonado en mí tras un largo proceso de escucha.

*

Tras el humanismo. La imagen cristiana del hombre es un libro claro, breve y, sin embargo, aparentemente doble. Contiene una crítica filosófica e histórica muy rigurosa de la antropología, y un pequeño, pero muy importante, análisis de la imagen cristiana del hombre. Es el «genio del cristianismo», por así decirlo, de un fervor discreto2. No se trata tanto de que el crítico se transforme subrepticiamente en apologista. Es que el pensador, consciente de las fuentes de su pensamiento, se vuelve agradecido. Heidegger lo resumió en esta paronimia: denken ist danken («pensar es dar las gracias»). Rémi Brague lo hace de forma muy concreta. En su escrito no hay actitud defensiva, sino un ejercicio de gratitud que nace directamente de cuestionarse clarividentemente el patrimonio que lo hace posible y las promesas que lo guían. El autor sabe que Logos es también el nombre del Hijo.

Sin entrar en los detalles de esta lectura, me gustaría llamar la atención sobre tres de sus propuestas más firmes. La primera suena como un órdago a toda la empresa filosófica: cuando se trata del hombre, la palabra «concepto» es menos pertinente que la palabra «imagen». Esta última, aunque menos rigurosa, compensa esta debilidad con un mayor poder para estimular la imaginación y despertar la voluntad de actuar, pero, sobre todo, «habla» por sí misma. Es imposible no pensar en el «rostro» de Lévinas, que no se deja ver, sino escuchar, y toma él mismo la iniciativa de su propia revelación.

Esta rehabilitación de lo imaginario debe escucharse, por supuesto, con oído bíblico. En este sentido, el concepto es nuestro, pero la imagen procede de Dios. No se trata de algo relativo al hombre, sino de alguien que se dirige a nosotros. Y es menos una cuestión de comprender lo humano que de seguir al Hijo del Hombre. El universalismo que pasa por lo singular y que no excluye a nadie como abstracción corre siempre el riesgo de hacerlo.

Pero esta proposición conserva toda su densidad antropológica: si la imagen puede prevalecer sobre el concepto es también porque nuestra inteligencia, que no es en absoluto angélica, está felizmente comprometida en la carne. Olvidar el cuerpo y lo sensible para reducir al ser humano al alma y a la razón es olvidar lo que somos.

*

La segunda proposición se refiere a la precedencia del futuro sobre el presente: el hombre está siempre delante y detrás de sí mismo, porque, siendo ya hombre, aún no lo es plenamente. La antropología aparece aquí como escatología: lo que significa ser humano solo se revelará plenamente en la gloria; por el momento, solo nos vemos «como en un espejo, confusamente» (1 Corintios 13, 12). De acuerdo con este enigma, los más pequeños podrán manifestarse como nuestros santos: «En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mateo 25, 40).

Pero la antropología es también una teleología, y por tanto una ética: el hombre es, pero también debe ser, según una llamada que viene de más arriba de lo que es. Y por eso esta antropología del futuro es el mejor dique frente al futurismo biotecnológico. Podríamos, de hecho, adoptar una postura arrogante contra los transhumanistas, y decir que el hombre es lo que es, y no puede ser otra cosa. Pero al hacerlo solo opondríamos una definición a un programa, y aun así tendríamos que acoger a los ciborgs como a nuestros hermanos, por muy disminuida que esté su humanidad, del mismo modo que no ofrecemos menos amor a un niño nacido por reproducción asistida, aunque nos opongamos a esta tecnologización del nacimiento.

Lo que Rémi Brague sostiene es que el ser humano siempre se nos escapa, pero no como un fluido que cabe en cualquier molde que se nos antoje, sino como un misterio que se nos confía, y al que debemos rodear con nuestra solicitud.

*

Me complace especialmente la tercera proposición, porque da el espaldarazo definitivo a lo que a menudo he insistido en mis propios ensayos (a no ser que el discípulo se limite aquí a redescubrir el origen): lo teológico se encuentra con lo biológico; en adelante, será por y para el cuerpo como se defenderá lo más espiritual.

Rémi Brague evoca una cierta inversión de la metafísica que se manifiesta en sus mismos detractores. Ayer se la acusaba de alejarnos de la carne y la naturaleza; hoy se la critica por defender demasiado lo natural y carnal. Los hijos del Altísimo se presentan incluso como adictos al sexo, argumentando que no hay nada mejor para un niño que tener un padre y una madre que lo hayan concebido al calor del abrazo.

