Lecciones de Literatura Española Tomo I - Alberto Lista y Aragón - E-Book

Lecciones de Literatura Española Tomo I E-Book

Alberto Lista y Aragón

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Beschreibung

Primer volumen de las lecciones impartidas por Alberto Lista y Aragón en el Ateneo científico, literario y artístico de Sevilla, dentro de su cátedra como profesor de literatura española. En estos textos ensayísticos, y siempre desde el filtro de su enciclopedimos y su francofilia, el autor realiza un repaso pormenorizado de las mayores obras y géneros literarios españoles hasta su época.

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Seitenzahl: 506

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Alberto Lista y Aragón

Lecciones de Literatura Española Tomo I

Explicadas en el Ateneo Científico Literario y Artístico

Saga

Lecciones de Literatura Española Tomo I

 

Copyright © 1853, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726661378

 

1st ebook edition

 

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Introducción

—III→

Habiendo sido honrado en 1822 por el Ateneo con el título de Profesor de Literatura Española, serví esta cátedra hasta mayo de 1825 en que la invasión francesa acabó con aquella sabia y utilísima corporación, así como con otras muchas cosas. Nombrado ahora por el nuevo Ateneo español para la misma clase, puedo al continuar mis lecciones decir como el ilustre Luis de León, cuando saliendo de las cárceles de la inquisición, subió por la primera vez a su cátedra de Teología: dijimos en la lección de ayer... Esta coincidencia con aquel grande hombre me sería sumamente lisonjera, si yo solo, y no toda la nación, hubiese participado de la terrible catástrofe de 1823.

Me parece oportuno, antes de dar principio a este nuevo curso, hacer una ligera reseña de las materias que se trataron en el anterior.

Empezamos nuestras explicaciones por la poesía, y recorrimos todos sus ramos, excepto la dramática, desde los orígenes más remotos de la lengua castellana hasta nuestros días. Observamos aun en composiciones informes, como el poema del Cid, el de Alejandro y en los Berceos la lucha perpetua entre un idioma todavía inculto y bárbaro, y el genio de la inspiración, que pugnaba por dominarlo y plegarlo a sus movimientos. Esta lucha fue ya menos terrible en las composiciones del arcipreste de Hita, y aún menos en las de los poetas del siglo XV. No olvidamos la atrevida empresa del genio español Juan de Mena, de crear en nuestra versificación —IV→ un lenguaje poético y exclusivo. En fin, llegamos al siglo de Garcilaso, expusimos los progresos rápidos de la poesía y del idioma, notamos las causas de su decadencia espantosa hasta mediados del siglo XVIII, y de su restauración en el último tercio de este siglo, debida a los Luzanes, a los Moratines y a los Meléndez.

Numerosas aplicaciones se hicieron, ya por mí, ya por los discípulos de la clase, de los principios generales de la poesía épica, lírica y elegiaca, a las mejores composiciones, que fueron analizadas, de los poetas del siglo XVI y de los de la restauración a fines del XVIII. De modo que cuando se abolió el Ateneo, estaba casi concluido el curso de poesía que me había propuesto explicar.

Pero en todo él nada se dijo de nuestra poesía dramática: materia inmensa, en la cual hemos sido creadores de un género particular, y que merece ella sola un año entero, así por lo poco conocida que es, como por el espíritu de sistema con que se ha juzgado y condenado sin apelación nuestro teatro del siglo XVII. Éste, pues, será el objeto de las explicaciones en el presente curso.

Pero antes de dar principio a ellas, no podemos desentendernos de la gran cuestión que divide en el día la literatura europea, acerca de la preferencia que reclaman unos a favor de la literatura clásica, y otros a favor de la romántica; cuestión que no ha faltado quien quiera darle un barniz político asimilando los clásicos a los absolutistas, y los románticos a los liberales: como si el liberalismo consistiera en el desprecio de toda ley y norma de conducta, desprecio que suelen afectar algunos que toman el nombre de románticos, con respecto a las reglas y leyes del arte.

Pero empecemos por definir las voces, porque es imposible raciocinar sobre cosas que no están bien definidas, o no se saben lo que son.

La palabra clásico siempre ha significado lo que es —V→ perfecto en su género, en materia de literatura, y que debe servir de modelo a todos los que quieran emprender la misma carrera. Shakespeare es un escritor clásico para los dramáticos ingleses, a pesar de que se le mira como el jefe del drama romántico.

Tomada la palabra clásico en este sentido, claro es que debe comprender lo que sea superior en todos los géneros, incluso el que se llama romántico. El Otelo de Shakespeare, Elmédico de su honra de Calderón, El desdén con el desdén de Moreto, son composiciones clásicas, tomada la voz en este sentido.

La palabra romántica, inglesa en su origen, si atendemos a éste, significa todo lo que se semeja al mundo ideal que se finge en la novela (roman). Aventuras, lances imprevistos, nigrománticos y apariciones, trasgos, vestiglos y gigantes son los elementos de la novela, definida en su totalidad. Este género, muy poco cultivado en la antigüedad griega y romana, fue sin embargo la literatura favorita de los siglos medios. Después de la restauración de las letras, se modificó según las ideas y costumbres nuevas, y continuó siendo la diversión de las personas que no tienen pretensiones en literatura. Sin embargo, sería una insigne necedad despreciarlo: a él pertenece la inmortal obra del Quijote.

Nosotros no podemos creer como algunos, que el género clásico sea aquel en que se observan las reglas, y romántico en el que se desprecian entregándose el poeta a todos los desvaríos de la imaginación. La poesía es un arte, y no hay arte sin reglas, deducidas de la observación de la naturaleza y de los modelos.

De lo dicho hasta aquí se infiere que no hay más que dos géneros, uno bueno y otro malo, así en literatura como en las demás artes y ciencias. Las composiciones que exciten un grande interés, serán buenas a pesar de algunos defectos. Las que nos causen sueño, fastidio o risa por los delirios del autor, serán malas a pesar de algunas bellezas.

Sólo hay un sentido en el cual las palabras clásico —VI→ y romántico tengan para nosotros una diferencia verdadera y útil de conocer y de observar, y es entendiendo por literatura clásica la de la antigüedad griega y romana, y por literatura romántica la de la Europa en los siglos medios. Bajo este aspecto la cuestión se presenta en un punto de vista más elevado, y merece llamar la atención del humanista, del historiador y del filósofo.

En efecto, si la literatura de cualquier nación ha de ser una pintura fiel de sus ideas, costumbres y sentimientos, claro es que la de los griegos y romanos debió ser muy diversa de la de los pueblos de la edad media. Los primeros vivieron, por decirlo así, en el foro; su religión era la de los sentidos y de la imaginación, con poca o ninguna influencia en la moral: así su literatura debía ser esencialmente la de las imágenes, que embellecen la naturaleza, y la de los sentimientos comunes y conocidos de la humanidad. No había entre ellos poderes sobrenaturales desconocidos y misteriosos, porque sus dioses, a pesar de la multitud de ellos que poseían, tenían señalados los círculos de sus atribuciones, así como los magistrados de sus repúblicas. No había pasiones ni afectos que tuviesen una fisonomía individual, porque la comunicación continua de los ciudadanos entre sí asimilaba todos los afectos políticos y sociales. Las fiestas religiosas eran públicas, solemnes, llenas de pompa; mas ningún recogimiento, ninguna reflexión sobre sí mismo, ningún resultado moral exigían del particular que asistía a ellas, sino el principio general de que se deben venerar y temer los dioses y obedecer las leyes.

