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LA PRIMERA LEY: LIBRO I El inquisidor Glokta, convertido en un cínico tullido tras su paso por las cárceles de los enemigos de la Unión, es ahora a su vez un eficaz torturador capaz de extraer cualquier información de un criminal o de quien decidan sus superiores... El capitán Jezal dan Luthar no ha hecho en su vida nada más peligroso que desplumar a sus amigos jugando a las cartas y soñar con la gloria de vencer en el certamen de esgrima. Pero se está fraguando una guerra, y en los campos de batalla del Norte la lucha se rige por normas mucho más sangrientas... Logen Nuevededos, infame bárbaro de pasado sangriento, acaba de perder a sus amigos y está decidido a abandonar sus tierras y dirigirse al sur, pero los espíritus le advierten que le busca un Mago de los Viejos Tiempos... Sus historias se entrelazan en una fantasía negra repleta de acción y personajes memorables.
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Seitenzahl: 1026
Veröffentlichungsjahr: 2012
Para los cuatro lectores.Ya sabéis quiénes sois
Logen se internó de un salto en la espesura, con los pies descalzos resbalando y patinando en la tierra húmeda, en la nieve fundida, en la pinocha mojada, con el pecho ardiendo al respirar, la sangre retumbando en la cabeza. Tropezó y cayó de costado, a punto estuvo de abrirse el pecho con su propia hacha y se quedó allí tendido jadeando, escrutando el sombrío bosque.
Hacía solo un instante el Sabueso seguía a su lado, de eso estaba seguro, pero ya no había ni rastro de él. En cuanto a los demás, no había forma de saberlo. Valiente jefe estaba hecho, dejando que lo separaran de sus hombres. Debería estar intentando regresar, pero los shankas andaban por todas partes. Los sentía moverse entre los árboles y su olfato estaba impregnado de su olor. Desde algún lugar situado a su izquierda le pareció oír gritos, de lucha tal vez. Procurando no hacer ruido, se levantó despacio. Sonó el crujido de una rama y Logen se volvió como una centella.
Una lanza venía hacia él. Una lanza de aspecto feroz llegaba hacia él a toda velocidad con un shanka al otro extremo.
—Mierda —dijo Logen.
Se echó a un lado, resbaló, cayó de bruces y rodó por el suelo atravesando la maleza, convencido de que en cualquier momento sentiría cómo la lanza se le hundía en la espalda. Respirando pesadamente, se apresuró a ponerse de pie. Vio el brillo de la punta acometiendo de nuevo contra él, la esquivó y se escabulló tras el grueso tronco de un árbol. Se asomó por un lado y el cabeza plana soltó un bufido y atacó de nuevo. Logen volvió a asomarse un instante por el otro lado, se apartó, rodeó el tronco de un salto, salió a descubierto y descargó un hachazo rugiendo con todas sus fuerzas. Con un chasquido, el filo del hacha se hundió en el cráneo del shanka. Había tenido suerte, pero al fin y al cabo, pensó Logen, ya iba siendo hora de tener un poco de suerte.
El cabeza plana seguía en pie, mirándole sin dejar de pestañear. Luego se le fue cubriendo la cabeza de hilos de sangre y empezó a tambalearse. Después se desplomó, arrancando a Logen el hacha de las manos, y quedó a sus pies convulsionándose en el suelo. Logen trató de agarrar el mango del hacha, pero, de alguna manera, el shanka seguía sosteniendo su lanza y la punta daba sacudidas en el aire.
—¡Au! —chilló Logen cuando la lanza le hizo un corte el brazo.
Notó una sombra en la cara. Otro cabeza plana. Y de los grandes. Ya estaba en el aire, con los brazos extendidos. Demasiado tarde para coger el hacha. Demasiado tarde para esquivarlo. La boca de Logen se abrió, pero no había tiempo de decir nada. ¿Qué podía decirse en una situación así?
Cayeron juntos a la tierra húmeda y rodaron juntos por el suelo entre espinas y ramas sueltas, arañándose y aporreándose y gruñendo. La cabeza de Logen dio contra la raíz de un árbol, un golpe tan fuerte que le pitaron los oídos. Llevaba un cuchillo en alguna parte, pero no recordaba dónde. Rodaron y rodaron pendiente abajo mientras el mundo giraba y giraba a su alrededor, y Logen intentó desembotarse y estrangular al cabeza plana a la vez. No había forma de parar.
A todos les había parecido buena idea acampar cerca del cañón. Así no habría posibilidad de que los sorprendieran por la espalda. Pero mientras Logen resbalaba sobre el vientre hacia el borde del abismo, la idea estaba perdiendo gran parte de su atractivo. Desesperado, trató de aferrarse a la tierra húmeda. Sus manos solo encontraron polvo y agujas de pino marrones. Volvió a cerrar los dedos, pero lo único que atraparon fue nada. Iba a caer. Dejó escapar un leve gemido.
Sus manos agarraron algo. La raíz de un árbol que sobresalía de la tierra, justo al borde del precipicio. Soltó un grito ahogado y se balanceó sobre el vacío, pero estaba bien aferrado.
—¡Ja! —gritó—. ¡Ja!
Seguía vivo. Hacía falta algo más que unos cuantos cabezas planas para acabar con Logen Nuevededos. Trató de encaramarse al borde, pero le fue imposible. Un gran peso le colgaba de las piernas. Logen miró hacia abajo.
El cañón era profundo. Muy profundo, y con unas paredes de roca cortadas a pico. Aquí y allá un árbol encajado en una grieta desplegaba su fronda sobre el abismo. Al fondo, muy lejos, el río turbulento y veloz discurría bufando y escupiendo espuma blanca, encajonado entre abruptos peñascos negros. Mal asunto, desde luego, aunque el verdadero problema lo tenía más cerca. El enorme shanka seguía con él, meciéndose con suavidad en el aire, sus sucias manos agarradas al tobillo izquierdo de Logen.
—Mierda —musitó Logen.
Estaba metido en un buen aprieto. Ya había pasado por otros bastante malos y había vivido para contarlo, pero le costaba imaginar una situación mucho peor que aquella. Eso le hizo pensar en su vida. En esos momentos le pareció amarga y sin sentido. No había hecho ningún bien a nadie. Una mera sucesión de violencia y dolor, con poco más que penurias y decepciones entre medias. Las manos empezaban a cansársele, los antebrazos le ardían. Nada parecía indicar que el cabeza plana fuese a soltarse pronto. Es más, había trepado un poco por su pierna. La criatura se detuvo y lo miró con ferocidad.
De haber sido Logen quien colgara aferrado al pie del shanka, probablemente habría pensado: «Mi vida depende de esta pierna de la que cuelgo, así que mejor no correr riesgos». Un hombre prefiere salvar la vida antes que matar a su enemigo. Por desgracia, los shankas veían las cosas de otra manera, y Logen lo sabía. Por eso no se sorprendió mucho cuando el shanka abrió su enorme boca y le clavó los dientes en la pantorrilla.
—¡Aaargh! —rugió Logen.
Se puso a gritar y a lanzar patadas con todas sus fuerzas usando el talón descalzo. Una hizo sangre al shanka en la cabeza, pero no por eso dejó de morderle y, cuanto más fuertes eran sus patadas, más le resbalaban las manos de la escurridiza raíz a la que estaba sujeto. Apenas quedaba ya raíz a la que aferrarse, y lo poco que había parecía a punto de romperse. Intentó pensar, abstrayéndose del dolor de las manos, del dolor de los brazos, de los dientes del shanka en su pierna. Iba a caer. Sus únicas opciones eran caer en las rocas o caer al agua, y esa era una decisión que más o menos se tomaba sola.
Puestos a hacer algo, mejor es no demorarlo que vivir temiéndolo. Es lo que habría dicho su padre. Logen afirmó en la roca el pie que tenía libre, respiró hondo una última vez y se impulsó hacia el vacío con las pocas fuerzas que le quedaban. Primero sintió cómo se soltaban los dientes que le mordían, luego las manos que lo tenían agarrado y, por un instante, quedó libre.
