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NI LASCIVA, NI TRAIDORA. LUZ ENTRE DOS MUNDOS Durante siglos, la historia ha reducido a La Malinche a amante y traductora de Hernán Cortés, símbolo de traición y sometimiento. Pero esta biografía revela a una mujer muy distinta: inteligente, estratégica y dueña de su palabra, que actuó como mediadora entre dos mundos, el del México antiguo y el del imperio naciente. Mujer de lenguas y culturas, cruzó fronteras invisibles y no solo tradujo palabras: tejió destinos y abrió puertas que otros derribaron con espadas. Su historia es espejo de la violencia colonial, pero también de la resiliencia femenina: la del cuerpo que negocia, que decide, que sobrevive. Una obra que desmonta mitos y devuelve la voz a una figura clave en la historia, símbolo vivo de la mujer que desafía roles y reescribe su propia narrativa.
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Seitenzahl: 199
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
NI LASCIVA, NI TRAIDORA. LUZ ENTRE DOS MUNDOS
I. MENSAJERA DE PAZ
II. EL PODER DE LA LENGUA
III. PUENTE ENTRE CULTURAS
IV. GUERRERA VICTORIOSA
V. FORJADORA DE FUTURO
VISIONES DE MALINCHE
CRONOLOGÍA
© Yasmina Jiménez Gámez por el texto
© Elisa Ancori por la ilustración de cubierta
© 2021, RBA Coleccionables, S.A.U.
Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora
Diseño interior: tactilestudio
Realización: Editec Ediciones
Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis
Asesoría histórica: María Gómez Martín
Fotografías: Wikimedia Commons: 158, 161; Universal Images Group North
America LLC / Alamy Stock Photo : 159.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025
REF.: OBDO881
ISBN: 978-84-1098-775-3
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
Su nombre es sinónimo de traición. Malinalli, popularmente conocida como Malinche, siglos después de haber nacido fue convertida en el chivo expiatorio de la infamia de la conquista de México. A ella, una mujer, se le atribuyó el papel de villana. La culpable principal de lo ocurrido en Mesoamérica tras la llegada de los españoles. El día que fue regalada como ofrenda de paz al conquistador Hernán Cortés, junto a otras diecinueve mujeres, Malinalli ni siquiera podría haberse imaginado cómo sería reescrita su historia tantos años después. Cómo una esclava, una indígena, cargaría sobre cada letra de su nombre con una leyenda negra capaz de alimentarse en México y traspasar fronteras para asentarse en buena parte de América Latina.
Malinalli nació a principios del siglo XVI ajena a la maldad del mundo, protegida por el amor de su familia. Sin embargo, un duro revés de la vida la llevó a ser vendida como esclava. Curiosa e inteligente, desde niña demostró facilidad para los idiomas, lo que la terminaría convirtiendo, siendo solo una adolescente, en la intérprete de Cortés. Desde el principio fue mucho más que una simple traductora. Según avanzaba la expedición de los españoles, Malinalli se transformó en el puente entre dos mundos completamente diferentes, el nuevo y el viejo, separados no solo por su cultura o religión, sino también por tiempos brutalmente distanciados por siglos de evolución tecnológica. Interpretando y explicando las relaciones políticas, Malinalli fue la llave que abrió las puertas de la comunicación entre dos realidades muy dispares. Durante unos años, sin saberlo, esta esclava fue la mujer más poderosa de América. Ni los pueblos originarios ni los españoles podían avanzar en sus propósitos sin su ayuda. Hoy en día, nadie cuestiona que ese entendimiento que Malinalli hizo posible dejó una historia de la conquista menos sangrienta de lo que habría sido sin su intervención.
