Lazarillo de Tormes - Anónimo - E-Book

Lazarillo de Tormes E-Book

Anónimo

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Beschreibung

La historia del Lazarillo de Tormesse abre con Lázaro presentando a su familia: su padre, perseguido por la justicia, ya ha muerto, y él vive con su madre, su padrastro, que es negro, y su hermanastro mulato. Poco después, al padrastro es también ejecutado por robar.Después, Lázaro es puesto al servicio de un ciego, el cual le enseña sus astucias para obtener sustento. El ciego ni siquiera lo alimenta, y además le propina azotes a diario. En el tratado segundo, Lázaro tiene un amo clérigo, más avaro y egoísta que el anterior. Al descubrir que éste le reservaba solo comida roída por los ratones, el pícaro decide robarle los alimentos y hacerle creer que los culpables son los roedores. El clérigo lo descubre y le da una gran paliza, tras lo cual lo echa. Lázaro llega a Toledo, donde encuentra a un escudero con apariencia de hombre rico, y se hace su sirviente. Pero, al pasar de los días, descubre que el escudero es, si cabe, más pobre que él, y se pone a pedir limosna y ayuda a las vecinas para alimentarlo. Después, este amo huye dejando a Lázaro al frente de sus deudas, pero los acreedores lo encuentran inocente y lo dejan marchar. El cuarto amo es un fraile, el cual le regala sus primeros zapatos, pero sólo con intención de hacerlo andar sin descanso. Además, es un fraile muy corrupto y más interesado en las mujeres que en su trabajo. Lázaro se cansará de todo esto y lo abandonará. Su quinto amo es un estafador vendedor de bulas, pero, al cabo, el pícaro se harta de tanto embuste y se va. En los tratados sexto y séptimo, Lázaro tiene simultáneamente dos amos en cada uno. El primero es un pintor con el que reside muy poco tiempo, y el segundo es un capellán, el cual, con el tiempo, le da que ganar el dinero suficiente para comprarse ropa nueva. Después, en el séptimo tratado, Lázaro deja el oficio y al capellán, y se hace ayudante de un alguacil, al que abandona poco después al encontrar arriesgado el trabajo. Finalmente, su último amo, el arcipreste de San Salvador, consigue casarlo con una criada suya. Lázaro tiene que aguantar las habladurías posteriores sobre las infidelidades de su mujer (a la que acusan incluso de ser amante del propio arcipreste), pero prefiere defender y creer a su esposa. Poco a poco, y tras celebrar Cortes el Emperador en Toledo, Lázaro va prosperando, al igual que su fortuna.

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Seitenzahl: 240

Veröffentlichungsjahr: 2010

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Anónimo

Lazarillo de Tormes Primera y segunda partes

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Lazarillo de Tormes.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: info@linkgua.com

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN tapa dura: 978-84-9953-515-9.

ISBN rústica: 978-84-96290-68-6.

ISBN ebook: 978-84-9897-540-6.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Introducción 9

Las distintas ediciones del Lazarillo 9

El anónimo autor de la novela 10

Prólogo 13

Tratado primero. Cuenta Lázaro su vida y cuyo hijo fue 15

Tratado segundo. Cómo Lázaro se asentó con un clérigo, y de las cosas que con él pasó 27

Tratado tercero. Cómo Lázaro se asentó con un escudero y de lo que le acaeció con él 37

Tratado cuarto. Cómo Lázaro se asentó con un fraile de la Merced, y de lo que le acaeció con él 53

Tratado quinto. Cómo Lázaro se asentó con un buldero, y de las cosas que con él pasó 54

Tratado sexto. Cómo Lázaro se asentó con un capellán, y lo que con él pasó 62

Tratado séptimo. Cómo Lázaro se asentó con un alguacil, y de lo que le acaeció con él 63

La segunda parte de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades 66

Privilegio 67

Capítulo I. En que da cuenta Lázaro de la amistad que tuvo en Toledo con unos tudescos, y lo que con ellos pasaba 69

Capítulo II. Cómo Lázaro, por importunación de amigos, se fue a embarcar para la guerra de Argel, y lo que allá le acaeció 71

Capítulo III. Cómo Lázaro de Tormes hecho atún salió de la cueva, y cómo le tomaron las centinelas de los atunes y lo llevaron ante el general 78