En nuestros tiempos extremos, la fórmula de Atanasio de que Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera convertirse en dios cristaliza en torno a una de sus consecuencias decisivas: si Dios se hizo hombre, fue para salvarlo, y por tanto también, esencialmente, para que el hombre siguiera siendo humano. Frente a las tentaciones de nuestra época —que ya no es una época, como decía Günther Anders, sino una prórroga—, frente a las fantasías de una regresión bestial, de un mejoramiento cibernético, de un fundamentalismo avasallador o, en román paladino, de un suicidio colectivo, la ayuda no puede venir ni del humanismo ni del humanitarismo, en la medida en que pretenden defender al ser humano a partir de una concepción finita y egocéntrica. La imagen cristiana del hombre, por basarse en las promesas de lo Eterno, es la única que aún puede quedar en pie. Hostil a toda desfiguración, sigue siendo hospitalaria con todos los desfigurados.

Al final, la mayor seriedad conduce a la mayor excentricidad. Nuestro centro no está en nosotros mismos, sino en el otro, y ante todo en lo incomprensible, lo que supera incluso la «alta fantasía» (Dante, Paradiso, XXXIII, 142). Esto es lo que la basílica de Vézelay, no lejos de la ciudad natal del filósofo, permite que contemplemos: gigantes, enanos, tipos con orejas de elefante, hocico de cerdo o boca de tiburón, todo lo cual, nos dice el escultor, es digno de Pentecostés, atrapado en la red de la antropología divina. A pesar de su admiración por P.G. Wodehouse, y llevando su sentido de lo grotesco hasta lo trascendente, Rémi Brague termina declarando que la verdad sobre el hombre no está en el club, sino en la corte de los milagros.

Fabrice Hadjadj

Friburgo, 9 de enero de 2022, Bautismo del Señor

introducción Auge y declive del humanismo

Antes era habitual contraponer un «humanismo ateo» a un «humanismo cristiano». Cabe deducir que la fe cristiana está en condiciones de responder a la crisis contemporánea del humanismo y de proporcionar al hombre moderno o posmoderno una mejor comprensión de sí mismo. Pero ¿de qué manera? ¿El hecho de que Dios se haya hecho hombre implica que el cristianismo se convierta en humanismo? En todo caso, antes de abordar esta cuestión debemos plantearnos algunas otras. ¿Cuál es el estado actual del «humanismo» como tal? ¿Por qué está en crisis? ¿Merece la pena salvarlo?

El «humanismo»: un modo y un eslogan

El «humanismo» no se remonta a la Antigüedad. Es un término relativamente reciente. Como suele ocurrir, tardó siglos en formularse y conceptualizarse. La cosa en sí se remonta mucho más atrás. En cuanto a la palabra, se ha convertido en un lugar tan común que hoy la oímos repetida ad nauseam. Los años treinta fueron testigo de la primera de varias series de publicaciones sobre este asunto. El primer impulso lo dieron sin duda los manuscritos que Karl Marx había escrito durante su exilio parisino en 1844, pero que solo aparecieron en ruso en 1927, y luego en el original alemán en 1931 y 1932. A la edad de veintiséis años, Marx era todavía muy joven, y sus textos solo recogieron la palabra fugazmente, durante un estrecho periodo de dos años. A partir de 1846, de hecho, la leemos en La ideología alemana a modo de insulto. Pero los primeros manuscritos pasaron a primer plano; su descubrimiento tardío invirtió la cronología de la obra marxista. La connotación peyorativa posterior se olvidó y, para los comunistas, el humanismo se convirtió en una especie de eslogan publicitario. En 1936, Jacques Maritain presentó su Humanismo integral como respuesta a este uso comunista del término.

