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Segundo volumen de las lecciones impartidas por Alberto Lista y Aragón en el Ateneo científico, literario y artístico de Sevilla, dentro de su cátedra como profesor de literatura española. En estos textos ensayísticos, y siempre desde el filtro de su enciclopedimos y su francofilia, el autor realiza un repaso pormenorizado de las mayores obras y géneros literarios españoles hasta su época.
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Seitenzahl: 394
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Alberto Lista y Aragón
Saga
Lecciones de Literatura Española Tomo II
Copyright © 1853, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726661361
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Primera de Calderón
—1→
Cuando después de leídas las mejores comedias de Lope, Tirso, Mira de Mescua y Velez, se pasa a leer el teatro de Calderón, se experimenta una sensación muy semejante a la que se experimenta pasando de los dramas de Virúes, Juan de la Cueva y Cervantes, a los de Lope: parece que se entra en un mundo nuevo, en que el arte se halla más perfeccionado. Lope fijó las formas dramáticas: fue el inventor de las situaciones, de los efectos y de los caracteres: este era un paso de gigante en la penúltima decena del siglo XVI. Calderón dio otro no menos grande después del primer tercio del XVII, y llevó a su perfección el teatro español, dando a la fábula una regularidad desconocida hasta él, deduciendo de una situación dada todos los incidentes que debía producir, desdeñando los medios y recursos imprevistos que tantas veces afean las comedias de Lope rompiendo la unidad de acción y extraviando el interés. Su versificación es más llena, más robusta, más artificiosa: pocos le han igualado en el arte de formar períodos poéticos, y hasta él no se conocieron los cortes en el verso de ocho sílabas, que hasta entonces sólo se creía propio por su facilidad y sencillez para expresar afectos tiernos. —2→ Su estilo es fogoso, atrevido, lleno de expresiones y metáforas nuevas: su lenguaje, que es constantemente urbano y propio de la buena sociedad de su siglo, se eleva a toda la grandilocuencia de la lírica y de la epopeya cuando el asunto lo requiere, aunque en los asuntos pastoriles no pueda sufrir comparación con la amable candidez de Lope. Sus sales cómicas, sin ser malignas como las de Tirso, están sin embargo llenas de intención satírica; pero no hieren, sólo pican agradablemente como las de Horacio.
Tantas y tan grandes prendas dramáticas bastarían por sí solas para hacer superior a Calderón a todos sus predecesores, incluso el mismo Lope, a pesar de la sinceridad y nobleza con que el mismo Calderón le cita en varios pasajes de sus comedias. Pero todavía hay en este insigne poeta un mérito mucho mayor que todos los que hemos enunciado; y es el de haber creado un mundo ideal, en el cual se hallaban satisfechas las principales necesidades morales de la sociedad en que vivía.
En efecto: cuando él comenzó a trabajar para el teatro de una manera constante, que fue en 1536, habiendo vuelto de Flandes, donde militó de 10 a 11 años, era todavía la nación española la más poderosa de Europa, y por consiguiente el centro de la política. A la verdad el sistema de conquistas cesó con la muerte de Felipe II: habíase adoptado el de la conservación. El siglo XVI había sido todo de acción y de movimiento: en el XVII empezó la época del descanso: y en esta situación es cuando las grandes naciones gustan de reflexionar sobre sí mismas, de estudiar su carácter propio, y de conocer las prendas y cualidades que las han elevado a un alto grado de poder.
Calderón, si hemos de dar asenso a las cortas noticias que nos restan de su vida, y que están conformes con el personaje de caballero español que tan frecuentemente repitió en sus dramas, era por su carácter personal el de su nación. Sabemos —3→ él que era caballero por su origen, noble en sus sentimientos, valiente, afable con los iguales e inferiores, respetuoso sin bajeza con los superiores, dadivoso, caritativo. Sabemos además que poseía en alto grado el espíritu de la religión, a la cual consagró sus últimos años, recibiendo las sagradas órdenes: en lo cual fue semejante a Lope y a Tirso; pero no fue casado antes como Lope, ni la historia ha conservado ninguna anécdota amorosa de su vida. De creer es que poeta y soldado, no le faltarían en su juventud: mas también es de creer, que su manera de amar sería la misma que describe en sus comedias, porque esa es la única digna de un caballero, cuyas prendas consta que poseía en alto grado.