La vida social de los pueblos de la edad media era enteramente contraria. Los gobiernos monárquicos y feudales aislaron los hombres y las familias en los castillos y en las casas. Los goces y aflicciones de la vida doméstica se sustituyeron a los movimientos de las plazas públicas. Las pasiones individuales adquirieron mayor energía, no templadas ni modificadas por —VII→ el trato de la vida común. Pero estas diferencias, aunque muy grandes, aparecen pequeñas en comparación de las que produjo el principio religioso del cristianismo. El hombre puesto en íntima comunicación con el Ser Supremo, infinito, inmenso e indefinible, y obligado a merecer su amor, a temer su justicia, debió dar a sus deseos e inspiraciones religiosas aquella vaguedad sublime, aquella dirección indefinida que es propia del pensamiento cuando se lanza en el abismo de la inmensidad; y volviendo después sobre sí mismo y examinando los senos más profundos del corazón, descubrir los dos hombres contrarios que en él existen en lucha perpetua: uno sometido a la razón; otro que quiere romper el freno y abandonarse al arbitrio de las pasiones. Éstas tomaron un carácter particular, no sólo porque era necesario dominarlas, sino también porque en cada individuo eran más o menos poderosas según la resistencia.

Basta lo que hemos dicho para demostrar cuán diversa debía ser la literatura de dos épocas tan diversas en posición social y religiosa. La primera daba margen a describir pasiones comunes, fiestas públicas, males y bienes de la sociedad considerada en general: la segunda, hombres aislados, los afectos luchando contra el deber y tomando un carácter particular en cada individuo, los combates interiores del alma, poderes sobrenaturales, invisibles y misteriosos. La primer literatura debió pintar al hombre exterior: la segunda al interior; y esta diferencia es tan notable, que hubo de modificar las mismas reglas de convención, porque para describir el general un afecto, como el amor, los celos o la ambición, no se necesita un cuadro tan extenso como para describirlo en un individuo que lucha contra él, y unas veces es vencido, otras vencedor.

Un solo hecho basta para demostrar que ésta no es una teoría forjada arbitrariamente, sino deducida de la misma naturaleza de las cosas. Regístrese todo el teatro, —VIII→ toda la literatura griega y romana, y no se hallarán ejemplos de esta lucha entre la pasión y el deber, aunque algunas veces se encuentre entre dos o más pasiones. El contraste, la lid entre elhombre de la razón y el hombre de los sentidos es característico y exclusivo de la literatura de los pueblos cristianos.

Una y otra carrera están abiertas igualmente al genio. Cualquiera de ellas se puede emprender, con tal que agrade, que interese, y sobre todo, que respete la moral. Jamás debe olvidar el poeta que la descripción del hombre ha de ejercer necesariamente una influencia cierta e indeclinable en las costumbres, y que esta influencia ha de ser buena o mala. Ahora bien, la belleza es incompatible con la inmoralidad. Yo sigo con terror, pero con mucho interés, a Lope de Almeida en la comedia de A secreto agravio secreta venganza, de Calderón. Observo sus primeras sospechas, su solicitud para ocultarlas de su esposa, la certidumbre que adquiere de su agravio, su juramento de vengarle, su cuidado en preparar los medios de venganza de modo que no le deshonre la publicidad misma del desagravio. Poco me importa que se varíe el lugar de la escena, que pase más tiempo que el de la representación; porque a nada atiendo sino a las convulsiones y tormentos de aquel corazón noble, ofendido y despedazado por el amor, los celos, el honor y la venganza.

Pero cuando veo al autor del Angelo pugnar por hacer interesante y respetable una mujer prostituida, al de Antony no sólo disculpar, sino ennoblecer el adulterio y el asesinato; cuando se me presenta en la Torre de Nesle a las princesas de la casa real de Francia entretenidas en arrojar al Sena al rayar el alba los amantes con quienes habían pasado la noche, me escapo con indignación de aquel estercolero moral, y me refugio a leer una tragedia de Racine o una comedia de Moreto, donde estoy seguro de no encontrar esas monstruosidades ridículas, al mismo tiempo que atroces, de la naturaleza humana.

 

—1→

1.ª lección

Literatura dramática

La naturaleza de las materias que me he propuesto tratar en este curso, no permite que emplee mucho tiempo en la exposición general de los principios y reglas de la poesía dramática; porque no tratamos ahora de la literatura en general, sino sólo de la española. Por otra parte, yo debo suponer que todos los que me honran con su atención han hecho ya, o a lo menos se hallan en estado de hacer por sí mismos el estudio de las teorías pertenecientes a la tragedia, a la comedia, a la ópera, y a las demás especies de poesía dramática. Por esta razón me limitaré a dar una idea sucinta, pero filosófica, de dichas teorías. Los que deseen verlas con más extensión pueden consultar la poética de Luzán, que es el escritor español que ha desenvuelto mejor los principios de Aristóteles en esta materia.

Drama es la representación poética de una acción humana; representación que tiene por objeto interesar y complacer a los espectadores. De esta definición deben deducirse naturalmente todas las reglas del género dramático.

Si es una representación, nunca debe verse en ella al poeta, sino a los personajes que introduce. El —2→ plaudite con que concluían las comedias romanas, y el pedir aplausos y perdón de las faltas, tan común en las españolas, son una infracción de esta regla, bastante disimulable, pues al fin de la pieza se puede ya dar por concluida la representación, y suponer que los actores hablan en su propio nombre o en el del poeta, así como en el prólogo. Mayor defecto nos parece el de la Aulularia de Plauto, cuando Euclión fuera de sí porque le habían robado la olla en que tenía su tesoro, se dirige a los espectadores, les pide que le descubran al ladrón se desespera de verlos reír, y exclama desesperado:

Novi omnes: scio fures esse hic complures.

Molière imitó en su Avaro este rasgo; pero se guardó muy bien de decir que entre losespectadores había muchos ladrones. El público de París no hubiera sufrido esta chanza pesada; así como no la sufriría el de Madrid, ni el de Londres, ni el de ninguna otra nación de las actuales de Europa.

En nuestras comedias no es muy común dirigirse el actor a los espectadores; pero no dejan de encontrarse en ellas algunos ejemplos de este defecto. La hipótesis dramática es ésta: se supone que en cierto lugar, nación y época sucede un hecho, y que los personajes que intervienen en él, se presentan a los espectadores para ejecutarlo. No hay pues, ni puede haber la menor relación entre los autores y el auditorio; y cuando Calderón en una de sus comedias hace al gracioso, que tenía que hacer una narración, implorar la asistencia del apuntador con estos versos,

Aquí, apuntador, memoria

tu anacardina me dé.

nos indignamos de un abuso tan ridículo del quid libet audendi de Horacio.