Entonces empezó a caer. Rápido. Las paredes del cañón pasaban como una exhalación: roca gris, musgo verde, manchas blancas de nieve, todo girando vertiginoso a su alrededor.
Logen daba lentas vueltas en el aire, agitando inútilmente los miembros, demasiado asustado para gritar. El viento le azotaba los ojos, le revolvía la ropa, le robaba el aliento de la boca. Vio al gran shanka estrellarse contra la pared de roca a su lado. Lo vio quebrarse, rebotar y caer desmadejado, sin duda muerto. Una visión muy grata, pero su satisfacción duró poco.
El agua se alzaba ya para acogerle. Embistió su costado con la fuerza de un toro, le vació los pulmones de un puñetazo, le arrebató el sentido de la cabeza, lo absorbió y lo sumió en una fría oscuridad…
«Ya el hierro por sí solo atrae al hombre.»
Homero
El agua lamiéndole las orejas. Eso fue lo primero que sintió. El lamido del agua, el rumor de los árboles, el gorjeo espaciado de algún pájaro.
Logen entreabrió los ojos. Luz, una luz difusa entre las hojas. ¿Era eso la muerte? Y si lo era, ¿por qué dolía tanto? Le palpitaba todo el costado izquierdo. Trató de respirar con normalidad, se atragantó, tosió agua, escupió barro. Gimió, se dio la vuelta, se puso a cuatro patas y entre respingos, con los dientes apretados, se arrastró fuera del río. Rodó por el suelo y se tumbó boca arriba en la orilla sobre un lecho de musgo, cieno y palos podridos.
Permaneció un rato tumbado, contemplando el cielo gris que se abría por encima de las ramas negras, resollando con la garganta en carne viva.
—Sigo vivo —graznó para sí mismo.
Seguía vivo, pese a todos los esfuerzos de la naturaleza, los shankas, los hombres y las bestias. Empapado, con la espalda pegada al suelo, se echó a reír entre dientes. Una risa aguda y gorgoteante. Si algo podía decirse de Logen Nuevededos, es que era un superviviente.
Un viento frío barrió la pútrida orilla, y la risa de Logen se fue desvaneciendo poco a poco. Estaba vivo, sí, pero mantenerse con vida era otro cantar. Se incorporó con una mueca de dolor. Se puso de pie tambaleándose y apoyó la espalda en el tronco del árbol más cercano. Se restregó la nariz, los ojos y las orejas para quitarse la suciedad. Se subió la camisa empapada para echar un vistazo a los daños.
La caída le había dejado el costado lleno de moratones. Tenía las costillas cubiertas de arriba abajo por unas manchas azules y púrpuras. Dolían al tocarlas, y mucho, pero al menos no parecía que tuviera nada roto. La pierna estaba hecha un destrozo. Ensangrentada y desgarrada por los dientes del shanka. Dolía bastante, pero el pie aún se movía bastante bien y eso era lo importante. Ese pie le iba a hacer mucha falta si quería salir de aquella.
Su cuchillo seguía en la vaina del cinturón, y Logen se llevó una gran alegría al verlo. Sabía por experiencia propia que nunca se tienen suficientes cuchillos, y aquel era bastante bueno, pero las cosas seguían pintando mal. Estaba solo en un bosque infestado de cabezas planas. No tenía ni la más remota idea de su posición, pero podía seguir el río. Todos los ríos fluían hacia el norte, desde las montañas hasta el gélido mar. Así que tenía que seguir el río a contracorriente en dirección sur. Seguirlo y luego ascender a las Altiplanicies, donde los shankas no podrían encontrarlo. Era su única oportunidad.
Haría frío allá arriba en esa época del año. Un frío mortal. Bajó la vista a sus pies descalzos. Su típica mala suerte había hecho que los shankas llegaran cuando acababa de quitarse las botas para sajarse las ampollas. Tampoco llevaba zamarra: le habían pillado sentado junto a la hoguera. En esas condiciones no aguantaría ni un día en las montañas. Durante la noche, las manos y los pies se le ennegrecerían, y moriría poco a poco antes de llegar siquiera a los puertos de montaña. Eso si no lo mataba antes el hambre.
—Mierda —masculló.
Tenía que regresar al campamento. Tenía que confiar en que los cabezas planas hubieran seguido su camino, confiar en que hubieran dejado algo atrás. Algo que le ayudara a sobrevivir. Era mucho confiar, pero no tenía elección. Nunca tenía elección.
Cuando Logen dio por fin con el lugar, había empezado a llover. La incesante llovizna le aplastaba el pelo contra el cráneo, le empapaba las ropas. Se pegó a un tronco cubierto de musgo y escudriñó el campamento con el corazón atronando y los dedos de la mano derecha apretando la resbaladiza empuñadura del cuchillo con tanta fuerza que le dolían.
En el lugar donde había estado la hoguera vio un círculo ennegrecido, rodeado de palos a medio quemar y restos de ceniza pisoteada. Vio el leño en el que habían estado sentados Tresárboles y Dow cuando aparecieron los cabezas planas. Vio algunos restos del equipo, rasgados o rotos, desperdigados por el claro. Contó tres shankas muertos aovillados en el suelo, uno con una flecha sobresaliendo del pecho. Tres cadáveres, pero ni rastro de shankas vivos. Era una suerte. La suerte justa para sobrevivir, como de costumbre. Aun así, podían regresar en cualquier momento. Había que darse prisa.
Logen salió de detrás de los árboles y su mirada recorrió el suelo. Sus botas seguían donde las había dejado. Las recogió, se las puso a saltos y, con las prisas, estuvo a punto de resbalar y caerse. También estaba allí su zamarra, atrapada bajo el leño, desgastada y llena de rajas tras diez años expuesta a los rigores del clima y la guerra, mil veces desgarrada y vuelta a coser, con media manga arrancada. Su macuto yacía informe entre los matojos, su contenido esparcido por la ladera. Casi sin aliento, se agachó y volvió a meterlo todo dentro. Un trozo de cuerda, su vieja pipa de barro, unas tiras de cecina, una aguja y algo de bramante, una petaca abollada en cuyo interior chapoteaban algunos restos de licor. Todo ello bueno. Todo ello útil.
De una rama colgaba una manta andrajosa, empapada y medio recubierta por una capa de mugre. Logen la levantó y sonrió. Debajo estaba su puchero, viejo y cascado. Estaba volcado de lado, como si lo hubieran pateado lejos del fuego durante la refriega. Lo agarró con ambas manos. Aquel puchero abollado y renegrido tras años de duro servicio le transmitía una sensación segura, familiar. Hacía mucho que lo tenía. Le había hecho compañía en todas las guerras, cruzando todo el Norte y de vuelta. Todos lo habían usado para cocinar cuando andaban por los caminos, todos habían comido de él. Forley, Hosco, el Sabueso, todos.
Logen repasó de nuevo el campamento. Tres shankas muertos, pero ni rastro de su gente. Quizá todavía anduvieran cerca. Quizá debería arriesgarse, probar a echar un vistazo….
—No.
Lo dijo entre dientes, sin levantar la voz. Sería una locura. Eran muchos cabezas planas. Muchísimos. No tenía ni idea de cuánto tiempo había estado tirado en la orilla del río. Incluso si algunos de los suyos hubieran conseguido escapar, los shankas estarían dándoles caza por el bosque. A esas alturas seguro que ya no eran más que cadáveres desperdigados por los valles altos. Lo único que podía hacer Logen era dirigirse a las montañas y tratar de salvar su triste pellejo. Había que ser realista. Había que serlo, por mucho que doliera.
—Ya solo quedamos tú y yo —dijo Logen mientras metía el puchero en el macuto y se lo echaba a la espalda.
