La vida es sueño - Pedro Calderón de la Barca - E-Book

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Pedro Calderón de la Barca

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Beschreibung

"La vida es sueño", sin duda la obra más conocida de Pedro Calderón de la Barca, condensa magistralmente el ideario barroco en torno a la fugacidad de la existencia humana y la inconstante naturaleza del mundo. Su influencia en la tradición literaria hispánica y universal es innegable, y queda patente tanto en su perenne vitalidad sobre los escenarios de todo el mundo como en el gran número de nuevas obras que, inspirándose en ella, vuelven una y otra vez al problema de la vida como engaño o ilusión. Esta nueva edición crítica, precedida de una completa y aguda introducción, pretende poner este clásico a disposición de los lectores del siglo XXI.

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Seitenzahl: 388

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Pedro Calderón de la Barca

La vida es sueño

Nueva edición de Fausta Antonucci

CÁTEDRALETRAS HISPÁNICAS

Índice

Introducción

Breve noticia biográfica de Pedro Calderón de la Barca

La vida es sueño

Segismundo y Rosaura: la reescritura calderoniana del paradigma teatral del salvaje

El paradigma en Lope de Vega y sus contemporáneos

El paradigma en La vida es sueño

Del paradigma al sintagma: La vida es sueño como obra maestra y original

La dialéctica amor/honor y los deberes del príncipe

La dialéctica torre/palacio y la negación de la «bondad natural»

El motivo del horóscopo infausto y la cuestión del género dramático

Vivir, soñar, despertar..., un haz de significados

Estructura dramática de la pieza y proyecto de puesta en escena

La crítica

La importancia de Rosaura

El comienzo de la obra y sus interpretaciones

El personaje de Basilio y su relación con Segismundo

Clarín

Estrella

La puesta en escena ayer y hoy; adaptaciones, traducciones, reescrituras

Aspectos formales: retórica, métrica, estilo

Fuentes e intertextualidad; la fecha de composición

Las dos «versiones» de La vida es sueño

El texto

Esta edición

Sinopsis de la versificación

Bibliografía

La vida es sueño

[Primera jornada]

Segunda jornada

Tercera jornada

Créditos

Introducción1

1Esta edición es una versión actualizada y revisada en profundidad de la que publiqué en 2008 en la colección Clásicos y modernos de Crítica, ya fuera de mercado desde hace muchos años. Agradezco especialmente a Daniele Crivellari e Ilaria Resta el haberme puesto en contacto con Josune García, a la que también doy las gracias por haberme aceptado entre los editores de la prestigiosa colección Letras Hispánicas. Un sentido agradecimiento a Paula Casariego por su atenta lectura del manuscrito que me ha permitido depurarlo de errores lingüísticos, y por haber compartido conmigo opiniones y sugerencias.

Breve noticia biográfica de Pedro Calderón de la Barca

Nacido en Madrid el 17 de enero de 1600, Pedro Calderón de la Barca y Henao era el tercer hijo de una familia de la baja nobleza, cuya rama paterna era originaria de un pueblo cerca de Santillana del Mar, en la actual Cantabria. A partir de 1608 estudió en el Colegio Imperial de los jesuitas, en Madrid, y cuando su abuela materna, en 1612, otorgó en su testamento una capellanía para quien, de entre los hermanos Calderón, quisiera «estudiar y ser clérigo de misa», el elegido fue Pedro, el cual, a partir de 1614, se trasladó a Alcalá para cursar estudios universitarios. De hecho, en estos momentos el mayor de sus hermanos, Diego, residía en México, adonde había sido enviado por su padre, también llamado Diego, en 1608, con solo doce años. Después del alejamiento de su hermano, Pedro había experimentado la pérdida de su madre Ana María de Henao, que había muerto a consecuencia de un parto en 1610; al año siguiente, dejaba la casa familiar su hermana Dorotea, quien, con solo trece años, ingresaba en un convento en Toledo, probablemente para ahorrar al padre los gastos de su mantenimiento y más tarde el de la dote matrimonial. En 1614, justo cuando Pedro empezaba a cursar sus estudios en Alcalá, el padre volvió a casarse, una decisión que debió de suscitar la hostilidad de los hijos, según se desprende de algunas frases del testamento paterno, otorgado tres días antes de su muerte, en noviembre de 1615. En este testamento se traslucen otras tensiones familiares, con el hijo mayor Diego —que ya había vuelto de México en ese momento— y con otro hijo, ilegítimo este, llamado Francisco González, que había vivido como criado en casa de los Calderón y al que el padre cuenta haber echado del domicilio familiar debido a su carácter rebelde. Diego Calderón padre prohíbe expresamente a ambos jóvenes que se casen con las mujeres con las que estaban tratando matrimonio, so pena de ser desheredados.

Alexander A. Parker (1966 y 1982) construyó, sobre estos y otros pocos datos, una sombría historia de incesto y despotismo paterno, conjeturando la existencia de una relación amorosa entre Francisco y Dorotea Calderón, ignorantes de su parentesco, relación que pudo haber favorecido el hermano mayor de Dorotea, Diego, que por esta razón habría sido enviado a México mientras a ella se la recluía en un convento. Este trauma familiar explicaría, en opinión de Parker, la frecuencia del tema del incesto en el teatro del joven Calderón, y la tendencia a una construcción extremadamente negativa de la figura paterna en el sector trágico de su teatro. Sin embargo, la cronología conocida no avala esta hipótesis, porque, según muestra un documento editado por Schons (1928), Diego viajó a México en 1608, tres años antes de que Dorotea ingresara en convento y cuando la niña solo tenía diez años, una edad muy tierna para suponerle un romance amoroso. Pero no hace falta aceptar la conjetura de Parker para suponer que Pedro Calderón quedara muy marcado por la muerte de su madre y por el carácter duro y autoritario de su padre: un padre que no había vacilado en recluir a su hija en un convento antes incluso de la edad canónica, en echar de su casa a un hijo ilegítimo por rebeldía, en prohibir a su hijo mayor que se casase con quien quería. Por de pronto, dos hechos sucesivos a la muerte de don Diego padre son reveladores: el pleito que los hermanos Calderón entablaron contra su madrastra por cuestiones de herencia, y el que Pedro no volviera a matricularse en Alcalá en diciembre de 1615, sino en Salamanca —donde también podía estudiar Derecho Civil—, con una decisión que parece un rechazo deliberado de los proyectos paternos de hacer de él un clérigo (Cruickshank, 2009: 101).