Aunque la acción representada ha de ser humana, —3→ no por eso quedan excluidos del teatro los dioses del Gentilísimo, que tenían todas las pasiones y defectos de los hombres, ni los seres sobrenaturales creídos en la edad media y existentes en la imaginación del vulgo. El espectador lo cree todo, con tal que se le divierta. Como estos seres son fantásticos, y pueden tomar el cuerpo y el carácter que acomode al poeta, sus acciones se asemejan a las humanas. En cuanto a los objetos espirituales de nuestra creencia, es difícil y aun peligroso introducirlos en el teatro. Sin embargo, puede hacerse con ciertas precauciones; y en la tragedia de La muerte de Abel se oye con verdadero terror la voz del Altísimo que condena a Caín.

La representación dramática debe ser poética, es decir, que es lícito al poeta fingir sucesos que nunca han existido, recurrir al mundo ideal de la mitología antigua, o crear otro nuevo, añadir o quitar a los hechos históricos las particularidades que le convengan; pero en estos hechos es necesario tener la advertencia de no falsificar notablemente la historia, ni alternar los caracteres conocidos de los personajes. César no se puede presentar en la escena como un hombre cobarde y cruel, ni Nerón como generoso o clemente. Es un defecto general de nuestros autores cómicos haber convertido los héroes de la antigüedad en caballeros castellanos del siglo XVII con sus ideas de honor y de desafío, sus idolatrías amorosas, sus furores celosos, y aun algo de eso se le pegó al teatro francés del siglo de Luis XIV, por más clásico que sea. Los Aquiles, los Pirros, los Orestes de Racine expresan a veces sentimientos amorosos, ajenos de la rusticidad de los tiempos heroicos de la Grecia, y más propios de la galantería que dominaba entonces en la corte de Versalles.

Hay una razón muy filosófica para que no se puedan alterar notablemente ni los hechos ni los caracteres históricos. En una nación culta el auditorio se compone casi siempre de hombres instruidos, a quienes —4→ no son desconocidos ni los sucesos de la historia, ni los caracteres de sus principales héroes, y la conciencia de esta clase distinguida de espectadores se rebela a cada momento de la representación contra la osadía del poeta, cuando se atreve a desfigurar los hechos o los personajes.

Hemos dicho que el drama es la representación de una acción humana; pero hemos añadido que ha de interesar y complacer a los espectadores. Es necesario, pues, definir en qué consiste este placer y este interés, para deducir los caracteres que ha de tener una acción verdaderamente teatral.

El placer dramático, así como los demás placeres que nos proporciona la poesía, no es sensual. Enhorabuena que las decoraciones sean magníficas y propias, esto es, correspondientes al carácter de los personajes que intervienen en la acción; pero un drama, cuyo único objeto fuera halagar la vista de los espectadores con variadas y hermosas mutaciones o transformaciones, como sucede en nuestras comedias de magia, y se observa en El vellocino de oro del gran Corneille, falsearía el principal objeto de su institución, que consiste, no en agradar la vista, sino en la imaginación y el corazón. En los melodramas son obligados los bailes; y siempre se procura, con razón o sin ella, introducir un coro de aldeanos de ambos sexos, que bailen, para interrumpir sin duda las penas y cuidados de los personajes principales. El espectador de buen gusto no asiste a la representación de un drama para ver bailar. No hablamos aquí de los bailes pantomímicos, que son una verdadera representación dramática.

El placer que debe resultar del drama tampoco es puramente intelectual, como el que resulta del estudio y conocimiento de las verdades científicas. Al teatro no se va a trabajar, sino a gozar. ¿Cuáles pues son los goces que el drama debe proporcionar al espectador? Los de la imaginación y del sentimiento, —5→ únicos dignos del hombre civilizado. Si el poeta tiene el arte de excitar la simpatía del espectador hacia los personajes que introduce, y de conducirle de lance en lance, ya aterrado, ya compasivo, ya risueño, hasta la catástrofe; si al mismo tiempo halaga su oído y su imaginación con una elocución fácil, pura y pintoresca; si conserva hasta el fin los caracteres como comenzaron al principio; si los incidentes del drama se deducen naturalmente unos de otros, y todos tienen su razón suficiente en los caracteres conocidos de los personajes, habrá llenado todas sus obligaciones, y el espectador se retirará satisfecho de él.

El interés teatral es de dos maneras, o relativo a la acción, o a los personajes. La acción nos interesa como una novela bien escrita, cuyo desenlace deseamos conocer; los personajes como hombres, partícipes de nuestros afectos, vicios y virtudes. El primer interés nace de la novedad de la acción, verosimilitud de los incidentes, y recta conducción de ella hasta la catástrofe: el segundo de la naturaleza misma del hombre, para el cual nada que pertenezca a otro hombre, verdadero o representado, puede ser indiferente. De aquí es que el principal interés dramático, fuente de los más grandes placeres que proporciona la representación, es el personal, es decir, el que se toma por la persona o personas a cuyo favor ha querido el poeta excitar nuestra simpatía. Este interés es la primera de todas las reglas dramáticas: a ella están subordinadas todas las demás. El poeta que sepa cumplirla, está seguro de la inmortalidad, a pesar de los defectos en que por otra parte incurra, excepto si estos defectos pertenecen a la línea moral. Esto necesita de explicación.

Las verdades morales son de un orden muy superior a los placeres de cualquier especie que sean; y si del que recibimos en la representación dramática ha de resultar el desconocimiento, la infracción, o la sola atenuación de un principio moral, aquel placer —6→ es pernicioso, como el del adulterio y el del hurto, y debe proscribirse. La representación de cualquier acción humana ha de tener forzosamente un efecto moral, aunque el poeta no lo solicite; y si el efecto no es bueno, si no contribuye a afianzar en el espectador los sentimientos de rectitud innatos en todos los hombres, ha de ser forzosamente malo, y todo el genio poético del autor no salvará su pieza de la proscripción de los hombres de bien. Sabido es el efecto de la pieza de Schiller, intitulada Los Ladrones, sobre la juventud de Friburgo, cuando se representó en esta ciudad. Todos quisieron levantarse contra los magistrados, y derribar el orden social para sustituirle otro en que el Ladrón, descrito por el poeta, fuese una persona interesante, como lo fue en el drama. ¡Triste y lamentable triunfo del talento, concedido por el cielo para crear, no para destruir!

