Los misterios de la Jungla Negra - Emilio Salgari - E-Book

Los misterios de la Jungla Negra E-Book

Emilio Salgari

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Beschreibung

Bienvenidos a la India colonial del siglo XIX. Dominada por los ingleses, los nativos viven su vida entre la aceptación del invasor y la resistencia para expulsar a los británicos.

Tremal-Naik, conocido cazador de tigres y serpientes, lleva una vida tranquila en la Jungla Negra de los Sundarbans, hasta que una noche surge ante él una rara aparición: la de una hermosa joven. Inmediatamente la mujer se desvanece. Días después se escucha en la selva una música extraña. Luego, uno de sus hombres es hallado muerto sin una marca sobre su cuerpo. Tremal-Naik se interna en las profundidades de la jungla de los Sundarbans junto a su criado y amigo Kammamuri en busca de respuestas.
Ambos encuentran de nuevo a la joven en un templo oculto en las profundidades de la jungla: se trata de la hija de un oficial británico, raptada por los siniestros Thugs para convertirla en la reencarnación de Kali, la diosa de la Muerte.

Descubre de la mano de Emilio Salgari los exóticos paisajes de la India y sus selvas en una aventura tan fresca como el día de su publicación.

Se ofrece en esta edición una versión íntegra de la novela (124.000 palabras), acompañada con comentarios e ilustraciones.


Emilio Salgari (1862 – 1911) fue un escritor y periodista italiano. Escribió principalmente novelas de aventuras, ambientadas en los lugares más variados, como Malasia, el Mar Caribe, la selva india, el desierto y la selva africana, el oeste de Estados Unidos, las selvas de Australia e incluso los mares árticos. Creó personajes que alimentaron la imaginación de millones de lectores. "Los misterios de la Jungla Negra" fue su primera novela publicada por entregas en un periódico italiano, y supuso su ascension inmediata como uno de los escritores más leídos de principio de siglo XX. Salgari se suicidó en 1911 practicándose el hara-kiri.

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Emilio Salgari

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Tabla de contenidos

EL ASESINATO

LA ISLA MISTERIOSA

EL VENGADOR DE HURTI

EN LA JUNGLA

LA VIRGEN DE LA PAGODA

LA CONDENA A MUERTE

KAMMAMURI

UNA NOCHE TERRIBLE

MANCIADI

EL ESTRANGULADOR

EL SEGUNDO GOLPE DEL ESTRANGULADOR

LA EMBOSCADA

LA TORTURA

EN RAIMANGAL

EN LA PAGODA SUBTERRÁNEA

EL TRIUNFO DE LOS ESTRANGULADORES

EL CAPITÁN MACPERSON

NEGAPATNAN

EL SALVADOR

MATAR PARA SER FELIZ

LA FUGA DEL THUG

LA LIMONADA QUE DESATA LA LENGUA

LAS FLORES QUE HACEN DORMIR

LAS REVELACIONES DEL SARGENTO

ASEDIADOS

LA FRAGATA

EL FAQUIR

EL ACECHO

LA EMBOSCADA

EN LOS SÓTANOS DE LA PAGODA

LA PERSECUCIÓN

LA MUERTE DE VINDHYA

LA LIBERACIÓN

¡DEMASIADO TARDE!

INGLESES Y ESTRANGULADORES

A BORDO DE LA «CORNWALL»

LA VICTORIA DE TREMAL-NAIK

EMILIO SALGARI Y LOS MISTERIOS DE LA JUNGLA NEGRA

Notas

LOS MISTERIOS

DE LA

JUNGLA NEGRA

EDICIÓN COMPLETA, ANOTADA E ILUSTRADA

*

EMILIO SALGARI

Traducción y adaptación de Jaime Lafuente Álamo

Moai Ediciones 2016

Los Misterios de la Jungla Negra

I misteri della jungla nera

© Emilio Salgari 1895

© De la presente traducción Jaime Lafuente Álamo 2016

Diseño de Cubierta: Fugaz Design

ÍNDICE

PARTE PRIMERA: LOS MISTERIOS DE LOS SUNDERBUNDS

I. El asesinato

II. La isla misteriosa

III. El vengador de Hurti

IV. En la jungla

V. La virgen de la pagoda

VI. La condena a muerte

VII. Kammamuri

VIII. Una noche terrible

IX. Manciadi

X. El estrangulador

XI. El segundo golpe del estrangulador

XII. La emboscada

XIII. La tortura

XIV. En Raimagal

XV. En la pagoda subterránea

XVI. El triunfo de los estranguladores

PARTE SEGUNDA: LA REVANCHA DE TREMAL-NAIK

I. El capitán Macperson

II. Negapatnan

III. El salvador

IV. Matar para ser feliz

V. La fuga del thug

V. La limonada que desata la lengua

VI. Las flores que hacen dormir

VIII. Las revelaciones del sargento

IX. Asediados

X. La fragata

XI. El faquir

XII. El acecho

XIII. La emboscada

XIV. En los sótanos de la pagoda

XV. La persecución

XVI. La muerte de Vindhya

XVII. La liberación

XVIII. ¡Demasiado tarde!

XIX. Ingleses y estranguladores

XX. A bordo de la «Cornwall»

XXI. La victoria de Tremal-Naik

APÉNDICE: Emilio Salgari y “Los misterios de la Jungla Negra”.

PRIMERA PARTE

LOS MISTERIOS DE

LOS “SUNDERBUNDS”

EL ASESINATO

I

E

l Ganges, este famoso río celebrado por los indios antiguos y modernos, cuyas aguas consideran sagradas aquellos pueblos, después de surcar las nevadas montañas del Himalaya y las ricas provincias de Sirinagar, de Delhi, de Odhe, de Bahar y de Bengala, a doscientas noventa millas del mar se divide en dos brazos, formando un delta gigantesco, intrincado, maravilloso y quizá único del mundo en su género.

La imponente masa de las aguas se divide y subdivide en una multitud de riachuelos, de canales y de canalitos que recortan de todos los modos posibles la inmensa extensión de tierras comprendidas entre el Hugli, el verdadero Ganges y el golfo de Bengala. A partir de aquí una infinidad de islas, islotes, bancos se extienden hacia el mar y toman el nombre de Sunderbunds. No hay nada más desolador, más extraño ni más espantoso que la visión de este Sunderbunds. No hay ciudades, ni pueblos, ni cabañas, ni cualquier posible refugio; desde el sur hasta el norte y desde el este al oeste no se divisan más que inmensas plantaciones de bambús espinosos, apretados unos contra otros, con sus cimas moviéndose con el soplo del viento, apestadas por las exhalaciones insoportables de miles de cuerpos humanos que se pudren en las aguas envenenadas de los canales.

Es raro descubrir a un baniano despuntando por encima de aquellas cañas gigantescas: aún más raro ver a un grupo de mangueros, pescadores con esperavel1 o de que os llegue al olfato el suave perfume de jazmín o del mussenda, que afloran tímidamente en aquel caos de vegetales.

Durante el día, un silencio inmenso, fúnebre, que infunde terror a los más osados, reina como soberano; por la noche, en cambio, hay un terrible estruendo de gritos, rugidos, silbidos y chillidos que hiela la sangre.

Decid al bengalés que ponga sus pies en Sunderbunds y se negará; prometedle cien, doscientas, quinientas rupias, y nunca haréis variar su firme decisión. Decid al molango2 que vive en Sunderbunds, desafiando al cólera y a la peste, a las fiebres y al veneno de aquel aire emponzoñado, que entre en aquellas junglas, y al igual que el bengalés no lo hará. El bengalés y el molango no se equivocan: adentrarse en aquellas junglas es ir al encuentro de la muerte3.