El mito de Malinche se empezó a fraguar a raíz de la guerra de Independencia de México en el siglo XIX. Las élites gobernantes necesitaban definir la identidad mexicana y para ello buscaron verdugos y víctimas, héroes y villanos, en una postura que optó por rechazar todo lo que fuera extranjero y, especialmente, lo español. En esta nueva visión de la patria, materializada por primera vez en la novela histórica Xicotencatl, de 1826, ya se empieza a vislumbrar a una Malinalli traidora, a la que se acusa de haberse aliado con los españoles para someter a su propio pueblo. Importantes escritores, cineastas y pintores se sumaron a esta tendencia de degradación en el siglo XX para seguir maltratándola, tachándola, además, de promiscua, fría y aprovechada. No consiguió redimirla ni el hecho de ser considerada simbólicamente la madre del primer mestizo de América. Porque para mayor contradicción, Malinalli es concebida como la madre del pueblo mestizo que compone México. Pero se la considera una mala e infeliz progenitora, como pone de manifiesto la asociación de Malinche a leyendas mexicanas como la de la Llorona, un alma en pena que busca sin descanso a sus hijos.
La clase dirigente y el mundo de la cultura se esforzaron tanto por degradar su historia que los insultos contra ella han quedado grabados no solo en la memoria colectiva mexicana, sino también en el resto de Hispanoamérica. Su imagen se desdibujó hasta tal punto que su nombre evolucionó al termino de «malinchismo», recogido en la RAE con esta definición: «Actitud de quien muestra apego a lo extranjero con menosprecio de lo propio». Nadie quiso recordar, ni siquiera los conquistadores que la llamaron doña Marina, a la joven que debió vivir una experiencia durísima y brutal durante aquellos años del siglo XVI, en los que la incertidumbre y el miedo le pisaban los talones a cada paso que daba siguiendo a los españoles por los caminos del Imperio mexica (hoy conocido como Imperio azteca). En los siglos recientes, con el olvido de su gesta, no solo de su padecimiento, y denunciada como la «india» que vendió a su patria, Malinalli volvió a sufrir de nuevo a mano de los hombres una doble discriminación: ser mujer e indígena.
La acusación de traición es fácilmente refutable: la nación mexicana no existía cuando vivía Malinalli, ni el pueblo mexicano era solo uno. Multitud de etnias y grupos se extendían por el valle, el golfo y la península de Yucatán. De hecho, ella formaba parte de un pueblo enemigo de los poderosos mexicas (pobladores de la ciudad de Tenochtitlan) a los que invadió y derrotó Hernán Cortés. Pero más allá de las decisiones que tomaron entonces un grupo de hombres, no hay que olvidar que Malinalli era una esclava, hecho que invalida muchos argumentos usados en su contra como, por ejemplo, la historia que contaron los cronistas oficiales, los vencedores, sobre su participación en la «matanza de Cholula». Se ha asegurado durante siglos, lo contó el propio Cortés en una de sus cartas al rey de España en parte para justificar sus actos, que una anciana avisó a Malinalli de un inminente ataque contra los españoles en la ciudad de Cholula. La mujer quería ponerla a salvo y casarla con alguno de sus hijos. Como afirma la historiadora Camilla Townsend en su libro Malintzin: una mujer indígena en la conquista de México, nadie, y menos un pueblo desconocido para Malinalli como era el de los cholultecas, habría querido casar a un familiar con una esclava. Habría sido más correcto pensar que, viniendo como venía con los extranjeros barbudos considerados enemigos, hubiera sido destinada —en caso de ser apresada— al sacrificio humano. Es difícil creer que alguien pudo avisar realmente a la joven de una ofensiva sorpresa y que ella lo denunciara. En este libro se barajan otras teorías más plausibles.
Malinalli fue sencillamente una joven que se atrevió a jugar sus cartas tomando las riendas de su vida de la única manera en la que vio que era posible hacerlo. Con mucho miedo o sin él, nunca lo sabremos, una mañana de pie en una playa tomó la decisión más importante de su existencia y, dando un paso al frente, decidió sacar partido de sus habilidades: los idiomas y sus conocimientos políticos. Primero las aprovechó para sobrevivir; y luego, para ir superándose a sí misma. Y lo verdaderamente increíble es que esa joven de pelo negrísimo y piel canela no solo pensó en ella en ese duro camino que emprendió, sino también en conseguir acuerdos entre los forasteros y los autóctonos que evitaran derramamientos de sangre innecesarios. Hoy puede parecer sencillo, pero lo cierto es que Malinalli logró lo imposible: el acercamiento de dos universos. En esta hazaña demostró una inteligencia fuera de lo común haciéndose entender por extraños que traían consigo unas costumbres, animales, aparatos y una religión que trastocaban toda su realidad y quedaban fuera de cualquier intento imaginativo que ella hubiera hecho de otros mundos posibles.