Mas yo quisiera hallar una razón, no política ni moral, sino puramente literaria, para proscribir, no sólo de la escena, sino también de todo género de poesía, las composiciones contrarias a la moral; y no será difícil encontrarla en la misma naturaleza del placer que buscamos en estas composiciones. Cuando el poeta pugna por excitar nuestro interés a favor del vicio o de la maldad, ¿no se levanta en todos los corazones rectos un grito de indignación contra él? ¿Puede ser bello lo que es malo en moral? El pueblo de Atenas, ¿no se conmovió contra un verso inmoral de Eurípides, puesto en boca de un personaje perverso, de modo que fue menester que el mismo poeta se disculpase, diciendo que había puesto la máxima en boca de un personaje detestable para mostrar cuán odiosa debía ser? Al contrario, ¿no se levantó todo el inmenso concurso del teatro romano y dio gritos de aplauso y de admiración, cuando pronunció el actor aquella hermosísima sentencia del Heautontimorumenos de Terencio.

—7→

Homo sum: humani nil a me alienum puto?

y en el mismo caso de Los Ladrones de Schiller, ¿nos persuadiremos de que todos los espectadores participaron de aquel movimiento antisocial? ¿No es de creer más bien que una parte de la juventud, edad muy propia para gustar de los vicios brillantes, más acostumbrada a sentir que a raciocinar, más fácil de seducir y de arrastrar por el calor del diálogo y de la elocución, fue la única que se dejó arrebatar de los sofismas inmorales puestos en acción?

Existe, existe en el fondo del corazón humano el principio de la rectitud. El hombre puede dejarse arrastrar de sus pasiones porque es débil, mas no desoír el grito de su conciencia. Cometemos acciones malas; pero no nos gustan las malas máximas. La verdad, la virtud y la belleza tienen entre sí una unión más íntima de lo que se cree, y no puede ser bello en moral ni interesarnos en el teatro, sino lo que esté conforme con los principios de la rectitud natural. Si hubiese un pueblo en el cual fuese aplaudida una máxima errónea en moral, digamos atrevidamente que ese pueblo se halla fuera de la línea de la verdadera civilización, porque el primer elemento de ésta es la virtud.

De los principios sentados hasta ahora se infiere que la acción dramática debe ser interesante por su novedad, por sus incidentes bien deducidos, y por el carácter del personaje a cuyo favor excita el poeta nuestra simpatía. Pueden representarse defectos, vicios y aun maldades, pero de modo que su representación produzca la detestación de ellas. Atrocidades, ni aun para esto deben representarse, porque están fuera del orden común de nuestras ideas y sentimientos. Suceden, es verdad; pero no todo lo que sucede puede representarse; y así como nos dormiríamos en un drama en que se nos presentasen escenas de la vida común, las cuales estamos viendo —8→ todos los días, así huiríamos con horror de si cuece en el teatro los miembros del hijo de Tiestes, y de Procusto, ajustando al nefando lecho los cuerpos de sus huéspedes.

Dicho se está que la acción dramática debe ser verosímil, así como debe serlo la narración histórica, la novela, y en general, toda clase de composiciones literarias. Pero deben cuidadosamente distinguirse en la poesía dramática dos clases de verosimilitudes: a la una llamaré material, y a la otra moral. Introduzco estas dos voces nuevas, porque la teoría que voy a explicar, fundada en la distinción que acabo de hacer, es también nueva; a lo menos no me acuerdo de haberla visto en ningún autor.

Llamo verosimilitud material a la que resulta de hacer la representación teatral lo más parecida que sea posible a la verificación natural del suceso; y verosimilitud moral a la que resulta de estar unos incidentes sostenidos y enlazados con los otros hasta la catástrofe, y deducidos de los caracteres de los personajes. Ésta es la verosimulitud principal del drama, porque de ella depende el interés que hemos llamado personal de la representación. La primera le es muy subordinada, porque depende de un convenio tácito entre el espectador y el poeta.

En efecto, es imposible en el teatro la completa ilusión. Para que la hubiese, sería preciso que el lugar de la escena fuese uno e invariable, y perfectamente igual a aquel en que sucedió el hecho, de modo que la vista de los espectadores penetrase, si fuese necesario, murallas, techos y paredes. La acción no debería durar más tiempo que el estrictamente necesario para la representación, sin entreactos ni interrupciones, y los personajes debían hablar, no en verso, sino en prosa, y eso en la lengua propia de su nación; lo que nos divertiría mucho, así como probablemente se divirtieron los romanos con el pasaje en lengua púnica, puesto en boca — 9→ de Hannon en la comedia del Pénulo de Plauto.

Claro es que nada de esto puede hacerse. Tenemos que contentarnos los espectadores, mal que nos pese, con ver el lugar de la escena abierto, para que nuestra vista pueda penetrar en ella: el arbitrio de los cordoncitos colocados en el proscenio para figurar cerrado un salón, se ha desechado, y justamente, porque nada cerraba, y sólo servía para atestiguar una verosimilitud imposible de realizar. César, Alejandro y Timurbek han de hablar en las lenguas modernas de Europa, y han de versificar bien, así como en la ópera han de cantar con perfección. En fin, la acción y la representación han de interrumpirse en los entreactos, ya para la comodidad de los actores, ya por la imposibilidad de comprender toda la acción en el tiempo que dura el drama. Aquellos intermedios representan los períodos o intervalos de tiempo que necesita el poeta para llegar a la época de la catástrofe.

Los griegos inventaron otro medio de evitar ambos inconvenientes. La escena permanente, que es lo que se llamó después unidad de lugar, era necesaria en sus teatros, porque abrazaban un recinto grande, las decoraciones eran fijas: la unidad de lugar traía necesariamente consigo la de tiempo, porque era imposible que los mismos personajes a la vista de los espectadores salvasen, no ya un día o dos, pero ni aun el intervalo de algunas horas. Pero esta dificultad la vencían por medio del coro, espectáculo magnífico de poesía lírica y de música. Componíase por lo regular de personas adictas al personaje principal del drama; y el corifeo, o guía de los demás del coro, era un interlocutor en el drama mismo. En los intermedios cantaba el coro, atravesando el teatro en tres sentidos diferentes, odas análogas a su situación, pero del género más arrebatado y sublime.

Este espectáculo debía ser muy agradable para los griegos, y aun lo sería para nosotros; mas yo —10→ dejo a la consideración de mis oyentes decidir si ganaba o perdía con él la verosimilitud dramática. Los cantos y paseos del coro nada tienen que ver con la acción, ni la hacen adelantar un punto. Sólo sirven, cuando más, para expresar los sentimientos que las situaciones sucesivas del héroe de la pieza inspiran a sus amigos. Los poetas griegos sacaron el mayor partido posible de los coros que hallaron ya establecidos en las fiestas teatrales, pues éstas empezaron en la solemnidad del dios Baco, a quien se cantaban himnos, que eran entonces la parte principal del espectáculo, y la representación la accesoria. Lo contrario sucedió cuando el arte dramática llegó entre ellos a la perfección. Racine introdujo los coros con oportunidad y maestría en sus dos tragedias sagradas de Atalía y de Ester. Pero es necesario confesar que, atendido el estado de nuestro teatro, en muy pocas composiciones podría introducirse el coro, y que aun entre los griegos, con respeto al objeto principal del drama era una verdadera superfetación.

