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Si haces puenting sin comprobar que la cuerda elástica está bien sujeta, ¿crees que de la nada aparecerá un colchón debajo? Así es como mucha gente se imagina que funciona la Providencia: hago cualquier cosa y «todo saldrá bien». Este «pequeño tratado» es la continuación de los estudios emblemáticos de Rémi Brague sobre el concepto de mundo. En una sucesión de breves capítulos expone una teoría de la Providencia divina en la que Dios provee a todos los seres con igual solicitud, pero según lo que la naturaleza de cada uno le da derecho a esperar de sí mismo. A la piedra, le concede estar en su lugar; a la planta, desviar su caída para tender hacia la luz; al animal, moverse en busca de alimento y del otro sexo; y al hombre, ser libre para responder a la invitación de Dios a participar en la obra de su Providencia. Brague rompe la distinción moderna entre el «Dios de los filósofos» y el «Dios de los creyentes», y nos permite redescubrir el camino hacia una comprensión unificada del lugar del hombre en el mundo. Repleto de referencias literarias y filosóficas (Tertuliano y Marcel Proust, Schelling y C. S. Lewis, Plotino y Pío XI...), este ensayo tiene el aire de una conversación de domingo por la tarde en casa mientras fuera llueve. Desde su erudición, Brague responde a su manera a las necesidades de nuestro tiempo: nos lega una ética de la libertad, la libertad de pensamiento y la libertad de la mente.
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Seitenzahl: 246
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Rémi Brague
A cada uno según sus necesidades
Pequeño tratado de economía divina
Traducción de Fernando Montesinos Pons
Título en idioma original: À chacun selon ses besoins. Petit traité d’économie divine
© Flammarion, 2023
© Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2024
Traducción de Fernando Montesinos Pons
Título de la colección «Pensar Europa» en colaboración con el IDEE-CEU
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Colección Nuevo Ensayo, nº 141
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN: 978-84-1339-208-0
ISBN EPUB: 978-84-1339-541-8
Depósito Legal: M-22877-2024
Printed in Spain
Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa
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Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com
Índice
Prólogo
I. LA PROVIDENCIA
¿Un paracaídas?
La fuente griega
La fuente bíblica
Variabilidad
Una providencia variable
Delegación
II. La naturaleza
El concepto premoderno de naturaleza
La existencia de una naturaleza de las cosas
Recapitulación
Los grados de subsistencia
Personalidad
Recibir todo lo que se puede
Omnipotencia divina
III. El deseo de los seres
Mineral
Vegetal
Animal
El deseo natural de las cosas
«No intentes comprender...»
Deseo, anhelo, voluntad, demanda
IV. El Hombre
Los dos polos de la antropología
Naturaleza y definición del hombre
Memoria e historia
La doble idea de naturaleza humana
Naturaleza y libertad
La naturaleza de los modernos
V. La libertad humana
La providencia se convierte en prudencia
Distancia
Libertad y destino
De la imagen a la semejanza
Política
Moral
VI. El Liberador
La libertad como fin
La liberalidad de Dios: ¿dar o pedir?
El modelo vegetal
La espera de Dios: Antigua Alianza y Nueva Alianza
Liberalismo de Dios
Dios como espacio libre
VII. El Bien
Finura creciente del bien
Un bien variable
Historización
Conservación
Sacrificio
¿Qué bien?
VIII. La eminencia
La solución neoplatónica
La excelencia
IX. Dios
Adaptación
Subsidiariedad
Un Dios variable
Un Dios más o menos explícito
Una creación anónima
X. Religión
Una fe variable
¿Don de Dios?