Sea como fuere, a partir de ahora y durante más de tres décadas la opción eclesiástica queda totalmente al margen de las aspiraciones vitales de Pedro Calderón. Lo que nos restituyen las noticias que tenemos de él en la década de 1620, es la imagen de un joven que se inicia en la actividad poética y teatral al mismo tiempo que no rehúye las situaciones arriesgadas que podían llevar a acciones violentas. Ejemplo de esto último es la riña en la que Pedro, junto con sus hermanos Diego y José, se vio envuelto en 1621, y que acabó con la muerte de un hombre; los tres agresores tuvieron que pagar una conspicua indemnización a la familia del muerto, lo que los obligó dos años después a vender el cargo que había sido del padre, la contaduría mayor del Consejo de Hacienda. En cuanto a la actividad poética, sabemos que el joven Pedro participó en 1620 en las Justas para la beatificación de san Isidro, recibiendo un elogio de Lope; que en 1622 ganó el tercer premio con unas poesías presentadas en las fiestas para la canonización del mismo santo, y un romance suyo obtuvo el primer premio en un certamen organizado por el Colegio Imperial de los jesuitas, en el que había estudiado de niño. Hacia finales de este mismo año de 1622 compuso, probablemente, La selva confusa, que se representó repetidas veces en palacio (Cruickshank, 2009: 129-130). Al año siguiente, el 29 de junio, se estrenó, también en palacio y como parte de los festejos para la visita de Carlos Estuardo, Amor, honor y poder, seguida poco después por Judas Macabeo. Hacia 1625, tras haber perdido, al no ordenarse sacerdote, el derecho a la renta legada por su abuela, Pedro entró al servicio del duque de Frías; ese mismo año compuso, por encargo del conde-duque de Olivares, El sitio de Bredá, para celebrar en palacio la toma de la ciudad holandesa por las tropas españolas2.

Sus relaciones en la corte, y posiblemente el apoyo directo del rey Felipe IV, muy aficionado al teatro, debieron de influir en la resolución favorable para Calderón de un ulterior episodio de violencia sucedido en enero de 1629. Habiendo sido herido en una riña un hermano del dramaturgo, los Calderón persiguieron al agresor, el actor Pedro de Villegas, hasta el interior del convento de las Trinitarias, donde este se había refugiado. La violación del sagrado y de la clausura de las monjas fue un escándalo para muchos, entre ellos Lope de Vega, cuya hija Marcela profesaba en ese convento; de sus quejas se hizo eco en un sermón el famoso predicador fray Hortensio Paravicino, amigo personal de Lope. Por esto, Pedro Calderón aludió burlescamente a Paravicino en un pasaje añadido a El príncipe constante, obra compuesta ese mismo año y que ya había sido aprobada para la representación; un hecho que no tuvo mayores consecuencias para Calderón, a pesar de la áspera denuncia de Paravicino. Este episodio nos proporciona algunas informaciones interesantes acerca del joven Pedro: un hombre impulsivo y fácil a las reacciones agresivas e incontroladas, según denunciaba Paravicino; que mantenía relaciones no solo profesionales con el mundo del teatro, pues la riña se había entablado precisamente con un actor; que no rehuía los escándalos y hasta parecía complacerse en hacer burla de los moralistas que se escandalizaban. Y quizás estos rasgos de su propio carácter puedan haberle servido para perfilar algunos de sus personajes más conflictivos, como el Eusebio de La devoción de la Cruz, el joven Lope de Urrea de Las tres justicias en una, Luis Pérez el gallego, protagonista de la comedia homónima, o el mismo Segismundo de La vida es sueño: obras que pertenecen con toda probabilidad al periodo juvenil de su producción.

Por otra parte, en el sector cómico de su teatro, transfiguraba y ajustaba a una «matemática perfecta»3 los lances de su vida madrileña: riñas, duelos, burlas... Algo del calavera despreocupado tiene el protagonista de la que fue una de sus primeras comedias de capa y espada, de hacia 1627, El hombre pobre todo es trazas, donde el protagonista corteja a dos mujeres contemporáneamente, una por su belleza, otra por su riqueza; burlas y duelos fundamentan las intrigas de otras dos comedias del mismo subgénero, entre sus más logradas y famosas: El astrólogo fingido (quizás de 1625) y La dama duende (1629). Menos francamente cómicas son las comedias que la crítica suele clasificar como palatinas, de ambientación exótica y con protagonistas de rango más elevado, cuya acción suele girar, sobre todo en estos años juveniles, en torno a las prevaricaciones o los deseos ilegítimos de algún poderoso. Buen ejemplo de ello son títulos como Amor, honor y poder (1623), Nadie fíe su secreto (1623-1628), Lances de amor y fortuna (1624-1625), Saber del mal y el bien (1628). Aunque hay notables excepciones a esta tendencia, como la ya citada La selva confusa y la divertidísima El alcaide de sí mismo (¿1626-1627?), es un hecho que en los comienzos de su actividad de dramaturgo Calderón parece haber sentido una mayor inclinación por los temas serios. Ahí está para demostrarlo la nutrida serie de dramas o tragedias compuestos entre 1623 y 1629-1630: además de las ya citadas Judas Macabeo (1623), El sitio de Bredá (1625), La devoción de la Cruz (hacia 1623-1625), Luis Pérez el gallego (1628-1629), El príncipe constante (1629) y La vida es sueño (probablemente de hacia 1629), hay que añadir a la lista El purgatorio de san Patricio (¿1627-1628?), La gran Cenobia (1625), La cisma de Inglaterra (1627), El médico de su honra (posiblemente de 1629). Es muy sabido, por otra parte, que las obras maestras de Calderón que pueden adscribirse al género trágico no se reducen a estos títulos: a ellos hay que sumar por los menos las otras dos grandes tragedias de honor (A secreto agravio secreta venganza y El pintor de su deshonra), ese magnífico drama de la dignidad campesina que es El alcalde de Zalamea, tragedias de historia antigua que dramatizan temas caros a Calderón, como los celos, el poder y el destino (El mayor monstruo del mundo, La hija del aire, primera y segunda parte), y tragedias de tema histórico más reciente y polémico, como Amar después de la muerte. Títulos todos ellos que se colocan en un lapso comprendido entre 1631 (Amar después de la muerte)y 1644-1646 (El pintor de su deshonra)4.