Entre nosotros no es posible conservar ilesas las unidades de tiempo y de lugar sin sacrificar bellezas dramáticas de primer orden, sin reducir a conversaciones y diálogos la mayor parte del drama, que privado de acción fastidiaría en vez de deleitar, y en fin, sin caer en la mayor de las inverosimilitudes, cual es la de cambiar muchas veces en pocas horas la suerte de los interlocutores, y la de reunir en un solo lugar cosas que necesariamente han debido pasar en diferentes sitios. Es imposible que en pocos momentos se pase del exceso del amor al del odio, como muchas veces se ve en la Andrómaca de Racine: no es esa la marcha de las acciones humanas. No es posible que en el mismo sitio donde asistía el gobernador de Sicilia se fragüe la horrible conspiración que dio origen a las vísperas sicilianas, como se ve en la tragedia del mismo nombre, le Delavigne.

Una de dos, o reducirnos a la sencillez de la composición —11→ dramática de los griegos y llenar con los coros el tiempo necesario para dar al espectáculo la competente extensión, o dar más latitud a las rigorosas unidades de tiempo y de lugar; porque los amoríos episódicos, y casi siempre ridículos, que hacían pasar el tiempo esperando otra cosa mejor, y las confidencias que no se han hecho hasta después de comenzado el drama, y que descubren el artificio por las mismas precauciones que toma el poeta para disculparlas y hacerlas verosímiles, son recursos miserables y desacreditados ya. Ningún motivo de amor propio puede obligarme a pedir que se mitigue la severidad de las reglas en esta parte; porque si bien me he dedicado a la poesía, nunca a la dramática, para la cual he reconocido siempre la insuficiencia de mi talento.

Debe, pues, extenderse a un pueblo o sus cercanías la unidad de lugar; y en cuanto a la de tiempo, no debe existir más regla que la de que no se haga sensible su excesiva duración a los espectadores, de modo que les incomode. Por la misma razón no quería yo que en un mismo acto se cambiase el lugar de la escena, sino que las variaciones se hicieran al empezar los actos, porque entonces chocan menos al auditorio.

Pero todas estas reglas que se refieren a la verosimilitud material, son de convención. La esencial es la verosimilitud moral. Los actores ni deben hablar ni obrar sino en virtud de sus caracteres ya conocidos; y una falta en esta parte de la composición pesa más que todas las infracciones contra las unidades. No debe haber en el drama incidente ni combinación alguna que no se halle justificada por los antecedentes y por los caracteres.

La exposición del asunto y de la preparación de la catástrofe son indudablemente las dos partes más difíciles del drama. Desterrados los confidentes, que sólo se introducían antes, para enterar al auditorio de lo que debe saber al principio de la representación, —12→ es preciso que los primeros diálogos entre los personajes importantes del drama den a conocer la situación recíproca, los intereses, las intenciones, y la cuestión o el nudo sobre que versa la composición dramática. El interés debe crecer a cada paso que dé la acción, y así las dificultades más graves, los incidentes más peligrosos deben dejarse para el fin; ellos son los que han de servir de preparativo a la catástrofe. Tal es en general la composición del drama; y si al mismo tiempo se considera que es necesario atender a las costumbres y caracteres de los personajes, el enlace de las escenas e incidentes, a las situaciones que han de inventarse a propósito para hacer que resalten los caracteres, y en fin, a la elocución, que siempre ha de ser correspondiente al carácter, a la situación y a la dignidad del que habla, no habrá dificultad en creerme si digo que ninguna obra de literatura supone más genio que la composición de un buen drama. Así no es de extrañar que sea muy corto el número de composiciones de esta especie que se acercan a la perfección.

Estas que acabo de explicar son las reglas, generales para la composición del drama: interés hacia los personajes principales que entran en él; interés que crezca, pero nunca contrario a los sentimientos de rectitud y de moral; una elocución pura y acomodada al carácter, condición y pasiones del que habla; una acción bien sostenida hasta su fin; y las unidades de tiempo y de lugar respetadas todo lo que sea posible; he aquí las reglas esenciales de la composición dramática. No hablo de la unidad de acción, porque ésta es esencial, no ya a la composición del drama, sino al drama mismo; mas debo advertir que han sido demasiado severos los que cuando una acción, una cuestión principal está decidida, creen que se halla concluido el drama, y no quieren que otra que nace de la primera y que enlazada con ella queda aún indecisa, pase a conmover e interesar de nuevo a —13→ los espectadores. Todos los preceptistas (y no se interpreten estas expresiones in malum partem, pues como he dicho, no hay arte sin preceptos) han censurado con demasiada rigidez la tragedia de los Horacios de Corneille, diciendo que con la muerte de Curiacio y el triunfo de Horacio acaba la tragedia; porque, ¿cuál, suelen argüir, era la cuestión? La cuestión era si triunfaría Roma o Alba: ambas ciudades contendían sobre el mando, y elegidos campeones por una y otra, se había acordado que quedaría sometida aquella cuyos defensores fuesen vencidos. Horacio, campeón de Roma, triunfa; pero al volver a su casa se encuentra con su hermana Camila, la cual al saber que ha muerto el que iba a ser su esposo, maldice su victoria e insulta al héroe, que arrebatado de un furor patriótico, pero bárbaro como el siglo en que vivía, la atraviesa con su espada. Este parricidio era un delito gravísimo entre los romanos: el perpetrador es llamado a juicio; y amenazado de todo el rigor de la ley, en virtud del gran mérito que acababa de contraer, del gran servicio que acababa de hacer a su patria, es por fin absuelto, y aquí es donde termina la tragedia. Si el poeta no hubiera hablado nada en los primeros actos del amor de Camila a Curiacio; si no hubiese mediado la amistad de Horacio con Curiacio el mayor; si este amor no hubiese sido aprobado por sus padres, que habían formado el proyecto de unirlos, si la suerte, o la elección de los reyes de Roma y Alba, que nombró a Curiacio y Horacio por campeones, no hubiese producido en los corazones de estos héroes la lucha del patriotismo contra todas las pasiones nobles del corazón humano, lucha propia de personas ligadas por los vínculos del amor fraternal, que se miraban como miembros de una sola familia, ninguna disculpa hubiera tenido el autor si concluida la batalla, hubiera continuado la tragedia; pero ¿qué espectador que tenga corazón, podrá al ver a Camila privada de su esposo, dejar — 14→ de interesarse en lo que hará la infeliz romana? Cuando después Horacio la asesina bárbaramente, ¿qué espectador tampoco podrá dejar de interesarse ya en la suerte que tendrá el héroe en la causa que por aquel error se le promueve? Yo veo tan unida esta segunda acción con la primera, que sólo puedo considerarla como una consecuencia de la misma. Se le perdona a Homero que no haya concluido la Iliada en la muerte de Héctor, donde efectivamente debía hacerlo, porque lo que iba a cantar no era la ruina de Troya, sino la ira de Aquiles y los efectos que esta ira produjo en el campo de los Griegos. Habiéndose negado a pelear aquel héroe, que era como su dios tutelar, su inacción atrajo mil males a sus compatriotas, hasta que muerto Patroclo a manos de Héctor, tomada por Aquiles la resolución de vengar a su amigo, hizo que volviesen las cosas a la misma situación de antes; por consiguiente en la muerte de Héctor termina naturalmente la acción. Sin embargo, dos cantos añadió el poeta que se mira como el modelo, como el inventor de la verdadera poesía; uno de los cuales está destinado a la descripción de los juegos fúnebres que se hicieron por la muerte de Patroclo, y el otro a la escena interesantísima de Príamo que viene como suplicante a la tienda de Aquiles a pedirle el cuerpo de su hijo. Me parece que estos dos cantos no están tan ligados con los principios de la acción de la Iliada, como el último acto de los Horacios, con los principios de aquella pieza. Es necesario en esta materia no ser extraordinariamente rígidos. Son pocas las composiciones dramáticas buenas; no vayamos a hacerlas más raras todavía; todo lo que nos presente bellezas debe ser bien recibido.