Revelación
La salvación en la historia
El problema cristiano
Comer
Agradecimientos
Adenda
Bibliografía y abreviaturas
Prólogo
Desearía presentar aquí nada menos que una visión de conjunto, como es evidente completamente esquemática, de la relación entre Dios y el mundo, tal como la percibe el cristianismo. Desde la época de los Padres de la Iglesia, los teólogos han utilizado el término técnico griego «economía» para describir esa relación, que tiene aquí un significado completamente distinto del que tiene ahora. Para el cristianismo, como antes para la religión de Israel, esta relación religa a un Creador y a su creación. No deseo considerar la idea de la creación por sí misma, sino más bien la idea de que Dios, «después» de haber puesto lo creado en el ser, sigue ocupándose de él.
En el vocabulario técnico de la teología medieval, podría decirse que deseo escribir aquí un tratado sobre la providencia1. Sin embargo, he preferido renunciar a este título, que, en sí mismo, sería más justo. En efecto, por un lado, nos imaginamos que la idea de providencia es algo bien conocido: «La representación cristiana de la providencia es demasiado conocida para que sea necesario detenerse en ella aquí». Así hablaba Schopenhauer2. Algo que ya era dudoso en su época, mediados del siglo XIX, se ha vuelto completamente falso en la nuestra: pocas cosas se nos han vuelto tan desconocidas como la idea cristiana de providencia, en pocas palabras: Dios da a cada criatura lo que necesita para arreglárselas por sí misma.
Y aún peor, la palabra «providencia» ha adquirido en el lenguaje corriente un sentido que dificulta la comprensión de lo que estamos hablando aquí. En efecto, la mayoría de las veces se entiende como la intervención de Dios en la naturaleza de las cosas o en el curso de los acontecimientos, para corregir en el momento justo las insuficiencias de las primeras o los fracasos de los segundos: Dios arrebata de las manos de la criatura lo que estas estaban a punto de estropear y restablece la situación. Ahora bien, este sentido es casi el contrario del que intento despejar aquí.
Esta dificultad no es un accidente. Tiene que ver con la perspectiva que los tiempos modernos nos han impuesto y convertido en una evidencia. Ahora bien, lo que trato de hacer aquí es redescubrir una forma de ver que lo que yo llamo, siguiendo a otros, el «proyecto moderno», ha olvidado, que quiere olvidar a toda costa y que, de hecho, su olvido lo constituye como lo que él es. Tengo que intentar rehabilitar, por tanto, ciertas ideas premodernas, que pertenecen, por consiguiente, a la «Edad Media», pero tal como sus más grandes pensadores integraron la herencia de la Antigüedad en su visión del mundo.
En este sentido, este ensayo se sitúa en la línea de algunos de mis trabajos precedentes, en particular Moderadamente moderno (2014), El reino del hombre. Génesis y fracaso del proyecto moderno (2015) o Manicomio de verdades. Remedios medievales para la era moderna (2019). Esto explica, aunque quizá no excuse, ciertos solapamientos y repeticiones.
I. LA PROVIDENCIA
Hablar de la providencia puede parecer, a primera vista, muy poco actual. ¿No somos modernos? Y, como tales, ¿no nos hemos liberado, y estamos orgullosos de haberlo hecho, de la ilusión de que no estamos solos en el universo, y nos vemos obligados a valernos por nosotros mismos sin red? ¿Acaso no nos encontramos ante un abanico de posibilidades alternativas para explicar los acontecimientos: el destino, el azar, la naturaleza, las influencias, el determinismo astral... como lo estaba ya, por otra parte, un personaje de Chaucer en el siglo XIV3? ¿De veras...? Pero no prestemos demasiada atención a lo que nosotros decimos, y procedamos a un examen un poco imparcial de lo que hacemos. No presenta gran dificultad constatar así que nuestra práctica solo se explica si creemos férreamente en cierta idea de la providencia.
¿Un paracaídas?