Capítulo IV. Cómo, después de haber Lázaro con todos los atunes entrado en la cueva, y no hallando a Lázaro sino a los vestidos, entraron tantos que se pensaron ahogar, y el remedio que Lázaro dio 84

Capítulo V. En que cuenta Lázaro el ruin pago que le dio el general de los atunes por su servicio, y de su amistad con el capitán Licio 88

Capítulo VI. En que cuenta Lázaro lo que al capitán Licio, su amigo, le aconteció en la corte con el gran capitán 94

Capítulo VII. Cómo, sabido por Lázaro la prisión de su amigo Licio, lo lloró mucho él y los demás, y lo que sobre ello se hizo 96

Capítulo VIII. De cómo Lázaro y sus atunes, puestos en orden, van a la corte con voluntad de libertar a Licio 99

Capítulo IX. Que contiene cómo Lázaro libró de la muerte a Licio, su amigo, y lo que más por él hizo 103

Capítulo X. Cómo recogiendo Lázaro todos los atunes, entraron en casa del traidor don Paver y allí le mataron 106

Capítulo XI. Cómo, pasado el alboroto del capitán Licio, Lázaro con sus atunes entraron en su consejo para ver lo que harían, y cómo enviaron su embajada al rey de los atunes 109

Capítulo XII. Cómo la señora capitana volvió otra vez al rey, y de la buena respuesta que trazo 113

Capítulo XIII. Cómo Lázaro asentó con el rey, y cómo fue muy su privado 116

Capítulo XIV. Cómo el rey y Licio determinaron de casar a Lázaro con la linda Luna, y se hizo el casamiento 120

Capítulo XV. Cómo andando Lázaro a caza en un bosque, perdido de los suyos, halló la Verdad 124

Capítulo XVI. Cómo, despedido Lázaro de la Verdad, yendo con las atunas a desovar, fue tomado en las redes y volvió a ser hombre 125

Capítulo XVII. Que cuenta la conversión hecha en Sevilla, en un cadalso, de Lázaro atún 128

Capítulo XVIII. Cómo Lázaro se vino a Salamanca, y la amistad y disputa que tuvo con el rector, y cómo se hubo con los estudiantes 133

Libros a la carta 139

Introducción

La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, está escrita en primera persona en estilo epistolar y narra las aventuras y desventuras de un pobre muchacho huérfano, Lázaro Gonzales Pérez, al que la vida le va a poner a prueba en multitud de ocasiones, por lo que deberá agudizar el ingenio para poder sobrevivir.

La obra es considerada precursora de la novela picaresca por elementos como el realismo, la narración en primera persona, la estructura itinerante entre varios amos y una ideología moralizante y pesimista.

Lazarillo de Tormes es un esbozo irónico y despiadado de la sociedad del momento, de la que se muestran sus vicios y actitudes hipócritas, sobre todo las de los clérigos y religiosos. Hay diferentes hipótesis sobre su autoría. Probablemente el autor fue simpatizante de las ideas erasmistas. Esto motivó que la Inquisición la prohibiera y que, más tarde, permitiera su publicación, una vez expurgada. La obra no volvió a ser publicada íntegramente hasta el siglo XIX.

Las distintas ediciones del Lazarillo

Las primeras ediciones del Lazarillo son nada menos que cuatro, todas del mismo año, 1554, todas diferentes y todas publicadas en distintos lugares. Los ejemplares que aún se conservan se editaron en Burgos (por Juan de Junta), Medina del Campo(por Mateo y Francisco Campo), Alcalá de Henares (por Salcedo) y Amberes (por Martín Nucio). Esta variedad de publicaciones hace pensar que habría una edición anterior cuyo éxito animó la aparición de las otras cuatro, coetáneas, incluso en tierras flamencas, como demuestra la de Amberes.

El texto de las cuatro ediciones de 1554 presenta algunas variantes y es preciso admitir, como hacen todos los estudiosos de la obra, que hubo al menos una edición anterior, si no más.

La edición que presentamos aquí es la de Alcalá de Henares, estampada por Salcedo: la versión de Alcalá es la que más difiere de las otras tres; presenta algunas interpolaciones que dilatan las aventuras de Lázaro y enfatizan aún más su tono satírico.