Ni traidora, ni vendepatrias, ni promiscua, ni mala madre. Cada vez hay más voces que se niegan a quedarse con esta versión de Malinalli. Movimientos feministas en la segunda mitad del siglo XX comenzaron a hacer una revisión del mito y, aunque se ha avanzado mucho desde entonces para desmontar la leyenda que ensucia al personaje, aún falta mucho trabajo por hacer para conocer realmente a la mujer. La esclava inteligente, valiente, astuta y fuerte que desafío a su destino. Esta historia de su vida permite conocer su determinación y coraje. Pero, especialmente, con cada línea de este relato se avanza en el conocimiento de lo que realmente fue la joven Malinalli y lo que debería ser para siempre Malinche: un ejemplo indiscutible de supervivencia.
Se vio a sí misma como un colibrí, el ave sagrada capaz de transmitir el mensaje de los dioses.
México, 1513. Las lágrimas se habían mezclado con la suciedad del camino y habían dejado dos surcos más claros en su recorrido por la piel morena. Malinalli había dejado de llorar muchos pasos atrás, pero aún no habían alcanzado el gran río Coatzacoalcos, donde podría lavarse el rostro. Sabía que sus padres no se sentirían orgullosos de ella si la veían perdiendo el control de sus emociones, lloriqueando como un bebé recién nacido, y por eso había decidido centrarse en seguir a los hombres que ahora eran sus dueños y alejar el miedo de sus entrañas escuchando el canto sagrado de los pájaros que desde las altas copas de los árboles ignoraban la marcha del grupo humano que irrumpía en medio de esa exuberante naturaleza. Si pensaba en los acontecimientos de los últimos días volvería a llorar y se había prometido a sí misma no hacerlo, al menos hasta que la oscuridad de la noche la ocultara con el mismo manto que cubría a los animales. Volvió a clavar su mirada en las sandalias de la joven que la precedía en esta caminata y con la que ahora compartía destino. Como había hecho una vez el dios Quetzalcóatl, muchos soles y lunas atrás, ella también subió a una de las canoas que esperan en la orilla del agua y que los conducirían a la desembocadura del río Coatzacoalcos, aunque su viaje era bien distinto al de la divinidad. ¿Hacia dónde la llevaban realmente estos desconocidos?
Hacía dos días que habían llegado unos comerciantes a Olutla, su altépetl o ciudad-Estado, en el que vivía su comunidad y que pertenecía a su vez a uno más grade, el de la ciudad de Coatzacoalcos, junto al mar, en el actual golfo de México. Malinalli solo había vivido diez temporadas secas, pero ya sabía lo que significaba la visita de hombres mexicas a su pueblo. Su padre y las mujeres de su casa se lo habían explicado. Los mexicas, también conocidos como tenochcas por ser los habitantes de la poderosa urbe de Tenochtitlan, eran nahuas, como ellos, pero llevaban menos tiempo en estas tierras, pues habían llegado hacía apenas dos siglos para instalarse en el altiplano desde donde poco a poco habían comenzado a gobernar la región. Seguían expandiendo su poderío, unas veces negociando y otras atacando a los pueblos más débiles. Desde que se habían unido, hacía menos de un siglo, a los habitantes de Texcoco y Tlacopan formando la Triple Alianza eran casi invencibles. Sin embargo, los pueblos de la región de Malinalli habían resistido a las amenazas de los mexicas negociando con ellos y vendiéndoles algunas de sus artesanías y artículos que los del altiplano, por no tener mar, consideraban de lujo, como conchas, nácar, corales, caparazones de tortuga que extraían del golfo o pieles de caimán junto a las preciadas y coloridas plumas de los pájaros de su selva. Pese a que los mexicas hablaban el mismo idioma que el pueblo de Malinalli, el náhuatl, la comunicación no era muy fluida por otras razones. Muchos eran los grupos que temían y odiaban a los mexicas, por someterlos y llevarse sus cosechas como tributo. El hostigamiento en la región había ido creciendo en los últimos años, y los enemigos cada vez exigían un precio más alto a cambio de no atacar la zona. El padre de Malinalli, uno de los nobles más importantes de la ciudad, emparentado con el señor o rey, conocido como tlatoani, había recibido a los forasteros con el respeto debido ofreciéndoles un lugar para descansar e invitándolos a compartir las tortillas de maíz y el guajolote recién guisado en el hogar de su casa.