En efecto, allí, entre aquellos amasijos de espinos y de bambúes, entre aquellos pantanos y aquellas aguas amarillas, se esconden los tigres espiando el paso de las canoas y hasta de los veleros, para echarse sobre el puente y agredir al barquero o al marinero que osara mostrarse; allí nadan y espían a la presa horribles y gigantescos cocodrilos, siempre ávidos de carne humana; allí vaga el formidable rinoceronte al que todo le molesta y le irrita hasta enloquecer; allí viven y mueren las numerosas variedades de serpientes indias, como la rubdira mandali, cuya mordedura hace sudar sangre, y la pitón, que tritura a un buey entre sus anillos; y allí a veces se esconde el thug indio, esperando ansiosamente la llegada de algún hombre para estrangularlo y ofrecer su vida inmolada a su terrible divinidad. No obstante, en la noche del 16 de mayo de 1855, un fuego gigantesco ardía en los Sunderbunds meridionales, precisamente a unos trescientos o cuatrocientos pasos de las tres bocas del Mangal, río fangoso que se separa del Ganges y desemboca en el golfo de Bengala.

Aquel resplandor, que destacaba vivamente sobre el fondo oscuro del cielo, produciendo un efecto fantástico, iluminaba una vasta y sólida cabaña de bambú, en cuyo suelo dormía, envuelto en un gran doté de «chites» estampado, un indio de estatura atlética, cuyos miembros, muy desarrollados y musculosos, denotaban una fuerza poco común y una agilidad animalesca.

Era un buen ejemplar de bengalés, de unos treinta años, piel cobriza y muy brillante, recién untada de aceite de coco; tenía unos hermosos rasgos, labios carnosos, pero no grandes, que dejaban entrever una dentadura admirable, nariz torneada, frente alta, jaspeada con líneas de ceniza, señal propia de los de la secta de Shiva.

El conjunto mostraba una rara energía y un valor extraordinario, cualidades de las que carecen casi siempre sus compatriotas.

Como se ha dicho, dormía, pero su sueño no era tranquilo. Gruesas gotas de sudor regaban su frente, que a veces se encogía, se ofuscaba; su ancho pecho se alzaba entonces con ímpetu, descomponiendo el «doté» que le envolvía; sus manos, pequeñas como las de una mujer, se cerraban convulsamente y corrían hacia la cabeza, quitándose el turbante y dejando al descubierto el cráneo cuidadosamente afeitado.

De vez en cuando salían de sus labios unas palabras truncadas, frases raras, pronunciadas en un tono de voz dulce, apasionado.

«Mírala —decía sonriendo—. El sol se pone... cae por detrás de los bambúes... el pavo real calla, el marabú se levanta, el chacal ruge... ¿Por qué no se me muestra?... ¿Qué he hecho yo? ¿No es éste el lugar? ¿No es aquél el «mussenda» de las hojas ensangrentadas?... Ven, ven, oh dulce aparición... sufro, sabes, sufro y anhelo el instante de volverte a ver.»

«¡Ah!... Aquí está, aquí está... sus ojos negros me miran, sus labios sonríen... ¡Oh, qué divina es su sonrisa! Mi visión celeste, ¿por qué permaneces muda ahí delante? ¿Por qué me miras así?... No tengas miedo de mí; soy Tremal-Naik, el cazador de serpientes de la jungla negra... Habla, habla, deja que yo oiga tu dulce voz... El sol se pone, las tinieblas caen como cuervos encima de los bambúes... no desaparezcas, no quiero, ¡no!, ¡no!, ¡no!»

El indio lanzó un grito agudo, y en su cara se dibujó una gran angustia.

Con el grito, un segundo indio salió corriendo de la cabaña. Era de estatura más baja y de cuerpo muy ágil, con las piernas y los brazos semejantes a bastones nudosos recubiertos de cuero. Su actitud era ferocísima, su mirada hosca, un corto languti le cubría las caderas, unos pendientes colgaban de sus orejas, todo en suma mostraba a primera vista que era un maharato, miembro de la población belicosa de la India occidental.

—Pobre amo —murmuró mirando al dormido—. ¿Quién sabe qué terrible sueño turba su descanso?

Atizó el fuego y luego se sentó junto a su amo, agitando suavemente un abanico de preciosas plumas de pavo real.

—¡Qué misterio! —susurró el hombre que dormía con voz entrecortada—. ¡Me parece estar viendo manchas de sangre!... Huye, dulce visión... te ensangrentarás. ¿Por qué todo aquello rojo? ¿Por qué aquellas ataduras? Así pues, ¿se quiere estrangular a alguien?, ¿qué misterio?

—¿Qué dice? —se preguntó el maharato, sorprendido—. Sangre, visiones, ataduras... ¡Qué sueño tan extraño!

De pronto, el hombre que dormía se estremeció; abrió de par en par los ojos chispeantes como dos diamantes negros y se sentó.

—¡No!... ¡No...! —exclamó con voz ronca—. ¡No quiero!...

El maharato le miró con ojos compasivos.

—Amo —murmuró—. ¿Qué te sucede?

El indio pareció volver en sí. Cerró los ojos, luego los abrió de nuevo, mirando fijamente el rostro del maharato.

—¡Ah, eres tú, Kammamuri! —exclamó.

—Sí, amo.

—¿Qué haces tú aquí?

—Te estoy velando y alejo a los mosquitos.

Tremal-Naik aspiró con fuerza el aire, pasándose varias veces las manos por la frente.

—¿Dónde están Hurti y Aghur? —preguntó, tras unos instantes de silencio.

—En la jungla. Ayer por la noche descubrieron las huellas de un gran tigre y esta mañana han ido a cazarlo.

—¡Ah! —dijo Tremal-Naik por lo bajo.

Arrugó la frente y un suspiro profundo, que parecía un rugido sofocado, fue a morir en sus áridos labios.

—¿Qué te sucede, amo? —preguntó Kammamuri—. Tú estás mal.

—No es verdad.

—Y, no obstante, al dormir te lamentabas.

—¿Yo?

—Sí. amo, tú hablabas de extrañas visiones.

Una sonrisa amarga afloró en los labios del cazador de serpientes.

—Sufro, Kammamuri —dijo él con rabia—. Oh, sufro mucho.

—Ya lo sé, amo.

—Tú. ¿cómo lo sabes?

—Desde hace quince días yo te observo y veo en tu frente unas arrugas profundas. Estás melancólico, taciturno. Antes tú no estabas tan triste.

—Es verdad, Kammamuri.

—¿Qué dolor puede afligir a mi amo? ¿Es que quizá te has cansado de vivir en la jungla?

—No lo digas, Kammamuri. Aquí, entre estos desiertos de espinos, entre estos pantanos, en la tierra de los tigres y de las serpientes, yo he nacido y he crecido y aquí, en mi querida jungla moriré.

—¿Entonces?

—¡Es una mujer, una visión, un fantasma!

—¡Una mujer! —exclamó Kammamuri, sorprendido—. ¿Una mujer has dicho?

Tremal-Naik bajó la cabeza en señal afirmativa y apretó la frente entre sus manos, como si quisiera ahuyentar aquel tétrico pensamiento.

Durante unos minutos entre ambos reinó un silencio fúnebre, apenas roto por el murmullo del río que se rompía contra las orillas y por los gemidos del viento que acariciaba a la inmensa jungla.

—Pero ¿dónde has visto a esta mujer? —preguntó por fin Kammamuri—. ¿Por dónde?, la jungla no tiene más que a tigres como habitantes.

—La he visto en la jungla, Kammamuri —dijo Tremal-Naik con voz grave—. Era por la tarde; oh, ¡nunca olvidaré aquella tarde, Kammamuri! Yo buscaba a las serpientes en la orilla de un riachuelo, allá abajo, justo en la parte donde los bambúes son más espesos, cuando a unos veinte pasos de mí, en el medio de una espesura de mussenda de hojas sangrientas, se me apareció una visión: una mujer bella, radiante, soberbia. Nunca pensé, Kammamuri, que pudiera existir sobre la tierra una criatura tan hermosa, ni que los dioses del cielo fueran capaces de crearla. Tenía los ojos negros y vivos. Los dientes blancos, la piel oscura, y desde sus cabellos de un color castaño oscuro, que ondeaban sobre sus hombros, llegaba un dulce perfume que embriagaba los sentidos. Ella me miró, lanzó un gemido largo, estremecedor, luego desapareció de mi vista. Me sentí incapaz de moverme y permanecí allí, con los brazos extendidos, como soñando. Cuando volví en mí y me puse a buscarla, la noche había caído sobre la jungla y no vi ni oí nada más. ¿Quién era aquella aparición? ¿Una mujer o un espíritu celeste? Todavía lo ignoro.