Después de la guerra, en octubre de 1945, en París, Jean-Paul Sartre pronuncia una conferencia titulada “¿Es el existencialismo un humanismo?”. El texto se publicó al año siguiente, con un título que había pasado del cuestionamiento a la afirmación: El existencialismo es un humanismo. Hoy en día, en la página web francesa de Amazon, hay a la venta no menos de ocho libros con títulos que imitan los de la célebre conferencia, que se reedita constantemente. Varios ensayistas de principios del siglo xxi nos dicen que son muchas las cosas que cabe asimilar al «humanismo»: Yves Roucaute dice que el «neoconservadurismo» (2005); Hélène L’Heuillet, «el psicoanálisis» (2006); Shmuel Trigano, «el monoteísmo» (2006); Françoise de Singly, «el individualismo» (2007); Alexandre Viala, «el pesimismo» (2017); Robert Leblanc, «el liberalismo» (2017); Cynthia Fleury, «el cuidado» (2019); Giscard Kevin Dessinga, «el ateísmo» (2019). Uno se pregunta si a estas alturas queda algo que no sea humanismo. Incluso estamos tentados de rezar: por favor, que finalmente haya algo, cualquier cosa, algo que por una vez no sea humanismo.

La buena noticia es que por fin se ha respondido a esta plegaria: se ha publicado un libro de Laurent Fourquet en el que se afirma que el cristianismo no es un humanismo. En este último caso el término «humanismo» adquiere un significado preciso y profundo que supera con creces el que se le suele dar1.

Desde hace algún tiempo, otra palabra hace carrera junto a la primera: «antihumanismo». Al modo en que lo hace el eslogan, actúa como espantapájaros. La acusación de antihumanismo es un arma eficaz que puede blandirse contra cualquier persona o cosa, en cualquier momento. Es difícil saber quién la lanzó primero. En un libro anterior, sugerí que fue el poeta ruso Alexander Blok. La palabra apareció en su conferencia del 7 de abril de 1919: “El hundimiento del humanismo”2. Posteriormente he descubierto que fue utilizada por Max Scheler en 1916, de pasada y entrecomillada, lo que da cuenta de la audacia del neologismo3. Nos reencontramos con «antihumanismo» posteriormente en la pluma de Jacques Maritain, y desde entonces unos cuantos charlatanes que se dicen filósofos han acusado a sus oponentes de ser viles antihumanistas.

Así que el humanismo es ahora una especie de antihumanismo. Un síntoma interesante es que resulta más fácil rechazar el antihumanismo que definir positivamente el humanismo. El sociólogo John Gray hace una observación similar sobre la «Ilustración» (a la que, por cierto, está vinculada el humanismo): «En nuestra modernidad tardía, el proyecto de la Ilustración se reivindica principalmente porque tememos las consecuencias de abandonarlo […] Nuestras culturas derivan ahora de la Ilustración no por convicción, sino por defecto»4.

A pesar de su uso común, o más bien debido a la forma en que se usa y abusa de él, el término «humanismo» necesita ser clarificado.

Historia de una palabra conclusiva

Empecemos modestamente por la etimología. La palabra «humanismo» no aparece en las lenguas europeas hasta el siglo xix5. El primero en utilizarla parece ser que fue, en 1808, el teólogo y pedagogo Friedrich Emmanuel Niethammer intentó distinguir entre dos métodos rivales de educación: el antiguo «humanismo» y el «filantropismo» de la Ilustración. Fue sin duda Arnold Ruge, en 1840, quien dio a la palabra un significado distinto del pedagógico6. En Francia, apareció aisladamente en 1765 en las Éphémérides du citoyen (Efemérides del ciudadano) la principal publicación periódica de los fisiócratas, donde significaba «amor a la humanidad». Pero no volvió a aparecer hasta 1846, con Proudhon y su Philosophie de la misère (Filosofía de la miseria). Después proliferó en sus dos formas principales:

1) en la historia de las ideas, para designar el redescubrimiento y la revalorización de los estudios clásicos, como una prolongación de la acepción más antigua del término «humanista», y dejando entrever esbozos de la segunda acepción;

2) en filosofía, para referirse al proyecto de autodeterminación humana, según el cual lo humano se definiría únicamente por lo humano, sin mirar al cielo. Este uso apareció primero con jóvenes hegelianos como Feuerbach y Marx, y luego con Proudhon, como ya hemos visto.