Pues bien: esas mismas prendas eran las generales de las personas distinguidas no sólo de su época, sino también de las anteriores: porque como en los siglos de mayor rudeza, las cualidades aun propias del noble español eran la piedad religiosa, el valor, el amor, el respeto al bello sexo, la generosidad y la lealtad. Si Calderón quería interesar a sus contemporáneos, bastábale describirse a sí mismo.
En cuanto a las mujeres, tenía a la vista dos grandes modelos: Lope, que las describió verdaderamente amables, pintando la ternura y la constancia de su pasión, y Tirso, que las presentó casi siempre, amando a la verdad; pero con un amor mezclado de vanidad, de interés y de liviandad. Calderón con el tacto fino que siempre acompaña al genio, conoció que las mujeres de Tirso no podían interesar a los espectadores de su época, que conocían el verdadero amor, que la liviandad descrita, aunque sea con toda la urbanidad y destreza de Tirso de Molina, produce siempre efectos perniciosos en moral: y por consiguiente se resolvió a seguir el sistema de Lope de Vega en cuanto a los caracteres mujeriles añadiéndoles un dote, que templando la expresión de la ternura, excesiva tal vez en los dramas de su modelo, diese una nueva dirección —4→ a las ideas y sentimientos amorosos. Este dote fue la altivez. Una dama de Lope ama a su galán: una de Calderón ama no sólo la persona de su querido, sino su honor, su gloria, su engrandecimiento: y renunciaría por estos nobles y sublimes objetos, al mismo amor en que cifra su felicidad.
Estos son, pues, los elementos del mundo ideal que creó Calderón, que repitió en la mayor parte de sus comedias, y que se encuentra imitado y adoptado, aunque con otras modificaciones, en las obras inmortales de Corneille y Racine. Estúdiense los caracteres de las princesas que estos dos insignes trágicos describieron en sus tragedias, y sabiendo que fueron posteriores a Calderón, que la lengua española era entonces el idioma común de la diplomacia y de los palacios, como lo fue después la francesa, y que las composiciones del poeta favorito de Felipe IV eran tan conocidas en París como en Madrid, no será necesario preguntar si deben las heroínas de aquellos trágicos franceses la altivez generosa, la noble sublimidad que las distingue, a las damas que describió Calderón en sus comedias.
El grande agente del teatro de los griegos y de los romanos era el fatalismo: potencia invisible y misteriosa, cuya acción, prevista por los oráculos y conocida después en el efecto, llenaba los espectadores de terror y piedad. El grande agente del teatro que perfeccionó Calderón, es el honor erigido en divinidad. El amor mismo, aunque deidad también, le estaba sometido. Con este principio queda explicado el mundo ideal de sus dramas; y es la clase de todos sus caracteres.
Los hombres son valientes, porque la cobardía es incompatible con el honor: incapaces de sufrir impunemente una injuria; pero también incapaces de faltar al amor ni a la amistad. Aman con idolatría, y el amor es la ocupación exclusiva no sólo de su corazón, sino también de su entendimiento: de aquí sus largos razonamientos —5→ acerca de esta pasión, que algunos críticos necios han censurado como alambicados, fríos y contrarios a la pasión: no advirtiendo que la mayor prueba que puede dar un delirante de su locura es raciocinar mucho sobre ella, y todos los enamorados de Calderón aman con delirio. Aman, sí; pero sus celos son terribles, porque el honor los exalta, el honor, que se cree ofendido con la competencia de un amante casi tanto como con el proyecto de seducir una esposa. Hasta que el galán se haya desengañado de sus celos, no espere de él su querida más pruebas de cariño que furores y proyectos de venganza contra su rival.
Las mujeres aman con la misma idolatría, pero teniendo siempre presente el respeto debido a su honor. Reciben las quejas celosas con altivez, pero procuran satisfacerlas. Las dan cuando creen tener motivo para ello: pero se valen de todos los recursos artificios del sexo para dar fuerza a su razón. No pueden tolerar que sus amantes vivan desairados o sin honor, y emplean toda la vehemencia de su alma y todos los medios que están a su alcance para borrar hasta el menor vestigio de desaire o de mancha.