Todas las reglas que he dado hasta ahora comprenden igualmente a todas las clases del drama; vamos a ver cuáles son estas clases. El drama se divide en los géneros siguientes: tragedia, comedia, tragicomedia, comedia heroica, comedia llorosa o tragedia — 15→ urbana, melodrama, sainete, entremés, baile, ópera, pantomima, comedia pastoril y comedia burlesca. Éstos son los géneros conocidos hasta ahora, y todos están sometidos a leyes generales, aunque se distingan después entre sí notablemente: los principales son la tragedia y la comedia. La tragedia está destinada a representar ruinas de grandes imperios, nacidas de pasiones de los grandes personajes, de los héroes, de los monarcas, propios y extraños, modernos y antiguos: la comedia se limita a descubrir los vicios y ridículos que a cada momento ocurren por desgracia en la sociedad; son por consiguiente estos dos géneros muy diferentes. El objeto de la tragedia es inspirarnos terror y piedad; el de la comedia hacernos reír de los vicios de los hombres, y tal vez de los propios nuestros. Los sentimientos de compasión y de piedad que son esenciales en la tragedia caracterizan al personaje principal, o sea el héroe de ella: éste es necesario que no sea tan malo que sus desgracias no nos inspiren piedad, y que no sea tan bueno que su infortunio no excite en nosotros un saludable terror; de manera que los personajes, o los héroes de las tragedias, deben tener aquella mezcla de vicios y virtudes necesaria para que arrojándolos sus pasiones a empresas en que perecen, nos inspiren el terror y la desconfianza de las mismas pasiones. Éstas han de ser nobles para que no le envilezcan; que le hagan desgraciado para que exciten el terror; pero que no le hagan odioso, porque entonces no nos compadeceremos de su desgracia.

La comedia es otra cosa: el principal personaje de ella ha de ser ridículo por un vicio; puede tener otras prendas, otras pasiones, pero el vicio ha de ser dominante, y éste ha de ser estigmatizado con todas las sales de la poesía y de la sátira. El Avaro de Molière, El Euclión, o la Aulularia de Plauto, y El Castigo de la Miseria de Hoz y Mota, son tres piezas dirigidas bajo diferentes aspectos a combatir el vicio —16→ de la avaricia, que es uno de los que más ridículos nos hace. Se ve, pues, que la comedia es necesario que exagere algo más que la tragedia. Dice Condillac que en el teatro están los objetos demasiado lejos, y que por esta razón conviene exagerarlos un poco, para que lleguen a nuestra vista en su tamaño real, y yo lo creo así, porque veo que todos los autores cómicos han exagerado. Seguramente que no es posible se halle en la sociedad un avaro como el de Plauto, el de Molière, ni aun como el de Hoz y Mota, que inventó aguar el agua, porque a una cuba de agua de la fuente añadía otra del pilón o del pozo; pero estos y todos los rasgos que contribuyen a caracterizar el personaje ridículo deben adoptarse en la comedia, y no importa que algunos sean exagerados, porque la distancia nos los trae luego a su verdadera dimensión.

Llámase fuerza cómica en este género de composiciones aquella sal picante con que se estigmatiza el vicio, y que se hace al mismo tiempo que ridículo, un poco odioso; mas es menester tener cuidado de no llevar al círculo de la comedia vicios que lleguen a tocar en maldades. Hay vicios que no deben presentarse en la escena.

Ciertamente en el teatro no debe pintarse un ladrón de caminos, tanto porque ninguno de los espectadores podría sacar grande utilidad de tal pintura, como porque ése es un vicio demasiado feo e infame, para que pueda suponerse que entre los hombres de buena sociedad abunde, y los vicios que en la buena sociedad son más comunes, son los que deben ridiculizarse en el teatro, porque los que asisten a él son individuos de la buena sociedad.

Estos vicios son en su número muy cortos; la avaricia, la petulancia, la fanfarronada, y otros cinco o seis de esta clase, que ya han sido censurados y ridiculizados por los poetas cómicos de todas las naciones; hay otras medias tintas, hay otros vicios que no son tanto naturales al hombre como ficticios, e hijos —17→ de la sociedad, que merecen también ser ridiculizados; y en éstos es donde se ofrece una mies muy amplia al talento de los poetas.

La tragicomedia es un género que conocieron mucho nuestros poetas del siglo XVII, a pesar de que generalmente llamaron comedias a todas sus composiciones dramáticas, ora fuese su desenlace o resultado infeliz o dichoso: sin embargo, a algunas dieron el título de tragicomedias. Este género, así como la tragedia urbana de nuestros días, o la comedia llorosa, es el que pinta las desgracias o infortunios, no sólo de los personajes más altos y elevados, sino también de los de inferior clase, con tal que pertenezcan a la buena sociedad. Tales son el Médico de su honra, A secreto agravio secreta venganza, y otras: en nuestros días tenemos muchas de esta especie, como Misantropía y Arrepentimiento, el Jugador, o Beverley; sus reglas son las mismas que las de la tragedia. Blair dice que este género debía ser más interesante para los espectadores, y aún más útil para la moral, porque en él se pintan las desgracias de personajes más cercanos a nosotros. Al cabo las desgracias de los héroes y príncipes soberanos no nos tocan a nosotros, porque no creemos que nos puedan suceder; al paso que las adversidades de las familias privadas son las mismas a que nosotros estamos expuestos. Esto podrá ser muy cierto en teoría; pero en la práctica, el hecho es que nos interesan más César, Pompeyo, Timurbek, Horacio y Cinna, que pueden interesarnos las fingidas desgracias de una familia. Acaso contribuirá a esto la opinión que tenemos de estos grandes hombres tan señalados en la historia. La comedia urbana retrata gracias fingidas, cuando las de la tragedia son acontecimientos históricos. Acaso contribuye también al mismo efecto la reflexión de que si las desventuras que la humanidad padece caen sobre los hombres más grandes, virtuosos e ilustres, con más razón pueden caer sobre los que tienen menos poder, fuerza y medios —18→ de oponerse al infortunio. De cualquier manera que sea, yo he notado que ninguna tragedia urbana interesa tanto como una buena tragedia histórica.