En las décadas del 30 y del 40 el dramaturgo va engrosando asimismo el corpus de sus comedias cómicas, tanto palatinas como de capa y espada, con títulos paradigmáticos, como Peor está que estaba (1630), El galán fantasma (¿1630-1633?), Mañanas de abril y mayo (¿1632-1633?), El escondido y la tapada (1636), Antes que todo es mi dama (¿1637-1640?), No hay burlas con el amor (¿1635?), Las manos blancas no ofenden (¿1640?), y tantos otros. Especialmente aplaudidas fueron sus comedias de capa y espada, por lo variado de los enredos y el ingenio de su construcción, a pesar de que, como decía un dramaturgo de finales del siglo xvii, Francisco de Bances Candamo, «pocos lances puede ofrecer la limitada materia de un galanteo particular que no se parezcan unos a otros»; y aun así, según Bances, Calderón logró sobreponerse a estas limitaciones, siendo él solo el que «las supo estrechar [i. e., construir] de modo que tuviesen viveza y gracia, suspensión en enlazarlos [los sucesos de la intriga], y travesura gustosa en deshacerlos» (Theatro de los theatros, pág. 33).

En este cuadro ya muy rico no hay que olvidar dos rumbos importantes de la actividad de dramaturgo de Calderón que se le abrieron a partir de los años treinta: el de escritor de autos sacramentales (el primero fechable con seguridad, El nuevo Palacio del Retiro, es de 1634, y el mismo año se representaron en Valencia La hidalga del valle y El veneno y la triaca, probablemente escritos con anterioridad) y el de dramaturgo de fiestas teatrales cortesanas (El mayor encanto, amor, con la colaboración del ingeniero italiano Cosme Lotti, se estrenó en el Buen Retiro en 1635). Los años 1640 y 1641 marcaron una interrupción en la actividad literaria y teatral de Calderón, que se alistó en las tropas al mando del conde-duque de Olivares para participar en la guerra que había estallado en Cataluña, y en la que perderá la vida en 1645 su hermano menor, José. Tras el cierre de los teatros que siguió a la muerte de la reina Isabel de Borbón en 1644, Pedro Calderón ingresó al servicio del sexto duque de Alba y se trasladó a Alba de Tormes, donde residió probablemente hasta 1650. Se trata de años clave en su vivencia personal: en 1647 murió su hermano mayor Diego, y por esas fechas, aunque no podamos precisar el año exacto, tuvo Pedro un hijo natural, Pedro José, que murió siendo todavía un niño entre 1655 y 1657. Al poco de nacer el hijo, en 1650, el dramaturgo decidió ordenarse sacerdote, probablemente para disfrutar de las rentas de la capellanía que le había legado la abuela y garantizarse así cierta seguridad económica. En 1653 se le nombró capellán de los Reyes Nuevos de Toledo, ciudad donde vivirá durante diez años, hasta que se le nombre capellán real y vuelva por tanto a residir en Madrid.

Durante su estancia en Toledo siguió vinculado al mundo teatral de la corte, escribiendo regularmente los autos para el Corpus y los textos para las fiestas palaciegas que se estrenaban en el Coliseo del Buen Retiro, inaugurado en 1640. Ahora, el escenógrafo que colabora con Calderón para la realización de las espectaculares puestas en escena de La fiera, el rayo y la piedra (1652), Fortunas de Andrómeda y Perseo (1653), La púrpura de la rosa (1660), El hijo del sol, Faetón (1661) y otros tantos espectáculos palaciegos, es Baccio del Bianco, también italiano como Lotti. La producción de comedias ligeras para el corral, sobre todo de las de capa y espada, se estanca en cambio a partir de la década de los cincuenta, posiblemente a raíz de su ordenación sacerdotal. La muerte de Felipe IV en 1665 marca el comienzo de un nuevo periodo en la vida del dramaturgo: el cierre de los teatros durante un año y la interrupción en la representación de autos y fiestas palaciegas durante cuatro años más hicieron que Calderón no tuviera prácticamente encargos ni de parte de la corte ni del Ayuntamiento de Madrid. Escribe menos, por tanto, y si acaso para los corrales (en 1667 sabemos que se representa en Sevilla El monstruo de los jardines), hasta que en 1670 vuelven a encargársele autos y fiestas palaciegas, aunque con menos frecuencia que antes, quizás para limitar los gastos. Esto no le impide seguir escribiendo hasta su muerte. De 1680 es su última comedia para palacio, Hado y divisa de Leonido y de Marfisa, y en la primavera de 1681 está preparando los dos autos para el Corpus madrileño. Acaba el primero, El cordero de Isaías, pero la muerte no le deja tiempo para terminar el segundo, La divina Filotea. Se le entierra el 26 de mayo en la iglesia de San Salvador; en el siglo xx, sus restos compartieron la infeliz suerte de tantos otros españoles al perderse definitivamente durante la guerra civil.