Creemos, por ejemplo, en el progreso. No se trata solo de un optimismo de base, casi animal, según el cual «todo se arreglará», que puede ser necesario para nuestra supervivencia y que, por consiguiente, la selección natural ha favorecido su aparición en el curso de la evolución de los seres vivos como algo que constituye lo que hemos dado en llamar una «ventaja evolutiva». En un nivel más reflexivo, seguimos convencidos de que las cosas mejoran, de que nuestras sociedades no solo son, colectivamente, más sabias y están mejor equipadas técnicamente que nuestros antepasados, algo que nadie niega, sino que también somos más felices y moralmente mejores que ellos, algo que es discutible. Es este deslizamiento subrepticio de la cantidad a la calidad lo que nos permite pasar de la constatación de diversas progresiones a la fe en el Progreso, que aquí se hace merecedor de los honores de la mayúscula.
Así las cosas, todo discurre como si nuestra modernidad hubiera secularizado la idea de providencia, como ha hecho con muchas nociones teológicas4. Sabemos, por ejemplo, que Adam Smith habla, en dos contextos diferentes, en moral y luego en economía, de una «mano invisible» que corrige los estropicios que nuestro egoísmo haya podido causar5. Al hacerlo, retomaba una imagen conocida por los pintores, la de la mano de Dios saliendo de las nubes.
En un registro mucho menos simpático, recordamos que a Adolf Hitler le gustaba hablar en público de una entidad a la que a veces llamaba «el Todopoderoso» (der Allmächtige) o, justamente, «la Providencia» (dieVorsehung), y que habría guiado al hombre que se presentaba como «Guía» (Führer). Las conversaciones privadas de este personaje mostraban que no entendía con ellas nada auténticamente religioso, o en todo caso bíblico, sino a una especie de divinización de la selección natural, tal como se prolonga por el curso aparentemente fortuito de los acontecimientos, pero también por los esfuerzos de la raza de los señores para eliminar a los «subhumanos»6.
La ingenua creencia en una providencia secularizada incluye también sus versiones más tontas, que la aproximan a los cuentos infantiles. ¿Cómo explicar los comportamientos de los países avanzados en materia de protección del medio ambiente? Un extraterrestre deduciría de la observación de estos países que creen que unos duendes amables reparan por la noche los daños causados durante el día, eliminan la basura, vuelven a pintar de verde las hojas marchitas, etc. ¿Y cómo explicar, en esos mismos países, su indiferencia ante el hundimiento de su demografía, o incluso su afán por acelerarlo? Está bastante claro, concluiría este mismo observador exterior: se imaginan que los niños los trae una cigüeña.
Así pues, no es en absoluto necesario defender la creencia en la providencia, y menos aún predicarla. Sería derribar una puerta abierta. Sin embargo, lo que necesitamos urgentemente es descubrir una forma inteligente de creer en ella. Para conseguirlo, tenemos que remontarnos de la época moderna a la que la precedió. Tomaré como hilo conductor la teoría de la providencia de santo Tomás de Aquino7.
La fuente griega
No la tomaré únicamente en lo que tiene de original. Como el resto de la obra de Tomás de Aquino, esta teoría se sitúa, efectivamente, en la prolongación de ideas sugeridas, o incluso ya ampliamente desarrolladas por pensadores que le precedieron. A decir verdad, constituye como la síntesis de una buena parte del pensamiento anterior, empezando por el mundo antiguo. Por consiguiente, en la idea de providencia no hay nada «específicamente cristiano» —suponiendo que esta última expresión tenga algún sentido—. El hecho histórico de las ideas que constituye la recogida de la idea pagana de providencia por el cristianismo constituye además en sí mismo un ejemplo de lo que enseña esta doctrina.
El mundo antiguo había elaborado la noción de providencia, e incluso le había dedicado tratados. El historiador Heródoto fue el primero en mencionarla, en el lugar donde hace notar que la providencia (pronoiē) de lo divino es hábil (sophē): hace fecundas las especies animales que ha armado poco; en cambio, limita la fecundidad de las especies peligrosas8.