En una palabra, el amante en Calderón es el protector que el cielo ha destinado a la amada: esta es una deuda de honor: pero para cumplirla necesita ser absoluto y exclusivo dueño de todas las afecciones de su dama. La amada por su parte se somete a este dominio: pero necesita para recibir el yugo que el honor de su amante esté tan intacto como el corazón que ella le entrega. Este género de amor, que en nuestro entender es el más intimo y verdadero, porque liga las almas con el lazo más fuerte de todos, que es el del honor cuando se cree en él, dominó en nuestro teatro desde Calderón, que lo introdujo a mediados del siglo XVII, hasta Zamora, el último de sus imitadores que merece ser mencionado, y que escribía a principios del XVIII.
Casi todas las comedias urbanas o de capa y espada —6→ de Calderón, se reducen a la fábula siguiente: un amor turbado por los celos, y que viene a ser feliz por el desengaño. Parece imposible que no fastidie un mismo asunto repetido tantas veces: y en eso es en lo que estriba más el talento dramático de Calderón. Sabe diferenciar de tantas maneras el motivo de los celos, y por consiguiente los incidentes y el desenlace; sabe distribuir la acción con tanta maestría y subordinar los lances haciéndolos derivarse naturalmente unos de otros, que aunque el fondo del cuadro sea igual, no lo son ni las figuras ni los sucesos. Siempre Calderón es el mismo y siempre es diferente. Sólo es constante en llevar siempre embelesado al espectador o al lector de suceso en suceso hasta el fin del drama. En efecto sobre todas las dotes que hemos explicado de este insigne poeta, sobresale la mayor de todas en la poesía dramática, que es la de interesar. Es imposible analizar el artificio o los medios que emplea para ello: el don de producir interés, es el secreto del genio: y a veces el mismo genio ignora que los posee hasta que ve sus efectos en los espectadores. Sin embargo hasta cierto punto hemos visto ya las cualidades que podían asegurar aquel don a nuestro Calderón. Las exposiciones son tan brillantes por lo menos como las de Lope: las situaciones y actos teatrales los mismos: pero no le sucedía como a su maestro introducir episodios desligados del asunto, ni salir de una situación por medio de un suceso imprevisto. Por más complicadas que sean sus fábulas, no sucede nada en ellas, que no sea consecuencia de una situación ya dada y bien expuesta. Si a esto se agrega la belleza ideal de los caracteres, la magia del estilo, la vivacidad del diálogo, y la expresión metafórica y atrevida de la sentencia, no deberá extrañarse el grado de interés que inspiran sus composiciones.
Este interés es tan grande, que en sus autos sacramentales se siente con respecto a los mismos seres ideales y alegóricos que introduce. La gracia, la naturaleza —7→ humana, el hombre, la muerte misma nos excitan sentimientos ya de amor, ya de piedad, ya de terror.
Acuérdome que en mi juventud, hablando con un grande amigo mío y compañero en el estudio de la literatura, me dijo una vez: «¿Podrás tú explicarme, por qué cuando leo una tragedia de Racine o una comedia de Moliere, puedo dejarla sin concluir, y si me pongo a leer una comedia de Calderón (que bien ves tú, ninguna sigue las reglas del arte) me es imposible abandonar la lectura hasta acabarla?» Entonces no supe explicar este fenómeno: ahora ya podría responder que la principal regla del arte, y sin la cual de nada sirven las demás, es interesar.
Calderón interesó en gran manera a su siglo, y la prueba es que sus numerosos sucesores imitaron su género. Si en nuestros días no interesan sus comedias, y están como desterradas del teatro, la culpa no es suya, sino nuestra. La generación actual es muy positiva, como dicen, y ha cerrado quizá para siempre las puertas del Paraíso amoroso que creó Calderón. Guárdanlas, no un arcángel con espada de fuego, sino los monstruos tan aborrecibles como la lubricidad y el interés.
¡Ah! si esta cátedra fuera de filosofía moral, y no de literatura española, ¡cuánto placer tendría en analizar lo que quiere decir el epíteto positivo, aplicado al siglo presente y contrapuesto a lo que se llaman ilusiones de la imaginación! Pero no es este mi deber: bastará sólo decir lo que ninguno de los que tienen la bondad de oírme dejará de sentir en lo íntimo de su corazón por poca experiencia que haya tenido del mundo: a saber, que en un momento de ilusión, ya artística, ya moral, está encerrado un tesoro de verdadera y pura felicidad, incomparablemente mayor que el que pueden producir muchos años de placeres y goces exclusivamente materiales. Lo que el mundo llama Ilusiones compone la verdadera vida —8→ del hombre. Pero volvamos a nuestro propósito.