«La vida es sueño»

Enfrentarse hoy al cometido de una nueva edición de la obra sin duda más conocida y estudiada de Calderón es una tarea, por un lado, apasionante, por otro, verdaderamente ardua. La mayor dificultad es la de ofrecer una introducción, no ya original y novedosa, sino aun simplemente capaz de proporcionar al lector o lectora una guía que le oriente por las múltiples sendas que se le despliegan delante al recorrer la obra, evitando el doble riesgo de la banalización y de la complicación inútil. Las páginas que siguen nacen del intento de conjugar esta necesaria tarea orientadora con unas aportaciones más personales, en diálogo con las interpretaciones críticas que considero más importantes e innovadoras de los últimos ochenta años (un panorama más completo se ofrecerá en el apartado dedicado a la crítica). La perspectiva escogida se centra sobre todo en la relación que La vida es sueño establece con otros textos de la cultura española y occidental para extraer de ellos nuevos significados y proceder hacia una modernidad que caracteriza profundamente la obra de Calderón, por más que vaya aparejada, esta modernidad, con formas de pensamiento y sistemas de valores que se inscriben en la más estricta ortodoxia religiosa y política.

Segismundo y Rosaura: la reescritura calderoniana del paradigma teatral del salvaje

El paradigma en Lope de Vega y sus contemporáneos

Un niño de sangre real es abandonado recién nacido en una selva, por definición lugar antitético a la corte; este abandono puede deberse a la ilegitimidad de su nacimiento, o bien a algún horóscopo que predice que destronará al actual monarca. El niño crece —a menudo acompañado por un ayo, o por alguna otra presencia adulta—, ignorando su identidad, pero experimentando una ambición y una aspiración a ser más de lo que es, que no condicen en absoluto con su situación marginada. Tampoco condicen con esta su valor y su forma de vivir el amor como un sentimiento exclusivo y existencialmente determinante. Estas cualidades se expresan sin embargo de forma desordenada, a menudo incontrolada; y se mezclan de forma característica con manifestaciones más o menos evidentes de la falta de educación cortesana. Llega un momento en que el joven puede probar su valor; a partir de ahí, se le abrirán las puertas de la corte. Pero, antes de la anagnórisis (reconocimiento) final que le restituirá su identidad y su estatus, deberá pasar por la prueba más difícil: el enfrentamiento con su mismo padre, que podrá desembocar bien en una humillación del joven, bien en su franco triunfo. El modelo narrativo que me he esforzado por resumir en sus rasgos esenciales presenta, como cualquiera puede ver, una identidad sustancial con la historia de Segismundo en La vida es sueño. Por otra parte, coincide también sustancialmente, aunque con algunas significativas variantes, con el patrón de las historias míticas protagonizadas por algunos grandes héroes de la antigüedad: Ciro, rey de Persia; Edipo, rey de Tebas; Rómulo y Remo, fundadores de Roma. Precisamente por ser un modelo narrativo estrechamente vinculado con la figura del héroe, es por lo que se lo reutiliza a menudo en la literatura caballeresca: en ámbito hispánico, quizá el ejemplo más evidente sea el del Palmerín de Inglaterra.

Calderón no es el primero en llevarlo al teatro: antes de él, lo habían utilizado Guillén de Castro y, sobre todo, Lope de Vega. En la pieza que, hasta donde llegan nuestros conocimientos, fue la primera en adaptar este modelo narrativo a las tablas, Lope de Vega se inspiraba en una novela de caballerías francesa de finales del siglo xv, Orson et Valentin. En El nacimiento de Ursón y Valentín, reyes de Francia (1588-1595) Lope mantenía, aun cambiando muchísimas cosas con respecto a su texto-fuente, la presencia de la pareja protagonista de mellizos que el destino separa al nacer, haciendo que el uno crezca en el campo con unos pastores, mientras que el otro, raptado por una osa, crece en la selva como un oso (de ahí su nombre). Ambos protagonistas responden por igual a los rasgos del modelo, con una obvia acentuación de las características salvajes en Ursón, a las que corresponde, antes de la anagnórisis final, su captura y su condena a muerte por el rey con la acusación de haber matado a unos cortesanos impertinentes. Veinte años después, Lope vuelve a retomar el mismo modelo de intriga y el mismo esquema binario de protagonistas para El animal de Hungría (1608-1612), pero con una variante significativa: el personaje que se ha criado en estado salvaje es ahora una mujer, Rosaura; el personaje que se ha criado entre pastores en una aldea, Felipe, no tiene ningún parentesco con Rosaura, pero acabará enamorándose de ella, y ella de él. Antes de que Rosaura recobre su identidad de hija del rey de Hungría y pueda casarse con Felipe, que es nieto del conde de Barcelona, se verá encarcelada y condenada a muerte por su mismo padre, habiendo confesado su responsabilidad en el homicidio de un pastor. Pasa una década, año más año menos, y Lope vuelve a teatralizar la historia del héroe salvaje en El hijo de los leones: esta vez, a Leonido, el salvaje protagonista, no le corresponde ningún coetáneo que, también despojado de su identidad, se haya criado en la aldea. Pero, aun haciendo del salvaje el único protagonista joven, Lope no renuncia a ponerle al lado una pareja, cuyo trato sirve a Leonido para darle la medida de sus cualidades e impulsarlo a mejorar y refinarse (como le sucedía a Ursón al lado de su mellizo Valentín, y a Rosaura al lado de su amado Felipe). Esta pareja es una mujer, Fenisa, que se ha retirado a la aldea asumiendo nombre e identidad fingidas porque ha sido deshonrada por su señor y busca reparación; es, de hecho, la madre de Leonido, y aunque ella no sabe que el salvaje es su hijo, la voz de la sangre le impide corresponder al amor que este experimenta enseguida hacia ella. Esta vez, a diferencia de lo que sucedía en El animal de Hungría, el amor entre el protagonista salvaje y su pareja no puede realizarse por un tabú que incluye a la vez la consanguineidad y la pérdida del honor de la mujer. Sigue manteniéndose sin embargo el segmento relativo a la condena a muerte del salvaje por parte de su padre; condena que esta vez no se debe a ningún desmán de Leonido, que es un salvaje mucho menos agresivo que Ursón y Rosaura, sino a su enfrentamiento con el príncipe para obligarlo a casarse con Fenisa.