Desde el principio, el padre de la niña entendió que esta vez sería diferente, que el tributo a pagar sería mucho más alto. La actividad en el patio de la casa rezumaba el nerviosismo que transmitía el hombre ante la visita inesperada, y las mujeres se movían rápidamente, realizando las tareas domésticas, pero más silenciosas que de costumbre. Parecía como si una niebla espesa, la misma que a veces caía sobre el bosque para dificultar la caza, se hubiera apropiado de los miembros de la familia mientras la pesadumbre se fue instalando en el ánimo de Olutla. Al final del primer día, cuando el sol se ocultó para dar paso a una noche sin luna, el sacerdote intentó calmar a los dioses con rituales y penitencias. Malinalli, echada sobre su petate, muy cerca de su madre, no pudo dormir escuchando los susurros que se apoderaron de las estancias cercanas a la suya.
La casa estaba constituida por cuatro habitaciones de piedra construidas en torno al patio principal. Malinalli y su madre ocupaban la estancia que contaba con el hogar, donde se amasaban las tortillas y se encendía el fuego para cocinar cada mañana. Su madre lloraba en silencio. Su situación en la casa era muy delicada como concubina entre las muchas mujeres que tenía el dueño y señor, padre de la pequeña, ella ocupaba una posición insignificante. Los últimos esfuerzos que había hecho por ser más valorada habían sido arruinados por la esposa principal, que sentía unos celos inmensos no de ella, sino de esa chiquilla inquieta y curiosa que tenía por hija. No porque fuera a heredar, ningún hijo de concubina tenía ese derecho, sino por la luz que irradiaba esa niña vivaracha. Malinalli había intentado pasar desapercibida, como le había pedido su madre en infinidad de ocasiones, pero su espíritu se agitaba dentro de su pecho y su mente como las cataratas cercanas a las que se escapaba con otros niños de Olutla algunas tardes para zambullirse en las cristalinas aguas del lago sobre el que caían. Malinalli tenía en especial consideración al dios protector de los lagos y los ríos por la alegría que le proporcionaba el agua.
Sin embargo, Malinalli no podía evitar que su inteligencia reluciera. Esa niña seguía a su padre, cada vez que le era permitido, con auténtica veneración porque sentía que a su lado siempre podía aprender algo nuevo. Se bebía sus palabras y sus gestos como el agua fresca después de los juegos. Esa niña importunaba con sus preguntas a la familia entera; solo su madre entendía que la actitud de la pequeña respondía a un impulso por aprender que era más fuerte que ella.
Malinalli se movió inquieta en la estera y preguntó a su madre qué ocurría. Los hombres mexicas querían llevarse mucho más que unas conchas talladas, unas perlas o unas piedras de jade, le explicó. Esta vez habría que enfrentar una ofrenda de paz y eso implicaría la entrega de varias personas a los llegados desde Tenochtitlan. El miedo de su madre era que ellas serían las primeras en caer en estas demandas. No tenía poder para protegerla ni mantenerla a su lado. Era la rama más débil de las que componían la copa de esa casa.
Los nahuas de Olutla sabían que enfrentarse a una guerra contra los mexicas podría suponer una derrota que acabaría con muchos de sus habitantes como prisioneros, lo que significaba que serían destinados al sacrificio. En los rituales, que se celebraban en todos los pueblos en mayor o menor medida, se ofrecía a los dioses corazones humanos que se extraían de la víctima aún palpitantes. Malinalli tenía pesadillas con esas visiones muchas noches. Sin embargo, tenía más garantías de sobrevivir siendo entregada como esclava. Su familia y ella misma conocían las reglas.