Se puso en marcha, renqueando todo lo rápido que podía. Pendiente arriba, hacia el río, hacia las montañas.
Solo ellos dos. El puchero y él.
Eran los únicos supervivientes.
¿Por qué lo hago?, se preguntó por enésima vez el inquisidor Glokta mientras recorría cojeando el pasillo. Los muros estaban enlucidos y encalados, aunque ni una cosa ni otra en fecha reciente. El lugar transmitía una sensación sórdida y olía a humedad. No había ventanas, ya que era un pasillo subterráneo muy profundo, y las luces de las lámparas proyectaban sombras que fluían lentas por todos los rincones.
¿Por qué iba a querer alguien hacer esto? Los pasos de Glokta sobre las mugrientas losas del suelo marcaban un ritmo constante. Primero, el golpe seguro de su talón derecho, luego el leve toque del bastón y, por último, el interminable arrastre de su pie izquierdo, acompañado por los acostumbrados dolores punzantes que se extendían por el tobillo, la rodilla, el culo y la espalda. Golpe, toque, dolor. Ese era el ritmo de su andar.
La sucia monotonía del pasillo se interrumpía de vez en cuando por pesadas puertas, reforzadas con planchas de hierro perforado. Tras una de ellas, Glokta creyó oír un grito de dolor ahogado. Me pregunto quién será el desdichado al que están interrogando ahí dentro. ¿De qué crimen será culpable o inocente? ¿En qué secretos estarán hurgando, qué mentiras estarán desbrozando, qué traiciones estarán poniendo al descubierto? Pero no tuvo mucho tiempo de preguntárselo. Los escalones interrumpieron sus pensamientos.
Si le hubieran dado la oportunidad de someter a tortura a un hombre, al que fuera, Glokta habría elegido sin duda al inventor de los escalones. Antes de que comenzaran sus desdichas, cuando era joven y vivía rodeado de admiración, nunca se había fijado en ellos. Se los saltaba de dos en dos y seguía despreocupado su camino. Pero ya no. Están por todas partes. Es imposible pasar de un piso a otro sin ellos. Y bajar es peor que subir, que es algo de lo que nadie se da cuenta. Yendo hacia arriba, la caída no suele ser tan larga.
Conocía muy bien aquel tramo. Dieciséis escalones labrados en piedra lisa, un poco desgastados por el centro y algo húmedos, como lo estaba todo allí abajo. Sin barandilla ni nada a lo que agarrarse. Dieciséis enemigos. Un auténtico reto. Le había llevado su tiempo dar con el método menos doloroso para bajar escaleras. Avanzaba de lado, como los cangrejos. Primero el bastón, luego el pie izquierdo y después el derecho, acompañado de un dolor más agónico del habitual por tener que apoyar el peso en la pierna izquierda, y de unas punzadas constantes en el cuello. ¿Por qué tiene que dolerme el cuello cuando bajo escaleras? ¿Acaso es el cuello el que carga con mi peso? Pero el dolor era innegable.
A cuatro escalones del final, se detuvo. Ya casi los había vencido. Su mano temblaba sobre la empuñadura del bastón y la pierna izquierda le dolía horrores. Se pasó la lengua por las encías delanteras, donde en tiempos había tenido dientes, respiró hondo y dio un paso adelante. El tobillo cedió con una terrible punzada de dolor y Glokta se precipitó hacia delante, retorciéndose, tambaleándose con la mente convertida en un hervidero de espanto y desesperación. Tropezó como un borracho con el siguiente escalón, arañó las lisas paredes y dio un grito despavorido. ¡Estúpido, estúpido hijo de puta! El bastón cayó al suelo con un traqueteo, los torpes pies de Glokta lucharon con las piedras y, por puro milagro, se encontró en el rellano inferior aún de pie.
Y aquí está. Ese momento horrible, maravilloso y prolongado entre el golpe que te has dado en el pie y la sensación de dolor. ¿Cuánto tiempo tengo antes de que me empiece a doler? ¿Y cómo de fuerte será cuando llegue? Al pie de la escalera, respirando entrecortadamente, con la mandíbula suelta, Glokta sintió el hormigueo de la anticipación. Ya viene…
El tormento fue atroz, un espasmo atenazador que se extendió por su costado izquierdo desde el pie hasta la mandíbula. Apretó los párpados para contener las lágrimas y se tapó la boca con la mano derecha, tan fuerte que los nudillos dieron un chasquido. Los pocos dientes que le quedaban rechinaron al encajar las mandíbulas, pero ni así pudo evitar que un gemido agudo e irregular escapara de su boca. ¿Es un grito o una risa? ¿Cómo distinguirlos? Dio grandes bocanadas de aire por la nariz mientras las burbujas de moco le caían a la mano y su cuerpo retorcido se estremecía por el esfuerzo de mantenerse en pie.
El espasmo pasó. Glokta fue moviendo cautelosamente los miembros, uno por uno, para evaluar los daños. La pierna le ardía, el pie se le había dormido y, al más mínimo movimiento, el cuello le daba un latigazo que enviaba unos punzantes calambres columna abajo. No está demasiado mal, dadas las circunstancias. Se agachó con dificultad y recogió el bastón entre dos dedos, volvió a erguirse y se limpió los mocos y las lágrimas con el dorso de la mano. Qué emocionante. ¿Me ha divertido? Para la mayoría de la gente unas escaleras son algo rutinario. Para mí, ¡toda una aventura! Reemprendió su renqueante marcha por el pasillo, riendo para sus adentros. Aún asomaba una tenue sonrisa a su rostro cuando llegó a su puerta y pasó al interior.
Una caja blanca y mugrienta con dos puertas situadas una frente a la otra. El techo era demasiado bajo para resultar cómodo y las resplandecientes lámparas iluminaban demasiado la estancia. La humedad avanzaba desde una esquina y el enlucido se ahuecaba, formando unas ampollas salpicadas de moho negro. Alguien había intentado limpiar una larga mancha de sangre de la pared, pero no se había esforzado lo suficiente ni por asomo.
El practicante Frost estaba al fondo de la sala, con los enormes brazos cruzados sobre su fornido pecho. Saludó a Glokta moviendo la cabeza con tanta emoción como una piedra, y Glokta le devolvió el asentimiento. Entre ambos se extendía una mesa sucia y rayada, atornillada al suelo, con una silla a cada lado. En una de ellas estaba sentado un hombre grueso desnudo, con las manos amarradas a la espalda y una bolsa de lona marrón cubriéndole la cabeza. Su respiración sofocada y convulsa era el único ruido que se oía. Hacía bastante frío allí abajo y, sin embargo, el hombre sudaba. Y con razón.
Glokta se aproximó cojeando a la otra silla, apoyó con cuidado el bastón contra el borde de la mesa y, con mucha lentitud, precaución y dolor, tomó asiento. Estiró el cuello a izquierda y derecha y luego permitió que su cuerpo se desplomara en una postura lo más cómoda posible. Si le hubieran dado la oportunidad de estrechar la mano a un hombre, al que fuera, Glokta habría elegido sin duda al inventor de las sillas. Ha hecho que mi vida resulte casi soportable.
Frost abandonó en silencio la esquina y pinzó el pico de la bolsa entre su pálido y carnoso índice y su grueso y blanquecino pulgar. Glokta asintió con la cabeza y el practicante tiró de la bolsa, dejando a Salem Rews parpadeando bajo la cruda luz de la sala.
Un pequeño rostro mezquino, porcino, feo. Qué cerdo más mezquino y feo eres, Rews. Puerco asqueroso. Ya estás listo para confesar, seguro, dispuesto a hablar y hablar sin detenerte hasta que nos hartemos todos de tu voz. Un gran moratón oscuro le cruzaba la mejilla y otro le recorría la mandíbula, justo por encima de la papada. Cuando los ojos acuosos de Rews se adaptaron a la claridad, reconoció a Glokta sentado frente a él y, al instante, su rostro se iluminó de esperanza. Una esperanza muy, muy injustificada.