La comedia heroica es aquella en que se introducen personajes de la historia, guerreros, príncipes, soberanos, pero que no tiene catástrofe desgraciada como la tragedia. Algunas de éstas escribió Pedro Corneille, y a este género pertenecen casi todas las obras dramáticas antiguas españolas tomadas de la historia. Esta especie de comedia se parece a la tragedia en cuanto a que se introducen en ella personas ilustres; pero no en cuanto a su objeto, porque no se propone excitar hacia ellas sentimientos de compasión y piedad.

El melodrama, género de nuestros días, viene a ser una especie de mezcla entre la novela y el drama: en él se prodiga la belleza de las decoraciones y demás aparato; allí siempre hay, sin que se sepa la causa, un traidor que anda tras de los buenos para matarlos, y nunca falta un hombre extraordinario que es muy bueno, pero que parece muy malo y vela sobre ellos: en fin, es diversión propia de niños.

El sainete y el antiguo entremés son entre nosotros lo que era el drama de los Sátiros de los antiguos, del cual habla Horacio en el arte poética. En los sátiros se introducían gentes del pueblo con sus costumbres e ideas crapulosas, y el mismo Horacio advierte que usen un lenguaje algo más noble. Nuestros sainetes absolutamente no tienen regla ninguna, son dramas en los cuales las expresiones saladas, y aun con pimienta, hacen todo el gasto. Sin embargo, en este género deben leerse los de don Ramón de la Cruz y Cano, que tuvo grande arte y gracia para describir las costumbres, e imitar el lenguaje y maneras del más ínfimo vulgo de Madrid. Yo no sé hasta qué punto podrá ser útil este género de composición; leídas en casa las de este autor divierten; pero algunos han dicho que su representación produjo muy mal efecto, porque se dio a las costumbres de los personajes que —19→ figuraban en ellas una importancia que nunca debieron tener. En cuanto a los entremeses, son un género de composiciones algo peor que los sainetes: nada de moral y culto hay en ellos; pero no debe sin embargo omitirse su mención en un curso de literatura nacional.

La comedia burlesca española es lo mismo que la parodia italiana. En el siglo XVII hubo otra especie de comedia burlesca que se llamaba mojiganga, pero ya no existe. En el día es casi lo mismo que la parodia del teatro que tenían unos italianos en París, y ya creo que no existe, donde se representaban las farsas de Arlequín y Pantalón. Cuando se ejecutaba una pieza muy clásica en el teatro francés, al otro día o a la otra semana hacían la parodia de la misma en el de los italianos, es decir, la pieza clásica puesta toda en ridículo: un ejemplo podrá aclarar esto. Se había hecho la representación de Ifigenia en Táuride, tragedia clásica si las hay, y muy célebre en el teatro francés, en la cual se presenta en el primer acto, el rey Toante. El propio personaje aparece en el primer acto de la parodia, y dice: bien, está muybien; que vengan esos náufragos; yo me voy, porque aquí no hago nada y volveré al últimoacto para que me maten. Porque en efecto, en la tragedia parodiada o que da origen a la parodia, Toante apenas aparece en el primer acto, y es muerto en el último: tales eran las parodias. No son precisamente así nuestras comedias burlescas, en las cuales los chistes de la elocución es lo único a que se atiende, porque mérito dramático no tienen ninguno.

La ópera es el más ideal de todos los géneros de composición dramática. La música es en ella el lenguaje de los afectos y de las ideas, y así sus reglas, pertenecen más bien a la ciencia de la armonía que a la de la literatura. Sin embargo, no creemos que se deba descuidar tan absolutamente, como se hace por lo general, la parte literaria y poética de la ópera. — 20→ Estamos persuadidos de que los buenos versos como los del Metastasio serían muy favorables al compositor músico que conociese la poesía de su arte, y que la reunión de versos excelentes con excelente música produciría el efecto mayor que las bellas artes pueden producir. La música tiene más influencia sobre el hombre que el lenguaje hablado, pero esta influencia es más vaga: dice más, pero es más vago lo que dice. Si su expresión se fijase por los buenos versos, haría una impresión profundísima. De esta ventaja se privan los compositores que hacen poco caso de la letra, y los actores que la pronuncian de modo que casi no se les entiende. Muy poco sé de música, pero siempre me ha parecido cosa muy triste que en las óperas magníficas de Rosini y de los más grandes maestros se haya puesto aquella excelente música en versos miserables y malísimos. ¿De qué nace esto? ¿Por qué motivo se ha de despreciar una impresión tan grande como pudieran hacer música y poesía unidas? Por otra parte, yo veo en el teatro que los cantores ningún cuidado tienen de hacer entender a los espectadores lo que están hablando. Si la ópera se ha de reducir a un conjunto de sonidos armoniosos indistintos o inarticulados, para eso basta con la música instrumental. ¿Para qué se canta, si no se ha de entender lo que se canta?

El baile pantomímico, cuya composición no pertenece a las reglas de la poética, sino a las de la danza, es el más sensual de todos los espectáculos. Entre los antiguos era sumamente obsceno, y obligó a los padres de la Iglesia a prohibir a los fieles que asistiesen a él. Debo advertir de paso que si en algunos escritores eclesiásticos de la antigüedad se hallan invectivas contra la escena, esto nacía de que la concurrencia al teatro era entre los griegos y romanos un acto positivo de idolatría, porque las funciones teatrales tenían siempre por objeto la solemnidad del dios Baco, del cual en todos los teatros había un altar. En —21→ cuanto a los pantomimos, la obscenidad de sus maneras era causa más que suficiente para que como hemos dicho, debieran prohibirse, porque nada que se oponga a la moral debe ser permitido.

En la lección siguiente trataremos de los orígenes del teatro español, porque establecidos, y los principios generales del drama, debemos entrar en materia. El que quiera instruirse en este punto, y asistir con ventaja a la explicación que daré, lea la obra de Don Leandro, Fernández de Moratín que lleva el mismo título de los orígenes del teatro español. La lección irá fundada sobre las observaciones que se hallan en aquel escrito; poco podré añadir a lo que dice este célebre dramático, pero sin embargo, haré algunas observaciones de mi propia cosecha.

 

—22→

2.ª lección

Orígenes del teatro español

Los primeros rudimentos de poesía dramática entre los españoles de la edad media, fueron las farsas representadas por los juglares de profesión, y muy semejantes a los juegos; especie de drama grosero, soez, con que la gente del vulgo amenizaba sus fiestas de candil a fines del siglo pasado, algunos de los cuales alcancé yo a ver en mi primera juventud. Mariana da a aquellas farsas el nombre de entremeses; o ya porque eran semejantes en su estructura a este género, dotado con la versificación en los tiempos posteriores, o ya porque se interponían entre otras diversiones; que es lo que significa la palabra entremés, de origen francés, aunque en esta lengua sólo se aplica a los platos ligeros de que se come entre las grandes entradas de un banquete.