El anónimo autor de la novela

Una de las primeras teorías que se manejaron acerca del posible autor del Lazarillo de Tormes fue la del fraile jerónimo Juan de Ortega, en cuya celda se encontró uno de los ejemplares más antiguos de la obra, aunque ya algunos escritores del siglo XVII habían señalado a Diego Hurtado de Mendoza como el verdadero autor.

Otra de las hipótesis consideradas como más verosímiles durante muchos años fue la de que el autor del Lazarillo era el escritor toledano Sebastián de Horozco, debido a las similitudes entre la prosa de esta obra y la de sus escritos.

Durante los últimos años circuló como muy verosímil la investigación de la catedrática de Literatura Rosa Navarro, quien atribuía la obra a Alfonso de Valdés, secretario de cartas latinas del emperador Carlos V, quien murió víctima de la peste en Viena en 1532.

La última de las investigaciones sobre el autor del Lazarillo de Tormes se debe a un exhaustivo trabajo de la paleógrafa Mercedes Agulló, y viene a atribuir la autoría a Diego Hurtado de Mendoza.

En cambio, el crítico Francisco Rico señala que el verdadero nombre del autor «sigue ocultándosenos, y es de temer que sin remedio». Porque, en rigor, añade Rico, el Lazarillo «no es tanto un libro anónimo, de pluma ignorada, como, más propiamente, un libro apócrifo, atribuido a un falso autor, el propio protagonista».

Mozo de muchos amos

El Lazarillo de Tormes, tal y como hoy lo conocemos, se estructura externamente mediante un prólogo y siete tratados. Sin embargo, dicha división debió de ser establecida por los editores de la obra, no por el autor, dado que en algún caso no se da una relación coherente entre el título y el contenido del tratado.

Lázaro inicia el prólogo justificando el propósito de la obra, que es el de narrar «cosas tan señaladas y por ventura nunca oídas ni vistas que deben llegar a noticia de muchos y no enterrarse en la sepultura del olvido». El narrador explica la historia como si fuera una carta dirigida a una persona, llamada «Vuestra Merced».

A continuación, el relato se estructura en siete tratados de extensión desigual que narran la historia de Lázaro de forma lineal desde su infancia hasta el momento en que Lázaro escribe la carta, siendo ya adulto. Se trata, por tanto, de una narración abierta que admite posibles continuaciones.A lo largo de los siete tratados se narran las aventuras y vivencias de Lázaro, que sirve a varios amos de los que aprende a cómo sobrevivir. De esta manera la novela contará en primera persona la vida de un mozo de servicio, que pasa de amo en amo, durante su infancia y juventud.

Prólogo

Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y, a los que no ahondaren tanto, los deleite. Y a este propósito dice Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena; mayormente que los gustos no son todos unos, mas lo que uno no come, otro se pierde por ello. Y así vemos cosas tenidas en poco de algunos, que de otros no lo son. Y esto para que ninguna cosa se debería romper ni echar a mal, si muy detestable no fuese, sino que a todos se comunicase, mayormente siendo sin perjuicio y pudiendo sacar de ella algún fruto. Porque, si así no fuese, muy pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras y, si hay de qué, se las alaben. Y, a este propósito, dice Tulio: «La honra cría las artes».

¿Quién piensa que el soldado que es primero del escala tiene más aborrecido el vivir? No por cierto; mas el deseo de alabanza le hace ponerse al peligro; y así en las artes y letras es lo mismo. Predica muy bien el presentado y es hombre que desea mucho el provecho de las ánimas; mas pregunten a su merced si le pesa cuando le dicen: «¡Oh, qué maravillosamente lo ha hecho vuestra reverencia!». Justó muy ruinmente el señor don Fulano, y dio el sayete de armas al truhán, porque le loaba de haber llevado muy buenas lanzas: ¿qué hiciera si fuera verdad?

Y todo va de esta manera: que, confesando yo no ser más santo que mis vecinos, de esta nonada, que en este grosero estilo escribo, no me pesará que hayan parte y se huelguen con ello todos los que en ella algún gusto hallaren, y vean que vive un hombre con tantas fortunas, peligros y adversidades.

Suplico a vuestra merced reciba el pobre servicio de mano de quien lo hiciera más rico si su poder y deseo se conformaran. Y pues vuestra merced escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso, parecióme no tomarle por el medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia de mi persona, y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza y maña remando, salieron a buen puerto.