—¡Glokta, tienes que ayudarme! —farfulló en tono agudo y atropellado, echándose hacia delante con desesperación todo lo que le permitían sus ataduras—. Se me acusa en falso, lo sabes. ¡Soy inocente! Has venido a ayudarme, ¿verdad? ¡Eres mi amigo! Tú tienes influencia aquí. ¡Somos amigos, amigos! ¡Puedes hablar en mi favor! ¡Soy un inocente al que se ha acusado injustamente! ¡Soy…!
Glokta levantó una mano reclamando silencio. Miró un instante el rostro conocido que tenía delante, como si no lo hubiera visto jamás, y luego se volvió hacia Frost.
—¿Se supone que conozco a este hombre?
El albino no dijo nada. La parte inferior de su rostro estaba oculta por la máscara de practicante y la parte superior era inescrutable. Contemplaba sin parpadear al prisionero sentado en la silla, con unos ojos rosáceos más muertos que los de un cadáver. Desde que Glokta entró no había parpadeado ni una sola vez. ¿Cómo lo consigue?
—¡Soy yo, Rews! —dijo entre dientes el gordo con un tono de voz que cada vez se aproximaba más al pánico—. ¡Salem Rews! ¡Tú me conoces, Glokta! Estuve contigo en la guerra, antes de… ya sabes… ¡Somos amigos! Somos…
Glokta volvió a levantar la mano y, tras recostarse en su asiento, empezó a darse pequeños golpes con la uña en uno de los pocos dientes que le quedaban, como sumido en una profunda reflexión.
—Rews. El apellido me suena. Mercader, miembro del Gremio de los Sederos. A decir de todos, un hombre rico. Sí, ahora recuerdo… —Glokta se inclinó hacia delante e hizo una pausa teatral—. ¡Era un traidor! La Inquisición lo capturó y confiscó todos sus bienes. Parece que había conspirado para evitar los tributos del rey. —Rews se había quedado con la boca abierta—. ¡Los tributos del rey! —vociferó Glokta, descargando una mano sobre la mesa.
El gordo lo miró con los ojos muy abiertos y se pasó la lengua por un diente. Extremo superior derecho, segundo empezando por atrás.
—Pero ¿qué modales son estos? —preguntó Glokta sin dirigirse a nadie en particular—. No sé si nos conocíamos o no de antes, pero creo que a mi ayudante y a ti no os han presentado. Practicante Frost, saluda a este gordinflón.
Fue un golpe con la palma de la mano, pero lo bastante fuerte como para derribar a Rews de su asiento. La silla traqueteó pero se mantuvo en su sitio. ¿Cómo se hace eso? ¿Cómo se tira a alguien al suelo sin que se caiga la silla? Rews gorgoteaba despatarrado, con la cara pegada a las baldosas.
—Me recuerda a una ballena varada —dijo Glokta con voz ausente.
El albino agarró a Rews por debajo del brazo, lo alzó y volvió a arrojarlo sobre la silla. Tenía un corte en la mejilla del que brotaba un reguero de sangre, pero la expresión de sus ojos porcinos se había endurecido. Los golpes ablandan a la mayoría de los hombres, pero los hay que se endurecen. Nunca habría tomado a este tipo por un hombre duro, pero la vida está llena de sorpresas.
Rews escupió sangre sobre la mesa.
—¡Ahora te has pasado, Glokta, ya lo creo que sí! ¡Los sederos somos un gremio muy respetable, y con influencias! ¡No tolerarán esto! ¡Soy un hombre muy conocido! ¡Seguro que ahora mismo mi esposa estará presentando una petición al rey para que se ocupe de mi caso!
—Ah, tu esposa. —Glokta sonrió con tristeza—. Tu esposa es una mujer muy bella. Muy bella y muy joven. Me temo que tal vez un poco demasiado joven para ti. Me temo que ha aprovechado la oportunidad para librarse de ti. Me temo que fue ella quien vino a traer tus libros de cuentas. Todos los libros.
Rews palideció.
—Hemos echado un vistazo a esos libros —prosiguió Glokta, señalando a su izquierda una pila imaginaria de papeles—. Y hemos echado un vistazo a los libros de cuentas del erario —dijo señalando otra a la derecha—. Puedes imaginarte nuestra sorpresa al comprobar que las sumas no cuadraban. Y luego están todas esas visitas nocturnas de tus empleados a los almacenes del barrio viejo, esos pequeños barcos sin licencia, esos pagos a funcionarios, esos documentos falsificados. ¿Debo seguir? —inquirió Glokta, meneando la cabeza en un gesto de desaprobación.
El gordo tragó saliva y se humedeció los labios.
Se puso a disposición del prisionero pluma y tinta, así como el pliego de la confesión, rellenado al detalle con la hermosa y cuidada caligrafía de Frost y a falta tan solo de la firma. Ya está, ahora sí que le tengo.
—Confiesa, Rews —susurró Glokta—, y pon un final indoloro a este lamentable asunto. Confiesa y danos los nombres de tus cómplices. Ya sabemos quiénes son. Así será mejor para todos. No quiero hacerte daño, créeme, no me produce ningún placer. —Nada me lo produce—. Confiesa. Confiesa y salvarás la vida. El exilio en Angland no es tan malo como te quieren hacer creer. Allí, la vida aún te reportará algún placer, y siempre está la satisfacción del trabajo honrado al servicio de tu rey. ¡Confiesa!
Rews miraba al suelo y se pasaba la lengua por el diente. Glokta se reclinó en su asiento y suspiró.
—O no lo hagas —dijo—, y regresaré con los instrumentos.
Frost dio un paso adelante y su enorme sombra se proyectó sobre el rostro del gordo.
—Hallado un cadáver flotando junto a los muelles —susurró Glokta—, hinchado por el agua y horriblemente mutilado… absolutamente… irreconocible. —Ya está listo para cantar. Cebado, maduro y a punto de reventar—. ¿Le infligieron las heridas antes o después de muerto? —preguntó con despreocupación dirigiéndose al techo—. ¿Se sabe siquiera si el misterioso difunto era hombre o mujer? —Glokta se encogió de hombros—. ¿Cómo saberlo?
Una seca llamada sonó en la puerta. Rews alzó la cabeza de sopetón, con renovada esperanza. ¡Ahora no, maldita sea! Frost fue a la puerta y la entreabrió. Tras un breve intercambio de palabras, la puerta volvió a cerrarse. Frost se agachó para susurrar algo al oído a Glokta.
—Ez Zeverar —murmuró farfullando el practicante, dando a entender a Glokta que Severard aguardaba en la puerta.
¿Ya? Glokta sonrió y asintió con la cabeza, como si fuese muy buena noticia. El rostro de Rews se demudó un poco. ¿Cómo se explica que un hombre cuya principal actividad es la ocultación sea incapaz de esconder sus emociones en esta sala? Pero Glokta conocía la respuesta. Es difícil mantener la calma cuando se está aterrorizado, indefenso, solo y dependiendo de la compasión de unos hombres carentes de toda compasión. ¿Quién sabe eso mejor que yo? Suspiró y, adoptando su tono de voz más hastiado, preguntó:
—¿Estás dispuesto a confesar?
—¡No!
Los ojos porcinos del prisionero habían recuperado una expresión retadora. Sostuvo la mirada, silencioso y alerta, y volvió a chuparse el diente. Sorprendente. Muy sorprendente. Pero claro, solo estamos empezando.
—¿Te molesta ese diente, Rews? —Los dientes no tenían secretos para Glokta. Su propia boca había sido objeto de las atenciones de los mejores expertos. O de los peores, según se mire—. Al parecer, voy a tener que dejarte, pero mientras esté fuera pensaré en tu diente. Meditaré muy detenidamente qué hacer con él —Glokta cogió su bastón—. Quiero que pienses en mí pensando en tu diente. Y también quiero que pienses muy a fondo si vas a firmar esa confesión.