El suceso más insignificante basta a Calderón para formar el nudo de su fábula. Un galán ausente vuelve a Madrid, y su dama se ha mudado a otra casa, sin haber podido avisárselo: tal es el enlace de la comedia Dar tiempo al tiempo, una de las más complicadas y mejor distribuidas. Una alhacena que se creía en firme y estaba en falso, bastó para inventar la ingeniosa fábula de la Dama duende. El retrato del galán de una dama, sorprendido casualmente en manos de otra, dio orden al drama de Bien vengas mal, si vienes solo. Un sombrerillo de una señora, visto en manos de otra, es la intriga de Mañanas de abril y mayo.
En las comedias en que se introducen personajes de más alta esfera que caballeros particulares, y que llamaremos heroicas a imitación de Pedro Corneille, el origen del enlace no es tan tenue ni las fábulas tan complicadas; pero la buena distribución y el interés es el mismo: siempre se observa la mano maestra de Calderón, tanto en estas, como en las mitológicas y de santos (porque Calderón se ejercitó en los mismos géneros que su maestro Lope), en vano se buscarán variedad de caracteres. Los héroes de Roma y de Grecia, los dioses del paganismo, los pastores y los santos de la Iglesia hablan siempre y sienten como hablarían y sentirían, si hubiesen sido caballeros españoles. El teatro de Calderón es un grande monumento elevado exclusivamente a la gloria de nuestro carácter nacional. El idealismo en los diferentes géneros es diverso: pero nunca se olvida de conducir al espectador a un mundo nuevo y desconocido.
Para que no pueda atribuirse esta monotonía de caracteres a infecundidad de una nación, escribió comedias de costumbres en el género que hemos llamado terenciano: pero sin caer en las inmundicias morales de Lope. En ellas se acerca más a la vida existente y a los sentimientos corrientes de la sociedad. Escribió —9→ otras en que pintó caracteres individuales; entre estas deben contarse también sus dramas trágicos, que no son los de menos mérito, aunque mezclado, como los de Shakespeare con escenas cómicas. En una de sus comedias No siempre lo peor es cierto, quizá la mejor de las de capa y espada, creemos haber visto el primer drama lastimero o sentimental que se ha escrito en Europa.
Mucho he elogiado a Calderón; y en mi opinión, no todo lo que él merece. Mas no por eso te creemos libre de defectos, que debemos manifestar, como hemos hecho con Lope y Tirso: el interés del arte lo exige así, aunque no mi gusto particular, más inclinado a admirar lo bueno que a censurar lo malo. Pero antes de entrar en el examen de sus faltas, debemos desvanecer algunas que se lo han atribuido, a mi ver sin razón.
El más casto de nuestros antiguos poetas dramáticos ha sido acusado de haber infringido los principios de la moral, pintando mujeres livianas, atrevidas, que hablan con sus galanes por la ventana a hurto de sus padres y hermanos, que tal vez los introducen en sus aposentos, que van a buscarlos a sus casas, en fin, que huyen con ellos si es menester. Esta censura nos parece injusta.
No creo que merezcan el nombre de livianas ni en moral filosófica, ni en moral cristiana, las mujeres que después de una solicitud decorosa en la cual han podido conocer el carácter y prendas de su amante, corresponden a su amor con el fin de premiarlo por medio de un lazo legítimo. Si los padres y hermanos tienen motivos para celarlas, no los tienen ellas menos poderosos y justos para procurar conocer, por sí mismas hasta qué extremo son amadas, y lo que deben esperar o temer del hombre a quien piensan ligar irrevocablemente su suerte. Las costumbres actuales, que permiten una decente comunicación entro los que aspiran a ligarse con el vínculo del matrimonio, son —10→ más justas que las antiguas, excesivamente rígidas a causa de la excesiva delicadeza del honor, que se creía manchado aun con la más leve sospecha.