Tremal-Naik calló. Kammamuri notó que temblaba tan fuerte que temió que tuviera fiebre.

—Aquella visión fue fatal para mí —dijo Tremal-Naik con rabia—. Desde aquella tarde noté en mí un extraño cambio; me parecía como si fuera otro hombre y que, en mi corazón, se hubiera encendido una llama terrible. Es como si aquella aparición me hubiera embrujado. Si estoy en la jungla la veo ante mis ojos; si estoy en el río, la veo nadar frente a la proa de mi barca; pienso y mi pensamiento vuela hacia ella; duermo y en el sueño siempre se me aparece ella. Me parece que me he vuelto loco.

—Tú me asustas, amo —dijo Kammamuri, lanzando a su alrededor una mirada llena de miedo—. ¿Quién era aquella bella criatura?

—Lo ignoro, Kammamuri. Pero era bella, ¡oh, sí! ¡Muy bella! — exclamó Tremal-Naik con acento apasionado.

—¿Quizá un espíritu?

—Quizá.

—¿Quizá una divinidad?

—¿Quién puede decirlo?

—¿Y no has vuelto a verla?

—Sí, la he visto muchas, muchas veces. Al día siguiente, a la misma hora, sin saber cómo, me encontré de nuevo en la orilla del riachuelo. Cuando la luna se alzó por detrás de los oscuros bosques del septentrión, aquella soberbia criatura apareció de nuevo entre la espesura de los mussenda.

—¿Quién eres? —le pregunté—. Ada —me respondió. Y desapareció, lanzando el mismo gemido—. Me pareció como si se introdujera en la tierra.

—¿Ada? —exclamó Kammamuri—. ¿Qué nombre es éste?

—Un nombre que no es indio.

—¿Y no dijo nada más?

—Nada.

—Es extraño; yo no hubiera vuelto más allí.

—¡Y yo volví! Una fuerza irresistible, poderosa, me empujaba a pesar mío hacia aquel lugar; cuantas veces traté de huir me faltaron las fuerzas para hacerlo. Te he dicho que me parecía estar embrujado.

—¿Y qué es lo que sentías en su presencia?

—No lo sé, pero el corazón me latía con fuerza.

—¿Nunca habías experimentado antes esta sensación?

—Nunca —dijo Tremal-Naik.

—Y ahora, ¿todavía ves a aquella criatura?

—No, Kammamuri. La vi durante diez tardes seguidas; a la misma hora aparecía frente a mis ojos, me contemplaba muda, luego desaparecía sin hacer ruido. Una vez le hice una señal, pero no se movió; otra vez abrí los labios para hablar, y ella se puso un dedo delante de la boca, invitándome a callar.

—¿Y tú no la seguiste nunca?

—Nunca, Kammamuri, porque aquella mujer me daba miedo. Hace unos quince días se me apareció toda vestida de seda roja y me miró más rato que en otras ocasiones. Por la tarde siguiente la esperé en vano, en vano la llamé: no la vi más.

—Es una aventura extraña —murmuró Kammamuri.

—Es terrible, en cambio —dijo Tremal-Naik con voz grave—. No encuentro paz, ya no soy el hombre de antes; me siento la fiebre encima y una necesidad incontenible de volver a contemplar aquella visión que me embrujó.

—Así pues, tú amas a aquella visión.

—¿Amarla? No sé lo que significa esta palabra.

En aquel instante, muy lejos, hacia los inmensos pantanos del sur, se oyeron unos sonidos agudos. El maharato se levantó de un salto y palideció.

—¡El ramsinga!4 —exclamó con terror.

—¿Por qué te asustas? —preguntó Tremal-Naik.

—¿No oyes el ramsinga?

—Bueno, pero ¿qué pasa?

—Anuncia una desgracia, amo.

—Estupideces, Kammamuri.

—Nunca he oído tocar el ramsinga en la jungla, a excepción de la noche en que asesinaron al pobre Tamul.

Ante aquel recuerdo una profunda arruga surcó la frente del Cazador de serpientes.

—No te asustes —dijo él, esforzándose por parecer tranquilo—. Todos los indios saben tocar el ramsinga y tú sabes que en ocasiones hay cazadores que se atreven a poner sus pies en la tierra de los tigres y de las serpientes.

Había terminado de hablar, cuando se oyó el triste ulular de un perro y poco después un maullido que parecía como un auténtico rugido. Kammamuri tembló de pies a cabeza.

—¡Ah, amo! —exclamo—. También el perro y el tigre anuncian una desgracia.

—«¡Darma!», «¡Punthy!» —gritó Tremal-Naik.

Un magnífico tigre real, de estatura alta, de formas vigorosas, con la piel anaranjada y jaspeada de negro, salió de la cabaña y miró fijamente al amo con dos ojos que lanzaban terribles destellos. Detrás suyo apareció poco después un perrazo negro, de larga cola, orejas puntiagudas, el cuello armado con un gran collar de hierro erizado de púas.

—«¡Darma!», «¡Punthy!» —repitió Tremal-Naik.

El tigre se agazapó sobre sí mismo, lanzó un ruido bronco y de un salto de quince pies fue a caer junto a su amo.

—¿Qué te pasa, «Darma»? —le preguntó, pasando las manos sobre el robusto lomo del animal—. Tú estás inquieta.

El perro, en vez de correr hacia el amo, se quedó inmóvil, alargó su cabeza hacia el sur, husmeó un rato el aire y ladró tristemente tres veces.

—¿Puede ser que les haya pasado alguna desgracia a Hurti y a Aghur? —murmuró el Cazador de serpientes, con inquietud.

—Lo temo, amo —dijo Kammamuri, lanzando miradas asustadas hacia la jungla—. A esta hora ya deberían estar aquí y en cambio no dan señales de vida.

—¿Has oído alguna detonación durante el día?

—Sí, una hacia el mediodía, luego nada más.

—¿De dónde venía?

—Del sur, amo.

—¿Has visto a alguna persona sospechosa merodeando por la jungla?

—No, pero Hurti me dijo que una tarde vio unas sombras que se movían cerca de las orillas de la isla Raimangal, y Aghur me contó que había oído unos extraños ruidos procedentes del baniano sagrado.

—¡Ah!, ¡del baniano! —exclamó Tremal-Naik—. ¿Has oído algo también tú?

—Quizá. ¿Qué hacemos, amo?

—Esperamos.

—Pero pueden...

—¡Calla! —dijo Tremal-Naik, apretándole un brazo con tal fuerza que le paró la sangre de las venas.

—¿Qué has oído? —murmuró el maharato, batiendo los dientes.

—Mira allá... ¿No te parece que se mueven los bambúes de la jungla?

—Es verdad, amo.

«Punthy» dejó oír por tercera vez su triste aullido, que fue seguido por las notas agudas del misterioso ramsinga. Tremal-Naik extrajo del cinturón de piel de tigre una gran pistola con incrustaciones de plata y la armó.

En aquel instante un indio de estatura alta, semidesnudo, armado sólo con un hacha, salió de entre los bambúes, corriendo a toda velocidad hacia la cabaña.

—¡Aghur! —exclamaron al unísono Tremal-Naik y el maharato.

«Punthy» se lanzó hacia él, ululando lúgubremente.

—¡Amo,... a... mo! —gritó el indio.

Llegó como un relámpago frente a la cabaña, se tambaleó como si fuera presa de un malestar repentino, desencajó los ojos, lanzó un grito como un jadeo y cayó sobre la hierba como si fuera un árbol arrancado por el viento.