Glokta se enderezó con torpeza y sacudió su pierna dolorida.
—Creo, no obstante, que responderás bien a una tanda de golpes sin mucha filigrana, así que voy a dejarte en compañía del practicante Frost durante media hora. —La boca de Rews dibujó un silencioso círculo de sorpresa. El albino levantó en vilo la silla, con el gordo incluido, y le dio la vuelta despacio—. No hay nadie mejor para este tipo de cosas. —Frost sacó un par de guantes de cuero desgastados y, con sumo cuidado, empezó a ponérselos en sus manazas blancas, un dedo tras otro—. Y a ti siempre te ha gustado tener lo mejor que hay de todo, ¿verdad, Rews?
Glokta echó a andar hacia la puerta.
—¡Espera! ¡Glokta! —gimió Rews a su espalda—. Espera, yo…
El practicante Frost cerró con una mano enguantada la boca del gordo y, llevándose un dedo hacia la máscara, dijo:
—Chizzzzz.
La puerta se cerró con un chasquido.
Severard estaba apoyado en la pared del pasillo, con un pie en el enlucido a su espalda, silbando una melodía desafinada bajo la máscara y acariciándose la lacia melena. Cuando Glokta apareció por la puerta, se irguió e hizo una leve reverencia. El brillo de sus ojos indicaba que estaba sonriendo. Siempre está sonriendo.
—El superior Kalyne quiere verte —dijo con un marcado acento plebeyo—, y me parece que nunca le había visto tan enfadado.
—Pobrecito Severard, debes de estar aterrorizado. ¿Tienes la caja?
—La tengo.
—¿Y has sacado algo para Frost?
—Así es.
—Y también algo para tu esposa, espero.
—Desde luego —dijo Severard, sonriendo más que nunca con los ojos—. Mi esposa andará bien provista. Si es que alguna vez la tengo.
—Perfecto. Corro raudo a atender a la llamada del superior. Cuando lleve cinco minutos con él, entra con la caja.
—¿Que entre en su despacho por las buenas?
—Por mí como si entras por las buenas y lo apuñalas en la cara.
—Eso está hecho, inquisidor.
Glokta asintió y se dispuso a marcharse, pero luego se volvió de nuevo hacia Severard.
—Lo de la puñalada déjalo estar, ¿eh, Severard?
El practicante sonrió con los ojos mientras envainaba su temible cuchillo. Glokta alzó la vista al techo y se marchó renqueando, su bastón golpeteando contra las losas, su pierna palpitando. Golpe, toque, dolor. Ese era el ritmo de su andar.
El despacho del superior era una sala amplia y bien amueblada en lo alto del Pabellón de Interrogatorios, una sala en la que todo era demasiado grande y demasiado recargado. Una aparatosa y descomunal ventana dominaba una pared recubierta de paneles de madera, ofreciendo una vista de los cuidados jardines del patio que había debajo. Un escritorio, igual de descomunal y ornamentado, se levantaba en el centro de una alfombra de vivos colores traída de algún lugar cálido y exótico. La cabeza de un animal feroz traída de algún lugar frío y exótico se hallaba montada encima de una magnífica chimenea de piedra, en cuyo interior ardía un mísero y diminuto fuego que parecía a punto de apagarse.
Sin embargo, el propio superior Kalyne hacía que el despacho resultara un lugar pequeño y soso en comparación. Era un hombre inmenso y rubicundo, de casi sesenta años, que se había pasado al compensar su incipiente calvicie con unas majestuosas patillas blancas. Incluso en el seno de la Inquisición, su presencia se consideraba sobrecogedora, pero Glokta no era de los que se asustaban con facilidad y ambos lo sabían.
Detrás del escritorio había una butaca grande y lujosa, pero el superior caminaba dando vueltas por la sala, chillando y haciendo aspavientos. Glokta ocupaba un asiento que, pese a su indudable valor, estaba diseñado con el expreso propósito de hacer que su ocupante se sintiera lo más incómodo posible. Lo cierto es que tampoco me molesta tanto. La incomodidad es a lo más que puedo aspirar.
Mientras el superior seguía despotricando, Glokta se entretuvo imaginando que la cabeza de Kalyne reemplazaba a la del feroz animal que había encima de la chimenea. Este memo es idéntico a su chimenea de piedra. Impresionante por fuera, pero no sucede gran cosa por dentro. Me pregunto cómo reaccionaría en un interrogatorio. Yo empezaría por esas ridículas patillas. El semblante de Glokta, sin embargo, era una máscara de atención y respeto.
—¡Glokta, loco tullido, esta vez te has superado a ti mismo! ¡Cuando se enteren los sederos, van a desollarte!
—Ya he probado el desuello y hace cosquillas.
Maldita sea, mantén la boca cerrada y sonríe. ¿Dónde se han metido ese idiota de Severard y sus silbidos? En cuanto salga de aquí, haré que lo desuellen a él.
—¡Bravo, Glokta, muy bueno, sí, buenísimo, mira cómo me río! ¿Conque evasión de los tributos del rey? —El superior, con las patillas erizadas, lo fulminó con la mirada—. ¿Los tributos del rey? —aulló, rociando a Glokta de saliva—. ¡Pero si lo hacen todos! ¡Los sederos, los especieros, todos! ¡Todo idiota que tenga un barco!
—Pero este era un caso muy descarado, superior. Un insulto para nosotros. Me ha dado la impresión de que debíamos…
—¿La impresión? —El rostro de Kalyne estaba rojo y temblaba de ira—. ¡Tenías órdenes expresas de dejar en paz a los sederos, de dejar en paz a los especieros, de dejar en paz a todos los grandes gremios! —Siguió caminando de un lado para otro incluso a más velocidad. A este paso acabará desgastando la alfombra. Y los grandes gremios tendrán que comprarle una nueva—. Conque te ha dado la impresión, ¿eh? ¡Pues vamos a tener que recular! ¡Tendremos que soltarlo, y ya puede ir dándote la impresión de que te tocará pedir perdón de rodillas! ¡Esto es un desastre! ¡Me has puesto en ridículo! ¿Dónde tienes a ese hombre?
—Lo he dejado con el practicante Frost.
—¿Con esa bestia inarticulada? —El superior, desesperado, se mesó los cabellos—. Hala, pues asunto resuelto, ¿no? ¡A estas alturas ya estará hecho papilla! ¡No podemos devolverlo en esas condiciones! ¡Estás acabado, Glokta! ¡Acabado! ¡Voy a hablar directamente con el archilector! ¡Con el archilector!
En ese momento, la enorme puerta se abrió de una patada y Severard entró como si tal cosa con una caja de madera en la mano. Y menos mal. Mudo de asombro y de ira, el superior vio cómo Severard soltaba sobre el escritorio la caja, que cayó con un ruido sordo y un tintineo.
—¿Qué narices significa…?
Severard levantó la tapa y Kalyne vio el dinero. Todo ese maravilloso dinero. La diatriba se detuvo en seco y la boca del superior se quedó paralizada componiendo la siguiente palabra. Pareció sorprendido, luego desconcertado y por último receloso. Frunció los labios y tomó asiento muy despacio.
—Gracias, practicante Severard —dijo Glokta—. Puedes retirarte.
Mientras Severard salía, el superior empezó a acariciarse las patillas, pensativo, mientras su tez iba recuperando poco a poco su habitual tono rosáceo.
—Se le ha confiscado a Rews —explicó Glokta—. Ahora, por supuesto, es propiedad de la Corona. He pensado que, al ser vos mi superior inmediato, debía entregároslo para que lo hicierais llegar al erario. —O para que te compres un escritorio aún más grande, sanguijuela. Glokta apoyó los brazos en las rodillas y se inclinó hacia delante—. Tal vez podríais argumentar que Rews se estaba excediendo, que la gente empezaba a hacer preguntas, que había que dar un escarmiento. A fin de cuentas, tampoco podemos dar la impresión de estar ociosos. Esto hará que los grandes gremios se pongan un poco nerviosos, los mantendrá a raya. —Se pondrán nerviosos y así podrás exprimirlos mejor—. O, si lo preferís, siempre podéis decir que soy un loco tullido y echarme a mí las culpas.