Las conversaciones nocturnas por las rejas ha sido de tiempo inmemorial en España el medio de comunicación entre los novios, y aun lo es en gran parte de la Península. En los tiempos de mayor fluidez era permitido en Palacio mismo el galanteo del terrero: llamábase así un sitio a que concurrían los galanes para hacer señas a las damas de Palacio que estaban en los balcones o en las azoteas. Pero ni el trato entre los amantes por las ventanas, en los jardines en los aposentos, ni aun las visitas de las damas en casa de sus galanes, pueden alarmar al pudor en los amores que Calderón describe, sometidos siempre a la ley inflexible del honor en ambos sexos; ley que dominaba entonces en la sociedad culta con muy pocas excepciones. Ni los caballeros ni las damas se atreverían entonces a infringirla.
Calderón no describió el amor platónico imposible de Petrarca y Herrera, ni despojó esta pasión de sus caracteres físicos. Lo hizo mejor dejándola en su estado natural, ligó a ella las virtudes caballerosas y la necesidad del honor. Una dama que huía del furor de su padre y de su hermano en compañía de su amante, iba tan segura como hubiera estado en su misma casa. Bien sé que estos sentimientos parecerán extravagantes exagerados en nuestros días; tanto peor para nosotros, sino creemos ni aun en la posibilidad de la virtud: y mucho peor, si creyéndola, la tratamos de necedad.
Es falso, pues, que las damas de Calderón fuesen livianas, a no ser que confundamos las ideas de amor y de liviandad. En mi opinión si volviesen a renacer en el mundo social los sentimientos nobles y generosos que supo ligar al amor, nuestro poeta, ganaría mucho la moral doméstica, fuente de la civil y de la pública. Los inocentes y amables artificios de una joven para asegurarse de la pasión de su amante, y aumentarla cuanto le es dado por medios justos y decorosos, no son —11→ los que introducen en las familias la discordia, el adulterio y el suicidio: no son los que influyen en la perversa educación de los hijos: no son los que corrompen el lecho nupcial, y desde él toda la sociedad.
Más difícil, aunque no imposible, es libertar a Calderón de la nota de amigo de equívocos, de antítesis, frases más ingeniosas que sólidas en que tal vez incurre. Sin negar estos defectos, diremos que no siempre son suyos. Copió fielmente su siglo, y copió hasta su lenguaje. Ahora bien; nadie ignora que en su tiempo era general el gusto, o por mejor decir, la moda de las figuras ingeniosas, como son las que hemos citado. Sus personajes han debido imitar la fraseología de su tiempo: y se le debe mucho a Calderón en haberla templado con la gravedad de la sentencia y el tono caballeroso que reina en todos sus dramas.
Se le ha censurado, en fin, porque sus graciosos son casi siempre personajes episódicos e inútiles a la acción principal. A esto respondemos que el bobo desde los principios de nuestro teatro fue siempre una figura de obligación, como el arlequín en la farsa italiana. Calderón no pudo excusarse de introducirlos; pero sacó de ellos más partido que el que piensan sus censores. Reflejándose en ellos siempre los sentimientos e ideas de los personajes principales, satiriza las costumbres y afectos innobles del vulgo. Además, todo gracioso de Calderón tiene una idea fija; uno la de sacar siempre un reloj que le habían regalado para anunciar la hora con toda exactitud hasta que se le para por haberse roto la cuerda, y hace que su amo falte a una cita. Otro llama trecemesino a un niño de que encuentra madre a su novia después de trece meses de ausencia: otro es casado, y cela ridículamente a su mujer; y todos tienen los defectos propios de su clase, el vino, el juego, el chime y la ruindad. Tales son los medios de Calderón para excitar la risa. En estos caracteres tiene originalidad y fuerza cómica.
Ya es tiempo de hablar de los defectos que se deben —12→ censurar en Calderón. El primero es el trastorno continuo, voluntario, y que de nada sirve para el interés dramático, de las nociones más comunes de geografía y de historia, trastorno tanto más censurable en él, cuanto según dice Villaroel, su biógrafo, amigo y discípulo, había estudiado en Salamanca, entre otras facultades, la geografía, cronología e historia política y sagrada. Además, un hombre de talento, estudioso y aficionado a las letras, que viajó por España, Italia, Alemania y Flandes, no podía ignorar, por ejemplo, que Jerusalén no es un puerto de mar, como supone en la comedia del Mayor monstruo los celos, que el rey de Persia, destronado por Alejandro Magno se llamaba Darío y no Ciro como le llama en Duelos de amor y lealtad, que la fundación de Tiro no fue coetánea a la conquista de Persia por los macedonios, como finge en la misma comedia, que un reyezuelo de los sabinos en Italia no pudo estar casado con una princesa de Celtiberia, como se halla en las Armas de la hermosura, y en fin, que la defección de Coriolano no tuvo su origen en el disgusto que le causó la ley contra los adornos mujeriles.