¿Cómo se explican estos dos significados? ¿Tienen una raíz común? Más bien existen solapamientos. Así lo leemos ya en Ruge: la imagen fantaseada de los griegos viviendo una vida serena se contrapone a una Edad Media no menos fantasmática y llena de tinieblas, en la que, en nombre del más allá, el cuerpo se entrega a la mortificación y al desprecio. El renacimiento del paganismo y la ruptura con el cristianismo quedaron así vinculados. Esta contaminación puede verse también en el libro del historiador Georg Voigt de 1859, La renaissance de l’Antiquité classique ou le premier siècle de l’humanisme (El renacimiento de la Antigüedad clásica o el primer siglo del humanismo)7.

La palabra «humanista», como sabemos, viene de mucho más atrás. Según Paul Oskar Kristeller, un experto en manuscritos italianos, las primeras referencias a ella datan del siglo xv. En aquella época, el significado era muy discreto: se refería a un profesor de latín. Todavía lo encontramos con este significado en Cervantes en 1615, en la segunda parte del Quijote, y en Bossuet en 1688, en su Histoire des variations des églises protestantes (Historia de las variaciones de las iglesias protestantes)8.

Desde entonces, la situación se ha complicado. Un humanista es hoy:

a) en sentido histórico, un hombre del Renacimiento que se dedicaba al estudio de las lenguas antiguas, como Erasmo de Rotterdam (o Beatus Rhenanus de Selestat, antes de él);

b) un seguidor del humanismo en el segundo sentido del término. En inglés, humanist se utiliza como eufemismo de «ateo», una palabra que era difícilmente aceptable en la época victoriana. Se inventaron muchos eufemismos por el estilo. En 1869, Thomas Henry Huxley utilizó «agnosticismo» por definir su postura durante un debate en la Sociedad Metafísica9; en 1870, George Jacob Holyoake, librepensador y partidario del control de la natalidad, prefirió la palabra «laicismo».

Lo absoluto y lo relativo

Un poco de etimología nos permite ir al meollo del asunto. Presumiblemente, «humanismo» deriva del adjetivo latino humanus. La cuestión es si entendemos este adjetivo en su forma absoluta o relativa; humanior. Estas dos etimologías implican dos concepciones muy diferentes. Podríamos hablar de un humanismo relativo que se contrapone al humanismo absoluto.

Al mismo tiempo, existen dos interpretaciones de los sufijos -ista e -ismo. El primero, -ista, se presta a un nombre profesional: un pianista es alguien que toca el piano; de ahí los nombres de maquinista, ciclista, anestesista, etcétera. El segundo sufijo, -ismo, designa la mayoría de las veces una postura a favor de algo cuya importancia se quiere destacar: una corriente de pensamiento vinculada al nombre de su iniciador —darwinismo o marxismo—, una doctrina —realismo o idealismo—, una dimensión social del hombre —individualismo, nacionalismo, socialismo—, etcétera.

El adjetivo humanus plantea en sí mismo un problema: implica que ya sabemos lo que es el hombre. Desplegado a través de su comparativo en humaniora o litterae humaniores, también sugiere que el homo puede ser más o menos humanus, es decir, que nuestra humanidad es variable e implica la existencia de diversos grados. Esto puede conducir fácilmente a juicios sociales o nacionales, cuando no racistas, a decir que «nosotros» somos los verdaderos seres humanos, los demás solo lo parecen. Muchos pueblos primitivos se refieren a su tribu como «los hombres». Algunas élites demasiado avanzadas podrían volver a esta perspectiva. Estos humanoides que nos rodean habrían dejado de evolucionar en algún punto entre el mono y el hombre. «Nosotros» puede significar, por tanto, «nosotros, gente culta», «nosotros, griegos o romanos formados por la paideia», «nosotros, europeos», «nosotros, rostros pálidos»; etcétera. Tales concepciones abundan tanto en la Antigüedad como en la Edad Media, por no hablar de periodos más recientes, como vimos, por ejemplo, en la postura del conde Arthur de Gobineau en el siglo xix y otros hechos más recientes que debería relegarse al museo de los horrores.

Sin embargo, hay una pizca de verdad en este planteamiento que se revela en el uso cotidiano. Nos gusta reivindicar que hay que dar un trato «humano» a los animales de laboratorio. El adjetivo no describe el comportamiento humano real: el hombre puede ser, según Hegel, «el más valiente de los animales», pero también el más cruel. Según este punto de vista, el ser humano es un logro raro y en peligro de extinción. Por eso debemos meditar sobre la vida de grandes modelos para estar a la altura de nuestra propia humanidad. Este era el ideal de los studium humanitatis de Cicerón o Aulio Gelio, y de los litteræ humaniores, llamados sin más humaniora, que se remontan al Renacimiento10.