Al superior empezaba a gustarle el asunto, Glokta estaba seguro. Trataba de que no se le notara, pero, a la vista de todo aquel dinero, sus patillas se habían puesto a temblar.
—De acuerdo, Glokta, de acuerdo, está bien. —Kalyne alargó un brazo y cerró la tapa de la caja con delicadeza—. Pero si alguna vez vuelve a ocurrírsete hacer algo así… habla conmigo primero, ¿quieres? No me gustan las sorpresas.
Haciendo un gran esfuerzo, Glokta se puso de pie y avanzó cojeando hacia la puerta.
—Ah, una cosa más —dijo el superior. Glokta se volvió con rigidez. Kalyne estaba mirándolo con gravedad desde debajo de sus pobladas y estrambóticas cejas—. Cuando vaya a ver a los sederos, necesitaré tener lista la confesión de Rews.
El rostro de Glokta dibujó una amplia sonrisa que dejó al descubierto la ausencia de sus dientes delanteros.
—No creo que eso suponga ningún problema, superior.
Kalyne estaba en lo cierto. No era posible dejar libre a Rews en aquel estado. Tenía los labios partidos y ensangrentados, los costados cubiertos de unas magulladuras que empezaban a oscurecerse, la cabeza colgando inerte hacia un lado y el rostro tan hinchado que resultaba casi irreconocible. En otras palabras, el aspecto de un hombre dispuesto a confesar.
—Me imagino que no habrás disfrutado mucho de esta última media hora, Rews. De hecho, me imagino que no la habrás disfrutado en absoluto. Es difícil asegurarlo, pero diría que ha sido la peor media hora de tu vida. He estado pensando en lo que tenemos aquí para ti, y la triste verdad es que… esto viene a ser lo mejor que podemos ofrecerte. Esto es la buena vida. —Glokta se inclinó hasta que su rostro quedó a unos centímetros de la masa sanguinolenta en que se había convertido la nariz de Rews—. Comparado conmigo, el practicante Frost es una niñita —le susurró—. Un gatito. Cuando haya empezado yo contigo, Rews, echarás de menos esto. Me rogarás que te deje media hora a solas con el practicante. ¿Lo has entendido?
Exceptuando el silbido que producía el aire al atravesar su nariz rota, Rews permanecía mudo.
—Muéstrale los instrumentos —susurró Glokta.
Frost dio un paso adelante y, haciendo un gesto teatral, abrió una caja pulimentada. Era un trabajo de artesanía magistral. Al echar atrás la tapa, las diversas bandejas que contenía se alzaron y se desplegaron en abanico, mostrando los instrumentos en todo su horrible esplendor. Había cuchillas de todas las formas y tamaños, agujas curvas y rectas, frascos de aceite y de ácido, clavos y tornillos, pinzas y alicates, sierras, martillos, cinceles. El metal, la madera y el cristal relucían bajo la brillante luz de lámpara. Todas las herramientas estaban pulidas hasta dejarlas brillantes como espejos y afiladas con asesina agudeza. La gran tumescencia morada que tenía Rews bajo el ojo izquierdo se lo había cerrado por completo, pero su otro ojo recorría con terror y fascinación las herramientas que tenía ante sí. La función de algunas resultaba horriblemente obvia, la de otras horriblemente oscura. Me pregunto cuáles le dan más miedo.
—Si mal no recuerdo, hablábamos de tu diente —murmuró Glokta. El ojo de Rews parpadeó para mirarle—. ¿O tal vez prefieras confesar?
Ya lo tengo, aquí viene. Confiesa, confiesa, confiesa, confiesa.
Desde la puerta llegó un golpe seco. ¡Maldita sea! ¿Otra vez? Frost la entreabrió y se oyó un breve intercambio de susurros. Rews humedeció sus labios abotargados. La puerta se cerró y el albino se inclinó para susurrarle algo al oído a Glokta.
—Ez el arziector.
Glokta se quedó helado. No ha bastado con el dinero. Mientras yo volvía a mi paso del despacho de Kalyne, ese viejo cabrón me estaba denunciando al archilector. ¿Estoy acabado? Al pensarlo, sintió un estremecimiento culpable. Muy bien, pero antes me ocuparé de este cerdo seboso.
—Dile a Severard que iré dentro de un momento.
Glokta se volvió hacia su prisionero, pero Frost le posó en el hombro una manaza blanca.
—Do. El arziector —dijo, señalando la puerta—. Eztá aquí. Ahora.
¿Aquí? Glokta sintió un espasmo en el párpado. ¿Por qué? Apoyándose en el borde de la mesa, se levantó. ¿Apareceré mañana en el canal? ¿Muerto, hinchado y absolutamente… irreconocible? La única emoción que le despertó aquella idea fue una leve sensación de alivio. Se acabaron las escaleras.
El archilector de la Inquisición de Su Majestad aguardaba en el pasillo. El blanco resplandeciente e impoluto de su larga capa, sus guantes y su mata de pelo hacía que las mugrientas paredes que tenía detrás casi parecieran marrones. Aunque ya pasaba de los sesenta, no mostraba ningún achaque propio de la vejez. Cada centímetro de su figura, alta, bien afeitada y de gráciles huesos, estaba acicalado a la perfección. Parece un hombre que en su vida se ha llevado una sorpresa.
Solo se habían visto en una ocasión, seis años antes, cuando Glokta había ingresado en la Inquisición, y apenas parecía haber cambiado desde entonces. El archilector Sult. Uno de los hombres más poderosos de la Unión. Que es como decir uno de los hombres más poderosos del mundo. Detrás de él, casi como un par de sombras exageradas, se alzaban silenciosos dos enormes practicantes con máscaras negras.
Al ver salir la renqueante figura de Glokta por la puerta, el archilector esbozó una leve sonrisa. Había muchas cosas detrás de esa sonrisa. Un cierto desprecio, un poco de compasión, un mínimo atisbo de amenaza. Cualquier cosa menos regocijo.
—Inquisidor Glokta —dijo Sult, alargando con la palma hacia abajo un mano enfundada en un guante blanco, sobre el que refulgía un anillo con una gran piedra púrpura.
—Sirvo y obedezco, eminencia.
Glokta no pudo reprimir una mueca de dolor al agacharse para rozar el anillo con los labios. Una maniobra compleja y dolorosa, que se le hizo eterna. Cuando por fin se alzó de nuevo, los gélidos ojos azules de Sult le miraban con expresión serena. Una mirada que indicaba que ya comprendía a Glokta por completo y que no le impresionaba en lo más mínimo.
—Ven conmigo.
El archilector se volvió y avanzó con soltura por el pasillo. Glokta le siguió cojeando, escoltado de cerca por los silenciosos practicantes. Sult se movía con lánguida desenvoltura, arrastrando con elegancia el largo faldón de su capa. Hijo de puta. No tardaron en llegar a una puerta bastante similar a la de Glokta. El archilector abrió la cerradura y pasó dentro mientras los practicantes tomaban posiciones a ambos lados de la entrada y cruzaban los brazos. Entonces es una entrevista privada. De la que quizá no salga jamás. Glokta traspasó el umbral.
Una habitación enlucida de un blanco sucio, iluminada en exceso y con un techo demasiado bajo para resultar cómodo. En lugar de una mancha de humedad, tenía una gran grieta, pero, por lo demás, era idéntica al despacho del propio Glokta. Ahí estaba también la mesa rayada, las sillas baratas, incluso una mancha de sangre a medio limpiar. Me pregunto si las pintarán para impresionar. De repente, uno de los practicantes cerró la puerta de golpe. Tal vez la intención fuese que Glokta diera un salto del susto, pero él no iba a tomarse esa molestia.