Es permitida en el teatro la alteración de algunos sucesos de poca monta, y subalternos y eso por motivos dramáticos, y cuando la alteración es útil a la buena disposición y mayor interés del drama; pero una corrupción tan completa a sabiendas, de la historia, cronología y geografía, no tiene disculpa alguna, mucho más cuando sin esos errores podrían muy bien existir los dramas que hemos citado, y con el mismo mérito e interés. Bastábale para ello mudar algunos nombres de pueblos o personas. Mucho he meditado en esta materia, y jamás he podido atinar con el objeto de Calderón al cometer semejantes errores.
Sea cual fuere la causa de ellos, lo cierto es que al leer sus comedias heroicas, es preciso que nos olvidemos de lo que sabemos de historia geografía, para que no nos ofendan tantos desaciertos, y no dañe —13→ nuestro disgusto al interés del drama, que siempre es grande. Más fiel es en sus comedias mitológicas a las tradiciones de las fábulas del gentilismo. Quizá los españoles contemporáneos de Calderón se dedicaban más al estudio de la mitología que al de las ciencias históricas, y por eso se atrevió a falsificar estas y no aquella. Sin embargo, no nos parece esto cierto; pues aunque entonces se estudiaba mal, la lectura de Mariana era común, y ella sola bastaba para dar a conocer cuán grandes eran los errores de Calderón.
Pero este defecto que hemos notado es accidental, no esencial al arte del poeta dramático, que puede cubrir los yerros históricos y geográficos, si dice con verdad: he interesado a miauditorio. Pero al arte pertenece el defecto de gongorismo mitigado en que algunas veces incurre: digo mitigado, porque nunca llega a la afectada oscuridad de las Soledades y del Polifemo, por lo cual dijo un poeta cómico español (Rojas) hablando de una noche muy oscura:
«Hecho un Góngora está el cielo.»
Calderón se entiende siempre. Su gongorismo consiste en el uso de metáforas y antítesis atrevidas, que suelen no venir al caso. Llamar a un caballo desbocado:
rayo sin llama,
pájaro sin matiz, pez sin escama,
no es presentar imágenes, sino hacinar palabras vacías de sentido.
Pero apresurémonos a decir que este defecto, que se te pegó del contagio literario del siglo, no es frecuente en él. Calderón es uno de nuestros mejores poetas, y el mejor de nuestros, versificadores.
Reasumiendo toda la presente lección, diremos que Calderón de la Barca es el mejor poeta cómico de nuestro teatro antiguo, y cuya manera imitaron sus —14→ coetáneos y sucesores, contándose entre ellos los nombres célebres de Rojas, Moreto, Ruiz de Alarcón, Hoz y Mota y Cañizares: que perfeccionó el drama novelesco, dándolo una completa unidad, conduciendo y repartiendo la fábula sin más incidentes que los que ella misma daba de sí: que creó un mundo ideal desconocido antes, ennobleciendo y embelleciendo los afectos del amor y del honor, y las prendas caballerosas propias de su siglo: que por estos medios, y con el auxilio de una excelente versificación, del corte que él inventó en los versos pequeños, de la grandilocuencia en los mayores, de un estilo, muchas veces poético y frecuentemente urbano y noble, a pesar de algunos defectos de afectación, y de tal cual expresión en boca de los graciosos, no deshonesta, sino poco limpia, dio al drama todo el interés de que es capaz, y le llevó por consiguiente al más alto grado de interés. Su furor en desfigurar la historia y la geografía es más bien un defecto de sabio y de literato que de poeta dramático.
Mucho hemos dicho acerca de este célebre poeta; y nuestra intención es justificar cuanto hemos dicho con el examen de sus comedias. En la lección siguiente, comenzaremos el trabajo de las numerosas análisis que pensamos hacer de ellas.