En los mismos años en que se representó en las tablas El hijo de los leones, se concibieron y representaron otras dos comedias de tema y desarrollo extraordinariamente parecidos, debidas la una con toda probabilidad a Guillén de Castro (El nieto de su padre), la otra a Luis Vélez de Guevara (Virtudes vencen señales). La presencia en las tres piezas de un protagonista criado en estado salvaje que, a través de una serie de hechos que demuestran su nobleza, llega a ver reconocido su derecho de heredar el trono, me llevó hace ya muchos años a formular la hipótesis de su contemporaneidad con la subida al trono de Felipe IV, en 1621: podrían haber sido, las tres comedias, auspicio de una renovación del poder monárquico en la figura de un joven héroe «natural», no corrompido por las hipocresías y malas costumbres de palacio5. Tanto El nieto de su padre como Virtudes vencen señales comparten, con El hijo de los leones, el motivo del tabú que impide al protagonista la realización del amor con la primera mujer que conquista su corazón: se trata en ambos casos de una relación de estrecho parentesco, siendo Teosinda en El nieto de su padre la madre de Avido, y Leda en Virtudes vencen señales la hermana de Filipo. Con respecto a las piezas de Lope, El nieto de su padre y Virtudes vencen señales introducen, por otra parte, un motivo que también vamos a encontrar en La vida es sueño: el de la actuación guerrera del protagonista al frente de un bando rebelde. En ninguna de las dos piezas sin embargo esta actuación del protagonista llega a enfrentarle directamente con la persona del rey, sino que, en ambos casos, el héroe rinde inmediatamente homenaje a la autoridad del monarca, y se ve compensado con el reconocimiento de su identidad y de su derecho al trono. La pieza de Vélez de Guevara presenta otros interesantes puntos de contacto con La vida es sueño: el hecho de que el protagonista se hubiese criado en una torre, lugar en el que su padre el rey de Albania lo había encerrado por miedo a las hablillas del pueblo, motivadas por que Filipo había nacido con la tez morena; el ansia de libertad del protagonista; la pesada ironía con la que trata a Filipo el Almirante, personaje cortesano que recuerda en muchos aspectos al Astolfo de La vida es sueño; el gracioso que se llama Clarín...6.

Por otra parte, estas coincidencias —aunque significativas— no pasan de ser elementos aislados de una trama que, en la comedia de Vélez, es en conjunto difícilmente comparable con la de La vida es sueño, por su desarrollo y por sus significados. Baste simplemente recordar que no hay asomo de rencor entre padre e hijo en Virtudes vencen señales (como tampoco en El nieto de su padre), y que Filipo no debe vencerse a sí mismo para llegar a reinar, pues lo único que debe vencer son los prejuicios de los demás por su aspecto «monstruoso». Y lo mismo podría decirse del Avido de El nieto de su padre, que es un salvaje solo por haberse criado en la selva, pero que de la naturaleza ha sacado las mejores enseñanzas (un entendimiento político «natural», una correcta interpretación de la voz de la sangre) sin que haya rastro en él de lo natural «negativo», es decir, de esa fuerza incontrolada de los instintos que, en cambio, marca con un sello entre cómico y negativo las fases iniciales del desarrollo teatral del salvaje lopesco, en las dos primeras comedias del Fénix que lo llevan a la escena. Por tanto, es muy posible que el joven Calderón asistiera, allá por 1621, a la representación de una de estas piezas, y que recordara algunos de sus elementos de intriga a la hora de escribir La vida es sueño; pero esto no nos puede llevar de ninguna manera a hablar de Virtudes vencen señales (o de El nieto de su padre, o de El hijo de los leones) como textos-fuente de la pieza de Calderón. De hecho, las relaciones entre los textos son siempre más difusas y complejas que la directa, unívoca y en cierto modo servil que se supone exista entre un texto-fuente y el texto-derivado; por esto funciona mejor, para este tipo de investigaciones, la noción de intertextualidad, que arranca de la constatación de que en cada texto se inscribe cierto número de hipotextos, variamente elaborados según las necesidades del autor. Desde esta perspectiva, y más allá de los puntos de contacto que indudablemente existen entre La vida es sueño y Virtudes vencen señales, me parece más significativa la relación que se establece entre La vida es sueño y el paradigma teatral del salvaje en la elaboración lopesca.

De hecho, solo el salvaje de Lope (el Lope de Ursón y Valentín y de El animal de Hungría) se muestra en escena como un personaje agresivo, que llega hasta matar a un inferior, viéndose así castigado por el monarca con una condena a muerte evitada in extremis por la anagnórisis; solo el salvaje de Lope encuentra a su lado a un coprotagonista, también marginado, que forma pareja con él y que le da la medida de sus acciones, impulsándolo a mejorar. Si añadimos estos dos rasgos al breve resumen del paradigma del salvaje teatral que abre el presente apartado, nos daremos cuenta de que hemos reconstruido casi por completo (sobre la extensión de este «casi» volveremos luego) la intriga de La vida es sueño. Segismundo, como bien vio Deyermond (1991), es, por lo menos en la primera parte de su trayectoria, un salvaje: pero no solamente porque vive en un lugar aislado, viste de pieles, es violento y sexualmente agresivo, como el salvaje del folclore, figura sustancialmente estática y simbólica, en el que piensa Deyermond.