Cuando llegó el momento, la esposa principal de la casa ofreció a Malinalli, tal como había temido su madre. Al final, la pequeña era el eslabón más débil de la cadena. Fue entregada junto a otras jóvenes de entre ocho y doce años de Olutla que se hallaban en circunstancias parecidas. En esta ocasión, los mexicas no deseaban a mujeres adultas ni a niños demasiado pequeños, que eran más difíciles de vender en el mercado de esclavos, sino a muchachas muy jóvenes. Malinalli se sintió presa de una insoportable incertidumbre. ¿Qué sería de ella? ¿Para qué la querían los mexicas? Era inútil que tratara de escuchar y memorizar los consejos que su madre le daba mientras le acariciaba el pelo antes de abandonar el pueblo, la cabeza de Malinalli era un hervidero de preguntas y angustias. Vio cómo su madre luchaba por no derramar ni una sola lágrima, un signo de debilidad que no quería mostrarle a «su pequeña piedra preciosa». Ser entregado como esclavo significaba una enorme humillación, tanto para la víctima como para su familia, pero ella no iba a derrumbarse. Malinalli imitó a su madre e intentó mostrarse fuerte ante ella para evitar acrecentarle aún más la tristeza.
El padre de Malinalli tampoco dejó que lo traicionaran sus emociones. Se mantuvo firme como todos los hombres de Olutla, mientras despedía a los visitantes. Malinalli apreció la tristeza en los ojos paternos tan claramente como los fondos del lago en el que ya no se volvería a bañar. Su padre sufría como si lo hubieran atravesado con un hacha de obsidiana, pero sabiendo que el precio que pagaba con una de sus hijas frenaría el derramamiento de sangre del pueblo y su sometimiento. Malinalli comenzó a llorar en silencio. Sabía que era importante para la comunidad que ella fuera entregada, pero el llanto, ignorante, salía en contra de su voluntad mientras ella acompañaba resignada a los que ahora se habían convertido en sus dueños.
La noche que Malinalli nació brillaba una hermosa luna llena y las estrellas danzaban a su alrededor como si quisieran entretener con su centelleo a todas las deidades del cielo y de la tierra. Eso le contaría su madre tiempo después, que fue una forma del cosmos de interceder en su sino marcado por el duodécimo día del calendario que regía los destinos. El tonalli, su día y signo, era el de malinalli («hierba trenzada» o «henequén») y de ahí salió su nombre. No era bueno, era de mal agüero, un signo infortunado que formaría parte del alma de la recién nacida marcando su estrella con una carga negativa, hiciera lo que hiciese su pueblo para aliviar su espíritu. La partera cortó el cordón umbilical, lavó a la pequeña y musitó una corta plegaria antes de felicitar a la madre, que había salido victoriosa en la gran batalla del parto, convirtiéndose en una guerrera a ojos de los demás. Se organizaría pronto la ceremonia de imposición del nombre de esta recién llegada, pero la partera recomendó esperar y permitir que el lector de destinos estudiara el caso de la pequeña para que intercediera y ayudara a cambiar el hado de ese bebé, como solían hacer con los niños que nacían bajo el influjo de la mala suerte. Por esta razón, Malinalli recibiría su nombre en días más propicios para alejarla de designios funestos.
Su madre, engrandecida y orgullosa, se sacudió las supersticiones al ver a ese bebé de mejillas claras y pelo color azabache. Prefirió pensar en cómo enlazaría esa melena cuando creciera para hacer honor al significado de su nombre. El resto de las mujeres de la casa se afanaban por agasajar a la madre primeriza, que había bendecido el hogar con un nuevo espíritu. Con voces atildadas comenzaron a entonar el canto que festejaba el nacimiento según la tradición de los nahuas:
Te damos la bienvenida,
los dioses te han enviado a nuestra casa,
donde tu familia vive del trabajo
que hace en días calurosos o fríos. […]
Bienvenida seas, sentimos alegría al verte,
porque eres nuestra querida virgen,
una piedra preciosa, una rica pluma, un tesoro.