—15→
Segunda de Calderón
He elegido para comenzar los análisis de Calderón la comedia de No siempre lo peor escierto, porque además de ser una de las mejores suyas de capa y espada, pertenece también al género que después se ha llamado sentimental, y del cual es este drama el primero que se escribió en Europa.
D. Carlos, caballero de la corte, enamorado y correspondido de Doña Leonor de Lara, la hablaba por las noches en un aposento de su casa. D. Diego Centellas, caballero valenciano que estaba en la corte siguiendo un pleito, galanteó a Leonor y fue despreciado. Supo por una criada que sobornó que su dama amaba a otro: y se introdujo por medio de la misma criada en el aposento de Leonor a la misma hora que Carlos venía a hablarla. Fue sentido, los dos rivales pelearon, y D. Diego recibió una herida de que quedó casi muerto. Al ruido de la pendencia despertó la familia y el padre de Leonor. La infeliz amante implora el socorro de Carlos, que aunque celoso y ofendido, cumple la obligación de caballero, pone en salvo a su dama, y pasa con ella a Valencia.
La primer jornada empieza en una posada de esta ciudad, donde llega Carlos e inmediatamente manda llamar a su primo y amigo D. Juan de Roca, y consulta con él los medios de poner en seguridad a Leonor: después de lo cual pensaba en partirse a Italia a servir en el ejército español. Convienen en que Leonor, disfrazada de nombre y traje, entre en casa de D. Juan a servir a su hermana Doña Beatriz Roca; y así se hace.
—16→
Pero esta determinación, que parecía poner fin a la fábula, es precisamente su enlace. D. Diego sanó de la herida; y temiendo el enojo de la ilustre familia de los Laras, volvió a Valencia y al amor de Doña Beatriz, de la cual era correspondido antes de ir a la corte. Beatriz, informada por Ginés, criado de D. Diego, de todo lo que había pasado a éste en Madrid, le recibe con cariño aparente, y al fin, no pudiendo disimular, acusa su perfidia y su mudanza. La conversación se prolonga, llega D. Juan, D. Diego se esconde; y no pudiendo salir por la puerta, después que todos se habían recogido, se arrojó de un balcón a la calle.
La segunda jornada comienza en la misma hostería que la primera, donde Carlos está haciendo los preparativos de su viaje a Italia: pero su primo D. Juan, que había visto desde su cuarto la bajada de D. Diego por el balcón, llega y le suplica que le ayude a recobrar su honor que cree perdido, aunque no conoce a su enemigo. Determinan que D. Carlos se esconda en el cuarto de D. Juan, para que esté en situación de auxiliarle en cualquier ocurrencia.
Entre tanto D. Diego que creía no haber sido observado la noche antes, vuelve a casa de Beatriz a satisfacerla y desenojarla. D. Juan, que estaba hecho centinela de su honor, le vio, entrar, y avisando a Carlos que estuviese a la mira, registra la casa espada en mano. D. Diego, huyendo de él, llega hasta el cuarto donde estaba Leonor, y se queda espantado al verla: pero le ocurre inmediatamente para D. Juan la disculpa de que había entrado en su casa solo por ver a Leonor, a quien había amado en Madrid. D. Juan, que no ignoraba el suceso de la corte, le creyó: pero para satisfacerse enteramente, le preguntó si era aquella la primer vez que había entrado a ver a su dama. D. Diego, temiendo que la pregunta traía malicia, le dijo que no: que la noche antes había entrado también y había salido por un balcón. D. Carlos, que —17→ oía oculto estas satisfacciones, sale ardiendo en celos a venarlos, y entrambos acometen a D. Diego. Beatriz y sus criadas apagan las luces: Ginés da el grito de muerto soy, con lo que desaparece alguna gente que había entrado de la calle al ruido de la pendencia, y él y D. Diego se escapan. Leonor, reconocida ya por quien es, e insultada por su amante enfurecido, que no oye satisfacción alguna, se desmaya. Así acaba el segundo acto.