En el caso del humanismo, que deriva de la forma absoluta del adjetivo, supone que la cuestión teórica ya está resuelta —el ser humano es perfectamente conocido— y, por tanto, solo puede tener un alcance práctico: liberar al hombre, apoyar su empresa de dominación. «Todo el mundo sabe lo que es el hombre»: los humanistas materialistas coinciden con su patrón, Demócrito, a quien se atribuye esta frase11. Es una posición cómoda. Nos permite evitar cuestionar el origen del hombre o la humanidad del hombre, es decir, qué hace que el hombre sea humano. A veces se llega a proscribir categóricamente esta cuestión. Es lo que hace Marx en su tercer Manuscrito de 1844:

¿Quién engendró al primer hombre y a la naturaleza en general? Solo puedo responder: tu pregunta es en sí misma un producto de la abstracción. Pregúntate cómo llegas a esta pregunta; pregúntate si tu pregunta no está planteada desde un punto de vista al que no puedo responder porque es absurdo12.

Así pues, podemos distinguir tipológicamente (palabra muy técnica, por no decir «aproximadamente») dos humanismos. El primero es un esfuerzo del hombre por estar a la altura de su propia humanidad: la cuestión de su esencia sigue abierta, y exige un ejercicio intelectual junto a una disciplina práctica (ya sea moral o ascética). El segundo es una afirmación de la persona humana frente a lo no humano, ya sea Dios, la naturaleza, la tierra, el destino (la fortuna de Maquiavelo), etcétera.

Etapas del camino al trono

Hasta aquí la palabra. La cosa en sí se ha desarrollado en varias etapas, que ahora conviene esbozar por orden cronológico. En lo que a mí respecta, son cuatro, ordenadas de tal manera que la precedente nunca implica necesariamente a la siguiente, aunque esta siempre pretenda surgir como una floración superior.

a) El hombre posee ciertas propiedades que lo distinguen esencialmente de los demás seres. Esta es una descripción que no entra en valoraciones. Sobre esta base, podemos muy bien caer en la depreciación, como Homero, cuando declara que «la tierra no alimenta nada más débil (akidnos) que el hombre». Aquí no hay ninguna superioridad evidente. El famoso coro de Antígona es un buen ejemplo: Sófocles presenta al hombre en toda su ambivalencia, expresada por el adjetivo deinos —astuto, hábil, formidable—13.

b) En la segunda etapa, se reconoce que el hombre tiene valor. Se le considera mejor, más grande, más digno que los demás seres. Desde sus orígenes griegos o bíblicos, este leitmotiv recorrió la época patrística, la Edad Media y el Renacimiento. El juicio de Aristóteles es matizado: el hombre es mejor que los demás seres vivos (beltiston anthrōpos tōn allōn zōōn), si bien eso no lo convierte en el ser más elevado del mundo. Hay muchas cosas de naturaleza más divina (anthrōpou alla polu theiotera tēn phusin). Superiores a él son, por ejemplo, los seres que componen el cosmos (ex hōn ho kosmos sunestēken), con lo que el filósofo se refiere sin duda a los cuerpos celestes. Su superioridad sería incluso evidente por sí misma (phanerōtata ge)14.

Plotino aborda este tema en su polémica contra los gnósticos. Estos últimos temían y despreciaban a la vez las potencias cósmicas, creyendo que el hombre, en virtud de su naturaleza espiritual, era superior a ellas. En respuesta, el platónico Plotino responde: «Si el hombre tiene una gran superioridad sobre los animales, ¿qué superioridad no tienen estos astros, que están en el universo para embellecerlo y ponerle orden, y no para ejercer una influencia tiránica?»15.

A partir de mediados del siglo xv, el tema pasó a tratarse de forma detallada y sistemática en un género especialmente dedicado a él. Fue el italiano Giannozzo Manetti quien en 1453 inició la tradición de los tratados sobre la dignidad humana16. Esta tradición se ha visto siempre contrarrestada por otra igualmente venerable, la de los tratados sobre la miseria de la condición humana. El objetivo de Manetti era refutar el De miseria humanae conditionis