Platón menciona una vez «la providencia del dios» (hē tou theou pronoia) para describir el modo en que el artesano divino quiso que su obra fuera la más bella y la mejor posible según la naturaleza, y así hizo un ser vivo dotado de alma e intelecto9. Aristóteles no utiliza la palabra pronoia más que para referirse a conductas humanas, como, por ejemplo, la premeditación. Por otra parte, a veces arriesga fórmulas que prestan a la naturaleza algo así como intenciones, y una vez se arriesga a escribir que todo sucede «como si la naturaleza previera lo que iba a pasar» (hōsper to mellonesesthaipronoousēstēs phuseos). El contexto es, además, interesante, puesto que se trata de la influencia que los cuerpos celestes ejercen sobre el mundo de aquí abajo10.
Fueron, sin embargo, los estoicos quienes reflexionaron más abundante y profundamente sobre la idea de una providencia divina que, según ellos, se ejercía no solo en el reino animal, ni siquiera solo en los cuerpos celestes11, sino que se extendía a todo lo que es12. El mundo en su bello orden está regido por una providencia13, e incluso merecería plenamente el nombre de providencia14. Esta providencia es lo que el dios quiere, es su voluntad15. Puede ser incluso lo que el dios es. Incluso puede ser que la esencia de lo divino se agote en su providencia: ser dios no sería entonces otra cosa que ser providente16. Ni que decir tiene que sus adversarios epicúreos, así como los discípulos escépticos de la Segunda Academia, se oponían especialmente a ellos en este punto, y les daban la réplica con elocuencia17.
La primera monografía sistemática sobre la providencia fue, sin duda, la obra de Crisipo (m. 206 a. de C.), que no ha llegado hasta nosotros, salvo fragmentos conservados en la compilación del erudito romano Aulo Gelio (m. ca. 180)18. Pero el primer tratado de que disponemos es el escrito a finales del siglo II y principios del III d. de C. por Alejandro de Afrodisias, aristotélico estricto. Su texto, bastante extenso, no nos ha llegado en el griego original, pero se ha conservado una traducción al árabe19. Asimismo, un poco más tarde, en el siglo III, Plotino (m. 270) dedicó uno de sus últimos trabajos al tema, que su discípulo y editor Porfirio presentó como dos tratados separados20. En él, supone una teoría global del mundo físico, una copia necesariamente imperfecta en relación con el mundo del intelecto, y una visión del hombre como intermediario entre los dioses y las bestias.
Por último, Proclo (m. 485) vincula la idea de providencia a la metafísica del Bien dando una sucinta definición de ella: «la providencia es la actividad de la bondad» (energeia gar hē pronoia tēs agathotētos) o «la comunicación del Bien a todas las cosas» (tou agathou metadosis eis panta)21.
La fuente bíblica
La idea de providencia se considera como una idea fundamental del cristianismo. Sin embargo, sorprendentemente, no se formula de una manera explícita en los textos fundacionales del mismo. En el Nuevo Testamento, la palabra griega que la designa, pronoia, solo aparece dos veces: en el bien pulido exordio de un alegato contra san Pablo (Hch 24, 2), y en este último, a propósito del afán del hombre en su debilidad (la «carne») (Rom 13,14).
Por otra parte, la idea está presente en el Antiguo Testamento, cuyas ideas fueron adoptadas por el cristianismo de forma similar a lo que sus teólogos hicieron más tarde con el pensamiento griego. Lo que nosotros llamaríamos «providencia», y que aún no tiene nombre, aparece aquí en dos registros, que tampoco se nombran explícitamente, y que nosotros llamaríamos «naturaleza» e «historia». En el primer orden de ideas, el salmo 104 canta las maravillas de Dios en la «naturaleza», siguiendo el modelo del himno egipcio al dios-sol Atón, del que constituye además una transposición22.