El archilector Sult se acomodó con gracilidad en su asiento, colocó un pesado fajo de papeles amarillentos sobre la mesa y se lo acercó a Glokta. Le indicó con la mano la otra silla, la que solía destinarse a los prisioneros. A Glokta no le pasaron por alto las implicaciones de aquel detalle.
—Prefiero permanecer de pie, eminencia.
Sult sonrió. Tenía unos hermosos dientes puntiagudos, de un blanco resplandeciente.
—No lo creo.
Ahí me ha pillado. Glokta se sentó sin la menor gracilidad en la silla del prisionero mientras el archilector pasaba la primera hoja de su taco de documentos y negaba con la cabeza, como si lo que estaba viendo le causara una profunda decepción. ¿Los pormenores de mi meritoria carrera, tal vez?
—Hace un rato ha venido a verme el superior Kalyne. Estaba muy disgustado. —Sult levantó sus acerados ojos azules de los papeles—. Muy disgustado contigo, Glokta. Se ha mostrado muy locuaz al respecto. Me ha dicho que representas una amenaza incontrolable, que actúas sin atender a las consecuencias, que eres un loco tullido. Me ha pedido que te retire de su departamento. —El archilector compuso una sonrisa, una sonrisa desagradable y fría, muy similar a la que empleaba Glokta con sus prisioneros. Solo que con más dientes—. Tengo la impresión de que lo que pretendía en realidad es que te retire… del todo. —Los dos hombres se miraron fijamente desde cada lado de la mesa.
¿Es ahora cuando suplico clemencia? ¿Es ahora cuando me arrastro por el suelo y te beso los pies? Pues bien, no me importa lo suficiente para suplicar y estoy demasiado agarrotado para arrastrarme. Tus practicantes tendrán que matarme sentado. Rebanarme el pescuezo o reventarme la cabeza de un golpe. Lo que sea. Con tal de que acabemos de una vez.
Pero Sult no parecía tener prisa. Sus manos enguantadas movían con soltura y precisión las páginas, haciéndolas sisear y crujir.
—No contamos con mucha gente como tú en la Inquisición, Glokta. Un noble perteneciente a una de las mejores familias. Un campeón en el manejo de la espada, un aguerrido oficial de caballería. Un hombre que en tiempos parecía destinado a llegar muy lejos. —Sult lo miró de arriba abajo, como si no diera crédito a lo que veía.
—Eso fue antes de la guerra, archilector.
—Obviamente. Tu captura causó gran consternación, y pocos esperaban verte regresar con vida. A medida que la guerra se fue alargando y pasaron los meses, las esperanzas acabaron desvaneciéndose, pero cuando se firmó el tratado, resultó que estabas entre los prisioneros devueltos a la Unión. —Contempló a Glokta con los ojos entornados—. ¿Hablaste?
Glokta no pudo contenerse, y estalló en una carcajada estridente que reverberó con un extraño eco en la gélida sala. No era un sonido muy habitual allí abajo.
—¿Que si hablé? Hablé hasta que la garganta se me puso en carne viva. Les conté todo lo que se me ocurrió. Grité todos los secretos que había oído en la vida. Farfullé como un idiota. Cuando me quedé sin nada que contar, empecé a inventarme cosas. Me meé encima y lloré como una niña. Igual que todo el mundo.
—Pero no todo el mundo vive para contarlo. Dos años en las cárceles del emperador. Nadie ha aguantado nunca ni la mitad. Los médicos estaban convencidos de que no volverías a levantarte de la cama y, sin embargo, un año después presentabas tu solicitud para ingresar en la Inquisición.
Los dos sabemos eso. Los dos estábamos aquí. ¿Qué quieres de mí y por qué no acabamos con esto de una vez? Debe de ser que hay hombres que adoran el sonido de su propia voz.
—Me dijeron que eras un tullido, que estabas acabado, que jamás te recuperarías, que nunca podría confiarse en ti. Pero yo me sentía inclinado a darte una oportunidad. Todos los años algún necio gana el Certamen de esgrima, y las guerras producen muchos soldados prometedores, pero tu logro al sobrevivir esos dos años fue algo excepcional. Por eso se te envió al norte y se te puso al mando de una de nuestras minas en la zona. ¿Qué te pareció Angland?
Una inmunda cloaca de corrupción y violencia. Una prisión en la que convertimos en esclavos a culpables e inocentes por igual, en nombre de la libertad. Un agujero apestoso al que enviamos a quienes odiamos y a quienes nos avergüenzan para que los maten el hambre, las enfermedades y los trabajos forzados.
—Un lugar frío —dijo Glokta.
—También lo fuiste tú. Hiciste pocos amigos en Angland. Muy pocos en la Inquisición y ninguno entre los exiliados. —El archilector extrajo de entre los papeles una carta arrugada y la observó con expresión crítica—. El superior Goyle decía que eres un témpano de hielo, que no tienes ni una gota de sangre en las venas. Pensaba que no llegarías a ninguna parte, que no iba a poder sacar ningún provecho de ti.
Goyle. Ese hijo de la gran perra. Ese carnicero. Prefiero mil veces no tener sangre a no tener cerebro.
—Pero al cabo de tres años, la producción había aumentado. Se había duplicado, de hecho. Por eso se te trajo de vuelta a Adua y se te puso a las órdenes del superior Kalyne. Pensé que tal vez aprenderías un poco de disciplina con él, pero, al parecer, estaba equivocado. Sigues empeñado en hacer las cosas a tu manera. —El archilector le miró ceñudo—. Siendo sincero, creo que Kalyne te tiene miedo. Yo diría que todo el mundo te lo tiene. A nadie le gusta tu arrogancia, a nadie le gustan tus métodos, a nadie le gusta tu peculiar forma de entender… nuestro trabajo.
—¿Y vos qué opináis, archilector?
—Sinceramente, yo tampoco estoy muy seguro de que me gusten tus métodos y dudo mucho que tu arrogancia esté justificada. Lo que sí me gusta son tus resultados. Tus resultados me encantan. —Cerró de golpe el fajo de documentos y, posando una mano sobre él, se inclinó hacia Glokta. Igual que me inclino yo cuando pido a mis prisioneros que confiesen—. Tengo una misión para ti. Una misión que debería hacer mejor uso de tus habilidades que cazar contrabandistas de poca monta. Una misión que tal vez te permita redimirte a ojos de la Inquisición. —El archilector hizo una breve pausa—. Quiero que arrestes a Sepp dan Teufel.
Glokta torció el gesto. ¿Teufel?
—¿El maestre de la Ceca, eminencia?
—El mismo.
El maestre de la Ceca del Rey. Un hombre importante perteneciente a una familia importante. Un pez muy gordo al que echar el anzuelo para mi pequeña pecera. Un pez con amigos poderosos. Podría ser peligroso arrestar a un hombre así. Podría ser letal.
—¿Puedo preguntar por qué?
—No, no puedes. Deja que sea yo quien se ocupe de los porqués. Tú limítate a obtener una confesión.
—¿Una confesión de qué, archilector?
—¿De qué va a ser? ¡De corrupción y alta traición! Según parece, nuestro amigo el maestre de la Ceca ha sido de lo más indiscreto en algunos de sus tratos privados. Al parecer, ha aceptado sobornos y ha conspirado con el Gremio de los Sederos para defraudar al rey. En este sentido, resultaría muy útil que algún ilustre sedero mencionara su nombre en relación con alguna circunstancia desafortunada.
No puede ser casualidad que en este preciso momento tenga a un ilustre sedero en la sala de interrogatorios. Glokta se encogió de hombros.
—Es sorprendente la cantidad de nombres que pueden llegar a mencionarse una vez que la gente se decide a hablar.
—Bien. —El archilector hizo un gesto con la mano—. Ya puedes retirarte, inquisidor. Mañana a esta misma hora vendré a recoger la confesión de Teufel. Será mejor que la tengas lista.