Tratado primero. Cuenta Lázaro su vida y cuyo hijo fue

Pues sepa vuestra merced, ante todas cosas, que a mí me llamaban Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre; y fue de esta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y, estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí. De manera que con verdad me puedo decir nacido en el río.

Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó, y padeció persecución por justicia. Espero en Dios que está en la gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre (que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho), con cargo de acemilero de un caballero que allá fue. Y con su señor, como leal criado, feneció su vida.

Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno de ellos, y vínose a vivir a la ciudad y alquiló una casilla y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas.

Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban vinieron en conocimiento. Éste algunas veces se venía a nuestra casa y se iba a la mañana. Otras veces, de día llegaba a la puerta en achaque de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo, al principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas, de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne y en el invierno leños a que nos calentábamos.

De manera que, continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre y a mí blancos y a él no, huía de él, con miedo, para mi madre, y, señalando con el dedo, decía:

—¡Madre, coco!

Respondió él riendo:

—¡Hideputa!

Yo, aunque bien muchacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí: «¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!».

Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zaide, que así se llamaba, llegó a oídos del mayordomo, y, hecha pesquisa, hallóse que la mitad por medio de la cebada, que para las bestias le daban, hurtaba, y salvados, leña, almohazas, mandiles, y las mantas y sábanas de los caballos hacía perdidas; y, cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con todo esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un clérigo ni fraile, porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto.

Y probósele cuanto digo, y aún más; porque a mí con amenazas me preguntaban, y, como niño, respondía y descubría cuanto sabía con miedo: hasta ciertas herraduras que por mandado de mi madre a un herrero vendí.

Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho comendador no entrase ni al lastimado Zaide en la suya acogiese.

Por no echar la soga tras el caldero, la triste se esforzó y cumplió la sentencia. Y, por evitar peligro y quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que al presente vivían en el mesón de la Solana; y allí, padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi hermanico hasta que supo andar, y a mí hasta ser buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas y por lo demás que me mandaban.

En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para adestralle, me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciéndole cómo era hijo de un buen hombre, el cual, por ensalzar la fe, había muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y mirase por mí, pues era huérfano. Él respondió que así lo haría y que me recibía, no por mozo, sino por hijo. Y así le comencé a servir y adestrar a mi nuevo y viejo amo.

Como estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse de allí; y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y, ambos llorando, me dio su bendición y dijo:

—Hijo, ya sé que no te veré más. Procura de ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto; válete por ti.

Y así me fui para mi amo, que esperándome estaba.

Salimos de Salamanca, y, llegando a la puente, está a la entrada de ella un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal, y, allí puesto, me dijo:

—Lázaro, llega el oído a este toro y oirás gran ruido dentro de él.

Yo simplemente llegué, creyendo ser así. Y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome:

—Necio, aprende, que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo.

Y rió mucho la burla.

Parecióme que en aquel instante desperté de la simpleza en que, como niño, dormido estaba. Dije entre mí: «Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer».

Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza. Y, como me viese de buen ingenio, holgábase mucho y decía:

—Yo oro ni plata no te lo puedo dar; mas avisos para vivir muchos te mostraré.

Y fue así, que, después de Dios, éste me dio la vida, y, siendo ciego, me alumbró y adestró en la carrera de vivir.

Huelgo de contar a vuestra merced estas niñerías, para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos, cuánto vicio.

Pues, tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, vuestra merced sepa que, desde que Dios crió el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila: ciento y tantas oraciones sabía de coro; un tono bajo, reposado y muy sonable, que hacía resonar la iglesia donde rezaba; un rostro humilde y devoto, que, con muy buen continente, ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer.

Allende desto, tenía otras mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos efectos: para mujeres que no parían; para las que estaban de parto; para las que eran malcasadas, que sus maridos las quisiesen bien. Echaba pronósticos a las preñadas: si traían hijo o hija. Pues en caso de medicina decía que Galeno no supo la mitad que él para muelas, desmayos, males de madre. Finalmente, nadie le decía padecer alguna pasión, que luego no le decía:

—Haced esto, haréis esto otro, cosed tal yerba, tomad tal raíz.

Con esto andábase todo el mundo tras él, especialmente mujeres, que cuanto les decía creían. De éstas sacaba él grandes provechos con las artes que digo, y ganaba más en un mes que cien ciegos en un año.