En cuanto al devenir histórico, el relato de las aventuras de José que ocupa el final del libro del Génesis termina con una reflexión sobre la necesidad de lo que, a primera vista, solo puede parecer un mal: era necesario que el inocente fuera vendido por sus hermanos para que, más tarde, pudiera salvarlos de la hambruna: «Fue para preservar vuestras vidas que Dios me envió delante de vosotros (le-miḥya šelahani elohim li-fneyḫem)»... Dios me envió delante de vosotros para asegurar la permanencia (še’erit) de vuestra raza en la tierra y para salvar vuestras vidas (le-haḥayot) para una gran liberación (feleyta). Así que no sois vosotros los que me habéis enviado aquí, ha sido Dios»... José dice al final, como conclusión general: «El mal que habíais planeado (ḥašavtem) hacerme, el designio de Dios lo ha convertido en bien (elohim ḥašavah le-ṭovah), para realizar lo que se está realizando hoy: salvar la vida de un pueblo numeroso» (Gn, 45,5b.7-8a; 50,20). El estilo es el de un cuento popular, en el que el final feliz es una necesidad.
Pero también aquí, Egipto, marco geográfico del relato, constituye asimismo, esta vez como Egipto real, el contexto intelectual. La idea de un plan divino que se cumple a pesar de las apariencias, convirtiendo en bien lo que no podía acabar más que mal, quizá pudo estar presente, efectivamente, en el antiguo Egipto, y en uno de sus textos literarios más célebres, la historia de Sinuhé. Este, obligado a abandonar Egipto por circunstancias que el relato no explica, consigue regresar y planea ser enterrado allí, y descubre que había aquí «algo como un proyecto divino» (jw mj sḫr ntr)23.
Aunque, como he señalado, la palabra «providencia» está prácticamente ausente del Nuevo Testamento, en los Evangelios aparece la idea de que Dios cuida de las más pequeñas de sus criaturas, como las plantas y los pájaros (Mt 6,26-29). Pero esta preocupación no se transmite a los seres que se benefician de ella. Al contrario, se supone que no cuidan de sí mismos, y es esta negligencia la que se pone como ejemplo a los hombres. La predicación de Jesús se desarrolla en un clima de urgencia, de llamada a tomar decisiones inmediatas que apenas deja margen para mirar hacia adelante: el reino de Dios no espera. En Pablo, la idea de providencia está implícita en una vasta visión de la historia que desarrolla en la Carta a los Romanos: el endurecimiento de Israel, que se niega a reconocer a su Mesías en Jesús de Nazaret, es una oportunidad que debe permitir a las naciones gentiles beneficiarse de la salvación prometida inicialmente solo al pueblo judío (Rom 10,25).
De este modo, se retoma la idea, ya implícita en los documentos de la Antigua Alianza, de una especie de astucia divina que alcanza sus fines por caminos indirectos y aparentemente contrarios al objetivo buscado. Así, el rey persa Ciro, al liberar a los rehenes de la élite judía que los asirios retenían en Babilonia, cumplía la voluntad del Dios de Israel sin saberlo él mismo (Is 45,4-5). Se prefiguraba así la representación de una «astucia de la razón» (List der Vernunft), para la que Hegel debía encontrar un nombre, a menos que esta última noción no fuera en sí misma más que la secularización de un concepto que solo poseía su rigor en el ámbito de la teología24.
La cuestión es saber cómo pensar juntos los dos tipos de providencia que aparecen, uno en el marco de la naturaleza, el otro en el de la historia. Tenemos tendencia a establecer una oposición tajante entre ambos ámbitos, que no carece de fuentes bíblicas, al menos implícitas25. Valdría la pena intentar pensar su relación de manera que las articulara flexiblemente entre ellas.