El tercero comienza en el cuarto de D. Juan, donde se había retirado Carlos, y donde consultan lo que debe hacerse; porque ya había llegado a Valencia D. Pedro de Lara, padre de Leonor, con cartas de recomendación para D. Juan, a perseguir a D. Diego Centellas, que era el único que conocía de los dos rivales. Tanto D. Juan como D. Carlos estaban persuadidos, a pesar de todas las protestas de Leonor, de que esta amaba a D. Diego: Carlos forma el noble proyecto de casarla con él. D. Juan lo aprueba; y resuelven que Beatriz su hermana, que como dama trataría mejor este asunto, el más delicado del duelo, llamase a D. Diego, y le instase a que volviese su honra a Leonor. Entre tanto queda D. Carlos escondido en el cuarto de D. Juan, sin que lo supiese nadie de la casa.
Beatriz manda a llamar a D. Diego, y le hace la proposición. Su amante, admirado de que ella misma sea quien le busque esposa, describe con la mayor exactitud y fidelidad los sucesos de Madrid y de Valencia. Como estaban en un cuarto inmediato al de D. Juan, no perdió Carlos nada de aquella interesante conversación, de la cual constaba la inocencia de Leonor en todos los lances que parecían acriminarla.
Llegan en esto D. Juan y D. Pedro de Lara: Beatriz dice a D. Diego que evite la vista del padre de Leonor. Diego va a esconderse en el cuarto donde está D. Carlos, le encuentra, le cree amante de Beatriz, y quiere reñir con él. Llega D. Pedro, conoce —18→ a los enemigos de su honor, y los acomete. Media D. Juan, exige de D. Diego que case con Leonor, y D. Diego lo rehúsa. Pero Carlos, satisfecho ya, da la mano a su fiel amante, y obliga a su rival a que case con Doña Beatriz, cuyo amor había sabido por la propia confesión de ambos.
No puede haber una acción más interesante que la de una mujer infeliz, que ama y no es creída del noble caballero que la adora con todas las fuerzas de su alma; pero que no puede corresponderle hasta que quede satisfecho de su inocencia, contra la cual conspiran también las intrigas amorosas de la casa donde buscó asilo. Las quejas y lágrimas de Leonor, sus protestas de fidelidad que el espectador a pocos lances conoce que son verdaderas, su situación infeliz, perdida su casa, su honor, su padre, su amante, y reducida a la humillación de servir la que había sido siempre señora, inspiran un grado de interés muy semejante al que solicitan excitar los dramas sentimentales, muchos veces a fuerza de aspavientos. La situación de Eulalia en Misantropía y Arrepentimiento, añadida la verdad del delito, puede creerse tomada de la de Leonor.
El carácter de Carlos es lo más ideal del amor, del valor, de la nobleza del corazón. Es imposible llevarla a un grado más alto. Todas sus grandes cualidades se despliegan admirablemente en la narración que hace a D. Juan en la primera escena, del suceso de Madrid, y en la primera escena del tercer acto, en que propone casar a Leonor con D. Diego.
Salen D. CARLOS y D. JUAN.
La fábula está perfectamente conducida, y por más extraordinarias que parezcan las situaciones todas están justificadas, admitida la hipótesis tan natural y tan sencilla de que al mismo D. Diego Centellas, que galanteó a Leonor en Madrid, sea el amante correspondido de Doña Beatriz en Valencia. De aquí el encuentro —26→ verdaderamente dramático de Diego y Leonor en casa de Beatriz, que proporciona a D. Diego una disculpa, y que irrita los celos de D. Carlos; de aquí la situación, no menos dramática, de Doña Beatriz, que, se ve obligada a proponer casamiento con otra mujer a su amante: de aquí las quejas y lamentos de Leonor y los furores de Carlos, entre los cuales deja siempre ver el amor más exaltado. Sería necesario leer toda la comedia para conocer y sentir todas sus bellezas. La acción camina con rapidez, y cada vez se estrecha más el nudo: el desenlace es tan natural como imprevisto y agradable. No hay incidentes inútiles y que no nazcan de las situaciones. El amor de Beatriz y D. Diego no puede llamarse episódico, pues forma el nudo de la comedia. No se observa ya aquella incertidumbre de Lope acerca de los medios, ni la llegada imprevista de un suceso o personaje inesperado, que llega precisamente para el desenredo de algún lance o de la fábula entera. Todo está justificado y motivado; todo interesa, porque todo, todo, aunque extraordinario, es natural.
Citemos para conocer la especie de sal cómica de Calderón, la escena del segundo acto, en que D. Diego quiere que vuelva a casa de Beatriz su criado Ginés, que al caer del balcón se lastimó una pierna.