El paradigma en La vida es sueño

Segismundo es un salvaje porque repite, en su trayectoria teatral, todas las pautas del paradigma inaugurado por Lope para este personaje7: excluido al nacer de su ambiente de origen y privado de su identidad, crece con un ayo (Clotaldo) y estudia en el gran libro de la naturaleza; el encuentro con la mujer despierta en él una gran sensibilidad y una disponibilidad al amor y a la generosidad (baste pensar que está dispuesto a matarse si Clotaldo no perdona la vida a Rosaura y Clarín, quienes sin saberlo han violado el secreto de la torre). La conciencia de su valor es en él tan fuerte que no sabe sujetarse a nadie al que imagine inferior; no soporta que se le trate con suficiencia o que se le contradiga, y puede llegar a matar por ello sin remordimientos (es lo que hace Segismundo con el criado que se pone a discutir con él, y lo que quisiera hacer con Clotaldo y con Astolfo). Su capacidad de amar con intensidad tiene como contrapartida unos comportamientos instintivos poco controlados, por lo que tiende a pasar sin mediaciones de la admiración visual al contacto físico (es lo que le sucede con Estrella), hasta llegar al borde de la violencia sexual (en el segundo encuentro con Rosaura). Estos desmanes se ven castigados inmediatamente por la autoridad regia: pero, en vez de condenarlo a muerte como sucedía en las piezas de Lope, el rey-padre de La vida es sueño condena a Segismundo a volver a su cárcel, que, por otra parte, es, en palabras de Rosaura, «sepultura» donde él yace «vivo cadáver» (v. 94). La tercera jornada teatraliza la otra conclusión posible del enfrentamiento entre el hijo-salvaje y el padre-rey, es decir, el triunfo del primero y la derrota del segundo. Es esta la conclusión que proponen piezas como El nieto de su padre y Virtudes vencen señales, aun tomando todas las precauciones para reducir el impacto de una situación parecida, pues el hijo, en cuanto aprende la identidad del derrotado, se apresura a echarse a sus pies ofreciéndole obediencia. Sabemos que Segismundo hace lo mismo, en el final de La vida es sueño, levantando a Basilio y arrodillándose a su vez ante él: pero en el tiempo que media entre la humillación de Basilio y la de Segismundo, tiempo ocupado por el largo discurso final del protagonista a la corte de Polonia, se abre otra, y no la menor, de las diferencias significativas entre La vida es sueño y sus posibles hipotextos.

Y finalmente: en la trayectoria hacia el reconocimiento definitivo de su estatus de príncipe, el protagonista se ve acompañado constantemente por un personaje, también marginado y privado de su identidad originaria, que funciona como coprotagonista. En el caso de La vida es sueño, este personaje es Rosaura: marginada no por haber crecido entre pastores, pero sí por haber sido privada de su identidad social a causa de su nacimiento ilegítimo antes que de la pérdida de su honor. Rosaura, como reconoce ya toda la crítica más avisada, no es la protagonista de un segmento de intriga secundario, de mero adorno, que estropea con la frivolidad de la comedia palaciega la profundidad del drama filosófico. Rosaura es, para Segismundo, la piedra de toque de su evolución; su itinerario dramático tiene muchos puntos de contacto con el de la dama, pues ambos han sido privados de su identidad social por culpa de sus respectivos padres, ambos van en busca de su honor perdido, ambos tendrán que enfrentarse en su trayectoria con un padre que elude sus responsabilidades. Esta dinámica dual es típica del paradigma lopesco del salvaje, y Calderón puede muy bien haberse inspirado en alguna de las piezas ya citadas del Fénix, que por lo demás estaban ya todas publicadas en 1629.

A este respecto, no deja de ser curiosa la coincidencia del nombre entre la Rosaura de La vida es sueño y la protagonista de El animal de Hungría. Bien es cierto que se trata de un nombre no tan insólito en el teatro áureo, sobre todo en las piezas ambientadas en un espacio exótico y un tiempo indeterminado. Por otra parte, Rosaura es un nombre profundamente conectado con el universo del salvaje folclórico: en muchas tradiciones, así se llama la auxiliar o compañera humana del hombre-oso. Es un dato que muy oportunamente recuerda Molho (1978) al reconocer en la historia de Segismundo algunos elementos de la estructura mítica del héroe salvaje. Pero habría que remontarse más hacia atrás, y reconocer que fue el Fénix, con su extraordinaria capacidad de captación y reutilización de elementos tradicionales, quien introdujo en el teatro un paradigma narrativo y hasta unos nombres enraizados en el mito y en el folclore. Si hiciera falta otro argumento en contra de las opiniones críticas que veían en la historia de Rosaura en La vida es sueño una intriga postiza e insustancial, este argumento lo proporcionaría la necesidad estructural de la pareja formada por el protagonista salvaje y un compañero o compañera auxiliar, que Calderón retoma de Lope. No es ninguna novedad, por otra parte, la disponibilidad de Calderón para reelaborar materiales mítico-folclóricos de gran irradiación y permanencia: una característica que ha sido puesta de relieve tanto a propósito de la relación entre sus autos sacramentales y la noción antropológica de fiesta, como a propósito de su forma de reutilizar los materiales mitológicos en dramas y autos.

Del paradigma al sintagma: «La vida es sueño» como obra maestra y original

La dialéctica amor/honor y los deberes del príncipe

Es el momento de abandonar el examen de los parecidos entre La vida es sueño y las piezas, de tema en parte análogo, que la preceden, para ver dónde están las diferencias y qué es lo que hace de la de Calderón una obra maestra y original. Empezaremos esta exploración partiendo del personaje de Rosaura y de su relación con Segismundo. En su primer encuentro con Rosaura, como han señalado muchos críticos, Segismundo experimenta por primera vez la presencia del Otro, se refleja en otra mirada, admira la belleza de la mujer (que sin embargo viene vestida de hombre...) y siente nacer en él unos sentimientos nuevos: amor y generosidad. En palacio, cuando encuentra por segunda vez a Rosaura, ahora vestida de mujer, Segismundo tiene una reacción ambivalente: en un primer momento, reconoce a la belleza ya admirada y mide toda la extensión de la emoción que le causa su presencia; en un segundo momento, la reacción negativa de Rosaura lo lleva a repetir un esquema ya experimentado muchas veces en su breve paréntesis palaciego, es decir, la reacción agresiva de quien quiere imponerse con la violencia física a los que tratan de poner límites a su libertad de actuar. Una libertad que, como todos los seres ineducados y como todos los tiranos, Segismundo tiende a hacer coincidir con su «gusto», es decir, con la licencia. Cuando, por tercera vez, Rosaura se presenta ante Segismundo en el campo de batalla, vestida de mujer pero armada como un hombre, el príncipe vacila: podría aprovecharse de ella, como lo había intentado en la segunda jornada, y con la seguridad de que ahora nadie intervendría para salvarla de sus garras. A este impulso Segismundo todavía le da el nombre de «amor» (v. 2961), pero sabe ver que este tipo de amor rompería «las leyes... del valor y confïanza / con que a mis plantas se postra». Y en los versos siguientes, que son un momento clave de la obra, renuncia a la satisfacción inmediata de su deseo en nombre de una perspectiva de mayor aliento y duración: «acudamos a lo eterno, / que es la fama vividora / donde ni duermen las dichas, / ni las grandezas reposan» (vv. 2982-2985).