Glokta trató de respirar despacio mientras regresaba con paso trabajoso por el pasillo. Coge aire. Expúlsalo. Así, con calma. No había esperado salir con vida de aquella sala. Y ahora resulta que me muevo en las altas esferas. El archilector en persona me encomienda una tarea, arrancar una confesión de alta traición a uno de los dignatarios más respetados de la Unión. Las más altas esferas, sí, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Y por qué yo? ¿Por mis resultados?
¿O porque luego no se me echará de menos?
—Acepta mis disculpas por todas estas interrupciones. Con tantas idas y venidas, esto parece un burdel —dijo Glokta. Los labios rotos y abotargados de Rews se retorcieron para esbozar una sonrisa triste. Sonriendo en una situación como esta; este hombre es un portento. Pero todo tiene su final—. Te voy a hablar claro, Rews. Nadie vendrá a sacarte de esta. Ni hoy, ni mañana, ni nunca. Acabarás confesando. Lo único que está en tu mano es decidir cuándo y en qué estado te encontrarás llegado ese momento. No obtendrás nada postergándolo. Solo dolor. Y de eso tenemos mucho para ti.
No era fácil desentrañar la expresión del rostro ensangrentado de Rews, pero sus hombros se vinieron abajo. Alargando una mano temblorosa, mojó la pluma en la tinta y escribió su nombre, un poco inclinado, al final del pliego de confesión. He vuelto a ganar. ¿Hace eso que me duela menos la pierna? ¿He recuperado mis dientes? ¿Me ha servido de algo destruir a un hombre al que en tiempos consideré mi amigo? ¿Por qué lo hago, entonces? La única respuesta que obtuvo fue el rascar de la plumilla sobre el papel.
—Excelente —dijo Glokta. El practicante Frost dio la vuelta al documento—. Supongo que esta es la lista de tus cómplices, ¿no?
Los ojos de Glokta repasaron los nombres con parsimonia. Unos cuantos sederos subalternos, tres capitanes de barco, un oficial de la guardia urbana, un par de agentes de aduanas de poca monta. Una receta bastante insulsa, desde luego. Veamos si se le puede añadir alguna especia. Glokta dio la vuelta al pliego y lo empujó por la mesa.
—Añade el nombre de Sepp dan Teufel a la lista, Rews.
El gordo parecía confundido.
—¿El maestre de la Ceca? —musitaron sus labios inflados.
—Exacto.
—Pero si yo no conozco a ese hombre.
—¿Y qué? —le espetó Glokta—. Haz lo que te digo. —Rews permanecía en silencio con la boca entreabierta—. Escribe de una vez, cerdo seboso.
El practicante Frost hizo crujir sus nudillos. Rews se humedeció los labios.
—Sepp… dan… Teufel —masculló mientras escribía.
—Estupendo. —Glokta cerró con delicadeza la tapa de su fastuoso y horrible instrumental—. Me alegro mucho por los dos de que hoy no vayamos a necesitarlo.
Frost cerró los grilletes sobre las muñecas del prisionero, lo levantó y lo condujo hacia la puerta que había al fondo de la sala.
—Y ahora, ¿qué? —gritó Rews por encima del hombro.
—Angland, Rews, Angland. No olvides meter ropa de abrigo en el equipaje.
La puerta se cerró a sus espaldas con un crujido. Glokta echó un vistazo a la lista de nombres que tenía entre las manos. Sepp dan Teufel figuraba el último. Un nombre. A fin de cuentas, igual que los demás. Teufel. Un simple nombre. Solo que de los muy peligrosos.
Severard aguardaba en el pasillo, sonriendo como de costumbre.
—¿Tiro el gordo al canal?
—No, Severard. Mételo en el próximo barco que salga para Angland.
—Tienes el día compasivo, inquisidor.
Glokta soltó un resoplido.
—Lo compasivo sería el canal. Ese cerdo no durará ni seis semanas en el Norte. Olvidémosle. Esta noche tenemos que detener a Sepp dan Teufel.
Severard alzó las cejas.
—¿No te referirás al maestre de la Ceca?
—Ni más ni menos. Orden expresa de su eminencia el archilector. Al parecer, ha estado aceptando dinero de los sederos.
—Qué vergüenza.
—Saldremos tan pronto como se haga de noche. Dile a Frost que esté listo.
El flaco practicante asintió con la cabeza, haciendo ondear su melena. Glokta se dio la vuelta y comenzó a renquear por el pasillo, descargando el bastón sobre las mugrientas losas y con la pierna izquierda ardiendo de dolor.
¿Por qué lo hago? Volvió a preguntarse. ¿Por qué lo hago?
Logen despertó con una dolorosa sacudida. Estaba tumbado en postura incómoda: la cabeza retorcida sobre una superficie dura, las rodillas encogidas hacia el pecho. Medio adormilado, entreabrió los ojos. Estaba oscuro, pero desde algún lugar llegaba una tenue claridad. Luz filtrada por la nieve.
De pronto, le acometió el pánico. Ya sabía dónde estaba. Había amontonado nieve a la entrada de aquella minúscula cueva para tratar de preservar un poco el calor. Debía de haber nevado mientras dormía y se había quedado atrapado. Si la nevada había sido copiosa, podía haberse acumulado mucha nieve fuera. Montones de nieve más profundos que la altura de un hombre. Tal vez no pudiera volver a salir. Quizá hubiera logrado ascender hasta los valles altos solo para morir en una oquedad tan angosta que ni siquiera le permitía estirar las piernas.
Logen se retorció como pudo en el estrecho espacio y se puso a escarbar con las manos entumecidas, luchando, forcejeando con la nieve, tratando de abrir un hueco a golpes mientras se maldecía a sí mismo entre dientes. De pronto la luz irrumpió con un brillo cegador. Logen apartó a empujones la nieve que quedaba y reptó hacia el exterior.
El cielo era de un azul brillante y en lo alto resplandecía el sol. Logen volvió la cara hacia él, cerró sus ojos escocidos y se dejó bañar por la luz. El aire le entraba en la garganta con un frío doloroso. Un frío cortante. Tenía la boca más seca que el polvo y su lengua era como un trozo de madera tallado por un ebanista torpe. Se agachó para recoger un puñado de nieve y se lo metió en la boca. La nieve se derritió, Logen la tragó. Estaba helada y le dio dolor de cabeza.
Desde algún lugar le llegaba un hedor como a muerto. No era solo su propio olor agridulce a sudor y humedad, aunque eso ya era bastante malo de por sí. Era la manta, que había empezado a pudrirse. Llevaba dos trozos atados con bramante a las muñecas, envolviéndole las manos como mitones, y otro enroscado a la cabeza a modo de sucia y maloliente capucha. También llevaba algunos trozos dentro de las botas para que no se le salieran. El resto le rodeaba una y otra vez el cuerpo, bajo la zamarra. Tal vez oliera mal, pero la noche anterior le había salvado la vida y, en opinión de Logen, una cosa compensaba con creces la otra. Llegaría a apestar bastante más antes de que pudiera permitirse el lujo de desprenderse de ella.
Se levantó tambaleándose y echó un vistazo alrededor. Era un valle angosto de empinadas laderas, sepultado bajo un manto de nieve. Lo bordeaban tres grandes picos, tres montones de roca gris y nieve recortados sobre el cielo azul. Los conocía. Eran viejos amigos. Los únicos que le quedaban. Se encontraba en las Altiplanicies. En el techo del mundo. Estaba a salvo.
—A salvo —graznó sin excesiva alegría.
A salvo de la comida, eso desde luego. A salvo del calor, sin lugar a dudas. Ninguna de esas dos cosas le incordiaría allí arriba. Tal vez hubiera escapado de los shankas, pero aquel lugar era la morada de los muertos y, si permanecía allí, no tardaría en hacerles compañía.