Tremal-Naik corrió hacia él. Una exclamación de sorpresa se escapó de sus labios.

El indio parecía moribundo. Tenía en su boca una espuma sanguinolenta, todo su rostro magullado y sucio de sangre, los ojos desencajados y dilatados, y jadeaba emitiendo broncos suspiros.

—¡Aghur! —exclamó Tremal-Naik—. ¿Qué te ha sucedido? ¿Dónde está Hurti?

El rostro de Aghur, al oír aquel nombre, se contrajo de espanto y con las uñas levantó la tierra con rabia.

—¡Amo... a... mo! —balbuceó con profundo terror.

—Continúa.

—Me... a... ho... go... ¡ah!, amo.

—¿Se habrá envenenado? —murmuró Kammamuri.

—No —dijo Tremal-Naik—. El pobre diablo ha galopado como un caballo y se ahoga; en unos pocos minutos se habrá recobrado.

En efecto, Aghur empezaba a volver en sí y a respirar con más libertad.

—Habla, Aghur—dijo Tremal-Naik unos minutos después—. ¿Por qué has regresado solo? ¿Por qué tanto terror? ¿Qué le ha sucedido a tu compañero?

—¡Ah, amo! —balbuceó el indio estremeciéndose—. ¡Qué desgracia!

—El ramsinga la había anunciado —murmuró Kammamuri suspirando.

—Vamos, Aghur —replicó el Cazador de serpientes.

—Si le hubieras visto, el pobre... estaba allí, echado en el suelo, rígido, con los ojos fuera de las órbitas...

—¿Quién, quién?...

—¡Hurti!

—¿Hurti está muerto?—exclamó Tremal-Naik.

—Sí, le han asesinado a los pies del baniano sagrado.

—Pero ¿quién le ha asesinado? Dímelo, voy a vengarle.

—No lo sé, amo.

—Cuéntalo todo.

—Habíamos salido a cazar un gran tigre. A seis millas de aquí levantamos la fiera, la cual, herida por la carabina de Hurti, huyó hacia el sur. Seguimos su pista durante cuatro horas y la encontramos cerca de la orilla, frente a la isla Raimangal, pero no logramos darle muerte porque, en cuanto nos vio, se echó al agua, saliendo a los pies del gran baniano.

—Bien, ¿y después?

—Yo quería regresar, pero Hurti se negó, diciendo que el tigre estaba herido y era, por tanto, una presa fácil. Atravesamos el río a nado y llegamos a la isla Raimangal, donde nos separamos para explorar los alrededores.

El indio se detuvo, chirriando los dientes de terror, y palideció.

—Caía la noche —volvió a hablar con voz baja—. Bajo los bosques empezaba a haber oscuridad y reinaba un silencio fúnebre que daba miedo. De pronto resonó un sonido agudo, el del ramsinga. Miré en tomo a mí y mis ojos se encontraron con los de una sombra que estaba a veinte pasos, semiescondida en unos matorrales.

—¿Una sombra? —exclamó Tremal-Naik—. ¿Una sombra, has dicho?

—Sí, amo, una sombra.

—¿Quién era? ¡Dímelo, Aghur, dímelo!

—Me pareció una mujer.

—¡Una mujer!

—Sí, estoy seguro de que era una mujer.

—¿Hermosa?

—Estaba demasiado oscuro como para que pudiera verla claramente.

Tremal-Naik se pasó una mano por la frente.

—¡Una sombra! —repitió varias veces—. ¡Una sombra allí! ¿Si fuera mi visión?... Prosigue, Aghur.

—Aquella sombra me miró durante unos instantes, luego extendió un brazo hacia mí, indicándome que me alejara enseguida. Sorprendido y asustado obedecí, pero aún no había dado cien pasos cuando un grito desgarrador llegó hasta mis oídos. Lo reconocí enseguida: ¡era la voz de Hurti!

—¿Y la sombra? —preguntó Tremal-Naik presa de una gran excitación.

—No me di la vuelta para ver si todavía estaba o había desaparecido. Me lancé a través de la jungla con la carabina en la mano y llegué bajo el gran baniano, a cuyos pies, estirado, vi al pobre Hurti. Le llamé, pero no me respondió; le toqué, aún estaba caliente, pero ¡su corazón ya no latía!

—¿Estás seguro?

—Segurísimo, amo.

—¿Dónde le habían herido?

—No vi en su cuerpo ninguna herida.

—¡Es imposible! ¿Y no viste a nadie?

—A nadie, no oí ningún ruido. Sentí miedo: me eché al río, lo atravesé perdiendo la carabina y gané nuestra jungla. Me parece que he hecho seis millas sin respirar, tan grande era mi espanto. ¡Pobre Hurti!

LA ISLA MISTERIOSA

II

U

n profundo silencio siguió a la triste narración del indio. Tremal-Naik, preocupado y nervioso, se puso a pasear delante del fuego, con la cabeza inclinada hacia el pecho, la frente arrugada y los brazos cruzados. Kammamuri, helado por el terror, meditaba, acurrucado sobre sí mismo. Hasta el perro había dejado de lanzar su triste alarido y se había echado junto a «Darma».

De pronto, las notas agudas del misterioso ramsinga rompieron de nuevo el silencio, sacando al cazador de serpientes de sus meditaciones. Él levantó la cabeza como un caballo de batalla que oye la señal de la carga, echó una profunda mirada a la desierta jungla, sobre la que flotaba entonces una niebla densa, preñada de efluvios venenosos, dio la vuelta sobre sí y acercándose bruscamente a Aghur le preguntó:

—¿Has oído el ramsinga en otras ocasiones?

—Sí, amo —respondió el indio—, pero una sola vez.

—¿Cuándo?

—La noche en que desapareció Tamul, o sea, hace unos seis meses.

—¿De modo que tú también crees, como Kammamuri, que anuncia una desgracia?

—Sí, amo.

—¿Sabes quién lo toca?

—Nunca lo he podido saber.

—¿Crees que el que lo toca tiene alguna relación con los misteriosos habitantes de Raimangal?

—Lo creo.

—¿Quiénes sospechas que pueden ser aquellos hombres?

—No creo que sean espíritus de los muertos.

—Entonces serán piratas —dijo Aghur.

—¿Y qué interés pueden tener en asesinar a mis hombres?

—Quién sabe, quizá quieren asustarnos y mantenernos alejados.

—¿Dónde piensas que tienen sus cabañas?

—Lo ignoro, pero me atrevo a decir que cada noche se congregan bajo la gran sombra del baniano sagrado.

—Está bien —dijo Tremal-Naik—. Kammamuri, coge los remos.

—¿Qué quieres hacer, amo? —preguntó el maharato.

—Ir al baniano.

—¡Oh! ¡No lo hagas, amo! —gritaron al unísono los dos indios.

—¿Por qué?

—Te matarán como han matado al pobre Hurti.

Tremal-Naik les miró con ojos llameantes.

—El Cazador de serpientes nunca ha temblado en su vida, ni temblará esta noche. ¡Kammamuri, al barco! —ordenó en un tono de voz que no admitía réplica.

—Pero ¡amo...!

—¿Es que tienes miedo? —preguntó con desdén Tremal-Naik.

—Soy maharato —dijo el indio con orgullo.

—Ves, entonces. Esta noche yo sabré quiénes son los seres misteriosos que me han declarado la guerra: y quién es la que me ha embrujado.

Kammamuri cogió un par de remos y se dirigió hacia la orilla. Tremal-Naik entró en la cabaña, quitó de un clavo en que estaba colgada una larga carabina con el cañón adornado con arabescos, se proveyó de un frasco de pólvora y metió en su cinturón un enorme cuchillo.

—Aghur, tú quédate aquí —le dijo al salir—. Si dentro de dos días no hemos regresado, ven a buscarnos a Raimangal con el tigre y con «Punthy».

—¡Ah, amo!...

—¿No tendrás el valor necesario como para ir a buscarnos?

—Valor sí que tengo, amo. Quería decirte que haces mal yendo a aquella isla maldita.