La renuncia de Segismundo a Rosaura tiene que ver, pues, básicamente, con una reflexión del protagonista acerca del significado de sus acciones en relación con la dimensión temporal de su existencia (rasgo central sobre el que volveremos más adelante); es una elección que no viene determinada por ningún elemento exterior, por ninguna contingencia, y eso realza indudablemente la envergadura de la victoria de Segismundo sobre sí mismo. ¡Qué lejos quedan las renuncias amorosas de los protagonistas de El hijo de los leones, El nieto de su padre y Virtudes vencen señales, impuestas por el tabú del parentesco! ¡Qué lejos quedan también las consideraciones algo triviales del protagonista de El hijo de los leones, que renuncia a Fenisa aun antes de saber que ella es su madre, cuando sabe que está deshonrada!8. Porque el concepto de honor que triunfa en Segismundo sobre el amor no es un simple equivalente de la «opinión»: Segismundo, en otras palabras, no renuncia a Rosaura porque está deshonrada, sino porque, al estar ella deshonrada, él puede restituirle el honor y realizar así una acción plenamente digna de un príncipe. El texto es, a este respecto, meridiano: «Rosaura está sin honor: / más a un príncipe le toca / el dar honor que quitarle» (vv. 2986-2988). Esta elección, de profundas significaciones políticas, es la que determina la diferencia radical entre el Segismundo «príncipe por un día» de la segunda jornada, y el Segismundo príncipe victorioso, y al final reconocido por su padre y aclamado por corte y pueblo, de la tercera.

El Segismundo de la segunda jornada quita honor a sus vasallos, en todas sus acciones y gestos: cuando humilla a Clotaldo, cuando le niega a Astolfo el reconocimiento de su estatus jerárquico, cuando se propasa con Estrella buscando un contacto físico vedado, cuando mata al criado que ha osado contradecirlo, cuando intenta violar a Rosaura. Actúa, pues, más como un tirano que como un príncipe justo. Y esto no hay que olvidarlo, por más que Calderón haya construido magistralmente esta porción de la segunda jornada, invitándonos casi a simpatizar con Segismundo, ya en razón del tratamiento inhumano recibido por este desde el nacimiento, que lleva a justificar en parte sus reacciones, ya por la instintiva adhesión que suscita la inmediatez del príncipe, por brutal que sea, frente a los códigos complejos e hipócritas del comportamiento palaciego. El Segismundo de la tercera jornada, en cambio, repara una a una las afrentas perpetradas en su breve experiencia palaciega, dando honor donde antes lo había quitado o puesto en peligro: a Rosaura por supuesto, pero también a Clotaldo (a quien premia por su lealtad antes puesta en tela de juicio), a Astolfo (a quien llama, en el final, «príncipe... de tanto valor y fama», reconociéndole una igualdad consigo mismo que en la segunda jornada le había orgullosamente negado), a Estrella (a quien vuelve a pedir la mano, pero esta vez para ofrecerle el matrimonio).

El único al que no puede restituir honor ni vida es al criado que había tirado por el balcón de palacio por haberse atrevido a discutir con él; en cierto sentido, el castigo del soldado rebelde podría verse entonces como la contrapartida, políticamente madura y positiva, de la acción tiránica de la segunda jornada. Allí, Segismundo el tirano mataba a quien había osado hacerse opositor suyo; aquí, Segismundo el príncipe perfecto castiga a quien lo ha ayudado, pero no por haberlo ayudado, sino, como han sabido ver los críticos más atentos, por el descaro de reivindicar como acción merecedora de recompensa la rebeldía contra el monarca legítimo. Mirado desde esta perspectiva, el encarcelamiento del soldado rebelde se corresponde a la muerte de Clarín, el prototipo del adulador, «grande agradador / de todos los Segismundos» (vv. 1338-1339). Es cierto que su muerte es fruto del azar, pero obedece también a un criterio de justicia política (aun más que poética): es lo que observa Evangelina Rodríguez Cuadros (1998: 61) cuando afirma que la muerte del adulador, acomodaticio, chantajista Clarín precede naturalmente a la instauración del principado perfecto de Segismundo, en el que los vicios representados por el gracioso no deben tener cabida.

La dialéctica torre/palacio y la negación de la «bondad natural»

Volvamos brevemente al paradigma del héroe salvaje en la elaboración de Lope y de Guillén de Castro: en sus comedias, el espacio donde se cría el protagonista es, de acuerdo con la etimología latina de su nombre, la selva. Nada más lejano de la corte, urbanizada y civilizada, que la naturaleza inculta del monte, de los bosques. Una naturaleza cuyas características se corresponden plenamente con las del joven héroe, cuya cercanía al mundo animal se simboliza en el tópico vestido de pieles y, la mayoría de las veces, en el motivo también tópico del haber sido amamantado por una hembra de animal, osa, loba, leona o cierva, según los casos. La naturalidad inculta del salvaje lo lleva, es cierto, a comportamientos reprobables según la óptica del hombre que ha aprendido a vivir en sociedad: agresividad e intolerancia hacia cualquier forma de limitación a su libertad, y una inmediatez en la manifestación del deseo sexual que choca con las normas sociales que regulan la relación entre hombres y mujeres (aunque la relación entre estado salvaje y comportamientos sexuales irregulares solo aparece en las dos primeras piezas de Lope sobre el tema, para desaparecer en las demás). Ahora bien, si el ambiente natural e inculto en el que se ha criado el salvaje propicia comportamientos negativos, garantiza también, por otra parte, la recta percepción de unos principios que la cultura de la época quiere ver como naturales, innatos en el noble: fidelidad, sinceridad, alta consideración de la instancia monárquica, percepción correcta de la «voz de la sangre»... Cualidades todas que entran en oposición, implícita o explícita, con el ambiente corrupto de la corte, que se presenta como un espacio en el que reinan traiciones, infidelidades o, cuando menos, la artificialidad y la deformación hipócrita de la verdad.