Mas también quiero que sepa vuestra merced que, con todo lo que adquiría y tenía, jamás tan avariento ni mezquino hombre no vi; tanto, que me mataba a mí de hambre, y así no me demediaba de lo necesario. Digo verdad: si con mi sutileza y buenas mañas no me supiera remediar, muchas veces me finara de hambre; mas, con todo su saber y aviso, le contaminaba de tal suerte que siempre, o las más veces, me cabía lo más y mejor. Para esto le hacía burlas endiabladas, de las cuales contaré algunas, aunque no todas a mi salvo.

Él traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo, que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su candado y su llave; y al meter de las cosas y sacallas, era con tanta vigilancia y tan por contadero, que no bastara todo el mundo a hacerle menos una migaja. Mas yo tomaba aquella lacería que él me daba, la cual en menos de dos bocados era despachada. Después que cerraba el candado y se descuidaba, pensando que yo estaba entendiendo en otras cosas, por un poco de costura, que muchas veces del un lado del fardel descosía y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel, sacando, no por tasa pan, más buenos pedazos, torreznos y longaniza. Y así, buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la endiablada falta que el mal ciego me faltaba.

Todo lo que podía sisar y hurtar traía en medias blancas, y, cuando le mandaban rezar y le daban blancas, como él carecía de vista, no había el que se la daba amagado con ella, cuando yo la tenía lanzada en la boca y la media aparejada, que, por presto que él echaba la mano, ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio. Quejábaseme el mal ciego, porque al tiento luego conocía y sentía que no era blanca entera, y decía:

—¿Qué diablo es esto, que, después que conmigo estás, no me dan sino medias blancas, y de antes una blanca y un maravedí hartas veces me pagaban? En ti debe estar esta desdicha.

También él abreviaba el rezar y la mitad de la oración no acababa, porque me tenía mandado que, en yéndose el que la mandaba rezar, le tirase por cabo del capuz. Yo así lo hacía. Luego él tornaba a dar voces diciendo:

—¿Mandan rezar tal y tal oración? —como suelen decir.

Usaba poner cabe sí un jarrillo de vino cuando comíamos, y yo muy de presto le asía y daba un par de besos callados y tornábale a su lugar. Mas duróme poco, que en los tragos conocía la falta, y, por reservar su vino a salvo, nunca después desamparaba el jarro, antes lo tenía por el asa asido. Mas no había piedra imán que así trajese a sí como yo con una paja larga de centeno que para aquel menester tenía hecha, la cual, metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino, lo dejaba a buenas noches. Mas, como fuese el traidor tan astuto, pienso que me sintió, y dende en adelante mudó propósito y asentaba su jarro entre las piernas y atapábale con la mano, y así bebía seguro.

Yo, como estaba hecho al vino, moría por él, y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía, acordé en el suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sutil, y, delicadamente, con una muy delgada tortilla de cera, taparlo; y, al tiempo de comer, fingiendo haber frío, entrábame entre las piernas del triste ciego a calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos, y, al calor de ella luego derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destilarme en la boca, la cual yo de tal manera ponía, que maldita la gota se perdía. Cuando el pobreto iba a beber, no hallaba nada. Espantábase, maldecíase, daba al diablo el jarro y el vino, no sabiendo qué podía ser.

—No diréis, tío, que os lo bebo yo —decía—, pues no le quitáis de la mano.

Tantas vueltas y tientos dio al jarro, que halló la fuente y cayó en la burla; mas así lo disimuló como si no lo hubiera sentido.

Y luego otro día, teniendo yo rezumando mi jarro como solía, no pensando el daño que me estaba aparejado ni que el mal ciego me sentía, sentéme como solía; estando recibiendo aquellos dulces tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco cerrados los ojos por mejor gustar el sabroso licor, sintió el desesperado ciego que ahora tenía tiempo de tomar de mí venganza, y con toda su fuerza, alzando con dos manos aquel dulce y amargo jarro, le dejó caer sobre mi boca, ayudándose, como digo, con todo su poder, de manera que el pobre Lázaro, que de nada de esto se guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo, con todo lo que en él hay, me había caído encima.