—Tremal-Naik no se deja asesinar impunemente, Aghur.

—Llévate a «Darma». Podría serte útil.

—Traicionaría mi presencia y yo quiero desembarcar sin ser visto ni oído. Adiós, Aghur.

Se apoyó la carabina en el hombro y llegó hasta Kammamuri, que le esperaba junto a una pequeña gonga, embarcación sencilla y robusta excavada en el tronco de un árbol.

—Vayámonos —dijo.

Saltaron a la barca y se adentraron en el agua, remando lentamente y en silencio.

Una oscuridad profunda, que hacía más densa una niebla pestilente que flotaba por encima de los canales, las islas y los islotes, cubría los Sunderbunds y la corriente del Mangal.

Por la izquierda y por la derecha se extendían enormes bosques de bambúes espinosos, de densos matorrales, bajo los cuales se oía rugir a los tigres y silbar a las serpientes, lleno de hierbas largas y punzantes, tan íntimamente entrecruzadas que impedían el paso.

A lo lejos, sin embargo, sobre la oscura línea del horizonte, destacaban unos árboles, mangos llenos de frutas exquisitas, los palmicios tara, la latania y los cocoteros de aspecto majestuoso, con largas hojas dispuestas formando cúpula.

Un silencio fúnebre, misterioso, reinaba en todas partes, roto apenas por el murmullo de las aguas amarillentas que rozaban las ramas curvadas de los paletuvieros y de las flores de loto, y por el rumor de los bambúes sacudidos por un soplo de aire caliente, sofocante, envenenado.

Tremal-Naik, echado en la popa del barco, con el fusil bajo su mano, callaba y tenía los ojos abiertos, fijando su mirada en una y otra orilla, de donde procedían chillidos roncos y silbidos inquietantes. Kammamuri, en cambio, sentado en el centro, hacía avanzar a golpes de remo la pequeña gonga, que dejaba tras de sí una estela de vivísima fosforescencia, capaz de hacer pensar que aquellas aguas pútridas estuvieran saturadas de fósforo. No obstante, de vez en cuando dejaba de remar, aguantaba la respiración y se quedaba escuchando unos minutos, preguntando después al Cazador de serpientes si había visto u oído algo.

Hacía ya media hora que navegaban, cuando el silencio fue roto por el ramsinga, que resonó en la orilla derecha, tan cercano, que parecía como si quien lo tocaba estuviera a unos cien pasos de distancia.

—¡Alto! —murmuró Tremal-Naik.

Aún no se había detenido la embarcación, cuando un segundo ramsinga respondió al primero, pero a una distancia mayor, entonando una melancólica melodía, como brillante y vivaz fue la otra.

La música india se basa en cuatro sistemas que tienen una íntima relación con las cuatro estaciones del año, y a cada una de ellas le corresponde un tono particular. Es una música melancólica en la estación fría, viva y alegre al despertar de la primavera, lánguida en los grandes calores del verano y brillante en otoño.

¿Por qué aquellos dos instrumentos tocaban unas melodías tan diferentes, incluso opuestas? ¿Era quizá una señal? Kammamuri lo temía.

—Amo —le dijo—, hemos sido descubiertos.

—Es probable —respondió Tremal-Naik, que escuchaba atentamente.

—¿Y si regresáramos? Esta noche no nos traerá suerte.

—Tremal-Naik nunca vuelve atrás. Tú arranca y deja que los ramsinga toquen a su gusto.

El maharato tomó los remos, empujando la gonga hacia adelante, no tardando en llegar a un lugar en el que el río se estrechaba como un cuello de botella. Un vaho de aire tibio, sofocante, cargado de efluvios pestilentes llegó a la nariz de los dos indios.

Ante ellos, a trescientos o cuatrocientos pasos, aparecieron muchas llamitas que vagaban extrañamente sobre la negra superficie del río. Algunas, como impulsadas por una misteriosa fuerza, fue a danzar delante de la proa de la gonga, alejándose luego con fantástica rapidez.

—Ya estamos en el cementerio flotante —dijo Tremal-Naik—. Dentro de diez minutos llegaremos al baniano.

—¿Pasaremos con la gonga? —preguntó Kammamuri.

—Con un poco de paciencia conseguiremos pasar.

—Está mal, amo, ofender a los muertos.

—Brahma y Visnú nos perdonarán. Arranca, Kammamuri.

La gonga, con unos cuantos golpes de remo, acabó de pasar por la parte estrecha del río y desembocó en una especie de lago, en el que se entrecruzaban ramas de colosales tamarindos, formando una densa arcada de verdor.

Por allá flotaban muchos cadáveres, que los canales del Ganges habían arrastrado hasta Mangal5.

—¡Adelante! —dijo el Cazador de serpientes.

Kammamuri iba a coger los remos, cuando el arco de verdor que cubría aquel cementerio flotante se abrió para dar paso a una bandada de extraños seres de alas negras, larguísimas patas, picos puntiagudos y desproporcionados.

—¿Qué pasa ahora? —exclamó Kammamuri sorprendido.

—Los marabús —dijo Tremal-Naik.

La gonga siguió hacia adelante, y pasada una media hora, dejando atrás el cementerio, se encontró en un lago más ancho, completamente despejado, que se dividía en dos brazos por medio de una isla de tierra alargada, en la que destacaba un enorme y solitario árbol.

—¡El baniano! —dijo Tremal-Naik.

Kammamuri tembló al oír aquel nombre.

—¡Amo! —murmuró apretando los dientes.

—No temas, maharato. Deja los remos y espera a que la tonga encalle por sí sola en la isla. Quizás hay alguien por aquí.

El maharato obedeció, estirándose en el fondo de la canoa, mientras Tremal-Naik, armando como única precaución la carabina, hacía lo mismo.

La gonga, transportada por la corriente que se dejaba apenas notar, se dirigió, girando sobre sí misma, hacia la punta septentrional de la isla Raimangal, sede de los seres misteriosos que habían asesinado al pobre Hurti.

Un profundo silencio reinaba en aquel lugar. Ni siquiera se oía el ondear de los gigantescos bambúes, ya que había cesado el vientecillo nocturno. Las notas de los ramsinga se habían apagado. El mismo río parecía inmóvil.

Tremal-Naik, no obstante, de vez en cuando levantaba la cabeza con precaución y escrutaba atentamente las orillas, nada tranquilizado por aquel silencio.

La gonga llegó a tierra, deteniéndose con un ligero roce, a unos cientos de pasos del baniano, pero los dos indios no se movieron. Pasaron diez minutos de angustiosa espera, luego Tremal-Naik se atrevió a levantarse. La primera cosa que llamó su atención fue una forma negra, confusa, estirada entre las hierbas, a unos veinte metros de la orilla.

—Kammamuri —susurró—, levántate y carga tus pistolas.

El maharato no se lo hizo decir dos veces.

—¿Qué es lo que ves, amo? —preguntó con un hilo de voz.

—Mira allá abajo.

—¡Eh!... —dijo el maharato, abriendo los ojos—. ¡Un hombre!

—¡Calla!

Tremal-Naik alzó la carabina, tomando como punto de mira aquella masa negra que tenía la apariencia de un ser humano estirado, pero la bajó sin descargarla.

—Vayamos a ver de qué se trata, Kammamuri —dijo—. Aquel hombre está vivo.

—¿Y si fingiera estar muerto?

—Peor para él.

Los dos indios desembarcaron, dirigiéndose cautelosamente hacia aquel individuo que no daba señales de vida. Habían llegado a unos diez pasos cuando un marabú levantó el vuelo ruidosamente desde el cuerpo estirado, volando hacia el río.

—Es un hombre muerto —murmuró Tremal-Naik—. Si fuera...

No acabó la frase. Con cuatro saltos llegaron hasta el cadáver y una sorda exclamación salió de entre sus labios retorcidos por la ira.

—¡Hurti! —exclamó.