Rápidamente los habitantes de Olutla se fueron acercando a la vivienda para dar la bienvenida a la recién nacida. Mientras, la madre acariciaba la mejilla de la pequeña deseando que el último verso del canto, «duerme, tus ancestros te cuidarán», pudiera protegerla durante toda la vida.
Lejos de las preocupaciones iniciales que acompañaron su llegada al mundo, Malinalli nació libre, pese al estatus de su madre, como todos los niños nahuas, aunque había una clara diferencia entre los hijos de la casa y los hijos preciosos. Los primeros eran el fruto de las distintas mujeres del hogar, los segundos, los de la esposa del señor. Ella no prestaba atención a esas distinciones más allá de los límites que alguna vez le ponía su madre, quien insistía en que mostrara más respeto por los hermanos preciosos cuando estaban en el patio trabajando junto al resto de las mujeres que componía esa estructura familiar poliginia. A veces los cantos y las bromas alimentaban la complicidad entre ellas uniéndolas, unas a otras, como una hiedra trepadora que creciera en ese patio donde también se compartían penas y dolores; otras veces, sin embargo, los tejemanejes para destacar o escalar posiciones dentro de la casa lo emponzoñaban todo como veneno de víbora nauyaca.
A Malinalli le gustaba correr descalza por los caminos abiertos del bosque que envolvía el poblado de piedra que constituía Olutla. Jugaba con otros niños, pero también aprendía a usar el metate, la piedra para moler maíz, la planta sagrada; o a amasar las tortillas que después hacían con el grano bien molido. Conocía los ciclos del cultivo no solo del maíz, sino también del algodón y del tabaco. Ella lo había aprendido de sus padres, como ellos lo habían aprendido de los suyos, un saber colectivo que se transmitía de generación en generación con el mismo cuidado con el que el viento seguía arrastrando el polen. A Malinalli le gustaba observar los cambios constantes, pero casi siempre previsibles, de la naturaleza, garantía de alimento y cobijo. Por esta razón, había que cuidar la tierra y los animales que la habitaban como una forma más de mantener el equilibrio que garantizaba el orden del cosmos. Menos entusiasmo ponía a las labores domésticas que tenía que dominar como mujer, y cuando le sobraba tiempo adoraba darse largos baños en la laguna junto al resto de las mujeres y niñas. Allí usaban la raíz del xiuhamolli, que soltaba una espuma con la que Malinalli jugaba. Era importante estar limpio, como repetían las ancianas a los más jóvenes, y a ella le encantaba sentir cómo el agua se llevaba la suciedad para limpiarle el cuerpo y el alma mientras daba saltos y hacía piruetas en el agua fresca.
Los meses dieron paso a los años, y la niña, que continuaba mirando el mundo con insaciable curiosidad, se colaba en las reuniones a las que su padre le permitía entrar como una lagartija asustada hasta encontrar un rinconcito donde se acomodaba para poder observar en silencio y sin molestar. En los encuentros más formales que su padre celebraba con otros nobles nahuas, Malinalli ayudaba a otras mujeres a traer y llevar comida para los invitados, pero ella intentaba aprender de lo que escuchaba y también de las explicaciones posteriores que daba su padre a sus hermanos. Los acuerdos entre unos altépetl y otros para cerrar tratados comerciales o pactos políticos que ayudaban a asegurar la paz la fascinaban. La diversidad de ciudades-Estado (cada una con su tlatoani) que se regían por sistemas tributarios agrupados muchas veces bajo débiles alianzas derivaba en conflictos que obligaban a los pueblos a guerrear. El padre de Malinalli creía en el diálogo y así fue como ella aprendió que esos encuentros entre líderes trenzaban las relaciones entre los pueblos como una araña teje su tela: unas veces para protegerse de otros depredadores; pero, otras muchas, para cazar. Más tensas o más distendidas, las alianzas eran siempre útiles y se regían por los códigos estipulados en esta región de Mesoamérica.