Variabilidad
Para lograrlo, primero debemos admitir que la providencia también puede referirse al mundo inferior en el que se desarrolla nuestra historia. La Biblia lo asume sin más. Los pensadores griegos se muestran más reservados al respecto. Un problema que atormentó a la Antigüedad y a la Edad Media fue el de los límites hasta los que se extiende la providencia. ¿Es privilegio de la región que está por encima de la Luna, o puede atravesar el istmo que separa a esta de nuestro mundo sublunar y, por consiguiente, regir también lo que, aquí abajo, sin embargo, parece suceder de forma azarosa? Aristóteles no había dado una respuesta clara a esta pregunta, porque ni siquiera se la había planteado. Pero los que pretendían ser sus discípulos más fieles sostuvieron que la providencia solo se extendía por encima de la esfera de la Luna y no concernía a lo sublunar26. Esta teoría se había impuesto en la cosmovisión de la antigüedad tardía, incluso en los catecismos populares27. Subsiste implícita en la visión de quienes creen que Dios solo se ocupa de las cosas «importantes», es decir, en el fondo, de las de grandes dimensiones, y descuida las «pequeñas». Así, Voltaire hacía decir a un derviche turco:
¿Acaso su Alteza, cuando envía un barco a Egipto, se toma la molestia de saber si los ratones que hay en el barco van o no a gusto?28.
¿Cuál era el problema para los antiguos? En primer lugar, había un aspecto cosmológico, que debemos reconstituir, porque se nos ha vuelto extraño. Por encima de la esfera de la Luna, los cuerpos celestes solo tienen un tipo de movimiento, el que se produce según el lugar, el desplazamiento, que ellos llamaban «transporte» (phora). Además, este movimiento es perfectamente uniforme; sus revoluciones se repiten en un ciclo eterno. Por otra parte, este movimiento es un movimiento mínimo, que representa la mayor aproximación con respecto al reposo. En efecto, si el mundo es una esfera, apenas puede hablarse de ningún movimiento: solo visto desde el exterior, un punto situado en la superficie de una esfera parece moverse. Ahora bien, los filósofos griegos tenían una especie de prejuicio positivo a favor de la inmovilidad, que Bergson, pensador él mismo del movimiento, supo detectar y seguir a lo largo de todo el itinerario del pensamiento clásico, desde Parménides hasta el neoplatonismo:
En el fondo de la filosofía antigua nos encontramos necesariamente con este postulado: hay más en lo inmóvil que en lo móvil, y se pasa, por vía de disminución o de atenuación, de la inmutabilidad al devenir29.
El movimiento era un factor molesto. Perturba a las figuras. Por eso era indeseable en el mundo superior. En nuestro mundo inferior, las cosas cambian de cualidad, de color, por ejemplo; cambian de dimensión al crecer y marchitarse, e incluso vienen al ser y desaparecen al nacer y al morir. Los mares se secan, las llanuras se sumergen, las plantas se marchitan, los animales revientan, las personas mueren, las ciudades desaparecen sin dejar más que ruinas. ¿Cómo podría alguien figurarse que también pudiera haber una providencia para estas realidades inferiores?
La respuesta nos obliga a dar un segundo paso. Para ello, es menester pasar de lo cosmológico a lo lógico. Ambas dimensiones estaban, efectivamente, íntimamente ligadas. Los griegos representaban la realidad según un modelo biológico. En el caso de los seres vivos, no nos cuesta distinguir entre el individuo y la especie. En efecto, esta distinción conceptual se basa en una diferencia real. Individuo y especie no coinciden. Un individuo lleva las marcas distintivas de la especie: mi perro ladra y mueve la cola como cualquier otro perro, precisamente porque pertenece a la especie «perro». La especie no puede ser captada por los sentidos. Nunca veré el caballo o el relincho del caballo; en cambio, veo y oigo ciertos caballos.
En nuestro mundo inferior, la especie es invisible, pero es inmortal. El caballo que monto muere. La especie caballar no muere. Los seres vivos se reproducen, la especie surfea sobre los individuos. La reproducción salva el abismo que separa al individuo de la especie. Según los filósofos griegos, no ocurre lo mismo con los cuerpos celestes. En su caso, el individuo y la especie coinciden, y cada cuerpo celeste es ambos a la vez. El sol también es un sol; pero es el único de su especie. Por eso los cuerpos celestes pueden subsistir eternamente. Su eternidad no es otra que la de la especie.