Efectivamente, era Hurti, el compañero del indio Aghur. El infeliz estaba echado sobre la espalda, con las piernas y los brazos encogidos por el espasmo, la cara terriblemente alterada y los ojos abiertos, saliéndole de las órbitas. Las rodillas las tenía rotas y ensangrentadas, al igual que los pies, señal evidente de que había sido arrastrado por el suelo, quizá cuando aún agonizaba; de su boca abierta salía un palmo de lengua.

Tremal-Naik levantó el desventurado indio para ver en qué punto le habían dado, pero no encontró en su cuerpo ninguna herida. Pero al examinarlo mejor vio alrededor de su cuello un morado muy marcado y detrás de su cráneo una contusión, que parecía producida por una gran bola o una piedra redondeada.

—Le han aturdido antes y luego estrangulado —dijo con voz sorda.

—Pobre Hurti —murmuró el maharato—. Pero ¿por qué asesinarlo, y de este modo?

—Lo sabremos. Kammamuri, y te juro que Tremal-Naik no dejará impune el delito.

—Me temo, amo, que los asesinos sean muy poderosos.

—Tremal-Naik será más poderoso que ellos. ¡Ea!, regresa a la canoa.

—¿Y Hurti? ¿Le dejamos aquí?

—Lo echaré en las aguas sagradas del Ganges mañana por la mañana.

—Pero esta noche los tigres lo devorarán.

—Sobre el cadáver de Hurti vela el Cazador de serpientes.

—¿Cómo? ¿Tú no regresas?

—No, Kammamuri, yo me quedo aquí. Me marcharé de esta isla cuando haya solucionado mis cosas.

—¡Pero tú quieres que te asesinen!

Una sonrisa de desdén apareció en los labios del indio.

—¡Tremal-Naik es un hijo de la jungla! Regresa a la canoa, Kammamuri.

—No, nunca, amo.

—¿Por qué?

—Si te sucede una desgracia, ¿quién te ayudará? Deja que te acompañe, y te juro que te seguiré allá donde tú irás.

—¿Incluso si fuera a buscar la visión?

—Sí, amo.

—Quédate conmigo, valeroso maharato, y verás cómo nosotros dos valemos por diez. ¡Sígueme!

Tremal-Naik se dirigió hacia la orilla, cogió la gonga por estribor y con una sacudida violenta la volcó, mandándola a pique.

—¿Qué es lo que haces? —preguntó Kammamuri sorprendido.

—Nadie tiene que saber que hemos estado aquí. Y ahora, vayamos a desvelar el misterio.

Cambiaron la pólvora a las carabinas y a las pistolas, para estar seguros de no fallar ningún golpe, y se encaminaron hacia el baniano, cuya imponente masa destacaba arrogante entre las profundas tinieblas.

EL VENGADOR DE HURTI

III

L

os banianos, llamados también moral o higuera de las pagodas, son los árboles más extraños y más gigantescos que se puede imaginar.

Tienen la altura y el tronco de nuestros más grandes y gruesos robles, y de sus innumerables ramas, que se extienden horizontalmente, salen unas finísimas raíces aéreas, las cuales, en cuanto llegan al suelo, penetran en el mismo y engordan rápidamente, infundiendo un nuevo aliento y una vida más vigorosa a la planta.

Así, las ramas van alargándose cada vez más, generando nuevas raíces y, por tanto, nuevos troncos cada vez más separados, de modo que un solo árbol cubre una vastísima extensión de terreno. Puede decirse que cada árbol forma un bosque, sostenido por cientos y cientos de extrañas columnas, bajo las cuales los sacerdotes de Brahma colocan a sus ídolos.

En la provincia de Guzerat existe un baniano llamado «Cobir bor» muy venerado por los indios, al que se le atribuye una edad de tres mil años; tiene una circunferencia de dos mil pies y no menos de tres mil columnas, o raíces, como se las quiera llamar. Antiguamente era mucho más grande, pero parte del mismo fue destruido por las aguas del Nerbuda, que arrasaron una parte de la isla en la que crece.

El baniano bajo el que los dos indios se disponían a pasar la noche era uno de los más gigantescos, provisto de seiscientas columnas, sosteniendo desmesuradas ramas cargadas de frutas encarnadas, y poseía un tronco gruesísimo, cortado no obstante a una determinada altura.

Tremal-Naik y Kammamuri, después de haber examinado escrupulosamente cada una de las columnas para asegurarse de que detrás no se escondía nadie, se sentaron junto al tronco, el uno junto al otro, con la carabina cargada puesta sobre las rodillas.

—Aquí vendrá alguien —dijo el Cazador de serpientes, en voz baja—. Desgraciado el que primero se ponga bajo el tiro de mi carabina.

—¿Así crees que los seres misteriosos que asesinaron a Hurti van a venir aquí? —preguntó Kammamuri.

—Estoy segurísimo. Ya verás, maharato, cómo antes de mañana sabremos algo.

—Cogeremos al primero que llegue y le daremos muerte.

—Según las circunstancias. ¡Ea, silencio ahora!, y los ojos bien abiertos.

Extrajo de un bolsillo una hoja semejante a la de la hiedra, conocida en la India con el nombre de betel, de un sabor amargante y un poco picante, le puso un trocito de nuez de areche y un poco de cal y se puso a masticar dicha mezcla, de la que se dice que conforta al estómago, fortifica el cerebro, preserva los dientes y cuida el aliento.

Pasaron dos largas horas, como dos siglos, durante las cuales ningún ruido turbó el silencio que reinaba bajo la espesa sombra del gigantesco árbol.

Sería como la medianoche o un poco menos, cuando a Tremal-Naik, que tenía los oídos bien atentos, le pareció oír un ruido extraño. Parecía como un zumbido, como los que anteceden a veces a los terremotos, pero mucho más sordo.

Tremal-Naik sintió cómo le invadía una extraña inquietud.

—Kammamuri —susurró con un hilo de voz—. Ponte en guardia.

—¿Qué es lo que has visto? —preguntó el maharato, sobresaltándose.

—Nada, pero he oído un ruido que me resulta nuevo.

—¿Dónde?

—Me pareció como si viniera de debajo de la tierra.

—Es imposible, amo.

—Tremal-Naik tiene los oídos demasiado agudos como para equivocarse.

—¿Qué piensas que puede ser?

—Lo ignoro, pero lo sabremos.

—Amo, aquí hay algún terrible misterio.

—¿Tienes miedo?

—No, soy un maharato.

—Entonces descubriremos lo que sea.

En aquel instante, bajo tierra, se oyó claramente el misterioso zumbido. Los dos indios se miraron a la cara con sorpresa.

—Se diría que aquí debajo están tocando un enorme tambor, el ahuk6, por ejemplo —dijo Tremal-Naik.

—No puede ser de otro modo —respondió Kammamuri—. ¿Pero cómo es que el ruido viene de debajo de la tierra? ¿Es que tienen su morada debajo de la jungla estos seres misteriosos?

—Así debe ser, Kammamuri.

—¿Qué hacemos, amo?

—Quedarnos aquí: alguien tiene que salir por alguna parte.

—¡Tikora! —gritó una voz.

Los dos indios se pusieron de pie al mismo tiempo. Algo extraño, increíble: aquella palabra la habían pronunciado tan cerca de ellos que parecía que el que la había gritado estuviera detrás de ellos.

—¡Tikora! —murmuró Tremal-Naik—. ¿Quién ha pronunciado este nombre?

Miró a su alrededor, pero no vio nada; miró hacia arriba, pero no divisó más que las ramas del baniano, confundiéndose con las tinieblas.

—¿Habrá alguien escondido entre las ramas?

—No puede ser —dijo Kammamuri, temblando—. La voz ha hablado detrás de nosotros.

—Es extraño.

—¡Tikora! —exclamó la misma voz misteriosa.

Los dos indios volvieron a mirar a su alrededor. Ya no era posible engañarse; alguien estaba allí cerca, pero con su sorpresa y, digámoslo, también, terror, no era visible.

—Amo —murmuró Kammamuri—, nos las vamos a ver con algún espíritu.