Aquellas farsas primitivas se reducían a escenas cortas, en que los actores, después de haberse convenido entre sí, decían las graciosidades que les ocurrían, o que traían ya pensadas. Su objeto exclusivo era divertir y hacer reír a los oyentes, sin atención a ninguna regla de moral o de decencia, por lo cual nuestras leyes civiles y eclesiásticas condenaron a la infamia los juglares. Este envilecimiento, como es natural, los hizo peores y más desenvueltos.

Nada nos ha quedado de aquellas representaciones; pero el carácter de los primeros dramas que se conservan, hace muy probable la opinión de que en ellos era una figura obligada la del Robo, llamado así a los principios, y después Gracioso. La tenacidad con que se ha conservado este papel en nuestro teatro, prueba la antigüedad de su origen. Por otra parte, es muy —23→ probable que las primeras farsas girasen casi siempre sobre burlas hechas a un simple; diversión harto agradable a los pueblos todavía groseros.

No se sabe si antes o después de estas farsas (aunque me parece más probable lo segundo) se introdujo la costumbre de representar los misterios en los templos, siendo actores los mismos sacerdotes. En estas composiciones, que aunque arrojadas de las iglesias en el siglo XIII, se perpetuaron después con el título de comedias de Santos y de autos, se introdujo también la figura del Bobo, lo que me mueve a creer que los dramas representados en los templos fueron posteriores a las farsas de los palacios. La ignorancia del siglo no permitía discernir la profanación ni la indecencia de mezclar chistes profanos con los misterios augustos de nuestra religión. Creían de buena fe, y se conmovían con la representación, aunque grosera, de los misterios. Su imaginación piadosa suplía todos los defectos e incongruencias del espectáculo.

La composición dramática más antigua que existe es La danza general en que entrantodos los estados de gentes, de mediados del siglo XIV, y de autor desconocido, aunque se ha atribuido al Rabí don Santo, que floreció en el reinado de don Pedro. Consérvase manuscrita en la Biblioteca del Escorial. Según su asunto, parece que pertenece a las composiciones sagradas. Uno de los interlocutores es la muerte, y otro un predicador que excita a las diversas figuras de la danza general a la práctica de las buenas obras, para prepararse a morir. Se notan ya en su elocución, a pesar de lo poco que se prestaba el idioma a la versificación, intenciones poéticas, y algunos rasgos de mérito.

Son cortos los recursos de esta composición dramática, que incluye Moratín en su obra sobre Orígenes del teatro, y debe leerse aunque no sea más que para conocer el estado en que estaba entonces el lenguaje, estudio muy importante en todas las lenguas, y señaladamente en la nuestra, que ha perdido muchísimas —24→ de sus primitivas cualidades. Los versos son de arte mayor; y la composición de la pieza fue por los años 1356 a 60. Deben pronunciarse como están escritos, pues si no no constaría el verso, en razón de que aún no conocían nuestros versificadores el del acento puesto en el sitio en que se debe. Dice así:

Yo só la muerte cierta a todas criaturas,

que son y serán en el mundo durante:

demando e digo: ¡Oh home! ¿Por qué curas

de vida tan breve en punto pasante?

Pues no hay tan fuerte nin recio gigante,

que deste mi arco se pueda amparar:

conviene que mueras, cuando lo tirar

con esta mi frecha cruel traspasante.

Tal era entonces el estado de la lengua; pero no puedo dejar de hacer una observación acerca de estos participios: durante, pasante, transparente: la mayor parte de ellos se ha perdido, y mucho más el régimen activo que tenían, del cual veremos muchos ejemplos en lo sucesivo.

En otra ocasión dice la muerte:

A la danza mortal venit los nascidos

que en el mundo sois de cualquier estado;

el que non quisiere, a fuerza e amidos

facerle he venir muy toste parado.

Pues que ya el fraire vos ha predicado

que todos hayades a facer penitencia,

el que non quisiere poner diligencia

non puede ya ser ya más esperado.

Toste y parado: lo primero significa aquí pronto, y lo segundo preparado, es decir, ligero, presuroso y preparado. Toste es una voz que si se usase ahora se diría que era un galicismo del tôt francés.

Se presentan dos doncellas en la escena que la muerte las llama a su danza.

A esta mi danza trax de presente

estas dos doncellas que vedes, fermosas;

—25→

ellas vinieron de muy mala mente

a oir mis canciones, que son dolorosas.

Mas non les valdrán flores ni rosas

nin las composturas que poner solian:

de mí, si pudiesen, partirse querrian;

mas non puede ser, que son mis esposas.

Esta idea de suponer a la hermosura esposa prometida de la muerte, es sumamente propia de las creencias y del giro de las ideas de la edad media; porque en efecto, la hermosura, el poder, todo cuanto hay de grande en el mundo es presa de la muerte. Pero el pensamiento de que la hermosura es esposa prometida de la muerte, da al principio general de que todo muere, un carácter al mismo tiempo poético y terrible, por el contraste que hay entre la dulzura del desposorio y la terribilidad de la muerte.

Con motivo de la coronación del rey de Aragón don Fernando el Honesto se representó en Zaragoza a presencia de toda la corte una comedia alegórica, escrita por el célebre marqués de Villena. Eran interlocutores la Justicia, la Verdad, la Paz y la Misericordia. Esta noticia se debe a una crónica inédita de aquel tiempo, que fue el primer tercio del siglo XV, pues el drama no existe, ni manuscrito ni impreso; por lo menos nadie lo ha visto.

Detengámonos un poco a examinar el origen de la alegoría puesta en acción, que ya encontramos en los principios del teatro griego: pues Esquilo introdujo en una de sus tragedias los dos personajes alegóricos de la Fuerza y la Violencia. No hay duda que la personificación de los objetos irracionales, inanimados y abstractos, es natural al hombre; pues aun en el lenguaje común usamos de esta figura, tan conocida de los maestros de retórica y poética. Además, una gran parte de la mitología de los griegos se funda en personificaciones: Venus es la hermosura, Cupido el amor, Minerva la sabiduría, personificadas. No es extraño, pues, que en los principios de nuestro teatro veamos —26→ ya la alegoría puesta en acción, y los seres inmateriales revestidos de forma humana mucho más cuando las disputas escolásticas de la edad media habían dado mucho interés a las abstracciones. El Vicio, la Virtud, la Muerte, el Pecado, la Paz, la Gracia, y otros personajes alegóricos de esta especie, entraron después en muchas composiciones poéticas: testigo el Paraíso perdido de Milton, donde se explica de una manera tan abominable como ininteligible, el matrimonio de la muerte y del pecado. El gran defecto del drama alegórico es la imposibilidad de que los espectadores se interesen por seres, que sólo gozan de una existencia fantástica. Todo el placer que puede gozarse en la representación, es el de admirar el ingenio del poeta, si ha sabido dar a los personajes que ha creado, caracteres y atributos análogos a las propiedades abstractas que representan.

La Danza de la muerte