Fue tal el golpecillo, que me desatinó y sacó de sentido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos de él se me metieron por la cara, rompiéndomela por muchas partes, y me quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy día me quedé.

Desde aquella hora quise mal al mal ciego, y, aunque me quería y regalaba y me curaba, bien vi que se había holgado del cruel castigo. Lavóme con vino las roturas que con los pedazos del jarro me había hecho, y, sonriéndose, decía:

—¿Qué te parece Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud —y otros donaires que a mi gusto no lo eran.

Ya que estuve medio bueno de mi negra trepa y cardenales, considerando que, a pocos golpes tales, el cruel ciego ahorraría de mí, quise yo ahorrar de él; mas no lo hice tan presto, por hacello más a mi salvo y provecho. Y aunque yo quisiera asentar mi corazón y perdonalle el jarrazo, no daba lugar el maltratamiento que el mal ciego dende allí adelante me hacía, que sin causa ni razón me hería, dándome coscorrones y repelándome.

Y si alguno le decía por qué me trataba tan mal, luego contaba el cuento del jarro, diciendo:

—¿Pensaréis que este mi mozo es algún inocente? Pues oíd si el demonio ensayara otra tal hazaña.

Santiguándose los que lo oían, decían:

—¡Mirad quién pensara de un muchacho tan pequeño tal ruindad!

Y reían mucho el artificio y decíanle:

—¡Castigadlo, castigadlo, que de Dios lo habréis!

Y él, con aquello, nunca otra cosa hacía.

Y en esto yo siempre le llevaba por los peores caminos, y adrede, por hacerle mal y daño; si había piedras, por ellas; si lodo, por lo más alto; que, aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a mí de quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno tenía. Con esto, siempre con el cabo alto del tiento me atentaba el colodrillo, el cual siempre traía lleno de tolondrones y pelado de sus manos. Y, aunque yo juraba no hacerlo con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni me creía, mas tal era el sentido y el grandísimo entendimiento del traidor.

Y porque vea vuestra merced a cuánto se extendía el ingenio de este astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me acaecieron, en el cual me parece dio bien a entender su gran astucia. Cuando salimos de Salamanca, su motivo fue venir a tierra de Toledo, porque decía ser la gente más rica, aunque no muy limosnera. Arrimábase a este refrán: «Más da el duro que el desnudo». Y vinimos a este camino por los mejores lugares. Donde hallaba buena acogida y ganancia, deteníamonos; donde no, a tercero día hacíamos San Juan.

Acaeció que, llegando a un lugar que llaman Almorox al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dio un racimo de ellas en limosna. Y como suelen ir los cestos maltratados, y también porque la uva en aquel tiempo está muy madura, desgranábasele el racimo en la mano. Para echarlo en el fardel, tornábase mosto, y lo que a él se llegaba. Acordó de hacer un banquete, así por no poder llevarlo, como por contentarme, que aquel día me había dado muchos rodillazos y golpes. Sentámonos en un valladar y dijo:

—Ahora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas y que hayas de él tanta parte como yo. Partillo hemos de esta manera: tú picarás una vez y yo otra, con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva. Yo haré lo mismo hasta que lo acabemos, y de esta suerte no habrá engaño.

Hecho así el concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance, el traidor mudó propósito, y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debería hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura, no me contenté ir a la par con él, mas aún pasaba adelante: dos a dos y tres a tres y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano, y, meneando la cabeza, dijo:

—Lázaro, engañado me has. Juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres.

—No comí —dije yo—; mas ¿por qué sospecháis eso?

Respondió el sagacísimo ciego:

—¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas.

A lo cual yo no respondí. Yendo que íbamos así por debajo de unos soportales, en Escalona adonde a la sazón estábamos, en casa de un zapatero había muchas sogas y otras cosas que de esparto se hacen, y parte de ellas dieron a mi amo en la cabeza. El cual, alzando la mano, tocó en ellas, y viendo lo que era díjome:

—Anda presto, muchacho; salgamos de entre tan mal manjar, que ahoga sin comerlo.

Yo, que bien descuidado iba de aquello, miré lo que era y, como no vi sino sogas y cinchas, que no era cosa de comer, díjele:

—Tío, ¿por qué decís eso?

Respondióme:

—Calla, sobrino; según las mañas que llevas, lo sabrás y verás cómo digo verdad.



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