Por consiguiente, podemos decir en general: las especies son eternas, toda especie es eterna, sea cual sea el número de individuos de los que es especie. El efecto de la providencia sobre las especies consiste en que permanecen. Así pues, hay que preguntarse qué ocurre con los individuos. ¿Desaparecen pura y simplemente, o se conservan de un modo u otro?
Una providencia variable
Una manera elegante de responder a esta dificultad consiste en decir que la providencia varía según los niveles. De este modo, la providencia está presente en todas partes, pero no del mismo modo. La idea aparece, quizá por primera vez con claridad, en Plotino: se considera que la providencia varía según el nivel de los seres a los que está vinculada30. Todo sucede según la analogía:
Por consiguiente, al descender de lo alto, la providencia no se mantiene igual, de principio a fin, con igualdad cuasinumérica, sino que varía según la analogía (kat’analogian) diferente en cada lugar31.
La representación de una providencia variable se encuentra posteriormente en la Edad Media. Así, Maimónides da una teoría de la providencia según la cual esta varía en función de la inteligencia: cuanto más participa un ser de la inteligencia, más se beneficia de la providencia divina; y dentro de la especie humana, cuanto más se sirve un individuo de su inteligencia, cuanto más se identifica, por tanto, con Dios, más vela por él la providencia32. Tanto es así que cabe preguntarse si esta providencia no es otra cosa que la presencia en cada ser de un determinado nivel de inteligencia, dado desde el principio por el Creador, que entonces ya no tendrá que intervenir de manera especial.
Tomás de Aquino generalizó la idea de Maimónides. Sin embargo, se negó a reservar la providencia únicamente a las especies, excluyendo a los individuos —a excepción de los individuos de la especie humana33—. La idea central de la teoría de la providencia de Tomás podría resumirse en la fórmula del comunismo consumado: «A cada uno según sus necesidades»34. Esta fórmula transpone a la «sociedad» lo que los antiguos decían de la naturaleza y/o de Dios. Así, la anticipa Séneca: «La naturaleza solo exige lo que ella misma provee» (sufficit ad id natura quod poscit)35. Aparece en Jehuda Halevi: «Dios da a cada cosa lo que le corresponde (ḥaqqahu)»36. Y finalmente encontramos en Tomás una fórmula sorprendentemente análoga a la del comunismo: «Dios provee a cada naturaleza según su capacidad» (Deus unicuique naturae providet secundum ipsius capacitatem)37. «Capacidad» tiene un sentido preciso, su sentido propio: lo que puede contener un continente. La imagen reúne y reconcilia dos ideas que parecen incompatibles: justicia y desigualdad. Un dedal, cuando está lleno, está tan perfectamente lleno como el gran tonel de Heidelberg38.
La idea de que cada ser recibe (khôrein) según su capacidad es trivial en los Padres de la Iglesia, como Gregorio de Nisa39. También está presente en los filósofos de la tradición aristotélica40. Así lo resume al-Farabi:
Pertenece a la sustancia de los cuerpos celestes dar todo lo que la materia, dadas sus características naturales, es capaz de recibir41.
La palabra «naturaleza» es capital. No basta con decir que cada cosa o cada persona recibe según sus necesidades, sino que cada cosa o cada persona recibe en la medida en que posee una naturaleza42. Las necesidades son consecuencia de la posesión de una naturaleza. La providencia se rige, pues, por la naturaleza de cada ser. Maimónides atribuye esta doctrina a Aristóteles43.
Dios da a cada ser lo que necesita para reconocer su bien, desearlo y realizarlo. En todos los casos, es él mismo quien reconoce, desea y realiza el bien. Dios no siempre da directamente el fin, pero siempre da los medios para alcanzarlo. Él equipa a cada criatura con los instrumentos necesarios para ello. Los medios varían según la naturaleza del que los recibe. Sirven para alcanzar lo que, para cada ser, constituye su bien. Por consiguiente, el bien que cada criatura debe alcanzar varía. Y, de modo paralelo, también varían los medios con cuya ayuda puede alcanzarlo.