—No creo en los espíritus —respondió Tremal-Naik—. Vamos a descubrir a este ser que se divierte asustándonos.

—¡Oh...! —exclamó el maharato, retrocediendo tres o cuatro pasos, como si estuviera borracho—. Mira allá... amo... ¡Mira...!

Tremal-Naik dirigió su mirada hacia el baniano y vio cómo un haz luminoso salía del tronco cortado. No obstante, su extraordinario valor, se sintió helar la sangre en las venas.

—¡Una luz! —tartamudeó inquieto.

—¡Huyamos, amo! —suplicó Kammamuri.

Bajo tierra se oyó por tercera vez el misterioso estruendo, y del tronco del baniano salió la aguda nota del ramsinga. A lo lejos se oyeron otras notas parecidas.

—¡Vayámonos, amo! —repitió Kammamuri, loco de miedo.

—¡Nunca! —exclamó Tremal-Naik resuelto.

Se había puesto el puñal entre los dientes y sujetaba la carabina por el cañón, para utilizarla como un mazo. De pronto cambió de idea.

—Ven, Kammamuri —dijo—. Antes de empezar la lucha será mejor que veamos con quién tenemos que luchar.

Condujo al maharato hasta doscientos pasos del tronco del baniano, y juntos se escondieron detrás de tres o cuatro columnas reunidas, que les permitían ver sin ser vistos.

—Ahora, ni una palabra —dijo Tremal-Naik—. Actuaremos en el momento oportuno.

Del colosal tronco del baniano salió una última nota agudísima, que despertó a todos los ecos de los Sunderbunds. El haz de luz que salía de la cima del árbol se apagó, y en su lugar apareció una cabeza humana, cubierta con una especie de turbante amarillo.

Pasó la mirada en torno suyo, como asegurándose de que nadie se encontraba debajo del gigantesco árbol, luego se levantó, y un hombre, indio a juzgar por el color de su piel, salió agarrándose a una de las ramas.

Detrás suyo salieron uno a uno otros cuarenta indios, los cuales se deslizaron por las columnas, hasta el suelo.

Todos iban casi desnudos. Sólo un dubgah, una especie de faldita de un color amarillento sucio, cubría sus caderas; en sus pechos se notaban unos extraños tatuajes que debían ser letras del sacrifico 7, alrededor de un tatuaje central que representaba a una serpiente con la cabeza de mujer.

Un fino cordón de seda, que parecía un lazo, pero que tenía una bola de plomo en la extremidad, iba enrollado alrededor del dubgah, y en aquel extraño cinturón se sostenía un afilado puñal.

Aquellos seres misteriosos se sentaron sobre el suelo silenciosamente, formando un círculo que rodeaba a un viejo indio de larguísimos brazos, con la mirada brillante como la de un gato.

—Hijos míos —dijo éste en voz baja—. Nuestra poderosa mano ha acabado con el desgraciado que osó pisar este suelo consagrado a los thugs y que es inviolable para los extranjeros. Es una víctima más a sumar a las otras caídas bajo el peso de nuestro puñal, pero la diosa aún no está satisfecha.

—Lo sabemos —respondieron a coro los indios.

—Sí, hijos libres de la India, nuestra diosa pide más sacrificios.

—Que nuestro gran jefe ordene y todos nosotros obedeceremos.

—Lo sé, vosotros sois hijos buenos —dijo el viejo indio—. Pero el momento aún no ha llegado.

—¿Qué es lo que debemos esperar, pues?

—Un gran peligro nos amenaza, hijos míos.

—¿Cuál?

—Un hombre ha dirigido su mirada hacia la virgen que custodia la pagoda de la diosa.

—¡Horror! —exclamaron los indios.

—Sí, hijos míos, un hombre audaz osó mirar el rostro de la virgen, pero aquel hombre, si no cae bajo el fulgor de la diosa, perecerá en nuestro lazo infalible.

—¿Quién es este hombre?

—Lo sabréis cuando llegue la hora. Traedme a la víctima.

Dos indios se levantaron y se dirigieron hacia el lugar en el que yacía el cadáver del pobre Hurti.

Tremal-Naik, que había asistido sin pestañear a aquella extraña escena, al ver a aquellos dos hombres que cogían al muerto por los brazos y lo arrastraban hacia el tronco del baniano, se levantó de un salto con la carabina en la mano.

—¡Ah, malditos! —exclamó con voz bronca, apuntando hacia ellos.

—¿Qué haces, amo? —musitó Kammamuri, sujetándole el arma y bajándosela.

—Deja que les mate, Kammamuri —dijo el Cazador de serpientes—. Ellos han dado muerte a Hurti, es justo que yo lo vengue.

—¿Quieres perdernos a los dos? Son cuarenta.

—Tienes razón. Los liquidaremos a todos a la vez.

Volvió a bajar la carabina y se agazapó de nuevo, mordiéndose los labios para frenar su cólera.

Los dos indios arrastraron a Hurti hasta el centro del círculo y lo dejaron caer a los pies del anciano.

—¡Kali! —él exclamó levantando los ojos hacia el cielo.

Extrajo el puñal del cinturón y lo metió en el pecho del muerto.

—¡Miserable! —gritó Tremal-Naik—. ¡Es demasiado!

Se había precipitado fuera de su escondite. Un destello abrió las tinieblas, seguido de una estrepitosa detonación, y el viejo indio, alcanzado en el pecho por la bala del Cazador de serpientes, cayó sobre el cuerpo de Hurti.

EN LA JUNGLA

IV

A

l oír la súbita detonación, los indios se habían levantado, con el lazo en la mano derecha y el puñal en la izquierda. Al ver a su jefe extendido por el suelo cubierto de sangre, olvidaron por un instante al asesino para correr en su ayuda. En aquel momento Tremal-Naik y Kammamuri huyeron sin ser vistos.

La jungla, cubierta de espesos matorrales y de bambúes enormes que aseguraban un refugio inalcanzable, estaba a pocos pasos. Los dos indios se precipitaron hacia ella, corriendo desesperadamente durante cinco o seis minutos, dejándose caer luego a los pies de un grupo muy tupido de bambúes, cuya altura no era inferior a los dieciocho metros.

—Si amas la vida —dijo Tremal-Naik a Kammamuri— no te muevas.

—¡Oh, amo! ¡Qué has hecho! —dijo el pobre maharato—. Todos se echarán encima de nosotros y nos estrangularán como al desgraciado Hurti.

—He vengado a mi compañero. Además, no nos encontrarán.

—Son espíritus, amo.

—Son hombres. Calla y vigila bien todo lo que te rodea.

A lo lejos se oían los gritos de los terribles habitantes del baniano.

—¡Venganza, venganza! —gritaban.

Tres notas agudas, las notas del ramsinga, resonaron en la jungla y debajo de la tierra se oyó el estruendo igual que un rato antes había sonado.

Los dos cazadores se acurrucaron, acercándose mucho el uno al otro y casi sin atreverse a respirar. Sabían que, si les descubrían, habrían sido estrangulados con certeza por los lazos de seda de aquellos monstruosos individuos, que habían ya sacrificado a tantas víctimas.

No habían transcurrido ni tres minutos cuando se oyó abrir violentamente los bambúes, y entre las tinieblas descubrieron a uno de aquellos hombres, con el lazo en la mano derecha y el puñal en la izquierda, que pasaba como una flecha por entre los matorrales y desaparecía en la intrincada jungla.

—¿Lo has visto, Kammamuri? —preguntó en voz baja Tremal-Naik.

—Sí, amo —respondió el maharato.

—Piensan que estamos lejos y corren, confiando en darnos alcance.

Dentro de unos minutos no tendremos a ningún hombre cerca.

—No nos confiemos, amo. Aquellos hombres me dan miedo.

—No temas, yo estoy aquí contigo. Calla y sigue atento.

Otro indio, armado como el primero, pasó corriendo unos instantes más tarde, y también él desapareció en la espesura de los bambúes.

A lo lejos se oía todavía algún grito, unos silbidos que parecían y debían ser una señal, después todo fue silencio.

Pasó media hora. Todo hacía pensar que los indios, siguiendo una pista falsa, estaban muy lejos. El momento no podía ser más propicio para ponerse en marcha y huir en dirección hacia la orilla.

—Kammamuri —dijo Tremal-Naik—, podemos emprender la marcha. Creo que los indios han llegado al medio de la jungla persiguiéndonos.

—¿Estás bien seguro, amo?

—No oigo ningún ruido.

—¿Y adonde iremos? ¿Quizá al baniano?

—Sí, maharato.

—¿Quieres meterte allá dentro?

—Ahora no; pero mañana por la noche volveremos aquí y descubriremos el misterio.

—¿Quiénes supones que son aquellos hombres?

—No lo sé. Pero lo sabré, Kammamuri, como también sabré quién es aquella mujer que custodia la pagoda de su terrible diosa. ¿Has oído lo que dijo aquel viejo?

—Sí, amo.

—No sé, pero me pareció que hablaba de mí y sospecho que aquella virgen sea...

—¿Quién?

—La mujer que me ha embrujado, Kammamuri. Cuando aquel viejo habló de ella sentí que el corazón me latía con fuerza extraña y esto me sucede cada vez que...

—¡Silencio, amo! —murmuró Kammamuri con voz tenue.

—¿Qué has oído?

—Se ha movido un bambú.

—¿Dónde?

—Allí... a unos treinta pasos de nosotros. ¡Calla!

Tremal-Naik levantó la cabeza y se dio la vuelta, escrutando con atención la negra masa de los bambúes, pero no vio a nadie. Aguzó el oído, aguantándose la respiración, y se sobresaltó. Un imperceptible roce se oía en la dirección que indicó el maharato; era como si una mano separara con suma cautela las anchas hojas, duras y espesas como el cuero, de las gigantescas plantas.

—Alguien se acerca —murmuró—. No te muevas, Kammamuri.

El crujido aumentaba y se acercaba, pero muy lentamente. Al cabo de un momento vieron como dos bambúes se doblaban y aparecía un indio, el cual se curvó hacia el suelo, llevándose una mano a la oreja. Estuvo un minuto de este modo, luego volvió a levantarse y parecía como si husmeara el aire.

—¡Gary! —musitó.

Un segundo indio salió de aquellos bambúes, a seis pasos de distancia del primero.

—¿Oyes algo? —preguntó el recién llegado.

—Nada en absoluto.

—Y sin embargo me pareció como si alguien susurrara algo.

—Te habrás equivocado. Hace cinco minutos que estoy aquí, con las orejas bien atentas. Estamos en una pista falsa.

—¿Dónde están los demás?

—Todos delante de nosotros, Gary. Hay el temor de que los hombres que han osado desembarcar aquí intenten un golpe de mano en la pagoda.

—¿Con qué fin?

—Hace quince días la virgen de la pagoda encontró a un hombre. Uno de nuestros hombres les descubrió en el momento en que se intercambiaban señales.

—¿Y para qué?

—Parece que el hombre quiere liberar a la virgen.

—¡Oh, qué horrendo delito! —exclamó el indio que se llamaba Gary.

—Esta noche un indio, compañero del miserable que osó poner su mirada sobre la virgen de nuestra venerable diosa, ha desembarcado en Raimanga. Sin duda venía para espiar.

—Pero hemos estrangulado a aquel indio.

—Sí, pero después de él han desembarcado otros hombres, uno de los cuales asesinó a nuestro sacerdote.

—¿Y quién es este hombre que miró a la cara de la virgen?

—Es un hombre formidable, Gary, y capaz de todo: es el Cazador de serpientes de la jungla negra.

—Tiene que morir.

—Morirá, Gary; por mucho que corra, nosotros le daremos alcance y nuestros lazos le estrangularán. Ahora márchate y camina recto hasta que llegues a la orilla del río; yo me marcho a la pagoda a vigilar a la virgen. Adiós, y que la diosa te proteja.

Los indios se separaron, tomando dos caminos diferentes. En cuanto cesó el ruido, Tremal-Naik, que lo había oído todo, se levantó.

—Kammamuri —dijo con viva emoción—, tenemos que separarnos. Tú mismo les has oído: saben que he desembarcado y me buscan.

—Lo he oído todo, amo.

—Tú seguirás al indio que se dirige hacia el río y, en cuanto puedas, alcanza la orilla opuesta. Yo seguiré al otro.

—Tú me escondes algo, amo. ¿Por qué no vienes también tú a la orilla?

—Tengo que ir a la pagoda.

—¡Oh, no lo hagas, amo!

—Estoy decidido. En la pagoda se esconde la mujer que me ha embrujado.

—¿Y si te asesinan?

—Me matarán a su lado y moriré feliz. Vete, Kammamuri, vete, empieza a venirme la fiebre.

Kammamuri soltó un profundo suspiro similar a un gemido y se levantó.

—Amo —dijo con voz conmovida—, ¿dónde nos encontramos?

—En la cabaña, si me libro de la muerte; vete.

El maharato se adentró en la jungla tras las huellas del indio, en dirección hacia la orilla. Tremal-Naik se quedó mirándole, con los brazos cruzados sobre el pecho y la frente arrugada.

—Y ahora —dijo levantando la cabeza con firmeza, cuando Kammamuri despareció de su vista— ¡desafiemos a la muerte!...

Se colocó la carabina en el hombro, dio una última mirada a su alrededor y se alejó con pasos rápidos y silenciosos, siguiendo las huellas del segundo indio, que no podía estar muy lejos. El camino era difícil y muy intrincado. El terreno estaba cubierto, hasta donde podía llegar la mirada, por una red espesa de bambúes que se levantaban hasta alturas extraordinarias. Había los llamados banstulda, cubiertos de hojas grandísimas, los cuales en menos de treinta días alcanzan una altura que supera los veinte metros y un diámetro de treinta centímetros; los behar bans, de un metro de alto, con el tronco vacío, pero fuerte y provisto de largas espinas, y una variedad sorprendente de otros bambúes. conocidos comúnmente en los Sunderbuns con el nombre genérico de bans, los cuales crecían tan espesos que era necesario utilizar el cuchillo para abrirse paso.

Un hombre que no estuviera acostumbrado a aquellos lugares, sin duda se habría perdido en medio de aquellos gigantescos vegetales y se habría encontrado ante la imposibilidad de proseguir la marcha sin hacer ruido, pero Tremal-Naik, que había nacido y se había criado en la jungla, se movía por allí debajo con sorprendente rapidez y seguridad, sin producir el menor rumor.

No andaba, ya que ello habría sido absolutamente imposible, sino que se arrastraba como un reptil, deslizándose entre las plantas, sin detenerse nunca ni dudar ante el camino que debía tomar. De vez en cuando apoyaba la oreja en el suelo y estaba seguro de no perder el rastro del indio que le precedía, ya que el terreno le transmitía el paso de aquél, por muy ligero que fuera.

Ya había recorrido más de una milla, cuando notó que el indio se había detenido de pronto. Apoyó tres o cuatro veces la oreja en el suelo, pero el terreno no transmitía ningún ruido; se levantó escuchando con profunda atención, pero no llegó ningún rumor. Tremal-Naik empezó a inquietarse.

—¿Qué pasa? —murmuró, mirando a su alrededor—. ¿Es que se ha dado cuenta de que le sigo? ¡Estemos en guardia!

Recorrió aún tres o cuatro metros arrastrándose, luego levantó la cabeza, pero volvió a bajarla casi de inmediato. Había chocado contra un cuerpo blando que pendía de lo alto y que enseguida se había retirado.

—¡Oh! —dijo.

Un terrible pensamiento cruzó por su cabeza. Se echó enseguida hacia un lado, desenvainando el cuchillo, y miró hacia arriba. No vio nada, o al menos le pareció no ver nada. Pero estaba seguro de que había chocado contra algo, que no era una hoja de bambú.