En esta representación de la dialéctica selva/corte, no extraña que las características negativas del salvaje, pronto abandonadas por lo demás, aparezcan como comportamientos entre cómicos y folclóricos, que no reciben una fuerte sanción ética ni oscurecen sus cualidades de naturalidad positiva; cualidades que permiten interpretar su trayectoria teatral como la actualización del mito del héroe joven que renueva el mundo civilizado al que vuelve después de un momento inicial de separación9. Sobre todo, los comportamientos negativos del salvaje, aun donde existen, no le exigen esa dramática «vuelta sobre sí» que le exigen a Segismundo sus comportamientos en la segunda jornada, tan afines a los del primer salvaje lopesco. La prueba está en que el cambio de fortuna que lleva al salvaje de Lope desde la condena a muerte, por sus desmanes y agresividades, a la anagnórisis y al reino es, siempre, precipitado y extemporáneo, y en nada depende de un cambio de actitud del protagonista; mientras que el triunfo final de Segismundo en La vida es sueño depende enteramente de su lenta conquista de un cambio de actitud, conquista que ocupa la parte final de la segunda jornada y toda la tercera, y es uno de los segmentos más novedosos e intensos (y complejos) de la obra.

A la luz de estas consideraciones, no es de extrañar que Calderón, de entre todas las piezas que hemos recordado y que pueden considerarse como posibles hipotextos de La vida es sueño, haya elegido, en tanto espacio donde su protagonista se cría y vive su separación del mundo de los hombres, la torre de Virtudes vencen señales, en vez de la selva de todas las demás comedias; y, consecuentemente, aun manteniendo para Segismundo el vestido de pieles que es marca de reconocimiento teatral del salvaje, haya excluido el motivo mítico de la lactancia animal. Bien es cierto que la torre, como señala Molho (1978), se coloca en un monte, y por tanto la oposición entre torre y palacio repite esa topología opositiva entre alto (el monte donde crece el héroe abandonado al nacer) y bajo (la llanura donde surge el palacio del rey su padre), que puede leerse al trasluz en todas las piezas que elaboran el paradigma del salvaje10. Pero también es cierto que la torre presenta dos características fundamentalmente distintas con respecto a la selva: no es un espacio natural y es un lugar de reclusión. Ambas características son determinantes en la construcción del sentido de la obra.

Así como la torre no es un espacio natural, Segismundo no participa automáticamente de las cualidades positivas de la naturaleza: Calderón, a diferencia de Lope, Guillén y Vélez, no caracteriza a su protagonista como un ser cuya autenticidad natural constituye una alternativa válida a los personajes corruptos de la corte. De natural, Segismundo solo tiene los impulsos instintivos que lo caracterizan en la primera parte de la trayectoria, hasta su vuelta a la torre en la secuencia final de la segunda jornada. Es cierto que, como subraya Ruiz Ramón (2000: 152), las características ferinas de Segismundo en esta primera fase de su trayectoria no deben hacer olvidar sus características humanas. Por esto quizá sea más rentable hablar a este respecto de un estado psicológico infantil (por oposición a la madurez adulta), que solo vive en el instante y por el instante, tratando de realizar con torpeza sus fantasías de triunfo (que es una de las lecturas que propone Vitse, 1980: 44-53). El hecho es que las características «naturales» de Segismundo no son positivas, y en este sentido tiene toda la razón Ynduráin (2004: 46-47) cuando recuerda que no hay rastro en La vida es sueño de la idealización renacentista de la naturaleza, porque ni Segismundo (ni, por otra parte, Basilio) deducen ninguna enseñanza positiva de su observación. Como señala Campbell, en La vida es sueño «se cuestiona la herencia biológica de la virtud» de acuerdo con el pensamiento neoestoico que impregna la cultura de la época; en la trayectoria de Segismundo se pone de manifiesto que no es la sangre la que permite su ascenso y redención, sino sus méritos y el «uso constante de la reflexión» (2009: 39, y también 223-225)11.

Como decía antes, la torre no solo no es un espacio natural, sino que es, en La vida es sueño, el lugar por excelencia de la privación de la libertad. El que Segismundo se vea encarcelado en la torre, sin la posibilidad de evadirse de esa forma tan inexplicablemente fácil que le otorga Vélez al protagonista de Virtudes vencen señales, es otra genial elección calderoniana que motiva de forma decididamente más moderna y psicológicamente verosímil el comportamiento de Segismundo: no ya agresivo por simple fiereza, sino por reacción a la inhumana reclusión que ha padecido. Y esto le confiere un espesor y un dramatismo nunca conocidos antes al enfrentamiento entre el protagonista y el mundo de palacio y, más aún, al enfrentamiento con su mismo padre. Un padre cuya identidad Segismundo conoce, a diferencia de lo que les sucedía a los protagonistas salvajes de las piezas ya citadas, y al que por tanto está en condiciones de responsabilizar por haberle quitado «el ser de hombre» (v. 1487) con el género de crianza al que lo ha sometido.

La carga de conflictividad que subyace y a menudo estalla en las situaciones protagonizadas por Segismundo no tiene nada que ver con la tendencia a la reducción de los conflictos que se nota en las piezas protagonizadas por un héroe salvaje más cercanas a la fecha de composición probable de La vida es sueño. Aun así, no se trata de una simple vuelta atrás al modelo del primer Lope, sino de una genial operación de reactualización que, incorporando algunos rasgos negativos de ese primer salvaje lopesco, logra infundir una mayor dramaticidad al protagonista y abrir la obra hacia una perspectiva más moderna. Ningún personaje de La vida es sueño