Delegación
Voy a resumir la idea central de Tomás de Aquino antes de desarrollar cada punto: por un lado, cada criatura recibe de Dios, según su nivel de ser, lo que necesita para alcanzar su bien; por otro lado, cuanto más elevada esté una criatura en esta escala, más debe actuar por sí misma para alcanzar su bien.
La idea es antigua. Está implícita en Alejandro de Afrodisias, en los siglos II y III:
Nuestra naturaleza [...] no necesita mucha ayuda y astucia de fuera en la vida que está en el más alto grado de perfección en que podemos participar. En todos estos asuntos, la naturaleza nos ha dado una ayuda suficiente, que es la facultad razonable, es decir, la inteligencia44.
Tampoco carece de una posteridad muy larga. A finales del siglo XVIII, Herder todavía podía titular un capítulo: «La humanidad es la meta de la naturaleza humana, y Dios ha puesto en manos de nuestra especie, al mismo tiempo que esta meta, su propio destino». En él hace hablar al Creador:
¡Sé mi imagen, un dios en la Tierra! ¡Domina y reina! Lo bueno y noble que puedes realizar a partir de tu naturaleza, llévalo a bien. No tengo derecho a asistirte con milagros, pues he puesto en tu mano de hombre tu destino de hombre; pero todas mis santas y eternas leyes de la naturaleza te ayudarán a conseguirlo45.
Con un texto semejante, nos encontramos aún ante la línea divisoria más allá de la cual las capacidades del hombre vendrán a separarse de su origen en una naturaleza creada por Dios y dejarán de considerarse como recibidas y confiadas al hombre en vistas a una tarea que debe llevar a bien. En lo sucesivo, se entenderán como simplemente poseídas por él.
Para Tomás, en todo caso, Dios delega su providencia y deja que se convierta en prudencia en la criatura. La idea está prefigurada en la filosofía estoica, con el uso del verbo latino commendari en el marco de su doctrina fundamental de la «apropiación» (oikeiōsis), según la cual cada ser vivo es su propio «familiar» y, por consiguiente, vela por su propia conservación46. El verbo pasó al francés, y con él su significado, pero en una acepción muy restringida. Se decía de una abadía, confiada por el abad a un prior, que estaba «puesta en encomienda», y que el abad ausente era él mismo «comendatario». Los aristotélicos medievales retomaron la idea a través de toda una serie de imágenes, la mayoría de las veces de naturaleza política. Así, la del rey que gobierna la ciudad por medio de ministros. Al-Farabi resumía así una doctrina que atribuía a los antiguos, pero que también parece hacer suya:
Dios ejerce su providencia con respecto a la creación de la misma manera que un rey cuida de sus súbditos y de lo que les interesa: sin inmiscuirse directamente en los asuntos de cada uno, ni intervenir él mismo en los asuntos de su compañero o su esposa, sino designando para este fin a aquellos que están a cargo y tienen la función, y que ejecutan por mandato suyo lo que la verdad y la justicia exigen47.
Cabe señalar de paso que al-Farabi parece distanciarse aquí del dogma islámico, que rechaza sistemáticamente cualquier intermediario entre el Creador y su criatura. Incluso se podría sospechar que desliza una alusión irónica a la biografía de Mahoma y a sus asuntos familiares.
En cualquier caso, la idea de delegación se expresa a veces mediante una forma que significa «confiar». Así ocurre de nuevo en al-Farabi, en un contexto particular:
Entre las cosas que encuentran su fundamento en la providencia, cada una es necesariamente confiada (mawkūl) a quien la desempeña de la manera más exacta y perfecta48.
Entre los cristianos, ya lo leemos en san Agustín, y en una obra que destinaba a un amplio público: